Investigación
Recepción: 07 Junio 2015
Aprobación: 21 Febrero 2016
DOI: 10.17533/udea.boan.v31n51a03
Resumen: En este artículo se presenta una aproximación a las formas de representación social de los hombres homosexuales en Medellín desde finales de la década de 1960 hasta principios de 1990, describiendo las imágenes que se produjeron en el escenario de lo social para interpretar al personaje disidente o desterrado del orden sexual regular y los procesos de autorrepresentación de los sujetos homosexuales en la conquista de un lugar y una identidad propia en la ciudad a partir de una serie de procesos de territorialización y de reinvención subjetiva.
Palabras clave: homosexualidad, disidencia sexual, territorios, representaciones sociales, lugares.
Abstract: This article presents an approach to the forms of social representation of gay men in Medellin since late 1960s to early 1990s, describing images produced on the social stage to play the maverick or banished from regular sexual order character and the processes of self-representation of homosexual subjects in the conquest of a place and an identity in the city from a series of processes of territorial and subjective reinvention.
Keywords: homosexuality, sexual dissidence, territories, social representations, places.
Resumo: Em este artigo se apresenta uma aproximação às formas de representação social dos homens homossexuais em Medellín desde finais da década de 1960 até princípios de 1990, descrevendo as imagens que se produziram no cenário do social para interpretar ao personagem dissidente o banido da ordem sexual regular e os processos de auto representação dos sujeitos homossexuais na conquista de um lugar e uma identidade própria na cidade a partir de uma série de processos de territorialidade e reinvenção subjetiva.
Palavras chave: homossexualidade, dissidência sexual, territórios, representações sociais, lugares.
Résumé: Dans cet article une approche des formes de représentation sociale des hommes gais à Medellin depuis la fin des années 1960 au début des années 1990 est présenté, décrivant les images produites sur la scène du social à jouer le caractère dissident ou banni de l’ordre sexuel régulier et les processus d’auto-représentation des sujets homosexuels dans la conquête d’un lieu et d’une identité propre dans la ville à partir d’ une série de processus de territorialisation et de réinvention subjective.
Mots-clés: l’homosexualité, dissidence sexuelle, territoires, représentations sociales, lieux.
Una aproximación a la historia cultural de las disidencias sexuales en Medellín
Si bien el tema de la diversidad sexual y de género se ha vuelto recurrente en los estudios sociológicos y culturales en la última década en Medellín, la historia cultural de las disidencias del orden sexual en la ciudad es aún marginal en los estudios históricos.3 En este texto, bajo el enfoque de la historia cultural planteada por Roger Chartier (2005), me ocuparé de presentar las formas en que popularmente fueron representados los hombres disidentes de la normativa sexual en la ciudad durante la última década de penalización de la homosexualidad y la primera década de despenalización de la misma, al tiempo que plantearé cómo estas representaciones fueron negociadas y resignificadas en la experiencia propia de los hombres disidentes y cómo estas formas de reinvención subjetiva fueron haciendo posible, a partir de una serie de marcaciones territoriales, la apropiación y territorialización de un lugar específico dentro de la ciudad.
En el periodo que va desde el Código Penal de 1890 al Código Penal de 1980, las relaciones sexuales entre hombres estuvieron penalizadas en Colombia y en este espacio sociotemporal una serie de imágenes “inverosímiles”, de personajes “ilegibles” y de secretos públicos se fabricaron en la mirada institucional, el ojo disciplinar y la observación del ciudadano corriente en la ciudad. Todos ellos contemplaron a estos personajes fuera de la norma (corporal/sexual/social) y, en un esfuerzo desmedido de comprensión, clasificación y explicación, buscaron un modo o medio de corrección, inserción o destierro.
Durante esta época emergió en las narrativas periodísticas, y en los discursos de la medicina, el derecho, la literatura y la moral, el sujeto homosexual vinculado a una serie de representaciones abyectas, que fueron definiendo formas de tratamiento, regulación y localización del personaje marcado.
Dos años antes de que el Código Penal de 1890 castigara las prácticas eróticas entre un adulto y un púber (aun con el consentimiento entre las partes), el médico Naranjo -acusado de estupro y corrupción de adolescentes en Manizales- resultaba absuelto de sus cargos en Medellín, no sin antes haber figurado públicamente como un pederasta pasivo que disfrutaba de ser penetrado por el ano y la boca, además de haber sido calificado como un individuo terroso cuyas acciones habían terminado por degenerar su rostro y color de piel, hechos corroborados y certifica- dos por los peritos médicos.4
Unos diez años después, a mediados de 1899, en el municipio de Jericó, Antioquia, tras comprobarse que el policía Aurelio no tenía pene, este fue capturado, inspeccionado y obligado a abandonar sus recién contraídas obligaciones conyugales, para regresar junto a su esposo y responder por su papel de madre (Las Novedades, 1899). Circunstancias similares enfrentó Rosa Emilia en 1912, quien después de ser capturada por el delito de fraude y engaño, y tras la constatación médica de que Rosa en realidad tenía pene y testículos, fue obligada a vestir como varón y a comportarse como tal (El Progreso, 1912: 3), no sin antes haber posado para el fotógrafo Benjamín de la Calle. Treinta y tres años después, hechos similares experimentaban la Virgen Ebria, la Mujer Barbuda y Ana Teodora. Objetos de explora- ción de médicos y policías, todas ellas fueron reveladas en su secreto, arrestadas y obligadas a cumplir con el rol social que la “naturaleza” les había destinado.
Como Teodora, la Pecadora, la Marilyn y otras tantas, representadas como “falsas mujeres”, a lo largo de los años cincuenta, hasta la década del ochenta, otras ellas/ ellos tuvieron una existencia trashumante entre las calles de Guayaquil, Junín, Lovaina y la cárcel de La Ladera. Incluso, fue necesario disponer de un patio especial en la cárcel para no correr el riesgo de “contagiar” a otros delincuentes con estos extravíos ocasionados por el “vicio” y el “pecado”. Sobrevivientes de un escenario social que buscó por todo medio corregirlas, ajustarlas, encerrarlas o simplemente aislarlas, algunas de ellas sucumbieron a la incertidumbre de las calles oscuras y a las continuas batidas policiales, mientras otras permanecieron bajo su corporalidad “ilegible”, desafiando e irritando el marco binario de los géneros. Durante la década del setenta, ellas se convertirían en imágenes concretas de una política de “limpieza social” ensayada de múltiples formas después de los años cuarenta en plena vigencia de la Violencia.
Lo que la cárcel, las amenazas y distintas formas de violencia no lograron resolver con las “falsas mujeres” y otros “afeminados”, el médico Gómez, desde mediados de los años cincuenta, parecía haberlo resuelto con “éxito”, según sus propias afirmaciones, después de haber encontrado “la fórmula mágica para curar la homosexualidad”. Así lo documentó él mismo en la serie de testimonios que a lo largo de veinte años le suministraron sus pacientes. “Totalmente recuperado y alejado de la homosexualidad” fueron las palabras del joven de veintidós años estudiante de zootecnia que había sido obligado a tratarse porque su hermana de modo enfático le había señalado que no quería tener un hermano homosexual. Antes de su tratamiento, el médico Gómez había reparado en el joven una moral totalmente relajada, propia de individuos que, según él, se habían entregado a la sodomía, la masturbación y se habían alejado de Dios. Después de asistir regularmente a si- coterapia y de ser tratado durante 82 sesiones con anhídrido carbónico, el médico señaló su satisfacción por la completa curación del paciente (Gómez, 1977: 62-64). Mejor final tuvieron los corruptores de principios del siglo xx, pues el Código Penal de 1890 y sus laberínticas formas procedimentales, aunque los expuso a una condena social por la pérdida de prestigio e imagen pública, al mismo tiempo terminó absolviéndolos de sus deshonestidades corporales y sus actos torpes. Cuarenta años después, la medicina legal llegaría para complicar sus perfiles, convirtiendo en ejemplar el crimen homosexual del sadomasoquista Cano contra un adolescente en la finca La Mansión (Anales de la Academia de Medicina de Medellín, N.os 7-9) y, con él, instituyendo en modo científico una sospecha ancestral que relacionaba inversión sexual con crimen. Habría que esperar quince años más para que la misma escue- la de medicina, en un aparente ajuste científico, certificara la inocencia criminal de aquellos invertidos “constitucionales” mientras mantenía sus sospechas con aquellos “degenerados” por el vicio, que singularmente representaban personajes pobres.
Por su parte, la prensa -tanto conservadora como liberal y amarilla- empezará a convertir desde mediados de los años cuarenta en protagonista delincuencial al ilegible y temible “sátiro”, a quien ocasionalmente se lo advierte en legiones devorando niños, marcando sus cuerpos y, en especial, mancillando sus virtudes corporales. A lo largo de sus páginas, monstruos siniestros se van convirtiendo en villanos urbanos que amenazan la tranquilidad de la ciudad y, en particular, que acechan en la sombra a menores y adolescentes con los cuales saciar sus apetitos bestiales. El Sátiro de la Laguna (El Colombiano, 1947) acapara la atención periodística a finales de los cuarenta para pasarle su protagonismo a Juan Malo (El Colombiano, 1969), un villano corruptor campesino que desestabiliza los territorios rurales en el departamento; con él, los niños del campo y la ciudad se convierten en presas posibles para el salvaje corruptor criminal.
La llegada de los años sesenta a la ciudad parece compartir, en modo irónico, el brillo publicitario del eslogan “sexo, drogas y rock and roll”, que se imponía en contextos norteamericanos. Como un modo reflejo, la prensa empieza a sospechar que detrás de todo hombre acecha un vicio homosexual degenerador: lo presiente en los mechudos, en los consumidores de la yerba maldita (marihuana), en atracadores, en los emergentes rockeros, en los estridentes portadores de modas internacionales. Para la narrativa periodística, el tiempo llegaba con sus vicios y, en cada uno, la homosexualidad estaba atenta como un virus para encontrar un medio amigable y reproducirse.
De modo irónico, también llegaron los efectos internacionales de un movimiento de liberación homosexual (especialmente el grito de orgullo gay de Stone Well en Nueva York, en 1969): la policía, advertida del deterioro moral en otras latitudes, se convirtió en adalid de la decencia y, afilando el arma de la obscenidad, se dedicó a perseguir posibles homosexuales en baños de teatros, calles oscuras, bares y cualquier rincón con posibilidad de indecencia moral.5 Entre tanto, un eco de desafío y militancia liberadora empieza a recorrer la ciudad: León Zuleta aparece en la escena, en un juego solitario con tono de irreverencia y academicismo, hablando de liberación homosexual. Pocos parecen advertir en él un discurso posible y, menos aún, una propuesta viable. Sin embargo, desconocidos que en solitario se interrogan por sus asuntos pasionales se acercan a este personaje, como buscando conciliar en él lo que en el medio social parece convertirse en amenaza: grupos de estudio (El Greco), periódicos (El Otro) y acciones de provocación instalan una pregunta en la ciudad frente a un asunto ilegible e irritable; la homosexualidad devenía en tema de interés para sus implicados.
En este contexto, el personaje abyecto abandonará sus marcas impuestas socioculturalmente y empezará, en un proceso de negociaciones y tensiones, un modo de reinvención y autorrepresentación a partir del hombre “de ambiente” y “el sujeto gay”. En el abandono del espacio íntimo cerrado como lugar oculto y periférico tiene lugar la producción de una imagen compleja de identidad colectiva y la emer- gencia del sujeto en el escenario de lo público.
La invención del otro desviado en la mirada normativa y la reinvención de una imagen propia
Para Didier Eribon (2004), un sujeto es siempre producido por el orden social que organiza las “experiencias” de los individuos en un momento dado de la historia, producido en y por la subordinación a un orden, a reglas y normas. En esta dirección, sostiene que “los gay están «sujetos» por el orden sexual, al tiempo en que de forma diferente en cada época se han resistido a la dominación produciendo estilos de vida, espacios de libertad, «un mundo gay»” (2001: 18). En consecuencia, afirma que el acto por el cual se reinventa la identidad es siempre dependiente de la identidad tal como ha sido impuesta por el orden sexual. Dicho orden, por lo tanto, aparece vinculado a las formas particulares de interpretación que cada cultura o enclave cultural y cada tiempo realizan de él.
Para Eribon este proceso de identidad está marcado particularmente por un movimiento de transformaciones que tiene como eje central la injuria y el orgullo:
El insulto es, pues, un veredicto. Es una sentencia casi definitiva, una condena a cadena perpetua, y con la que habrá que vivir. Un gay aprende su diferencia merced al choque de la injuria y sus efectos, el principal de los cuales es sin duda el percatarse de esta asimetría fundamental que instaura el acto del lenguaje. La “nominación” produce una toma de conciencia de uno mismo como “otro” que los demás transforman en objeto. (2004: 70)
La injuria aparece como una marca profunda que señala un lugar diferenciado para el sujeto, un lugar signado por una clasificación asimétrica en la cual el sujeto se encontrará en desnivel con un orden sexual y social hegemónico, orden del cual la injuria le comunica al sujeto que se encuentra por fuera, que no clasifica, que ha pervertido el orden y por lo tanto le transfiere una noción de identidad diferenciada. Como lo afirma Genet (2011), es el momento en el que la mirada social califica taxonómicamente al individuo y lo clava en el panel de las especies infames.
Por ello la injuria entendida como actos de degradación, ridiculización, burla y negación, se constituye en el elemento de entrada para la construcción de las representaciones sociales de los hombres en el margen de un orden sexual regular; construcción que aparece en dos sentidos: desde afuera (heterosexual), como acto de clasificación, y desde adentro (autorrepresentación), como acto de marcación. De acuerdo con Eribon, esta asignación determina un punto de vista sobre el mundo, una percepción particular. La injuria produce efectos profundos en la conciencia de un individuo porque le dice “te asimilo”, “te reduzco a”:
La injuria es un haz luminoso que dibuja en la pared una imagen grotesca del individuo paria y lo transforma en una animal fantástico, en una quimera, a la vez imaginario (no existe más que como el producto de miradas fóbicas) y real (pues se convierte en la definición misma de la persona así transfigurada: un pederasta). (Eribon, 2004: 72)
La construcción subjetiva de la identidad aparece entonces como un proceso de contradicciones, asimilaciones y negociaciones con las marcas culturales asignadas en el cuerpo, las estructuras del orden social inscritas en él, las jerarquizaciones sociales establecidas y la toma de conciencia de la posición que se ocupa en dichas jerarquías. Ahora bien, de acuerdo con Eribon, “La transformación de una situación de sometimiento en un proceso de subjetivación elegido, es decir, la constitución de uno mismo como sujeto responsable de sus propias elecciones y de su propia vida, se establecen por medio de la erotización y la sexualización generalizada del cuerpo” (2004: 113). En este sentido, se plantea que es el placer el que aniquila la opresión, es el cuerpo reivindicado que anula el cuerpo sometido al orden social y le permite que emerja una nueva subjetivación.
Las representaciones de los hombres disidentes o desterrados del orden sexual en Medellín aparecen en un campo de tensiones y contradicciones entre las representaciones que se construyen desde el orden regular, las autorrepresentaciones que producen los hombres que han sido ubicados por fuera de este orden, las imágenes que diseñan los medios de comunicación, las imágenes que se construyen en el discurso oficial delegado en las instituciones y las representaciones que postulan los discursos académicos en la ciudad. Sin ingresar en la amplia serie de representaciones sociales que circularon frente a los hombres disidentes sexuales, en términos generales vamos a presentar cuatro imágenes gruesas desde las cuales se pueden articular el plural repertorio de nominación y representación.
Más allá de las narrativas disciplinares, el medio social, en un proceso singular de reciclajes discursivos, recreaciones propias y resignificaciones periodísticas, fabricó sus propias formas de clasificación e interpretación del individuo desviado de la normativa sexual; en este proceso, la figura del “dañado” y el “voltiado” adquirieron relevancia, mientras el hombre “de ambiente” y el sujeto “gay” se convir- tieron en formas posibles de reinvención subjetiva.
El “dañado” y sus figuras derivadas (“averiao”, “podrido”) aparece como una imagen recurrente en distintos relatos y discursos populares; una figura que se referencia con cierto temor de invocación, una imagen contenida de tal carga valorativa que obliga al exilio, al esfuerzo desmedido de separación de un Otro que por contraposición se revela como lo sano, normal y correcto. Esa figura que sentencia y anticipa el destierro se cierne como una constante amenaza: dañarse trae consigo la carga de podrirse, de pervertirse, de infestar. El dañado es la figura monstruosa6 que presenta Foucault (2010), un espécimen antinatural que pervierte y enferma a los otros y en especial a los más chicos;7 esa capacidad asignada de contagio obliga a encerrarlo, aislarlo o eliminarlo. En el contenido de la representación del “dañado” se puede rastrear los fuertes influjos del discurso frente al homosexual del siglo xix, particularmente el de Tardieu (1857) y Lombroso (1876) con sus representaciones del “criminaloide degenerativo” y el “anormal” con signos físicos evidentes de su depravación.
Lo peor que le podía a uno pasar era que lo tildaran de dañado, eso era omo condenarlo a uno sin lugar a escapatoria. Cuando a alguien lo señalaban como dañado los demás lo miraban como un enfermo contagioso, y aunque la carreta científica empezaba a cambiar en los años setenta, en la calle la gente seguía pensando que todo homosexual era un dañado que se debía evitar. (Entrevista personal a hombre de 64 años, 14 de noviembre de 2006)
El dañado aparece socialmente asociado a la figura del pederasta corruptor, que lejos de renombrar la figura del amor griego, señala a un personaje escandaloso que abusa de la inocencia infantil para cometer las más innombrables acciones depravadas; de allí que se popularice la idea de que los niños siempre corren peligro en su cercanía. A lo largo de la segunda mitad del siglo xx, el periódico El Colombiano y el semanal Sucesos Sensacionales presentarán en la figura del “dañado” y el “sátiro” a un individuo oscuro, criminal e insaciable que acecha en todos los espacios donde circulan niños y adolescentes, convirtiéndolo en un personaje disciplinante que obliga a mantener bajo vigilancia a los menores. El personaje “dañado” es un proscrito en el escenario de lo público y en consecuencia su lugar es la oscuridad de la noche y su estrategia de existencia el ocultamiento, de ahí que los bajos fondos de la ciudad se conviertan en su espacio vital.
A esta figura sobreviene la imagen del “voltiado”, un personaje que sin abandonar las marcas de la degradación es interpretado como un individuo incómodo que no pierde del todo sus rasgos viriles y no supone mayor peligrosidad:
A mis 60 años, yo asumí (ante muy pocos) mi homosexualidad; es decir, comencé a dejarme de preocupar por las cosas que hacía en algún rincón o en un teatro… porque era muy enredado… es que era tan complicado que la gente se enterara de que uno era voltiado. Uno hacía sus cosas, pasaba muy rico, pero siempre quedabas con un temor y un sinsabor en el cuerpo, como sintiéndote culpable. Imagínese que yo después de estar con alguien me iba para la casa y me golpeaba porque creía que por dejarme llevar de mis vicios me iba a ir derechito al infierno. (Entrevista personal a hombre de 67 años, 22 de marzo de 2007)
La figura del voltiado surge en la negociación entre dos imágenes despectivas: el dañado y el invertido. Mientras ambas figuras socialmente refieren al mismo asunto y contienen intencionalidades similares (marcación, marginación, ridiculización, asimilación), la figura del voltiado adquiere un leve matiz de resignificación ante la paradójica imagen que evoca la acción de voltearse, quedar del otro lado, estar al revés, invertirse pero al mismo tiempo disfrutar del otro lado, de ese lado del cuerpo que lo social descarta y observa con desagrado.8 En la jerarquía de las marcaciones, el voltiado es un individuo menos infame que el “dañado”, puesto que habita el espacio social e incluso logra mimetizarse en él sin ser advertido en su singularidad, excepto en lo que de él se sospecha; es decir, “parece hombre” pero no lo es del todo, al voltiarse su virilidad se pone en entredicho. El voltiado es un hombrecillo víctima de un error biológico y como tal no se considera responsable de su inversión; sin embargo, sigue siendo un personaje necesario de diferenciar y distanciar:
Yo creo que ser volteado era menos pesado. Es que volteado me lleva a una figura como de flojera, hasta la misma figura del voltear me parece como tan blandita y tan informe, en cambio dañado me parece que tiene la connotación como del daño, de pernicioso. La posibilidad de crear una figura ambigua de todas formas cualquier acercamiento a ese concepto era muy dramático, más bien uno quería evadirlo rápidamente (sic). (Entrevista personal a hombre de 53 años, 23 de abril de 2007)
En los relatos de varios hombres que se autorrepresentaron como voltiados aparece una común reflexión y conexión: la culpa, el pecado y el placer; en estas articulaciones se resuelve su sexualidad ambivalente cargada de placer y desagrado frente a su desviación. Este hombre se piensa ante todo como un hombre de culpa que necesita esconder en la noche, en el silencio de su cuerpo y en los rincones de algún lugar, ese peso de su singularidad por haberse volteado. Para este hombre la noche y el bar lo empujan a su propio encuentro, a esa posibilidad de socializar con los exiliados de lo social, pero una vez que abandone aquellos elementos cómplices vuelve a reencontrarse con su culpa y su escenografía. El voltearse contiene la marca del desdoblamiento, un sujeto que emerge a la luz del día mimetizado en su sexualidad y un individuo que se desdobla en la noche borrando su imagen diurna para convertirse en un cuerpo anónimo llevado al lugar de sus placeres.
Territorios de placer y exilio
Carlos Mario Yory plantea que el espacio habitado es un lugar donde se construye el vínculo social, se representan las identidades y se produce la experiencia colectiva, y en este sentido afirma: “El espacio habitado es, él mismo, su propio objeto autofundándose y, por lo mismo, autoperteneciéndose, en esta medida no proporciona un ámbito para un determinado discurso, sino que él mismo se inaugura de tal forma, es decir, como discurso: el discurso de la vida (en tanto formas de habitar) que en él transcurre” (2007: 6).
El espacio existencial practicado abre el lugar, ese sitio que revela mi propio mundo, allí donde se puntualiza la existencia, aquel sitio donde tiempo, espacio y cuerpo se presentan de forma indivisible, en el cual la vida es su manifestación. Como afirma Yory, “que seamos en-el-mundo significa entonces, que a través de nuestra existencia abrimos el espacio mostrándonos, de tal suerte, de una u otra forma (2007: 7).
En Medellín, a lo largo del siglo xx y antes de la despenalización, los lugares de encuentro para los hombres disidentes sexuales están construidos principalmente sobre las nociones de ambigüedad, mímesis y complicidad; a su vez, las prácticas y los usos que en ellos tienen lugar determinan su localización e instalación, revelando un cierto orden espacial producido sobre estrategias de invisibilización, camuflaje y protección. La representación y construcción de la figura del “dañado” y el “voltiado” aparecen ligadas a una espacialidad difusa, que no tiene lugar en lo social salvo en su subsuelo o en la irritante espacialidad de los contraventores del orden, es decir, en el campo marginal del prostíbulo.
De la mano de una serie de estrategias y bajo la complicidad de la noche, empiezan a configurarse algunos espacios en los cuales los hombres que se reconocen desde una sexualidad particular, se encuentran y socializan. Estos lugares están provistos de una carga valorativa cultural de masculinidad, son los espacios en los cuales los hombres, representados en la figura del macho heterosexual, se congregan para hablar asuntos de hombres, para exponer su hombría y hacer uso de la noche, tiempo reservado con cierta exclusividad para los varones. Y es precisamente la cantina, lugar construido y semantizado con los contenidos del hombre viril, fuerte y dueño de la noche, la que los hombres exiliados del orden sexual regular empiezan a territorializar y refundar como lugar de encuentro, seducción y conquista.
Sea lo que sea, convertido en una jaula de vidrio con entradas y cristales al parque y a la calle y a los cuatro vientos, el Miami nos exhibía con desvergüenza a la pública murmu- ración. Pasaban las señoras y los buenos ciudadanos, camino de sus compras o el trabajo, y echaban furtivas miradas de irresistible curiosidad. (…). Sólo que por más que querían ver, mirando hacia el interior nada ven: parroquianos sentados a unas mesas tomando cerveza. Es que en el Miami los grandes acontecimientos pasan, pero no se ven. Hervidero de destinos que se deshacen en el aire. (Vallejo, 2004: 15)
Allí, en medio de los hombres legitimados culturalmente, se recrea un escenario de simbolismos y se configura un lenguaje codificado, que comunica a los otros iguales una intención aparentemente desprovista de contenido para los Otros (heterosexual) y, a su vez, en medio de ese juego simbólico aparece un reconocimiento del igual, aquel emisor que descifra el código y se lo apropia. Aquel escenario recreado con artificios comunicativos y mimetizado con los roles estereotipados por la cultura local se descubre y se instala cotidianamente hasta hacer emerger una marcación territorial en la que se hacen y deshacen una serie de prácticas comunicativas y socializadoras para un grupo disperso desprovisto de aparición pública. “No, allí no pasaba nada, eran sólo cantinitas llenas de borrachos abrazándose unos a otros, éramos los machos con licencia para tomar hasta reventar” (Entrevista personal a hombre de 73 años, 11 de agosto de 2007).
“Aquí no pasa nada” es la imagen que más representa el lugar; allí, en el juego del camuflaje y la mímesis del rol social, se abre el espacio para que devenga el lugar simbólica y semánticamente construido. El lugar de socialización es un artificio con una espacialidad gaseosa, difusa y ambigua, es el lugar “invisible” que acerca a los otros, aquellos igualmente invisibles, y los protege del Otro social, y, a su vez, es el lugar de la osadía, el lugar en el propio seno de la negación, es el lugar de la confirmación cotidiana del hombre macho, es el lugar donde se exorcizan las desviaciones y se asegura la continuidad de la tradición cultural y, sin embargo, es el lugar de la traición cultural, la grieta por la que se filtran los “dañados” y “desviados”, el lugar que aproxima a dos imágenes temerosas entre sí, unas porque pueden ser borradas del escenario, otras porque pueden ser infestadas.
En el escenario “donde no pasa nada” surge la afirmación de un grupo inexistente, protegido por la instalación del juego de equívocos, resguardado por la intrepidez del estar más próximo; no pasa nada, solo se perpetúa la imagen cultural del hombre viril; se actúa para ello y esta actuación protege el escenario, lo reafirma.
El juego equívoco es la comunicación aparentemente desprovista de sentido para ese Otro social (heterosexual), es la mirada vacía, el toque torpe y descuidado de la mano, es el calor de las cervezas que relaja ciertos protocolos culturales y acerca los cuerpos, es la sonrisa sin destinatario, la actitud más masculina, más viril, la jugada más rápida y la estrategia más efectiva. El juego equívoco es el mensaje que reafirma contundentemente que “no pasa nada”, es la palabra ambigua y el lenguaje sin intención evidente; interpretarlo es caer en el error de significación. Esa mano en el hombro del amigo no denota nada, esa cerveza que se envía al extraño no significa nada, esa mirada que se concentra en el desconocido no “intenciona” nada; miró solo por buscar pelea, miró al vació, miró, simplemente. El juego de los equívocos es la fisura en los canales de comunicación, por sus grietas se asoma la palabra no verbalizada y en aquel territorio simbólico tiene lugar la emergencia de un circuito de ambiente marcado por personajes proscritos que en su repetición e insistencia termi- narán conquistando un lugar irónico. La cantina, espacio de reafirmación de la virilidad, deviene al mismo tiempo en espacio de disidencia sexual, un espacio “voltiado”.
Rincones de placer efímero
En varios de los relatos de los hombres entrevistados aparece una alusión repetitiva a ciertos lugares donde, con la complicidad de la noche y de la oscuridad, y las ayudas arquitectónicas en la distribución espacial de algún recinto, los hombres disidentes sexuales se encontraron con una serie de rincones en los cuales recrearon un juego de conquista y aproximación al cuerpo de los otros hombres y construyeron allí una suerte de comunicación corporal plegada de signos y silencios. La esquina de un teatro, la parte trasera de un cine, el rincón al que no llega la luz, espacios residuales de un recinto público que para un colectivo social estaba desprovisto de atención.
En los procesos judiciales encontrados en el Archivo Histórico de Medellín (AHM), algunas declaraciones de los sujetos inculpados nos acercan al rincón y nos revelan el juego instaurado entre hombres que conquistan el lugar para sus placeres y policías que se obsesionan por vigilar y controlar la moral pública de la ciudad.
Motivo del procedimiento: actos deshonestos contra la moral. Punto: lugar teatro Bolivia, Cra 51 calle 46-48, Hora: 20 horas.
Relación de los hechos y observaciones: los anteriores quedan a su disposición por encontrarse masturbándose en el teatro Bolivia en presencia del público. (Archivo Histórico de Medellín, caja 214, carpeta 32, sumario 366 de marzo de 1980)
El rincón se construye como el lugar del contacto efímero con el cuerpo del otro, desprovisto de nombre propio, de roles sociales, de palabra. Allí no se habla, se toca; ese cuerpo que se aproxima no tiene nombre, no tiene historia más allá de la que acontece en el instante del rincón, es el cuerpo que se acerca a otro con la intención de tocarlo, la acción se diluye cuando desaparecen los cuerpos y con su ausencia desaparece el rincón.
La ciudad está provista de múltiples rincones y cualquier espacio residual en las estructuras físicas puede ser aprovechado para crear el rincón; por ello, los rincones se desplazan antes de institucionalizarse, antes de obtener publicidad, la muerte del rincón acontece precisamente cuando se hace público. El rincón es ante todo una estrategia de protección, todos sus signos están cargados de un sentido protector; barreras que no permiten ver, oscuridad que distorsiona la acción, espa- cios marginales que no atraen la atención. El rincón se sitúa en el margen del lugar público como un búnker que resguarda a sus actores, por ello el rincón es el sótano intermitente puesto en lo público y escondido en su mismo lugar.
Cada cuerpo carga consigo un rincón esperando para ser practicado, el rincón no es posible sin el cuerpo deseante, él solo es una esquina cualquiera, el cuerpo y la acción abren el lugar en el sentido que propone Yory. El rincón es el lugar de los cuerpos próximos, de los cuerpos cargados de deseos; mientras la cantina aparece como el lugar para la seducción, el rincón es el lugar para el contacto.
Por medio del presente me permito poner a disposición a los jóvenes Luis Alberto y Darío Castaño por encontrarse haciendo actos sexuales en el teatro Kemper al cual (sic) fueron sorprendidos en el momento de los hechos. El joven Darío se encontraba masturbando al joven Luis. La presente es para lo que este despacho estime conveniente. (Archivo Histórico de Medellín, caja 26, carpeta 6, sumario 3209 de abril de 1973)
Los rincones son siempre discontinuos y fugaces, se reinventan en cada momento como una medida estratégica de continuidad; si pierden su sentido de lo invisible, pierden su lugar de margen y son empujados al lugar de lo público, al lugar de la luz, para ser extirpados y con ello los cuerpos quedan desnudos ante el peligro de la sanción y el exilio de lo social. Los rincones atraen solo a quienes se familiarizan con los signos, la comunicación de los equívocos (signos distractores) debe ser reinventada a cada instante como los rincones, a riesgo de ser publicada y asimilada por un Otro social que se revela como regulador; sin embargo, es el rumor el que abre el rincón y lo empuja al centro, es el rumor el que amenaza su existencia. Los usos repetitivos del rincón terminan por instalar una serie de códigos fijos que pueden ser decodificados por ese Otro social, de ahí la necesidad de su trashumancia, de ahí el sentido de su fugacidad.
El sótano en el cuerpo
El gusano de luz es verde, verde como el platanal que lo envuelve ascendiendo por la barranca hasta la carretera. Y con los ojos rojos: un par de foquitos rojos, intermitentes, de burdel. Sus tapias cuarteadas resisten con ruinoso empeño los embates del viento y el tiempo. (…). A estas horas, dos de la mañana de martes 13, día del marinero, que aquí no hay, El Gusano de Luz rebota de bote en bote: putas, camajanes, malhechores, cuchilleros, bandoleros, maricas, expresidiarios, algún alcalde de pueblo, algún inspector de barrio, y en el centro de la marejada, borracho y sin salvavidas, yo. (Vallejo, 2004: 36-37)
Si hay un lugar que vincula a aquellos hombres periféricos del orden sexual en Medellín, ese lugar es el sótano. El sótano aparece como un elemento vinculante de cada una de esas historias disímiles y plurales, se convierte en el espacio existencial donde se guardan los secretos más temidos y arriesgados. Para los hombres que realizan sus deseos con otros hombres se abre como el fortín por excelencia que los protege de la marginalización, la negación y el exilio; la muralla que impide la intromisión del control social, una especie de oasis con placeres reservados en el seno de la negación cultural.
Colm, en su texto El amor en tiempos oscuros, narra las experiencias de varios escritores y artistas que construyeron su sexualidad en la oscuridad, presentando precisamente cómo este elemento se convierte en un lugar común para los hombres disidentes. De este modo, después de relatar el suicidio de Matthiesen, se interroga: “¿Qué hacemos con Matthiesen?”. Y luego se responde: “vivió dos vidas, y no fue el único” (Colm, 2003: 87).
Vivir dos vidas y no ser el único se enuncia como una figura ejemplar. La gran mayoría de vidas individuales de los hombres disidentes de los años setenta y ochenta están narradas en dos tiempos: esta alusión a dos vidas aparece como una constante; de un lado está la experiencia de lo público y lo social, el hacer parte de un entramado de relaciones sociales; del otro, la posibilidad de la realización de los deseos, la experiencia de la sexualidad. La doble vida aparece inicialmente como una línea de fuga a ese orden cultural que regula la sexualidad, una especie de traición cultural que vincula a un individuo a la culpa y el placer. Ahora bien, el lugar de esa otra vida tiene su realización en el sótano. Es allí donde sucede lo innombrable, es allí donde se realiza la experiencia de una sexualidad negada. Esta negación es la que abre el lugar y le confiere sentido al sótano.
Yo salí muy tarde del armario, como dicen los jóvenes hoy; es que hoy es muy fácil hacerlo; pero te cuento que cuando yo era un muchacho, cada vez que me acostaba con algún hombre, eso sí en el lugar más oscuro y apartado del mundo, salía y me sentía terriblemente mal, sentía que me iría derechito para el infierno. Como forma de expiar, o qué sé yo, después de una culiada, me pegaba en la cara, a veces me cortaba como para sacarme la suciedad de encima. (Entrevista personal a hombre de 81 años, 23 de agosto de 2006)
En Medellín, el sótano se vincula con la serie de espacios estratégicos para la realización del deseo, precisamente porque su invención está soportada sobre una estrategia fundamental: tener sexo sin ser sancionado, transgredir la negación sin ser expuesto. Su aparición no está circunscrita a un momento o coyuntura en particular; la invención del sótano supone la invención de un sujeto que lo practica, es decir, su aparición acontece en el momento en que un individuo recrea un lugar para realizar su sexualidad y es allí donde posteriormente los hombres prefiguran un sentido particular de autorrepresentación vinculado a una sexualidad que está destinada a la oscuridad del sótano y al silencio. Sobre cada cuerpo hay un sótano inscrito y unas marcas heredadas.
Uno se siente terriblemente mal cuando empieza a ser consciente de que le gustan los otros hombres, en especial porque te das cuenta de que lo que sentís está fuertemente sancionado en todas partes y cuando pensás en la posibilidad del sexo, tenés que pensar en el refugio, en esconderte. Pero luego de que encontrás más hombres como vos y te das cuenta de que no sos el único y que igual que vos, esos manes se acuestan en algún sitio escondido con otros, pues empezás a creer que vos también tenés derecho a vivir tu sexualidad; así toque a escondidas. (Entrevista personal a hombre de 75 años, 11 de julio de 2006)
En la distribución funcional de esa serie de puntos suspensivos e intermitentes sobre los cuales se configura la sexualidad de los hombres periféricos al orden regular en la ciudad; es decir, entre el lugar de la seducción (el bar, la cantina o la calle) y el lugar del tocamiento y la fricción de los cuerpos (el rincón), el sótano aparece como el lugar de la realización del sexo. El sótano es el lugar donde se materializa el deseo y la promesa de la seducción, aquello que sucede en el rincón o en la cantina puede desembocar en el sótano. Por ello se configura como el lugar central de la disidencia, el recinto de la culpa y el punto de partida para la construcción de una autorrepresentación colectiva.
El “sótano” es el subsuelo del prostíbulo, no porque se ubique físicamente allí, sino porque su aparición se hace posible bajo su complicidad y es precisamente en este escenario de las indistinciones donde cohabitan todos los sujetos sancionados del orden social, los cuerpos desviados. La puta, el delincuente, el drogadicto y el dañado, entre otros, recrean un escenario construido en la complicidad que surge de la marginalidad; sin embargo, el escenario es un campo permanente de confrontaciones, sobrevivir a él es posible desde la transacción económica o desde la transacción de cualquier tipo.
Nos íbamos a bailar y a tener sexo en un lugar de putas que estaba en las afueras de la ciudad, se llamaba El Carúpano, por la carretera vieja de Bello. Allí nos encontrábamos con otros tipos, nos poníamos a bailar entre nosotros y cuando llegaba la policía, soltába- mos al tipo y cogíamos a una de las mujeres, así que no pasaba nada, todo parecía muy normal. Siempre las putas nos acolitaban para poder acostarnos con un man. (Entrevista personal a “La abuela”, Álvaro, marzo 12 de 2006 y marzo 19 de 2012)
La complicidad de los marginales hace posible la recreación del sótano, una complicidad que en la mayoría de las ocasiones está revestida de un valor económico, valor que se paga por el silencio y la posibilidad de tener sexo. “Eran lugares horribles, oscuros, y de su ubicación ¡ni hablar! Escondidos en lo más espeso de la ciudad” (Entrevista personal a hombre de 65 años, febrero de 2006).
El ambiente
Pero ya con más sabor local, estaba La Media Naranja y El 1 de Mayo o Donde las Águilas se Atreven; esos dos sí existían. Esos fueron los dos puntos de referencia, pero en apariencia ahí no pasaba nada, es decir, esos eran de ambiente, eso no era ni gay yo creo, decíamos que eso era de ambiente. En esa época lo gay era un neologismo, pero había otros barcitos, ahora que recuerdo, cantinitas y billares en Palacé. Ahí, bueno y el sitio no era gay obviamente, era una cosa muy ambigua, es más, uno de mis problemas iniciales era descifrar los códigos, por- que ¿cómo se defiende uno aquí? Entonces mis amigos me decían “Mire que tal tipo lo está mirando”, que la cerveza… y todo esto pasaba delante de los machos que también estaban ahí con nosotros. Era un juego muy común. (Entrevista personal a “La abuela”, Álvaro, 19 marzo de 2012)
Si bien a lo largo del siglo xx en la ciudad los hombres disidentes sexuales reapropiaron estratégicamente una serie de espacialidades, bien fuera para la realización de sus placeres, bien para la socialización, conquista y seducción de otros hombres, solo fue a finales de la década del sesenta cuando se inició un proceso de marcación y territorialización más sistemática y, en consecuencia, adquirió consis- tencia un proceso de conquista y apropiación espacial.
Para la década de los ochenta, la despenalización de las relaciones entre parejas del mismo sexo sin duda marcó a nivel espacial una nueva perspectiva.9 Bajo una relativa atmósfera de validez jurídica empezaron a multiplicarse lugares para la socialización y diversión sin la obligada clandestinidad de los años anteriores. La aparición con fuerza del mercado y su disposición de ofertas de una serie de espacialidades para albergar a aquellos sujetos exiliados posibilitaron un nuevo desplazamiento en las formas de representación y autorrepresentación. En paralelo a las imágenes del “dañado” y el “voltiado”, asignadas desde un exterior, apareció con fuerza la figura del personaje “de ambiente” como un modo de reinvención subjetiva.
El ser “de ambiente” y estar “en el ambiente” empiezan a tomar forma desde finales de la década del sesenta como imágenes de resistencia y mediación frente al ser “dañado” y “voltiado”. Esta figura está construida inicialmente en torno a una ambigüedad que protege y resignifica. Mientras el “ambiente”, al interior, establecía un lenguaje directo y contundente en el que se reconoce un colectivo, al exterior denotaba una imagen festiva que confunde o distrae y en este sentido el “ambiente” funda el juego de los equívocos y las salidas en falso. Ahora bien, el ser “de ambiente” territorializa espacios con marcación de “ambiente”, les impregna sus prácticas, los llena de contenido y los convierte en lugares de representación e identidad. El hombre “de ambiente” se autorrepresenta con contenidos contrapuestos a las valoraciones sociales, mientras lo social lo observa como una degeneración y una tragedia; el hombre “de ambiente” se recrea como un personaje divertido y festivo.
El ambiente se constituirá en la imagen resignificada de la injuria prefigurando el ingreso posterior de lo gay en la ciudad y volcándose además como la posibilidad de la subjetivización de una serie de individuos que van encontrando en estas nuevas formas la salida a la luz pública y la resistencia a la asimilación del Otro social. El “ambiente” construye salidas alternativas que configuran nuevas condiciones al interior y nuevas amenazas en el exterior; en este sentido, afirma Eribon, “La subjetivación pasa por la pertenencia a una cultura sexual alternativa que se construye y afirma al mismo tiempo que es rechazada por los demás, incluso por algunos de los que participan en ella” (2004: 96).
Mientras en la representación y construcción de la imagen del “dañado” y el “voltiado” los individuos son representados y asimilados por un orden sexual y cultural que les desplaza una serie de atributos, cargas negativas y culpas, instalándolos en los márgenes y bajos fondos de lo social, el individuo “de ambiente” ha iniciado una serie de resistencias y contradicciones con aquella representación, de forma tal que resquebraja el escenario social para aparecer con cierta osadía por entre sus grietas. Al respecto, señala Eribon: “La injuria establece una marcación de diferencia, pero al mismo tiempo una noción de singularidad que potencia la capacidad de trasgresión, reinvención, resignificación. La ascesis es la vía de la resignificación, está ligada siempre a la sexualidad, el cuerpo y los placeres” (2004: 92).
El gay luminoso
Ser gay es un estilo de vida, un modo de estar, no es solo ser homosexual, es identificarse como tal y borrar sus contenidos clínicos para convertirse en un individuo divertido y consciente. (Entrevista personal a hombre de 37 años, 22 de enero de 2007)
La influencia del movimiento gay estadunidense de los años setenta y singu- larmente la institucionalización del orgullo gay en Nueva York, en 1969, aunado a la emergencia de movimientos de liberación homosexual en Colombia a finales de los años setenta, suponen la aparición de nuevos repertorios de representación y al mismo tiempo la entrada en desuso de la figura del “ambiente” hasta convertirse en evocación de anteriores generaciones. En la ciudad, a la par de las influencias externas, de los cambios culturales frente a la mirada de la sexualidad y, posteriormente, de la vinculación de la sexualidad y el cuerpo a los movimientos de derechos humanos, se empieza a generar frente a lo gay un sinnúmero de representaciones de distinto orden y contenido.
Lo gay se erige como una figura de autorrepresentación e identificación de individuos que demandan un reconocimiento diferenciado y un espacio en la ciu- dad. Esta figura de lo gay aparece como la imagen aglutinante de un sinnúmero de sujetos dispersos que pueden autorreferenciarse y autorreconocerse desde una categoría que pretende borrar la abyección y plantearse positivamente. Sobre lo gay es posible inscribir el orgullo de ser gay reivindicado en los movimientos de liberación y es posible reinventar una forma de estar y ser en la ciudad. Porque es precisamente la ciudad, como señala Eribon (2001), la que da forma y contenido a lo gay. Lo gay inaugura una obligada necesidad de esculcar en el pasado la identidad sexual de personajes famosos para conjurar el presente y consolidar un modo distinto de estar; además se refunda desde la noción de singularidad, instalando en su contenido una serie de atributos “maravillosos”, “luminosos” y provocativos que toman distancia de las marcas e injurias que lo heterosexual le había desplazado. Lo gay instala una reafirmación de un modo particular de representar una sexualidad singular y termina por constituirse en un asunto que no se inscribe única y exclusivamente en la realización sexual, colonizando todo el escenario de actuación y cotidianidad de los sujetos, inaugurando un modo particular de identidad y una manera singular de representarse y estar en la ciudad.
El vergonzante es siempre potencialmente orgulloso, y en un sentido, lo es ya realmente, pues siempre hay un momento de su vida en el que imagina que su condición “monstruosa”, lo que sabe que es su inquietante rareza, le da también la sensación de una singularidad que le distingue de los otros, los que son como todo el mundo, o bien le permite referir esta singularidad a una explicación fantástica, un origen glorioso. Inventa vidas maravillosas. (Eribon, 2004: 93)
La consolidación de lo gay como una imagen de autorrepresentación posibilitó a su vez un desplazamiento en las formas de representación desde el exterior, es decir, desde el Otro heterosexual. Las imágenes del “dañado” y el “voltiado” se amalgamaron en la figura del individuo gay, el Otro heterosexual lo asimiló y lo simplificó como un personaje extraño que identificaba a partir de sus gestos, expresiones, colores y sensibilidades artísticas, un individuo revelado en las formas llamativas de aparición pública y reforzado en las representaciones de la televisión, la publicidad y los personajes de la farándula.
A la emergencia de lo gay sobreviene un circuito especializado de lugares gay que articulan un entramado territorial de un grupo que emerge como sujeto social. Lo gay no identifica solo una forma de la sexualidad, sino un escenario de música, códigos, vestuario, formas corporales, teatralidad y territorio. No obstante, lo gay mantiene su vinculación sexual como lugar de amarre y en consecuencia la oferta espacial deviene también en oferta de lugares para el sexo.
Es posible que se tienda a creer que en la década de los ochenta, una vez despenalizadas las relaciones sexuales entre hombres, el sótano perdió su vigencia; sin embargo, los hombres huían de la censura social más que de la policía. La despenalización no aseguró en sí misma un reconocimiento de esta sexualidad: incluso, en los relatos, para muchos hombres este suceso pasó totalmente desapercibido; el sótano era la posibilidad de vivir esa otra vida sin generar mayores interrogantes o temores. Por eso, lejos de perder su vigencia, el sótano se desplazó por los ochenta y noventa reconfigurándose en nuevas imágenes hasta derivar en su figura institucionalizada: el cuarto oscuro.
En tales décadas, el sótano dejará de ser el subterráneo del prostíbulo, para transformarse en un lugar cooptado por la lógica del mercado. Una serie de espacia- lidades serán instaladas en los bordes del centro de la ciudad, en las cuales el sexo disidente aparece como oferta. Estos lugares están caracterizados particularmente por un intencionado despiste de sus ofertas, es decir, se ofrecen como lugares de esparcimiento o diversión, bien sea como un sauna o como un video. Sin embargo, estos atributos físicos solo aparecen como pretextos, pues para los hombres intere- sados el sauna equivale a sexo, el video es sinónimo de sexo.
El sauna, el cine y el motel (posteriormente el video y el cuarto oscuro) aparecen como nuevos escenarios que se conectan al lugar del sótano, generando un circuito más amplio en la oferta del sexo. Sin embargo, dos características lo distancian de su lugar: por un lado, su ingreso no está cruzado con la serie de obstáculos que escondían al sótano y, vinculado a esto, su localización no posee un carácter tan marginal y su condición no posee un rasgo estrictamente vinculante con la noche; por otro, su acceso está mediado particularmente por una condición económica, es decir, si hay dinero e intención, el sauna y el cine están disponibles para sus interesados.
Con el sauna y el cine, el sótano deja de ser el lugar obligado para transformarse en el lugar elegido, ya no se trata de decidir entre el sexo con los peligros del sótano o la represión en sus múltiples figuras, hay nuevas opciones para la realización del sexo y esta alternativa lo deja reservado a usuarios particulares que lo eligen y continúan construyéndolo; sin embargo, su fuerza no pierde vigencia puesto que su existencia se convierte en un elemento vinculante que amarra a una multiplicidad de hombres cuya experiencia del sexo está atravesado por la experiencia de la oscuridad; una experiencia convertida en secreto en la emergencia del gay público.
No sé bien cuándo aparecieron los saunas propiamente gay; de momento, entrados los ochenta, pues era muy chistoso porque todo el mundo y otros que empezaron a llegar iban muy tímidamente. Allí se armaron una especie de cofradías de autorreconocimiento. Lo particular era que todos empezaron a hablar pestes de los huecos a los que antes íbamos, aunque esos lugares también eran huecos. El bajo mundo se convirtió en el lugar de los más pervertidos y promiscuos; sin embargo, entrada la noche los volvías a ver en ese lugar que tanto detestaban, no te saludaban, aunque te los hubieras comido una hora antes; eso sí, todos alegaban que nunca iban, pero en el fondo todos volvían. (Entrevista personal a hombre de 47 años, 18 de octubre de 2006)
Como se señaló anteriormente, el sótano, referido como el lugar del sexo en la oscuridad, se convierte en elemento fundacional que marca la base de una construcción de autorrepresentación de un grupo de hombres ubicados en disidencia o destierro de un orden sexual regular. El sexo en la penumbra, el sexo en el silencio, el sexo en el escondite, son los elementos de amarre que vinculan las experiencias subjetivas de un colectivo disperso y les recrea una plataforma simbólica de encuentro: cada cuerpo está inscrito a un sótano y es desde allí donde la construcción de la identidad empieza a prefigurarse. Eribon plantea:
Es la transformación de una situación de sometimiento al orden dominante en un pro- ceso de subjetivización elegido, es decir, la constitución de uno mismo como sujeto responsable de sus propias elecciones y de su propia vida, por medio de la erotización y la sexualización generalizada del cuerpo. Es el placer el que aniquila la opresión, es el cuerpo reivindicado que anula el cuerpo sometido al orden social y permite que emerja una subjetivación. (2004: 113)
Esa erotización del cuerpo, ese placer que libera y despierta la posibilidad de resistencia a un orden social, tiene su lugar inicial en el sótano. Es allí donde el hombre negado tiene la posibilidad de resignificar la injuria en orgullo, lo que Eribon plantea como la pendiente sobre la cual se construye la identidad.
Ahora bien, el sótano es también el lugar de la abyección, es el lugar donde se refugian las especies infames (usando la figura de Genet), por eso sus contenidos siempre estarán circulando por las esferas de lo despreciable, lo sucio, lo repugnante; por ello, una vez que el sótano es trasladado a su esfera social/comercial, camuflado en las figuras del sauna o el cine, su anteriores formas serán negadas y practicadas solo en escapes fugaces.
Si los ochenta inauguran un circuito de lugares en la ciudad, los noventa multiplicarán estos lugares y los acercarán a la esfera de lugar publicitado. El sauna se reproducirá por la ciudad, transformado en una multiplicidad de imágenes y definiciones espaciales, evidenciando con mayor fuerza sus contenidos y sus funciones; y si bien dichas innovaciones espaciales pretenden construirse sobre los juegos de los signos equívocos, este contenido termina convirtiéndose en un asunto tan asimilado que se desplaza del signo equívoco a la señal evidente; de tal forma que el sauna deja de ser un pretexto semántico y se transforma en un sitio con contenidos directos. De ahí que en adelante sauna y sexo enuncien una relación directa y co- implicada. El club, el video y el turco, entre otros, configuran la serie de lugares para tener sexo anónimo o fugaz. Su ubicación responderá a estrategias comerciales para hacer más cómoda y accesible su utilización y se especializarán de acuerdo con los clientes que los usan.
A finales de la década del ochenta aparece en la ciudad la figura del “cuarto oscuro”: un espacio cerrado, sin ningún tipo de iluminación o equipamiento; su contenido fundamental es el encuentro anónimo de los cuerpos y las situaciones que la experiencia del contacto entre ellos pueda derivar. Los límites los establecen sus participantes y en su sentido genérico no hay reglas preestablecidas frente al sexo salvo lo que cada cuerpo particular estime. “El cuarto oscuro es el mejor invento para el sexo gay, pues allí estás vos a la deriva, sin ningún prejuicio del otro. Estás con tus ganas buscando otro cuerpo para calmarlas, no ves a nadie, solo tocás y sentís, eso es realmente lo interesante” (Entrevista personal a hombre de 47 años, febrero de 2007).
Su definición ubica en la escena pública al sótano reconfigurado, es el cuarto oscuro el que le otorga vigencia al sótano, lo saca de su marginalidad y de su ocultamiento, y lo instala en lo más público de la rumba, lo socializa a un colectivo gay. El cuarto oscuro es la imagen del deseo sin restricción, es el paréntesis en las normas culturales, allí imperan otros valores morales y no hay sanciones dispuestas, tampoco aparecen sujetos inscritos en un determinado orden social; al ingresar, la oscuridad borra las diferencias (económicas, culturales y estéticas) y las reduce a cuerpos de placer, no hay historias o tiempos anteriores, tampoco asegura momentos futuros. La oscuridad revela un espacio de tiempo fugaz que se relata siempre en presente, una línea de fuga a los órdenes sociales y culturales.
Restituirse en el placer y conquistar la ciudad
Judith Butler en su texto Cuerpos que importan (2002: 18-25) plantea una matriz desde la cual se reafirman los cuerpos legítimos y se producen simultáneamente individuos abyectos que no llegan a ser sujetos, solo seres que forman el exterior constitutivo del campo de los sujetos.
En esta dirección, a manera de cierre y siguiendo a Butler, la abyección se plantea como el lugar invivible e inhabitable de la vida social que de maneras invisiblemente estratégicas está densamente poblado. El individuo “dañado” y “voltiado” aparece en esta esfera inhabitable y por ello no construye formas de habitar, sus experiencias de vida están instaladas en el terreno de lo oculto, en el silencio y en el refugio; en sentido heideggeriano, no construye el lugar puesto que su ser no puede manifestarse, solo camuflarse, por ello no habita: sobrevive, y al hacerlo escapa al exilio de lo social refugiándose en los sótanos invisibles de la ciudad.
En el momento que el individuo “dañado-voltiado” resquebraja las asignaciones que lo representan e inicia un proceso de negociación con las imágenes que la cultura le ha desplazado empieza a reinventar una biografía diferente y se desplaza del margen de la abyección hacia una constitución subjetiva. Como lo plantea Eribon (2001: 16-18), los procesos de subjetivación son aquellos en los cuales se recrea la identidad personal a partir de la identidad asignada, resignificando sus inscripciones. Con el hombre “de ambiente” se inicia este proceso que logra consolidarse en el sujeto gay y con él la posibilidad de la construcción de formas propias de habitar a partir de la conquista del lugar.
De acuerdo con Eribon, es el placer el que aniquila la opresión, es el cuerpo reivindicado el que anula el cuerpo sometido al orden social y permite que emerja una nueva subjetivación y con ella emerja una nueva forma de marcar el espacio y fundar territorios propios para habitar. El cuerpo reivindicado se transforma en un sujeto que revierte y conjura las imágenes del desprestigio y se lanza a la conquista del lugar para construir y arrebatarle a la ciudad territorios propios para su manifestación, su ser abre el lugar e instala formas de habitar en él
Referencias bibliográficas
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Chartier, Roger (2005). El mundo como representación. Gedisa, Barcelona.
Colm, Toibin (2003). El amor en tiempos oscuros y otras historias sobre vidas y literatura gay. Taurus, Madrid.
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Eribon, Didier (2004). Una moral de lo minoritario, Variaciones frente a un tema de Jean Genet. Anagrama, Barcelona .
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Genet, Jean (2011). Diario de un ladrón. Editorial Planeta, Barcelona
Gómez, Jorge (1977). La angustia y su tratamiento. Bedout, Medellín.
Yory, Carlos (2007). “Del espacio ocupado al lugar habitado: una aproximación al concepto de topofilia”. En: Revista Barrio Taller, vol. 12, fasc. 12, Bogotá, p. 56.
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Las Novedades (1899), “Fin de siglo”. 22 abril de 1899.
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Notas