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Contexto y pre-texto de la arqueología en los Llanos Orientales de Colombia12
Luis Gerardo Franco
Luis Gerardo Franco
Contexto y pre-texto de la arqueología en los Llanos Orientales de Colombia12
Context and Pre-Text of Archeology in Colombian Eastern Llanos
Contexto e pré-texto da arqueologia na planície oriental da Colômbia
Contexte et pre-texte de l’archéologie à Llanos Orientales, Colombie
Boletín de Antropología, vol. 32, núm. 54, pp. 276-297, 2017
Universidad de Antioquia
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Resumen: La construcción del discurso arqueológico en algunas regiones puede relacionarse con dos aspectos: el contexto contemporáneo y el trasfondo de representaciones construidas sobre un paisaje determinado. En este texto se analiza el desarrollo histórico-arqueológico de estos aspectos, específicamente en la práctica arqueológica en los Llanos Orientales de Colombia. Esta reflexión se fundamenta desde el contexto de la arqueología de contrato y, dado que esta no trabaja sobre un vacío social, se describen los pre-textos: una serie de supuestos culturales que le dan su operabilidad, la mayoría de las veces, de manera acrítica.

Palabras clave: arqueologíaarqueología,paisajepaisaje,Llanos Orientales de ColombiaLlanos Orientales de Colombia,colonialidadcolonialidad.

Abstract: The construction of archaeological discourse in some regions can be related to two aspects: the contemporary context and the background of representations built on a given landscape. This paper analyzes the historical-archaeological development of these aspects, specifically in archaeological practice in Colombian eastern llanos. This reflection will be based on the context of contract archeology, and since it does not work on a social vacuum, the pre-texts are described, a series of cultural assumptions, which give it its operability, most of times, in an uncritical way.

Keywords: Archeology, landscape, Colombian Eastern Llanos, coloniality.

Resumo: A construção do discurso arqueológico em algumas regiões pode se relacionar com dois assuntos: o contexto contemporâneo e a substancia das representações construídas sobre uma paisagem determinada. Neste texto se analisa o desenvolvimento histórico-arqueológico destes assuntos, especificamente na prática arqueológica na planície oriental da Colômbia. Esta reflexão fundamentar- se-á desde o contexto da arqueologia de contrato, e já que esta não trabalha sobre um vazio social, se descrevem os pré-textos, uma série de suposições culturais, que vão lhe dar operabilidade, a maioria das vezes, de forma acrítica.

Palavras-chave: arqueologia, paisagem, planície oriental da Colômbia, colonialidade.

Résumé: La construction du discours archéologique dans certaines régions peut être liée à deux aspects : le contexte contemporain et le fond des représentations construites sur un paysage donné. Dans cet article, le développement historique et archéologique de ces aspects, en particulier dans la pratique archéologique aux llanos orientales, Colombie, est analysée. Cette réflexion sera basée dans le contexte de l’archéologie du contrat, et comme cela ne fonctionne pas sur un vide social, on décrit des prétextes, une série d’hypothèses culturelles qui lui donnent son fonctionnement, la plupart du temps, de façon acritique.

Mots-clés: archéologie, paysage, Llanos Orientales, Colombie, colonialité.

Carátula del artículo

Investigación

Contexto y pre-texto de la arqueología en los Llanos Orientales de Colombia12

Context and Pre-Text of Archeology in Colombian Eastern Llanos

Contexto e pré-texto da arqueologia na planície oriental da Colômbia

Contexte et pre-texte de l’archéologie à Llanos Orientales, Colombie

Luis Gerardo Franco
Universidad Nacional de Catamarca, Argentina
Boletín de Antropología, vol. 32, núm. 54, pp. 276-297, 2017
Universidad de Antioquia

Recepción: 28 Enero 2017

Aprobación: 29 Mayo 2017

Introducción

El interés de este texto es indagar por el trasfondo y el contexto contemporáneo que posibilita el despliegue de la práctica arqueológica en los Llanos Orientales de Colombia. Aunque es un texto pensado desde la arqueología, no versará sobre aspectos sustantivos de la disciplina, sino más bien sobre aspectos contextuales. La intención es hacer evidente que la arqueología (y particularmente la arqueología de contrato) no trabaja sobre un vacío social y que opera articulada a proyectos de más grande impacto que el proyecto disciplinario de conocimiento del pasado en sí (cfr. Londoño, 2013, 2016; Gnecco y Dias, 2015; Haber, 2015; Hamilakis, 2015; Hutchings y La Salle, 2015). Por tanto, este texto se interesa por la manera en que se ha configurado, desde saberes disciplinarios y letrados, el espacio de los Llanos Orientales de Colombia desde una perspectiva histórica, al igual que por el conflicto que se desarrolló, en dicho lugar -como en el resto de América-, entre civilización y barbarie, y que se resolvió a costa del exterminio (inconcluso) de los antiguos pobladores americanos (Barona, Gómez y Domínguez, 1998: 203).

La vastedad de los Llanos se ha conjugado con un imaginario de vacío -un supuesto/pre-texto cultural-, situación que ha contribuido a que la región haya sido constituida como un espacio para la intervención colonial mediante diferentes dispositivos que recapitulan la colonialidad (cfr. Castro-Gómez, 2005). Así, a lo largo del texto se analiza la producción de un paisaje vaciado y el papel que ha jugado la arqueología, con mención especial a la arqueología de contrato, como uno de esos dispositivos que legitiman la intervención colonial.

La arqueología es una disciplina que aparece en el horizonte de la modernidad a finales del siglo xix (Trigger, 1992; Gnecco, 1999; Piazzini, 2001; Langebaek, 2003; Thomas, 2004). De ahí que, al ser una disciplina hija del pensamiento moderno, cargara desde el principio con los supuestos básicos de este pensamiento: la concepción teleológica del tiempo, de progreso, y la noción del espacio cartesiano. Estos supuestos están amparados, o camuflados, bajo la delimitación epistemológica que constituyó a la disciplina: el pasado como su campo discursivo (Gnecco, 1999). La separación temporal, afirmada en el objeto de estudio de la arqueología, confirmó su desvinculación del presente. Así, al constituir el pasado y el presente como entidades abstractas y diferentes, no sólo se las desvinculó en el eje temporal moderno, sino que también ocurrió lo mismo con cientos de comunidades en muchas partes del mundo que reclamaban derechos territoriales por el simple hecho de vivir en tales territorios.

La desvinculación de comunidades con sus espacios vitales, agenciada por el proyecto moderno/colonial en América, desde el siglo xvi, tuvo estrategias como la ruptura entre pasado y presente a nivel discursivo y la guerra a nivel práctico, así como la oportunidad de realizar un vaciamiento del espacio, dejándolo a merced, en la mayoría de los casos, de proyectos para la apropiación (mercantil) de tierras y recursos naturales (estos se cuentan como parte de la economía colonial del siglo xvi y de una reactualizada economía neocolonial o poscolonial en el siglo xx, de la que la arqueología forma parte). Así, el contexto de aparición de la arqueología estuvo dado sobre los pre-textos que el pensamiento moderno había elaborado sobre el tiempo, el espacio y la alteridad; esto, de una u otra forma, se ha puesto en evidencia desde hace un poco más de tres décadas.

Se ha dicho que la práctica arqueológica está dada en contextos políticos, sociales y culturales específicos que influyen en la manera en que el pasado es investigado e interpretado (Shanks y Tilley, 1992; Gnecco, 1999, 2003; Piazzini, 2003; Gosden, 2004; Thomas, 2004; Haber, 2012). A su vez, la práctica arqueológica se lleva a cabo sobre un trasfondo -igualmente político, social y cultural- que, si bien no ha sido producido por la misma arqueología, sí le posibilita el despliegue de su discurso como el único legítimo sobre la materialidad del pasado. De esta manera, la construcción del discurso arqueológico para algunas regiones del globo puede relacionarse con el contexto contemporáneo y el trasfondo de representaciones construidas sobre un paisaje determinado. Esto último es lo que intenta esbozar este texto, que muestra, en principio, las primeras enunciaciones sobre el vacío, la marginalidad y las condiciones de dificultad para la vida civilizada; a continuación, mediante una mirada a la comisión corográfica, rastrea la configuración del desierto. Por último, habla de la incorporación de la idea de progreso como estrategia para llenar el (espacio) vacío y su relación con la consolidación de aquellos pre-textos de la arqueología en la región, que la lleva a exponer su espíritu desarrollista.

Arqueologia de la frontera: un preludio sobre el vacío y la marginalidad de los Llanos

Colombia es un país de fronteras por antonomasia. Cuando menos desde el siglo xvi y, con toda probabilidad hasta bien entrado el siglo xxi, las sociedades regionales colombianas se han desarrollado y se desarrollarán, colonizando. Es probable que en los próximos cien años el petróleo, las orientaciones geoestratégicas frente a Venezuela y a Brasil y la Revolución Verde (una prometedora simbiosis de pastos tropicales y gramíneas) conviertan los Llanos Orientales en una de las regiones más prósperas, mejor comunicadas y densamente habitadas de Colombia. Marco Palacios, 1985

Las siguientes notas servirán de entrada al espacio epistémico y político sobre el que se despliega la arqueología y, posteriormente, la arqueología de rescate, en los Llanos Orientales de Colombia. Puede anticiparse que lo que la arqueología rescata del peligro inminente de destrucción es la huella de pueblos desterrados y asesinados bajo la lógica de la modernidad/colonialidad, de la cual ella hace parte. Quizás el enunciado más poderoso que conforma la estructura discursiva y práctica en los Llanos Orientales es la construcción/implantación de una concepción moderna/colonial de la naturaleza, que ha funcionado como piedra angular para los procesos de colonización, violencia y conflicto en la región.3

Desde las primeras menciones en los registros escritos de los cronistas se bosqueja el lugar que la región ocuparía en el imaginario del Estado colonial y moderno: un espacio de conquista en que los elementos de la civilización deberían desplegarse para domesticarlo e incorporarlo a las redes de la economía colonial. Los conquistadores que penetraron el territorio de los Llanos estuvieron guiados por las promesas de encontrar El Dorado (Ruiz, 1992), leyenda a la que debemos la expoliación de toda América del Sur por parte de las empresas colonizadoras.

Dice Fray Pedro Simón:

Donde se ve cuanta vanidad es salir a estas conquistas a buscar provincias con título y nombre del Dorado. Pues así como estos soldados decían que las habían hallado, habiendo hallado éstas de los omeguas, lo mismo dijera Jiménez de Quesada si, cuando salió del Reino a buscar otras nuevas tierras, las hubiera hallado ricas, diciendo que aquel era el Dorado […]. Donde se echa de ver cosa sin fundamento la de aquellos que pretenden conquistas a título de ir a buscar el Dorado, pues a ninguna parte que vayan se le puede dar otro nombre sino que van a hacer nuevas conquistas. (1981: 40-41)

En 1531, Diego de Ordaz recibía la noticia, de dos indios que habían secuestrado, de que “había mucho de ese metal tras una línea de montañas al margen izquierda del río. Había muchos indios y su jefe era un indio tuerto muy valiente. Si lo buscaban, podían llenar sus barcos de ese metal” (Aguado, 1957: 436, en Ruiz, 1992: 24). Los desencuentros con su tripulación hicieron que Ordaz tuviera que regresar al puerto de Paria. En su viaje de regreso a España, para ampliar su concesión en el Nuevo Mundo y continuar con su empresa de dar con el cacique Mexa, falleció. Pero, al decir de Hemming (en Ruiz, 1992: 25), la aventura de Ordaz abrió un capítulo de exploraciones: la búsqueda del Meta y su polifémico cacique.

Esta búsqueda la continuaría infructuosamente Alonso de Herrera en 1534.4 Un año después, el alemán Jorge Espira partió desde Coro, Venezuela, en expedición hacia el Meta: “La esperanza de Espira era conquistar el imperio que Ordaz y Herrera habían dejado atrás. Estaba impresionado por la fama del Meta” (Henning, en Ruiz, 1992). Al paso de la expedición iban quedando pueblos destruidos, e indígenas asesinados y esclavizados. Uno de esos indígenas le dio noticias acerca de El Dorado y su ubicación pasando la montaña, es decir, en territorio muisca. Llegado a las inmediaciones de la cordillera por la zona del río Upia, Espira hizo algunos intentos infructuosos de pasar al otro lado de la cordillera; a su vez, en ese lugar hizo contacto con el grupo guayupe, que le dijo a Espira, para hacer que saliera de sus tierras, que lo que buscaba se encontraba más al sur (Ruiz, 1992: 39). Siguiendo este consejo, Espira bajó hasta el río Ariari y en su camino se topó con poblados guayupes y saez, con los que se enfrentó. En agosto de 1537, daría la orden de regresar a Coro.

En octubre de 1536, Nicolás de Federmán inició su expedición desde Coro para ir llano adentro en busca de las noticias del Meta (Ruiz, 1992: 44), que en su momento equivalía al encuentro con la riqueza. Una vez llegado a la región donde los llanos se tocan con la cordillera, tierra de los guayupes, donde Espira había fundado el pueblo de Nuestra Señora de Asunción, se encontró con noticias que versaban sobre la proveniencia del oro que los indígenas usaban como adornos: este era conseguido al otro lado de las montañas, donde habitaban gentes ricas. Con lo anterior, “Federman entendió que definitivamente lo que buscaban no estaba en esta provincia” (Ruiz, 1992: 47) y se decidió a seguir la ruta que atravesaba la cordille- ra. En Santa Fe, Hernán Pérez de Quesada oyó de Nicolás de Federmán la historia del rico territorio que existía en el Meta. Así, en 1541 Pérez de Quesada organizó su expedición para descender por la cordillera e internarse en el territorio de los llanos del Meta en búsqueda de sus riquezas. Su travesía lo llevó hasta el río Guaviare: se enfrentaría con varias poblaciones guayupes y saez. Su expedición terminó en el Valle del Sibundoy. El mismo año, Felipe von Hutten inició desde Coro su travesía hasta el Meta, siguiendo la misma ruta de Espira, hasta llegar al pueblo de Nuestra Señora de Asunción. Hutten siguió la ruta de Hernán Pérez de Quesada hasta tierras de los omeguas, sin encontrar las ansiadas riquezas, y finalmente regresó a Coro.

Las cuatro expediciones a las tierras del Meta que perseguían la ilusión de la leyenda de El Dorado fueron motivadas por el afán de fama y riquezas, pero la conclusión de estas fue muy diferente a lo esperado: encontraron un territorio con poblaciones dispuestas a su defensa y la ilusión de encontrar riquezas fue diluyéndose al punto que muchos tuvieron que regresar a sus puntos de partida. No obstante, nuevas incursiones a los Llanos siguieron realizándose a partir de la posibilidad de sacar provecho de sus recursos (Ruiz, 1992); es el caso de las minas de oro del río Ariari y de los suelos fértiles de la zona a las cuales se debe la elección del lugar para la fundación de San Juan de los Llanos por Juan de Avellaneda, en 1555. Para estos años, las relaciones entre españoles e indígenas, guayupes principalmente, se planteaban estratégicamente cordiales:

Precavido fue Avellaneda en ordenar a sus gentes dar el mejor trato y respetar las posesiones de los naturales, para que las buenas relaciones con ellos les permitieran suavizar el camino hacia su cometido. Marizagua (o cacique Miregua) envió recado a los señores guayupes Yayay, Quere y Camazagua sobre la llegada de los extranjeros y les pidió su aceptación a que los recién llegados pudieran vivir entre ellos. Aquellos estuvieron de acuerdo y les dieron la bienvenida, quizás hasta suponiendo que el tener algunos españoles dentro de su territorio guayupe en algo les protegería del pillaje de otros grupos, al que fueron tantas veces sometidos por las visitas seguramente lamentadas de Espira, Federmán, Hutten y Pérez. (Avellaneda, 1998, en Ruiz, 1992: 60)

Pero las incursiones en busca de El Dorado cesaron. En 1560, el capitán Martín Poveda partió desde el Virreinato de Lima, cruzando el Amazonas, hasta internarse en las selvas del Vaupés para luego dar con la ciudad de San Juan de los Llanos. Gonzalo Jiménez de Quesada también hizo parte de estos expedicionarios hacia los Llanos en busca de El Dorado, pero también fracasó en su intento.

A pesar del fracaso de Quesada, la fiebre de buscar tierras riquísimas en los Llanos y sus alrededores no menguaba […]. Diego Fernández de Serpa estaba convencido [de] que El Dorado se encontraba aún más al este de donde había indicado Quesada […]. También Pedro Malaver Silva capituló un extenso territorio […]. Francisco de Cáceres ordenó levantar una información con testigos sobre lo que sabía de El Dorado y por donde se podía alcanzar. (Avellaneda, 1998, en Ruiz, 1992: 65)

A finales del siglo xvi había terminado el interés exploratorio en las tierras de los Llanos. Los reducidos elementos articulados a la economía colonial, sumados a las características de la población indígena, grupos nómadas de difícil reducción y grupos sedentarios pero belicosos, la convirtieron desde el siglo xvi en una zona marginal del Estado colonial, el cual, a pesar de las relaciones económicas que se mantenían con los Llanos, tuvo como eje de ocupación, producción y comercio el eje norte-sur de las tres cordilleras y la costa Caribe, entre los ríos Sinú y Magdalena, lo que marginó al resto de las zonas del territorio nacional (Serje, 2011: 15).

No obstante, la ausencia de El Dorado no impidió la desarticulación y desaparición de las comunidades indígenas que poseían, según los cronistas españoles, patrones sedentarios en su organización, y que se ubicaban en los Llanos y en el pie de monte. Quizá el caso más conocido haya sido el de los guayupes, que habitaron el territorio de lo que hoy es el Meta y parte de Casanare. Estos, según Morey (1975: 40), desaparecieron de los registros después del siglo xvi, probablemente debido a que su territorio recibió mucha más atención de los españoles que cualquier otra parte de los Llanos. Esta desaparición de pueblos indígenas dejó territorios desocupados étnicamente, en particular en el pie de monte del Meta y Casanare (Gómez, 1987: 87).

La constante interacción de los conquistadores con poblaciones nativas, en el siglo xvi, era una muestra de que a pesar de la gran extensión territorial, los Llanos no estaban vacíos de población humana. El vaciamiento del espacio operó como estrategia para el dominio territorial y de legitimidad para los colonizadores y, posteriormente, para muchos de los colonos que fueron llegando a la región. El siglo xix vería con más fuerza la intención de incorporar esas tierras de nadie, esos terrenos baldíos, a una economía y un gobierno central preocupados por expander sus fronteras. En este sentido, Rausch (2003, 2010) ha considerado la región de los Llanos como una frontera permanente, antes que como una frontera en movimiento.5 El trabajo de Rausch corrobora que la línea de frontera establecida en el siglo xvii a lo largo del filo de la cordillera oriental de los Andes apenas se extendía lige- ramente en dirección al oriente, no obstante las mejores condiciones sanitarias y la tecnología que a comienzos del siglo xx hicieron potencialmente más accesibles las tierras bajas tropicales (2010: 165). Sin embargo, esta inmovilidad no impidió que la región participara de la evolución gradual de la nación (2010: 165). Esto último ha sido sostenido por García (1997), quien plantea que desde el siglo xvii existía una relación comercial entre Villavicencio y Bogotá, pero que esta se caracterizaba por su desigualdad.

Durante los años de la Colonia, la Corona española delegó las iniciativas económicas y de ocupación, en su mayor parte, a misiones religiosas, debido a que la región no ofrecía importantes fuentes de explotación de recursos naturales y, sumado a esto, estaba la dificultad de obtener mano de obra por la irreductibilidad de los indígenas y el factor climático, percibido como insalubre. Hacia mediados del siglo xvii, los Llanos Orientales fueron repartidos a un conjunto de misiones. Así, a los agustinos se les confirió la zona de los Llanos de San Martín, a los franciscanos los Llanos de San Juan, los dominicos tomaron posesión en las tierras de los indios chíos y mambitas, en Medina, y los jesuitas se establecieron desde el río Pauto hasta Barinas, los llanos de Caracas, y desde el río Pauto hasta el Airico (González, 2004).

Del Cairo y Rozo (2006: 158) señalan:

De acuerdo con sus efectos pragmáticos, las misiones requieren ser pensadas como complejos dispositivos donde se lleva a cabo, en primera instancia, la nucleación poblacional para hacer posible la evangelización y civilización de gentiles, pero que sirven simultáneamente a intereses geopolíticos imperiales. Estos últimos estuvieron relacionados con la delimitación de fronteras entre imperios, la protección de los territorios, y con la articulación de estas zonas periféricas a los centros de poder.

La introducción de las misiones puso en marcha el “deseo civilizador” de los colonizadores a través de la religión, ya que durante el siglo anterior las intenciones habían estado orientadas hacia la exploración de los recursos de la región. Es este “deseo civilizador” el que materializa definitivamente la idea de salvajismo y barbarie de la población indígena de los Llanos y que condena a su vez sus modos de vida nómadas, juzgándolos como antagónicos en el proceso de establecimiento de la vida civilizada. La obra del padre José Gumilla, publicada por primera vez en 1741, es muy diciente al respecto. En El Orinoco Ilustrado encontramos el discurso moralizante y de autoridad sobre el otro, el indígena de los Llanos: allí se señalan sus “vicios” y se muestra que el camino del yo, el del padre misionero español, es el camino a seguir. En sus primeras descripciones sobre la población de los Llanos, el padre Gumilla señala: “cuanto más adentro penetran los misioneros apostólicos tanto mayor es la maleza y barbaridad con que hallan preocupadas las naciones” (Gumilla, 1994: 49). A lo largo de la obra, Gumilla se interesa por demostrar que los indígenas de los Llanos carecen de cualquier forma de orden social y que viven en completo “desgobierno”, lo que constituye la causa de su “barbarie” (Gumilla, en Del Cairo y Rozo, 2006: 168). Sin embargo, la dureza con que señala la barbarie de los indígenas no está presente a la hora de hablar sobre el medio natural de los Llanos. Para Gumilla, la naturaleza de esta región es benigna, ejemplo de la grandeza de Dios, y contiene todo lo necesario para desarrollar una vida plácida. Su posición sobre el medio natural de los Llanos Orientales se insertaba, así, en una tendencia a reivindicar el medio americano, contra la idea de la degeneración esgrimida desde Europa (Langebaek, 2003: 36-64).

Entre los siglos xvi y xviii, los Llanos son incluidos en un proceso de conquista y colonización articulados a los intereses geopolíticos y económicos de la Corona española. Este tiempo, como lo muestran las referencias históricas y etnohistóricas, está caracterizado por la presencia de diversas comunidades indígenas que, de acuerdo con los objetivos de la colonización, fue necesario reducir en los espacios de las misiones para incorporarlas a la vida “cristiana” y “civilizada”. Las costumbres bárbaras de estas poblaciones no eran tomadas como malas en sí mismas -nada que con dedicación, paciencia y adoctrinamiento no se pudiera corregir-. No obstante, los procesos ocurridos durante esta época implicaron una merma en la población indígena a causa de la mortalidad ocurrida y al desplazamiento de muchas comunidades “llano adentro”, en su afán de huir del confinamiento misionero. Así, las prácticas de desplazamiento y muerte ocurridas durante estos siglos constituyeron el soporte material que fue consolidando la eliminación retórica y física de los indígenas de los Llanos para consolidar un espacio sin sujetos y abierto a las intervenciones coloniales.

Arqueología de la frontera: el desierto de Codazzi

La independencia de España y la consolidación de la naciente república trajeron consigo la necesidad de integrar los amplios territorios a los intereses económicos, políticos y administrativos. En este sentido, la región de los Llanos empezó un nuevo proceso de colonización. Las políticas incentivadas por el gobierno central otorgaban tierras a aquellos que optaran por residir allí “para poblar y estimular las nuevas poblaciones y civilizar los indios errantes” (Mejía, 2003: 84). El proyecto colonial republicano de ampliación de fronteras, que obedeció a la incorporación de aquellos territorios generalmente ocupados por grupos indígenas que se habían resistido al control estatal o de territorios que hasta el momento -aun formando parte del territorio estatal- no estaban en pleno control de sus dinámicas sociales y económicas, tuvo como soporte la concepción de una alteridad ausente e incapaz de avanzar en los caminos de la civilización; existía la idea que “[p]ara la imaginación colonial los indígenas eran poco más que un ruido molesto sobre el paisaje y para propósitos prácticos sólo fantasmas” (Gnecco, 2006a: 225).

La legitimación final de esta idea quedó expresada por el geógrafo Agustín Codazzi en sus trabajos de la comisión corográfica. Esta comisión tuvo como uno de sus fines pensar las formas en que los extensos territorios de las llanuras orientales fueran incorporados como parte del Estado-nación. Esta situación estaba planteada sobre la diferencia entre los Andes y los Llanos, entre las tierras bajas y las tierras altas, que para Codazzi constituía una diferencia ontológica que hundía sus raíces desde épocas anteriores a la Colonia: “Si en la época de la Conquista las altas explanadas encerraban los habitadores más adelantados, en la naciente civilización de aquellos tiempos, y el valle del Magdalena seguía el impulso, aunque lento, que recibía de los muiscas de la cordillera, los inmensos llanos entre el pie de ésta y el Orinoco estaban ocupados por tribus salvajes” (Codazzi, 2003: 136).

Para la mitad del siglo xix, época en que escribe Codazzi, la situación no había cambiado en nada; los lugares de la civilización y la barbarie continuaban ocupando los mismos territorios:

En el día el centro de la civilización reside en esas mismas alturas y, de ellas, recibe el valle del Magdalena su impulso industrial; pero en las llanuras terminadas por el curso del Orinoco, y sus afluentes, permanecen en su primitivo estado las tribus errantes que hallaron allí los conquistadores no habiendo calado en ellas las artes de la civilización ni las nociones del cristianismo. (Codazzi, 2003: 136)

La cultura de los grupos humanos de los Llanos era la que los tenía inmersos en el salvajismo y la barbarie, y lo que no les permitía un hacer laborioso e industrioso que sacara provecho de las bondades que tenían esas tierras. Por eso, Codazzi hablaba en estos términos de los Llanos: “Pasaremos a describir la parte salvaje que se puede llamar la gran zona de los pastos naturales y de las selvas vírgenes” (2003: 190). Esta imagen da pie a la siguiente enunciación: “Dichas planicies están desiertas, no hallándose habitantes sino al pie de la serranía, donde principian los llanos” (2003: 190). No obstante, estos habitantes al pie de la serranía eran colonos llegados tan sólo décadas atrás.

La soledad del Llano se fue haciendo cada vez más grande, mediante la implementación de estrategias de persecución y de matanza hacia los indígenas. Gómez (1987: 97), en su estudio sobre los conflictos de la colonización del Llano, señala: “Perseguir y matar indios había sido una constante histórica en los Llanos desde la segunda mitad del siglo xix cuando comenzara aquel proceso de colonización en el piedemonte y que poco a poco continuara en las sabanas adyacentes hasta la incorporación del llano adentro, refugio de los reductos de cazadores recolectores que aún resistían a la ‘civilización’”. Los protagonistas del conflicto, que primero habían sido colonos que se habrían movilizado hacia los Llanos en busca de oportunidades o escapando de las autoridades, y a su paso, desplazando a las comunidades indígenas empezaron a ser, igualmente desplazados por empresarios a los cuales, con ayuda del gobierno en su afán de incorporar la región a la economía nacional, se le entregaba enormes cantidades de tierra y grandes prebendas por mejoras en trochas y caminos, las cuales algunas veces sólo quedaban en la intención.6 La nueva ola de colonización de los Llanos durante la mitad del siglo xix apuntaló en la imaginación nacional la idea de las vastas llanuras despobladas. En parte, esta idea tenía razón, ya que la soledad de los Llanos se debía precisamente a la arremetida colonial de más de tres siglos desplazando y asesinando a los indígenas. Esta arremetida fue el sustrato material de esta idea; el sustrato retórico, y hasta más poderoso, fue la “desespacialización de la alteridad”, es decir, “[e]l lugar que les fue otorgado en la narrativa de la nación fue retórico, no espacial” (Gnecco, 2006a: 226).

El siglo xix vio cómo germinaba con éxito la semilla de un territorio deshabitado y disponible para las manos del hombre civilizado, reafirmando y profundizando el carácter de territorio de frontera que se había concebido desde los primeros momentos de la conquista. Estos territorios de frontera tienen la particularidad de ser imaginados como espacios de proyección en los cuales el aparato colonial está dispuesto a desplegar toda su maquinaria. Serje (2011: 23) lo explica así:

Los territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie en Colombia, hacen parte de un escenario global que genera un cierto tipo de geografías políticas que no pueden ser consideradas como geografías físicas ni como regiones naturales, sino como espacios de proyección: son objeto de un proceso de mistificación. Estas geografías son imaginadas y conceptualizadas como un contexto que se ve configurado a partir de un conjunto específico de imágenes, nociones y relatos entre los que se teje una relación de intertextualidad. Se han visto convertidos en espacios virtuales habitados por los mitos, los sueños y las pesadillas del mundo moderno […], lugares que seducen y disparan la imaginación por el hecho de que la densidad de su representación los muestra como una inversión del orden del que hacen parte. Se fundan en una tradición de interpretación a través de la cual se lee no solamente la realidad de estos espacios y de sus gentes, sino la de la sociedad que los imagina. No gratuitamente constituyen el ámbito privilegiado por la Nación y el Estado para situar los grupos que estos representan como su alteridad.

Vacío y progreso: elementos para entender la arqueología de los Llanos Orientales

Una de las grandes preguntas que ha guiado a la arqueología colombiana desde el momento en que se la puede considerar como una disciplina institucionalizada ha sido aquella relacionada con el desarrollo cultural alcanzado por los grupos humanos que habitaron el territorio en comparación con los dos “centros” de “civilización” que fueron México y Perú (cfr. Reichel-Dolmatoff, 1986). Tal pregunta, por supuesto, no sólo abarca Colombia, sino que se extiende a una zona mucho más grande de la cual hacen parte Venezuela y los países de Centroamérica. Tal región, conocida como el “área intermedia”, tuvo sintetizada su problemática en la siguiente pregunta planteada por Reichel-Dolmatoff (1986: 15): ¿Por qué los pueblos prehistóricos de Colombia no lograron un desarrollo similar al de sus vecinos de México y Perú?

La ausencia de un ente trascendente (Estado, imperio, horizontes de integración a escalas macro) en territorio colombiano en épocas prehispánicas se explicó mediante estrategias deterministas (Gnecco, 2006b). Tales explicaciones arrojaron explicaciones que consideraban que la naturaleza del país sólo era propicia, acaso, para formaciones sociopolíticas rudimentarias (Gnecco, 2006b: 192). Tal como lo señala Gnecco, “la adopción generalizada de la idea de cacicazgo desembocó en una carrera enloquecida que entregó la virginidad de las interpretaciones a la violación de la tiranía tipológica. Los arqueólogos no interpretaron; buscaron encontrar lo que ya sabían que iban a encontrar: caciques y las expresiones de su poder” (2006b: 193). Así, a través del registro arqueológico que se encontraba y sumado a muchas versiones obtenidas de crónicas y otros documentos históricos, se habló de cacicazgos en la mayoría de las regiones del país (Reichel-Dolmatoff, 1986; Llanos, 1981).

Dicho aspecto garantizaba al menos una base para las ideologías nacionalistas y modernistas que veían en las sociedades del pasado el imaginario de una sociedad nacional, con lo cual “el énfasis arqueológico en las continuidades culturales (las semejanzas) a expensas de las discontinuidades (las diferencias), o viceversa, no puede desligarse de la imaginación del porvenir” (Gnecco, 2006b: 193-194). No obstante, la producción de este imaginario integrista no fue extendida a todas las regiones de Colombia. Existían lugares en la geografía colombiana donde tales formaciones culturales no habían aparecido. Es el caso de los Llanos Orientales. En 1950, Reichel-Dolmatoff escribía:

Al oriente de los Andes y más allá de la cordillera se extienden inmensas áreas periféricas -las llanuras de la Orinoquia y las selvas de la Amazonia- que constituyen las dos terceras partes del territorio nacional. Estas zonas remotas y escasamente pobladas nunca han desempeñado un papel importante en el desarrollo cultural del país, cuyo centro siempre han sido las cuestas y valles de las cordilleras y las llanuras de aluvión y las zonas costeras de los litorales. (En Rausch, 2003: 257)

Lo anterior recuerda antiguos debates del siglo xix. Por ejemplo, Alexander von Humboldt, a pesar de la reivindicación que esgrimió sobre el hombre americano, diferenció entre indígenas civilizados y salvajes en la misma América; la clave para esta diferenciación se sostenía en aspectos relacionados con el medio en que vivían. Humboldt decía que el Orinoco y el Amazonas no parecían “haber sido nunca habitados por pueblos cuyas construcciones hayan resistido las injurias del tiempo”. Además, también mencionaba que “los únicos pueblos en que hallamos monumentos dignos de notar viven en montañas” (en Langebaek, 2003: 44).

De acuerdo con lo anterior, puede ser posible esgrimir a modo de hipótesis preliminar que el carácter mayormente andinocéntrico de la arqueología colombiana hunde sus raíces en concepciones sobre la naturaleza de los grupos humanos que habitaron el territorio de nuestro país desarrolladas desde épocas tan tempranas como el siglo xvi. Aquí se manifiesta la idea de los pre-textos que constituyen la práctica arqueológica. En perspectiva, el debate sobre civilización y salvajismo y su relación con el medio ambiente surgido desde los primeros años de la conquista definió de una u otra manera los lugares en que la arqueología, cuatro siglos más tarde, desplegaría sus herramientas. Asimismo, este debate marcó la colonización de territorios salvajes por parte de la avanzada civilizatoria desde la conquista hasta la actualidad, colonización que implicó la eliminación y/o el desplazamiento de los indios “salvajes” que ocupaban esas tierras.

La segunda mitad del siglo xix fue testigo del proceso de la denominada “colonización interna” de los Llanos Orientales. Vale recordar lo dicho por Gómez (1987: 97): perseguir y matar fue una constante histórica en los Llanos cuando comenzó aquel proceso de colonización en el piedemonte y que poco a poco continuaría en las sabanas adyacentes hasta la incorporación del llano adentro, refugio de los reductos de cazadores recolectores que aún resistían a la “civilización”. La implementación de estas estrategias confirman aquello señalado por Gnecco (2006a: 227): “para la imaginación colonial los indígenas eran poco más que un ruido molesto sobre el paisaje y para propósitos prácticos sólo fantasmas”.

La idea de que los indígenas eran sólo fantasmas puede volverse más sugestiva si la relacionamos con el modo de vida que la colonización quería acabar. Normalmente, pensamos el fantasma como una aparición que ha perdido su materialidad, su corporalidad, y que deambula por espacios relacionados con su vida pasada (cuando aún poseía una forma corporal y/o material). En cierta forma, la figura del indio-fantasma producida por el imaginario colonial es la metáfora viva de la colonialidad y del colonialismo. Son fantasmas los que deambulan por las sabanas, se ven desprovistos de cualquier materialidad y van de un lado a otro como seres errantes: son nómadas. La arqueología, durante mucho tiempo, los ha pensado también como fantasmas.

Sólo en la década del setenta empezó a encontrarse rastros de una materialidad no prevista para el paisaje llanero; ¿acaso hubo un momento en que los fantasmas no eran tales? ¿Acaso los fantasmas estaban recuperando su materialidad? Para tal década, trabajos etnohistóricos y arqueológicos dieron al traste con la idea común de la región de los Llanos como despoblada, vacía, y señalaron la existencia de una densa población en tiempos históricos, conformada por grupos que irían desde integraciones tipo cacicazgos hasta grupos de cazadores-recolectores (Marwitt, Morey y Zeilder, 1973; Marwitt y Morey, 1974; Morey, 1975, 1976). Lo que hizo la arqueología durante los años setenta y ochenta en la región de los Llanos fue extender la existencia de entidades sociopolíticas homogéneas con ciertos niveles de integración, aún sin las debidas pruebas arqueológicas. Ya se trate de una complejidad social denominada “cacicazgo” o de la existencia de una red de comercio y de intercambio de bienes en toda la zona (Giraldo de Puech, 1976; Langebaek, 1992; Mora, 1986-1988; Mora y Cavalier, 1983, 1985), se buscó llenar el paisaje con la materialidad de aquellos que, siendo fantasmas, no incomodaban, por el momento, los planes del proyecto colonial: los indios muertos.

Así, para la segunda mitad del siglo xx aparecía la imagen de un pasado nunca antes visto en la región de los Llanos Orientales de Colombia. Los trabajos de esta época (Marwitt, Morey y Zeilder, 1973; Morey, 1975; Mora y Cavalier, 1983, 1985) crearon la imagen de grupos horticultores con grados de complejidad avanzados, expresados en el manejo de las condiciones ambientales para organizar sus formas de producción y de organizaciones tribales articuladas a redes de intercambio simbólico y económico con toda la región del Llano (cuenca del Orinoco), entre grupos con similares grados de desarrollo social.

Si bien esta última apreciación está más sustentada a partir del trabajo etnohistórico, se considera que podría haber sido igual en épocas prehispánicas. Varios de los trabajos arqueológicos que permitieron desentrañar un poco la imagen del pasado de la región fueron adelantados como consecuencia de hallazgos fortuitos durante la implementación de obras civiles, como la instalación de redes de alcantarillado (Mora y López, 1990) u otro tipo de obras (Segura y Alarcón, 1998). De esta manera, no es un desatino decir que el “descubrimiento” del pasado en la región de los Llanos colombianos ha estado asociado con la construcción del futuro a través de proyectos de modernización material.

Para la misma época en que la arqueología incursionaba en los Llanos, la empresa estatal de hidrocarburos Ecopetrol iniciaba actividades de exploración y explotación en el área de la Orinoquia colombiana y se descubrieron los campos de Castilla La Nueva, municipio ubicado en el departamento del Meta. A partir de este momento, la industria de hidrocarburos iría poco a poco acaparando la actividad económica de la región. Tal coincidencia temporal entre la arqueología y la explotación de hidrocarburos parecería no reflejar, en primera instancia, ningún tipo de relación, funcionalidad o complicidad. Sin embargo, casi que soterradamente, podría decirse, la intervención de empresas multinacionales en la industria de hidrocarburos y la ocupación de grandes cantidades de tierra estaba soportada por el imaginario colonial del vacío poblacional en la región y en la promesa del progreso. Esta situación puede correlacionarse con dos de los discursos que, según Durán (2012), configuran la realidad de la Orinoquia colombiana: primero, aquel que connota la región como territorio en formación y que trae consigo, entre otras cuestiones, no sólo la “invisibilización” de la diversidad biológica, sino también de las historias y culturas presentes en él; y segundo, aquel que construye la Orinoquia como un espacio de promisión (Durán, 2012: 202-206).

Actualmente, la arqueología practicada en muchas partes de los Llanos Orientales de Colombia está encontrando nuevas informaciones sobre las ocupaciones del pasado, lo que genera una nueva cartografía de las ocupaciones humanas y al mismo tiempo una renovada visión sobre la imagen de “tierra de nadie” que se tenía hasta hace algunas décadas en la producción académica y que persiste hasta ahora en gran parte del imaginario popular. No obstante, la arqueología practicada en esta región aún procede sin una contextualización de sus prácticas y discursos en el marco de relaciones históricas de poder y dominación, tanto en la forma de la imposición del conocimiento científico sobre los conocimientos locales como en las repercusiones a nivel político y económico de los discursos que se producen. Por tanto, la brecha entre pasado y presente en los Llanos Orientales no es solamente una brecha epistemológica que se salvará con nueva información y nuevas formas de leer el registro arqueológico, mucho más cuando ese espacio existente en la brecha pasado-presente está ocupado por experiencias, formas de pensamiento y una estructuración social producto del orden colonial instalado en la región.

Por lo anterior, la arqueología en esta región se practica en un vacío histórico sostenido por la creencia de la neutralidad de la ciencia en relación con cuestiones sociales y políticas, y por el desconocimiento, por acción o por omisión, del legado colonial que compone a la disciplina arqueológica. Esta situación se ve profundizada por el aumento de la práctica de la arqueología de contrato en las últimas dos décadas, práctica que conforma un checklist en los proyectos de desarrollo y que resbala en los mismos problemas disciplinarios heredados de su núcleo moderno liberando el espacio, a través de la declaración del vacío (aquel viejo imaginario) o de la limpieza aséptica de los restos materiales, para materializar las ideologías del progreso.

Empezar a desarrollar una perspectiva crítica frente a la arqueología de contrato y frente a los supuestos que esta práctica tiene en su subsuelo, así como las implicancias disciplinarias y sociales que genera, es una tarea urgente en la arqueología colombiana. Esta perspectiva deberá trascender las discusiones tradicionales que ya se han planteado e instalarse, más que como una crítica académica, como una crítica cultural a los modelos desarrollistas y a la ideología de la modernidad/ colonialidad. En este sentido, los últimos apartes de este texto intentarán plantear esta perspectiva crítica señalando aspectos generales de la arqueología de contrato y señalando aquellos supuestos (no dichos) mediante los cuales se sostiene. Esto sin perder de vista el contexto geográfico del cual nos estamos ocupando.

Rescatar y liberar: acciones desarrollistas de la arqueología de contrato

La arqueología de contrato ha despertado diversas tensiones a nivel mundial. En Colombia su debate ha reciclado muchos argumentos esgrimidos en el contexto internacional: la calidad de los informes que esta produce, su falta de circulación y el poco aporte que realiza al conocimiento arqueológico en general. Estos argumentos están asociados a que es una práctica para el desarrollo dominada por la lógica del mercado (Londoño, 2013). Londoño sustenta esta afirmación diciendo que el 90% de las autorizaciones que se dieron en Colombia entre el 2002 y el 2011 fueron dadas a entidades privadas que se ven en la obligación de atender las intervenciones a los sitios detectados en sus proyectos de infraestructura (Londoño, 2013: 151).

Un breve repaso a lo ocurrido en los últimos años mostraría que la situación no ha cambiado y que, al contrario, se ha intensificado. Por ejemplo, para el año 2012 el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), institución encargada del tema arqueológico en Colombia, recibió 1.103 solicitudes de intervención arqueológica, lo que significó casi un aumento del 79% con respecto a las 614 de 2011. De estas 1.103 solicitudes se autorizaron 613 (ICANH, 2013). Asimismo, para el 2012 se recibieron 484 evaluaciones de solicitudes de potencial arqueológico, paso previo a la intervención, y se realizaron 86 atenciones de hallazgos fortuitos. Para el año 2013, se recibieron 1.336 solicitudes de intervención arqueológica, de las cuales se aprobaron 856 (ICANH, 2014). Los datos del año 2015 mantienen una regularidad, ya que el grupo de arqueología del ICANH recibió 1.258 solicitudes de licencia y expidió 837. Como ya se mencionó, no hay discriminación entre solicitudes de licencia para proyectos de investigación académica o para proyectos de arqueología de contrato; no obstante, en un trabajo posterior, Londoño (2016: 119) señala un promedio de 100 proyectos de arqueología de contrato al año desde 2012 al 2015, lo cual, a su vez, indica una clara tendencia de que la arqueología en Colombia ha sido una profesión entregada totalmente a las demandas de las economías extractivas de orden neocolonial (Londoño, 2016: 120).

En lo que va de esta última década -iniciada en el 2010-, se ha vivido un nuevo boom de la arqueología de contrato en Colombia. Este crecimiento exponencial está ligado a dos preocupaciones, quizás antagónicas, de la modernidad: por un lado, la ideología del progreso, y por otro, la preocupación por el pasado (esta última ha significado el desarrollo de sendos marcos jurídicos para su proyección y conservación). La arqueología de contrato es la garante de que el futuro no destruya el pasado; de ahí que su papel sea, entre muchas otras cosas, rescatarlo. De ahí, también, que “rescatar” sea una de las acciones más mentadas en el temario arqueológico contemporáneo. A su vez, se ocupa de “liberar”, acción que adquiere sentido con relación a rescatar: rescatar el pasado para liberar el área. Aquí se presentan dos “entidades” bajo una supuesta condición atípica: el pasado se encuentra en peligro (apresado) y hay que rescatarlo, y el área (porción de espacio delimitado) está sujeta al pasado que reposa en ella y, por tanto, hay que liberarla.

La acción del rescate implica una condición previa: que algo ha sido retenido o está apresado; esta condición debe ser resuelta para garantizar el bienestar de aquello a ser rescatado. Tratándose de personas, el rescate tendría un fin que se sostendría por sí mismo: acabar con una condición perpetuada en contra de la voluntad de la persona y garantizar su libertad como derecho fundamental. Tratándose de objetos -cosas inanimadas en la lógica occidental-, el rescate supondría que a estos les ha sido arrebatada su libertad en contra de su voluntad y por lo tanto están apresados en algún lugar y precisan que su libertad les sea devuelta. Lo anterior nos llevaría a aceptar algo inaceptable en la lógica occidental: conferirle un sentido animado de las cosas; o supondría que los objetos -inanimados- serán objeto de un peligro que afectaría su integridad o amenazaría su conservación. Me gustaría quedarme con la primera suposición -la de los objetos animados-, pero esta desborda la intención de este texto, ya que implicaría desandar la ontología moderna, un trabajo que ya ha sido iniciado en las ciencias sociales por Latour (2007) y por la arqueología, en particular cuando atiende la relación entre las personas y los objetos a partir de teorías locales (cfr. Mamani, 1994; Londoño, 2002; Haber, 2007, 2010; Curtoni, 2010; entre otros).

Quedémonos, entonces, con el peligro o la amenaza al que están sometidos los objetos sin suponer que ejercen algún tipo de agencia animada sobre los humanos. Para beneficio de la argumentación, reduzcamos esa categoría de objetos a la de objetos arqueológicos enmarcados en la arqueología de contrato, que se viene desarrollando en Colombia desde finales de la década del ochenta. Su objetivo ha sido rescatar, salvar, proteger y prevenir cualquier tipo de afectación sobre el patrimonio arqueológico. Resta decir que, actualmente, la denominación institucional es la de “arqueología preventiva” (ICANH, 2010), y que las acciones de salvar y rescatar se encuentran entre las prevenciones que el arqueólogo debe ejecutar para proteger/conservar el patrimonio arqueológico.

Lo interesante de esta práctica (la arqueología preventiva/de contrato) es que tiene implicado el peligro, es decir, la posibilidad de que ocurra un perjuicio, una desgracia, un daño: en este caso, contra lo arqueológico. Actualmente, este peligro está enmarcado en una precomprensión denominada “potencial arqueológico”. Este potencial está determinado por los antecedentes arqueológicos del lugar, la zona o la región, y por las características geomorfológicas de la zona, lo que supone que determinadas unidades geomorfológicas son más susceptibles de contener vestigios arqueológicos que otras. Pero retrocedamos y concentrémonos en el peligro: ¿es acaso una condición esencial de lo arqueológico? ¿La prevención o el rescate son llevados a cabo para apaciguar una fuerza peligrosa de lo arqueológico? Por supuesto que no -al menos en nuestra lógica occidental unidimensional (Marcuse, 1986)-. El peligro sólo se articula en un contexto en que lo arqueológico representa tanto un bien a conservar y proteger como un obstáculo. En este sentido, puede pensarse que el peligro actúa desde una exterioridad. Por tanto, no hay una condición constitutiva en el pensamiento occidental de lo arqueológico como peligroso si no que hay una situación contextual en la cual las atribuciones de valor a lo arqueológico juegan un rol preponderante en la manera en que es tratado. Tales atribuciones de valor (histórico, simbólico, identitario, estético, etc.) están ligadas al supuesto que ubica al pasado, y por tanto a lo arqueológico, atrás en el vector del tiempo moderno. Y si es así, ¿dónde está ubicado ese peligro? ¿De dónde viene y quién lo agencia?

Justamente el peligro proviene del lado opuesto del vector del tiempo: el futuro. Pero un futuro imaginado en la concepción del tiempo moderno y materializado a partir de los discursos y las prácticas concretas del progreso y el desarrollo. En este sentido, si lo arqueológico tuvo su génesis con el surgimiento del pensamiento moderno, diríamos ahora que su sobrevivencia aún sigue atada a él en su versión caracterizada por Adorno y Horkheimer (2009) como “instrumental”. En esta concepción, la máquina se convierte, en la actualidad, en la metáfora/concepto y en el agente más poderoso, debido a que orienta y promueve la producción arqueológica. Ya los intereses y problemas disciplinarios que antes provenían de los textos especializados están confinados a espacios cada vez más reducidos. Ahora los problemas de investigación ya no los rige este o aquel marco teórico, sino que son definidos a partir del espacio a intervenir por la máquina y de la posible puesta en peligro del patrimonio arqueológico. Así, esta puesta en peligro del pasado no sólo desvela los tiestos sobre la tierra, cuando los hay, sino que desvela a su vez las construcciones de un imaginario sobre el pasado, la gente y el espacio que es objeto de intervención, como se ha tratado de mostrar a lo largo de este texto. Y este imaginario a su vez hace parte de la lógica que alimenta el movimiento de la máquina. De ahí que rescatar y liberar sean, entonces, acciones cruciales para una “arqueología para el desarrollo” (Londoño, 2013) y que sean las acciones desarrollistas de la arqueología de contrato.

Las nuevas dinámicas del mercado a las que está sometida la disciplina ponen en escena todo el conjunto de imaginarios sociales sobre el pasado y el futuro construidos con base en el pensamiento moderno/colonial. Resulta clave para una práctica crítica reconocer el contexto y todos aquellos pre-textos sobre los cuales nos desenvolvemos, dado que el tema resulta mucho más complejo si vemos que el desconocimiento de los impactos contemporáneos de la arqueología hunde sus raíces en las propias concepciones de la sociedad y la disciplina, en que el pasado se ha convertido en una más de las mercancías que se intercambian en la economía contemporánea, lo que deja a un lado y/o silencia los reclamos de derechos de las comunidades ligadas a los territorios y las voces que reclaman una arqueología desligada del aparato colonial.

Material suplementario
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Notas
Notas
1 El presente es un artículo de reflexión surgido a partir de la experiencia de diversos trabajos de arqueología en la región de los Llanos Orientales de Colombia. Agradezco a los evaluadores sus pertinentes comentarios para dar mejor forma al texto.
2 Franco, Luis Gerardo (2017). “Contexto y pre-texto de la arqueología en los Llanos Orientales de Colombia”. En: Boletín de Antropología. Universidad de Antioquia, Medellín, vol. 32, N.º 54, pp. 276-297.
3 Los Llanos Orientales son un ecosistema de sabanas neotropicales con una extensión aproximada de 150.000 km2, que ocupan alrededor del 35% del territorio colombiano. Es importante acotar el alcance de estas reflexiones al espacio de los Llanos colombianos por dos razones relacionadas: la primera se debe a que, a pesar de que se puede plantear cierta homogeneidad en el proceso colonial en las incursiones españolas en todo el territorio de los Llanos (actualmente colombo-venezolanos), no se debe caer en generalizaciones extremas, dado que se corre el riesgo de perder de vista las muchas particularidad presentes en los procesos de configuración territorial vividos desde la Colonia y aún más desde el siglo xix, con la aparición de la frontera colombo-venezolana. Hay evidencias históricas de una red de intercambio regional, relativamente homogéneo e impactado por la implantación del sistema colonial, en toda la cuenca del Orinoco, que incluía a grupos indígenas, españoles y colonos mestizos (Morey, 1975; Morey y Morey, 1975; Arvelo, Morales y Biord, 1989; Arvelo y Biord, 1994; Zuchi y Gasson, 2002). Para el pasado prehispánico, dice Gasson (2006: 33) que posiblemente no hubo un sistema de intercambio, sino varios que luego se integraron (homogeneizaron) como resultado de la situación colonial. Este proceso señala la complejidad de abarcar un territorio tan extenso, que estuvo articulado desde épocas prehispánicas. De allí la segunda razón: un intento de estas dimensiones sobrepasa las pretensiones de este artículo, en tanto que en este se pretende señalar aspectos de la configuración del espacio para el despliegue de la práctica de la arqueología colombiana y el vaciamiento del mismo a través de representaciones coloniales y neocoloniales sedimentadas a lo largo del tiempo.
4 Se dice que Alonso de Herrera llegó hasta las planicies del Casanare, donde fue muerto por indios achaguas (Ruiz, 1992).
5 Se puede entender la frontera como aquella línea (espacio) que divide y marca una diferenciación entre un lado respecto al otro. Rausch (2010) señala varias tesis sobre la frontera que la conciben como la línea entre civilización y barbarie o como zonas de migración. En ambos casos, es un límite que no es fijo, dado que estos se desplazan de acuerdo con las interacciones de los sistemas sociales, políticos, jurídicos y culturales que están en contacto. Frente a esto, Barona (2007) señala algo importante para nuestro caso de análisis: ningún sistema social ha logrado derrumbar sus fronteras frente a otro u otros a menos que se trate de un proyecto de exterminio de las alteridades con las cuales el sistema globalizante, con su función homogeneizante, se relaciona.
6 “Desde la segunda mitad del siglo xix, y con mayor énfasis en las últimas tres décadas de ese mismo siglo, la fuerza expansiva de la frontera de los Llanos, sobre la base de la ganadería extensiva, los cultivos de cacao y café, más las labranzas y mejoras, había generado una mayor frecuencia de los conflictos entre los colonos (cuyas posiciones carecían en lo fundamental de los títulos de propiedad respectivos) y aquellos empresarios y grandes propietarios que validos de planos topográficos, de testigos confabulados, de normas jurídicas de restringida difusión y acceso, obtuvieron considerables concesiones de tierras que dieron lugar al desalojo de los colonos” (Mejía, 2003: 90).
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