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Quimeras, ontologías y perspectivismo para una revisión de la cultura arqueológica chamánica de San Agustín (Colombia)1
Chimeras, ontologies and perspectivism for a review of the archeological shamanic culture of San Agustin
Quimeras, ontologias e perspectivas para uma revisão da cultura arqueológica xamânica de San Agustín
Chimères, ontologies et perspectivisme pour une revue de la culture archéologique chamanique de San Agustín
Boletín de Antropología, vol. 33, núm. 55, pp. 297-322, 2018
Universidad de Antioquia

Investigación


Recepción: 01 Marzo 2017

Aprobación: 18 Agosto 2017

DOI: 10.17533/udea.boan.v33n55a14

Resumen: Este artículo propone un modelo de interpretación de las esculturas de San Agustín a partir de un enfoque original basado en algunas teorías recientes sobre el arte amerindio. Se pretende poner en discusión las lecturas clásicas sobre el tema, estableciendo una alternativa que no busca descifrar contenidos simbólicos ni demostrar representaciones naturalistas en las figuras. Por el contrario, en las estatuas vemos la representación de una determinada cosmovisión en la que las fronteras físicas entre humanos y no-humanos se disuelven, para mostrar seres que comparten una esencia común, pero combinan en una sola figura indicios de varias especies.

Palabras clave: San Agustín, arqueología, arte amerindio, perspectivismo, ontologías, quimeras.

Abstract: This article proposes a model of interpretation for the sculptures of the San Augustin culture from an innovative view, based on some recent theories on Amerindian art. It is intended to discuss the classic readings on the subject and establish an alternative approach that seeks not to decipher a symbolic content nor demonstrate naturalistic representations on the figures. By contrast, we see in the statues the representation of a particular worldview, in which the physical boundaries between humans and non-humans are dissolved to show beings who share a common essence and combine items from different species into a single figure.

Keywords: San Agustin, archeology, Amerindian art, perspectivism, ontologies, chimeras.

Resumo: Este artigo propõe um modelo de interpretação das esculturas de San Agustín a partir de uma abordagem original baseada em algumas teorias recentes sobre a arte ameríndia. Pretende-se discutir as leituras clássicas sobre o assunto, estabelecendo uma alternativa que não procure decifrar conteúdos simbólicos ou demonstrar representações naturalistas nas figuras. Pelo contrário, nas estátuas vemos a representação de uma certa visão de mundo em que as fronteiras físicas entre humanos e não humanos são dissolvidas, para mostrar seres que compartilham uma essência comum, mas combinam em uma única figura indicações de várias espécies.

Palavras-chave: San Agustín, arqueologia, arte ameríndia, perspectivismo, ontologias, quimeras.

Résumé: Cet article propose un modèle d’interprétation des sculptures de San Agustín à partir d’une approche originale basée sur des théories récentes sur l’art amérindien. On a l’intention de discuter des lectures classiques sur le thème, pour établir une alternative qui ne cherche pas à déchiffrer des contenus symboliques ni à démontrer des représentations naturalistes dans les figures. Au contraire, dans les statues nous voyons la représentation d’une certaine cosmovision dans laquelle les frontiers physiques entre humains et non-humains sont dissoutes, pour montrer des êtres qui partagent une essence commune mais combinent, en une seule figure, des indices de plusieurs espèces.

Mots-clés: San Agustín, archéologie, art amérindien, perspectivisme, ontologies, chimères.

Introducción

Acerca de la cultura agustiniana y sus esculturas líticas se han desarrollado diversas interpretaciones y líneas de investigación teórica que movilizan conceptos y discusiones clásicas de la disciplina arqueológica y antropológica. Para leer y comprender las estatuas de esta fascinante cultura se han construido esquemas explicativos que intentan abarcar más que solo sus expresiones escultóricas y ofrecen modelos que proponen no solo entender lo que estas figuras querían decir o representar -y su eventual papel funcional en un colectivo-, sino algunos aspectos de la organización social de los agustinianos. Reconocemos lo arduo del carácter holístico de estos empeños que, además, en muchos casos, representan hitos importantes para el desarrollo de la arqueología colombiana, pero aquí intentaremos proponer otra visión con una base esencialmente plástica -no estética, como veremos-, pero que pretende generar líneas de análisis a nivel de la representación imagética, el régimen escópico y la posible perspectiva ontológica subyacente en estas figuras.

Como es posible deducir a partir de estos objetivos, se adhiere aquí a una corriente que ha venido refrescando las reflexiones sobre el arte amerindio y sus formas de expresión estéticas, en relación estrecha con el sustrato cosmológico que les da sentido. Lo que no implica, se espera, una reproducción acrítica de postulados teóricos en boga en determinados medios académicos, ni tampoco el desconocimiento de las interpretaciones vigentes durante tanto tiempo. Simplemente parece inevitable que notemos la posible pertinencia de algunas propuestas actuales de lectura sobre el arte amerindio con relación a la estatuaria de San Agustín.2 Por otro lado, es importante dejar claro que se asume de manera explícita el reto de tratar restos arqueológicos a partir de insumos teóricos básicamente etnográficos, con las eventuales objeciones que esto pueda suscitar. Sin embargo, este tipo de empeño no parece del todo solitario, ya que se ha puesto en práctica con relación a otras culturas arqueológicas,3 al centrarse la atención en las relaciones entre seres humanos y no-humanos a partir de vestigios de cultura material (Weismantel, 2015).

Además, nos apoyamos en el presupuesto fundamental de que estas reflexiones recientes traen una base cosmológica que es, en potencia, un puente hacia la memoria pasada de los pueblos estudiados, ya que parece posible identificar una estética amerindia precolonial precisamente a partir de la difusión de un sustrato cosmológico común, que tendría expresión no solo a nivel de las narrativas míticas, sino también en el ámbito de la cultura material a través de objetos relativos a actividades rituales (Gomes, 2012). Esto no descarta que en las obras líticas de San Agustín sea razonable encontrar trazos de concepciones observadas entre los indígenas estudiados.

De cualquier forma, discutir sobre la interacción entre arqueología y estenografía no es ni puede ser el objetivo de este trabajo, y se asumirá la hipótesis de la congruencia del encuentro de estas dos ciencias para poder desarrollar la presente propuesta, que no pretende ser definitiva y sí exploratoria. Se trata, entonces, de un ejercicio de análisis preliminar que no pretende necesariamente ser innovador, pero que puede traer elementos interesantes para la comprensión, aún inacabada, de esta cultura y su arte lítico.

Por otro lado, esta propuesta de análisis no tiene la envergadura de una interpretación total de la cultura agustiniana en todos sus motivos y fases, ya que se limita de manera casi exclusiva a las representaciones generalmente asociadas con la figura del chamán. Este motivo singular condensa, como sabemos, aspectos fundantes de la propuesta estética de este pueblo, además de ser preponderante (en términos de su incidencia no solo numérica, sino también simbólica) en el acervo estatuario agustiniano, y de haber llamado la atención de todos los investigadores atraídos por el tema. Como es ampliamente reconocido, el chamanismo no es un fenómeno de segundo orden en el ámbito cultural suramericano y donde este aparece marca fuertemente los trazos culturales, cosmológicos, mitológicos y rituales de un pueblo. Así que, de concederse como pertinente una interpretación de las estatuas a partir del complejo chamánico, podría darse aquí un poco de luz para una ulterior comprensión de la cultura agustiniana.

Parte I

Para iniciar, es necesario hacer un recorte definitivo en cuanto a la tipología de análisis que aquí se propone y que deberá incluir las interpretaciones clásicas sobre el tema. Esto es, hay un relativo consenso en tratar la estatuaria agustiniana como objetos de arte. De formas más o menos entusiastas y comprometidas, los diferentes comentaristas se han empeñado en traer argumentos a favor de una inclusión sin acotaciones de la producción agustiniana en el marco del arte en general, al mismo nivel de dignidad estética y habilidad técnica. Sin embargo, este bienintencionado empeño acaba por implementar criterios esencialmente estéticos, de forma coherente con su tesis de incluir estas obras en la idea de arte, y se asume con este concepto, claro está, nada diferente a su definición occidental (Gell, 2009). Juzgamos evidente que el arte indígena es perfectamente equivalente con el occidental, en el sentido de que fue producido por sujetos que expresaban su creatividad y no por individuos sometidos a las leyes de la naturaleza e impulsados por sus instintos (Gell, 2009). Evitemos malentendidos: el análisis de la estatuaria agustiniana a partir de criterios estéticos no tiene nada de reprochable, pero acaba por tomar prestada una teoría del arte existente y la aplica a un nuevo objeto (Gell, 2009). De hecho, tal vez el deseo de ver el arte de las otras culturas a través de un determinado prisma diga más sobre nuestra relación con los objetos de arte que sobre el mismo arte indígena (Gell, 2009). No se pretende aquí redefinir la noción de arte, empeño colosal para el alcance de este trabajo, sino considerar el arte agustiniano -que claramente es arte- a partir de criterios que salgan de la matriz estética que de manera general moldea las lecturas sobre el tema. Pasemos a ver, entonces, los rasgos salientes de las interpretaciones clásicas sobre la cultura lítica de San Agustín.

Ontologías

Aunque los estudios consolidados y que han guiado la interpretación legitimada por el campo académico son variados, e incluso contrastantes con relación a cuestiones específicas fundamentales, es posible encontrar una comunión de fondo que es, precisamente, el punto a partir del cual es posible proponer otra interpretación, desvinculada de este consenso en apariencia no intencional. Esta base compartida se puede resumir en una adhesión al naturalismo, entendido como un paradigma específico de comprensión y registro de la realidad, con consecuencias estéticas y formales. Vamos a considerar entonces este conjunto de interpretaciones como las lecturas clásicas sobre el tema. Para comprender mejor esta clasificación, es necesario explorar este paradigma del naturalismo, así como el modo en que este se entiende con relación a la producción imagética y al arte indígena.

Representamos solo aquello que percibimos o imaginamos y que depende de lo que aprendemos a discernir en el flujo de lo sensible y a reconocer en nuestro imaginario. Ahora, esta forma de discernimiento deriva de las cualidades que hemos aprendido a conceder o negar a los elementos de nuestro entorno sensible o de nuestra interioridad. Estas cualidades se pueden comprender como organizadas alrededor de sistemas coherentes entendidos como ontologías (Descola, 2010). A pesar de las innumerables series de interpretaciones sobre el mundo y las cualidades de sus elementos que se puedan encontrar entre las diversas culturas, parece plausible reducir esta complejidad a un conjunto de criterios que conceden al ser humano la posibilidad de comprender su relación con el resto de lo existente a partir de relaciones de continuidad y discontinuidad (Descola, 2010). Estas diferentes disposiciones crean juicios de identidad que el sujeto es llevado a enunciar según las formas que ha interiorizado para establecer afinidades entre las entidades del mundo; esto es, para inferir qué es similar y qué es ajeno y según qué criterios, con especial interés por la posición ocupada por el ser humano en cada esquema.

Según este paradigma ontológico, habría cuatro esquemas u ontologías;4 en el presente trabajo nos vamos a concentrar solo en dos: naturalismo y animismo. La ontología moderna es naturalista y está sustentada por la historia de las ciencias y la filosofía y, podríamos decir, está amparada expresivamente por las manifestaciones artísticas y visuales asociadas con estas. Para el naturalismo, lo que diferencia a los humanos de los no-humanos es la conciencia reflexiva, la subjetividad. Una suerte de disposición interna, exclusiva de los humanos, que se ha dado en llamar “espíritu de un pueblo” y que hoy preferimos llamar “cultura”; esta varía según convenciones arbitrarias de un lugar a otro, como se reconoce con el relativismo cultural. A la discontinuidad interna, de espíritu, que separa a los humanos del resto de los vivientes, y que se expresa en el atributo de la cultura, el naturalismo opone la continuidad de fisicalidades, apoyándose en las ciencias naturales: desde Descartes y sobre todo desde Darwin no vacilamos en reconocer que el componente físico de nuestra humanidad nos sitúa en un continuum material, en el cual no presentamos ninguna singularidad específica que nos diferencie del resto de los seres (Descola, 2012); el naturalismo es una forma de inferir las cualidades de los elementos, distinguiendo en la arquitectura del mundo un reino natural de regularidades físicas y principios universales, y el mundo de la cultura poblado de diversidades (Descola, 2010).

Para los fines de esta propuesta, lo que más nos interesa no son las variaciones culturales, en la singularidad de la especie, sino la discontinuidad que esta interioridad particular plantea, con las consecuencias restrictivas que implica en términos de relaciones interespecíficas: el ser humano es esencialmente diferente del animal, aunque haya un continuum físico que es objetivo e inmutable.

Esta ontología naturalista, como todas las demás, no se evidencia solamente por medio de enunciados, sino también en la producción de imágenes: con la figuración se da expresión visual a una interpretación ontológica de la realidad (Descola, 2010). No se trata de una cuestión simplemente de orden estético, ni es una observación con relación al estilo a partir de un enfoque culturalista o relativista. El enfoque ontológico es pertinente con relación a la figuración porque tiene inferencia en aquello que puede o no considerarse representable; determina aquello que en el flujo continuo de las imágenes posibles es discernible y lo que no lo es (Descola, 2010). Así, cada modo de identificación genera sus propios modos de figuración, que se pueden identificar no a partir de criterios formales, sino de la trama de relaciones entre los vivientes que dejan entrever. Es figurable aquello que es inteligible, y esto en un sentido amplio que incluye no solo lo observable o lo perceptible sensorialmente, sino también las concepciones que organizan la comprensión del mundo, como las categorizaciones de los reinos de lo viviente.

Como el lector habrá notado, el naturalismo, propio de Occidente y que encuadra la producción de imágenes que le son afines, así como las formas de interpretarlo, tiene un par indisociable pues es prácticamente su alter-ego invertido: el animismo. La sustancia de todos los seres, humanos y no-humanos, es la misma, mas no la forma. A nivel físico, el animismo es el territorio de lo discontinuo: a una interioridad símil y uniforme le corresponde una corporalidad cambiante e inestable (Descola, 2010, 2012) y las formas de figuración no son ajenas a tal asunción, ya que esta determina también lo inteligible del mundo. Figurar, en el ámbito del animismo, implica hacer visible esta interioridad común y la forma en que esta se encarna en una suerte de envolturas físicas bastante diversas (Descola, 2010). Una manera de representar esta morfología inestable es por medio de elementos antropomorfos que evocan la intencionalidad, con indicios animales que recuerdan la fisicalidad de una especie (Descola, 2010), en un conjunto que no representa una composición por yuxtaposición de partes de diferentes seres, sino que figura seres cuya identidad no reside en repertorios anatómicos fijos, y sí en una identidad interior común que no es exclusiva del ser humano. En otras palabras, el desafío de la figuración animista es hacer visible la subjetividad de los no-humanos (Descola, 2010).


Figura 1
Máscara de transformación Kwakiutl, recogida en la aldea de Tsatsichnukwumi en Harbledown Island en 1917
Fuente: Native American Collection en el Museo Peabody de Arqueología y Etnología, Harvard University.

Las estatuas de San Agustín pueden enfocar esta idea y por eso combinan en una sola figura diferentes formas que tienen una sustancia común. Esto se expresa en términos generales en los mitos amerindios del tiempo primordial en que humanos y no-humanos no se distinguían (Viveiros de Castro, 2006; Descola, 2012). No se pasa de la naturaleza a la cultura, sino a una serie de discontinuidades naturales a partir de un continuum cultural: esta diferenciación es la especiación (Descola, 2012). En un comienzo ancestral e inmemorable todos los seres compartían una forma común; fue con el comienzo del tiempo que nos fuimos distinguiendo en especies a partir de la forma, y se mantuvo una esencia colectiva que no es formal sino interna, esencial. Sin embargo, esta división no es rígida y hay formas y sujetos capaces de atravesar estas fronteras morfológicas y establecer un diálogo interespecífico con sujetos que son, en el fondo, como nosotros.

Perspectivismo

Siguiendo esta especie de esquema especular, la propuesta aquí es considerar las interpretaciones clásicas de la cultura agustiniana como oriundas de la ontología naturalista, para proponer que la producción lítica de esta magnífica cultura arqueológica está amparada por una ontología animista, lo que nos permite interpretarla en consecuencia con este postulado. La propuesta ontológica revela una vocación universal ambiciosa que la lleva a considerar las más diversas y distantes culturas,5 pero nuestro nicho de observación es local y pretende encuadrar solo a San Agustín, y, como tal, no puede no considerar el evidente y consensual motivo chamánico presente en varias de sus figuras. De esta forma, el animismo, tal como fue expuesto hasta ahora, servirá de marco general que permite enfocar una perspectiva teórica subyacente y que se presenta casi como una manifestación derivada. El perspectivismo como propuesta teórica (Viveiros de Castro, 1996, 2002, 2006) da cuenta de las implicaciones prácticas de esta inestabilidad de la forma e identidad interna entre especies que plantea el animismo, además de apoyarse ampliamente en datos etnográficos referentes a culturas amerindias suramericanas.

Si intentamos parafrasear de forma sucinta pero honesta esta propuesta, podemos decir que la fluidez de la forma entre las especies y la ausencia de una distinción exterior corresponden a un problema de perspectiva. Esto es: de acuerdo con la perspectiva del sujeto (sea este humano o no-humano) cambia la forma como este se presenta corporalmente ante el otro. Las características de los vivientes no dependen de una definición previa esencial, sino de posiciones relativas; la identidad varía según el punto de vista adoptado (Viveiros de Castro, 1996). La noción de ropa, en este contexto, no se refiere al indumento físico, sino a la metamorfosis externa que denuncia una interioridad común entre las especies. El aspecto externo que caracteriza formalmente a las especies es variable, desechable (Viveiros de Castro, 1996). La figura que encarna paradigmáticamente estas transformaciones es el chamán, ser capaz de superar las barreras corporales y adoptar la perspectiva de subjetividades no-humanas (Viveiros de Castro, 2002). En este sentido, es especialmente esclarecedora la idea de que las ropas animales que los chamanes utilizan no son disfraces sino instrumentos, son menos máscaras de carnaval que escafandras que permiten actuar en otro medio como si a este se perteneciera (Viveiros de Castro, 2006); no pretenden esconder la forma humana del chamán, sino adaptarlo de la mejor forma posible a un medio en el que reinan otras formas.

Así, el chamanismo puede ser entendido como la capacidad de algunos humanos de cruzar las barreras corporales y adoptar la perspectiva de las subjetividades no-humanas (Viveiros de Castro, 2002). Más específicamente, los chamanes se pueden interpretar como una micropoblación de agencias chamánicas abrigadas en un cuerpo. A partir de la traducción de las palabras indígenas que lo designan, se interpreta “chamán” como algo que se tiene, más que como algo que se es, una capacidad relacional más que un atributo (Viveiros de Castro, 2006).

Para nuestro caso, esto se puede relacionar con la faceta chamánica de las estatuas agustinianas, en cuanto potencial intrínseco de transformación de los seres, sin que este dé origen a distinciones específicas, de especie. No es una función, sino una capacidad. El chamán se entiende entonces no en cuanto individuo concreto y sí como una capacidad agentiva, que se caracteriza por su potencial de crear vínculos entre humanos y no-humanos. Los chamanes mantienen características primitivas anteriores a la separación entre humanos y no-humanos, en particular el poder de mutación interespecífica (Viveiros de Castro, 2006). Esta capacidad (y no una función) es lo que podría figurarse en las estatuas. En el tiempo mítico, precosmológico, dotado de una transparencia perfecta, las dimensiones corporal y espiritual de los seres aún no se ocultaban recíprocamente (Viveiros de Castro, 2006). En aquel tiempo las diferencias entre especies aún no habían sido actualizadas (en el sentido de hacerlas actuales, así como se conocen en el tiempo actual): cada ser contenía en sí todos los elementos de los demás seres de forma indiferenciada. En la práctica chamánica, lo humano y lo no-humano, lo visible y lo invisible, cambian de lugar (Viveiros de Castro, 2006). Tal vez este sea el espíritu de la estatuaria agustiniana, la figuración de la actualización del estado mítico y sus reminiscencias en el tiempo presente, accesibles por medio de la experiencia chamánica.

Las estatuas chamánicas de San Agustín no traen un determinado estado físico de un ser, sino la narrativa de una transformación, y escenifican el potencial transformador del chamán, ya que no exhiben accesorios físicos como máscaras, ni tampoco están poseídos por un animal (Price-Williams y Hughes, 1994); más bien realizan en sí mismos, en cuerpo y alma, una conexión entre humanos y no-humanos (Viveiros de Castro, 2002). En términos plásticos, esto implica que las estatuas figuran un solo ser, no la combinación de dos, pero un ser interfaz capaz de transitar entre diferentes configuraciones de la realidad (lo que no lo hace un ser monstruoso ni fantástico, pero sí especial).

Quimeras

Hasta ahora hemos señalado una posible coherencia entre una propuesta teórica amplia y la forma de figuración propia de la cultura agustiniana, estableciendo en la práctica chamánica una ventana privilegiada para concretar la comprensión de las relaciones intraespecíficas que, posiblemente, están plasmadas en la estatuaria de esta cultura. Sin embargo, es posible ir más allá y relacionar nuestro objeto con un tipo específico de imagen, ya teorizado, y que bebe explícitamente de las fuentes citadas hasta aquí. No solo las estatuas de San Agustín escaparían al naturalismo, al traer al mundo de la plástica una realidad que en su exterioridad física es variable y no determina la esencia de un ser, de una especie (la cual se determina de forma cíclica a partir de la perspectiva de cada sujeto), sino que estas figuras lograrían combinar de forma original y eficaz los índices de diferentes seres de forma armónica, en una entidad que no las engloba, sino que las alterna delicadamente.

Estamos, pues, frente a la idea de quimera. Esto es, una imagen múltiple que asocia en una sola forma índices visuales provenientes de seres diferentes, lo que sugiere visualmente una entidad nueva en que los seres componentes conviven sin estar representados en su totalidad (Lagrou y Severi, 2013).6 A partir de lo anterior, vemos que una posible clave para la interpretación de la estatuaria agustiniana está en el eje interioridad-exterioridad que este pone en discusión. Aquí la interpretación clásica entra en conflicto con la idea de una representación que extrapole la exterioridad visual y no sea fantástica o monstruosa, sobrenatural. En el naturalismo de la lectura clásica, los colmillos, al no ser reales -en el sentido de no hacer parte del reino exterior observable- deben pertenecer necesariamente a un mundo fantástico o místico, indican entonces deidades como estas se verían con los ojos del espíritu (al igual que los santos de la tradición pictórica europea, que exhiben las señales de su naturaleza divina y, es de suponer, cumplen con los cánones estéticos y presentan los indicios que el fiel esperaría identificar si tuviera la suerte de encontrar un santo). Es decir, aun en el campo de la percepción mística, en el naturalismo se mantiene el paradigma de representar la realidad a partir de la imitación gráfica y perceptiva. Este canon domina también en las interpretaciones clásicas agustinianas, al interpretar las estatuas como deidades o sujetos monstruosos que se evalúan a partir de un paralelo con la exterioridad cotidiana y se relegan al mundo de lo fantástico.

La imagen quimérica, por el contrario, designa un ser plural por medio de una sola representación y moviliza sus partes invisibles por medios puramente ópticos o por un conjunto de inferencias (Severi, 2013). Hay en la quimera una presencia cuyo modo de existencia no se realiza materialmente: se trata de una imagen imputada por el pensamiento y cuya realización nunca es considerada más que un índice. Tal índice puede aparecer en la forma de un fragmento. Una quimera no representa seres, sino relaciones posibles o pensadas entres seres (Severi, 2013). En los análisis sobre imágenes quiméricas a partir de grafismos amazónicos, se encuadra la acción particular entre percepción y operaciones de proyección en las que el tema iconográfico y el espacio liminar cobran sentido a partir de una relación inestable (Severi, 2013). Estas producciones gráficas logran consignar la fenomenología de series de seres a partir de representaciones que señalan sus transformaciones, siempre en función de las entidades con ellas asociadas.

Así, el sentido surge a partir de un acto de la mirada, es la acción de quien observa la que completa el cuadro y el sentido de la representación. El caso de San Agustín tal vez no alcanza este nivel de sofisticación grafico-cosmológica, pero las operaciones básicas implicadas en la representación quimérica parecen mantenerse y encuadran la transformación no como un evento excepcional, sino como la revelación de la convivencia formal y la identidad esencial de seres solo en apariencia distintos. Esto parece relativamente claro en los chamanes agustinianos, en quienes tenemos una exterioridad compuesta que no coincide con una apariencia física estable y perceptible, y sí con una condición ontológica liminal; se es chamán al ser jaguar y humano de forma alternada, pero simultánea, en cuanto categoría social. El chamán es un solo ser capaz de realizar el viaje transespecífico sin perder su identidad, al moverse entre las identificaciones físicas exteriores.

Parte II

Pasemos entonces a ver en detalle lo que hemos considerado el paradigma clásico sobre San Agustín. Como es evidente, la presente reseña no pretende ser exhaustiva y algunos autores relevantes pueden haber quedado por fuera. Sin embargo, los textos citados son clásicos o son por lo menos referencias importantes sobre el tema; en conjunto, dan un panorama general sobre el tipo de lectura que se ha dado al asunto en cuestión, que, a pesar de las diferencias, tiene una matriz común naturalista de la cual queremos desmarcarnos (inclusive cuando se trata de obras que algunos pueden considerar superadas y que hemos incluido por participar activamente en la construcción de la interpretación clásica que, en muchos sentidos básicos, conserva hoy su vigencia). Es importante consignar acá que se han privilegiado estudios que incluyen un componente estético en su análisis y que algunos interpretan explícitamente las estatuas agustinianas como obras de arte; esto, para poder establecer un diálogo con la propuesta que aquí se hace.

Los pioneros

Comencemos con una obra pionera de comienzos del siglo xx que marca para muchos el inicio de la investigación arqueológica formal en la región. En Arte Monumental Prehistórico del alemán K. Th. Preuss7 vemos claramente expresadas las asunciones generales que definen lo que hemos considerado como la interpretación clásica de la cultura agustiniana. Ante todo, es evidente la neta división ontológica -con consecuencias en los cánones representativos- entre el universo humano, el no-humano y el espiritual: el autor hace un análisis en el que las figuras de animales, especialmente jaguar y serpiente, son interpretadas en clave antagónica al ser humano; la serpiente puede ser una encarnación del mal contra el bien (representado por el ave: un búho para los primeros estudiosos y un águila para los contemporáneos) o un animal que “hace mal al hombre por medio de mordiscos o de enfermedades” (Preuss, 1974: 172). En otro punto de su obra, Preuss dice: “El jaguar, animal de la oscuridad, es quizá, lo mismo que en México, una representación de la tierra” (pág. 170). Sin embargo, Richard Evans-Schultes en el prefacio de El chamán y el jaguar de Gerardo Reichel-Dolmatoff (1978) aclara que la razón de la importancia de las serpientes y los grandes felinos para las culturas indígenas no puede radicar en características físicas, como el sigilo y la fuerza, y que el arraigo de estas figuras debe responder a experiencias antiguas hondamente arraigadas. En este punto vemos otra de las características de la lectura clásica, y es el intento de asignar un valor simbólico a algunos indicios visuales presentes en las estatuas, esto es, asociar a una determinada figura, especialmente a animales, una serie de atributos cosmológicos. Para la serpiente, se trataría de una asociación con el elemento acuático; las “felinas” son interpretadas como deidades masculinas tanto por Preuss como por los comentadores posteriores. Al tratar precisamente el tema de la serpiente o el reptil, Preuss habla de seres demoníacos para referirse a figuras que combinan elementos de diferentes especies, y alude claramente al carácter híbrido de estos cuerpos que, por tanto, no pueden ser humanos y deben ser vistos como “demoníacos”. Así enfatiza la idea de una separación neta entre las dimensiones de los seres y relega las figuras que combinan las especies al reino de lo fantástico o incluso de lo demoníaco. De este modo confirma su enfoque naturalista, en el cual la representación plástica tiene como insumo básico la percepción visual objetiva. De la misma forma, para el autor las figuras con dos cabezas en la misma dirección indicarían a la luna en sus dos fases extremas, llena y vacía, con lo que se confirmaría el carácter divino de las estatuas: serían divinidades. Claramente, estas figuras tendrían otra posible lectura de naturaleza quimérica; si se trata de la luna, se podrían asociar en un mismo plano dos estados del mismo ser, pero el naturalismo niega la convivencia en una misma entidad de más de un ser, como lo sugiere la perspectiva quimérica.


Figura 2
Águila
Fuente: ilustración de Fabio Barrera Téllez, Fundación Cinecultura 1980

Al tratar las esculturas identificadas como el “doble yo”, el tema de la dualidad es forzosamente tratado, ya que se hace más evidente. Preuss se basa en la figura del “nahualli mejicano”, figura compuesta por una especie de disfraz divino con las facciones de un animal que determinados dioses usarían. En este enfoque se mantiene la separación ontológica y representativa tradicional de Occidente: uno es el animal, uno el dios y uno el ser humano, confundidos figurativamente en una representación, pero en el fondo separados y, de manera excepcional, ligados por fases de transformación que llevan de un estado a otro de forma hermética (se es lo uno o lo otro). Como ya vimos, el tema del ropaje chamánico es recurrente, pero parece poco acertado tratarlo como un “disfraz”; por el contario, se trata de un instrumento necesario para el viaje que realiza el chamán entre dimensiones. Tanto las figuras conocidas como el doble-yo, como aquellas que parecen vestir pieles de animales en San Agustín, pueden indicar seres compuestos, en los que la convivencia de formas heterogéneas desde el punto de vista físico demuestra la identidad esencial de los seres.

De forma similar, cuando Preuss comenta el conjunto conocido como “mono y el niño” aduce que la figura animal de la escultura no podría entenderse como un felino, a menos que se considerara el puma como un auxiliar en la consecución de la caza, es decir, exactamente la interpretación que nos insinuaría un enfoque perspectivista. Hoy en día, es reconocida como ampliamente difundida la idea de que durante la caza la relación entre humanos y no-humanos, sean seres vivos o espíritus, implica un acto predatorio en el cual las divisiones específicas (de especie) cotidianas o actuales -del tiempo presente, no mítico- son puestas en discusión. Al tener todos los seres una esencia única, el ser humano debe tomar todas las precauciones del caso, para no matar y, eventualmente, comer, a un similar. En estas precauciones generalmente es asistido por un animal, capaz de ver correctamente quién es quién, y evitar así que el cazador caiga en el canibalismo (Ingold, 2000; Descola, 2012). Pero estas explicaciones han sido consolidadas de forma reciente y Preuss no las conoció (no se le está aquí imputando culpa o ligereza).

Pasemos ahora a una interesante obra de Hernández de Alba, La cultura arqueológica de San Agustín -escrito en 1940 en francés y publicado solo en 1978 en español-, quien regresa a la región y reinterpreta el trabajo de Preuss. En este estudio se hace especialmente evidente la división ontológica entre las parcelas de los vivientes y la idea de que una representación gráficamente fiel del universo óptico es real (y fantásticas todas las demás). Hernández de Alba toca el nicho del problema, pero lo resuelve de forma coherente con una concepción ontológica naturalista. Dice literalmente, al establecer la tipología de la expresión más avanzada de la escultura agustiniana: “el artista pudo representar fielmente no sólo las cosas observadas por él sino la idea de una divinidad o de un ser extrahumano al que se le atribuyen ciertas características genéricas y en cierto modo ‘abstractas’” (1979: 108). Vemos claramente que lo humano es relacionado con lo terrenal, con lo visible y perceptible de forma ordinaria, mientras que lo extrahumano sería también lo metafísico o perteneciente a una esfera del universo que es ajena a la percepción cotidiana y que solo se puede representar a través de expedientes expresivos simbólicos, ya que no se encuentran en este mundo humano; son explícitamente considerados como seres dotados de atributos irreales.

Para este autor, los chamanes representados, esto es, los seres duplos que presentan sus facciones humanas con indicios felinos, serían seres humanos con algunos detalles extrahumanos, imágenes antropomorfizadas de las divinidades. Es decir, lo divino debe entenderse a partir de los testimonios de características no cotidianas, fantásticas, pero que resultan en una “antropomorfización” por los elementos humanos, que serían así la dimensión terrenal y no divina de las figuras. En otras palabras, son divinidades y esto se deduce a partir de sus atributos fantásticos, pero se muestran con aspectos humanos, antropomorfizados, de forma casi fortuita o por lo menos inexplicable, pues lo humano parece constituir el extremo terrenal y opuesto a lo divino y extraordinario. Reconoce que el artista, en estos casos, interpretó una idea en lugar de copiar un ser real, lo que podría acercarlo al enfoque quimérico; sin embargo, las quimeras denotan un concepto, pero uno basado en una condición ontológica ambivalente que es concreta e incluso perceptible en determinadas circunstancias, y no simplemente fruto de una idea etérea o derivada de creencias religiosas.

El “doble yo” y los chamanes son los dos tipos de figuras que ofrecen más espacio para el enfoque animista o quimérico, y es importante recordar que Hernández de Alba asume la interpretación de Preuss basada en el “nagualismo”, que las asocia con una divinidad que condensa en una figura ambivalente un animal y un ser humano. Sin embargo, vemos, especialmente en su crítica a la interpretación de Preuss de la estatua “El Obispo”, la negación de la posible esencia quimérica de algunas de las figuras agustinianas. Si por un lado para él esta figura no representa un ser con su doble (en su “espalda” tendríamos la representación de un solo ser), por el otro esta debe ser una divinidad “mixta o compuesta”; esto es, habría una contradicción o por lo menos una exclusión mutua entre una condición doble y compuesta de las figuras. Esta ambivalencia podría considerarse como una definición de la condición quimérica. Hernández de Alba se inclina, así, por una lectura simbólica y totémica con relación a las figuras dobles. Su interpretación de la religión o de los cultos agustinianos es explícitamente totémica. De esta forma resuelve la complejidad del ser duplo por medio de la figura religiosa del tótem, y reduce la presencia animal a una representación idealizada, aunque siempre naturalista (como la aureola de los santos en el arte cristiano). Para él, los dientes son los que caracterizan al jaguar, pero cuando aparecen en las figuras extrahumanas no parecen traer el indicio de la presencia del jaguar sino de un ser no-humano; con la aparición del jaguar y el ser humano no se da una convivencia, sino una negación de la naturaleza humana.


Figura 3
“Obispo”
Fuente: fotografía de José Gerardo Noriega, Fundación Cinecultura 1980

Modelos de explicación estéticos

Siguiendo un orden cronológico, veamos ahora el texto de Luis Duque Gómez, Exploraciones arqueológicas de San Agustín, de 1964. En esta obra es evidente la intención por establecer una relación directa entre algunos indicios presentes en las figuras y los elementos de la vida cotidiana de los indígenas, bien sea contemporáneos o del período de las estatuas. Se propone, por ejemplo, inferir informaciones sobre los vestidos del pueblo escultor a partir de la indumentaria representada en las estatuas. Esto demuestra el canon representacional clásico que se aplica en el estudio. Primero, Duque pretende que las estatuas son deidades y luego asimila las ropas que estas supuestamente llevan con las que usarían los indígenas en su época. Es decir, asume una intención imitativa y visual en la producción escultórica. Lo anterior podría confirmarse solo en casos de hallazgos de piezas decorativas corporales iguales o similares a las figuradas en las estatuas. Con relación a este particular, solo hace referencia a orejeras y al accesorio usado para amarrar el pene, pero su fuente es relativa a otros pueblos amazónicos y no a hallazgos in situ. La misma aparente paradoja aparece cuando interpreta una figura femenina que carga a un infante que parece estar desnudo, lo cual no coincidiría con el uso actual de los indígenas andinos que los llevan envueltos en un tejido. Duque busca nuevamente un espíritu naturalista e imitador donde tal vez no lo haya. Vemos claramente en este autor, pues, como en otros autores, la división neta entre simbolismo y realismo, lo que confirma una vez más la idea de que una representación real debe coincidir con la realidad empírica visual.

Al tratar las supuestas máscaras que ve figuradas en las estatuas, Duque las justifica a partir de datos etnográficos de otras culturas, especialmente amazónicas, que usan estos accesorios en rituales, lo cual confirmaría el carácter religioso de las estatuas. Serían en este caso seres humanos y no deidades, ya que las facciones no humanas estarían en una máscara y no en la entidad figurada: esto mantiene clara la división entre lo humano y lo sobrenatural. Al hablar específicamente de los elementos felinos, Duque hace una relación de su presencia en varias culturas arqueológicas, en las que se relacionan al parecer con figuras míticas, para luego reportar su presencia en las culturas amazónicas, fuertemente asociados con el chamán y relacionados con la dualidad presa-cazador, que parece ser su aspecto más interesante. Es de notar que el autor no establece una división clara entre culturas andinas y de las tierras bajas, aunque en el contenido de sus observaciones esta separación es evidente.

En cuanto a la interpretación de la estatua conocida como “La tañedora de flauta”, Duque asume la explicación de que puede tratarse de una referencia al tapir; como en otros casos, se apoya en evidencia bibliográfica relacionada con las culturas de las tierras bajas del Amazonas. Estas fuentes hacen referencia a datos no mitológicos (como sí sucede en el caso de las referencias mesoamericanas o peruanas): a ceremonias o creencias registradas por los autores y en los que parecen evidentes la transmutación y la depredación como fenómenos centrales. Lo anterior podría acercarnos a una interpretación, si no chamánica, por lo menos perspectivista de la cultura agustiniana y de su escultura (pero que no se da en este autor: queda solo sugerida).

Eugenio Barney Cabrera en El arte agustiniano: boceto para una interpretación estética de San Agustín (1964), obra explícitamente basada en criterios estéticos, propone un análisis clásico del arte de una determinada cultura según tres fases fijas y generales, universales. En este texto es especialmente evidente, además del naturalismo, el uso claro de elementos de análisis occidentales para la producción artística, esto es, la aplicación de conceptos de la tradición europea para comprender la producción artística, con lo que se acaba reduciendo el arte a una expresión legitimada por valoraciones de matriz estética. Así, vemos que es un estudio de las esculturas a partir de la estética, pero con bases en el materialismo histórico, y que pretende entender toda una cultura a partir del arte, porque en él se vería reflejada la estructura de un colectivo, que dependería de la clase dominante. En el capítulo sobre material y técnica, el autor aborda el tema de la perspectiva y la toma como una característica que distingue el parentesco cultural en términos estéticos entre dos culturas. Ofrece una definición clásica de perspectiva, claramente derivado de la pintura, atado a la idea de representación fiel de la realidad sobre un plano, para sostener la hipótesis de que los escultores agustinianos conocían las leyes de la óptica y la representación de los planos, pero no las aplicaban porque esta no era su intención. De acuerdo con Barney, en el arte agustiniano se buscó “crear una figura que [fuera] cosa diferente de lo que representa[ba]” (citando a Malraux, 1964: 70).

Barney niega el carácter arcaico del arte agustiniano y aboga por que entre en el museo del arte universal. De igual forma, habla de estilización de tipo geométrico con relación a determinadas estatuas. Sin embargo, una estilización supondría una interpretación o transformación a partir de un modelo. Es inevitable sospechar que tal modelo sea la realidad visual, es decir, el naturalismo como matriz.

Aquí parece estar el núcleo de la cuestión. El autor acaba por darle un estatuto superior a la representación fiel, naturalista, pero sostiene la renuncia a este tipo de representación en San Agustín aun cuando los indígenas supuestamente tuvieran este conocimiento, y lo hace a partir de la asignación de un proyecto estético, de una intención, que busca representar otra cosa, lo que no es: es decir, lo que no se ve. Para Barney se representaría una esencia y no la realidad observable, pero precisamente la propuesta, aquí, es sostener que se representaba la realidad y que esta no se reducía a lo observable. El carácter quimérico de las figuras no deriva de una reflexión ni de la imaginación, sino que trae un fenómeno que no es menos real que lo que podemos experimentar visualmente en condiciones cotidianas. El argumento del autor, en cuanto al realismo, es que los indígenas no hicieron una figuración realista porque no lo deseaban así, aunque tenían la capacidad de hacerlo, y que por esto su arte no es inferior y que es injusto considerarlo así a partir de un juicio desde nuestra época.

Nuestra propuesta, por el contrario, es centrar la razón ontológica de esta diferencia. No se trata de una opción estética, sino de un condicionamiento ontológico: el mundo era para los indígenas exactamente como lo representaban, ya que no estaban regidos por el naturalismo; naturalismo que el autor parece sustentar -como se hizo clásicamente en Occidente- en la figuración técnica correcta a partir de principios fisiológicos, lo cual se hace evidente al tratar la perspectiva indígena, que no sería según él la misma que existe en el mundo natural. “La perspectiva, pues, de los agustinanos no es ‘de este mundo’” (1964: 72), ya que ellos representaban las cosas como aparecían a la vista del espíritu, al estar condicionados en su estética por las creencias religiosas: “decir con el lenguaje humano, mediante los instrumentos y los sentidos del mundo terrenal, las presentidas realidades del universo religioso” (p. 73).

Barney defiende el hecho de que hay perspectivas diferentes a la renacentista, entre ellas obviamente la agustiniana, que sería una mezcla entre la perspectiva caballera o a vuelo de pájaro y una visión plana, como la de los lémures. Parece tratarse de un intento de exaltar la cultura indígena adjudicándole habilidades difíciles de demostrar, ya que se apoya implícitamente en la universalidad del propio concepto que trata de relativizar, en este caso la perspectiva. En vez de tratar de demostrar que los indígenas manejaban un tipo de perspectiva no europeo, podría pensarse más verosímilmente que simplemente no contemplaban este concepto. El autor plantea la convivencia, en las estatuas, de dos lenguajes distintos: el del mundo teogónico y el del mundo terrestre. Teogonía y naturaleza se unen gracias a una perspectiva aparentemente absurda, pero que responde a la realidad artística. Esta separación es la que no existe, no se da en la concepción ontológica indígena y se expresa en las quimeras.

Desde un abordaje explícitamente amparado en términos estéticos y artísticos, Pablo Gamboa Hinestrosa publica Esculturas de San Agustín (2007), donde insinúa la hipótesis de que San Agustín fue un centro de difusión cultural hacia Mesoamérica y el actual Perú, y propone considerar las esculturas agustinianas teniendo en cuenta sus características formales, esto es, artísticas. De hecho, sugiere incluirlas en el marco del arte colombiano, como parte de la fase prehispánica. Su objetivo principal parece ser estudiar la estatuaria agustiniana a partir de criterios formales, estilísticos, pero para entenderla o asociarla con la estructura social de la cual es consecuencia. Gamboa encuadra el mito del jaguar como común a varias culturas precolombinas y propone un mismo origen de este mito entre los indígenas de San Agustín, Chavin y los olmecas. De la misma forma, otros elementos como el águila, la serpiente y el doble-yo serían parte de un acervo mítico común que, sin embargo, se reduce a la dimensión temática, sin que haya confluencias estilísticas o formales. En general, en el texto hay una interpretación materialista que busca explicar la función de la estatuaria con relación a la estructura social, las clases sociales y la división del trabajo. En cuanto a la figuración, Gamboa Hinestrosa habla de deidades o personajes importantes. Los colmillos son entendidos como características felinas y estarían posiblemente relacionados con el mito felino. Se trata de un arte de tema religioso, donde incluso la estética dependería de las exigencias religiosas, pero donde a su vez la religión sería reflejo de la estructura social y participaría de la reproducción de las jerarquías por imposición de las creencias.

Así como Barney, Gamboa hace varias deducciones sobre aspectos del funcionamiento social de los agustinianos a partir de las estatuas. La supuesta representación de deidades naturales o asociadas a fenómenos naturales implicaría cultos asociados con ciclos que determinan la agricultura, y la representación preponderante y tardía de guerreros indicaría la ascensión de una clase guerrera. Las esculturas cristalizarían una relación ambigua con las poderosas fuerzas naturales: las figuras imponían su carácter cruel y sanguinario, infundían respeto y no representaban la deidad, sino que eran la deidad misma, que habitaba en ellas. Estas suposiciones no solo adjudican un significado a algunas características formales, como la crueldad y lo terrorífico, sino que les dan una especie de carácter fetichista a las figuras sin aportar indicios arqueológicos o etnográficos para ello.

Este tipo de interpretación funcional del arte agustiniano es llevado a sus últimas consecuencias cuando el autor propone que, al ser la razón de ser de las esculturas la imposición de un determinado culto manejado por castas privilegiadas, en el ámbito de la figuración escultórica tendríamos entonces la convivencia de dos lenguajes: uno popular en los trazos naturalistas anteriores, y otro abstracto y esotérico en las formas posteriores de algunas estatuas. El carácter compuesto de las figuras es interpretado como la representación de una transmutación simbólica, es decir, se interpreta a partir de una conceptualización abstracta sobre la realidad, sin una contraparte experimentable. La deidad principal sería la solar, que se identifica como tal por presentar algunos símbolos asociados al sol como divinidad, pero Gamboa propone esto con el único sustento de algunos fragmentos del Popol-Vuh. Además, esta figura sería masculina en todos sus trazos, a excepción de la boca felina que sería un atributo femenino, por asociarse con un animal nocturno, lunar, y, entonces, femenino. Sin embargo, más adelante, vemos que se adopta totalmente el “mito felino” que se representa como un jaguar copulando con una mujer, es decir, que el jaguar tendría en este caso una identidad masculina y no femenina. Aunque Gamboa parece reconocer la contradicción, conserva la idea de que el jaguar, aunque sea una entidad fecundadora, se asocia con la luna y lo femenino.

Para el autor, los indígenas, al representar deidades, no poseían un modelo a imitar, sino que había una concepción de una imagen que no se podía percibir, pues estaría más allá de las apariencias del mundo visible. Las figuras con colmillos serían esencialmente seres sobrenaturales, con formas antropomorfas, pero con fauces felinas, lo que establecería así una distinción entre el ser humano y la divinidad. Gamboa reconoce el posible origen amazónico del culto del jaguar, así como de otros elementos como las máscaras. En el único caso en que ve la posible figura de un chamán, es cuando la figura humana está cubierta por una piel de animal, lo que representa la transformación chamánica. En este caso, no obstante, se trata claramente de una representación donde las dos figuras están separadas: no hay una convivencia, una ambigüedad ontológica. Cuando tenemos una convivencia explícita de dos dimensiones en una sola figura, las estatuas son interpretadas como sobrenaturales.

Otras miradas

El importante antropólogo y etnógrafo Reichel-Dolmatoff también se interesó por la cultura agustiniana y publicó una obra en inglés exclusivamente sobre este tema: San Agustín. A culture from Colombia (1972). En ella, el autor propone ir más allá de un enfoque descriptivo que acaba por dar solo vagas interpretaciones de dioses y demonios, y considerar las estatuas como expresiones artísticas de un pueblo con normas estéticas obviamente diferentes a las nuestras, pero cuyo espíritu creativo, condicionado por la tradición, produjo un tipo de imágenes cuya forma y contenido debemos tratar de descubrir. Al hacer una descripción formal de la estatuaria, Reichel-Dolmatoff la define como sólida, pesada y generalmente concebida a partir de un volumen único, lo que le restaría capacidad expresiva. Según él, la expresividad, el propio mensaje consignado en ellas, estaría limitada por razones formales, por la forma de las estatuas; por el contrario, creemos que el mensaje es totalmente innovador y desafiador en términos ontológicos para un observador imbuido en el naturalismo. Así como Barney, Reichel-Dolmatoff insiste en el hecho de que estas características técnicas hacen parte de una intención clara de los escultores, como para conjurar la sospecha de una incapacidad perceptiva o de ejecución técnica entre los indígenas, lo que está en sintonía con el proyecto de exaltar el arte agustiniano desde una perspectiva formal.

Al hablar del estilo de las esculturas, el autor refiere que, aunque muchas veces estas representen formas básicas preexistentes en la naturaleza, su ejecución rara vez es naturalista, lo que muestra, por el contrario, un alto grado de abstracción en términos de simplificación geométrica. Incluso cuando las formas orgánicas constituyen la base de los modelos perceptivos desarrollados, estas son combinadas y reinterpretadas en pro de la creación de nuevos seres que obviamente solo existen en el mundo de la imaginación. Las figuras con colmillos son llamadas “monstruos-jaguar”. Al hablar de estas representaciones, Reichel-Dolmatoff argumenta que es claro que el escultor no quería representar un jaguar en un humano, ya que la figura es evidentemente humana, aunque los colmillos exagerados le den una apariencia no humana. De nuevo vemos apreciaciones de carácter formal guiadas por una lógica naturalista o representacional: el hecho de calificar los colmillos como exagerados, en una figura que de por sí no nace de una intención representativa mimética, denuncia este hecho. Al describir los objetos que algunas figuras llevan en las manos, Reichel-Dolmatoff las califica como artefactos que se asocian con actitudes humanas, lo que demuestra el origen esencialmente humano de las figuras. Tenemos entonces, como en otros autores, una división neta y clara entre los humanos y cualquier otra entidad. Para el autor, unas estatuas naturalistas no son aquellas que imitan formalmente la naturaleza -ya que esta actitud está prácticamente ausente en San Agustín-, sino aquellas que no presentan la ambigüedad de la combinación de dos figuras, dos especies en una; es decir, seres transespecíficos en el lenguaje perspectivista. En la interpretación de la figura central del túmulo de Mesita A, Reichel-Dolmatoff la califica como un ser monstruoso, mitad hombre mitad bestia, que debería infundir terror. Las figuras generalmente asociadas con prácticas antropofágicas, por mostrar un cuerpo u otra figura que entra o sale de sus bocas, son interpretadas como con una larga lengua que acaba en una cabeza. Esta interpretación es diametralmente opuesta a la visión quimérica, en la que conviven en una misma entidad dos o más planos. Sin embargo, el autor reconoce que el jaguar nunca aparece como el animal en sí, sino como parte de una entidad o en conjunto con otros seres, ya sea atacando o copulando con una mujer, mezclado quiméricamente con un ser humano, o como parte de un ser compuesto.


Figura 4
Ídolo Meseta A
Fuente: ilustración de Fabio Barrera Téllez, Fundación Cinecultura 1980

Reichel-Dolmatoff hace una reseña de la estrecha relación del jaguar con el chamán en Mesoamérica, Amazonia y Colombia, y enfatiza en las culturas kogi y tukano. El autor se centra en trazos comunes de estas tradiciones, como el mito del nacimiento de una nueva raza fruto de la unión del jaguar y una mujer, y la idea de que el jaguar, entre otros, es el señor de los animales de caza, con lo que es necesario establecer una negociación con él para acceder a las presas. En términos ontológicos, hoy sabemos que la explicación de fondo de este hecho es que, en esencia, presa y cazador son ambos “personas” y poseen una interioridad común desde el tiempo de la creación. El autor propone explícitamente leer las estatuas a la luz de la relación del jaguar con el chamán y específicamente con las sustancias alucinógenas como una forma de contacto entre los dos. Es el primer autor entre los que hemos citado en reconocer que las figuras con colmillos no son deidades, sino principios, según él, de creación y destrucción.

César Velandia, en Iconografía funeraria en la cultura arqueológica de San Agustín (2011), comienza su obra haciendo una interesante crítica a la diferencia entre describir e interpretar en arqueología: es prácticamente imposible describir sin interpretar, sin pasar las formas por el filtro de nuestra cultura. Esta es posiblemente una posición ya muy difundida en el ámbito de la teoría actual, pero paradójicamente calza perfectamente para una crítica a las interpretaciones clásicas de la estatuaria agustiniana; en este caso, a la obra en cuestión: no solamente en cuanto a las interpretaciones morfológicas inexactas asociadas con algunos elementos gráficos, como el corazón, sino para evidenciar el régimen escópico que las funda y que lleva a este autor a buscar, por ejemplo, tipos de perspectiva en las estatuas, hasta consagrar esta técnica como una capacidad universal. Velandia niega que, en general, haya un espíritu naturalista en las representaciones agustinianas, mejor llamado por él objetualista, ya que casi todas son, con algunas excepciones, esencialmente simbólicas, esto es, están compuestas por elementos sígnicos reconocibles (como los colmillos). El autor critica a los estudiosos anteriores por interpretar la estatuaria agustiniana a partir de una estética occidental, y a los arqueólogos posteriores por haberla adoptado. Propone, por el contrario, construir una estética prehispánica específica; critica la aplicación de la perspectiva a la interpretación de las esculturas de San Agustín y defiende el desconocimiento por parte de los amerindios de la ilusión de la perspectiva.

Tras proponer una supuesta presencia de la proporción áurea en la composición escultórica agustiniana, el autor se ocupa de las figuras antropozoomorfas y argumenta que no se trata de un agregado, como sucede en algunas figuras católicas, en las que las alas no tienen ninguna articulación estructural con el personaje: en San Agustín las partes estarían vinculadas morfológicamente en el ser representado. Para Velandia, esta particularidad tiene sentido a partir de la comprensión de que las relaciones entre humanos y animales hacen parte de una totalidad discursiva, mitopoietica.

El autor busca una estructura similar a la que subyace en otras culturas indígenas y que da forma, entre otras cosas, a su interpretación del cosmos, con consecuencias en su acervo mitológico. Al interpretar las figuras que parecen combinar elementos de diferentes seres, Velandia nota una diferencia de fondo, esto es, que la cultura occidental tiende a antropomorfizar la naturaleza, pensar la naturaleza a partir de la cultura, mientras que los indígenas manejarían una visión zoomorfizada del hombre, de la cultura pensada desde la naturaleza. Este podría ser el punto inicial para establecer un argumento diferencial: el autor se acerca a escapar del naturalismo, pero su interpretación de la relación entre naturaleza y cultura desde el punto de vista indígena es limitada. Creemos que no se trata de ver la cultura desde la naturaleza, sino de replantear esta división. No hay una sola naturaleza, sino múltiples, dependiendo del punto de vista, de la perspectiva; esto nos lleva a ver que hay una sola cultura, un solo ser, con diferentes apariencias materiales, objetivas, que se confunden con la naturaleza en sí (Viveiros de Castro, 2002; Descola, 2012).

Velandia también aborda el tema de los chamanes y busca confirmar su presencia en las estatuas. Ofrece una definición de chamán atada a la práctica chamánica y procede a preguntarse cómo identificar esta figura en las estatuas a partir de algunos elementos usados en tal práctica. Reconoce que los accesorios o atuendos no hacen al chamán o no lo identifican, que no se usan para parecer chamán, pero que expresan una gama de poderes chamánicos. Cita a Viveiros de Castro, pero sin llevar a fondo sus conclusiones, y se reduce a reportar el hecho de que las máscaras no son disfraces, sino instrumentos; sin embargo, suponemos que este hecho tiene una contrapartida ontológica de transformación que el autor no asume. En su tarea de identificar a los chamanes, busca algunos elementos que deberían aparecer, como plantas alucinógenas u hongos. Propone nexos también entre algunos grafismos tukanos asociados a los fosfenos que reportó Reichel-Dolmatoff y formas de las esculturas, para demostrar el uso de alucinógenos asociados con los chamanes de piedra. La verdad es que los grafismos indígenas, al no ser figurativos, pueden ser descompuestos y asociados con otras formas y encontrar las relaciones que se quiera, más aún si se comparan varias culturas sin un criterio claro, como lo hace este autor.

Conclusiones

Como se ve, aunque separados ampliamente en el tiempo y con algunas diferencias de enfoque, todos estos autores comparten un paradigma de fondo que los reúne, a pesar incluso de divergencias que ellos mismos identificarían con relación a sus colegas. Se trata del naturalismo que permea todas estas interpretaciones, que enraíza la representación plástica en una habilidad imitativa, con la realidad perceptiva óptica como base, y traslada este postulado al análisis de la estatuaria agustiniana. A partir de los comentarios de estas obras clásicas se pretendió, por oposición, desarrollar una propuesta de análisis alternativa, no sin antes esbozar sumariamente las nociones principales que inspiran este empeño y que se basan en un enfoque ontológico, con el perspectivismo y la idea de quimera como ejes operantes. A pesar de que algunos de los trabajos reseñados se publicaron hace años, la intuición de fondo que los inspira permanece actual y es difundida en las apreciaciones especializadas, así como en las del público lego. Además, que estos trabajos compartan el naturalismo -como fue aquí esbozado- como clave de lectura no implica un descubrimiento, ya que la teoría que aporta este concepto es posterior; sin embargo, rastrear la huella de este enfoque es clave para proponer una alternativa a partir de lo que nos sugiere el perspectivismo.

Es evidente que no tratamos de exponer un análisis concluido, sino de ofrecer un escenario, una plataforma teórica, que aún carece de aplicación concreta con relación al acervo escultórico agustiniano (como, por el contario, sí aparece juiciosamente en los autores reseñados). Sin embargo, aun sin realizar este empeño específico, se puede decir que tenemos un análisis que evita preguntarse qué querían comunicar o representar los escultores agustinianos, basándonos en los indicios plásticos concretos encontrados en sus figuras; tampoco se busca una simbología más o menos mítica a partir de las características de ciertas especies animales o de ciertos elementos cósmicos. Mucho menos se evalúa el valor de las piezas a partir de consideraciones de naturaleza estética, muy amparadas por una idea occidental de arte con una frágil vocación universal.

Por el contrario, el objetivo es discutir la separación neta entre naturaleza y cultura apoyada en una primacía ontológica del ser humano y explorar la inestabilidad de la forma en los indicios externos de las especies que comparten una esencia común, y que se expresa de forma excepcional en las figuras chamánicas. Todo lo anterior está representado magistralmente en las esculturas agustinianas, las cuales no seguirían un padrón representacional convencional basado en la captura de un instante o un ideal, y sí en la figuración de una condición ontológica particular que plásticamente solo puede fijarse a partir de expedientes híbridos y, a su vez, también inestables.

Si aceptamos estas hipótesis, dejamos de explotar el carácter misterioso y enigmático de las estatuas de San Agustín; los indicios sombríos y hasta macabros podrían conjurarse al enfocarse los trazos distintivos de la práctica chamánica en cuanto oficio liminal, que transita entre los mundos, que crea y hace interfaz entre las dimensiones de lo perceptible en la cotidianidad visual y lo extraordinario etéreo. Esta condición, al ser representada de forma concreta en la piedra, no puede reducirse al bosquejo de una realidad simplemente visual. En la búsqueda de los escultores indígenas por alcanzar sus objetivos plásticos y resolver este desafío es que está la genialidad de este pueblo, y tal vez en los trazos de las fórmulas para concretar su trabajo es que podemos rastrear las razones de la fascinación, totalmente vigente, que sentimos al encarar aquellas figuras líticas.

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Notas

1 Este artículo nace a partir del trabajo de campo de la investigación para la obtención del Doctorado en Antropología del IFCS (UFRJ) y contó con la financiación del programa de becas PEC-PG del Gobierno de Brasil.
2 Para tal fin se tomará en cuenta un grupo de autores que comparten una serie de postulados, pero que mantienen encuadres particulares que, se espera, quedarán explicitados en el desarrollo del texto. Si se decidió presentarlos como “dentro de una corriente” es por el conocimiento directo de la interacción que hay entre ellos y la comunión que mantienen sobre intuiciones básicas. Para un panorama completo sobre la evolución en el ámbito académico de esta tendencia de pensamiento e investigación, ver Viveiros de Castro et al. (2003). Descola (2012) también dedica unas esclarecedoras páginas sobre las diferencias y coincidencias de sus ideas con las de otros investigadores identificados con los conceptos que aquí trataremos.
3 Por “cultura arqueológica” se asume en este texto la idea, retomada de Hernández de Alba (1979), de un conjunto constituido por la cultura material y los restos producidos por la acción humana asociados a un periodo y un lugar particulares.
4 Animismo, naturalismo, totemismo y analogismo. Para un desarrollo profundo y detallado de esta propuesta, ver especialmente Descola (2012).
5 Descola, en su magnífica obra Más allá de naturaleza y cultura (2012), amplía su distinción ontológica a culturas de prácticamente todo el planeta, y a partir de un minucioso acervo de materiales etnográficos intenta demostrar la aplicabilidad de las cuatro ontologías a nivel global.
6 Aunque estos autores presenten de manera conjunta la idea de la quimera como concepto original para entender la concepción imagética entre los amerindios, Severi profundiza en sus consecuencias, mientras Lagrou se preocupa más por la complejidad que implica la distinción entre las varias acepciones de la idea de “dibujo”, específicamente en el pueblo kaxinawa, en su influyente trabajo A fluidez da forma (2007). En este libro ella aborda de manera brillante las relaciones entre el concepto de kene como puente entre dos mundos separados, representados por los cuerpos o las figuras y las imágenes (dami y yuxin, respectivamente). A pesar de la importancia de este trabajo, sus implicaciones teóricas no calzan totalmente con el objeto de estudio aquí tratado.
7 Para este trabajo nos hemos basado en una edición de 1974 enriquecida con intervenciones de Pablo Gamboa Hinestrosa y Eugenio Barney Cabrera.


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