Dossier

“Que no soy de otro país, que soy de México”. Experiencias de migración, discriminación y racismo de jóvenes afromexicanos de la Costa Chica de Oaxaca

“I´m not from another country, I´m from Mexico”. Experiences of migration, discrimination and racism of afromexicans Young people of the Costa Chica of Oaxaca

“Eu não sou de outro país, eu sou do México”. Experiências de migração, discriminação e racismo de jovens afro-mexicanos da Costa Chica de Oacaxaca

« Je ne suis pas d›un autre pays, je suis du Mexique ». Expériences de migration, de discrimination et de racisme de jeunes Afro-Mexicains de la Costa Chica de Oaxaca

Alejandra Azucena Ramírez López
Escuela Nacional de Antropología e Historia, México

“Que no soy de otro país, que soy de México”. Experiencias de migración, discriminación y racismo de jóvenes afromexicanos de la Costa Chica de Oaxaca

Boletín de Antropología, vol. 35, núm. 59, pp. 60-81, 2020

Universidad de Antioquia

Recepción: 15 Mayo 2019

Aprobación: 11 Octubre 2019

Resumen: En esta investigación se exploran, en primer lugar, algunos planteamientos teóricos para acercarse a los temas de discriminación y racismo; posteriormente, se abordan las experiencias de jóvenes afromexicanos -migrantes de retorno- que dan cuenta de vivencias de discriminación y segregación. El objetivo es explorar las prácticas racistas a las que se han enfrentado algunos jóvenes costachiquenses al migrar a ciudades como Acapulco, Guadalajara y Ciudad de México.

Palabras clave: jóvenes, migración, racismo, segregación, discriminación.

Abstract: This research starts exploring some theoretical approaches to address the issues of discrimination and racism; And later, we address on the experiences of young afromexican -returning migrants- which give account of experiences of discrimination and segregation. The objective is to explore the racist practices faced by some young costachiquenses, as they migrate to cities such as Acapulco, Guadalajara and Mexico City.

Keywords: young people, migration, racism, segregation, discrimination.

Resumo: Na pesquisa se investigam, primeiro, alguns enfoques teóricos para se aproximar às temáticas de discriminação e racismo; y subsequentemente, se dá atenção às experiências de jovens afro-mexicanos -migrantes de retorno- que dão conta de vivências de discriminação e segregação. O objetivo é examinar as práticas racistas às que se têm encarado alguns jovens costachiquenses, ao migrarem a cidades como Acapulco, Guadalajara e Cidade de México.

Palavras-chave: jovens, migração, racismo, segregação, discriminação.

Résumé: Cette recherche explore, en premier lieu, certaines approches théoriques pour aborder les questions de discrimination et de racisme ; et en second lieu, aborde les expériences des jeunes Afro-Mexicains - les migrants de retour - qui rapportent des expériences de discrimination et de ségrégation. L’objectif est d’explorer les pratiques racistes auxquelles certains jeunes du Costa Rica ont été confrontés, en migrant vers des villes comme Acapulco, Guadalajara et Mexico.

Mots-clés: jeunesse, migration, racisme, ségrégation, discrimination.

Introducción

En cuestión de estudios de juventudes, las investigaciones realizadas con poblaciones de origen africano en México -principalmente en la Costa Chica- han estado centradas en aquellos jóvenes que se consideran productivos, ya que estudian o trabajan. Haydée Quiroz (2009, 2011, 2013, 2014) y Lucía Ortiz (2012) han realizado una amplia producción sobre temáticas que atañen a los jóvenes en la Costa Chica de Guerrero. Sus trabajos aportan datos cualitativos y cuantitativos respecto a la participación juvenil en las tareas del grupo doméstico y las fiestas comunitarias, las dinámicas migratorias y las expectativas de los jóvenes estudiantes sobre su futuro, ejes que han encaminado estas investigaciones donde se problematiza el contexto costachiquense desde la neorruralidad y los cambios generados por la globalización.

Las pesquisas de Citlalli Quecha (2011, 2015) en la Costa Chica oaxaqueña, se han enfocado en explorar las experiencias que se generan a partir de la migración México-Estados Unidos, en niños y jóvenes afrodescendientes. Sus trabajos aportan hallazgos sobre los jóvenes migrantes pero también sobre aquellos que tienen padres trabajando en “el Norte”. Categorías como género y edad son importantes en su investigación porque desde ellas entrelaza las dinámicas migratorias y la reconfiguración de las tareas de niños, niñas y jóvenes cuando sus padres migran, o cuando las muchachas y muchachos están preparándose para la migración. Sus etnografías, dan cuenta de la configuración de redes que se tejen entre jóvenes -principalmente mujeres- que favorezcan al acceso de recursos económicos y sociales que hagan posible las migraciones juveniles.

Dichas investigaciones han centrado su atención en jóvenes afromexicanos y en experiencias juveniles relacionadas con la migración, que se ha convertido en un eje central de la vida de los jóvenes costachiquenses, ya que muchos de ellos ven, en la posibilidad de salir de su comunidad, una oportunidad de vida distinta por lo que encaminan sus esfuerzos y los de sus familias a conseguir recursos para migrar.

Este trabajo tiene como objetivo explorar la experiencia de prácticas racistas entre jóvenes que no estudian ni trabajan, pero que anteriormente migraron a trabajar o estudiar afuera de su comunidad de origen. De esta manera, podemos conocer las experiencias juveniles de algunos afromexicanos en la región Costa Chica que no asisten a la escuela ni están empleados, y han quedado fuera de la mirada antropológica, probablemente porque es difícil encontrarlos en espacios acotados, lo que dificulta el trabajo de campo.

Cuando se habla de jóvenes, es necesario precisar a qué nos estamos refiriendo. Maritza Urteaga (2011) sostiene que la construcción de la “juventud” mexicana es un proceso social y cultural que está impulsado por: (1) la creación y desarrollo de una serie de condiciones (normas o sistemas de derechos y obligaciones e instituciones) que van definiendo y canalizando los comportamientos y las oportunidades vitales de los jóvenes, haciendo posible la realidad “jóvenes” al distinguirlos de otros grupos de edad; y (2) la creación de imágenes culturales (valores, atributos y ritos) asociadas específicamente a las y los jóvenes como formas de conocimiento y reconocimiento simbólicos que permiten relacionar esta realidad con una idea de juventud.

La juventud, desde esta perspectiva, es una construcción histórica y social que se presenta y se define de maneras particulares en distintas culturas, y no una condición universal determinada por la edad biológica. Al ser una categoría contextual, es heterogénea y existen múltiples formas de configuración de la experiencia juvenil. Una de ellas, cada vez más recurrente en México, es la de aquellos jóvenes que no estudian ni trabajan. Rossana Reguillo (2010) refiere a estas juventudes como precarizadas o desafiliadas, en tanto se encuentran fuera del cobijo de las instituciones que deberían dotarles de oportunidades de estudio y empleo.

Este fenómeno social, señala Reguillo (2008), es consecuencia de la creciente desigualdad, la aceleración de procesos de informalidad en la sociedad y el desencanto de las instituciones. El concepto de “desafiliación” sin embargo, es riesgoso cuando pensamos en juventudes no urbanas donde los jóvenes a pesar de no estar afiliados a educación y empleo formal, realizan trabajos en sus comunidades que tiene valor simbólico -pero no monetario- que los dota de legitimidad social dentro y fuera de su grupo doméstico. Por ejemplo, participar en la elaboración de la comida, colaborar en los cuidados de los niños o “acarrear” leña para los fogones en los que se hacen las tortillas.

Si estos actores sociales no están necesariamente desafiliados, es mejor hablar de juventudes precarizadas para hacer énfasis en el vaivén de los jóvenes que no estudian ni trabajan, aunque en algún momento estudiaron, trabajaron o migraron, pero se vieron expulsados de estas actividades como consecuencia de la carencia económica o la falta de oportunidades. Desde esta perspectiva, el hecho de “estar sin estudio ni empleo” es una condición generalmente pasajera en contextos como el de la Costa Chica oaxaqueña, al que hace referencia este trabajo. Fue en el acercamiento con estos jóvenes que nació la posibilidad de conocer sus experiencias fuera de su comunidad Santiago Tapextla, pues muchos de ellos son migrantes de retorno que actualmente se encuentran sin posibilidades de trabajar o estudiar, pero que están interesados en insertarse en una u otra actividad, en un futuro cercano.

Es importante apuntar que esta investigación es de corte cualitativo, por lo que los datos fueron obtenidos a través de la observación participante, entrevistas en profundidad y talleres realizados principalmente, en estancias de campo entre 2017 y 2018 en la comunidad de Santiago Tapextla -ubicada en la Costa Chica oaxaqueña- y la ciudad de Acapulco. La dificultad de no poder encontrar en espacios acotados a los actores sociales que hicieron posible este trabajo, se resolvió a través del método de bola de nieve: los jóvenes migrantes de retorno invitaron a participar en grupos focales y entrevistas a amigos suyos que en ese momento se encontraban en las mismas condiciones, porque habían migrado y hacía poco habían retornado a la comunidad.

En tanto la experiencia es el hilo conductor de este trabajo, se retoma la propuesta de Dubet (2010: 9) y Scott (2001: 796) para pensar las “narrativas” como discursos que la atraviesan. Ambos investigadores, sostienen que los relatos y narrativas de los actores sociales son importantes para comprender las experiencias que marcan su vida social, pero también para conocer cuáles son las significaciones que les son otorgadas a estos eventos. En este sentido, los relatos de los jóvenes afrodescendientes son de gran importancia para comprender las experiencias racistas a las que se confrontan en sus migraciones a la ciudad.

Philomena Essed (1991: 3) asegura que la experiencia es un concepto central en el estudio del racismo cotidiano, en tanto sirve para el análisis simultáneo del impacto del racismo en las relaciones sociales. En su trabajo, propone realizar un análisis sistemático de la experiencia a través de las características de la narrativa donde son importantes: el contexto (¿dónde y quiénes están involucrados en el evento?), la complicación (¿qué no es lo aceptable?), la explicación (¿hay una razón para creer que es racismo?), la argumentación (¿por qué una práctica puede ser vista como racismo) y la reacción (¿qué se hace al respecto?) (Essed, 2001).

Guimarães (2002) realizó un análisis de los registros policiales para encontrar discursos racistas en la sociedad brasileña. En sus hallazgos, encontró en los insultos algunos estigmas asociados a la población negra, narrados en dichos registros desde la experiencia de los policías: nominaciones del otro para nombrar distancia social, animalización del otro, acusación de anomia, invocación de la pobreza o la condición inferior del “negro”, acusación de suciedad, invocación de naturaleza pervertida o de defectos físicos o mentales.

Los trabajos enunciados anteriormente dan pautas de la importancia de las narrativas en la experiencia del racismo, ya sea desde quien perpetra la práctica racista, o de quien la recibe. Para el caso de esta investigación, en las primeras entrevistas realizadas coincidió que, a pesar de que los jóvenes narraban experiencias en sus migraciones que podrían considerarse racistas, se omitía la palabra “racismo”, y cuando les preguntaba explícitamente si consideraban que su vivencia estaba relacionada con ello, señalaban que “hablar de racismo era malo” o “que sí era racista, pero que preferían no utilizar esa palabra”.

Racismo se convirtió en una palabra prohibida, aunque ninguno de los entrevistados podía explicar por qué este término estaba cargado de atributos negativos. Así, aunque en un principio el interés de este trabajo estaba centrado en conocer experiencias juveniles precarizadas, el trabajo de campo mostró que una parte importante de estas vivencias radicaba en tener que enfrentarse a la discriminación racial sin nombrarla, por lo que se convirtió en uno de los ejes de la pesquisa.

Planteamientos teóricos: discriminación y racismo

El racismo es un término que, de acuerdo a las revisiones de Wieviorka (2009: 21), surgió en el período entre guerras imponiéndose en el lenguaje corriente de las sociedades occidentales, aunque es un fenómeno de la antigüedad en cuanto a su práctica. Peter Wade (2014: 42-46) señala que antes del racismo existía un etnocentrismo para tildar a “los otros” como bárbaros, por diferencia cultural o por religión. Fue hasta el siglo xix que el concepto de raza se entendió como clave para pensar la diferencia humana, y que aún cuando el racismo científico está “superado”, esto no significa que las prácticas racistas hayan muerto.

Moreno (2016: 101-102) define el racismo como un sistema totalizante y estructural que puede abordarse desde las prácticas, desde la ideología o desde ambas perspectivas. Es una batalla por el poder y sirve para describir la explotación y la dominación de unos pueblos sobre otros. Es vital para explorar el lugar de referencia donde se lee al otro diferente y desde donde conviene afianzar la legitimidad del privilegio. Sin embargo, el racismo no solo se manifiesta a grandes escalas, sino que también puede expresarse en la cotidianidad.

Essed (1991: 2) sostiene que el racismo es más que estructura e ideología, es un proceso rutinario creado y reforzado a través de prácticas diarias, por lo que conecta las fuerzas estructurales de las situaciones en la vida cotidiana. Quintero (2014 77) afirma que el racismo cotidiano supera la dicotomía entre racismos individuales e institucionales, y se enmarca dentro de la concepción del racismo entendido como un proceso social. Para Quecha (2017: 165), el racismo se expresa a través de prejuicios, estigmas e ideologías que inferiorizan, ya sea por la realización de ciertas prácticas culturales o atributos físicos. Desde esta perspectiva puede entenderse como un proceso social multidimensional que solo es posible entender de manera contextual.

En México, el racismo se presenta en la vida cotidiana de grupos que son considerados minoritarios. El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación y el Programa Nacional para la Igualdad y No Discriminación, son algunos esfuerzos del gobierno mexicano, para prevenir y erradicar la discriminación que sufren ciertos sectores sociales.1 La condición étnico-racial de indígenas y afrodescendientes, menciona el Documento Informativo de la Discriminación en México realizado por CONAPRED (2011), los conforma como grupos discriminados. Siete millones de indígenas y 450 mil afromexicanos están expuestos al maltrato, a la marginación y al rechazo por su apariencia física en relación a su color de piel y origen étnico.

Olivia Gall (2016) sostiene que para el caso mexicano, la conformación posrevolucionaria de un Estado mestizo promovió lógicas racistas en el acceso diferenciado y desigual a oportunidades y derechos para los integrantes de los grupos considerados étnicos que no se asimilaban totalmente en dicho proceso. La ideología del mestizaje mexicano, cuyo principio máximo parte de la homogeneidad de la población nacional, legitima el papel político del mestizo como grupo dominante, desde la promoción de la idea de que “todos somos mestizos” y, por lo tanto, todos tenemos las mismas oportunidades.

Sin embargo, la idea de mezcla racial, sostiene Moreno (2010: 130), terminó convirtiéndose en un espacio de acentuación de dichas diferencias, pues los indígenas y afrodescendientes en este proyecto no encontraron posibilidades igualitarias para ejercer sus derechos humanos más básicos. El Documento Informativo de la Discriminación en México de CONAPRED (2011) arroja que 74% de la población afrodescendiente en México no tiene acceso a servicios médicos y que más de la mitad de ellos han sido insultados por su color de piel.

En estos contextos de marginación y reciente visibilización, los jóvenes afromexicanos experimentan el racismo de distintas maneras y desde múltiples niveles que van de lo estructural a lo simbólico, pues no se reducen únicamente a la discriminación. Para Gall (2004) existen dos lógicas del racismo, la de la desigualdad, basada en la jerarquización, y la de la diferencia, estructurada sobre el diferencialismo. En ambas pueden presentarse procesos de discriminación y exclusión como manifestaciones materializadas de las ideologías racistas, pero también segregación, prejuicios e incluso xenofobia.

La discriminación, plantea Wieviorka (2009: 83) responde a una lógica de jerarquización donde puede ponerse como relieve la raza para dar un trato diferenciado. Para Gilberto Giménez (2007: 37-38) la discriminación social está sustentada en la desigualdad de poder, recursos y estatus. Implica un intercambio recíproco, pero desigual. Se sustenta en una actitud culturalmente condicionada y negativamente orientada de los grupos dominantes hacia los grupos dominados, que se traducen en relaciones hostiles y desiguales. Tres figuras centrales motivan la discriminación desde su perspectiva: el etnocentrismo, desde el que nos consideramos a nosotros mismos mejores; la intolerancia social, que implica una actitud de rechazo frente a grupos minoritarios; y un prejuicio a la inferioridad de los grupos dominado en razón de su origen étnico. Estas tres figuras, pueden encontrarse articuladas en las prácticas discriminatorias, sobre todo en aquellas que forman parte de la cotidianidad y que se ejercen frente a las poblaciones consideradas minoritarias como es el caso de los afromexicanos.

Quintero (2013: 78) sostiene que cuando se habla de discriminación nos ubicamos en el nivel de los actos y los hechos de la práctica social y su interpretación por los actores sociales. Para él, las discriminaciones han sido abordadas clásicamente desde dos perspectivas: como prácticas explícitas, cuya función es mantener y reforzar sin ningún movimiento su subordinación; y como resultado de dinámicas sociales. Una tercera perspectiva de la comprensión de las discriminaciones se entiende en términos de proceso social a través del cual se enmarcan las relaciones sociales representativas de los sistemas de dominación y por medio del cual estos sistemas se refuerzan en la discriminación cotidiana, normalizada en algunos contextos y situaciones específicas, como iremos desarrollando en los siguientes apartados.

El racismo puede considerarse como un sistema ideológico que se nutre de diferentes prácticas, siendo la discriminación una de las más comunes, aunque no la única, pues puede haber manifestaciones de segregación, entendida por Wieviorka (2009) como proceso y resultado que sufre un grupo mantenido a distancia, localizado en espacios propios que le son reservados; o exclusión, que diluye los derechos humanos y políticos de sujetos que son considerados fuera de la ciudadanía (Moreno Hernández, 2014). Ambos fenómenos mantienen y legitiman relaciones de desigualdad que son parte de la cotidianidad de los jóvenes afromexicanos que migran a las ciudades.

A continuación, se presenta una exploración de las experiencias migratorias de algunos jóvenes de Santiago Tapextla en las que podemos encontrar prácticas que se enmarcan en la cotidianidad y que les hicieron sentir “incómodos”, “extraños”, “fuera de lugar”, “discriminados”, “enojados” o “diferentes”, haciendo uso de sus palabras, sobre las que fuimos reflexionando en conjunto lo que significa vivir experiencias racistas.

Un poco de contexto: la migración como promesa de futuro

Santiago Tapextla es un municipio de la Costa Chica de Oaxaca que cuenta con poco más de tres mil habitantes. Está considerado como un municipio de muy alta marginación y, como muchas de esas localidades, carece de servicios básicos como agua potable, drenaje o servicios médicos fuera de la cabecera municipal. En este contexto, las fuentes de empleo son precarias y están relacionadas principalmente con el trabajo en el campo o en la construcción, empleos que fluctúan de acuerdo a la temporada -en caso de la agricultura- o las condiciones económicas que permitan la construcción de casas u obras públicas. Las pocas posibilidades de empleo y la imposibilidad de continuar con la educación media superior o superior por falta de recursos económicos, presentan a la migración como una promesa de futuro constante para los jóvenes de esta localidad.

La migración en este municipio, como en otros de la Costa Chica que han sido explorados por Haydée Quiroz (2009) y Citlali Quecha (2011), aumentó progresivamente desde los años sesenta hasta ahora. Estuvo impulsada en inicio por la construcción de la carretera federal 200, en la década de 1960, que conectó a la Costa Chica con la ciudad de México vía Acapulco; y posteriormente, por los cambios producidos en la agroindustria que derivaron en monocultivos como resultado del Tratado de Libre Comercio, que eliminó a los campesinos de la competencia productiva, dejándoles como única opción la agricultura de subsistencia.

Los intensos flujos migratorios fuera de la región a Estados Unidos, Ciudad de México, Los Cabos y Guadalajara, entre otras ciudades y destinos, tienen aproximadamente tres décadas; sin embargo, las migraciones a urbes cercanas como Acapulco, Ometepec o Pinotepa Nacional, son mucho más antiguas y forman movimientos pendulares en un ir y venir constante de las ciudades a la comunidad de origen, sobre todo en temporadas vacacionales o de fiestas patronales.

La migración a ciudades como Guadalajara, Los Cabos, Acapulco y Ciudad de México, es mucho más común que la migración a Estados Unidos y generalmente la precede, ya que se ocupan menos recursos para realizarlas. Los motivos por los que los jóvenes se van, son variados y apelan a una acumulación de circunstancias: algunos de ellos salen a estudiar la educación superior, otros a trabajar o a vivir con algún familiar, y en su mayoría ven a la posibilidad de “salir del pueblo” como una oportunidad de superación personal, de conocer cosas nuevas y de generar nuevas experiencias de vida en la ciudad. Pérez Ruiz (2008: 26) apunta que la migración juvenil es importante en los contextos rurales porque modifica y negocia las tradiciones y normas que deben cumplir los jóvenes en sus localidades, por lo que se presenta, no solo como una promesa de futuro, sino como una posibilidad de mayor libertad.

En las entrevistas realizadas, los jóvenes expresan una preferencia por migrar de su comunidad, algunos de ellos “para estudiar en la universidad”, ya que el bachillerato es el último nivel de estudio con el que cuenta Santiago Tapextla, y otros “para ganar dinero”. Aunque buena parte de la población aspira con migrar “al norte”, la mayoría comienza con migraciones a ciudades cercanas como Acapulco en donde se emplean para ahorrar dinero. Esta migración genera un movimiento pendular, es decir que aunque se establezcan residencias fijas, los jóvenes van y vienen de la ciudad a su localidad de origen en vacaciones o durante las festividades regionales.

En los trabajos de Kim Sánchez (2000) sobre migrantes jornaleros agrícolas, uno de los argumentos centrales parte de pensar la migración pendular como un tipo de migración temporal donde hay un asentamiento del migrante que vuelve para su comunidad de origen, ya sea una vez que termina el empleo asalariado en el que se inserta o para fiestas cívicas o comunitarias. Si bien su investigación da cuenta de este tipo de migración en el contexto agrícola, es común que algunos jóvenes de la Costa Chica salgan para Acapulco o alguna otra ciudad cercana de manera temporal, para emplearse en la construcción de alguna obra (casa, edificio, carretera), por ejemplo. Migrar y volver a la comunidad de origen es uno de los múltiples patrones que puede tomar la migración en la región.

En la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, las etnografías de Quiroz (2009) y Ortiz (2012) muestran cómo los jóvenes que migran a ciudades cercanas e incluso a Estados Unidos, se arraigan a su comunidad de origen a través de la participación en fiestas patronales o en tareas relacionadas con la localidad, esto los lleva a ir y venir de la ciudad en épocas de festividades regionales o a enviar dinero en caso de que se encuentren lejos y no puedan retornar.

Los jóvenes migrantes tapextleños generan nexos con su comunidad -aún en la distancia- de los que pueden echar mano cuando tienen algún problema en su destino migratorio. En Santiago Tapextla, es común que, para la fiesta de Santiago Apóstol o de la Virgen del Rosario en julio y octubre, respectivamente, los jóvenes migrantes regresen al pueblo para participar de las festividades y contribuir con los gastos que estas implican. Otra práctica común en dicha localidad es que los jóvenes migren solo por un tiempo -en lo que dura el trabajo o en lo que terminan la escuela- y vuelvan a su comunidad, por lo que podemos pensar en dos tipos de migrantes de retorno: quienes van y vienen únicamente por algún suceso o festividad, y quienes regresan para asentarse nuevamente en la comunidad, que son los jóvenes con quienes se llevó a cabo esta investigación.

Discriminación, segregación y exclusión: las experiencias migratorias en Acapulco

Acapulco, en el estado de Guerrero, es conocido por ser uno de los destinos turísticos mexicanos más tradicionales. El crecimiento acelerado y desordenado de la ciudad durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo pasado, trajo consigo el establecimiento de una serie de empresas constructoras, turísticas y de servicios que generaron empleos para sectores poblaciones de otras partes del país. Algunos de los migrantes que la ciudad recibía en empleos de albañiles, meseros, choferes, encargados de valet parking y amas de llaves o empleadas domésticas, provenían de zonas cercanas como la Costa Grande (de Guerrero y Michoacán) y la Costa Chica (de Guerrero y Oaxaca), por lo que la migración costa a costa puede considerarse habitual.

En esta ciudad, como en muchos otros destinos turísticos, encontramos una amplia gama de grupos étnicos, sociales y culturales (indígenas, afromexicanos, extranjeros, norteños, capitalinos, etc.)2 que generan relaciones, pero también disputan los recursos, los empleos y el espacio social. Se establece una lucha por la ciudad que se genera a través de “nuevas formas de exclusión urbana con rivalidad y segregación etnorracial” (Wacquant, 2001: 124), vinculadas fuertemente con la posición económica, el nivel de escolaridad y la procedencia de origen (urbanarural), entre otros factores que determinan la posición social y los recursos a los que pueden acceder algunos grupos, pues como Pérez Ruiz (2008) señala, la etnicidad es una variable de la estratificación social en la que se sostienen algunas relaciones de desigualdad,3 aunque no la única.

Hace tres décadas, García Canclini (1999: 53) planteaba que uno de los imaginarios de lo global se basaba en la metáfora de que las migraciones masivas y la globalización convertirían al mundo actual en un sistema de flujos e interactividad donde se disolverían las diferencias entre las naciones. Sin embargo, hoy estas mismas migraciones han reafirmado la diferencia debido a que locales y migrantes se disputan los recursos y espacios, lo que se manifiesta en una heterogeneización más marcada y una lucha constante por la ciudad, que se expresa también a través de la arquitectura en la proliferación de nuevas represiones espaciales y de movimiento, que se hacen visibles a partir de un control arquitectónico de las fronteras y muros geográficos y simbólicos (Davis, 2003; Caldeira, 2007).

Las minorías, entendidas por Appadurai (2007: 64) como grupos históricamente construidos a través de las decisiones y estrategias específicas, a menudo a cargo de las élites; viven en algunos contextos en situación de pobreza y se convierten en blanco de segregaciones espaciales, influenciadas por estigmas que pueden relacionarse a su condición étnico-racial y de clase, entre otras, que los expulsa hacia zonas marginales en las ciudades. Para el caso de Acapulco, las poblaciones afromexicanas, han sido expulsadas hacia colonias periféricas como consecuencia de la gentrificación de la ciudad, las zonas cooptadas por el narcotráfico, la construcción de zonas residenciales -habitadas principalmente por blancos y mestizos- en espacios donde abundan recursos y servicios, y la tensión originada por la lucha de recursos que refuerza estigmas y estereotipos sobre las poblaciones negras de origen rural.

Alfredo V. Bonfil y Ciudad Renacimiento son colonias periféricas en las que viven muchos costachiquenses. Algunos de los migrantes, principalmente quienes llevan más de una generación en Acapulco, han logrado edificar sus casas en estas colonias, buena parte aún en obra negra, sin repellar, con tabiques y hamacas a la vista. Una buena cantidad de personas comparten el hogar regresando del trabajo y viven hacinados en pisos de arena o cemento, con techos de lámina muy similares a los que pueden observarse en sus comunidades de origen. Las construcciones terminadas con elaborados acabados y pintadas en colores vistosos son producto de migraciones exitosas o, según los vecinos, de actividades ilegales, algunas veces relacionadas al narcotráfico, comunes en estos barrios considerados “peligrosos” en la ciudad de Acapulco.

Los pollos, gallos y gallinas caminan entre los sillones tejidos, las mujeres desgranan maíz y los niños juegan en la arena, por lo que a veces presenciar esas escenas da la impresión de estar en la Costa Chica y no en la ciudad. Como la mayoría de los migrantes del municipio llegan a estas colonias, forman en ellas “redes y espacios de paisanaje”. Para Ortiz (2010), estas redes son parte del capital social que utilizan los jóvenes para movilizarse y consisten en cohesionar redes de apoyo que hacen posibles las migraciones y las incursiones escolares o laborales después de llegar a la ciudad.

Los jóvenes migrantes a los que hacemos referencia, se encapsulan en estas colonias en las que cuentan con redes de apoyo, en buena parte como consecuencia de un ordenamiento de la ciudad en el que, como expresa Vergara (2006: 112), resaltan la pobreza, el estigma y, en este caso particular, la condición étnico-racial y la procedencia rural, fijando a la gente y casi inmovilizándola en su colonia o barrio. A principios de este siglo, Wacquant (2001: 129-130) hablaba de una nueva condición de pobreza urbana que trae consigo un poderoso estigma asociado a la residencia en los espacios restringidos y segregados, los barrios de exilio en que quedan cada vez más relegadas las poblaciones marginadas y racializadas a las que las élites expulsan a las periferias urbanas.

Castellanos (2002) señalaba, para el caso de la población indígena, que la discriminación social que toma como eje la etnicidad, se presenta primero a través de prejuicios que legitiman la relación de dominación, pero que terminan siempre en ejercicios de exclusión e, incluso, segregación. Para ella, este conjunto de prejuicios raciales y estereotipos conforman las imágenes del racismo sobre las que se manejan las lógicas racistas frente a las poblaciones indígenas. Un proceso similar surge entre los afromexicanos, su “negritud” tiene una valoración negativa que los asocia con ciertas preconcepciones en la ciudad de Acapulco pero, incluso, en la región Costa Chica “los negros se la pasan tirados en la hamaca, son muy flojos, por eso no progresan”, “las mujeres negras son muy sucias”, “los negros son ignorantes”.4 Estos estereotipos marcan relaciones sociales que se establecen desde preconceptos racistas que pululan en el imaginario colectivo y crean imágenes específicas de las poblaciones dominadas, en este caso, de la población afrodescendiente.

Esmeralda es una joven tapextleña que vivía en Acapulco y trabajaba lavando garrafones en una embotelladora de agua. Sus padres tuvieron siete hijos y ella es una de las mayores, por lo que tuvo que salir a trabajar para ayudar a su familia tras el abandono de su padre. Si bien apreciaba la ciudad, pues tenía mayores libertades y dinero propio, adaptarse al estilo de vida citadino no le resultó fácil, por lo que regresó a su comunidad. Dora, por su parte, compartía una casa con su prima Fabiola y una amiga, las tres trabajaban como auxiliares domésticas, pero ellas regresaron a casa cuando el hermano menor de Fabiola fue asesinado en un enfrentamiento de La Maña en Acapulco. Finalmente, Moi era empleado en una obra y vivía en casa de una tía en la ciudad, regresó también después de una balacera en la construcción en la que laboraba. Sus experiencias no solo hablan de las imágenes racistas a las que se han enfrentado en la ciudad, sino también de los espacios segregados y violentos que se construyen en ella:

Acapulco me gusta, pero cuando llegué no. Es diferente al pueblo, nadie te habla, nadie te conoce, hasta te ven raro y no te saludan. La gente siempre tiene prisa, hay lugares que están tan bonitos que te da pena caminar por ahí, y otros que están feos y dan miedo, porque ¿cómo cruzas por ahí si no hay nadie? El pueblo también está feo pues, pero ahí todos te conocen y te sientes más segura. (Entrevista personal con Esmeralda, 10 de diciembre de 2012, Acapulco).

Donde yo vivía estábamos tres, no nos importaba dormir en un espacio tan chiquito porque allá en el pueblo es igual. Tampoco nos alcanzaba para rentar en otro lado, todas trabajamos haciendo aseo y pues no ganamos mucho. De todos modos aunque nos alcanzara, no sé si pudiéramos vivir en otro lado, ahí viven todos los de Tapextla y Llano Grande. En otros lados vive otra gente, ahí estás con tus paisanos. Otras partes de la ciudad son tan caras que casi ni se puede ir ahí, menos pensar en vivir, ¡imagínate! nada más de muchacha haciendo aseo... (Entrevista personal con Dora, 12 de diciembre de 2012, Santiago Tapextla).

Acapulco es bien grande, pero a mí se me hacía chiquito, hay lugares ¿qué para qué va uno? Todos los que nos llevamos somos de la colonia, que vamos a la Costera a trabajar en la obra, a veces allá está bueno en la noche, pero no siempre tenemos dinero, si un compa invita ¡a toda madre! si no, pues a echar la caguama en la colonia. (Entrevista personal con Moi, 15 de enero de 2017, Santiago, Tapextla).

Estos testimonios dan cuenta de un complejo entramado en el que la ciudad cumple el papel de segregar a través de muros visibles e invisibles como precios, espacialidad geográfica y tipos de empleo. Esmeralda, hace énfasis en que las personas “la ven raro”, no señala específicamente la razón, pero experimenta la discriminación que cruza por su cuerpo. Desde estas narrativas no queda claro que son discriminados por “ser jóvenes negros”. En sus discursos la discriminación, la exclusión y la segregación se vive como una constante de la vida en la ciudad y no consecuencia de la suma de lógicas y prácticas racistas legitimadas en el mestizaje que las produce y reproduce (Moreno, 2010), donde a los estigmas relacionados a la “negritud” se agregan desigualdades determinadas por la clase social y la procedencia rural.

La idea de que “el pueblo es feo”, “no sé si podríamos vivir en otro lado... solo de muchacha haciendo aseo”, “todos los que nos llevamos somos de la colonia”, son nociones que parten de imaginarios normalizados, prejuicios y estereotipos sobre los afromexicanos, que ellos mismos integran dentro de sus prácticas y discursos normalizando la segregación. Ortiz (2013: 105) apunta que históricamente los estereotipos han servido para clasificar y controlar a las personas minoritarias, pero que además de estereotipos por la condición étnico-racial, los hay por procedencia de origen, es decir que estos jóvenes son discriminados también por su procedencia rural y su condición de pobreza en una suma de condiciones de desigualdad.

Las tensas relaciones interétnicas en las que se compiten los espacios, bienes y servicios en la ciudad pueden verse reflejadas a través de narrativas en las que hay prejuicios racistas que pasan a la práctica y determinan por ejemplo, los empleos a los que pueden acceder estos jóvenes migrantes.

Yo quería trabajar de mesera en un hotel o un restaurante, o algo donde dieran buena propina pero no, fui a uno y me dijeron que no porque estoy muy morena, no me dijeron eso pues, pero yo veía a las que trabajan ahí y pues son blanquitas. Al final me tuve que chingar haciendo aseo. No me molesta, de veras que no, pero si fuera más chocolatosa y menos morena, a lo mejor sí me hubieran contratado. (Entrevista personal con Dora, 10 de diciembre de 2012, Acapulco).

Las relaciones sociales entre blancos, mestizos, indígenas, extranjeros y afros son comunes en una ciudad turística como Acapulco; sin embargo, también disputan el espacio, los recursos y los empleos en la ciudad. Quecha (2017: 161) apunta que en la región Costa Chica sigue vigente una escala socio-organizativa en la cual se considera que las personas afrodescendientes se ubican en la parte más baja, los indígenas en el segundo nivel, y en el más alto están los mestizos y blancos. Dicha escala se nutre de estereotipos, estigmas y prejuicios.

Nosotras estamos más guapas que las pinches indias, ellas dicen que somos huevonas, pero es pura mentira. Andan ahí en la calle vendiendo sus artesanías, nosotras nos chingamos en la cocina y haciendo aseo, ellos le dan lástima a la gente que viene de fuera, dicen: ¡ay, mira ese indita! Pobrecita, hay que comprarle un collar. Nosotros no vivimos de la lástima ajena, trabajamos parejo. (Entrevista personal con Fabiola, 12 de diciembre de 2012, Santiago Tapextla).

Estos fragmentos de entrevistas visibilizan las relaciones de desigualdad que se establecen en la ciudad de Acapulco entre distintos grupos culturales, donde los jóvenes afromexicanos se ven destinados a realizar tareas en las que son invisibles: las mujeres hacen aseo en casas particulares, lavan garrafones en embotelladoras de agua, son camaristas en hoteles o lavan platos en restaurantes; los varones se emplean principalmente en lavados de autos y en la industria de la construcción. Generalmente, estos empleos tienen condiciones de trabajo precarias -salario mínimo sin prestaciones de ley-, desigualdad estructural que se justifica por la baja escolaridad de los jóvenes migrantes.

La tensión por la obtención de los empleos puede tomar forma en prejuicios sobre los distintos grupos que los disputan, que terminan colocando en la cúspide de la estratificación social a la población blanca y mestiza: “dicen que somos huevonas” sostiene Fabiola, también afirma: “nosotras estamos más guapas que las pinches indias, ellas dan lástima”, de modo que puede apreciarse que estos jóvenes utilizan estereotipos para referirse a “los otros”, en tanto que así funciona la estructura; ellos son discriminados, pero a su vez también contribuyen a la discriminación de otros grupos sociales, reproduciendo ideas prejuiciosas de quienes consideran diferentes.

Quecha (2017: 164) sostiene que los contenidos de estas ideas de diferenciación entre poblaciones afrodescendientes e indígenas están cargadas de una noción de “raza” que excluye e incluye en determinados momentos, pero que ha sido dinamizada por los sectores que han mantenido en su poder y dominio los elementos que permiten llevar a cabo la reproducción económica y social, es decir, el sector de mestizos y “blancos” que promueven la producción y reproducción de estigmas y prejuicios.

Es importante notar que los jóvenes migrantes costachiquenses que están expuestos a la discriminación racial y como resultado de esta, a la segregación no son agentes pasivos frente a la realidad que los tensiona. Los migrantes tapextleños no están absolutamente sometidos al poder ejercido por la ideología del mestizaje, sino que logran encontrar un espacio para recrearse como grupo desde la afirmación, aún dentro de la exclusión (Moreno, 2010). Adaptan “estar fuera” del resto de la ciudad para “sentirse dentro” de la vida comunitaria de su colonia, fortalecer sus redes de paisanaje, amalgamar su capital social y sobrellevar la migración a pesar de las desigualdades a las que se enfrentan, entre ellas, la discriminación racial.

Montoya y García (2010: 55-62) sostienen que las prácticas tradicionales que los abuelos y padres trajeron desde el campo son transmitidas a las nuevas generaciones en la cotidianidad, en la oralidad y en las prácticas rituales y festivas, y estas atraviesan por procesos de hibridación con nuevos referentes culturales urbanos, generando prácticas y discursos identitarios que no se agotan en lo étnico, pero que ayudan a sortear la discriminación y la segregación, en tanto remiten a la construcción de vida comunitaria que marca las experiencias juveniles en las ciudades. Los jóvenes tapextleños recrean algunas de las prácticas de su comunidad dentro de la ciudad y se reconocen como “costeños” y “morenos” en un ejercicio de autoadscripción.

A pesar de que muchos jóvenes que viven en la ciudad de Acapulco se ven confrontados a las condiciones de gentrificación, empleo precario y exclusión social, el caso de los afromexicanos es particular pues a estas condiciones se suman ejercicios y prácticas de discriminación enfocados a su aspecto físico desde el que se generan imágenes racializadas que definen sus supuestas características comportamentales y psicológicas y con ello, la forma en la que son tratados en la ciudad.

En entrevistas los jóvenes afirmaban que “los policías revisaban sus mochilas o los paraban en la calle”. Las mujeres por su parte apuntaban que se les llamaba “sucias y malhechas”.

Miles (1989: 75) señala que el concepto de racialización es útil para hacer referencia a los casos en los que las relaciones sociales se estructuran desde la significación de las características humanas, de manera que se construyen colectividades sociales diferenciadas. Es un proceso de categorización, un proceso representativo de un “otro”. Guimarães (2002: 42) sostiene que el proceso de racialización implica una clasificación de grupos que tienen ciertas características imaginadas (físicas, psicológicas y morales), donde el color de piel y los rasgos fenotípicos (no genotípicos) juegan un papel importante. Quintero (2017: 2) entiende la racialización como la construcción de una alteridad corporal racializada y jerarquizada que da paso al racismo.

En América Latina, las poblaciones negras han sido racializadas y desde este proceso se han naturalizado estereotipos racistas que asumen que estas poblaciones tienen características físicas, sociales y psicológicas determinadas, los cuales se reproducen en la cotidianidad y justifican las múltiples desigualdades a las que estas se enfrentan. En Brasil, por ejemplo, Sansone (2004: 215) en su trabajo con jóvenes negros de Salvador Bahía, sostenía que estos eran asociados con estigmas como pobreza y falta de educación, pues el color combinado con la clase social son factores que determinan la posición del individuo en ese contexto.

Para el caso de los jóvenes migrantes tapextleños, la precarización del empleo, la violencia de las colonias que habitan y la pobreza en la que muchos de ellos viven, se explican como consecuencia de la falta de esfuerzos individuales de estos jóvenes por “progresar” desde estereotipos que los representan como “flojos”, “peligrosos”, “sucios”, “malhechos”. La naturalización de la suma de condiciones de desigualdad donde el color y los rasgos fenotípicos juegan un papel importante, son producto de un proceso de racialización, característica que hace distinta su experiencia migratoria frente a la de otros jóvenes que también se confrontan a desigualdades en contextos urbanos, pero que no pertenecen a grupos racializados. “Que no soy de otro país, que soy de México”

Si bien los afromexicanos ocuparon un lugar definido histórica y socialmente en la época colonial, la invisibilización de la población de origen africano después de la independencia y el reforzamiento de la idea de mestizaje, impulsada por José Vasconcelos en el México posrevolucionario, no otorgaron a estas poblaciones un espacio reconocido y legitimado en el imaginario político y social. Hasta hace poco, la raíz africana era invisible y ello propició que los afromexicanos estén construyendo recientemente una imagen y un lugar propio en la amalgama de identidades -cohesionadas por el mestizaje- en la que no fueron integrados.

Es muy común escuchar en las narraciones de los jóvenes afrodescendientes de la Costa Chica que cuando migran a la ciudad, la gente en el transporte público les pregunta de qué país vienen. “Una vez en el metro, allá en México, una señora me preguntó que si podía tomarse una foto conmigo porque estaba negrita bonita…” narra Chely, quien se ha sentido discriminada en la ciudad por considerarse “exótica”.

Daniel, otro joven participante de ese grupo focal, comentó sobre la misma línea: “a mí también, cuando trabajaba en México, la gente me decía que hablaba como cubano, que si era cubano y yo decía que no, que era de México. Ni sabía qué era un cubano, ahora ya sé que los cubanos son como yo”. ¿Por qué crees que pensaban que eras cubano?, pregunté. “Mmm…” pensó Daniel, “yo creo que porque hablamos mocho, bueno así dice la gente en la ciudad, que los de la costa hablamos mocho”. “O porque estamos negros”, gritó Kevin. Las risas -risotadas como le llaman ellos- no se hicieron esperar en medio un gran silencio.

“Cuando yo trabajaba en el car wash en Los Cabos” cuenta Jonathan, “muchos gringos me decían que de dónde era, también los de México, puej, y yo siempre les decía: Soy de Oaxaca. ¡No, hombre! Decían mis compañeros del trabajo, si en Oaxaca hay puro indio”. “¡A mí me pasó igual!”, interrumpió Yuli, “en Guadalajara me dijeron ¿a poco no eres de otro país? Y yo, que no, que soy de México, de Oaxaca; pero es que en Oaxaca no hay negros”, es que no has ido a mi pueblo”.

¿Eso es racista? Pregunté. “¿que piensen que no somos mexicanos?, pues es que ellos nos ven diferentes, sí somos diferentes y tal vez sí es racista, pero racismo no es una buena palabra”, señaló Yuli. “¿Por qué no?”, increpó Kevin. “Porque ser racista es malo” sostuvo Yuli. Luego vino un silencio incómodo. Fue conveniente, entonces, hablar de cómo se sentían cuando vivían en la ciudad y se les cuestionaba acerca de su origen, las palabras que se utilizaron para describir esas sensaciones fueron: tristes, diferentes, extraños, raros, fuera de lugar, enojados, extrañando al pueblo, discriminados, divertidos porque los otros no supieran que había negros en México. Poner las experiencias en palabras contribuyó a que continuaran narrando sus vivencias migratorias:

camión para Guadalajara. La gente del camión me veía raro, pero no tan raro como allá en Guadalajara. A veces las personas me preguntaban de dónde era porque estaba negrita, yo me sentía mal de que me veían raro y casi no me gustaba salir mucho, ni ir a lugares, porque me molestaba. No fui a la escuela, no trabajaba, no hacía nada. Hasta uno me dijo un día que yo podía ser modelo porque era alta y negrita, pero como si eso fuera raro o me hiciera rara. Mis papases me convencieron de regresar a terminar la escuela y sí, mejor me devolví, porque para estar allá sin hacer nada y sintiéndome mal… (Entrevista personal con Chely, 20 de marzo de 2018, Santiago Tapextla).

Mis primos me dijeron que nos fuéramos a una obra a México, “¡pero está largo!” Les dije, y pus como ya me habían corrido del IEBO, mi mamá me dijo que sí me fuera. Pero allá la gente te mira raro, yo vivía por ahí, por el Estado, y me miraban raro y luego las muchachas se reían de cómo hablaba. Eso es discriminar pues, que te hagan sentir mal por cómo te ves o porque eres de otro lado y hablas diferente. (Entrevista personal con Kevin, 20 de marzo de 2018, Santiago Tapextla).

A través de sus narraciones, Chely y Kevin apuntan que una parte de su experiencia como migrantes radica en que se sintieron “incómodos” por la forma en que los miraban las otras personas.

Los trabajos de Moreno (2010) y Castellanos (2001, 2003) dan cuenta de múltiples formas en las que las poblaciones negras e indígenas viven el racismo que atraviesa el discurso y se materializa en prácticas que cruzan sus imaginarios, su vida y sus cuerpos. Castellanos prefiere hablar de imágenes para analizar las distintas expresiones del racismo en torno a estereotipos que generan una serie de ideas prejuiciosas y se traducen en relaciones sociales basadas en la desigualdad. Un ejemplo de esto, son las imágenes que se construyen del afrodescendiente en las ciudades, que influyen en los empleos y el trato que se le da a esta población migrante.

Las imágenes racistas construyen ideas sobre cómo son los grupos racializados y cómo deberían ser tratados o para qué empleos son más aptos. La experiencia juvenil de los migrantes negros en la ciudad está marcada por una serie de prejuicios y estereotipos que incluso ellos internalizan en sus discursos, por ejemplo, cuando asumen que si tuvieran un color de piel más claro podrían obtener trabajos con mayores sueldos en la ciudad, o cuando señalan que su forma de hablar está “mocha”, es decir, que no es adecuada. Esta dinámica sostiene y justifica las relaciones de desigualdad, pues pareciera que se trata de la incapacidad de estos jóvenes para buscar oportunidades y no de un problema de desigualdad estructural justificado por la internalización de estereotipos racistas.

Moreno (2010) opta por referir a “momentos racistas” o “momentos de mestizaje”, poniendo énfasis al momento en el que el evento racista es experimentado al interior de un contexto social determinado, donde el discurso racial, marcado por la ideología del mestizaje, está en funcionamiento. Son experiencias vividas de procesos discriminatorios y de exclusión racial que se han hecho invisibles debido a las ambiguas definiciones de racismo y mestizaje. Por ejemplo, prácticas cotidianas como “mirar”, “decidir que una persona es apta para determinado trabajo o no”, “exotizar” o “reír”, están normalizadas y no son consideradas como prácticas racistas por quienes las realizan ni por quienes la reciben.

Los “momentos del mestizaje” no se agotan en el exotismo -asumir que no hay negros en México, mirarlos raro o reír de la forma en la que hablan-, sino que se alimentan de imágenes racistas para justificarse y, de esta manera, logran reproducir un sistema de estratificación social que mantiene a las poblaciones negras en la invisibilización y la exclusión. Estos y las imágenes racistas que los jóvenes narran en sus experiencias cotidianas en la ciudad, hacen su experiencia juvenil particular y distinta a la de otros jóvenes no afrodescendientes que no cargan estigmas y prejuicios relacionados con el “ser joven negro” en los espacios sociales a los que migran, donde la exclusión, la precarización laboral y la falta de oportunidades de estudio a la que se enfrentan miles de jóvenes en México, se aúna al estigma de la negritud y a la discriminación racial.

Conclusiones

Las imágenes racistas y los momentos del mestizaje -utilizando los conceptos de Castellanos (2003) y Moreno (2010), respectivamente- son parte habitual de las relaciones sociales que permean las migraciones de los jóvenes afromexicanos de Santiago Tapextla. Se instauran en acciones tan cotidianas que parecen invisibles para aquellos que ejercen estas prácticas, aunque quienes las reciben sí se sienten interpelados. El racismo se hace presente en esas imágenes y momentos que forman parte del sistema totalizante y estructural al que refiere Moreno (2016), expresado en formas ideológicas -ideología del mestizaje- que pasan posteriormente a formas prácticas como la discriminación, la cual se convierte finalmente en un refuerzo para la legitimidad de la desigualdad social.

A través de este sistema se normalizan las desigualdades y las jerarquías sociales basadas en la diferencia, desde un punto en el que pareciera que más que un problema estructural se trata de un problema individual, donde los sujetos no se están esforzando lo suficiente por competir por los recursos; así, se naturaliza, por ejemplo, que los jóvenes migrantes afromexicanos se inserten en empleos precarios en los que apenas ganan el salario mínimo “porque no estudiaron”, aunque pocas veces se cuestionan las posibilidades que tuvieron para estudiar. Es posible que esta “normalización” de la desigualdad sea una de las razones por las que a los jóvenes migrantes que han sufrido experiencias de discriminación les cuesta tanto trabajo identificarlas como tal. Quintero (2013: 79) señala que una de las características de la discriminación racial es su carácter acumulativo en las personas y los grupos racializados, donde los criterios discretos y rutinarios, así como los hábitos más comunes, pueden tener un efecto desfavorable en los grupos minoritarios, lo que pocas veces es cuestionado.

Si bien la ciencia ha desmentido que existan las razas, el racismo como sistema ideológico y práctico sigue sosteniéndose en la actualidad a través de prejuicios, estereotipos, exclusiones, segregaciones y discriminaciones que cruzan por la experiencia de los grupos minoritarios, por lo que es importante volver a poner este tema sobre la mesa para entender las lógicas que lo sustentan en un país donde la idea de mestizaje fomenta el imaginario social de una supuesta igualdad que sustenta, a su vez, la diferencia a través de ideologías y prácticas racistas.

Quecha (2017: 165) sostiene que estamos en el momento propicio para escudriñar los elementos de interacción social que permitan entender la manera de relacionarlos respecto al racismo, haciendo énfasis en las múltiples formas en las que se expresa. Esto es importante, pues la situación precaria en la que se encuentran miles de jóvenes en México se acentúa más en las experiencias migratorias de los jóvenes de grupos racializados que viven entre la invisibilización, la discriminación, la exclusión y la falta de oportunidades de estudio y empleo digno.

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Notas

1 En 2003 en un esfuerzo por erradicar estas formas de racismo y discriminación, se decretó la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, cuyo artículo 4to define la discriminación como “toda distinción, exclusión, restricción que basada en el origen étnico o nacional(…) tenga por efecto impedir o anular el reconocimiento o el ejercicio de los derechos y la igualdad real de oportunidades de las personas”.
2 Es importante señalar, que para el caso mexicano, solo los grupos indígenas se autoadscriben como grupos étnicos, contrario por ejemplo, al caso colombiano, donde las políticas del Estado comprendieron a la población afrodescendientes como un grupo étnico (Restrepo, 2013). Para el caso mexicano, Correa (2012: 35) sostiene que la etnización de las poblaciones negras se enmarcaría en relaciones de poder con una implícita necesidad de diferenciación que aún no toma forma en México, por lo que puede considerarse más bien como grupo cultural.
3 Pérez Ruiz (2008: 28) en sus trabajos sobre jóvenes indígenas y desigualdad, apunta que las relaciones de clase y las relaciones interétnicas operan de manera interrelacionada para reproducir y acentuar las diferencias culturales y las desigualdades sociales cuando están en juego identidades estigmatizadas, subordinadas y discriminadas. Reguillo (2010: 396) y Valenzuela (2010: 318) apuntan que la desigualdad entre los jóvenes mexicanos es una producción social que se estructura desde dimensiones étnicas, de género, de clase y generacionales, que pueden traducirse en alternativas y acceso de distintos capitales de los que un joven puede verse privado o marginado por esta suma de condiciones.
4 Estas frases son parte de entrevistas realizadas en el trabajo de campo en Acapulco y la Costa Chica Oaxaqueña con población mestiza y población afrodescendiente.
* Cómo citar este artículo: Ramírez López, Alejandra Azucena (2020). “Que no soy de otro país, que soy de México”. Experiencias de migración, discriminación y racismo de jóvenes afromexicanos de la Costa Chica de Oaxaca. En: Boletín de Antropología. Universidad de Antioquia, Medellín, vol. 35, N.º 59, pp. 60-81.
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