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Nostalgia por un pasado idealizado: la producción de café y la identidad nacional en Orosi, Costa Rica
Kate Fischer
Kate Fischer
Nostalgia por un pasado idealizado: la producción de café y la identidad nacional en Orosi, Costa Rica
Nostalgia for an idealized past: coffee production and national identity in Orosi, Costa Rica
Nostalgia por um passado idealizado: a produção de café e identidade nacional em Orosi, Costa Rica
Nostalgie d’un passé idéalisé: production de café et identité nationale à Orosi, Costa Rica
Boletín de Antropología, vol. 33, núm. 56, pp. 158-183, 2018
Universidad de Antioquia
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Resumen: En el tiempo de la neoliberalización del Estado de bienestar, los habitantes de Orosi, Costa Rica, expresan un deseo aparentemente contradictorio de regresar a un pasado cafetalero más sencillo, a la vez que desprecian la producción contemporánea. Analizo esas contradicciones partiendo de la noción de Richard Price de “tarjeta postal:” así como las postales, los oroseños recuerdan una versión idealizada de su pasado, lo que extirpa las dificultades en sus intentos por darle sentido a un presente incierto. Esta visión nostálgica ha dificultado que respondan a los cambios socioeconómicos y, como resultado de ello, se culpa a los jóvenes por los fracasos estructurales de la sociedad.

Palabras clave: Costa RicaCosta Rica,identidad nacionalidentidad nacional,cafécafé,construcción del pasadoconstrucción del pasado,memoriamemoria.

Abstract: At the time of neoliberalization of the welfare state, inhabitants of Orosi, Costa Rica, express a desire apparently contradictory to return to a simpler coffee past while despising contemporary production at the same time. I analyze these contradictions based on Richard Price’s notion of “postal card”: as well as the postcards, Oroseños recall an idealized version of their past, extirpating difficulties in their attempts to make sense of an uncertain present. This nostalgic vision has made it difficult for them to respond to socio-economic changes and, as a result, young people are blamed for structural failures.

Keywords: Costa Rica, national identity, coffee, construction of the past, memory.

Resumo: No tempo da neoliberalização do estado de bem-estar, os habitantes de Orosi, Costa Rica expressam um desejo aparentemente contraditório de retornar a um passado mais simples baseado na colheita de café e ao mesmo tempo em que desprezam a produção contemporânea. Analiso essas contradições partindo da noção de Richard Price do “cartão postal”: assim como os postais, os habitantes de Orosi lembram uma versão idealizada do seu passado, extirpando as dificuldades em suas tentativas de dar sentido a um presente incerto. Esta visão nostálgica tem dificultado que respondam às mudanças socioeconômicas e como resultado se culpa aos jovens pelos fracassos estruturais.

Palavras-chave: Costa Rica, identidade nacional, café, construção do passado, memória.

Résumé: À l›époque de la néolibéralisation de l’État-providence, les habitants d’Orosi, au Costa Rica, expriment un désir apparemment contradictoire de revenir à un passé caféier plus simple tout en méprisant la production contemporaine. Ces contradictions sont analysés sur la base de la notion de Richard Price de la «carte postale», ainsi que les postales, les habitants d’Orosi rappellent une version idéalisée de leur passé, extirpant les difficultés dans leurs tentatives de donner un sens à un présent incertain. Cette vision nostalgique a rendu difficile pour eux de répondre aux changements socio-économiques et, par conséquent, les jeunes sont tenus responsables des échecs structurels.

Mots-clés: Costa Rica, identité nationale, café, construction du passé, mémoire.

Carátula del artículo

Investigación

Nostalgia por un pasado idealizado: la producción de café y la identidad nacional en Orosi, Costa Rica

Nostalgia for an idealized past: coffee production and national identity in Orosi, Costa Rica

Nostalgia por um passado idealizado: a produção de café e identidade nacional em Orosi, Costa Rica

Nostalgie d’un passé idéalisé: production de café et identité nationale à Orosi, Costa Rica

Kate Fischer
University of Colorado Boulder, Estados Unidos
Boletín de Antropología, vol. 33, núm. 56, pp. 158-183, 2018
Universidad de Antioquia

Recepción: 30 Agosto 2017

Aprobación: 08 Abril 2018

Uno no olvida todo. Pero tampoco recuerda todo. Recordar u olvidar es hacer el trabajo del jardinero, seleccionar, podar. Los recuerdos son como las plantas: hay aquellas que necesitan ser eliminadas rápidamente para ayudar a las otras a desarrollarse, transformarse, florecer. Aquellas plantas que logran su destino, esas plantas florecientes, de algún modo se han olvidado de sí mismas para transformarse: entre las semillas o los esquejes de los que nacieron y en qué se han convertido ya casi no hay ninguna relación aparente. En ese sentido, la flor es el olvido de la semilla. Augé, 2004: 171

¿Qué hace la gente cuando el punto central de su identidad ya no es importante? Peor aún, ¿qué sucede cuando ese punto central -en este caso, la producción de café- está en las manos de aquellos que son la encarnación de todo lo que uno no quiere ser?

En este trabajo, examino el caso del pueblo de Orosi, Costa Rica, cuyos habitantes expresan un deseo aparentemente contradictorio de volver a un pasado agrícola más sencillo, mientras que, al mismo tiempo, desprecian la producción contemporánea de café por juzgarla un retroceso. Yo argumento que esta contradicción se deriva de una versión idealizada de su pasado cafetalero, en la que se borran las dificultades de dar sentido a un presente acosado por la corrupción gubernamental, los migrantes nicaragüenses que ahora cortan el café y la falta de empleo.


Figura 1
Mapa de Costa Rica. Orosi se encuentra 15 km al sureste de la ciudad de Cartago
Fuente: U. S. Central Intelligence Agency

Partiendo de la noción de la “tarjeta postal” (2006) de Richard Price, analizo las contradicciones de la identidad nacional costarricense tal como se percibe en Orosi. Así como las postales se toman desde un ángulo específico y luego se recortan, los oroseños se dedican a “postalizar” el pasado mediante su retórica y su nostalgia por un tiempo imaginario en el que todos eran igualmente pobres, cuando no había nada que robar y nadie que lo robara. Que este punto de vista de una tarjeta postal borre del pasado las clases socioeconómicas y las jerarquías étnicas, el patriarcado y la violencia, es parte de su atractivo.

Dice Boym: “hay una [...] epidemia mundial de nostalgia, un anhelo afectivo por una comunidad con una memoria colectiva, un anhelo de continuidad en un mundo fragmentado. La nostalgia reaparece inevitablemente como un mecanismo de defensa en tiempos de ritmos acelerados y trastornos históricos de la vida” (2001: xiv).

No hay nada de malo en crear o enviar una postal, así como los recuerdos nostálgicos no son problemáticos en sí mismos. El desafío que veo para Orosi es que esta visión estrecha, que borra el pasado, ha hecho poco en la preparación de los residentes para el presente o el futuro. La postal parece ser un mensaje, una conexión entre los antepasados y sus descendientes, un recuerdo acortado para facilitar el entendimiento de lo que sucedió antes. Pero el futuro es una idea social: requiere a los otros para soñarlo y ubicarlo a uno en una red de obligaciones (Augé, 2014: 2). Según Augé, el pasado “plantea una pregunta que debe ser respondida, y en ese sentido incide en el futuro [...] Una vez configurada, la trama debe ser resuelta” (8). Una sencilla tarjeta postal no ofrece la oportunidad de resolver la trama: no hay contexto suficiente para traducir el mensaje para el momento actual.

Uno no tenía que estar vivo antes de la década del ochenta para participar en esta reescritura nostálgica de la historia. Incluso, los jóvenes critican el crecimiento del pueblo, la anonimidad y lo que ven como un énfasis en los bienes materiales en lugar de la familia y los valores. Irónicamente, esta nostálgica imagen de la postal se ha utilizado, tanto literal como figurativamente, para vender a Orosi como un destino turístico, lo que ha provocado un cambio aún más fuerte con la presencia de turistas extranjeros, moneda extranjera, restaurantes extranjeros y expectativas extranjeras. De hecho, estas narraciones de postales hacen eco de la tendencia más amplia del nacionalismo y “excepcionalismo” costarricenses, que describen al país como la “Suiza de Centroamérica” (Hall, 1976; Acuña Ortega y Jiménez, 1991; Molina Jiménez, 2008), un oasis de paz y tranquilidad en un istmo turbulento donde todo el mundo, si no es rico, no es indigente ni indígena. Esta visión nostálgica y “postalizada” del pasado ha hecho difícil que los oroseños respondan a los cambios socioeconómicos y políticos y ha resultado en que se culpe a los adultos jóvenes por los fracasos estructurales.


Figura 2Mapa
del Valle de Orosi
Fuente: elaborado por Toine Verkuijlen

Esta culpa proviene del temor y la confusión ante el futuro: a la vez que el café disminuía en importancia social y económica, las protecciones y garantías del Estado de bienestar fueron despojadas por el ajuste estructural, la neoliberalización, el turismo y, finalmente, el Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado en 2007. Durante el tiempo de mi trabajo de campo principal, de 2011 a 2012, las historias de corrupción del gobierno y la ineptitud llenaron los periódicos y las redes sociales, al igual que los baches llenaron las calles. Los puentes se derrumbaban y el turismo había disminuido hasta llegar a ser un fantasma. La violencia, el crimen, la “pérdida de valores”, la disolución de los lazos familiares, las drogas, el embarazo en la adolescencia, la falta de empleo local y hasta los perros callejeros se atribuyeron al rápido cambio de Orosi, que pasó de ser un pueblito agrícola soñoliento a un pueblo medio rural (pero todavía soñoliento) que dependía del empleo gubernamental y del turismo.

La juventud recibió la mayor parte de la culpa por dicha situación, junto a los funcionarios gubernamentales que habían olvidado que Costa Rica debía ser para los costarricenses y no para los extranjeros: habían perdido sus valores y por eso ahora todo el pueblo -y, por extensión, todo el país- estaba sufriendo por ello. Los adultos jóvenes, nacidos después de más o menos 1990, representaron el final de una ideología que “preparó un pasaje fluido del pasado al futuro o que había indicado lo que el futuro debería guardar del pasado” (Nora, 1989: 7). No fue su culpa que no participaran en la agricultura que guardaba los valores y los lazos familiares, por razones que explico abajo, pero esta falta de experiencia es un ejemplo público y claro de los límites de la tarjeta postal y de las lecturas del pasado.

Aquella experiencia no es única de los jóvenes de Orosi: Connerton escribe que la falta de una conexión orgánica con el pasado es un fenómeno que caracteriza el final del siglo xx (2009: 2). Además, este hueco en la memoria -la ausencia de experiencia y la rapidez de los cambios sociales- es parte de lo que anima los temores de los padres, creando un círculo de culpa, olvido, memoria y nostalgia al que suele ser difícil escapar.

Memoria e imaginarios utópicos

Trouillot (1995: 15) escribe:

el pasado no existe independientemente del presente. De hecho, el pasado sólo es pasado porque hay un presente, tal como puedo señalar algo allí porque estoy aquí. Pero nada es intrínsecamente allá o aquí. En ese sentido, el pasado no tiene contenido. El pasado -o, más exactamente, pastness- es una posición. Por lo tanto, de ninguna manera podemos identificar el pasado como pasado.

Sin duda, este es el caso en Orosi, donde el pasado es usado selectivamente para delinear y negociar valores que son vistos como atacados en el presente. No es sólo que los niños no quieran hacer el trabajo de recoger el café: sus padres no quieren que lo hagan, a pesar de los recuerdos nostálgicos de lo maravilloso que era tener a toda la familia junta en la finca.

En los años noventa, la recolección se convirtió en un trabajo de jornaleros, especialmente nicaragüenses, y los jóvenes debían estar estudiando y preparándose para la universidad. De modo que esta nostalgia “es una rebelión contra la idea moderna del tiempo, el tiempo de la historia y el progreso. La nostalgia desea borrar la historia y convertirla en una mitología privada o colectiva, de visitar el tiempo como espacio, rehusándose a someterse a la irreversibilidad del tiempo que plaga la condición humana” (Boym, 2001: xv). El trabajo de la memoria ayuda a iluminar la historia racial y colonial de Costa Rica, la fuente principal de esta nostalgia contradictoria e idealizada y de las dificultades de dar sentido al presente.

Las memorias pueden almacenarse en cerebros individuales, pero sólo pueden ser recordadas y entendidas en estructuras sociales y en normas culturales (Basso, 1996). En Orosi, esas estructuras están casi enteramente organizadas alrededor de la familia. Sin embargo, hoy en día, en vez de caminar juntos a la finca para recoger el café, los oroseños buscan trabajo en otros lugares. Los autobuses que salen de la ciudad a partir de las 4:00 a. m. están llenos de gente que pasa más de dos horas viajando a San José, el corazón geográfico, político, social y económico de Costa Rica. Las fincas de café han sido vendidas o abandonadas, o son mantenidas por mano de obra migrante extranjera. A pesar del rápido cambio -o quizás debido al mismo-, de la agricultura al trabajo de servicio, es la memoria del pasado y el sentido de pertenencia que la acompaña lo que impulsa la identidad local y las formas de alcanzar significados.

Estos recuerdos no son simplemente las reminiscencias nostálgicas de los ancianos que se lamentan por los tiempos pasados. Los recuerdos, en su relato, hacen el trabajo de ordenar y organizar la vida, denotar lo que es importante y señalar lo que falta en el presente. Narrar la memoria es decirle a la gente a qué aferrarse, qué dejar ir y qué traer de vuelta. La memoria también funciona más allá del nivel de conversaciones individuales o cuentos de familia; es “lo que impulsa las narrativas históricas; es decir, la memoria consiste en la materia y la energía con la que las historias se forjan u olvidan” (McGranahan, 2010: 19). Como los fragmentos no siempre son ordenados o contextualizados por la persona que realiza el recuerdo, los recuerdos son construcciones que sólo pueden entenderse en estructuras culturales. Ellos conceden, incluso a aquellos que no vivieron en esos tiempos, la perspectiva desde la cual visualizar el futuro y proporcionan una referencia al pasado (Halbwachs, 1992: 43; Basso, 1996: 7; Stoler, 2002: 170). Al igual que la historia, la memoria tiene un telón de fondo cultural particular; es individual y existe en la mente, pero lo que se dice, cómo se dice, y a quién se dice está en relación con una identidad grupal que, con frecuencia, reafirma y contradice los recuerdos (Halbwachs, 1992: 40). El trabajo del individuo es reconciliar estas contradicciones y darles sentido de una manera cultural y personalmente específica.

El contexto cultural en que se realizan y hacen sentir estos recuerdos es aquel en que se narra la historia de Costa Rica de una manera que representa un tiempo mítico de igualdad y fraternidad. Esta es una historia en el sentido foucaultiano, una narrativa que “da poder a ciertas formas de conocimiento mientras quita el poder a otros” (Prakash, 1994: 1485). La historia como un proyecto nacional y local es construida y reconstruida intencionalmente para cumplir con los objetivos de quienes pueden controlar esa construcción y producción: es “materia prima para ideologías nacionalistas o idealistas o fundamentalistas” (Hobsbawm, 1997: 5). Manejada de esta manera, la historia impone forma y progresión lineal en un período complejo y fragmentado que es recordado de manera diferente por individuos y grupos diferentes. En el caso de Orosi, la narrativa de la historia de la Costa Rica actual deja por fuera ciertas categorías de personas (como los grupos indígenas y los nicaragüenses) y ciertas ideas (la desigualdad y la violencia).

Estas narraciones producen simultáneamente “bultos de silencio” sobre el pasado, omitiendo lo violento y lo complicado a favor de la nostalgia romántica (Trouillot, 1995: 27). Las cuestiones de la construcción de la nación y el uso narrativo de la historia como una forma de organizar a las personas, generar autoridad y cambiar las condiciones de posibilidad (McGranahan, 2010: 19) se están produciendo en un medio diferente y contra presiones distintas que los sitios de guerra. La guerra y el conflicto son los contextos en que se ha teorizado la mayoría de la literatura sobre la historia y la memoria, pero no son menos importantes en Costa Rica porque el peligro no es físico, sino cultural y emocional.

Elisión y peligro

Entre el 2008 y el 2015, viví dieciocho meses en Orosi, donde realicé un trabajo de campo etnográfico para el doctorado en antropología, con una residencia de un año (agosto de 2011 a agosto de 2012). Durante ese tiempo entrevisté formalmente a una docena de adultos jóvenes nacidos entre 1987 y 1995; dos docenas nacidos entre 1950 y 1980; y seis personas que nacieron antes de 1950. También tuve centenares de conversaciones ocasionales en paradas de autobús, en el autobús mismo, en los supermercados y en las pulperías. Esta inmersión a largo plazo tuvo lugar durante un período que precedió a la crisis financiera de 2008, con su efecto en la caída del turismo en Costa Rica, que vio las primeras etapas de implementación del TLC en 2010 y que finalizó en 2015 mientras algunas de las últimas grandes fincas de café en Orosi se vendieron o se plantaron con otros cultivos comerciales después de la crisis de la roya (2012 y 2013). Esto me permitió rastrear las narrativas cambiantes de la pertenencia, la importancia del café y la inculpación a la juventud, para argumentar que en Orosi el trabajo de reconciliación entre la memoria y las complejidades del pasado es desordenado e incompleto.

Ciertos tipos de recuerdos se narran con tanta frecuencia y consistencia que son casi imposibles de contradecir: casi no hay espacio discursivo para una visión menos optimista de lo que antes ocurrió. Las memorias o experiencias que podrían llenar esa brecha discursiva están ocultas, ignoradas o apartadas, sea con intención o no. Lo que se oculta es todo lo que podría ir en contra de la noción de Costa Rica como excepcional, pacífica, enfocada a la familia y utópica, un destino turístico ideal. La indigencia y la violencia no forman parte de la historia. Sin embargo, esta elisión no es completa. No es un corte limpio que lo cubra todo. Es la lucha para ignorar lo que está claramente allí lo que permite ver las perturbaciones en la narración en la que los jóvenes adultos, en particular, son culpados.

En otras partes de América Latina, especialmente en América Central, la literatura sobre la historia y la memoria se escribe en un contexto geográfico que ha sido destrozado por la guerra civil, la dictadura, el genocidio, el narcotráfico, la violencia de la guerra contra las drogas y la pobreza endémica. La famosa afirmación de Benjamin de que “articular el pasado históricamente... significa apoderarse de un recuerdo que destella en un momento de peligro” (1968: 255) fue para muchos centroamericanos una experiencia literal de peligro físico. Por ejemplo, la guerra civil de Guatemala duró de 1960 a 1996 y mató a más de 200.000 personas, principalmente indígenas mayas. En Guatemala, “toda la historia de la violencia puede leerse como una guerra contra la memoria, una falsificación orwelliana de la memoria, una falsificación de la realidad [...] Esto ha ocasionado el cultivo de la amnesia histórica [...] [como] un medio de control social porque [...] proporciona una base para el triunfo indiscutible de la ideología oficial” (Zur, 1998: 159). Recordar fuera de la narrativa estatal era invitar al peligro, a menudo a la muerte.

El pasado de Costa Rica genera un tipo de peligro distinto. Su mito nacional es de una utopía pura, libre de violencia, que se movió fácilmente desde el colonialismo, convirtiendo la nación independiente en una demoperfectocracia en la que todos se llevan bien, todo el mundo está protegido por el Estado de bienestar y todo el mundo es blanco, más que en el resto de Centroamérica (Gudmundson, 1986; Acuña Ortega, 1987; Acuña Ortega y Jiménez, 1991; Barahona, Iverson y Quesada, 1999; Edelman, 1999; Seligson, 2001; Putnam, 2002; Sandoval-García, 2004; Molina Jiménez, 2005, 2008; Mora Salas y Pérez Sáinz, 2009). Esto no significa que la gente no se queje: lo hace, y lo hace con voz voraz, particularmente sobre los escándalos del gobierno y la falta de inversión en infraestructura, todo lo cual es noticia diaria. El mito no es exacto, pero es poderoso.

En contraste con, por ejemplo, la guerra en Guatemala que resultó en el genocidio de unas 200,000 personas indígenas, el peligro que uno corre en Costa Rica no viene del Estado en la forma de armas o desapariciones. No, el riesgo no es hacerse mártir sino de contradecir esta narrativa. El resultado de esta presión social de cumplir con el estatus quo resulta en un letargo político, un sentido social según el cual por no tener genocidio o golpes de Estado no hay problemas, no hay peligro, no hay para qué esforzarse en luchar por algo distinto. Es una concepción del pasado que sólo es posible porque la identidad de Costa Rica, y más específicamente la de Orosi, está concebida para dejar de lado las partes feas y difíciles -incluyendo a las personas que contradicen la idea de una nación compuesta sólo por descendientes blancos de los españoles conquistadores-. Es una identidad que abarca sólo el Valle Central, donde el café era la ocupación predominante después de la independencia. Las cuatro esquinas del país que incluyen, no coincidentemente, distinciones geográficas y fenotípicas del Valle Central, quedan fuera de esta visión.2 Desde el punto de vista del Valle Central, estas regiones son ignoradas política, económica y míticamente. En esencia, cuanta más cercanía hay en términos geográficos con San José, mayor es el acceso a las fuentes de poder y mayor es la probabilidad de ser incluido en proyectos de construcción nacional (ya sean represas, caminos, puentes o narrativas de pertenencia).

Aun con esta elisión de los indígenas en la narración de la historia, “blancura” o “blanco” no son los términos correctos para describir el sentido de identidad racial dominante en Costa Rica; allí tampoco se encuentra la idea del mestizaje, como en México o Chile (Winn, 2004; Ferry, 2005). Tampoco hay una cercanía con la categoría guatemalteca de “ladino” -en ese lugar, los ladinos se imaginan, con precisión o no, como los descendientes puros de los españoles (Jonas, 2000; Little, 2004; Manz, 2004)-. Los costarricenses no se llaman a sí mismos “blancos” y reservan ese término para norteamericanos y europeos (pero tampoco se consideran mestizos). Cuando preguntaba, la respuesta común es que ellos eran “ticos” o costarricenses.

Orosi está lo suficientemente cerca de San José como para ser incluida en esta identidad nacional, pero no tan cerca que haya perdido su identidad como pueblo. Según sus habitantes, se queda con lo mejor de los dos mundos: oferta de trabajo de la ciudad, y la paz y tranquilidad de las zonas rurales. En Orosi, la unidad primordial de identificación es la familia, en torno a la cual la vida social sigue organizada, a pesar de los desafíos que enfrenta el pueblo para adaptarse a un modo de vida no agrícola (en el que, como se dijo, la mano de obra familiar ha sido reemplazada en gran parte por migrantes nicaragüenses y no es tan fácil trazar las líneas de pertenencia tan rígidamente como antes. Esta inestabilidad ha hecho que muchos invoquen el pasado para proporcionar estabilidad y previsibilidad, aunque sus lecciones no son aplicables por completo a la actualidad).

Nostalgia por un pasado idealizado

Mis entrevistas tuvieron lugar casi exclusivamente en las casas, sentada en los bordes de los sofás, bebiendo café mientras los oroseños me hablaban de sus vidas durante el auge de la producción de café, antes de los teléfonos celulares, antes del turismo y, en algunos casos, antes de la llegada del ICE (Instituto Costarricense de la Electricidad), que construyó unas plantas hidroeléctricas y una represa en el Valle en los años sesenta y setenta (Amador, 1991, 2006). El tema principal, independiente de la edad y el género, era que antes las cosas solían ser mejores: que la vida podría haber sido físicamente más difícil y la dieta menos variada, pero que, en general, era mejor. Me enfoco aquí en dos aspectos particularmente sobresalientes: la idea de que todos pertenecían y la organización de la vida doméstica alrededor del café. Cada vez que le preguntaba a un oroseño sobre la historia de su pueblo, comenzaba casi siempre con la misma frase: “La iglesia fue construida en 1743”. La iglesia es hoy la fuerza impulsora del turismo doméstico de la ciudad; se dice que es la más antigua de operación continua en Costa Rica y su historia se considera equivalente a la del pueblo. Aunque los oroseños estaban orgullosos de la iglesia como lugar de culto religioso y una atracción turística, no relacionaron narrativamente la razón de tener una iglesia colonial con el pasado indígena del lugar. La construcción de la iglesia pudo haber marcado el comienzo de Orosi para la mayoría de la gente, pero, aunque mencionaban a los indígenas cabécares y huetares presentes en el área en ese momento, había, para ellos, una brecha entre esas poblaciones y los pobladores actuales. Esta disyunción se refleja en el pequeño museo adjunto a la iglesia: a pesar de la afirmación de su operación continua, hay varias brechas inexplicables en la línea de tiempo en exhibición, cuando la iglesia y el Valle parecen haber sido abandonados.

Esta elisión se debe en parte a la escasez de la investigación arqueológica en la zona, pero también a la dificultad de conciliar las narraciones contemporáneas con las realidades del pasado. El tema de la raza y los indígenas merece una atención mucho mayor de la que puedo ofrecer aquí, pero este ejemplo aclara un poco la forma en que partes incómodas de la historia son ignoradas, así como algo del desdén para los nicaragüenses. A pesar de que la ciudad fue nombrada supuestamente por un cacique huetar y a pesar de la presencia de una iglesia construida para convertir a los indígenas, sólo una persona con quien hablé reconoció su propia herencia indígena. Al igual que con la cronología histórica de la iglesia, los oroseños que hablaron de la historia de la ciudad comenzaron su relato en 1743 y saltaron casi directamente a 1900.

La “indigeneidad” no es considerada parte de la historia contemporánea de la identidad costarricense, ni siquiera del pasado idealizado. Hay una vergüenza por ella, incluso en un pueblo que reclama con orgullo tener la iglesia más antigua del país (esto tal vez ocurre porque se conecta demasiado directamente con otros pueblos de América Central y tal vez porque perturba la narración de los costarricenses del Valle Central de ser, de alguna manera, no raciales). “Cada vez que hablamos sobre la identidad de un lugar, corremos el peligro de imputar a ese lugar una ‘esencia’ falsa, abstrayéndolo de la historia del lugar mismo” (Connerton, 2009: 50). El trabajo forzado de la gente indígena y la historia complicada de la iglesia, el colonialismo y el racismo en aquella época se borran, lo que hace que la historia de cómo el Orosi del pasado llegó a ser el Orosi de hoy sea una fantasía. Si uno tiene que “olvidar el pasado reciente para encontrar el pasado antiguo otra vez” (Augé, 2014: 3), ¿qué hace cuando no hay un pasado antiguo para encontrar?

Es decir, ¿qué historias se cuentan, si no las complicadas del colonialismo? El café se produce en el Valle de Orosi desde alrededor 1850. Durante décadas, fue el medio principal por el que los oroseños pudieron participar en la economía monetaria; con pocos caminos y un valle fértil que podía satisfacer todas sus necesidades de subsistencia, había pocas razones para dedicar más esfuerzo a la empresa capitalista. Carmen,3 que tenía cuarenta y ocho años en el momento de nuestra entrevista, en 2012, dijo que le gustaría volver a los viejos tiempos: “Era muy bonito. Si pudiéramos retroceder, me gustaría hacerlo”, me dijo. Hablando con una nostalgia por un pasado físicamente difícil pero más sencillo que la vida del presente, me dijo:

No había malicia, como la que existe hoy. Jugábamos en las fincas de café, en los pastos. Solo tenía que tener miedo de los muertos, no de los vivos. A las 5:30 todos se iban a casa, no había electricidad. Cocinar y limpiar era mucho trabajo entonces, no como ahora cuando hay máquinas para hacer todo. Antes de casarnos vivíamos en una casa de madera... bueno, supongo que podrías llamarla así, pero podría empujar la pared y su dedo iría directo. (Entrevista personal, realizada en 2012)

Aunque ella reconoció que físicamente su vida era más fácil ahora de lo que era entonces, lamentó, al igual que tantos otros, los cambios que se habían producido en el paisaje social del lugar.

Un día hablé con Evaristo, que tenía 76 años. Había sido agricultor y después trabajó en la iglesia durante muchos años. Su respuesta inicial a mi pregunta sobre cómo solía ser Orosi consistió en describir los materiales y el proceso usado para construir y reparar la iglesia. Según Evaristo, todas las casas de Orosi solían ser de bahareque, un material como adobe utilizado en la iglesia, pero la gente se “cansó de las cosas viejas” y las reemplazó con concreto y acero. Aunque estaba animado al describir la construcción de las paredes, su entusiasmo se desvaneció al mirar de nuevo la cerca metálica que rodeaba su casa, como todas las casas de Orosi: “Hoy en día, todo el mundo está encerrado en sus casas, como si estuvieran en la cárcel. Antes, no había necesidad de cercas (no había nada que robar). Las calles eran de tierra, y vacas y cerdos vagaban por ellas. Los prados se alineaban en las calles que ahora estaban llenas de casas” (Entrevista personal, realizada en 2012). A pesar de esta pobreza, que Evaristo describió como “inmensa”, el pueblo creció lentamente, pero debido a la pequeña población y al hecho de que todos estaban relacionados entre sí, la prosperidad era distribuida como la pobreza. Todo el mundo era pobre, pero eran igualmente pobres, así que no importaba. Me imagino que sí importaba bastante: no puedo evaluar los hechos de la pobreza, pero el punto teórico importante es que lo que recuerda aquel señor no son los sufrimientos, los sacrificios, el dolor, sino lo bonito de estar en familia. Los rastros de memoria son los “productos de una erosión causada por el olvido” (Augé, 2004: 20): todo el dolor se ha ido y sólo queda una nostalgia limpia, sin problemas. En la vida actual, es imposible olvidar los problemas.

Durante mucho tiempo, dijo Evaristo, la gente cosechaba lo que necesitaba. Había varias lecherías y el terreno fértil produjo maíz y fríjoles, además de la leche y el queso del ganado. Lo único que se tenía que comprar era sal y después arroz. Antes, podía probar el sabor de la carne de vaca, ahora -dijo tristemente- “todo sabe como a hormonas”. Cultivar la propia comida no sólo limitó la necesidad de tener dinero en efectivo, sino que ahorró la caminata de 15 km hasta Cartago en senderos fangosos, una tarea realizada lo menos posible. “Era una muy pobre pero muy buena forma de vivir”, dijo Evaristo.

Según él, antes la gente tenía educación: “Que uno es pobre y humilde, eso está bien, pero debe tener educación”, insinuando que eso era lo que faltaba hoy: los jóvenes no aprendían a trabajar, a entrar en la sociedad. Antes, dijo, nunca había vagabundos en el pueblo: me abstuve de señalar que antes no había internet y los adolescentes habían estado trabajando en el campo, y que difícilmente se podía esperar que ellos se enseñaran a sí mismos cómo entrar en sociedad (Augé, 2014: 3). El “antes” que los oroseños apreciaron tanto era un período vagamente de- finido que parecía significar cualquier tiempo antes de los años noventa, cuando los turistas, la televisión por cable y la migración nicaragüense se convirtieran en fuerzas importantes, y cuando la última generación de niños fue con sus familias a recoger café. Pero la televisión y los nicaragüenses no podían ser los únicos culpables de este cambio social tan rápido. Una respuesta radica en la inusual distribución del trabajo con el café en Costa Rica. Son pocos los dueños de fincas que procesen su propio café: normalmente lo venden en cereza a un beneficio después de la cosecha. Esto reduce sus ingresos, pero también reduce el riesgo y la carga de trabajo. Debido a esto -y porque el café no requiere atención todo el año-, el empleo remunerado adicional es posible. Cuando el ICE construyó la represa y la planta hidroeléctrica en Cachí, al otro lado del río, en la década del sesenta, los oroseños pudieron trabajar tanto en el café como en el ICE, lo que elevó su nivel de vida (Amador, 1991, 2006, 2009). Además, el ICE, una institución gubernamental, construyó carreteras y escuelas, y los 15 km de Cartago pudieron ser fácilmente recorridos en autobuses públicos. El ICE, incluso más que el café, condujo a los oroseños a la economía capitalista nacional (Amador, 2000, 2009). Ya no era el café la única fuente de efectivo.

Víctor, que trabajó para el ICE por 43 años y ahora está a punto de jubilarse, me dijo con énfasis que el ICE “puso a Orosi en el mapa”; que antes del ICE, Orosi era un pueblito de escasos recursos y que ahora tenía muchos, agregando que el ICE “preparaba el pueblo para el desarrollo. Mira cómo todo aquí es amarillo [el color de ICE]. Debemos todo a ICE”.4 Pero, dijo, mientras señalaba el camino a grano fino que estaba fuera de su casa, marcado por las grietas y los baches: “la gente no se ha aprovechado para que Orosi sea como debe ser. La gente no contribuye”.

Esta falta de contribución puede ser explicada por los mismos recursos naturales que Víctor vio como desperdiciados. El ICE, como el café, vino a ellos. Los oroseños no tuvieron que luchar para hacer ninguna de las dos cosas: el café creció con poca atención y los salarios del gobierno proporcionados por el ICE significaron que Orosi estuviera bastante bien, financieramente, durante esta época. Las humildes casas amadas por Evaristo fueron reemplazadas por materiales modernos y las carreteras nuevas llevaron automóviles y autobuses al Valle. Los carros eran pocos y la televisión no llegó hasta la década del setenta, pero estas dos décadas se recuerdan como un período de gran prosperidad y tranquilidad, así como un tiempo de expectativas cada vez mayores en cuanto a riqueza material y logros educativos.5 Sin embargo, la economía mundial del café cambiaba mientras el empleo del ICE se volvía más lucrativo, así que el café cayó a una ocupación secundaria a finales de los años setenta. En la década del 2000, con los precios en bajada y la educación formal en alta, sólo algunos hombres mayores se consideraban productores de café.

Qué duro, pero qué rico

La tradición de cultivar y recoger café con la familia continuó a lo largo de los años noventa. En Orosi, la cosecha comienza a finales de noviembre y alcanza un pico justo antes de la Navidad. Durante el año, las fincas pueden ser manejadas por un agricultor y sus hijos. La cosecha, sin embargo, es otra cosa. Debido a que el café madura de manera desigual, y porque los precios más altos se pagan por la cosecha selectiva, es decir, escogiendo sólo las cerezas maduras y dejando el resto para seguir madurando, es necesario pasar tres o cuatro veces por cada finca.

“Fue mi deber ayudar con la cosecha”, dijo Martina. A los veinticinco años, estaba esperando a su primer hijo. Era una de las muchas de su edad que inicialmente me dijeron que “no sabían nada sobre el café”, pensando quizás que yo quería conocer detalles biológicos sobre la planta y cómo cultivarla. Recibí esta respuesta con bastante frecuencia, particularmente por parte de adultos más jóvenes que sentían que su conocimiento palidecía en comparación con el de sus padres. En comparación con ellos, sí, sabían menos, pero ciertamente sabían más que nadie que no hubiera crecido rodeado por el café.

Martina continuó:

Me levantaba muy temprano para ir a la finca, tal vez a las cuatro. Y a veces era muy caliente y había bichos y serpientes y a veces era realmente frío y lluvioso y miserable. Pero no importaba, tenía que cortar de todas maneras, sin importar el tiempo. Todo el mundo lo hizo. Era una manera de ayudar a la familia. Y luego a la hora del almuerzo me sentaba, no importaba que mis manos estuvieran sucias. Comíamos tortillas frías, y eso era lo más delicioso que había comido en la vida. Y finalmente, a las dos o tres, volvía a casa para lavarme. Todo el mundo hizo esto. Un día iba a la finca de su padre, y al día siguiente a casa del tío, y luego donde mi primo, y así y así. Todo el mundo estaba allí, y mi abuela cuidaba a los niños. Y así fue como conseguí cosas para la Navidad o para la casa, recogiendo café, porque tenía un pequeño “regalo” por mi trabajo. Qué rico, pero qué duro. (Entrevista personal, realizada en 2012)

Rodrigo, quien tenía la misma edad que Martina, tenía recuerdos parecidos. “Así fue como conseguí un Transformer [juguete] un año”, dijo, sonriendo ante el recuerdo. Juan, unos pocos años mayor que Rodrigo y Martina, me dijo que el “café es un regalo de Dios para la Navidad”. Explicó que esto funcionaba de dos maneras. Por un lado, cada uno ganaba un poco por sus esfuerzos: un juguete para los niños y una porción de los ingresos para los adultos; y por el otro, la familia se reunía en las semanas previas a la Navidad. Las escuelas estaban (y están) cerradas por vacaciones desde finales de noviembre hasta febrero, lo que coincide con la cosecha y permite que los niños ayuden en la finca. El resultado es que todo el mes de diciembre, aunque se ocupaba con el duro trabajo de la cosecha, se sentía como una celebración familiar gigante, que culminaba con la Navidad y un alegre evento religioso.

“Pero hoy en día”, me dijo Martina, “los niños no quieren hacerlo [cortar café], quieren quedarse en casa y jugar videojuegos”. En lugar de exigirles a los parientes que hagan el trabajo de la cosecha, ahora los agricultores tienen que con- tratar a la gente que está dispuesta a trabajar muy duro por muy poco dinero. “Fue muy poco lo que gané en ese entonces [en los años ochenta y principios de los noventa] y es muy poco ahora: dos o tres mil colones [cuatro o seis dólares] por un día entero de trabajo realmente duro. Los niños de hoy no quieren hacer eso, por lo que los productores tienen que contratar a los nicaragüenses”.6

El no querer hacer algo, pero hacerlo de todos modos, fue uno de los fenómenos que me describieron a menudo: la capacidad de aguantar una tarea desagradable. No es sólo que “los niños de hoy en día” no quieran cortar café, sino que no tenían que hacerlo y sus padres no querían que lo hicieran. Los nicaragüenses trabajaban por salarios más bajos, pero su presencia hacía del café un trabajo poco atractivo, por lo que cada vez menos oroseños cortaron café durante la cosecha y cada año se vendieron más fincas cafetaleras a grandes empresas comerciales.

Trayendo de vuelta el “antes”: el Orosi colonial

El ICE continúa siendo el mayor empleador del pueblo, a pesar de que ni en la década del ochenta pudo absorber la totalidad de una fuerza laboral que fue redirigida lentamente hacia el café, debido a las oportunidades ofrecidas por el aumento en la educación y el acceso a Cartago y San José. Las empresas locales tampoco estaban a la altura del desafío. Aún hoy, décadas más tarde, sólo hay pequeñas sucursales del banco nacional y del servicio de salud en Orosi, unos pocos dentistas y tiendas minoristas, pero no hay oficinas profesionales ni abogados ni arquitectos. En ausencia de alternativas locales, los oroseños comenzaron a trasladarse a la capital provincial de Cartago o a San José en búsqueda de trabajo, dejando atrás a sus familias durante el día para encontrar trabajo.

El turismo parecía proporcionar una alternativa. Debido a la iglesia colonial y a una serie de aguas termales naturales, Orosi había sido por mucho tiempo un destino de turismo rural para los costarricenses, pero no fue sino hasta la década del ochenta que tuvo un impacto significativo en la economía local. En 1986, el Instituto Costarricense del Turismo (ICT) implementó la campaña Orosi Colonial, enfocándose en la belleza natural del Valle y sus lazos, supuestamente intactos, con una versión romántica del período colonial. Como el ITC aportó dinero para los materiales, Gerardo, uno de los líderes de Orosi Colonial, me dijo que los locales fueron alentados a pintar sus casas con “colores rústicos” y a eliminar elementos exteriores que no se ajustaban al estilo colonial. La campaña se declaró todo un éxito, poniendo a Orosi en el mapa turístico local e internacional.

Fue la visión del pasado, por parte de Evaristo, hecho realidad: sólo los rastros “bonitos” del pasado se trasladaron al presente (y no la pobreza). Con el tiempo, sin embargo, el dinero se agotó y los elementos no coloniales aparecieron en escena (camionetas en minúsculos garajes, antenas parabólicas y colores de pintura que habrían sido inimaginables en 1743). A medida que el pueblo creció, se hizo más difícil un acuerdo sobre una visión para el papel del turismo. Hoy, la junta del turismo se ha dividido en varios grupos, ninguno de los cuales parece ser efectivo, y los dos hombres encargados de Orosi Colonial ahora son grandes enemigos, cada uno de ellos con influencia significativa.

Orosi Colonial fue literalmente una visión de la postal del pasado: repintar la ciudad para hacer parte del ideal de cómo eran las cosas antes. Incluso los adultos jóvenes que no podrían haber recordado el pasado anterior a Orosi Colonial me expresaron una nostalgia, al desacreditar el crecimiento del pueblo y lo que ven como un enfoque en bienes materiales en vez de familiares y de valores. Orosi Colonial correspondía a la idea de un regreso a una época recordada como más sencilla, es decir, al período entre los años cuarenta y setenta, cuando se habían puesto en práctica las primeras reformas sociales nacionales, pero antes de que la gente comenzara a abandonar la agricultura. Entonces Costa Rica fue, en su mente, verdaderamente “costarricense”, y los extranjeros, nicaragüenses y “gringos” eran prácticamente desconocidos.

Esta imagen nostálgica de la postal aparece en la parte posterior de algunas ediciones de Lonely Planet.7 A partir de 1996, con la apertura de la escuela de español que llevó a miles de extranjeros cada año, y hasta la crisis económica de 2008, el turismo brindó beneficio económico a cientos de pequeños empresarios, que abrieron restaurantes, hoteles y albergues; trabajaron en el transporte, vendieron artesanías y ofrecieron excursiones en deportes de aventura. Cerca del Parque Nacional Tapantí (donde se filmaron algunas escenas de la película Parque Jurásico), la zona atraía a observadores de aves y excursionistas. Orosi se convirtió en el punto de partida para los viajeros que querían visitar los volcanes Irazú y Turrialba y que no querían quedarse en San José. La postal había hecho su trabajo y la popularidad internacional de Costa Rica había hecho el resto. Los empresarios no necesitaban anunciarse. Ocurría lo mismo que con el ICE y el café: no había necesidad de esforzarse mucho.

En lugar de tener que viajar, el turismo les permitía a las personas vivir y trabajar en el pueblo, establecer sus propios horarios y ser sus propios jefes, como lo hicieron antes. Podían sentirse orgullosos, pero humildes, y sus familias podían permanecer juntas. Debido a que Orosi no había sido el objetivo del desarrollo extranjero como muchos de los pueblos de la playa, los hoteles y los restaurantes eran de propiedad local, lo que significa que los dólares turísticos se quedaban en la zona. Mientras que Orosi Colonial no pudo ser resucitado, la imagen de Orosi como destino tranquilo, pacífico y “auténtico” de Costa Rica había sido notablemente eficaz para atraer turistas, quienes también sufren de una nostalgia por una época que no vivieron (Augé, 2009, 2014; Connerton, 2009). Aunque la zona había crecido, no había cambiado tan drásticamente como otros lugares, y siguió sin cambios por el turismo en auge. Después de todo, el turismo en Orosi consistía en preservar el pasado, incluso si se trataba de una versión idealizada, encalada, no extranjera, postalizada del mismo.

Invisibilizando el presente

También, en la década del ochenta, dos grupos comenzaron a mudarse a Costa Rica. El primero estaba compuesto por expatriados del Norte global, mientras que el segundo consistía en nicaragüenses y algunos indígenas panameños. El primer grupo, predominantemente blanco y relativamente rico, le presentó pocos desafíos a la comunidad imaginada: era la representación visual de la tarjeta postal, un símbolo de lo posible. Sin embargo, los nicaragüenses, quienes son generalmente de piel más oscura y con características más indígenas que la mayoría de los costarricenses en el Valle Central, eran pobres y estaban desesperados. La mayoría empezó a llegar a principios de los años ochenta, huyendo de la revolución sandinista y de la represión de los Contra, pero continuaron llegando en gran número, en la búsqueda de trabajo y educación (Lancaster, 1992; Hayden, 2003; Sandoval-García, 2004). Se piensa que los nicaragüenses, como grupo, están fuera de la comunidad. Por medio de los periódicos, la televisión y las redes sociales, se les otorga presunciones de violencia, criminalidad, analfabetismo y falta de contribución al bienestar general por los impuestos (lo opuesto de lo que significa ser un “verdadero costarricense”).

La retórica que rodea al café, la identidad, la modernidad y el cambio social está profundamente basada en la raza, ya que los trabajadores migrantes nicaragüenses, de piel más oscura, son culpados de manera injusta por los problemas del país, aun cuando mantienen lo que queda de la industria del café. Por ejemplo, durante una conversación sobre la recolección del café y el reemplazo de la mano de obra familiar por trabajadores migrantes remunerados, Alejandra, de poco más de veinte años, me dijo que no conocía bien a ningún nicaragüense, pero los que ella conocía eran desagradecidos por lo que Costa Rica les había proporcionado: trabajo, educación para sus hijos y atención médica. Se sentía mal la dureza de la vida fuera en Nicaragua, pero pensaba que esto no les daba licencia a los nicaragüenses para quejarse de Costa Rica: deberían estar contentos, según ella, sin importar lo que tuvieran que soportar. Si no les gustaba, “deberían regresar a Nicaragua”. Luego me dijo que no había costarricenses pobres. Un mapa de la pobreza en Costa Rica, dijo, no era más que un mapa de donde vivían los nicaragüenses, y si ellos regresaran a casa, Costa Rica estaría mejor. Terminó diciendo que los nicaragüenses hacían todo sucio y que no sólo se aprovechaban de los recursos estatales, sino que también “les quitaban el aire”.

Alejandra no estaba sola en su vehemencia y desprecio. La fuerza de trabajo temporal que hace posible la producción continua de café está integrada, hasta donde puedo determinar, casi completamente por nicaragüenses y algunos panameños indígenas, quienes viven de manera temporal en casas pequeñas y humildes en las fincas. Unos cuantos más viven todo el año en chozas aún más humildes cerca del río, un contraste fuerte con las limpias y bien mantenidas viviendas de clase media que conforman el centro del pueblo. Siempre que pregunté acerca de los trabajadores del campo o de las chozas, me dijeron que “no estaban en Orosi” o no eran oroseños. Sorprendida, yo insistía en el asunto, esbozando un mapa con un dedo y preguntando sobre la clase socioeconómica y la nacionalidad. A pesar de la falta de espacio geográfico, la gente negaba continuamente la existencia de los nicaragüenses. “Entonces, ¿dónde están?”, preguntaba, señalando mi mapa. “En ninguna parte”, era la respuesta común (o estaban en “alguna parte”, pero no en Orosi). No importaba lo que decían las líneas en los mapas: ni los nicaragüenses ni los pobres vivían allí.

El proceso de hacer invisibles a las personas y a las ideas es espacial y geográfico: se piensa que estas están fuera de la comunidad física y narrativa a pesar de la evidencia muy visible de lo contrario. En su texto sobre los apaches, de los Estados Unidos, Basso (1996: 6) sostiene que el “place-making”, la creación de lugares, “es una forma de construir la historia misma, de inventarla, de crear versiones novedosas de ‘lo que sucedió aquí’”. En Orosi, se trata de construir versiones particulares de “lo que sucedió aquí”, pero también se trata de lo que no sucedió o no pertenece. Los nicaragüenses, al igual que los antepasados indígenas, son imaginados fuera de los confines físicos de Orosi, a tal punto que la gente estaba dispuesta a redibujar fronteras para mantenerlos excluidos, para crear brechas tanto en el lugar como en el tiempo.

Desperdicio, cambio y obligación

“Orosi es un pueblo bendecido por Dios, pero se va desperdiciando”, dijo Jorge mientras íbamos un día en su taxi. Él señalaba las fincas de café que habían sido abandonadas, las fincas que se habían convertido en casas, un río que se desbordaba por sus materiales para construcción. También se refería a los recursos humanos: aunque los hijos de Orosi tienen educación hasta el colegio, pocos pueden encontrar trabajo permanente de tiempo completo en la zona y todavía menos pueden asistir a la universidad. En su mayoría, los jóvenes parecían andar en skate o vagabundear por las calles, pero tenían pocos espacios públicos. ¿Qué más podían hacer esos niños de los cafetaleros?, ¿quién tenía la culpa de ese derroche de recursos de Orosi?

Aunque el Valle había cambiado en los últimos cincuenta años, todavía era una región agrícola fértil. El comentario de Jorge sugirió que el problema no era la tierra misma, sino la voluntad sociopolítica de aprovechar su fertilidad en el siglo xxi. También era, potencialmente, una crítica a las generaciones más jóvenes, que no habían aprovechado pese al esfuerzo de sus mayores.

Pero ¿los jóvenes eran los culpables? Si el valor del trabajo duro, la perseverancia y la obligación a la familia se habían transmitido por el café durante generaciones, ¿cómo iban a recibir los jóvenes esa sabiduría si sus padres nunca los habían llevado a recoger café? No vivían la época de trabajo en el cafetal, y aunque, como Alejandra, lamentaban los problemas de hoy, no tenían sus propios recuerdos para contribuir a la conversación pública sobre el cambio. Si la identidad es un cuento que la gente comparte entre sí mientras lo vive (Augé, 2004: 34), una narración de lo que está pasando actualmente, es sumamente importante que este cuento no abarque todas las experiencias contemporáneas. Quedan por fuera quienes no comparten ese cuento mitológico de cómo se era antes: los pobres, los extranjeros y los jóvenes.

La familia continúa siendo la unidad organizadora central de la vida social y los barrios todavía están organizados por unidades familiares. Saludar a todos en la calle es constitutivo de una persona “bien educada” y los jóvenes que no lo hacen, porque están inmersos en sus teléfonos celulares, son fuertemente castigados. Una parte de la obligación creada por el café, cuando no había migrantes para contratar, era que las familias se ayudaban mutuamente en los campos. Así se contaba la historia de la familia, la zona y el país: todos trabajaban juntos para el bien de todos. Ahora, con la llegada de los nicaragüenses y las estrictas leyes de trabajo juvenil y empleo, se dificultaba que los adolescentes encontraran trabajo remunerado fuera del hogar, ya fuera con café o en el turismo. Se supone que su contribución a la familia, a la zona y al país sería en el futuro y correspondería al resultado de la educación y el lujo que los padres se esforzaron por proporcionar.

La educación, aunque bien intencionada y orientada hacia el futuro, no es completa. El conocimiento de la tierra y de la gente es un componente crítico de la pertenencia (Basso, 1996; Augé, 2009), y en este pueblo, que había crecido hasta alcanzar los 8.500 residentes permanentes, era difícil conocerlos a todos, especialmente si los rostros estaban ocupados en los teléfonos celulares.

Otros conocimientos son más accesibles a los jóvenes: las direcciones, como en muchos lugares de Centroamérica, se dan con árboles muertos o fincas aradas como puntos de referencia, o diciéndole a uno que comience en “la casa de Gloria, que hace tortillas”. Mientras los nicaragüenses y los turistas tenían poca probabilidad de saber cuál Gloria hacía tortillas, o donde vivía, cualquier niño oroseño era capaz de navegar fácilmente por las calles sin nombre. Los paisajes más grandes, sin embargo, estaban en peligro de ser perdidos, como para los apaches norteamericanos, para quienes los topónimos sirven para “almacenar” la memoria (Basso, 1996): el paisaje físico y social es un depósito de memoria y conexión con el pasado (con los cientos de años de aprendizaje, tradición y conocimiento sobre el café). Esteban podía contarme la historia de cada árbol y señalar las fronteras entre campos que eran invisibles para mí, pero obvios para él.

Lo que los productores temían era que sus hijos se convirtieran o fueran como yo, incapaces de entender cuánto trabajo y sabiduría familiar tomaba el café y cuánto importaban las características de la tierra. Temían que crecieran en un pueblo lleno de rostros desconocidos y que no los saludaran en la calle. Fue quizás este temor a que sus hijos no vieran la tierra lo que llevó a tanta gente a concentrarse en los valores derivados de la ardua labor de la producción de café, incluso cuando sus hijos miraban la tecnología para proporcionar respuestas.

Por su parte, los jóvenes no compartían conmigo el temor de sus padres sobre su supuesta incapacidad de trabajar, aguantar, saludar, “ser parte del cuento”. En su mente, ellos estaban preparándose para un mundo nuevo, donde era necesario saber manejar una computadora y un smartphone y hablar en inglés, un mundo donde una mujer puede ser presidenta (lo que sucedió con la presidencia de Laura Chinchilla Miranda entre 2010 y 2014). Pero, como señalé antes, los jóvenes sí compartían la nostalgia por un pasado más sencillo, con menos nicaragüenses, que veían como parte del problema la falta de trabajo y oportunidades. Si no había trabajo, ¿de quién era la culpa? No podía ser suya: tenía que ser de otro, y era más fácil culpar a los extranjeros que a los líderes del país, a las fallas del neoliberalismo o al Estado de bienestar.

No hay terreno adonde ir

Costa Rica ha sufrido mucho al pasar de ser una sociedad pequeña a una que es más grande y anónima. “En los años setenta era fácil resolver problemas: sólo había dos millones de personas. Hoy, con más de cuatro millones, es muy diferente. La cultura no se ha adaptado” (Molina Jiménez, comunicación personal). Según Molina Jiménez, los costarricenses tenían un problema de creciente individualización e “irresponsabilización” (el proceso de ser o llegar a ser irresponsable). Esto fue una respuesta inadaptada al aumento del turismo, el capitalismo y el anonimato.

Antes de que hubiera mayores niveles de participación cívica, había un número extraordinario de cooperativas, prácticamente todas pertenecían a un grupo. Ahora hay poca participación en la vida colectiva, pocas personas votan en las elecciones, solo participan cuando hay un beneficio claro, rápido o que está garantizado. De lo contrario, pierden interés. Se centran en la familia en lugar de la comunidad. (Molina Jiménez, comunicación personal, 2011)

Ciertamente, los comentarios de Jorge y Víctor acerca de la gente que no aprovecha los recursos respaldan las observaciones de Molina Jiménez: lo que comenzó como un rico recurso natural y humano es hoy un reto para la creación de una sociedad del siglo xxi. El parentesco y la obligación crearon ciertos tipos de lazos familiares que se renovaron cada año durante la cosecha y que también son visibles en otros ámbitos. Como señaló Molina Jiménez, en Orosi esta obligación creó un medio en el que la familia era el punto central de identificación, seguido por una noción muy cerrada de lo que constituía el pueblo. El Estado era visible principalmente mediante el empleo con el ICE, y menos obvio lo era por medio de su control sobre la industria del café y su regulación de precios y condiciones de trabajo.

El pasado del pueblo fue recordado con una nostalgia idealizada por una época en la que el Estado proporcionaba empleo, educación e infraestructura; cuando todos se conocían entre sí y había poca diferenciación económica entre individuos y familias. Esta versión postal del pasado, que ignora o mitiga el patrimonio indígena, la importancia de los nicaragüenses para la producción continua de café, y cuestiones como la violencia de género, se presenta como el modelo de conducta adecuada, en particular para los jóvenes “vagabundos”, que no se dedican al trabajo duro de la cosecha de café. El café produjo un conjunto de valores y ofreció estabilidad económica y un “extra” por encima de los generosos salarios estatales que le permitieron al pueblo pasar de una aldea rural empobrecida a una de clase media (con unos jóvenes educados que veían el café como el trabajo de los nicaragüenses o de sus vecinos más pobres, en lugar de como el ancla acariciada para la identidad personal y nacional).

La memoria y la conmemoración están por todas partes en Orosi, pero están presentes solamente para quienes saben ver y leer los signos: las perturbaciones geográficas, los restos del derrumbe fatal de 2002, los restos de las modificaciones de Orosi Colonial bajo la antena parabólica... funcionan como lieux de mémoire, sitios de la memoria (Connerton, 1989; Nora, 1989; Young, 1993; Basso, 1996; Augé, 2014). A pesar de que a menudo se tratan como tales, los recuerdos “no son vértebras intactas de animales fósiles que permitirían por sí mismos reconstruir las entidades de las que alguna vez fueron parte” (Halbwachs, 1992: 47). No, los recuerdos son romances, fantasías que necesitan ser contadas de maneras muy particulares para cobrar vida (Boym, 2001; Augé, 2004). Habría sido útil que el recuerdo pudiera haber sido importado al por mayor en el presente para reconstruir una era más estable, orientada a la familia, para que los niños y nietos de los ancianos pudieran enfrentar mejor un presente cada vez más complejo, no “tico”, y lleno de incertidumbre, pero esto no fue posible. El pasado tenía sus problemas, pero la mayoría se reía de su pobreza como parte del precio de pertenecer tan concretamente a un lugar y a un pueblo. Los peligros externos del pasado se hicieron invisibles, al igual que los nicaragüenses, que representaban un peligro contemporáneo.8 Esta invisibilidad también borró otras preocupaciones: por un lado, las mujeres todavía se enfrentan a roles de género estrechamente definidos. No vinculan la obligación de género a la violencia del pasado, tal vez porque esas historias no fueron compartidas de la misma manera. Mientras que las narraciones de pertenencia, trabajo duro y obligación mutua circularon como lecciones que debían ser atendidas en la actualidad, la violencia de género fue descartada como “verdaderamente pasada”. Así, mientras que a los “vagabundos” juveniles o a los narcotraficantes se les culpaba por no escuchar estas lecciones, no se esperaba que las mujeres vieran la violencia pasada como algo relevante para la expectativa de cocinar, limpiar, cuidar a los niños, hacer el trabajo de toda la casa y tener un trabajo fuera de la casa9. Sin embargo, las mujeres, en particular las de veinte y treinta años, se quejaban de la pereza de sus maridos, hermanos y padres, y a menudo se preguntaban si se esperaba que las mujeres de los Estados Unidos trabajaran como ellas.

Estas historias, según las cuales el pasado era mejor a pesar de ser más difícil, tienen un papel importante en Orosi, al dar unas coordenadas para entender el presente y el futuro. Son postales, y las imágenes y los mensajes enviados son los de un pasado que ha sido blanqueado tanto literal como figurativamente. En Orosi, el resultado de estas afirmaciones, de esta mirada hacia atrás a un pasado idealizado donde el café y la familia eran primordiales, ha sido no dejar ningún terreno a donde ir para darle sentido al presente. En las historias que escuché sobre el pasado, este llegó a parecer un cuento de hadas: todo el mundo era valiente, virtuoso y trabajador: la esencia del lema “tico” de “pura vida”. Eran pobres, pero igualmente pobres, por lo que eran felices. En lugar de ofrecer un lugar desde el cual entender y dar sentido al futuro, lo que ha hecho esta versión nostálgica del pasado es reforzar un statu quo tan estrechamente descrito que no es capaz de resistir los retos del siglo xxi. Es decir, al retener sólo las mejores partes del pasado como pozos para sacar lecciones sobre el comportamiento, la moralidad y la obligación, los oroseños han hecho difícil lidiar con cuestiones que no eran pensables hace treinta años, antes de la llegada del nicaragüense migrante y del TLC.

El silencio y el trazo apretado de un círculo de pertenencia alrededor de ciertos tipos de cuerpos y pasados no son completos, por supuesto. Las piezas que no encajan en la narrativa, que son demasiado complejas para la postal, se deslizan, mientras los individuos luchan por dar sentido a su propio pasado individual y colectivo. Este es un proceso de historización, “aceptando que el pasado está construido, que las cosas no son dadas sino hechas y hechas sentido” (Dirks, 1996: 32). La reivindicación de una humilde identidad campesina invita a una noción particular de la historia costarricense e invoca la nostalgia de un pasado que sólo perteneció a los costarricenses, más que un presente que debe compartirse con los “otros” nicaragüenses en un contexto donde la agricultura no ofrece una fuente relativamente predecible de sustento emocional y físico.

La identidad oroseña se funda en la figura de los humildes campesinos que trabajaban por su familia, que tomaban sus propias decisiones y estaban conectados a la tierra y al pasado por virtud de sus esfuerzos; ese es casi el único elemento positivo de la identidad. El resto se basa tanto en la realidad como en lo imaginario de lo que no es Costa Rica: no tiene un ejército, no es indígena, no ha sido invadida por los Estados Unidos y no es nada como Nicaragua (Chomsky, 1996; Hayden, 2003; Sandoval-García, 2004; Molina Jiménez, 2008; Díaz Arias, [2005] 2008; Molina Jiménez, [2003] 2010).

Si la región ya no produce café con manos ticas, ¿qué queda de la identidad de la que se enorgullece? ¿Cuáles son los cuentos que se cuentan entre sí? Si el pasado es el pegamento que une a las personas en las relaciones sociales compartidas (Connerton, 1989; McGranahan, 2010), y si el café era el punto focal alrededor del cual giraba el pasado, ¿qué sucede ahora que los nicaragüenses -que se supone que no existen en Orosi- son los que cosechan este café?

El pasado, tal como se entiende, no da una respuesta a esas preguntas. Relega las experiencias contemporáneas de violencia doméstica y de desigualdad de género a la misma elisión con la que se tratan los nicaragüenses y la indigeneidad. Es difícil dar sentido a una población cada vez más diversa cuando el mito y la identidad se basan en la homogeneidad del color de la piel, de la creencia religiosa y el origen, cuando las historias que se cuentan refuerzan esa homogeneidad como fuente de todas las cosas buenas, necesarias para la formación de un Estado de bienestar en una región asediada por la dictadura y la violencia.

Material suplementario
Referencias bibliográficas
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Notas
Notas
1 Todas las traducciones del inglés son mías.
2 Guanacaste, al noroeste; Sarapiquí y Tortuguero, al noreste; Talamanca, al sureste, y la península de Osa, en el sudoeste, son todos inadecuados para la producción de café.
3 Todos los nombres son seudónimos.
4 Trabajar para el ICE no es un trabajo cualquiera. El ICE es “un símbolo que representa una serie de valores y contenidos que forman parte de la cultura del costarricense […] (era) un transformador y modernizador de la sociedad” (Amador, 2000: 1).
5 Véase Amador (2006) para leer las historias de los tuneleros del ICE que eran del Cachí, al otro lado del río de Orosi, donde había una finca cafetalera grande hasta la década del cincuenta.
6 Cabe señalar que esta versión deja a un lado las experiencias de los residentes del Valle que no tenían sus propios terrenos y que tuvieron que trabajar, por ejemplo, en la finca de Cachí, como lo describe Amador (2006). La finca ya no existe, pero, irónicamente, el nombre del dueño (Alex Murray) se le dio a un proyecto gubernamental de casas baratas para los indigentes justo al sur del pueblo de Orosi.
7 La postal era una foto de la iglesia (era la única foto que no correspondía a un animal, un lugar natural como el mar o una actividad como el rafting).
8 Esta nostalgia, utopía, vista postal del pasado, tenía sus puntos de perturbación: uno de ellos era el de los roles de género, un peligro interno que tenía que hacerse invisible de diferentes maneras. La nostalgia de las mujeres a menudo era templada por estos recuerdos de violencia, aunque decían que “era como era”. Para las mujeres, esa parte del pasado era mejor dejarla atrás, era una reliquia que no servía para nada.
9 Desafortunadamente, esta violencia no se había dejado en el pasado de manera tan definitiva como estas mujeres deseaban. El departamento de policía de Orosi no tenía estadísticas oficiales, pero varios oficiales me dijeron que el problema más grande que enfrentaba el pueblo no eran los vagabundos juveniles o el narcotráfico, sino la violencia doméstica, pero que esta era casi imposible de combatir con los medios que tenían a su disposición.

Figura 1
Mapa de Costa Rica. Orosi se encuentra 15 km al sureste de la ciudad de Cartago
Fuente: U. S. Central Intelligence Agency

Figura 2Mapa
del Valle de Orosi
Fuente: elaborado por Toine Verkuijlen
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