Resumen: Nuestras sociedades enfrentan una severa crisis, por doquier se escucha la urgencia de replantearnos la forma de vida que la cultura occidental instituyó desde la modernidad, podemos destacar tres principios que la caracterizan: a) la racionalidad instrumental que, encerrada en sí misma, abre paso hacia un individualismo, b) la objetivación del mundo que promueve la leja- nía y el distanciamiento como condición de posibilidad para relacionarse con lo otro, y c) la búsqueda de la certeza como tamiz para justificar lo que se piensa y se hace. Estos principios decantan un ethos corporal que constituye un mundo que se considera no natural, y con éste la formación de una memoria que se vive como segunda naturaleza; es decir, asistimos a un proceso formativo que decanta la manera de apropiarse de la vida y de sí mismo desde un proceso de significación. En este sentido, un cuerpo se construye por una cultura que no defiende la vida; tal proyecto no está afuera, encarna en un cuerpo que como espacio pedagógico ha sido usado para cerrar posibilidades formativas, entendiendo la formación como la expresión íntegra del hombre. Nuestra propuesta es regresar al cuerpo y su principio de vida como opción para proponer un trayecto formativo que permita humanizarnos, y por tanto, tener una vida digna. En el cuerpo se vive la trama entre educarse o formarse: aprendamos de su pedagogía.
Palabras clave:formaciónformación, vida vida, cuerpo cuerpo, pedagogía corporal pedagogía corporal.
Abstract: Our societies face a severe crisis. There is an urgent cry for the modern man to reconfigure the form of life instituted by the occidental culture after modernity, which is characterized by the following three principles: a) rationality which, enclosed in itself leads the way to individualism; b) objectivity in the observation of the world, which fosters distance and alienation as a con- dition to the relationship with the other, and c) the search of certainty as a sieve to justify one’s thoughts and acts. This principles push towards a bodily ethos which constitutes a world considered unnatural and, along with it, the formation of a memory conceived as a second nature, that is, we live a formative process which defines the form of appropriating one’s life and oneself from a process of signification. Along these lines, the body is built by a culture which does not stand for life. This project incarnates in a body which as pedagogic space has been used to close formative possibilities, understanding formation as man’s integral expres- sion. Our proposal is to go back to the body and its life principle as an option to bring forward a formative humanizing journey and have a dignified life. The body lives the drama of learning versus formation. Let us learn from his bodily pedagogy.
Keywords: Formation, life, body, bodily pedagogy.
Eje Tematico
Formación para la vida: una propuesta desde la pedagogía corporal
Formation for Life: a Proposal from Bodily Pedagogy
Recepción: 30 Septiembre 2015
Revisado: 29 Noviembre 2015
Corregido: 07 Febrero 2016
Aprobación: 16 Febrero 2016
En el libro El principio de responsabilidad, Hans Jonas (1995) elabora una crítica ética hacia las condiciones actuales de la ciencia y la tecnología, la tesis principal es que el hombre pende de un hilo al verse tentado por el poderío del conocimiento que él mismo ha logrado, pues en esta época su abuso o uso irracional puede destruir la vida; Jonas antepone ante cualquier beneficio individual o grupal una máxima ética: el principio de responsabilidad. Una acción no sólo tiene consecuencias inmediatas para los agentes involucrados, recorre el tiempo, hasta llegar a los no nacidos (Jonas,1995; de Siqueira, 2001). La elección rompe con la justificación de nuestras acciones en una razón que, bajo su carácter autónomo, piensa en sí misma. Por el contrario, quien actúa se sitúa lejos de sí; la elección, aunque personal, se justifica pensando en los otros.
Nuestra intención no es defender la postura de Jonas, sino poner en contexto la crisis que las sociedades contemporáneas atraviesan, proponiendo un cambio de rumbo: una acción tiene que defender la vida. Regresar hacia un sentimiento de comunidad como principio formativo que respete y cuide la vida, principio que tendría que regular una práctica educativa. En este sentido, el cuerpo es el espacio más próximo donde la vida es posible, esto implica ir al cuerpo y comprender la manera en que ésta se expresa. Parto desde la pedagogía de lo corporal para el cuidado de la vida (Durán, 2000, 2009, 2013; López, 2000, 2006, 2011) para reflexionar sobre posibilidades formativas que nos humanicen.
Al ver los cuerpos posmodernos podemos decir que nuestra forma de vida se define por la carencia de posibilidades formativas en los sujetos; la educación puede promover competencias profesionales y/o conocimientos para consolidar una carrera disciplinaria sólida, aunque dentro de los centros laborales y las instituciones educativas no aparezca ningún atisbo de respeto por la vida en el cuerpo, hasta que un día aparece un proceso corporal crónico y degenerativo que se asume como algo cotidiano. En esta condición, la vida en el cuerpo se descuida, desperdiciándose, sin alcanzar su expresión humana.
La crisis de nuestras sociedades son un indicador de la pérdida del respeto por la vida; la pregunta es simple: ¿qué hemos hecho para llegar a esta situación? La globalización como nuevo rostro de la vulnerabilidad económica y social (Beck, 2002), acompañada del derretimiento de las estructuras de sentido y de la desigualdad entre países y sociedades, difumina los matices del mundo (Bauman, 2002). La reorganización global ha puesto el escenario para la aparición de dos personajes que transitan por el mundo: turistas y vagabundos (Bauman, 2006), que nulifican el sentido de pertenencia, y con ello los sujetos pasan su camino de un sitio a otro dentro de esta aldea global; habitan en espacios sociales donde no se encuentran ni se reconocen, sin asidero ni sentimiento por cuidar una morada.
La forma de vida que conocemos se colapsa sobre sí misma, y se evidencian sus principios; éstos siempre han sido los mismos, promueven una idea de progreso que justifica la barbarie y el despojo bajo el argumento del desarrollo. Seguimos con un proceso de socialización que pone imágenes e ideas en la conciencia de otros buscando que se respete un orden y un sentido, donde la elección del individuo se somete bajo la construcción discursiva del fin de la historia (Quijano, 2000). Nos encontramos en otra división geopolítica del mundo, el único cambio sólo es de manos, ahora no son los países sino los grupos financieros; al final siguen siendo grupos sociales.
En esta carencia de sentido: ¿cómo entender las propuestas educativas que señalan la urgencia de una educación en valores y una formación integral? Creemos que sólo desde el referente de una educación que no piensa en la dignidad de la persona, entendida ésta como la acción de valorar la vida en su cuerpo. La promoción de valores y la integración de las dimensiones del hombre sólo pueden pensarse en una forma de vida que las ha olvidado. Sirve reconocerlo, pero eso no soluciona el problema, porque al tiempo tales propuestas se convierten en una ideología. ¿Desde dónde plantear una propuesta distinta? Una opción es regresar al principio de vida que se encuentra en el cuerpo, dejar de pensar en un humanismo y trabajar para humanizarnos.
La formación no puede verse ajena al proceso corporal. Pensar la vida y vivir en el cuerpo son dos momentos que no coinciden en nuestras sociedades; alimentar la cognición con símbolos y significados sin darse cuenta del movimiento interior tiene como consecuencia un vacío que desata deseos mundanos que nunca se acaban. Cuando el sujeto mira hacia sí mismo y no siente la vida en su interior, se abre un vacío que no se llena con nada; en esta condición se le crean necesidades y satisfactores como un paliativo que llene el hueco y sustituya el sentido que se ha perdido, pero la desilusión llega al encontrarse solo: un sentimiento mueve el estómago, constriñe el pecho y se anuda en la garganta, la vida termina en tener o tener más.
El sujeto está en la búsqueda, no se ubica ni se posiciona, puede pensar y aunque el pensamiento le lleve lejos no hay opciones en lo cotidiano, no las ve, sólo juzga; cuando desea proponer se enfrenta al problema de que sólo puede dar lo que tiene adentro. ¿Cómo mirar este proceso?, y después de eso, ¿cómo deconstruir y reconstruirlo?
Creo que regresando al cuerpo, despertar en el interior, ser consciente desde la vida y no desde la razón, integrar cuerpo, intuición y razón (Durán, 2000). Pensar y sentir que la vida no tiene otra expresión más que lo que vemos es un proyecto formativo que se esconde en la memoria histórica y social de un cuerpo dormido. El cuerpo es el documento que nos aproxima al proceso de una vida que construye respuestas para sobrevivir en una cultura que no está pensada para venerar la vida. El cuerpo es el punto de partida y de llegada en nuestra existencia humana, si deseamos que la educación resuelva la crisis de las sociedades contemporáneas creo que nos hemos equivocado, sobre todo si la educación se reduce a la mera transmisión o construcción de conocimientos, ésta no alcanza para darnos cuenta que seguimos siendo los mismos en lo cotidiano. Es decir, no se cambia con reestructurar los esquemas cognitivos, el sujeto sólo se mueve en su cabeza, pero no en su cuerpo; piensa que es distinto, pero la acción sigue sin defender la vida. Con ello sentenciamos o justificamos la descalificación hacia el otro en lugar de darle posibilidades en su cuerpo.
El supuesto es básico. Tenemos que desmentir un proyecto educativo que no cuida la vida de las personas, y regresar al cuerpo para reencontrar el principio de vida que está en su interior, y desde ahí establecer una pedagogía para el cuidado de la vida (Durán, 2012). En este trabajo, articularemos dos ideas importantes, primero discutiremos la conexión entre formación y cuerpo para demostrar que el individualismo, el distanciamiento del otro y la búsqueda de la seguridad, son tres propiedades que definen la cultura occidental y, por tanto, establecen una formación carente de sentido. Me explico, alejarnos de la vida, verla ajena a nosotros, despierta los deseos de la mente que, al verse como distinta, busca legitimarse borrando todo rastro de vida en ella como sinónimo de civilización.1 Instituir esta forma de vida en los cuerpos es un proceso formativo que puede revertirse si dejamos de buscar las respuestas afuera; invertir la mirada, ir hacia la vida que se mueve en nuestro interior, descubriendo el sentimiento de comunidad que la caracteriza, con la mira puesta en el proceso de humanización del hombre o persona íntegra.
La formación es un proceso inacabado, un abrirse para llegar a ser; este abrirse es posible cuando la persona puede mirarse caminar por la calle desde el balcón (Ardoino, 1998), es decir, darse cuenta de sí mismo en relación con el mundo. La formación dispara un permanente movimiento de búsqueda (Freire, 1997), pero es indispensable que este movimiento permita encontrarse. “No se puede decir que la noción de formación toma todo su sentido sino cuando señala una acción reflexiva. Formarse es reflexionar para sí, para un trabajo sobre sí mismo, sobre situaciones, sobre sucesos, sobre ideas” (Ferry, 1990: 53-54). Esta reflexión o reflexividad es la emergencia de una conciencia que puede tener la posibilidad de comprenderse en tanto es un punto de confluencia que logra la vida. Este punto es el cuerpo. La reflexividad es una consciencia corporal.
La persona despierta dentro de la circunstancia en que vive, este es el comienzo, después tiene que apropiarse de su posición en el mundo. “Colocarse ante las circunstancias es la disposición y capacidad para desplegarse conforme a un sentido” (Zemelman, 2011: 34), asumiéndose como sujeto histórico y social que puede elegir su propia vida. Este proceso es un movimiento interno- externo, soy consciente de mi ser-en-el-mundo, re-conociendo mi existencia en un tiempo-espacio, y desde ahí, proyectarla hacia fuera, partir de mi circunstancia y construir un destino, tomando una actitud que posibilite la de-construcción y re-construcción de sentido. Esto implica un trabajo profundo para sí, desde sí, ordenarse en el interior para comprender el exterior a partir de una praxis que cuide la vida; pensar no es suficiente, se tiene que mover el interior del cuerpo si se quiere ser otro en lo cotidiano.
El cuerpo es un espacio donde la vida es posible. Maturana y Varela (1998) definen la vida como un proceso autopoiético, un movimiento que crea relaciones que producen propiedades y componentes que a su vez mantiene las relaciones que los producen. Las relaciones establecidas decantan el límite entre lo interno y lo externo, estableciendo una unidad e identidad, al concatenar las propiedades y los componentes en un punto específico y, al mismo tiempo, definiendo un proceso regulador que permite conservar el espacio abierto. Este movimiento puede ser perturbado por lo que sucede afuera, ante esta situación, el interior elabora respuestas cuyo sentido es proteger la vida. Este trabajo interior es posible cuando emerge un observador que da cuenta del propio sistema en relación con aquello que le rodea. Mira al mirarse: la conciencia.
El cuerpo es la posibilidad de tener conciencia. Sin la delimitación de la unidad no puede tenerse identidad, por tanto, no se puede diferenciar entre adentro y afuera como procesos concatenados. La distinción sirve para ubicarse y comprender que hay un movimiento y orden interno que se conjuga con un movimiento y orden externo, y elaborar respuesta para seguir en conexión. La conciencia da cuenta del proceso, sirve para alumbrar el mundo pero no lo constituye. Es el cuerpo quien en cada encuentro y desencuentro con su alrededor va dándose forma en el interior, alterando o preservando sus relaciones de producción de propiedades y componentes. Ésta es su historia, una memoria corporal fruto de la interacción entre lo interno y lo externo (Capra, 2003).
En el cuerpo hay un principio que tiene que cuidarse: la vida. La vida no está dada, es una posibilidad, se tiene o no se tiene (López, 2006). Para tenerla hay que preservar las relaciones de producción entre sus propiedades y componentes para que el espacio siga abierto; la vida es una trama que se va dando forma a sí misma. Esta forma expresa sus cualidades según el espacio que haya sido abierto, nuestro cuerpo tiene la posibilidad de expresar la vida con sentido humano; la vida en nosotros nos lleva a la humanización.
La cuestión es responder en dónde y cómo hemos perdido nuestra condición humana. En el cuerpo se ha puesto una memoria corporal que alimenta el deseo por tener o tener más, este deseo contorna las historias de abusos, despojos, descalificación, violencia e indiferencia que caracteriza la barbarie, y por tanto, nuestra deshumanización. Esta memoria artificial se construye por medio de un proceso pedagógico corporal que se encuentra en la célula, en la médula, en el rostro; es decir, un cuerpo se construye a partir de un proceso corporal que decanta la manera en que el sujeto se apropia de la vida. Este proceso corporal se construye según la memoria histórica que una sociedad establece como punto de partida para la comprensión de aquello que se siente, se piensa y se actúa. La cuestión es bastante importante: ¿qué posibilidades formativas tiene una vida cuyo proceso corporal se sostiene en una memoria artificial donde no hay lugar para una vida digna?
La memoria histórica y social que tenemos en el cuerpo es fruto de una forma de vida que tiene como premisa el progreso, entendido como ser civilizado. La palabra civilidad deriva del latín civitas cuyo sentido refiere el proceso de integración en un grupo social, está ligado al término ciudadano y ciudadanía que mienta la pertenencia de un individuo a la polis, lugar de asentamiento, organización y convivencia que otorgaba deberes y derechos al individuo, éstos lo distinguían como habitante de una ciudad. Civilidad también es usado para mentar los elementos espirituales que poseen un grupo o sociedad que constituyen una forma de vida y son expresados en prácticas sociales; cabe decir que hay una connotación de civilidad ligada a un discurso discriminatorio y prejuicioso cuya intencionalidad es establecer una clasificación y jerarquización entre grupos y comunidades para adjudicarse un lugar superior.
Pániker menciona: “¿Qué realidad? Si el hombre se ha escindido de la Naturaleza, la realidad hay que buscarla en el hombre mismo. Pero el ámbito del hombre es lo social. El hombre se proyecta en la ciudad; la ciudad se interioriza en el hombre. El paradigma es la polis” (Pániker, 2000: 165). Y continúa: “A pesar de toda su crítica, Platón, lo mismo que su maestro, no puede concebir una existencia al margen de la ciudad: la polis constituye el paradigma de la racionalidad (Pániker, 2000: 199-200).2 Es decir, la ciudad y la civilidad como horizonte de sentido legitima la prioridad del yo y del tú, un colectivismo de co-sujetos; son una civilización de yoes, no hay contacto, sólo se interactúa con otros que se suponen son parecidos al yo.
Las relaciones humanas parten desde el individualismo como condición para universalizar un actuar moral; la responsabilidad de una acción comienza y concluye en uno mismo, la consecuencia en los otros es un daño colateral. Así se asiste al alejamiento como medio para acercarnos, dice Pániker: “La lección es permanente y conserva hoy plena vigencia. Encerrados en el lenguaje y en lo social, los seres humanos padecemos la maldición de no saber salir fuera de nosotros mismos, deno saber ‘desidentificarnos’ de nuestros roles, preocupaciones y problemas” (Pániker, 2000: 229).
Por eso no creo en los discursos ideológicos que promueven la globalización, tales son un proceso de aculturación que impone referentes simbólicos que no sirven para dialogar con lo que se tiene en el interior; cómo interpretar el lenguaje del cuerpo si las palabras y los símbolos son extraños. En un cuerpo vacío y abandonado, el sujeto no puede hacer otra cosa que desear. La ruta es la sensación y la imagen, la cultura del consumo se define como forma de vida que se espera llene las carencias afectivas del sujeto. Buscar hacia afuera como criterio para sentirse seguro,demostrando todo, acumular cualquier evidencia que permita afirmar que se vive. Ikeda (1984)menciona al respecto: “Saciamos nuestros deseos básicos y luego nos dedicamos a saciar nuestros deseos emocionales; después encontramos deseos sociales y culturales, que requerían autoridad y posesiones. Ahora descubrimos que hemos liberado al demonio del deseo, inherente a toda vida humana, y nosotros mismos somos sus víctimas”.
El sujeto no puede ser otro, aunque lo desee, está atado a la memoria artificial que una cultura instituye como principio de civilidad, por eso no encontramos gesto humano en nuestras sociedades, no hay posibilidad. En este sentido, la educación promueve un proceso de deshumanización que se intenta paliar por medio de una educación en valores o una formación integral; pero otro mensaje se mueve en el interior del cuerpo, sobrevivir sin considerar al otro, compartir en la medida en que se saque provecho y, sobre todo, evitar comprometerse con cuidar un lugar como proyecto para los no nacidos. Creo que tenemos que trabajar con el cuerpo de la persona y despertarle la memoria de la vida que la cultura le adormeció. Habida cuenta de que la vida es posible en cualquier geografía de este planeta; darle cabida a la diversidad y cuidar su posibilidad de crecer. Sólo hay que regresar al cuerpo y despertar su sentimiento de comunidad.
La sociedad ha demostrado que la competencia es el camino para progresar y cumplir los deseos mundanos que nunca se acaban. Sólo que no nos dijeron que para eso se necesita despojar a otros, naturalizando la pobreza. Esta forma de vida se legitima si se demuestra que el principio de selección natural es válido en lo social; trazando un parangón con la naturaleza, se defiende que la sobrevivencia de la especie queda en aquellos que son más fuertes. Así surge el concepto de raza que encubre un proyecto político y social de empobrecer a los sujetos que no nacieron en cierta geografía; seamos claros, una cosa es la diversidad de los seres vivos, y otra distinta basarse en esta diversidad para justificar un clasicismo social.3
En otras palabras, no aceptamos la competencia como principio de organización de lo vivo, incluso podemos decir que no se trata de sobrevivencia, no hay una lucha por nichos ecológicos, ni es cierto que los más fuertes permanecen. Esto sugiere que el hombre tiene otra naturaleza, está en sus genes comer, no acumular alimento para encarecerlo y luego lucrar con éste. Esto pone en discusión la propiedad definitoria de los seres vivos. A finales del siglo pasado e inicios del siglo XXI se ha propuesto otro paradigma para comprender la vida; autores como Prigogine (1983), Lovelook (1985), Reeves (1997), Margulis (2002) y López (2000, 2006, 2011) sostienen que la vida surge del principio de cooperación, la naturaleza es la concatenación de la diversidad de los seres vivos. “Desde un comienzo la vida muestra una tendencia natural a agrupar a los individuos. Las sociedades ‘celulares’ poseen ventajas evolutivas evidentes. Están mejor protegidas, sobreviven mejor que las células aisladas” (Reeves, 1997: 58).
Las sociedades son una coincidencia de yo-yo, las comunidades son la integración de un nosotros. La palabra communitas refiere aquello que esta alrededor, lo que se mueve para estar juntos, lo que nos es propio; no es una propiedad de los sujetos sino un vivir íntegro que alcanza pleno sentido en la comunión: ser-para-el-otro. Así, la vida se abre desde el nosotros, éste es una posibilidad para mentar el yo y el tú. Al respecto afirma Esposito: “Es evidente que nosotros existimos indisociables de nuestra sociedad, si se entiende por ello no nuestras organizaciones ni nuestras instituciones, sino nuestra asociación, la cual es mucho más que una asociación y algo muy distinto de ella (un contrato, una convención, un agrupamiento, un colectivo o una colección), es una condición coexistente que nos es co-esencia” (Esposito, 2003: 13).
La comunidad es un cuerpo que coopera para preservar la vida, defendiendo y protegiéndola al margen de la conciencia. Lo com-un (común) ya ha abierto la conciencia; Gadamer al reflexionar sobre el sensus communis expresa:
sensus communis no significa en este caso evidentemente sólo cierta capacidad general en todos, los hombres, sino al mismo tiempo el sentido que funda la comunidad. Lo que orienta la voluntad humana no es, en opinión de Vico, la generalidad abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un grupo, de un pueblo, de una nación o del género humano en su conjunto. La formación de tal sentido común sería, pues, de importancia decisiva para la vida (Gadamer, 1993: 50).
Lo común es un sentimiento que define nuestro morar, un ethos que permite decir que estamos en casa.
El sentimiento de comunidad brota desde la propia vida que como morada o ethos define un orden y una práctica que abre posibilidades para que ella misma sea aquí y ahora. El argumento no es circular, se trata de comprender un sentimiento que no es psicológico o social, sino que deviene de la misma vida; el lenguaje de la vida es la expresión de un sentimiento de comunidad que vela por la preservación de un espacio abierto que se integra por la diversidad de seres vivos. Reeves lo dice así:
En el mundo viviente, las células se diferencian según el lugar que ocupan en la estructura. Algunas se van a especializar en la locomoción, otras en la digestión, y otras en la acumulación de energía… El organismo compuesto por células especializadas resiste mejor que un conjunto de células idénticas, pues puede responder de distintos modos a las agresiones del entorno, lo que le concede mejores posibilidades de supervivencia. Los sistemas monolíticos siempre han terminado por desaparecer (Reeves, 1997: 59).
La vida se asegura en la medida en que se elaboran redes de cooperación. No hay posibilidad de que una célula del colon se inconforme porque no le tocó ser una neurona. La vida tiene un orden que se acomoda. La célula trabaja por las otras porque está de por medio el espacio en común, la prioridad es este espacio; las conexiones entre células tejen una trama que asegura la existencia de la comunidad. Estamos hablando de un sentimiento que deviene de la propia vida, sentimiento que ha permanecido durante millones de años.
¿Cómo pudimos haber revertido este camino? Sin duda el hombre ha cerrado el espacio en común, primero en el cuerpo, después en el alrededor; por ejemplo, el cáncer tiene ese principio, se abre un espacio entre el tejido común como si el proyecto de vida en un cuerpo hubiese fracasado, entonces intenta sobrevivir, pero aún no tenemos la capacidad para cambiar de cuerpo. Es el mismo principio con la sociedad, el individualismo, el distanciamiento y la seguridad rompen desde adentro el cuerpo social, los espacios de cooperación están diluyéndose, sólo tenemos coincidencias de individuos. No propongo una naturalización de lo social, sino partir del principio de vida para humanizarnos.
Puedo caracterizar el sentimiento de comunidad de esta manera: con-vivimos en la medida en que respetamos las acciones de los otros y somos responsables de nuestras propias acciones. La vida nos exige comprender la interdependencia que tenemos los unos con los otros, la acción de un sujeto se entreteje develando un sentido, eso sugiere que tal acción no sólo tiene una consecuencia para mí, sino que abre una posibilidad para que mi vida y la vida de aquel que actuó encuentren un lugar común. La existencia de este lugar abre un diálogo que nos permite asentir o disentir sobre cuestiones o situaciones, mostrarnos, ver la diferencia y la semejanza, aceptar que no somos los únicos y valorar la oportunidad que el otro me otorga para despertar y ser consciente de mi existencia.
En este encuentro nos percatamos de que su acción es parte integral de nuestro actuar, si estamos o no de acuerdo es un momento posterior; su acción y nuestro actuar confluyen para poder mantener abierto este lugar común que permite que sigamos ejerciendo este oficio de vivir. Se trata de la construcción de un vínculo a partir del acto de dar (Esposito, 2003); esto con-lleva un compromiso: cuidar lo que se da y es dado. Cuando hayamos logrado esto, podemos sentirnos persona, a decir de Ikeda: “Es digno de notar que el rasgo chino con que se escribe “persona” (ren) muestra a dos sujetos reclinados uno contra el otro… El ideograma con que se escribe “condición humana” (que también se pronuncia ren) está formado por los caracteres correspondiente a “persona” y al “número dos”. Esto significa dos personas frente a frente, dos personas que se comunican, dos personas que se aman” (Ikeda, 1999: 230). En la vida el sentimiento de comunidad es definitorio para preservarla y cultivarla, tal y como afirman Maturana y Varela:
el amor, o si no queremos usar un apalabras tan fuerte, la aceptación del otro junto a uno en la convivencia es el fundamento biológico del fenómeno social: sin amor, sin la aceptación del otro junto a uno no hay socialización, y sin socialización no hay humanidad. Cualquier cosa que destruya o limite la aceptación de otro junto a uno, desde la competencia hasta la posesión de la verdad, pasando por la certidumbre ideológica, destruye o limita que se dé el fenómeno social, y por tanto, lo humano (Maturana y Varela, 1984: 163).
Si la persona es una relación que permite enunciar un nosotros, tenemos que abrir un espacio en común. Aquí encontramos un eco de Levinas (2002): responder el llamado del otro. Nuestro actuar queda fuera del ego, no vemos nuestros deseos, sino que nos damos cuenta que la con-vivencia se logra en tanto que aquello que hacemos sirve a los demás o, como diría Miyamoto (2006): “no hagas nada que sea inútil”. Nuestro actuar no inicia y termina en el yo o el tú, sino que desde el principio hasta el final es para los que nos rodean, incluso si exigimos más, son para los no nacidos; nuestro actuar valora el trabajo que hacen quienes comparten un lugar común, por eso no se puede esperar algo distinto, ni más ni menos, se espera y se actúa lo que es.
Lo que está en juego es la construcción de una morada donde la vida pueda tener sentido y construirse, continuar con su camino sin detenerse. Esto nos lleva a promover una forma de vida que cultive y defienda el sentimiento de comunidad por medio de prácticas corporales y sociales que estén a favor de una con-vivencia que permita el crecimiento propio y de los demás. Nosotros tenemos que dar la posibilidad para que el otro sea como un acto de agradecimiento, porque alguien más permitió tal posibilidad para nosotros. Este acto de agradecimiento establece una reciprocidad o compromiso entre nosotros: cuidar lo que se tiene pensando en el otro.
En este punto emerge la conjugación de cuerpo, sentimiento de comunidad y formación. En esta unidad nos encontramos con la incomodidad que provoca que alguien haga lo suyo para cuidar lo común; de la memoria corporal brota una amenaza al principio del mínimo esfuerzo y la simulación; las paranoias se dislocan y enmarañan la cabeza, se piensa que hay algo personal, solemos decir: de seguro lo hace para perjudicarme, le caigo mal, se cree mucho, es intolerante y engreído, etc. No se logra ver que simplemente está exigiendo lo que es.
Por ejemplo, dentro de una institución educativa, si somos docentes sólo tenemos que serlo, si somos administrativos sólo tenemos que serlo, si somos estudiantes sólo tenemos que serlo; ahí termina la discusión, fuera de eso no hay nada, será pura palabrería para justificar nuestra falta de compromiso para dejar que lo común se cierre. La situación problemática no es esa, podemos apelar a que nunca nos interesó ni les interesa tal lugar común, pero si esa es su posición que la asuma con dignidad y no intente colgarse del trabajo de los otros o dejé de meter el pie, que se trague su envidia, acepte su frustración, se olvide de la queja y termine con la intriga.
El sentimiento de comunidad exige deshacernos de esta memoria corporal, por eso tenemos que comenzar con tener un orden en el interior, no se puede simular, este orden se expresa en una actitud y una acción, si no podemos darle un lugar en el cuerpo, no se puede ser otro en la cotidianidad. Un lugar común es la expresión de lo que cada persona tiene adentro, no nos compliquemos la existencia, hagamos lo nuestro y dejemos que los demás hagan lo suyo; si vamos por la calle y alguien tiene prisa, lo dejamos pasar, en qué nos beneficia obstaculizarle el paso; si tenemos prisa, pido permiso o espero hasta que encuentre la oportunidad de pasar. Es lo mismo en la familia, en el trabajo y en los escenarios formativos, si partimos de no hacer nada que sea inútil, seamos congruentes y mostremos que se puede tener otra opción en la vida. Trabajar y seguir trabajando sin esperar nada, el otro tarde o temprano hará uso de su elección y cuando lo haga se evidenciará: la persona sólo puede dar lo que tiene en su interior.
Integrar una sociedad sólo es factible si se comparte un lugar, esto implica que un individuo se convierte en persona al asumir su posición en el mundo y desde ahí cooperar con la vida; se asume desde su circunstancia, entiende su proceso histórico-social y mira su época, se puede parar sobre una hoja de papel y elegir si comparte su horizonte o niega esa posibilidad. Tener esa posibilidad o no radica en la medida en que regresemos al cuerpo. Creo que la formación no ha llegado a su sentido pleno porque la ignorancia constituye un principio de vida que ha encontrado lugar en el interior del cuerpo; si hemos de formarnos tenemos que restablecer el orden entre el deseo, la emoción, el sentimiento, la actitud y la acción (López, 2011) para tener la posibilidad de humanizarnos. La humanización es la expresión sublime que la vida logra en su cualidad humana, entonces podemos afirmar que hay una persona.
El sentimiento de comunidad es un sinsentido formativo en un grupo o sociedad que es todo menos eso, trabajar por los otros sin esperar nada es algo iluso en una sociedad que se cansa de sí misma y busca sobrevivir por cualquier medio; el proyecto formativo perdió rumbo, dejó una memoria corporal en lo personal y lo social ceñida hasta el tuétano. Aunque la hemos visto y sabemos que anda rondando y al menor descuido saldrá, en este momento se da el trabajo interior: concluir y hacer mejor las cosas cada día. En estos términos los escenarios formativos son espacios que han dejado de ser común, cada quien trabaja sin voltear a ver a los otros; corrijo, sí volteamos a verlos pero para cuidarnos de ellos, para adelantarnos a sus pasos e impedir que avance porque con su trabajo nos exige lo que tenemos que hacer. En nuestros días que una persona haga lo correcto se ha convertido en una amenaza a la integridad y al pacto social que conscientemente se defiende hasta las últimas consecuencias. Hagamos de los escenarios formativos moradas donde el sentimiento de comunidad abra un proceso formativo que funde el sentido de lo humano. Es necesario en estos tiempos de crisis: hay que elegir y sostener esa elección por los que vienen.
Si esto es posible podemos construir un sensus communis donde pensar la vida no se disocie de vivir, para que la persona se aproxime a su cuerpo y comprenda su condición, y con ello, deje de mostrar “el desinterés para crecer como humanos; liberarse de esta idea puede resultar complicado, es una lucha contra lo que se hizo ‘normal’, lo que se instituyo como verdad por el grupo que impuso una lengua, una mirada sobre lo que se debe vivir y sentir con el cuerpo. La resignación es lo único que queda pues emocionalmente parece no haber salida” (López, 2011: 166).
De ahí que el cuerpo sea factible de construcción y tenga la posibilidad de despertar de la ignorancia, lo que hace falta es un proceso de formación que abra la memoria espiritual de las personas, tal empresa ha quedado excluida y no todos tenemos la oportunidad de realizar este trabajo corporal porque la educación sólo se ha interesado en prolongar el estatus quo de una forma de vida que nos recorta el horizonte de sentido que puede logarse en esta existencia. Por eso es importante regresar al cuerpo, encontrar los elementos pedagógicos que se utilizaron para dormirlo (López, 2000).
Esta pedagogía instituye “un sentido de la vida que puede condenarnos a continuar con un pasado que se hace apabullante y no libera la memoria del cuerpo” (López, 2000: 168). Con una memoria corporal que pesa no se puede sentir dignidad por la vida propia y por la de los demás: no puede emerger un nosotros. Los cuerpos son una expresión de eso, tienen a flor de piel el principio de competencia que todos intentamos erradicar y que se expresa cuando abusamos del otro o cuando no defendemos los intereses personales sin indignarnos al sernos pisoteada nuestra vida (Durán, 2009). En este sentido, hay que proponer una pedagogía de la vida, es decir, “una propuesta educativa que permita salirnos de dicha domesticación requerirá procedimientos para que el sujeto se identifique en unidad como uno mismo, …orientado a la construcción de su propia vida (Durán, 2009: 121). Cuando hayamos logrado esto, la formación habrá adquirido pleno sentido, sin que nadie quede excluido: el indicador será nuestro cuerpo.