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Racismo, antigüedad y textos escolares chilenos y mexicanos entre 1920 y 19501
Racism, antiquity, and Chilean and Mexican history textbooks between 1920 and 1950
Racismo, antigüedad y textos escolares chilenos y mexicanos entre 1920 y 19501
Diálogos sobre educación. Temas actuales en investigación educativa, vol. 8, núm. 14, pp. 1-31, 2017
Universidad de Guadalajara
Resumen: Este trabajo desarrolla un minucioso análisis de un grupo de textos escolares de historia chilenos y mexicanos publicados entre 1920 y 1950, y pone especial énfasis en las distintas maneras en que se manifiesta el racismo dentro de ellos. Para ello se revisaron las distintas representaciones de la antigüedad griega y precolombina, y se plantea que éstas se encuentran prefiguradas por su contexto, por lo cual reflejan la heterogeneidad de, en este caso, perspectivas racistas. El objetivo de este abordaje es aportar en la distinción de diversos racismos, que se proyectan hasta la contemporaneidad de los países en cuestión.
Palabras clave: textos escolares, racismo, antigüedad, prefiguración.
Abstract: This article presents a detailed analysis of a group of Chilean and Mexican history textbooks published between 1920 and 1950, with a special emphasis on the different ways that racism is manifested in them. We reviewed their distinct representations of Greek and pre-Columbine antiquity and found that they are prefigured by their context and hence reflect the heterogeneity of – in this case – racist views. The goal of this approach is to contribute to the distinction of different types of racism that have been projected into still prevailing attitudes in Chile and Mexico.
Keywords: Schoolbooks, education journals, mestizaje, race.
Introducción
El problema de la inferiorización de lo indígena en relación a lo blanco-occidental es uno de los componentes más significativos de las manifestaciones racistas en América Latina, tanto contemporánea como históricamente. En efecto, lo anterior parece ser un supuesto que sustenta diversos prejuicios contra esta población que incluso operan hasta el día de hoy. Entre ellas podemos encontrar, por ejemplo, la consideración fosilizada y folclorizante de la cultura indígena; su entendimiento como objeto de conocimiento más que como sujeto político; su caracterización como salvaje, violento, feo, descontrolado, flojo, alcohólico, entre otros antivalores o los estereotipos que los alejan del ámbito intelectual o cultural, medrando sus posibilidades de desarrollo vital. Por supuesto, lo anterior sigue generando diversas formas de resistencia, en todos los ámbitos, por parte de los grupos indígenas del continente, algo especialmente orgánico desde la década de los setenta del siglo XX en adelante.
Ahora bien, el problema del racismo es de larga data, por lo cual no es posible comprender cabalmente sus expresiones contemporáneas si no buscamos también revisar las manifestaciones pasadas del mismo, que condicionan inevitablemente sus concreciones al día de hoy. Asimismo, como es señalado por un gran número de intelectuales o dirigentes indígenas con- temporáneos (Porma, 2015; De la Cruz, 1993;Nahuelpán, 2015;Frites, 1993), el paso por el sistema educativo formal es considerado como un dispositivo racista especialmente poderoso y relevante, muchas veces controlado por el Estado. En ese sentido, este trabajo buscará analizar las diversas manifestaciones racistas contenidas en textos escolares de entre 1920 y 1950.
Lo anterior tiene por objetivo el buscar distinguir entre distintos énfasis en el racismo allí encontrado, especialmente entre el nacionalista mestizófilo y el de supremacía blanca. En términos generales propongo que en el caso chileno hay una mayor tendencia hacia la supremacía blanca, y en el caso mexicano hacia la mestizofilia, lo que se relaciona con una naturaleza diferente de las crisis oligárquicas, que repercuten hasta el día de hoy en la especificidad histórica al racismo de cada caso; no obstante, éstos se encuentran mediados por supuestos comunes. Más concretamente, este artículo se basará en el análisis de los discursos sobre la antigüedad (precolombina y griega, específicamente) contenidos en el corpus seleccionado.
Supremacía blanca y mestizofilia
Las perspectivas positivistas, crecientemente hegemónicas desde las últimas décadas del siglo XIX, marcan de forma importante el devenir del racismo en nuestro continente, siendo muy influyentes en la educación, la ciencia, el pensamiento social o la política latinoamericana de la época (Hale, 1991: 15-18;Larraín, 2001: 92-93). Esta corriente tendría entre sus principales características la idea del triunfo de la ciencia, la noción del progreso como destino final de la historia, un exacerbado racionalismo y la búsqueda de un conocimiento objetivo y enciclopédico (Subercaseaux, 2011: 398-407).
De este modo, en América Latina se estableció una relación importante entre el positivismo y el pensamiento social, erigiéndose a la ciencia como el criterio esencial para la definición de las políticas estatales y sociales de la época (Leyton, Sánchez y Palacios, 2015: 7-16). Más precisamente, el biologicismo –es decir, la preeminencia de lo biológico como criterio fundamental para la comprensión de los fenómenos sociales, históricos, culturales, etc.– y el darwinismo social –que aplica las ideas de Darwin sobre la evolución y la sobrevivencia del más fuerte a las instituciones sociales o los grupos humanos, afirmando tanto la necesidad de seleccionar a los más fuertes por sobre los débiles, a fin de lograr la evolución de la sociedad, así como la superioridad de algunas razas más exitosas en la dominación de las inferiores– fueron dos de las teorías más relevantes que sustentan la centralidad de lo racial para el devenir de las naciones y grupos humanos, en general.
Así, una de las manifestaciones más infames de la relación entre raza, ciencia y política social será la de la eugenesia, que tenía por base “un racismo científico y la idea de que las capacidades reproductivas de los individuos biológicamente ‘inadecuados’ y, más en general, de las ‘razas inferiores’, debían limitarse” (Wade, 2000: 19). Esta práctica fue especialmente relevante en la Alemania nazi, donde se tomó a Esparta como un modelo de sociedad eugénica (Chapoutot, 2013) para guiar la educación de su élite (Roche, 2013); pero en América Latina también tuvo gran relevancia en el desarrollo de políticas educativas estatales, muchas veces vinculadas a la promoción del deporte y la higiene, estando también muy presentes en el discurso médico de la época (Sánchez, 2015).
Ahora bien, el racismo ni empieza ni termina con la eugenesia. De hecho, ésta es una consecuencia de la centralidad que tuvo la idea de raza para pensar lo latinoamericano a finales del siglo XIX y principios del XX. En efecto, diversos intelectuales del continente lo entendían bajo un pesimismo racial –particularmente a partir de las afirmaciones de Gustave Le Bon en torno a la degeneración de la raza latina y las nefastas consecuencias del mestizaje o mezclas raciales (Hale, 1991: 29)–, lo que implicó la búsqueda de maneras para solucionar la complicada situación racial de estas tierras. El texto Nuestra América (1903), del argentino Carlos Bunge, resume en buena medida dos de las soluciones más típicas para resolver el problema racial que se había diagnosticado en su momento. Por un lado, una europeización radical, entendiendo a los europeos como superiores, y por otro, la necesidad del trabajo como eje del desarrollo (Bunge, 1903: 161). Esta última parte del diagnóstico es también compartida por autores chilenos nacionalistas –como Francisco Antonio Encina– que afirman la necesidad de fortalecer la industria nacional y el trabajo práctico, propugnando un cambio en la educación, la cual se veía como una herramienta necesaria para el mejoramiento racial y nacional (Subercaseaux, 2011: 222-231).
La consideración de lo europeo como superior se ve sustentada en la idea de que sólo ciertas razas podían civilizarse (Leyton y Huertas, 2015: 16-35;Sánchez, 2015: 111-124), así como en la supuesta inalterabilidad de las características raciales. Sobre esto último las ideas de Gustave Le Bon aparecen nuevamente como relevantes, tanto por el desdeñamiento de la latinidad como universalmente decadente –al tiempo que se erigía lo ario como superior–, como por la importancia que le asigna a la raza como un elemento fundamental para comprender el comportamiento y la psicología de los pueblos. En ese sentido, los planteamientos de Le Bon establecen relaciones más o menos claras entre la nación y la raza (Hale, 1991: 27-28), pues ésta tendría ciertas características intrínsecas que afectan el modo en que la primera puede desarrollarse. En ese marco, dentro del contexto previo a la crisis de las oligarquías, el ideal parece ser evitar la mezcla racial, ya que ésta generaría contratiempos para el desarrollo nacional. Al unísono, se entendía como necesario “solucionar” el problema que presentaban los indígenas y negros para las nacientes naciones pues, ciertamente, eran vistos como alejados del ideal europeo y racialmente blanco que era hegemónico hasta, al menos, principios del siglo XX –por ejemplo, a partir de la construcción de barreras sanitarias entre la ciudad civilizada y “el aduar africano” propuesta por Benjamín Vicuña Mackenna– (Leyton y Huertas, 2015: 24).
En todo caso, esta fascinación por lo europeo fue un factor ideológico ampliamente difundido, en particular dentro de buena parte de las elites latinoamericanas que se sentían como parte de Occidente y, por ende, de la cultura y la historia europeas (Dussel, 1994: 172), algo que se manifestaba, por ejemplo, en la arquitectura urbana previa a las crisis oligárquicas (Moya, 2007: 177), y que implicaba un gran desdén hacia lo indígena, en muchas ocasiones considerado como profundamente refractario y atávico, por lo que en buena medida sólo dificultaba los afanes de modernidad y civilización.
Cabe señalar que dentro de este amor por lo europeo no sólo se encuentra la perspectiva positivista –sustentada en un racismo científico–, sino que también existen miradas más humanistas (muchas veces denominadas como afrancesadas por los anteriores) que compartirán afanes de supremacía blanca, pero justificados en la superioridad de sus manifestaciones culturales y espirituales –donde griegos y romanos tendrán un lugar prominente–, que se sintetizan racialmente en la latinidad, entendida como característica esencial de lo continental (Taboada, 2007;Riobó, 2015).
De esta manera, a principios del siglo XX, y en gran medida como reacción a lo anterior –un fanatismo e idealización exacerbados de lo europeo–, en conjunto con las consecuencias de las inmigraciones internacionales, comenzó a aparecer una corriente de pensamiento mucho más nacionalista que tuvo heterogéneas manifestaciones que darían cuenta de una “nostalgia culturalista de lo propio” y de un “deterioro del ser nacional” (Subercaseaux, 2011: 403), que deberá ser recuperado a partir de diversos medios. Estas perspectivas marcarán los proyectos nacionales de la primera mitad del siglo XX en México y Chile.
Lo anterior tiende a desenvolverse de dos grandes maneras. Por una parte, el hispanismo2 será la vertiente más conservadora del nacionalismo, exacerbando la herencia colonial como fundante de lo latinoamericano y dándole a España un rol fundamental en la identidad local y continental. Esta postura, a su vez, le entrega un papel originario al periodo colonial latinoamericano. Entre los aspectos raciales que se pueden vislumbrar en esta idea se encuentra la inalterabilidad de ciertas características culturales, la mayor propensión a la civilización de algunos grupos humanos por sobre otros y la relevancia de la religiosidad como un indicador de jerarquía.
Otra salida del nacionalismo fue la mestizofilia, que comienza a ver como positiva la mezcla racial originaria (mestizaje), presentándola como una posibilidad de desarrollo histórico particular, más que como un obstáculo para el logro de la modernidad. Esto implicó, necesariamente, una modificación en la comprensión de lo indígena con respecto al ámbito decimonónico, pues se pasa a buscar en ellos parte de la especificidad nacional, lo que implicó su reivindicación más o menos amplia según el caso. Por cierto, esta perspectiva no es homogénea y se diferencian especialmente las miradas más cientificistas de otras más culturalistas que, si bien compartían los supuestos nacionalistas y mestizófilos, se distinguían tanto en su proyección hacia el presente, como en la caracterización de los grupos humanos históricamente mestizados en nuestro continente.3
En ese sentido, la reivindicación del mestizaje es disímil, de lo cual los casos de México y Chile son firme evidencia, tanto internamente como en una comparación entre ambos. En efecto, mientras que en la mayoría de los documentos mexicanos estudiados se rescata fuertemente al mestizo como la figura nacional por excelencia –aunque destacando aspectos disímiles de tal proceso–, dentro de Chile no ocurre lo mismo; se encuentran referencias cuantitativamente menores, así como más superficiales y circunstanciales, no obstante que se reconozca a los mestizos en algunas ocasiones como la mayoría cuantitativa de la población. De este modo, en el caso chileno se presenta con mayor relevancia una mirada vinculada a un racismo más de supremacía blanca –que a su vez varía en la importancia de lo occidental frente a lo nacional–. Mientras, en el caso mexicano la noción de mestizaje ha sido entendida como fundamental para el nacionalismo revolucionario (Monroy, 1975;Martínez Della Rocca, 2010), así como también vinculada a miradas racistas mestizófilas, nacionalistas e integradoras, y sigue siendo hasta hoy uno de los cimientos de la autocomprensión de lo mexicano, donde más de 90% de la población se entiende como mestiza (Martínez, 2014), lo que difiere del caso chileno, donde 43% se define como blanco (Castillo, 2011). De este modo, la comparación propuesta intenta mostrar tanto las diferencias como las similitudes de sendas manifestaciones del racismo, con la intención de aportar a una mejor comprensión de dicho fenómeno y su operatoria en la actualidad.
Perspectiva histórica del periodo revisado
Antes de continuar es necesario hacer algunas aclaraciones. En primera instancia, con respecto al caso chileno las perspectivas contenidas en los textos escolares tienden a divergir de las miradas estatales, pues mientras las primeras eran altamente supremacistas blancas y occidentalizantes, las segundas –especialmente durante el gobierno de Ibáñez a finales de la década de 1920 y los gobiernos radicales del finales de la década de 1930 y a lo largo de los cuarenta, fueron especialmente nacionalistas, por ejemplo, al desarrollar políticas para estimular el sentimiento patrio en las escuelas (Aguirre Cerda, 1941) o mostrar un fuerte énfasis en la necesidad de regeneración nacional a partir de la educación (Programas de educación primaria, 1929), o llevando a cabo profusa investigación folclórica y arqueológica que realzaba ciertos aspectos de las culturas indígenas –especialmente en la Universidad de Chile–. Lo anterior, sin embargo, no implicó una depuración de los textos revisados, incluso siendo aprobados por el Ministerio de Educación. En ese sentido, parece haber sido relevante la naturaleza privada de la edición y escritura de textos escolares, financiados incluso por concursos internacionales (Farías, 2000: 331-339) antes que por el propio Estado.
Lo anterior contrasta con la situación mexicana, donde existió un mayor control oficial de la producción de textos escolares, que incluso cuando reutilizaba algunos del contexto decimonónico (como los de Justo Sierra), los adecuaba para incorporar las perspectivas oficiales (Vázquez, 1970: 190-194). Ahora bien, esto no implicaba un control total por parte del Estado, pues usualmente existieron textos escolares vinculados a instituciones privadas, aunque ello llegaría a su mínima expresión durante los años de la educación socialista.
Ahora bien, dentro del periodo abarcado existen al menos cuatro momentos diferenciados dentro de la educación mexicana. El primer momento está marcado por la vasta obra liderada por Vasconcelos, y tuvo como principales puntales las misiones educativas, la lucha contra el analfabetismo4 y la búsqueda por elevar la cultura de los mexicanos, para lo cual la edición de diversas obras clásicas fue fundamental. De las doce seleccionadas, nueve son obras de la antigüedad grecolatina, lo que muestra un afán humanístico que también se evidencia en su La raza cósmica y en su valoración de lo latino. Esta aspiración tiene como principal gestor a Vasconcelos, pues las políticas estatales de educación posteriores no serán tan enfáticas en tal necesidad. En efecto, el periodo del Maximato, liderado por Plutarco Elías Calles, resaltó la vinculación de la educación con lo práctico, con la industria y el trabajo (Arce Gurza, 1985), mientras que, durante el cardenismo, se entendía lo educacional como posibilidad de cambio, instaurando la llamada educación socialista, asunto que sólo se trabaja tangencialmente en este artículo, pues adolece de perspectivas raciales tan explícitas.
Finalmente, en las administraciones de Ávila Camacho y Miguel Alemán, existió un progresivo desmontaje de los aparatos estatales “ligados a la educación y a la promoción cultural y económica en las comunidades indígenas” (Pérez Montford, 1999: 192) erigidos durante el cardenismo, y en cambio se insistiría en la “connotación folclórica de los integrantes de dichas comunidades restándole peso a la reivindicación social” (Pérez Montford, 1999: 192). Esto puede verse graficado en unos pequeños mensajes denominados “Educación para el pueblo libre” que entregaba el Presidente Manuel Ávila Camacho en la segunda mitad de la década de 1940, donde se puede ver una profusa utilización folclorizante de lo indígena mexicano, asimilable a las que luego se presentarán en casos como Longinos Cadena o Guillermo Sherwell en relación con la figura de Cuauhtémoc. En todo caso, dentro de los textos escolares revisados no parece ser tan clara la diferenciación entre cada uno de estos momentos –con la excepción de la educación socialista, cuya producción es evidentemente diferenciada–, existiendo incluso algunas continuidades muy profundas con ciertas miradas vasconcelianas, especialmente en la centralidad del mestizaje.
Por otro lado, creo que la comparación entre Chile y México resulta interesante por las naturalezas divergentes de sus procesos de crisis oligárquica, que marcarán las posibles construcciones nacionales posteriores, pues mientras en el caso chileno existirá una relación de mayor continuidad entre lo supremacista blanco –al menos en el plano revisado–,5 que puede relacionarse con una menor ruptura dentro de la institucionalidad nacional, con la revolución mexicana existe un quiebre mucho más claro y explícito con el Estado decimonónico, algo que incluso repercutirá en la salida de varios de sus intelectuales más relevantes (Garcíadiego, 2010: 31-44)–cosa que no ocurre en Chile–. Por lo mismo, allí será más clara la distancia entre lo nacionalista y lo supremacista blanco, quedando esto último relegado en el discurso educativo mexicano.
Educación, prefiguración y antigüedad
La relevancia de la educación como un dispositivo de construcción de hegemonía ha sido ampliamente desarrollada en los últimos años (Fer, 1990; Foucault, 1992; Bourdieu y Passeron, 2009), donde su relación con la promoción de un racismo a veces explícito y en otras ocasiones soterrado ha sido analizada desde varias aristas (Carlos Fregoso, 2016; Zapata, 2013;Carretero, 2006 y 2008). En torno a ello, los textos escolares han tenido un puesto relevante, en tanto entregan la posibilidad de revisar discursos que, por el hecho de haber pasado por el filtro oficial –muchas veces siendo masificados también desde el Estado– pueden dar luces sobre las formas de comprensión histórica nacional promovidas desde las posiciones socialmente dominantes, especialmente cuando se define a estos textos como “El reflejo de la sociedad o lo que los contemporáneos quisieran que fuera” (Olivares, 2006: 165). A lo anterior agregamos que, como tal definición es un campo en continua disputa (Said, 2005: 543), el discurso contenido en los textos escolares tiende a reflejar las posturas que se encuentran en pugna en determinado momento. De este modo, en este trabajo se asume la existencia de una relación entre determinadas perspectivas ideológicas –vinculadas especialmente a consideraciones raciales– de la primera mitad del siglo XX, con las nociones de la antigüedad plasmadas en los diversos textos escolares de la época, entendiendo que los segundos se encuentran prefigurados por las primeras, es decir, son a la vez resultado y sustento de dichas perspectivas.
Esto último se basa teóricamente en las propuestas de Erich Auerbach en su texto Figura (1998), donde se desarrolla un análisis muy completo del modo en que las referencias al pasado –primero del antiguo testamento y luego de la antigüedad latina– se van prefigurando en función de las necesidades y planteamientos de épocas posteriores. De este modo, la relación figurativa hace referencia al modo en que se va estableciendo un vínculo entre pasado y presente a través de la adecuación –consciente o no– del sentido del primero, que de uno u otro modo prefigura la interpretación que se le da al segundo, así como también proyecta una cierta perspectiva hacia el futuro que encuentra su sustrato en dicho pasado.
En alguna medida, esta mirada también se encuentra presente en el Orientalismo de Edward Said, otro de los referentes teóricos que ayudan a desarrollar este trabajo, pues parte de su planteamiento central es que el orientalismo –es decir, las instituciones, discursos y prácticas que buscan comprender lo oriental por parte de la cultura occidental–, responde “más a la cultura [occidental] que lo produjo que a su supuesto objetivo [la comprensión de Oriente]” (Said, 2002: 43). Y en una diversidad de momentos, Said apela al estudio de las representaciones de la antigüedad occidental y oriental para mostrar dicha operación.
En ese sentido, al comprender los textos escolares como prefigurados por determinadas perspectivas ideológico raciales, debido a lo cual responderían más bien a dichas miradas que a los criterios más idóneos para el análisis y explicación de las culturas enseñadas, el análisis específico de las representaciones de la antigüedad resulta significativo, especialmente cuando se entiende que éstas se han encontrado históricamente prefiguradas por diversos procesos de construcción de hegemonía y contra hegemonía (Bernal, 1991;Chapoutot, 2013;Roche, 2013; Goff, 2005; Taboada, 2012;Tenorio-Trillo, 1998;Méndez, 2000). De ahí que el análisis que se busca desarrollar, tendrá por objetivo el mostrar el modo en que determinadas perspectivas raciales prefiguran las representaciones de la antigüedad –griega y precolombina– dentro de los textos escolares revisados.
Consideraciones metodológicas
Sumado a lo recién dicho, la decisión de analizar exclusivamente discursos relativos a griegos y precolombinos está dada por dos razones principales. Primero, porque durante el contexto decimonónico existió una fuerte valoración de lo clásico, en demérito de lo indígena precolombino (en alguna medida serían los ejemplos paradigmáticos de la civilización y la barbarie, respectivamente), por lo cual es relevante mostrar la continuidad de tal, si es que parte de la hipótesis que aquí se desarrolla es que la crisis oligárquica implicó un cambio menos rotundo en Chile que en México, lo que en buena medida puede verse reflejado en el tratamiento de tales referentes. Por otro lado, en términos generales se ha consignado un descenso progresivo desde principios del siglo XX en el interés por los estudios clásicos en el continente (Grammatico, 2003); mientras que en torno a lo indígena se dio la situación contraria, incluso se formó el Instituto Indigenista Interamericano a principios de la década de 1940, y existen significativos avances en torno al conocimiento del periodo precolombino (más allá de las tendencias integracionistas o indigenistas que puedan haber tenido). En ese sentido, la ponderación de estas culturas en los textos escolares puede leerse como indicadores de una mayor cercanía o lejanía a procesos culturales mucho más generales.
La selección del corpus, por otro lado, está dada por aquellos textos escolares que se encontraron durante las pesquisas realizadas entre los años 2013 y 2014, en diversas bibliotecas chilenas y mexicanas. El criterio, en todos los casos, fue cronológico y temático; es decir, se revisó todo lo que se encontró entre 1920 y 1950 que tuviera entre sus contenidos a griegos y/o indígenas. La investigación más general en que este artículo se enmarca, incluye también revistas de educación del periodo, aunque en este caso se tocan de forma muy superficial, para poder desarrollar de forma más profunda el análisis propuesto. Los textos escolares revisados son los siguientes, que se presentan agrupados por país y divididos en hispanistas, occidentalizantes y nacionalistas:
México. Hispanistas: Gámiz (1927), Aguirre Cinta (1931), Pereyra (1920).
Occidentalizantes: Bonilla (1930 y 1944), González (1946) y Sierra (1922 y 1924).
Nacionalistas: Toro (1925), Sherwell (1944), Cadena, L. (1944), Jara (1950), Torres (1943), Hernández (1946), Gómez (1950), Navas (1946), Teja Zabre (1946).6
Chile: Occidentalizantes/hispanistas: Acuña Peña (1942 y 1944), Montero Correa (1933, 1939 y 1941), Barros Borgoño (1922), Peña y Lillo (1931, 1936 y 1938).
Nacionalistas: Pérez (1921), Pinto (1924 y 1926), Valdés Vergara (1921).
El análisis realizado se enfoca especialmente en los discursos contenidos en los textos, sin poner énfasis en la vida y condiciones materiales de cada uno de los autores. Esto se decidió especialmente por la dificultad que habría implicado emprender tal tarea con una batería tan grande de personas. Se reconoce, en todo caso, que este trabajo adolece de ese problema.
En cuanto a los criterios específicos que se tomaron para la revisión de contenidos vinculados a la raza se encuentran los siguientes: mención explícita a la idea de raza; separación de la humanidad en razas, caracterización física o mental de un grupo racial; afiliación de un pueblo o grupo humano específico a una raza particular; caracterización física o mental esencial de uno de los pueblos de la categoría anterior; explicación de fenómenos históricos, políticos, sociales, económicos, a partir de características o dinámicas raciales; mestizaje racial y biológico; determinismo geográfico.
En última instancia, este trabajo busca conectar los discursos contenidos en los textos escolares con sus contextos de producción, intentando mostrar el modo en que en los primeros se pueden encontrar prefiguradas diversas tendencias racistas, que forman parte de dichos contextos. Para eso, el trabajo estará dividido en dos grandes partes, primero para analizar las ideas vinculadas a la supremacía blanca, donde aparecerán más casos chilenos. Luego se revisará la noción de mestizaje y racismo más nacionalista, donde se trabajarán más profusamente textos mexicanos y ciertos momentos históricos y figuras específicas, que se proyectan hacia el presente en clave mestizófila y nacionalista integradora.
Racismo y supremacía blanca
1. Raza blanca y civilización
Mientras en varios textos escolares chilenos existe una clara y explícita noción de superioridad de la raza blanca, ésta no aparece dentro de ninguno de los textos escolares de México, y sólo se encuentra mencionado en los números 2 y 11 de la revista El Maestro, en los artículos “Rasgos generales de la historia del mundo” e “Historia de Grecia” respectivamente, cuyo autor es el inglés William Swinton. Las coincidencias entre este artículo y buena parte de los textos escolares chilenos revisados son clarísimas, y entre ellas se encuentran la noción de que la raza blanca es superior a las demás; la idea de que la rama más progresista de los blancos son los arios (siendo los griegos sus insignes representantes en tanto logran, a partir de su inteligencia superior, tomar elementos de las culturas aledañas y superarlos de modo absoluto, habiendo generado un legado inconmensurable que dura hasta la contemporaneidad); una visión muy ideal de lo heleno, donde muchas veces se hace pasar a la ciudadanía por el conjunto de la sociedad, obviando así la esclavitud o la condición de la mujer; la noción de que las razas no blancas tienen un límite para su desarrollo civilizatorio, particularmente relacionado con la falta de libertad y el carácter estacionario de su desarrollo histórico; y un fuerte determinismo geográfico que liga el clima y el medio físico con las características de los pueblos.
Por supuesto, los elementos comunes se manifiestan de modos diferentes en cada texto revisado, relevándose aspectos particulares que no siempre se repiten –por ejemplo, únicamente Acuña Peña plantea que los blancos tienen un idioma más armonioso que las demás razas (Acuña, 1944: 9); sólo Swinton relaciona a los pelasgos (nativos de los Balcanes) con la raza aria (Swinton, 1922: 49) y Luis Barros Borgoño es el que apela más fervientemente a la antigüedad para defender la superioridad blanca (Barros, 1922: 26). Por ahora, los elementos diferenciadores que se resaltarán son las explícitas filiaciones que se hacen en Swinton, por un lado, de las colonias o ex colonias europeas con la raza blanca y, por otro, de sus lectores con la raza aria, pues tales relaciones difieren de las existentes en los textos chilenos, y lo hacen bastante más del resto del corpus mexicano.
En todo caso, resulta evidente que la segunda afirmación del autor inglés se refiere al caso europeo más que al mexicano, lo que se corrobora con el siguiente fragmento: “La rama Aria es la división a la que pertenecemos nosotros: incluye casi todas las naciones del presente y del pasado de Europa”(Swinton, 1921: 117-118). Es más, el historiador ni siquiera estaba vivo al momento de la publicación del artículo en cuestión en la revista El Maestro, por lo que difícilmente fue escrito pensando en ser divulgado dentro de México.
En efecto, sería bastante curioso que se asegurara de modo tan explícito la arianidad del pueblo mexicano, ya que resulta contradictorio con la mayoría de los planteamientos que pueden encontrarse dentro del corpus revisado para ese país, donde se asevera regularmente su ascendencia mestiza. Especialmente paradojal resulta que este planteamiento se encuentre en una revista dirigida por José Vasconcelos, uno de los principales intelectuales ligados a la idea del mestizaje en el subcontinente. Así, aquélla noción parece responder más a un lapsus editorial que a una muestra de un argumento consistente dentro de su contexto particular, pues ni siquiera en el caso chileno se defiende una total pertenencia al ámbito de la raza aria, ni siquiera a la blanca. De hecho, Amanda Labarca ironiza con la idea de la mayor blancura de la raza chilena, planteando que eso no pasa de ser un deseo de la clase alta, pues incluso habiendo un elemento indígena menor en Chile (lo calcula en 2%), la raza no pasa exclusivamente por lo biológico, sino que también por lo cultural, y allí nuestro país se aleja claramente de lo europeo (1937: 78-81).
Este último juicio es precisamente lo opuesto a lo afirmado por Swinton, quien incluye a América Latina en el ámbito de lo blanco (Swinton, 1921: 119), juicio que no parece darse en el terreno de lo biológico sino en el de la cultura. De otro modo se caería en un planteamiento totalmente errado y que no resistiría ningún análisis, pues resulta imposible asegurar que en todos los lugares colonizados por los europeos la población es eminentemente blanca. Esto sugiere que sólo a partir del contacto con los blancos sería factible que los grupos humanos de otras razas accedan a la historia y a la civilización:
Por esto vemos que la historia, propiamente dicha, se refiere tan sólo a un tipo de humanidad superiormente desarrollado; porque, aunque la gran masa de la población del globo, durante todo el periodo registrado, pertenecía y pertenece aún a otros tipos de humanidad, sin embargo, los caucásicos forman la única raza verdaderamente histórica. De aquí que podemos decir que la civilización es el producto del cerebro de esta raza (Swinton, 1921: 118).
En ese sentido, la “blancura” de los territorios colonizados por los europeos no estaría dada por la cantidad de blancos dentro de los mismos, sino por la influencia de lo blanco en su paso al ámbito de lo histórico, dejando atrás el estado natural o, en el mejor de los casos, estacionario previo, que caracterizaría a toda la población no blanca. Y en esa línea argumentativa lo griego se vuelve central, proyectándose como ejemplo paradigmático de, por un lado, la superioridad de lo ario por sobre las demás razas y, por el otro, del paso de la agencia de la historia desde el Oriente hacia el Occidente. Desde esta perspectiva, la similitud existente entre Swinton y buena parte de los textos escolares chilenos resulta evidente.
En efecto, casi todos los textos escolares chilenos revisados que tratan el tema de Grecia, específicamente los de Barros Borgoño (1922), Acuña Peña (1942 y 1944), Peña y Lillo (1931, 1936 y 1938) y Montero Correa (1933, 1939 y 1941), tienen en su base el establecimiento de las siguientes relaciones: la raza blanca es superior y creó la civilización y cultura verdadera (la occidental). Ésta tiene como punto de inicio a la Grecia antigua, que sigue irradiando su cultura encontrándose, por ende, plenamente vigente en estos textos. Esta civilización llega a América, y por supuesto a Chile, a partir de la colonización europea, lo que implica una participación más o menos problemática dentro de esta “cultura superior” que se mueve entre una pertenencia efectiva y una búsqueda por formar parte de ella.
Ahora, es menester dejar en claro lo siguiente: la noción de que América Latina es parte de Occidente no es necesariamente racista. De hecho, en textos escolares mexicanos aparece dicha filiación desde una perspectiva que entiende a la cultura occidental como superior –más desarrollada, más civilizada, más compleja, etc. –, pero sin explicar tal fenómeno desde causales raciales ni explicitar que ello responda a una superioridad de un grupo por sobre los demás, como sí ocurre en estos casos que, como hemos visto, parten de presupuestos evidentemente racistas y de supremacía blanca.
Por supuesto, la manifestación de esto último no es homogénea, pues el estatuto entregado a aquél grupo racial no es siempre el mismo, y dependiendo del caso pueden ser presentados desde una o más de las siguientes perspectivas (pues no son contradictorias entre sí): como la única raza histórica, la única raza civilizada, los únicos verdaderamente civilizados o el motor y eje del progreso en la historia universal. Todas estas categorías, si bien muestran una lógica común –los blancos son superiores a los demás–, también dan cuenta de matices detectables en los diversos textos analizados, los que no sólo afectan la visión entregada sobre los blancos, sino que también de todos los otros grupos humanos que se mencionan, lo que muchas veces se suma a una batería de presupuestos raciales que ayudan a reafirmar las supuestas jerarquías entre los mismos.
En cuanto a la relación de la raza blanca con la civilización, usualmente existen dos posturas, una radical, que afirma sin matiz alguno que los blancos son los únicos que han podido acceder a ella, y otra suavizada, que hace una diferencia cualitativa entre la civilización blanca y otras posibles civilizaciones, entendiendo a estas últimas como inferiores y superadas por la primera, pero sin negar la posibilidad de que otras razas también tengan algún tipo de civilización. La primera postura sólo se encuentra en dos autores chilenos, Santiago Peña y Lillo y Manuel Acuña Peña –se les podría sumar el texto de Luis Barros Borgoño, quien excluye a la raza cobriza de las civilizadas, pero acepta a la china como tal–, mientras que en la segunda se encuentran todos los demás, chilenos y mexicanos,7 con la excepción de Teja Zabre (1946), Jara (1950), Pérez (1921) y Pinto (1924 y 1926), quienes no jerarquizan racialmente entre civilizaciones. A lo anterior debemos agregar los textos vinculados al periodo o a figuras relevantes de la educación socialista –Villalobos (1937), Ramos Pedrueza (1938), Chávez Orozco (1948)–, que critican fuertemente el racismo, no establecen jerarquías tan claras, e incluso, le asignan un valor fundamental a las culturas indígenas para la comprensión del México contemporáneo.
En el segundo grupo de textos, los temas que más aparecen en relación con los límites civilizatorios específicos que tendría la raza indígena o cobriza son los siguientes: su falta de libertad verdadera –ya sea por despóticos o indómitos–; su incapacidad para mantenerse en el tiempo; sus costumbres morales, físicas y/o culturales; la debilidad de su carácter o su falta de progreso material y técnico –incluso negando la existencia de la agricultura (Montero Correa, 1933: 256)–, aunque usualmente se plantea una combinación de las anteriores. En buena medida, estos mismos límites se extienden hacia las otras culturas antiguas no blancas, por lo que se presenta a la raza blanca como la única capaz de romper tales límites y ahí radicaría la importancia de su expansión civilizatoria. En ese plano, los griegos se presentarán como los primeros que lograron derribar tales limitaciones, superando de modo prácticamente total lo anterior (idea de milagro griego), pasando a ser la cuna de una cultura occidental cualitativamente superior.
Esta lógica tiene un doble corolario en estos textos. Por un lado, es usual la proyección de lo griego como fundamental para la contemporaneidad mexicana y chilena –la noción de legado resultará central–, llegando incluso a relacionarse en algunas revistas de educación el buen gusto de modo intrínseco a la producción cultural helénica (Crane, 1935;Gener, 1922). Por otra parte, también se desarrolla una concepción muy idealizada de lo heleno, la que resulta especialmente evidente cuando se contrasta con el tratamiento de las culturas indígenas. Así, por ejemplo, en el tratamiento de estos últimos, el alcohol se presentará como central –incluso, Longinos Cadena, quien se encuentra entre perspectivas más nacionalistas, lo nombra entre su dieta en desmedro del maíz–, relacionando esta afición con la pereza (Peña y Lillo, 1931: 79-80) o el canibalismo (Acuña Peña, 1942: 199-200) en el caso de los chilenos, y con relatos míticos vinculados al descubrimiento del pulque, en los mexicanos Jara, Sherwell y Aguirre Cinta, que se trabajarán más adelante.
En cambio, cuando se habla de los griegos, el alcohol brilla por su ausencia, encontrándose tan sólo una referencia a ello entre todos los textos aquí analizados, vinculada al comercio de vino (Montero Correa, 1938: 57). Algo similar ocurre al referirse a la violencia, imperialismo y/o fanatismo religioso, que en prácticamente la totalidad de los textos chilenos e hispanistas mexicanos (Pereyra, Gámiz, Aguirre Cinta), así como en una parte de los más oficialistas (Cadena, Sierra, Torres Quintero, Bonilla), se presentan como prácticamente intrínsecos a los pueblos indígenas, mientras que en ocasiones son elementos que ni se mencionan –o se trabajan muy tangencialmente– para el caso del pueblo griego, no obstante existan evidencias históricas incontrastables que los vinculan efectivamente a prácticas que pueden conceptualizarse como violentas, imperialistas o fanáticas.
2. Caracterización racial y lo blanco-ario-indoeuropeo
Lo anterior, en todo caso, puede relacionarse con la caracterización racial que aparece en algunos de los textos revisados, la cual en ocasiones está permeada por un racismo de supremacía blanca, no obstante se entremezclen con miradas más mestizofilas que se tratarán más adelante.
En primera instancia, en la mayoría de los textos chilenos se inscribe a los griegos como parte de la raza blanca y específicamente de la rama aria-indoeuropea, la que se define como superior. Si bien esta última conexión no aparece explícitamente en ninguno de los textos mexicanos, sí es posible identificarla operando de modo subrepticio en al menos dos, Ciro González (1946) y José María Bonilla (1944), lo que resalta al compararlos con los planteamientos de los textos chilenos. En cuanto al primer caso, el autor plantea que los pueblos históricos y civilizados de la antigüedad fueron parte única y exclusivamente de la raza blanca; que el frío hace más inteligentes a los hombres, en relación a los nórdicos o arios, de donde vendrían los griegos; y afirma jerarquías poniendo en el tope las características de la raza blanca, por ejemplo, el alfabeto lo presenta como superior a todas las otras formas de escritura.8 En el texto de Bonilla, por otro lado, se describe a los indogermánicos de forma muy parecida a los textos chilenos, como se muestra a continuación:
Aparecidos a fines del neolítico, probablemente al norte y centro de Europa… Es propio de los indogermanos o arios, la posesión de caracteres morales y dotes de inteligencia, así como de capacidad para la disciplina social y para la formación de Estados que los hacen altamente capaces de progreso. Es típico de ellos el espíritu de libertad que se ha cristalizado en la institución de la monarquía, patriarcal y democrática (Bonilla, 1944: 12).
En los textos de Hernández Ruiz (1946), Contreras (1938) y Sierra (1924) también se incluye a lo griego en lo indoeuropeo, pero esto no se acompaña de una valoración de tal grupo étnico. De hecho, en Sierra incluso se cuestiona la legitimidad de la división racial y en Hernández Ruiz se afirma que los helenos eran mestizos. En los casos de Toro (1925), Castro Cancio (1941), Navas (1946) y Cadena (1944) no hay mención a la raza aria o indoeuropea.
De cualquier manera, el criterio de si se menciona o no la raza aria no es suficiente como para agrupar los textos, pues hay otros elementos mucho más importantes. En primera instancia, los escritos de Castro Cancio y Contreras son de corte socialista, por lo que el énfasis se pone en el esclavismo y la cultura griega se explica a partir del mismo, vinculándola con las elites emancipadas que explotan a grupos sociales amplios para poder dedicarse al trabajo artístico e intelectual. En ese sentido no hay mayor valoración racial. Luego viene el caso de Toro y Navas, donde si bien hay una visión muy positiva de lo griego, tampoco se relaciona con lo racial, pues las explicaciones son relativas a la cultura, que junto con el idioma serían los elementos que unieron a los griegos antiguos, que se entienden como étnicamente diversos. Esto contrasta con los supuestos de González, Cadena, Sierra y Bonilla, que explican algunas características y comportamientos políticos de los griegos –el panhelenismo o el amor a la libertad– por su semejanza racial.
La raza helena se entiende como privilegiada en Sierra y Cadena, y este último la relaciona también con la belleza física, al igual que González y que buena parte de los autores chilenos. Entre éstos, Santiago Peña y Lillo es el caso más extremo, pues incluso describe facialmente a los antiguos helenos (Peña y Lillo, 1931: 63).
Otra similitud entre estos escritos se encuentra en lo que, según todos los textos chilenos que tratan el tema, sería una característica especial de los pueblos arios y/o helenos: la de conquistar, asimilar y luego elevar la cultura de otros pueblos, especialmente los orientales, en este caso. Esto deviene en la afirmación de que la cultura griega es autónoma y original, relativizando la influencia de otras culturas en ella, dándole un halo de superioridad. Si bien en los casos mexicanos no hay una relación evidente entre la arianidad y la capacidad para llevar a cabo esta operación, el hecho de que ésta se presente en Bonilla y en González da pie para pensar que esa relación se hace, pero no se explicita, aunque esto no puede afirmarse de modo certero sin la comparación con el caso chileno. El otro caso donde aparece tal lógica es en Macedonio Navas (1946), pero ello no parece indicar una visión de superioridad blanca más fuerte que en la versión blanqueada del mestizaje.9
Aunque con distinta intensidad, también en los casos de Toro, Sierra, Cadena, Bonilla y González –a los que se puede añadir Navas, pero exclusivamente en referencia a lo ateniense– se afirman algunas características raciales de los griegos de orden psicológico, como es la inteligencia, la creatividad, la sensibilidad artística y el amor a la libertad, todas las cuales aportan para el entendimiento de su cultura como esencial para el devenir occidental, así como la proyectan hasta su contemporaneidad como fundadores de tal espacio cultural y geopolítico. Una lógica similar se da en todos los casos chilenos, aunque más marcada por la idea de la supremacía blanca. Como ya se dijo, en ningún caso hay mención del alcohol, irracionalidad, fiesta o religiosidad exacerbada, y mucho menos en relación con su cultura, ni siquiera a través de la figura de Dionisio, prácticamente inexistente en estos textos; mientras que tal vínculo aparece de modo claro en al menos tres ocasiones con referencia a los aztecas (Gómez, 1950: 53-54; Sierra, 1922: 30-31;Toro, 1925: 147).
Tanto la naturaleza de estas características como su proyección contemporánea marcan un claro punto de contraste con el caso indígena. En efecto, lo que se resalta en los griegos no son los rasgos físicos y morales en relación con la resistencia o el trabajo –como ocurrirá con los indígenas–, sino que tienen que ver más bien con la mente, el arte y la política. Son psicológicos, pero también más elevados, más espirituales que los otros. Por cierto, los frutos de tales virtudes (la filosofía, el arte verdadero o la democracia) parecen no ser, al menos en las versiones más conservadoras, alcanzables para los indígenas americanos, como sentencia Abel Gámiz: “No existía pintura propiamente dicha, ni la música, ni la poesía, pues fuera de las tres o cuatro composiciones de Netzahualcóyotl, no hay noticias de otras ni de otros poetas. Las artes son de origen hispánico” (Gámiz, 1927: 52).
Nacionalismo y mestizaje
1. Valoración y proyección de características raciales indígenas
Si bien la afirmación de Gámiz encuentra eco en los textos escolares chilenos, en la gran mayoría de los casos mexicanos existe una mirada diferente, y sí les asignan a los pueblos indígenas precolombinos características que en las perspectivas más supremacistas les son negadas. A su vez, hay algunos casos en que se conservan ciertas caracterizaciones, pero se modifica su valoración o proyección hacia el presente.
Así, por ejemplo, en relación con la existencia de la escritura, o no, en los pueblos precolombinos –tema que resulta importante, pues implicaría incluirlos en el ámbito de lo histórico–, dentro de los textos mexicanos hay tres posiciones distintas. La primera, que reconoce en el quipú y la escritura pictográfica un sustituto de la verdadera escritura, pero afirma su inferioridad con respecto a ella (Gómez, 1950: 52); la segunda, mayoritaria, que equipara los métodos de notación precolombinos con la escritura alfabética (Jara, Toro, Torres, Navas, Sherwell y Galindo) y una tercera, que omite el tema dentro de su descripción de los indígenas (Bonilla, Aguirre Cinta, Sierra, Cadena, Pereyra). Esta última corresponde en su mayoría a los textos más conservadores –tanto hispanistas como oficialistas–, que a su vez describen más negativamente a las culturas prehispánicas, aunque igualmente rescaten y proyecten algunas de sus características. En contraste, el segundo grupo tiende a recoger algunos aspectos de la cultura indígena –principalmente nahua–, ya sea la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía y aun el lenguaje como bello o armónico, aunque usualmente no se proyectan como un legado cultural, cosa que sí ocurre en el periodo de la educación socialista.
Por otro lado, con respecto a la relación entre el alcohol y los pueblos indígenas, se pueden encontrar los casos de Jara, Sherwell y Aguirre Cinta, donde se afirma una relación casi intrínseca entre el alcohol y los indígenas que se ancla en el ámbito de un pasado muy lejano donde parece mezclarse lo mítico y lo histórico, pero que se proyecta hacia su presente, específicamente a través del relato del descubrimiento del pulque protagonizado por el rey tolteca Tecpancaltzin, el campesino y descubridor del pulque Papantzin y Xóchitl, su hija, quien a la postre se casará y tendrá un hijo con el rey.
En estos últimos casos, la interpretación general es la de vincular el pulque y su masificación con la caída y decadencia de los toltecas, lo que Sherwell (1944: 39-40) y Aguirre Cinta (1931: 24) aprovechan para denunciar y criticar el flagelo del alcoholismo contemporáneo. Más aún, éstos sindican otro aspecto del mito como causa de decadencia: el hecho de que el hijo del rey con una campesina haya logrado llegar al trono implicó una relajación de las tradiciones del sector nobiliario, así como fomentó la rebeldía y decadencia del pueblo, lo que sumado al alcohol llevó al declive de los toltecas y al ascenso de los chichimecas (tribu salvaje que los acechaba) como los líderes del Anáhuac. Resulta interesante hacer notar que en ambos casos la distinción social entre toltecas y chichimecas se acompaña de una diferencia racial: para Sherwell los chichimecas son más oscuros que los toltecas (Sherwell, 1944: 48) y para Aguirre Cinta, las facciones de los toltecas eran más suaves y bellas que la tosquedad facial de los chichimecas (Aguirre Cinta, 1931: 13).
Lo anterior, en todo caso, parece ser una filtración de prejuicios que rondaban en la época, porque no tienen un correlato con su comprensión como razas separadas. De hecho, uno de los principales consensos existentes entre todos los textos en que se identificaron perspectivas raciales es que toltecas, chichimecas y aztecas son parte de la raza nahua. Ésta es, en ocasiones, entendida como parte de una más amplia (la cobriza o americana) y en otras se distingue como una particular. Incluso, Ramos Pedrueza la define como mestiza. Asimismo, en algunos textos se ve caracterizada de modo general y en otros se hacen diferencias específicas entre cada grupo, lo que puede darse sin mediar mayor explicación en un texto, como afirmar la unidad de los nahuas, lo que ocurre con Sherwell y Aguirre Cinta.
Por otra parte, en todos los casos donde se caracteriza racialmente a los toltecas –ya sea separadamente o como parte de los nahuas– se dan prácticamente sólo virtudes, y siempre de orden físico o moral: son bellos, altos, ágiles, fornidos, robustos, virtuosos, industriosos, trabajadores, entre otros calificativos similares. Resulta interesante hacer notar que en todos estos textos se afirma también la importancia y fundamentalidad del mestizaje para el México contemporáneo, el que en la mayoría de las ocasiones se da en su versión de blanqueamiento, es decir, que pone al elemento blanco, europeo u occidental como el eje cultural del mismo, mientras que lo indígena entregaría características de orden físico o moral, como las recién mencionadas.
Éstos son los de Torres Quintero, Jara, Aguirre Cinta, Sherwell, Cadena y Toro, aunque este último con un pequeño matiz, pues entiende lo mestizo no como una fusión enteramente positiva, sino que como una que adquirió una característica negativa de sus partes: la pereza; no obstante también la mestiza es vista como la principal raza de México por su cantidad y por su fuerza, así como más cercana a lo europeo que a lo indígena en términos culturales (Toro, 1925: 144). Estos casos los entiendo como los más cercanos a la interpretación vasconceliana del mestizaje –y se encuentran disgregados a lo largo del periodo estudiado–, porque se fija en el pasado más remoto buena parte de lo que se va a recuperar de los indígenas para la contemporaneidad, lo que implica su disolución efectiva como grupo; asimismo, porque se le asigna una gran proyección e importancia al mestizaje, en relación al México del momento y por la mayor preponderancia de lo europeo por sobre lo indígena, sin caer en la descalificación o jerarquización explícita, pero clarificando que lo europeo implicó un avance. Especial mención merece el caso de Longinos Cadena, quien también afirma la existencia de una misión histórica para la raza nahua, particularmente los aztecas: el ser los unificadores del Anahúac (Cadena, 1944: 138).
En el contexto chileno, es interesante mencionar tres casos en que se da una lógica similar, es decir, el rescate de ciertas características indígenas que se proyectan hacia la nación. Especialmente significativo es el hecho que algunas de ellas implican un contraste evidente con las afirmaciones de corte más supremacista ya mencionadas, aunque puedan darse en los mismos autores.
El primer caso es el más matizado, y se presenta en un texto de Santiago Peña y Lillo, donde se afirma que: “Respetando su indómita libertad, el elemento araucano puede ser útil. El trabajador posee raras condiciones de resistencia y el niño que acude a educarse no carece de aptitudes ni de inteligencia” (Peña, 1938: 190). Por cierto, esta aseveración dista bastante de posiciones más radicales, como la de Manuel Acuña Peña, quien entiende al pueblo indígena como uno totalmente decadente (Acuña, 1942: 199-200), no obstante que ambos se refieran de modos muy similares a la raza blanca como superior.
Ahora bien, resulta muy interesante hacer notar el uso del adjetivo “indómita” para especificar el tipo de libertad que tendrían los mapuche, especialmente porque como ya se dijo, según este autor la libertad ciudadana sería un patrimonio exclusivo de los blancos, teniendo su origen en la antigua Grecia. En ese sentido, Peña y Lillo está haciendo referencia a un tipo de libertad que se encuentra anclada en el pasado, pero que en este caso se valora positivamente, en tanto potencialidad de utilidad para la nación. En cuanto a los niños, también se describe una potencialidad que sólo se concreta al asistir a la escuela, la que junto con la Iglesia es vista por el mismo autor como instituciones que buscan civilizar y chilenizar a los indios (Peña y Lillo, 1938: 191). De este modo, aunque las características que aquí se realzan no están ancladas de modo explícito en el pasado, sí se vinculan de forma esencial al pueblo mapuche, así como también se concretan exclusivamente en tanto estos se chilenizan, por lo que se enmarcan dentro de una lógica racista nacionalista integradora y mestizófila.10
El segundo caso está el texto de Luis Pérez, donde dicha visión se encuentra más explícita que en cualquier otro. En primera instancia, se afirma que la raza mapuche ocupaba prácticamente todo el espacio del Chile colonial, desde Copiapó hasta Taitao, aunque se especifica que los araucanos vivían del Bío-Bío al sur, separándola de resto. A éstos se les asigna una serie de valores que se exaltan y proyectan hacia su contemporaneidad, como ocurre de forma explícita en la siguiente glorificación de Lautaro, quien: “representa el amor por la libertad; él es la gloriosa personificación del heroísmo araucano, jamás sometido por la fuerza, a la vez que simboliza el valor, la inteligencia, la pujanza, todas las grandes virtudes guerreras de nuestro pueblo” (Pérez, 1921: 27). Ciertamente, el pueblo al que el autor hace referencia no es el araucano. De hecho, Pérez afirma que con la pacificación de la Araucanía se estableció la continuidad de la República en tal espacio, integrando a este pueblo a Chile (Pérez, 1921: 102), con lo que este país adquiere simbióticamente los caracteres pretéritos de los araucanos, en una operación que se enmarca claramente en el racismo nacionalista mestizófilo e integrador.
Es más, en este texto se enseña la historia colonial a partir de La Araucana, enfatizando fuertemente en el heroísmo mapuche, con el objetivo de fomentar el nacionalismo, como es evidenciado en la dedicatoria a los niños contenida en las Lecciones de historia de Chile, de Pérez. En ésta se afirma, por ejemplo, que el amor a la patria es un sentimiento que no se puede discutir (de hecho, se iguala al amor a la madre) y que debe llevarse en el corazón orgulloso de cada chileno, y la historia nacional es relevante, en ese sentido, porque permite acrecentar el amor por la patria. Por lo mismo, el objetivo del texto es propiciar en los alumnos: “la ocasión de admirar los hechos gloriosos de toda su vida, que principia con las hazañas de los araucanos, termina con la grandeza a que ha llegado como nación libre y soberana”(Pérez, 1921: 3). En este caso, resulta interesante hacer notar también que el inicio del relato es la llegada de los españoles, ya que no se hace referencia a la época precolombina.
Este último caso del texto de Francisco Valdés Vergara hace más evidente la prefiguración de lo indígena en relación a un discurso nacionalista integrador y mestizófilo, agregando algunos elementos nuevos a los ya mencionados. En primera instancia, y en oposición a miradas fuertemente hispanistas, para este autor son los españoles los principales responsables de los vejámenes de la guerra, lo que sólo se acrecienta con sus acciones particulares contra los mapuche, quienes son liberados de culpa (Valdés Vergara, 1921: 48-50).
Resulta interesante que, para eximir a los mapuche de carga, el autor apela tanto a su primitivismo como al hecho de que ellos fueron los invadidos, pues lo primero es profusamente mostrado en las primeras páginas de su texto, donde los indígenas americanos, en general, son presentados como terriblemente atrasados en prácticamente todo ámbito de cosas, lo que redunda en una negativa valoración que ya fue trabajada. Ahora bien, ésta parece cambiar cuando se trata de la guerra de Arauco, pues en ella no sólo se revela el carácter negativo de los españoles, sino que también se valoran amplia y explícitamente varias virtudes de los mapuche que en el texto no tienen mención previa a tal conflicto.
En cuanto a lo primero, vale la pena referirse a la imagen que el autor entrega de la muerte de Pedro de Valdivia. Ésta es una descripción bastante semejante a la presentada por Acuña Peña como ejemplo del salvajismo de los indígenas, a partir de las torturas a las que los mapuche sometían a sus capturados, pero hacia el final es justificada por Valdés, de acuerdo a la crueldad de los españoles.
Esto es interesante porque es el único caso en el que la violencia hacia los españoles se justifica de modo tan claro, pues de hecho es usual que la legitimación de la violencia se de en el sentido contrario, lo que ocurre en los casos de Abel Gámiz, Longinos Cadena y Rafael Aguirre Cinta.
Ahora bien, es exclusivamente en torno a la guerra de Arauco cuando este autor defiende a los grupos indígenas, pues mientras allí encuentra “el valor indomable de los araucanos” (Valdés, 1921: 50-51), que proyecta como un componente fundamental de la nación chilena; cuando los pueblos indígenas son mencionados en otro contexto, se les asignan las características negativas que se mencionaron hace algunas páginas. También resulta interesante consignar que hacia el final del texto hay varios fragmentos de La Araucana, que se presenta como una obra cultural tremendamente relevante para Chile.
Resulta provocativo hacer notar que, en estos tres últimos casos, más que una búsqueda por poner a los indígenas en una relativa igualdad con los pueblos europeos, lo que implicaría una relativización del racismo implícito y explícito que trajo y trae consigo la dicotomía civilización-barbarie –algo que ocurre en varias instancias en el corpus mexicano, por ejemplo, haciendo notar las grandes ciudades precolombinas o valorando su lengua y producciones culturales o estéticas (aunque esto se da especialmente en el grupo más vinculado a las tendencias socialistas mexicanas)–, lo que existe es un vuelco en la apreciación de los rasgos asignados a los indígenas por esa misma lógica; éstos todavía se entienden como primitivos, pero tal condición no resulta del todo negativa, pues en ella existen valores que en ese momento se consideraron necesarios de resaltar por estos autores, principalmente por su contraposición a la visión afeminada de lo nacional (Subercaseaux, 2011: 10), que se habría manifestado tanto con el afrancesamiento decimonónico como con la educación exclusivamente humanista, y que tenía relación tanto con el discurso cultural y nacional del siglo XIX como con otras búsquedas por superar el mismo, como por ejemplo la exaltación de la latinidad americana (Vasconcelos, 1925).
De este modo se apela a revivir idealizados algunos elementos del pasado, usualmente relacionados con la entereza y resistencia física como legado racial para la nación, en una operación de corte racista nacionalista y mestizófila, y en ocasiones, incluso sacralizadora de la violencia (Larraín, 2001: 145-148), sublimando la guerra de Arauco como la instancia originaria de las características raciales ya comentadas. A lo anterior se debe sumar el hecho de que el texto de Luis Pérez está específicamente diseñado para la educación militar.
Por lo mismo, aunque se desarrollen operaciones similares en torno a la proyección de unas características indígenas hacia el presente, pero disueltas en las naciones modernas, en efecto existen perspectivas bien diferentes –más militarizadas, más vinculadas al elemento práctico industrioso o más tendientes hacia el humanismo– que rescatan diversos elementos, de acuerdo a unas y otras miradas de lo nacional. A esto debemos agregar la complejidad de que muchas veces éstas se traslapan en los mismos textos.
2. Netzahualcóyotl, Cuauhtémoc y Moctezuma
En todos los textos escolares mexicanos revisados, a excepción de los del periodo de la educación socialista, se hace mención a personajes relevantes que en el caso de los indígenas precolombinos tienden a concentrarse en tres, que representarán características bien diferenciadas, pero que en muchas ocasiones se extienden al conjunto de la población indígena, así como se proyectan hacia la contemporaneidad mexicana: Netzahualcóyotl, vinculado a la poesía, las artes y el buen gobierno; Cuauhtémoc, relacionado a la valentía, resistencia y entereza física, y Moctezuma, conectado a la debilidad, fanatismo e inocencia.
Netzahualcóyotl es usualmente señalado como poeta y muy culto rey de la ciudad de Texcoco durante su máximo esplendor cultural, habiendo llegado a tal puesto tras protagonizar las luchas contra Maxtla por el trono de dicha ciudad. La vinculación de Texcoco con la cultura llega a tal nivel que es mencionada en tres ocasiones como la Atenas del Anáhuac, en referencia al esplendor que allí se vivió, lo que no necesariamente implica un cambio en la visión general que entiende a la cultura europea como superior, pues de hecho Aguirre Cinta usa tal comparación sin que ello relativice su visión negativa del desarrollo cultural y de las bellas artes en el mundo nahua.
En términos generales, el consenso es el de describirlo de manera positiva; pero existen dos matices, el primero que lo critica por incontinente –tuvo muchos hijos (Gámiz, 1927: 31)– y el segundo por ser dado al lujo (Jara, 1950: 166). Ambas son críticas que pueden encontrarse en otros momentos, referidas a los pueblos indígenas en general, a grupos sociales particulares o a otras figuras. El caso más laudatorio es el de Guillermo Sherwell, quien lo presenta como un ejemplo para los niños contemporáneos, planteando incluso que el texcocano tiene todas las virtudes que los padres quieren ver en sus hijos. Por supuesto, ésta es una valoración exclusivamente individual, pues no tiene como corolario la virtud de sus compatriotas. Esta lógica se da en la mayoría de los casos que tocan a Netzahualcóyotl, e incluso se le llega a presentar como una suerte de adelantado cultural. Así, por ejemplo, Macedonio Navas plantea que los pueblos prehispánicos no tenían poesía, pero luego se presenta un poema cuyo autor es el texcocano, por lo que queda claro que él si era poeta, aunque no hubiera poesía dentro de su medio. Algo similar ocurre con el ámbito religioso, pues este rey es presentado en ocasiones como monoteísta, por lo que se juzga como superior en términos culturales al resto de la población de la época (Sherwell, 1944: 60-64;Aguirre Cinta, 1931: 27). En ese sentido, el uso de la figura de Netzahualcóyotl parece ser un poco contradictoria, pues mientras hace patente el importante desarrollo cultural prehispánico, éste es proyectado exclusivamente en algunas figuras, por lo que se juzga más como resultado de algunos adelantados o genios que del trabajo o adelanto del grupo humano general. Algo distinto se da con la valoración de Teja Zabre, quien define a su figura como representativa de las culturas indígenas intermedias y no como un genio dentro de un ambiente de bestias (Teja, 1946: 69).
En torno a la figura de Cuauhtémoc existen varias posturas que en términos generales están diferenciadas acorde a las perspectivas más hispanistas y las más nacionalistas. Con respecto a las primeras, las posturas más radicales se encuentran en los textos de Gámiz y Aguirre Cinta, donde no se encuentran más que timoratos halagos, pero opacados por críticas más fuertes: para el primero es un emperador arrogante que no aceptó la paz con los españoles (Gámiz, 1927: 65), y para el segundo fue un mancebo inocente que terminó inmolándose por una causa perdida, mostrándose como totalmente alejado de la realidad (Aguirre, 1931: 69).
En otros textos vinculados a perspectivas más conservadoras (Bonilla, Sierra, Pereyra) sí se relevan características como la energía o fuerza en la defensa de su ciudad, llegando incluso a compararlo con un semidios griego o romano (Bonilla, 1930: 69), también se afirma que la acción del último rey sirvió principalmente para dignificar la muerte de la cultura nahua. De hecho, no existe ningún tipo de proyección de su figura hacia la contemporaneidad, siendo el texto de Pereyra el más explícito en ese punto, al afirmar que la conquista fue una oportunidad perdida por los indios para que tomasen los beneficios de la cultura europea.
La afirmación de la muerte de la cultura nahua una vez rota la resistencia de Cuauhtémoc se repite en los textos de Cadena, del siguiente modo:
Sabía bien que la ruina del pueblo azteca era inevitable; pero quiso cubrir su tumba con el manto de heroísmo, para que las generaciones venideras se postraran ante ella, y la Historia le consagrara un laurel eterno. Era el último gran azteca, que borraba las crueldades y errores de su raza y la dignificaba para siempre… Fue el último grito de agonía de un pueblo que supo morir, grito que repercutirá para siempre en la Historia (Cadena, 1944: 152).
Aunque se afirma su continuidad en forma de memoria histórica, la aseveración de la muerte de este pueblo implica, inevitablemente, un distanciamiento entre el pasado precolombino y el presente mexicano. Y es precisamente ese vínculo el que se construye en los textos más nacionalistas.
Así, en el texto de Joaquín Jara se dice que Cuauhtémoc “representa el espíritu mexicano, amante de la libertad y de la Patria, hasta el sacrificio”(Jara, 1950: 261). En este texto también se encontró una probable filtración del discurso que relaciona la blancura de la piel con la virtud en los textos escolares mexicanos, pues se afirma como parte de sus atributos el hecho de que Cuauhtémoc era mucho más blanco que los demás indios, calificando su piel de un moreno más claro que llamó mucho la atención de los cronistas de la época.
Más claro que el anterior, y en las antípodas del primer planteamiento se encuentra el de Guillermo Sherwell en su Primer curso de Historia Patria, quien reivindica fuertemente la figura de este héroe azteca para el México de su momento, presentándole como sobresaliente y vigente en su ejemplo de la siguiente manera:
Si hay en nuestra historia páginas que quisiéramos borrar, como las que refieren los actos innobles y bajos de Moctezuma Segundo, en cambio los hay que debieran escribirse con letras de oro y que llenan, con radiaciones de su gloria, el corazón de los mexicanos haciendo vibrar de noble y patriótico entusiasmo las fibras más sensibles de nuestro ser, y constituyendo grandiosos y heroicos modelos que debemos imitar para el bien de nuestra patria.
Hablemos ahora de las grandes hazañas de los últimos monarcas mexicanos, honra del suelo en que nacieron y ejemplo sublime que vivirá mientras exista esta Patria y mientras tenga hijos que la amen, con todas las veras del corazón. Cuitláhuac y Cuauhtémoc son sus nombres; cuando los oigan ustedes pronunciar descúbranse con reverencia, porque quienes los llevaron honraron a su suelo con heroicas acciones (Sherwell, 1944: 113-114).
La relevancia que se le asigna a las hazañas de Cuauhtémoc para la exaltación del sentimiento nacional es bastante clara y explícita en este caso, lo que se encuentra en coherencia con una postura romántica y nacionalista, que en ningún momento busca una recuperación de lo indígena en su diferencia, presentándose del todo diluido en el mexicano mestizo, que puede buscar inspiración y amor por la patria en esta fervorosa resistencia, mas no por ello intentar revivir lo que ya está muerto. Un caso que hace una operación similar pero de forma mucho más directa es el de Alfonso Toro, quien entiende a Cuauhtémoc como un héroe mexicano y de la patria, justifica que tenga un monumento y lo entiende tal como una representación de un algo pretérito a lo que no se puede volver (Toro, 1925: 31).
En una línea similar se encuentra Alfonso Teja Zabre, quien escribió el único de los textos vinculado a miradas más socialistas que se refiere a Cuauhtémoc, a quien define como el héroe de la defensa de México y representante de la parte que debe hacer sentir orgullosos a los actuales mexicanos de su primitiva nacionalidad (Teja, 1946: 93), siendo ésta una forma de relacionar a lo indígena con lo pasado y menos desarrollado.
En términos generales, la veneración del último emperador azteca va usualmente de la mano con una operación que, o lo presenta como el vestigio final y glorioso de una civilización que se apagó, o como el representante de una serie de valores que deben recogerse para el mexicano contemporáneo, encontrándose la intensidad de tanto la proyección como la alabanza relacionada a la corriente ideológica dominante de cada texto.
Ahora bien, como usual contraste de Cuauhtémoc se encuentra Moctezuma II, quien era el rey de los aztecas a la llegada de Cortés, y que en todos los textos en que se menciona se muestra como pusilánime, cobarde, sumiso, imberbe, indolente, decaído, poco patriota o supersticioso, encarnando todo lo opuesto a lo que se señala como positivo en los mismos –la vigorosidad, el trabajo duro, la resistencia, el patriotismo–, que usualmente se proyecta en la figura de Cuauhtémoc. Lo interesante es que estas actitudes están presentes en Moctezuma II previas a la conquista efectiva, por lo que no están catalizadas exclusivamente por los españoles y su acción en América, sino que están latentes en este personaje y en ocasiones se proyectan a diversos pueblos precolombinos, por lo que se prefigura una disposición a esa actitud que se proyecta en su talante ante la invasión española. En ese sentido, no es exclusivamente la historia posterior lo que explica las características de los indígenas, sino que también responderían a su propia naturaleza.
Reflexiones finales
En esta parte me enfocaré específicamente en tres ejes, las diferencias y similitudes entre las distintas formas de racismo que se trabajaron, la relevancia de una prefiguración en torno a las anteriores y, por último, la posible productividad de las comparaciones realizadas.
Con respecto a lo primero se trabajaron dos grandes categorías, la de supremacía blanca y la nacionalista mestizófila. Dentro de la primera se encontraron principalmente textos escolares chilenos, y algunas manifestaciones de los mexicanos, usualmente vinculadas a miradas conservadoras. Asimismo, dentro de la supremacía blanca se trabajó especialmente el problema de lo civilizatorio, que en estos casos se vinculaba esencialmente a la raza blanca, equiparada usualmente a lo occidental, cuyo punto inicial era una Grecia que seguiría vigente en su legado. En este plano, es posible hacer una distinción entre perspectivas más occidentalizantes de otras más hispanistas que, aunque tengan elementos comunes, enfatizan aspectos diferentes –por ejemplo, la valoración del cristianismo o el rol de la Iglesia en la contemporaneidad–. Entiendo que esto no se desarrolló con profundidad en el cuerpo del texto, pero cabe señalarlo aquí. Además, fue evidente que esta perspectiva implicaba una inferiorización de lo indígena y prácticamente de todas las razas no blancas.
En cuanto a los textos más vinculados a la mestizofilia nacionalista, fue posible identificar una valoración mayor de los pueblos y grupos indígenas, aunque cuando algunas de sus características se proyectaban hacia el presente, nunca conservaba su especificidad, diluyéndose en las naciones modernas. En ese sentido, la idea de una cultura que pervive, pero que en términos históricos se encontraría estancada y aun muerta, claramente subyace esta perspectiva. De este modo, la inferiorización de lo indígena está presente también en los textos mestizófilos. Ahora bien, es evidente que ésta se da de forma diferenciada, pues efectivamente existe un rescate simbólico de los pueblos precolombinos, pero que tiende a ser en un tono folclorizante o a remitirse al pasado remoto, entendiendo muchas veces a los indígenas contemporáneos como decadentes o necesitados de incorporarse a la nación, en una operación que tiene mucho de eugenésica.
Asimismo, es posible incorporar otros elementos que nos ayudan a distinguir entre las distintas manifestaciones del racismo. En efecto, es posible encontrar elementos muy cientificistas (prácticamente todos los textos chilenos se iniciaban con la teoría de razas, a la que se le asignaba estatuto científico) conviviendo con consideraciones más relacionadas a la necesidad de la industriosidad o el trabajo práctico (por ejemplo, en el rescate realizado por Peña y Lillo de los araucanos, o en algunas proyecciones de Cuauhtémoc), que a su vez contrastan con rescates más culturalistas o humanistas (como los de Netzahualcóyotl o de ciertos elementos del pueblo heleno). De este modo, el racismo de la época adquiere una mayor complejidad, pudiendo realizar análisis más finos con respecto a su desarrollo.
Ahora bien, lo anterior también se vincula con una prefiguración efectiva, en tanto todos los elementos ya mencionados se encontraban presentes en el contexto de la época, y resulta claro, también, que los indicadores de unos y otros se van repitiendo en los mismos grupos de textos. También es posible encontrar que efectivamente existe una distancia entre lo chileno y lo mexicano, que remite a una mayor continuidad de lo decimonónico en lo primero y a una mayor ruptura en el segundo, lo que a su vez se vincula con elementos que, lamentablemente, siguen estando presentes en nuestras sociedades.
En ese sentido entiendo que las comparaciones propuestas tienen un rendimiento productivo, especialmente porque evidencian diferencias en algunos de los procesos de construcción histórica de los racismos que hoy nos aquejan, y que deben ser desmontados de forma general y específica, a la vez. Por último, y específicamente en torno a la comparación entre indígenas y griegos, resulta extremadamente interesante hacer notar que, ante situaciones muy similares, hay tratamientos que son del todo diferentes, estableciendo jerarquías que tienen una larga historicidad vinculada a procesos imperialistas y colonialistas. Finalmente, uno de los aspectos que probablemente sean más provocativos es la notable distinción entre la idea de una Grecia todavía vigente,11 en contraposición a un mundo precolombino totalmente caduco que se encontró en muchos casos, lo que justifica plenamente la noción de mestizaje blanqueado, que denota una continuidad con ideas de supremacía blanca.
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