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Cartografía y memoria en las Relaciones Geográficas de Indias
Enrique Delgado López
Enrique Delgado López
Cartografía y memoria en las Relaciones Geográficas de Indias
Cartography and memory in the Geographical Relations of the Indies
Cartografia e memória nas Relações Geográficas de Índias
Cartographie et mémoire dans les Relations Géographiques des Indes
Boletín de Antropología, vol. 33, núm. 56, pp. 117-141, 2018
Universidad de Antioquia
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Resumen: En este trabajo se analizará la relación que existe entre la memoria y la cartografía, representada en mapas del corpus de las Relaciones geográficas del siglo xvi. En varios de estos mapas o pinturas coexisten dos tradiciones, la hispánica y la indígena, situación evidenciable por medio de las figuras representadas, así como por los glifos, las líneas y las formas de representar los paisajes. Esta propuesta parte de la idea de que en la cartografía está manifiesta la memoria y que, si bien los mapas del corpus obedecieron a un cuestionario con determinadas circunstancias, es evidente que en la mayoría de ellos quedó una memoria, que el tlacuilo plasmó en el papel por medio de formas prescritas matizadas por su tradición e historia.

Palabras clave: cartografíacartografía,memoriamemoria,relaciones geográficasrelaciones geográficas,tlacuilotlacuilo,paisajepaisaje.

Abstract: In this work the relationship between memory and mapping will be analyzed, represented in maps of the Corpus of the sixteenth century geographic relations. In several of these maps or paintings two traditions coexist, the Hispanic and the indigenous, a situation evidenced by means of the represented figures, glyphs, lines and ways of representing the landscapes. This proposal starts from the idea that in the cartography the memory is manifest and that, although the maps of the Corpus of the Geographical Relations obeyed a questionnaire with certain circumstances, it is evident that in the majority of them was a memory, that the Tlacuilo embodied in the paper by means of prescribed forms nuanced by its tradition and history.

Keywords: Cartography, memory, relaciones geograficas, tlacuilo, landscape.

Resumo: No presente artigo se analisará a relação que existe entre a memória e a cartografia, representada em mapas do Corpus das Relações geográficas do século xvi. Em vários destes mapas ou pinturas coexistem duas tradições, a hispânica e a indígena, situação evidente através das figuras representadas, grifos, linhas e formas de representar as paisagens. Esta proposta parte da ideia de que na cartografia fica manifesta a memória e que, se bem os mapas do Corpus das Relações Geográficas obedeceram a um questionário com determinadas circunstâncias, é evidente que na maioria deles ficou uma memória, que o Tlacuilo modelou no papel por meio de formas prescritas matizadas por sua condição e história.

Palavras-chave: cartografia, memória, relações geográficas, tlacuilo, paisagem.

Résumé: Dans cet article, la relation entre la mémoire et la cartographie sera analysée, représentée dans les cartes du Corpus des Relations Géographiques du xvie siècle. Dans plusieurs de ces cartes ou peintures deux traditions coexistent, l’hispanique et l’indigène, une situation qui peut être mise en évidence au moyen des figures représentées, des glyphes, des lignes et des formes de représentation des paysages. Cette proposition est basée sur l’idée que dans la cartographie la mémoire est évidente et que, bien que les cartes du Corpus de Relations Géographiques obéissent à un questionnaire dans certaines circonstances, il est évident que dans la plupart d’entre elles il y avait une mémoire, que le tlacuilo a capturé sur papier à travers des formes prescrites nuancées par la tradition et l’histoire.

Mots-clés: cartographie, mémoire, relations géographiques, tlacuilo, paysage.

Carátula del artículo

Investigación

Cartografía y memoria en las Relaciones Geográficas de Indias

Cartography and memory in the Geographical Relations of the Indies

Cartografia e memória nas Relações Geográficas de Índias

Cartographie et mémoire dans les Relations Géographiques des Indes

Enrique Delgado López
Universidad Autónoma de San Luis Potosí, México
Boletín de Antropología, vol. 33, núm. 56, pp. 117-141, 2018
Universidad de Antioquia

Recepción: 15 Agosto 2017

Aprobación: 20 Febrero 2018

Es indudable que todos los puntos del espacio geográfico son localizables en la superficie de la tierra, definiéndose tal localización por sus coordenadas, pero también por su emplazamiento y su posición (Dollfus, 1982: 9), mismos que evolucionan en función de la relación que se establecen respecto a otros puntos, a otros espacios a otros rasgos, tal como lo demostró en su momento J. B. Harley (2005). En un trabajo clásico sobre las características del espacio geográfico, Dollfus dijo que, como espacio localizable, el espacio geográfico es cartografiable y la representación cartográfica permite situar los fenómenos y esquematizar los componentes del espacio de acuerdo con una escala elegida y con referencias adoptadas (1982: 9).

Crone, un pionero del estudio de la historia de la cartografía, hace ver que el objetivo del mapa es representar las relaciones recíprocas entre los puntos y los rasgos de la superficie de la Tierra, e indica que tales relaciones se determinan por las distancias y direcciones: la primera es expresada en unidades de tiempo, la segunda por los caminos representados (1956: 9). Pero, además, dice que el mapa puede ser visto -dependiendo del punto de vista con el que se le quiera tratar- como “un documento histórico, un instrumento de investigación y como objeto de arte” (1956: 7). Sin embargo, es Harley quien tiene el enorme crédito de “sacar a la cartografía de sus estrechos confines técnicos” (2005: 18), para convertirla en un medio por el cual se redescribe el mundo “en términos de relaciones y prácticas de poder [o] preferencias y prioridades culturales”. Harley indicó que la lectura de un mapa se relaciona “con un mundo social invisible y con la ideología como con los fenómenos vistos y medidos en el paisaje” (2005: 61).

En tal sentido, los mapas son documentos que, si bien se identifican con el desarrollo de la disciplina geográfica, también son portadores de una información histórica, al quedar reflejados en ellos los rasgos de una sociedad; son, ante todo, documentos en los que el espacio y el tiempo quedan fijos, lo que los convierte en una ventana para asomarnos a la cosmovisión del pasado. ¿Qué se puede decir de los mapas de tradición grecolatina que configuraron tres continentes y un enorme lago interno al sur de Asia? ¿Qué decir de los lugares como Cíbola o El Dorado, que se plasmaron en documentos cartográficos? ¿Cuál es la riqueza de la cartografía gestada en la época virreinal?

Cada mapa goza de peculiaridades que lo hacen único, pues no sólo representa contornos continentales o un territorio, sino que revela otros elementos (decorativos, genealógicos o pictóricos) que tienen relevancia ante la representación territorial. En síntesis, sea cual sea su origen, los mapas son imágenes en las que observamos rasgos inherentes a su propia función -ya sea el patrón territorial, la distribución de tierras o el trazo de caminos- y en las que quedan plasmadas memorias colectivas que se afianzan en el tiempo (Halbwachs, 1968: 212).

Harley y Woodward (1987: XVI) mencionan la etimología del término “mapa”, que en inglés, polaco, español y portugués deriva del latín tardío “mappa”; en otras lenguas de Europa, la palabra usada para “mapa” es una derivación del latín tardío “carta” (en francés, carte; en italiano, carta, y en ruso, karta). Los autores indican que el término “pintura” fue usado en la Europa medieval e incluso en el Renacimiento para designar un mapa; la descripción, como concepto, fue usado, además, como sinónimo de mapa. Al respecto, en algunas lenguas de la India la palabra “mapa” deriva del árabe maqshah, que se refiere a pinturas, descripciones generales y reportes oficiales.1

Los mapas han sido definidos por estudiosos de la cartografía como portavoces de ideología, de retórica (Harley, 2005), de mentiras (Manmornier, 1991), o, al contrario, de acuerdo con Gombrich, los mapas “nada afirman” (1982: 166). Lo anterior sólo evidencia la multivalencia que implica analizarlos, por lo que para entenderlos se requiere acercarnos al estudio de su propósito original y del contexto de su uso. Gombrich menciona que podemos comprender a los mapas porque no llegamos huérfanos de toda preparación, sino que complementamos lo que nos comunica (1982: 165). Es decir, hacer un mapa implica un conocimiento previo del territorio, y entenderlo requiere el análisis del momento en que se realizó y requiere también juicios e ideas sobre lo que representa (para ello contamos con un conocimiento previo).

Un ejemplo de lo que dice Gombrich es la obra de Brotton (2014), quien expone un documentado y profundo análisis de doce célebres mapas correspondientes a igual número de autores e iguales momentos de la historia de la cartografía y la humanidad. Esta trilogía, autor-mapa-momento histórico, está estrechamente ligada entre sí y se impregna desde luego de las variables políticas, sociales, culturales, etc., que enmarcan a toda sociedad.

Entre los objetivos del presente trabajo está el acercarnos al vínculo entre la cartografía y la memoria, en tanto se entiende el mapa como creación humana y se lo aleja del mero contexto técnico ya aludido renglones atrás. Para ello, se utilizan algunas pinturas que integran el corpus de las Relaciones geográficas del siglo xvi, pues por medio de sus líneas, del trazo de los caminos, de las casas o de los árboles, así como de los colores o los topónimos, entre otros rasgos, quedaron plasmados vestigios culturales propios de los pueblos prehispánicos que fueron vertidos en estas imágenes cartográficas consciente o inconscientemente, lo que integró un tejido que se enmarcaba cada vez más a los nuevos intereses dictados por las políticas de la Corona española.

En ese ámbito, cobra valor el tlacuiloque en tanto portador de la memoria que habrá de quedar plasmada en la pintura, al considerar que esas Relaciones geográficas se elaboraron cerca de setenta años después de fundada la Nueva España. Es de esperar que aquel dibujante de origen indígena pintara el paisaje con matices ya distintos a los puramente prehispánicos. Por ello, esta memoria cartográfica que pretendo exponer fue producto de un mestizaje gestado a lo largo de tales décadas; es este mestizaje, justamente, el que marcaría la apertura del camino para revelar la memoria colectiva a la que el tlacuiloque no renunció.

Los rasgos de la memoria

La historia tiene como uno de sus objetos de estudio el pasado, que, en sentido estricto, no existe como tal: sólo existe en la memoria. Aunque historia y memoria se vinculan, también se distinguen, lo que provoca dificultades para precisar sus relaciones (Cuesta Bustillo, 1998: 204). Según Betancourt, la memoria incluye “los espacios de la experiencia” (2004: 126) y aparece “espontáneamente” en el ser social, pero no brota sin pensamiento; por el contrario, surge porque los hombres son racionales, piensan y reflexionan sobre lo que les acontece a ellos y a su mundo (127). La memoria está íntimamente ligada al tiempo (126), se nutre del pasado y se presenta como la matriz de la historia (Sanmartín, 2013: 97). Pese a ello, para Bloch, en palabras de Legoff, a diferencia de otras culturas, la occidental ha esperado mucho de su memoria y en tal contexto se ha introducido una dupla fundamental para el historiador: la historia y la memoria (2001: 12).

Es discutida la capacidad que tiene el ser humano para retener y recordar hechos pasados; para unos, es limitada y selectiva (Sanmartín, 2013: 98), para otros, nada se olvida (Bergson, citado en Halbwachs, 1968: 210), pues “todo el pasado permanece entero en nuestra memoria” (pero ciertos obstáculos, en particular el comportamiento de nuestro cerebro, impiden evocar todas sus partes). Sin embargo, el propio Halbwachs (1968: 210) dice que lo que “persiste son imágenes totalmente confirmadas en alguna galería subterránea de nuestro pensamiento”.

Se distingue una memoria individual, una memoria colectiva y una memoria histórica. La primera es una condición necesaria y suficiente para llamar al reconocimiento de los recuerdos (Betancourt, 2004: 126); la memoria colectiva “recompone el pasado” y los recuerdos se remiten a la “experiencia que una comunidad o un grupo pueden legar a un individuo o grupos de individuos”. La memoria histórica, por su parte, supone “la reconstrucción de los datos proporcionados por el presente de la vida social y proyectada sobre el pasado reinventado” (Betancourt, 2004: 126).

La memoria no sólo está ligada al tiempo, sino que también lo está al espacio. Halbwachs dice que al interior de las sociedades

[…] se desarrollan otras tantas memorias colectivas originales, que mantienen por algún tiempo el recuerdo de acontecimientos que solo tienen importancia para ellas, pero que interesan tanto más a sus miembros cuanto menos numerosos son […]; los habitantes de un pueblo no paran de observarse y la memoria de su grupo graba fielmente todo lo que puede alcanzar de los hechos y gestos de cada uno de ellos, porque reaccionan sobre toda esa pequeña sociedad y contribuyen a modificarla. En medios semejantes todos los individuos piensan y recuerdan en común. Cada uno, sin duda, tiene su perspectiva, pero en relación y correspondencia tan estrechas con la de los otros que, si sus recuerdos se deforman, le basta situarse en el punto de vista de los otros para rectificarlos. (1968: 212)

La historia, para acercarse a la comprensión del pasado, es ante todo “un saber acumulativo con sus improntas de exhaustividad, de rigor, de control de los testimonios” (Cuesta Bustillo, 1998: 204); goza de “métodos apropiados para analizar y diseccionar los usos o el trabajo de la memoria en un grupo o una sociedad dada” (207), no sin que el quehacer del historiador enfrente peligros, como el silencio y el olvido, que “están omnipresentes en cualquier análisis sobre la materia o aparecen en alguna de las fases del fenómeno estudiado” (207). El silencio oscila “entre la barrera de la ocultación y la de lo indecible y, en algunos casos, tropieza con la incapacidad de comunicar, tan traumática es la experiencia del recuerdo” (207). Todo silencio (u olvido) sostiene un proyecto o una identidad, elimina el pasado en aras de un presente o de un futuro que se pretende construir o de la unificación e identidad del grupo portador del recuerdo (207).

Entre sus principales características, la memoria registra y rememora lo trascendente, aquello que por alguna circunstancia es importante para el ser humano; es selectiva (Todorov, 2000: 16) y es por ello que se vincula con la historia, pues no sólo rescata el pasado mediante el recuerdo, sino que lo puede inventar siguiendo determinadas exigencias y reglas (Halbwachs, 1968; Lewis, 1984). La historia nacional es un ejemplo de ello. Como la memoria implica una selección, precisa escoger entre todas las informaciones recibidas, en nombre de ciertos criterios, y tales “criterios, hayan sido o no conscientes, servirán también, con toda probabilidad, para orientar la utilización que hacemos del pasado” (Todorov, 2000: 16). Hay un derecho por saber y por lo tanto de conocer y dar a conocer su propia historia (Todorov, 2000: 17).

En las pinturas, de acuerdo con Gombrich (1982: 14), se reconoce un mundo que se traduce en un “acto de recordación”, en el cual es imposible plasmar exactamente la posición, la forma y el trazo de las cosas que observamos en la realidad. Tal “recordación” implica un reconocimiento (15); es decir, lo que se representa en el papel son formas reconocidas por el pintor cuando su “atención o su conciencia no intervenían o al menos lo hacían vagamente” (15). El reconocimiento, continúa Gombrich (1985: 16), es fácil, automático casi, pero, tal vez por serlo, fundamentalmente inconsciente.

Es un hecho que la memoria y la historia son selectivas, pero también lo es un mapa (George, 1979: 21; Gombrich, 1982: 166; Lois, 2000; Harley, 2005: 118) y también, como la historia, el mapa tiene el carácter de portar información estratégica (Delgado, 2013: 161). En este caso, por ejemplo, la escala ayuda a transportar categorías de importancia, de selección: un mapa local, que albergue tan sólo a una comunidad de personas, nunca será similar en objetivos o en técnicas a un mapa global. Es indudable que en ambos casos no se registrará absolutamente todo el acontecer geográfico. El mapa con escala de 1:5000 permitirá observar ciertos hechos, entre ellos un territorio menor que será útil para atender ciertas necesidades; en cambio, en uno del mismo lugar, con escala 1:50.000, se contextualizarán mayores emplazamientos y relaciones espaciales. La escala es uno de los rasgos cartográficos que resaltan no sólo la importancia del espacio, sino de cualquier elemento que interviene en su composición. Al cambiar de escala, los fenómenos cambian no sólo de magnitud, sino también de naturaleza (Dollfus, 1982: 23; Andrews, 2005; Harley, 2005). Al respecto, Andrews (2005: 34), al sintetizar el simbolismo cartográfico de Harley, destacó el elemento del tamaño, en razón de que cuando “mayor es la escala, el objetivo es más importante”. Otro de los puntos mencionados por Andrews es la ubicación respecto al centro, sin olvidar, desde luego, el color.

¿Cómo observar los rasgos de la memoria en un mapa o, más exactamente, en una pintura del siglo xvi elaborada por los tlacuiloque, adalides de la tradición prehispánica que ya fenecía en las penumbras del tiempo, pero ahora portadores de los intereses de una Corona ajena que les imponía condiciones para elaborar sus pinturas? Para ello, partimos de la premisa de que esa memoria se muestra en el trazo, en el dibujo, en los colores, en las dimensiones de los objetos dibujados y de su ubicación en la pintura, y en el lenguaje visto por medio de la escala (vista esta en la proporcionalidad de los objetos presentados en la pintura). Para nuestra suerte, las pinturas se acompañan de un relato que contribuye también a brindar datos sobre esa memoria que buscamos.

El presente trabajo es un intento por tratar la relación de la “memoria” vista en estos mapas de tradición prehispánica, particularmente en los casos que se mencionarán y que forman parte del corpus de las Relaciones geográficas. Observaremos cómo, por medio del trazo, de la línea e incluso del color, se traslucen rasgos culturales que por el transcurrir del tiempo deberían estar en el olvido, pero que consciente o inconscientemente el tlacuiloque expresó en el papel. En este caso, la memoria entra en juego con el texto y con la pintura, se complementan mutuamente.

La memoria en la cartografía del paisaje

En el siglo xvi se desarrolló una cartografía que se ha denominado “del paisaje” (Fernández y Garza, 2006). Esta recoge una tradición europea vinculada con las posesiones de los señores propietarios, que deseaban plasmar en una pintura sus propiedades. Repitamos que “pintura” es un apelativo propio de la época para designar a lo que hoy conocemos como “mapa”. Esta cartografía del paisaje expresaba también una serie de características socioeconómicas del espacio cartografiado. El Mapa de Upsala, al que Portilla y Aguilera (1986) rebautizaron como Mapa de México-Tenochtitlán y sus contornos hacia 1550 es un ejemplo claro de ello. Estos autores esbozan igualmente rasgos en común entre los mapas mesoamericanos y los mapas-paisaje renacentistas.

Su intencionalidad no era sólo representar límites de propiedades, sino también el ambiente geográfico en el que se encontraba inmerso el espacio representado (Portilla y Aguilera, 1986: 25); el dibujo de sus contornos fue acompañado de otros rasgos, como delinear plantas y animales, además de “las formas de vida de quienes tenían allí su residencia, [dibujando además] diversas escenas del quehacer cotidiano” (25).


Figura 1
Detalle del Mapa de Upsala
Fuente:León-Portilla y Aguilera (1986: lámina 1)

Consumada la conquista del imperio mexica, el gobierno español recompensó con mercedes de tierra a quienes participaron en la guerra, lo que dio lugar al nacimiento de una tradición cartográfica que, sin proponérselo, recogió elementos tanto del pueblo conquistador como del conquistado. La solicitud para el otorgamiento de mercedes debía anexar pinturas de la tierra requerida y ello generó documentos que evidenciaban no solamente la preocupación por representar el espacio en disputa (Montes de Oca et al., 2003: 11), sino por reordenarlo (Muñoz, 2007:208) de acuerdo con los intereses de la Corona. Esto patentizó una “occidentalización del espacio” conquistado.

Paralelo a ello, en el proceso para el otorgamiento de mercedes se solicitaban constantemente pinturas, las “quejas dibujadas”, ausentes de cualquier glosa que las explicara (Russo, 2005: 52), pues, ante todo, la imagen se convirtió en “un soporte fundamental para la visualización de los linderos”, sin que el funcionario virreinal pudiera prescindir de tal documento (54). Luego, como parte del procedimiento, la visita de sitio no sólo requería la pintura, sino que también necesitó poner en letras lo visto durante el recorrido (53); siendo el “momento concreto en el que la visión del artista se encontrará puesta enfrente de quien la verifique con ojos ajenos” (53). De esta manera, la pintura y el relato en la vida jurídica del virreinato habrían de conformar una unidad.

Ambas, pintura y relato, coincidieron al levantar aquella infinidad de documentos que sirvieron a la Corona española para ordenar el espacio y así dar otro paso para consumar una conquista que va más allá de lo militar. Los indios participaron en esta empresa al cartografiar el territorio, pero al pintarlo lo hacían ya para otros intereses, por lo que el territorio adquiría otro status. Por un lado, el sitio quedaba ya confinado al marco legal castellano, mismo que requería el establecimiento de dimensiones y de trazo; direcciones y distancias esquematizadas en la pintura, así como su ubicación con referencia a otros sitios, rasgos que le quitaban para siempre el estigma de lo indígena y lo convertían ya en uno novohispano. Al ejercer operaciones que movilizaban instrumentos, pero sobre todo “saberes y prácticas”, permitieron “codificar el territorio a partir de ciertos parámetros estandarizados para transportarlo a la Real Audiencia, en donde se podía estudiar la petición de merced”. (Muñoz, 2007: 221)

El corpus de las Relaciones geográficas del siglo xvi

El proceso que culminó con lo que hoy se conoce como el corpus de las Relaciones geográficas del siglo xvi se entiende como la pretensión por conocer la realidad del Nuevo Mundo; un intento por saber tanto las necesidades como las riquezas de las partes que integraron el vasto imperio español, así como correr el velo fantasioso y dar lugar, de una vez por todas, al conocimiento objetivo, tanto histórico como geográfico y estadístico, de las diversas partes del continente (Delgado, 2010: 99). El mérito radica en que supo materializar su interés por la geografía e historia del Nuevo Mundo.

Aunque uno de los valores del corpus fue el envío de los cuestionarios que pretendían recopilar información, otro quizá más importante fue la enorme cantidad de cuestionarios que fueron contestados y que llegaron a la metrópoli. Luego de varios intentos lanzados por diversas partes del imperio (1569, 1573, 1574-1575), en 1579 el cosmógrafo Juan López de Velasco redactó un cuestionario con cincuenta preguntas o capítulos, aplicable a las posesiones españolas en el mundo. En esta ocasión, la Instrucción y Memoria fue impresa y se distribuyó por

Los pueblos de los españoles y de indios […] enviándolas a los Concejos, y donde no, a los curas si los hubiere, y si no a los religiosos, a cuyo cargo fuere la doctrina, mandando a los Concejos, y encargando de parte de su Majestad a los curas y religiosos, que dentro de un breve término las respondan y satisfagan como en ella se declara. (En Acuña, 1986 T. ii: 15)

Los cuestionarios lograron disectar los territorios indianos y con el paso del tiempo se convirtieron en fuentes primordiales para entender el siglo xvi novohispano, al emanar de ellos datos históricos, etnográficos, geográficos, económicos y, desde luego, cartográficos. En la pregunta 10 del cuestionario se requiere información sobre

el sitio y asiento donde los dichos pueblos estuvieren, si es en alto, o en bajo, o llano, con la traza, y dé signo en pintura de las calles y plazas y otros lugares señalados de monasterios, como quiera que se pueda rasguñar fácilmente en un papel, que se declare qué parte del pueblo mira al medio día o al norte. (En Acuña, 1986 T. ii: 17)

Lo mismo pasa en la pregunta 42, en la que se requiere información sobre los puertos y desembarcaderos, especificando levantar “la figura y traza de ellos en pintura, como quiera que sea en un papel, por donde se pueda ver la forma y talle que tienen” (en Acuña, 1986 T. ii: 20).

Cada uno de los mapas guarda particularidades, lejos de una tabla rasa que clasifique homogéneamente al conjunto. Se encuentran en el trazo del paisaje tanto tendencias europeas, digamos en los mapas gráficos, como herencias indígenas. Es una cartografía que resultó de un intento por configurar cada vez mejor la imagen de las regiones que componen al continente. Al no existir una regla para poder clasificarla, su variedad sólo puede traducirse en una riqueza a base de formas, perspectivas o motivos representados.

La importancia del corpus, en tanto fuente histórica y etnográfica, pero, sobre todo, cartográfica, ha sido tratada en las investigaciones de Caso (1949), Robertson (1959), Carrera Stampa (1968) y Cline (1972), y ha servido de base para el estudio de la cartografía creada a lo largo de la primera centuria del período virreinal. Se suma a esta lista el trabajo de Yoneda (1981), que con el paso del tiempo contribuyó a fortalecer el estudio de la cartografía novohispana. Las ediciones que llevó a cabo René Acuña en la década de los años ochenta vinculadas a la Nueva España, y Mercedes de la Garza y Ana Luisa Izquierdo correspondientes a las de la Gobernación de Yucatán (1983), se agregan a la lista que pone de manifiesto la trascendencia de estas fuentes primarias.

Recientemente, las investigaciones de Mundy (2000) y Russo (2005) se constituyen en sólidos trabajos para el tema de la cartografía que acompaña a las Relaciones geográficas. Hace décadas, Palm (1973: 109-112) escribió que esta cartografía ocupaba un “lugar marginal en la historia del arte hispanoamericano”, a pesar de ofrecer “una incomparable posibilidad de observar el proceso de aculturación […] con la convergencia de dos tradiciones” (109). Palm apreció el modelo de los planos biproporcionales, al encontrar semejanza con ilustraciones del corpus de los agrimensores romanos. Los diagramas romanos y las pinturas novohispanas tienen en común precisamente aquella

[…] discrepancia entre el sistema general, geométrico, y la ciudad representada en perspectiva […]. Ante todo, es distinta la forma en que se indica la ciudad, puesto que el mapa americano ha de relatar el aspecto de un pueblo concreto, mientras el romano, para sus fines didácticos, se contenta con una abstracción. Por lo demás, parece ser una coincidencia que excede a la convergencia casual o fórmulas universales propias de toda la humanidad. (Palm, 1973: 111)

Por su parte, Robertson habla de estilos europeos e indígenas o nativos plasmados en las pinturas (1972: 256-257), al identificar el estilo indígena como conceptual, en contraste con el arte perceptual de los europeos; a su vez, califica las formas convencionales de la tradición nativa como unitarias, compuestas de partes separables, en contraparte del estilo europeo que es unificado, donde las partes están subordinadas al todo. Al hablar del color en las técnicas que se estudian, Robertson lo revaloró en la tradición prehispánica como un concepto y una cualidad constante de objetos, a diferencia de los europeos, lo hacen en respuesta a la percepción de la naturaleza (Robertson, 1972: 256-257; Gruzinski, 1991: 49). Por último, atiende a las cualidades que distinguen las influencias europeas e indígenas y las resume en cuanto a línea, color y forma (esta, a su vez, la divide en geográfica, arquitectónica y humana). También considera que el espacio representado es tridimensional en los cartógrafos españoles y bidimensional en los indígenas (Robertson, 1972: 256-257).

Fuera del plano estilístico, y meramente en el geográfico, Butzer y Williams (1992: 536) refieren las ventajas heurísticas de estas pinturas, al decir que:

  1. 1. Fueron elaboradas al mismo tiempo y son conocidas sus fechas de elaboración.
  2. 2. Fueron comisionadas con el mismo propósito, con instrucciones explícitas para dibujar un pueblo e ilustrar el sitio y la situación de cada uno.
  3. 3. El texto de las Relaciones provee información de los indígenas principales y ancianos, quienes fueron el recurso de la mayor información en las respuestas y los mapas indígenas.
  4. 4. La información dada por una Relación ayuda a explicar las características presentadas sobre la pintura correspondiente.

Finalmente, Butzer y Williams agregan que las pinturas cumplen un objetivo europeo (1992: 540), pero reconocen que es una cartografía poco familiar. El Duque de Alba (1951: 5), al hablar de estas pinturas, decía que eran “mapas del más primitivo y encantador procedimiento cartográfico”, comprensibles si se carecía de personal capacitado para interpretar estos dibujos geográficos, a los que les decían “rasguños”. Al decir del propio Duque, “en verdad que arañaban a toda buena conciencia geográfica”, aunque reconocía que había de “buena mano y hasta con arromacos y pretensiones”, pero en general carecían “de la proporción que da el conocimiento exacto de la posición relativa de pueblos y accidentes, como de escala gráfica y aun de orientación”, abundando “en leyendas, algunas de enorme interés local y no suelen faltar árboles, casas, animales y escenas de caza o de guerra”.

El tratado de la cartografía virreinal, particularmente aquella vinculada con herencias prehispánicas y la inmersa en las Relaciones geográficas, ha cobrado un fuerte impulso en los últimos años. Se han realizado múltiples estudios sobre la conformación y estructura del espacio, tomando como fondo la cartografía producida, que, con sus trazos, colores, tipologías, glifos, etc., representa un sistema de registro que denota tales influencias prehispánicas.

Fernández y García Zambrano (2006) echaron mano del material cartográfico gestado no sólo como parte del corpus de las Relaciones geográficas, sino de toda una información localizada en crónicas y archivos que igualmente contribuyó a la comprensión del Altepetl. Por su parte, los problemas por la propiedad de tierras, tan numerosos en la época, son también ejemplo de ello, pues los respectivos expedientes están acompañados por documentos escritos y cartográficos que igualmente prueban esa valiosa y rica tradición precolombina.

El texto de Russo (2005) es un ejemplo de lo anterior. A la lista de autores se suma Roskamp (2010, 2009), quien muestra el valor de los documentos pictográficos -esta vez en la zona de Michoacán-, para establecer, entre otras cosas, el reclamo de tierra y el estudio del pueblo purepecha y sus relaciones con el grupo de origen náhuatl. Pero la pictografía de origen prehispánico no sólo se queda en ese aspecto. García Valencia y Hermann Lejarazu (2012), al estudiar el Códice de Yanhuitlán, encuentran en sus láminas elementos de retórica clásica.

En otra dirección, Manso Porto (2015) no sólo analiza veintiún mapas manuscritos de las Relaciones geográficas de Indias de la Real Academia de la Historia (México, Perú, Quito Venezuela y Colombia), como parte de la respuesta de la Instrucción y memoria… de 1577, sino que su artículo constituye una excelente síntesis historiográfica sobre las Relaciones geográficas, sin dejar de lado, desde luego, el aspecto cartográfico. Digno de mención es el trabajo realizado por Campos (2003), concerniente al estudio de las Relaciones topográficas levantadas exclusivamente para la península, sin destacar ningún dato cartográfico específico, pero más tarde reconocerá que esta magna obra tuvo un gran mérito científico por el “método seguido y por el fin que se buscó al diseñar el proyecto” (Campos, 2009: 384).

La riqueza de los documentos cartográficos del período virreinal, ya sea los que integran las Relaciones geográficas o los encontrados en los expedientes vinculados a los pleitos de tierras, han sido y seguirán siendo un tema que está lejos de agotarse. Fuera de toda discusión, los documentos cartográficos que se enviaron a la metrópoli acompañando a las Relaciones en respuesta y atención a las Reales instrucciones, fue ante todo una cartografía de espacios vividos que se plasmó en la mayoría de los casos por los tlacuiloque o dibujantes, en la que en múltiples ocasiones se mezclaron formas de representar aquello que integraba el espacio y que, al hacerlo, consciente o inconscientemente, se constituyeron en manifestaciones de la memoria de su propio pasado prehispánico.

Los hechos geográficos y las construcciones cristianas se dibujaron con otra perspectiva. Las dos dimensiones, de claro legado prehispánico, conviven ahora con el tridimensionalismo, el punto de trazo revela un centro que se traduce en una circularidad, el dibujo de pies -también de indiscutible legado prehispánico- se altera a favor de las espuelas de los caballos. En síntesis, el mapa indígena colonial, “junto a un simbolismo tradicional, empeñado en señalar los ríos, las fuentes, las montañas, los caminos, el hábitat, dio cabida a signos nuevos hechos indispensables por la penetración colonial” (Gruzinski, 1991: 49).

El tlacuiloque plasmó una pintura de acuerdo con lo que veía, pero, sin proponérselo, puso en el papel rasgos de su memoria, tanto individual como colectiva. Tenía que pintar iglesias y así lo hizo; lo mismo sucedió con los caminos o los ríos, o con cualquier otro accidente que considerara importante destacar. Pero lo hizo siempre de una manera muy particular, más allá de una mera relación natural con el entorno, ya que si bien el indio fue el constructor de las iglesias novohispanas, reproduciendo en ellas patrones de estilo y de arte, fue también el reproductor de las líneas que dibujaron un nuevo paisaje; y aunque el modelo europeo era la esencia de la superioridad, los indios gozaron del reconocimiento de la invención (Gruzinski, 2007; 123), de la añadidura, de la mixtura, de la simbiosis.

El mismo Gruzinski menciona “la oralidad estrechamente vinculada a la observación de las ‘pinturas’ y cómo de su acción sutil dependía la conservación de la integridad de la información” (1991: 81). Por esta conjunción, las pinturas implicaban no “solo la conservación material del objeto sino también la facultad conservada de interpretarlo […] y de reproducirlo e incluso de elaborarlo de nuevo con base en documentos antiguos e informaciones más recientes” (81).

Pero si bien las Relaciones geográficas han servido de base para describir el pasado de las sociedades mexicanas, nada indica que los indios que contestaron los cuestionarios percibieran su pasado a la manera en que los españoles del siglo xvi podían concebirlo (Gruzinski, 1991: 81). Al momento de contestar aquellos cuestionarios, los ancianos “hurgaron en su memoria para sacar de ella con qué responder a las autoridades coloniales” (81), pero esos informantes ya eran casi octogenarios, por lo que se “habían formado en un medio prehispánico exento aún de toda influencia occidental” y eran los “últimos testigos de un mundo acabado, portadores no sólo de una información preciosa, sino también de las técnicas que aseguraban su conservación y transmisión” (81).

En la pregunta 9, referida a pueblos de españoles, se pregunta

el nombre y sobre nombre que tiene o hubiere tenido cada ciudad o pueblo, y por qué se hubiere llamado así (si se supiere) y quién le puso el nombre y fue el fundador della, y por cuya orden y mandado la pobló, y el año de su fundación, y con cuántos vecinos se comenzó a poblar y los que al presente tiene. (En Acuña, 1986: 17)

Las preguntas 13, 14 y 15, referidas a pueblos de indios, requieren que se recojan datos sobre “lo que quiere decir en lengua de indios el nombre del dicho pueblo de indios y por qué se llama así” (en Acuña, 1986: 18) (pregunta 13). En la 14, “cuyos eran en tiempos de su gentilidad, y el señorío que sobre ellos tenían sus señores y lo que tributaban y las adoraciones, [los] ritos y [las] costumbres, buenas o malas, que tenían” (en Acuña, 1986: 18). En la 15 se requiere el levantamiento de datos sobre “cómo se gobernaban y con quien traían guerra y cómo peleaban, y el hábito y traje que traían y el que ahora traen, y los mantenimientos de que antes usaban y ahora usan, y si han vivido más o menos sanamente que ahora, y la causa que de ello se entendiere” (en Acuña, 1986: 18).

En la “Relación de Atlatlahucán”, fechada el 17 de septiembre de 1580 (Acuña, 1982-1988), se dice que “el ilustre señor Gaspar de Solís”, corregidor del pueblo

[p]ara el dicho efecto, mandó parecer ante sí a don Lucas de Velasco, gobernador del dicho pueblo, y, con él, a Don Diego Jacobo y a don Pablo Hernández, alcaldes del dicho pueblo, y, con éstos, [a] otros muchos indios, principales y macehuales, deste dicho pueblo, los más ancianos… y se les dio a entender, por lengua de Juan Lorenzo, interpréte de las lenguas mexicana y matlazinca, jurado en forma, como por su Majestad se manda que se declare y de entender, haciendo averiguación de las cosas contenidas en la dicha relación. (En Acuña, 1982-1988, México i: 44)

En la respuesta 2, Juan Lorenzo recogió de sus entrevistados la noticia

por lo haberlo oído de sus padres, y a otros indios ancianos y antepasados, y por las pinturas que tienen y les dejaron los dichos sus padres difuntos, saben que habrá sesenta años, poco más o menos, que se ganó esta tierra y la ciudad de México. (En Acuña, 1982- 1988, México i: 45)

El relato que rescató el indio Juan Lorenzo alude al propio Hernán Cortés, “capitán de todos y mayor y en nombre del Emperador”. En la respuesta 5, los ancianos entrevistados “dijeron y respondieron” que en tiempo de la infidelidad el “pueblo tenía y estaba más poblado de indios y gente que al presente tienen” (en Acuña, 1985 T. i: 46). Relataron que había más de “mil indios vecinos de pelea, que guerreaban” y al presente, “por cuenta y tasación, doscientos vecinos” (en Acuña, 1985 T. i: 46). Entre las causas de tal despoblamiento, los ancianos relataron que “habrá tres años que, del cocoliztle general y mortandad que hubo” (en Acuña, 1985 T. i: 46). El traje y vestido de los indios era “tan solamente una manta, y camisa y zaragüelles blancos de algodón, por ser muy miserables” (en Acuña, 1985 T. i: 46). En cuanto a su talle y parecer, declararon que “son morenos, amulatados, y, en disposición, es general como los españoles, y desta estatura. Son de poco entendimiento, y muy inclinados a humildad, y su vivir es muy pobremente” (en Acuña, 1982-1988, México i: 46).

“A la trecena pregunta y capítulo” respondieron que el nombre de su pueblo “es y fue porque está, [a] un cuarto de legua de su pueblo un nascimiento de agua, que es casi un poco, agua que allí mana, amarilla” (en Acuña, 1982-1988, México i: 48).

En la catorcena,

dijeron y respondieron, mediante la dicha lengua del intérprete, que en tiempo de su infidelidad reconocían y les tenían señorío a los indios de este pueblo de Atlatlauhca y su comarca, que es [Teu]Tenango, Calimaya, y Tepemaxalco, y Malinalco y Ocuila y Tenatzinco, Motezuma, su rey señor natural en su infidelidad. (En Acuña, 1982-1988, México i: 48)

[…] y que sus ritos y adoraciones eran ídolos de piedra y de madera y árboles monteses, y a estos ofrecían presentes de aves monteses, que eran tordos, y búhos y gavilanes y tórtolas y codornices […]. (En Acuña, 1982-1988, México i: 48)

El mapa de la “Relación” de este poblado destaca el valle en el que está asentado; se muestran siete iglesias con la respectiva cruz señalando el oriente; todas las ventanas y puertas de las iglesias, así como las casas dibujadas, miran hacia el poniente. Las construcciones están trazadas con dos dimensiones, a la manera prehispánica, pero un detalle manifiesta el mestizaje que ya se gestaba, al que el tlacuiloque no pudo escapar: los árboles se dibujaron con un estilo diferente, lo que recuerda vivamente motivos que parecen ser a todas luces renacentistas, donde las tres dimensiones están manifiestas.


Figura 2
Detalle de la pintura de Atlatlahucán
Fuente: “Relación de Atlatlauhcan”, en Relaciones geográficas del siglo xvi. México. Acuña, 1985, T. i.

Entre las herencias indígenas ya mezcladas se encuentran los caminos. En la tradición prehispánica, estos se representaron con una sola línea y con los pies a un lado de ella, lo que alude a la vereda tal y como está en el mapa de Mochitlán. Conforme se consolidaba el virreinato, la forma de representar los caminos cambió a dos líneas, pero también con dos símbolos se reconoce la senda (uno de ellos eran los pies y el otro las espuelas de los caballos).


Figura 3
Detalle de la pintura que acompaña a la relación del obispado de Tlaxcala
Fuente:Acuña (1982-1988)


Figura 4
Detalle de la pintura de Mochitlán
Fuente:Acuña (1982-1988)

Por su parte, en la pintura de la relación de Culhuacán conviven igualmente las dos tradiciones, mostradas unas en el trazo de las iglesias y otras en los caminos y en el dibujo de la corriente del río. La iglesia correspondiente a “sujeto de Santiago” está en tres dimensiones, mientras que la de Santa María se dibuja en dos. La representación del camino es similar a la representación de la pintura de Atlatlahucán, mientras que el río conserva tanto el color como la configuración de línea curveada intermedia.


Figura 5
Detalle de la pintura de Culhuacán, elaborada por Pedro de San Agustín
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, México. Acuña, 1986

Las dimensiones de los edificios y su ubicación en las pinturas es uno de los detalles más importantes para poder hacer una lectura del documento. En el caso de este mapa de Culhuacán existen dos edificios con dimensiones similares. Uno de ellos es la iglesia cristiana, en que se lee: “Ésta es la advocación de la cabecera de San Juan Evangelista, que es Culhuacán”. Más abajo de esta representación se ubican, en el lugar central de la pintura, dos glifos; uno, ubicado en la parte superior -el glifo del lugar-, con la respectiva leyenda “por este cerro se llama este pueblo Culhuacán”, y el otro, el de la “comunidad”.

La representación de la iglesia y los glifos ocuparon un lugar destacado en el trazo de la pintura, pero también hay que notar que parece, por el tamaño de los bosquejos, que existe una contraparte, pues la grafía de ambos glifos se convierte en una unidad que no sólo ocupa la centralidad de la pintura, sino que está enmarcado por caminos rectos ya delineados a la manera de retícula, además casi rodeados por una serie de iglesias que casi cierran un círculo, como lo serían, de abajo hacia arriba, Santa María Magdalena, Transfiguración, San Juan Bautista, Santa Ana, luego una iglesia sin nombre, una cruz, y la Ermita en la Acequia.


Figura 6
Detalle de la pintura de Culhuacán
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, México. Acuña, 1986

La “Relación de Culhuacán” es, en términos generales, escueta si la comparamos con otras (incluso, de la misma provincia de México). Se indica que “mediante Diego de Paz, teniente del dicho partido e intérprete de la lengua mexicana que hablan los dichos indios”, y fray Juan Andrés Núñez, prior del monasterio de San Agustín, quien estaba presente y “entendía la lengua mexicana”, se juntaron para “este efecto y declaración de la dicha instrucción, y dijeron y declararon” entre otras cosas que Culhuacán, “el nombre antiguo, en nuestro lenguaje, es ‘una punta de cerro encorvado’ y que quien conquistó la tierra fue el mismo que ganó y conquistó la ciudad de México” (en Acuña, T. ii, 1986: 33): obviamente se referían a Hernán Cortés. Relatan también que en “tiempos pasados, y después de conquistados, eran muy muchos más, y con enfermedades que han tenido, y en especial de pestilencias, que ellos llaman cocoliste, se han muerto” (en Acuña, T. ii, 1986: 33). En uno de los mapas elaborados en la provincia de Tlaxacala, San Juan Cazcatlán, las representaciones de motivos indígenas siguen vigentes, como los glifos de cerros o lugares; igualmente, las corrientes y los ojos de agua se ajustan a las formas indígenas heredadas. La pintura está orientada no sólo por las cruces de las iglesias, sino por un dibujo del sol en la parte superior de documento aparentando un joven rostro y, en el inferior, la representación acaso del mismo astro con facciones propias de la vejez.


Figura 7
El sol en el oriente (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)


Figura 8
El sol en el ocaso (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

Pero también llama la atención que en todas las construcciones el trazo en tres dimensiones es una constante y que los caminos están indicados ya no con pies, sino con espuelas, acaso en razón al privilegio real otorgado a los tlaxcaltecas de poder usar el caballo como distinción por la ayuda que otorgaron a las huestes de Hernán Cortés en la conquista del pueblo mexica.


Figura 9
El sol en el ocaso (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

Los caminos confluyen al poblado principal, distinguiéndose este en la pintura no sólo por esa afluencia, sino por su posición central y por el tamaño brindado para la iglesia. En lo que respecta al mapa de la “Relación de Mizquiahuala” predominan los rasgos indígenas que a la postre ordenan el espacio. Al centro, en trazo bidimensional, se estampa en perfectas líneas rectas la iglesia cristiana, la Iglesia de Mizquiahuala, y a su lado, como una huella latente del relativamente cercano pasado prehispánico, en posición sedente, con los pies al aire y con el glifo del águila en la parte superior de la cabeza, está la figura del señor Quahtzin Tecutli, señor de Mizquiahula, que da la autoridad al lugar (aunque ya compartida con la potestad franciscana).

Debajo de esta iglesia, igualmente con estrías rectas, pero recordando el trazo prehispánico, está la iglesia pequeña de Santiago de Atengo. A la derecha hay otras dos, pero al igual que la principal, están ya trazados con los lindes propios de la iglesia católica, incluso las tres con un estilo similar, y similar también, a un lado, en posición de poder, el señor del lugar, el más cercano a la iglesia principal, llamado Tzontecomatzin tecuhtli, señor de Tezontepec; en la parte baja, Ilhuitzin tecuhtli, señor de Atengo.

Es indudable que este mapa de Mizquiahula presenta rasgos prehispánicos vistos en los glifos, el trazo, la bidimensionalidad, las estrías del río, las posiciones de los señores, pero ahora se suman de manera frontal el color y la escala, vista esta en cuanto a la proporción que guardan los sitios representados en la pintura, y se suma también la centralidad, rasgo europeo que contrasta en esta ocasión a primera vista y que pone en la balanza dos sitios: la iglesia, dibujada con un trazo pobre, de sólo líneas, dos dimensiones, sin color, aunque ocupando el centro del documento; es el centro político español, nombrada con la seca leyenda “Esta es la iglesia de Mizquiahula” (sin siquiera hacer una referencia a la advocación santoral). Y el cerro, que se ubica justo al lado izquierdo de esta iglesia principal, que está finamente coloreado, pero, además, por su proporción, provoca que la vista se dirija fácilmente hacia él. Se trata seguramente del antiguo altepletl, que el tlacuiloque estampó sin más, opacando por ese manejo del color y la proporción aludido al templo franciscano, lo que deja entrever la evocación de su pasado. En la explicación que da Acuña de los glifos que se dibujan en este cerro, señala solamente que “algunos son identificables, lo que hace incierta la determinación del topónimo” (1985: 37).

El tlacuiloque agregó una leyenda que no ayuda a comprender la importancia del cerro; dice así: “Este cerro de Mizquiahula, donde hay mucha cantidad de leones y culebras y venados, y liebres y conejos” (Acuña, 1985: 38). Pasaje en el que, por lo demás, no viene al caso la mención ante la evidencia del significado cultural, ya adormecido, del altepetl. Del autor de la pintura se ignora el nombre; sólo el firmante de la relación, Juan de Padilla (28 de octubre de 1579), parece que ya la tenía al contestar el cuestionario, hecho que resalta René Acuña (1985: 31). La relación que acompaña a la pintura no es rica en los datos de la memoria, como lo es la pintura, por lo que ante ese desfase la pintura le gana por mucho al escrito en atributos históricos.


Figura 10
Mapa de Mizquiahula
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

La “Relación de Atengo y Mizquiahuala” destaca que la región padeció des- población a causa del “gran cocoliste que hubo en esta Nueva España” (en Acuña, 1985, T. i: 28); la región fue regida por la orden de San Francisco, en cuyo monasterio residían frailes. Mizquiahuala era un pueblo de indios que estaba en la mitad de la “Corona Real y en la mitad en Melchor de Contreras, hijo de conquistador” (en Acuña, 1985, T. i: 28).

Conclusiones

Uno de los puntos que es necesario traer a colación en esta sección es el carácter multifacético del mapa. Este es portador de datos que describen un territorio, al marcar distancias y direcciones, así como lugares relevantes en una red de caminos que, en conjunto, conectan y estructuran el espacio geográfico, cuya cualidad principal es el ser “cartografiable”. Al analizar a fondo los documentos cartográficos, se encuentran otros semblantes que hacen del mapa un documento que va más allá de la mera descripción gráfica. En los trabajos de Harley se hablaba de una ideología que portaba la cartografía en general, hecho inevitable si pensamos que el hacedor de mapas, al dibujar el contorno del territorio en el papel, no podía hacerlo indistintamente, pues entre el territorio y el papel estaba precisamente él, que tenía a cuestas una cultura a la que le era imposible renunciar.

Aunque las pinturas analizadas muestran un mestizaje, es por medio de estas que se muestran no sólo los vestigios de la representación espacial prehispánica, sino los intereses propios de la cultura española. La memoria está resguardada en lo que el tlacuiloque realizó, pues fue el portador de una multitud de variables que volcó en el documento, y por medio de ellas mostró rasgos por los cuales percibimos herencias y recuerdos de una cultura a la cual él perteneció y que, sin darse cuenta, trasmitió por medio del color, los glifos presentados y las líneas utilizadas para marcar caminos o ríos.

La memoria sirvió a la cultura occidental, pues esta la usó para legitimar su propia conquista y castellanizar un espacio ajeno. Por medio de esa memoria, la cultura occidental entendería el proceso que se estaba gestando y que la Corona no podía hacer a un lado. Las disputas de tierra, la ocupación de un territorio y la tradición oral recuperada eran vitales para establecer el pleno dominio. Lo que dijera “el otro” era el medio para dominarlo.

Material suplementario
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Notas
Notas
1 Para los fines que nos atañen, el término “pintura” y el de “mapa”, así como el de “imagen cartográfica” (Delgado, 1993: 5), serán utilizados indistintamente para designar a los mapas que se estudiarán en este trabajo.

Figura 1
Detalle del Mapa de Upsala
Fuente:León-Portilla y Aguilera (1986: lámina 1)

Figura 2
Detalle de la pintura de Atlatlahucán
Fuente: “Relación de Atlatlauhcan”, en Relaciones geográficas del siglo xvi. México. Acuña, 1985, T. i.

Figura 3
Detalle de la pintura que acompaña a la relación del obispado de Tlaxcala
Fuente:Acuña (1982-1988)

Figura 4
Detalle de la pintura de Mochitlán
Fuente:Acuña (1982-1988)

Figura 5
Detalle de la pintura de Culhuacán, elaborada por Pedro de San Agustín
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, México. Acuña, 1986

Figura 6
Detalle de la pintura de Culhuacán
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, México. Acuña, 1986

Figura 7
El sol en el oriente (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

Figura 8
El sol en el ocaso (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

Figura 9
El sol en el ocaso (detalle de la pintura de Cazcatlán)
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)

Figura 10
Mapa de Mizquiahula
Fuente: Relaciones geográficas del siglo xvi, Tlaxcala (en Acuña, 1985)
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