Investigación
“Extranjeros en su tierra”: prácticas racistas y colonialidad del poder hacia los ralámuli de la Sierra Tarahumara1
Foreigners in their land: racist practices and coloniality of power towards the Ralámuli from Sierra Tarahumara
Estrangeiros na su aterra: práticas racistas e colonialismo do poder para os ralámuli da Sierra Tarahumara
“Étrangers sur leur terre”: pratiques racistes et colonialité du pouvoir à l’égard du ralámuli de la Sierra Tarahumara
“Extranjeros en su tierra”: prácticas racistas y colonialidad del poder hacia los ralámuli de la Sierra Tarahumara1
Boletín de Antropología, vol. 35, núm. 59, pp. 108-129, 2020
Universidad de Antioquia
Recepción: 23 Mayo 2019
Aprobación: 15 Octubre 2019
Resumen: Este artículo tiene como objetivo exponer las prácticas racistas en la Sierra Tarahumara a partir de ejemplos institucionales, reflejados en lo colectivo, individual y cotidiano. En este sentido, mostramos cómo el megaproyecto turístico Plan Maestro Barrancas del Cobre, lejos de cumplir con sus objetivos de beneficiar a las comunidades indígenas que viven dentro de las Barrancas -como es el caso de los ralámuli-, ha estado ligado a una gran cadena de abusos hacia ellas ejerciendo su poder y reproduciendo prácticas colonialistas.
Palabras clave: racismo, colonialidad del poder, Sierra Tarahumara, Tarahumaras, ralámuli.
Abstract: This article aims to expose racist practices in the Sierra Tarahumara from institutional examples, reflected in the collective, individual and every day. In this sense, we show how the Barrancas del Cobre Plan tourism megaproject, far from fulfilling its objectives of benefiting the indigenous communities living within the Barrancas - as is the case of the Ralámuli - has been linked to a large chain of abuses towards them, exercising power and reproducing colonialist practices.
Keywords: racism, coloniality of power, Sierra Tarahumara, Tarahumaras, Ralámuli.
Resumo: Este artigo visa apresentar as práticas racistas na Sierra Tarahumara a partir de exemplos institucionais, refletidos no coletivo, individual e cotidiano. Assim, revelamos como o megaprojeto turístico Plan maestro Barrancas del Cobre, longe de atingir os objetivos de beneficiar às comunidades indígenas que moram dentro das Barrancas - como o caso dos ralámuli-, tem estado ligado a uma grande cadeia de abusos para elas exercendo seu poder e reproduzindo práticas colonizadoras.
Palavras chave: racismo, colonialismo do poder, Sierra Tarahumara, Tarahumaras, ralámuli.
Résumé: Cet article vise à exposer les pratiques racistes dans la Sierra Tarahumara à partir d’exemples institutionnels, reflétés dans le collectif, individuel et quotidien. En ce sens, il montre comment le mégaprojet touristique « Plan Maestro Barrancas del Cobre », loin de remplir ses objectifs en tant que bénéficiaire, dans les communautés autochtones vivant dans les Barrancas - comme dans le cas du ralámuli -, a été lié à une grande chaîne des abus à leur égard, exercant leur pouvoir et reproduisant des pratiques colonialistes.
Mots-clés: racisme, colonialité du pouvoir, Sierra Tarahumara, Tarahumaras, ralámuli.
Introducción
“El rechazo del indio persiste en el tiempo”, menciona Alicia Castellanos (2001). Se trata de una práctica racista definida como “la imagen y las relaciones con el indio constituidas […] a lo largo del período de la dominación colonial a partir de perspectivas filosóficas que sustentan la inferioridad biológica y cultural y derivan de políticas de asimilación, segregación e incluso exterminio”. El racismo, continúa Castellanos, es “la jerarquización de las diferencias biológicas, culturales y nacionales que supone la superioridad de unos y la inferioridad de Otros”. Asimismo, el Estado es quien interviene en la reproducción del racismo hacia varios niveles institucionales en donde se involucran diversos actores tanto en lo individual como en lo colectivo y, de igual manera, en la vida cotidiana (Castellanos 2001: 2, 4).
A partir de la teoría de Foucault ([2004] 2007) llamada bio-poder: “hacer vivir -dejar morir”, García Canal (2004) menciona que “el racismo surge como una necesidad del ejercicio del poder de la normalización, que es la condición por la cual puede continuar el viejo derecho soberano de matar” (24). Asimismo, Didier Fassin (2009) explica que la política es también sobre la vida, sobre las desigualdades en la vida. La bio-desigualdad, diría este autor, “se trata de no normalizar la vida de las personas, tener presente que todos tienen derecho a elegir el tipo de vida que quieren vivir” (49).
De igual forma, el racismo debe entenderse en su contexto, por lo que el concepto de colonialidad del poder no es fundamental. Entendido este como el capitalismo colonial/moderno y eurocentrado, y el patrón de poder mundial:
Uno de los ejes fundamentales de ese patrón de poder es la clasificación social de la población mundial sobre la idea de raza, una construcción mental que expresa la experiencia básica de la dominación colonial y que desde entonces permea las dimensiones más importantes del poder mundial, incluyendo su racionalidad específica, el eurocentrismo. Dicho eje tiene, pues, origen y carácter colonial, pero ha probado ser más duradero y estable que el colonialismo en cuya matriz fue establecido. Implica, en consecuencia, un elemento de colonialidad en el patrón de poder hoy mundialmente hegemónico. (Quijano, 2007: 777)
La colonialidad de poder es entendida como una estrategia de dominación estructural, cuyos procesos se intensifican cuando tienen que ver con comunidades indígenas discriminadas históricamente a través de la valoración de ciertos atributos como superiores (Almanza y Guerrero, 2014). Aquí se entiende que la “valoración de ciertos atributos” es una forma de racismo. El racismo, menciona Gall (2017), se refleja en
poderosas formas estructurales del poder ideológico, jurídico-político, cultural, económico e institucional, que camina entrelazado con la desigual e inequitativa estructura de clases, de roles genéricos, y de pueblos medidos de acuerdo a una escala de valor que los inferioriza o superioriza, en función de nacionalidades históricamente favorecidas versus otras desfavorecidas por la colonización, la poscolonialización y los embates del neoliberalismo. (69)
En todos los niveles, el tema del racismo ha sido negado y encubierto durante décadas bajo la idea de mestizaje; sin embargo, es un fenómeno de gran peso social (Gall, 2017). Este racismo negado está inserto en las instituciones gubernamentales, incluso en las enfocadas para promover el bienestar de los pueblos indígenas.
El objetivo de este artículo es mostrar algunos ejemplos sobre cómo se ejecuta ese racismo hacia los ralámuli dentro del capitalismo colonial o colonialidad del poder, tanto a nivel de instituciones como en otros niveles, por ejemplo, el de los funcionarios y los promotores de gobierno a nivel individual, colectivo e institucional.
La Sierra Tarahumara dentro del imaginario de una nación
Si bien el racismo es generalizado y se encuentra en todo el mundo, los procesos no son iguales en todos lados, dependen de la ubicación geográfica, de la historia y del tipo de expansión capitalista. En este sentido, en el caso de México, Castellanos (2001) compara la Sierra Tarahumara con Oaxaca y Yucatán, donde en la primera existe una enorme separación entre los ralámuli y la sociedad criolla o mestiza (tal y como se autonombran en Chihuahua). En cambio, en Yucatán “las particularidades del proceso colonial influyen en un peculiar mestizaje cultural que se expresa hasta en el uso de la indumentaria maya por las elites, o en Oaxaca, cuyas diferencias fenotípicas y culturales de la población son menos acentuadas” (Castellanos, 2001: 2, 4).
La Sierra Tarahumara se encuentra al noroeste de la República Mexicana, en el estado de Chihuahua, uno de los estados con mayor desigualdad social. Forma parte de la gran cadena montañosa Sierra Madre Occidental y cubre una zona aproximada de 50.000 km2. Si bien se le nombra a partir del grupo indígena mayoritario -los tarahumaras, ralámuli-, este extenso territorio es también hogar de los pueblos o’oba (pima bajo), ódami (tepehuano del norte), warijó (guarijó) y de rancheros mexicanos, llamados mestizos -tal y como se autonombran en Chihuahua o chabochi-. Tiene como fronteras naturales la cadena montañosa que se extiende al norte hasta Janos-Casas Grandes y continúa hacia al sur hasta el estado de Durango. Al oeste colinda con los grandes y fértiles valles agrícolas de Sinaloa y Sonora, y al este con las mesetas y valles de Chihuahua, una región de pastizales que ha permitido el desarrollo de la ganadería y la producción agrícola en ese estado.
Pensando en lo que menciona Castellanos en relación a los ralámuli y aventurándonos a buscar una explicación a esta distancia entre ralámuli y “criollos”, “mestizos” o chabochi, se observa que la conquista espiritual en el norte, según varios historiadores, fue muy complicada; las enormes distancias, la geografía abrupta y la manera dispersa en la que vivían y aún viven los pueblos tradicionales del norte, fueron grandes obstáculos. El padre Juan María Salvatierra (1648-1717), en su visita a la barranca de Urique en la Sierra Tarahumara, expresa la dificultad de caminar por ella:
Fue tal el espanto al descubrir los despeñaderos, que luego pregunté al Governador [de Cerocahui] si era tiempo de apearme; y sin aguantar respuesta, no me apeé, sino me dexé caer de la parte opuesta del precipicio, sudando y temblando de horror todo el cuerpo, pues se abría, a mano izquierda, una profundidad que no se le veía fondo, y a la derecha, unos paredones de piedra viva que subían en línea recta; a la frente, estaba la bajada de quatro leguas, por lo menos, no cuesta a cuesta, sino violenta y empinada, y la vereda, tan estrecha, que, a vezes, es menester caminar a saltos, por no haver lugar intermedio en que fixar los pies. Desde lo alto se descubre toda la provincia de Cynaloa y la gentilidad que queda en medio, rodeada de misiones christianas de ella y de la tarahumara y tepehuanes […]. (Alegre, 1956 [1767]: iv, 67)
El contacto del norte fue tardío y no se dio sino hasta el siglo xvii, posterior al centro y sur de México. El xvii fue un siglo de muchos enfrentamientos. Entre 1648 y 1697, hubo cuatro grandes rebeliones de los pueblos indígenas (Gerhard, [1982] 1996: 207, 222). Los tarahumaras y los pimas quemaron y destruyeron más de 20 misiones (González Rodríguez, 1993: 237). En este momento, los españoles designaron a los grupos del norte como “indios de guerra”, “bárbaros”, “enemigos” o “depredadores”. Quizá la distancia y las grandes rebeliones crearon esa división que hoy existe entre mestizos e indígenas. Una gran barrera que también observamos entre los indígenas de la Sierra Tarahumara y el Estado.
Mucho tiempo después, la etiqueta de “indios bárbaros” fue reforzada durante la construcción política del Estado mexicano posrevolucionario a partir de la cimentación de la idea de nación en donde para ser mexicano, por un lado, había que mestizarse (Gall, 2004: 243) y, por el otro, se estableció una gran región cultural indígena llamada Mesoamérica, como símbolo de un pasado indígena glorioso, origen de grandes culturas prehispánicas que harían del mestizaje una raza cósmica (Vasconcelos, 1925). Este concepto fue creado por el etnólogo Paul Kirchhoff (1943) y acuñado por el gobierno mexicano a partir del período presidencial de Ávila Camacho (1941-1946). La noción de Mesoamérica enfatizaba los añejos pre- juicios culturales sobre el norte, basada en la identificación de rasgos culturales pre- hispánicos, y fue proclamada más avanzada que el norte de México. Este término tuvo tal arraigo que hoy en día se sigue usando, incluso, en ámbitos relacionados con la educación y la cultura de México. Cabe aclarar que los prejuicios mencionados no significan que haya más racismo en una región que en otra, solo indica los distintos procesos de un país tan diverso como México.
La distancia entre los ralámuli y el Estado es muy grande. Por ejemplo, ningún municipio con población indígena ha tenido como presidente municipal a alguien que los represente, como sucede en estados como el de Oaxaca. En este sentido, Aguilar (2018) argumenta que en “muchos municipios oaxaqueños las elecciones locales se realizan sin partidos políticos, sin campañas electorales y mediante asambleas; las autoridades municipales no cobran sueldos y tienen por máxima autoridad a la asamblea de comuneros; la seguridad, el acceso al agua y muchos servicios se gestionan comunitariamente” (10).
Para cualquier pueblo indígena, en este caso los ralámuli, el no tener ningún tipo de autonomía comunitaria con representatividad frente al Estado crea enormes obstáculos para su bienestar, sobre todo cuando, además, existe una lejanía en cuanto a las relaciones mestizo-ralámuli. Significa, entonces, que los ralámuli no están protegidos por ninguna institución con poder. Si bien tienen sus autoridades tradicionales, estas no tienen ninguna incidencia dentro de las esferas de poder gubernamentales. En la Sierra Tarahumara, los ralámuli viven como extranjeros en sus tierras.
Batoplias
Dicen los rancheros de Batopilas, que los ralámuli huelen a pinole. Cuando yo llevaba tiempo viviendo allá, comenzaron a decirme que yo también olía a lo mismo. Ese olor, para los chabochi, significa sucio, cochino. Es el olor de los fogones de sus cocinas, colocadas al exterior de sus casas; leños puestos sobre tres piedras. Allí cocinan, calientan el agua para el café, hacen las tortillas y el pinole de maíz tostado y molido en el metate. Allí transcurre el tiempo por las noches mientras se comen una deliciosa tortilla hecha a mano y un buen caldo de frijoles, observando los enormes pliegues de la Sierra bajo un cielo estrellado.
Batopilas es un antiguo pueblo minero donde, a finales del siglo xix, vivían alrededor de 15.000 personas, pero hoy solo habitan 1.500. Se encuentra encañonado en una profunda barranca, cuyo acceso es a través de sinuosos senderos. Sin embargo, no fue un obstáculo para que el minero Grant Shepherd hiciera transportar su piano de cola hasta dicha población (Shepherd, [1938]1978). A raíz de la Revolución Mexicana, los años de gloria de la cabecera pasaron, pero aún quedan algunos edificios como reminiscencias de lo que fue. Es allí donde los ralámuli (Figura 2) bajan regularmente, ya sea para comprar su despensa o realizar trámites.
A pesar de que es uno de los municipios con mayor población indígena del estado (CDI, 2000), la gran mayoría que habita en la cabecera son mestizos; por lo que la sensación de extranjeros la viven los ralámuli cada vez que bajan de sus rancherías. Muchas veces he hecho el recorrido con ellos caminando hasta la carretera donde se espera que alguien nos permita subirnos en la parte trasera de la pick up, es decir, que nos dé un raite. La experiencia de uno como antropólogo de ir con los ralámuli a su cabecera es, sin lugar a dudas, algo difícil de olvidar. Antes de partir, se bañaban y se ponían sus mejores ropas, aquellas que usan en sus festividades. Sin embargo, durante el transcurso del raite nos empolvábamos, entonces Patrocinio López me decía riendo: “¡Otra vez estamos cochinos! Y es que los ralámuli declaran que los mestizos los llaman cochinos. Hace ya algunos años, una vez que me encontraba observando cómo destazaban un cerdo, los ralámuli presentes estallaron en risas repitiendo la palabra cochi varias veces. Reían tanto que no pude evitar preguntar: “¿de qué se ríen?”, a lo que contestó mi amigo Patrocinio López: “nos reímos porque cuando vamos a Batopilas, los chabochi nos dicen cochinos”. Al llegar a la cabecera me impactaba cómo cambiaban de actitud tan pronto llegaban al pueblo. Su personalidad alegre se transformaba en sombría. Me resultaba incómodo sentir esa tensión, ese aire cortado, como si entraran a un lugar extraño donde no conocieran a nadie, aun cuando llevan toda su vida yendo. Es el espacio donde compran su despensa, hacen sus trámites burocráticos y, además, donde se encuentra la presidencia de su municipio, pero la gente que vive allí, la gran mayoría chabochi, están muy acostumbrados a ver al ralámuli con ojos de superioridad.
Es en su cabecera municipal, en donde han vivido la mayoría de sus historias relacionadas con un rechazo sistemático. Cuando se trata de exigir un servicio, por ejemplo, ir a la clínica y pedir una medicina, tramitar un acta de nacimiento o cualquier otro tipo de gestión, resulta difícil de realizar para la gran mayoría de ellos. No hay empatía por parte de los funcionarios hacia los ralámuli. Además, el hecho de que su primera lengua no sea el español, los pone en una gran desventaja; el hablar mal el español es la entrada de los chabochi y, en general en nuestro país, de sentirse con el derecho de tener acciones racistas.
Los ralámuli se esfuerzan mucho para poder hablar el español lo mejor que pueden, pues se trata de una herramienta trascendental para su sobrevivencia, ya que forma parte de su trabajo; es decir, deben ir a Batopilas cada semana o cada quince días para conseguir alimentos como manteca, sal, azúcar y café. Para ello se requiere hablar el español, no solo para establecer una comunicación básica de compra venta, sino para saber negociar cuando sea necesario y no sufrir algún abuso, como suele ocurrir. Para cualquier tipo de negociación fuera de la comunidad, la lengua del chabochi es indispensable; por eso, aquellos ralámuli que no la hablan, no son buenos candidatos para casarse (Pintado, 2012c). En una ocasión platicando con una ralámuli sobre un pretendiente, le pregunté por qué no le gustaba y me contestó que era “porque no hablaba español” (Entrevista personal con Rosa López, 2000).
Aguilar Gil, escritora mixe, dice que sus tíos se empeñaron en que lo hablara correctamente porque “facilitaría su vida” (Pintado, 2014: 2). Iván Oropeza Bruno, indígena me’pháá, explica que cuando salió por primera vez de su comunidad, además de escuchar la palabra “indio”, se percató de que no hablar bien español provocaba reacciones violentas. Explica que esto sucedió en el momento en el que su mirada se puso sobre un estéreo alpine y con su español -aprendido de la abuela y otro poco en la escuela- preguntó al tendero cuánto costaba, a lo que este le respondió: “¡no es alpíne , indio!, es alpain”. “Se supone que, como mi abuela no quería que sufriera, me enseñó español, pero era su español”, dice Iván. Allí se dio cuenta de que había distintas maneras de expresarse en esa lengua y que para que no lo tacharan de “indio” debía aprenderla tal y como los mestizos la hablan (Pintado, 2012a).
Al contrario de los funcionarios y chabochi (el Estado), los ralámuli sí buscan establecer una comunicación con los mestizos, no quieren ser rechazados y lo hacen como una estrategia de sobrevivencia. Los ralámuli entienden -como todos los pueblos indígenas de México y del mundo- que, para sobrevivir, es importante entender esa “otra cultura”, la del chabochi, del municipio, las escuelas, las clínicas, los albergues, las oficinas; es decir, lo que comprenden las instituciones del Estado, la cultura del poder, en otras palabras: la colonialidad del poder.
Las instituciones, lo colectivo y lo individual
El Plan Maestro Barrancas del Cobre en la Sierra Tarahumara fue impulsado en los años noventa; entre 1995 y 1996, el Gobierno Federal recibió financiamiento del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. De acuerdo con el Gobierno Federal, este megaproyecto mejoraría las condiciones de los más pobres, de aquellos que han vivido allí siglos antes de la conquista, es decir, los ralámuli (Barry, 2015). Se trataba entonces de un proyecto de “desarrollo ambiental” y “culturalmente consciente”. A partir de 2009, la inversión en infraestructura se empezó a ver, por ejemplo, en la pavimentación de algunas carreteras, la edificación del Parque de Aventuras Barrancas de Cobre, donde se incluyen, un teleférico, un bungee jump y un sistema de tirolesas. De igual manera, se comenzaron a observar renovaciones en los hoteles ya edificados y la construcción de otros. A raíz de esto, casos añejos de apropiación y disputa por la tierra se agudizaron entre comunidades indígenas, empresarios y gobierno estatal (Almanza, 2013: 1). Un ejemplo de esto es la situación de Bosques San Elías Repechike, una comunidad indígena que ha vivido acosada a lo largo de tres generaciones por una familia de chabochi que reclaman ser los dueños legales de las tierras.
A partir de la Ley sobre Ocupación y Enajenación de Terrenos Baldíos (1894) emitida en el Porfiriato, se vendieron las tierras de la comunidad de Bosques San Elías Repechike sin ningún aviso o consentimiento, ya que la ley señala que “los terrenos baldíos y nacionales son propiedad de la Nación” y estas tierras, supuestamente, no tenían dueño. El resultado de la Ley fue el inicio de una larga cadena de abusos que las familias “dueñas” de las tierras ejercían y ejercen con los ralámuli de Repechike; por ejemplo, les roban sus cosechas y animales, y talan indiscriminadamente los árboles. El pago que los chabochi pedían a los ralámuli fue, en principio, negado por estos, hasta que comenzaron a extorsionarlos y violentarlos tanto física como verbalmente. Llevan tres generaciones con esta situación que ya, por desgracia, se ha convertido en parte de su vida. Los rancheros actúan despiadadamente, no solo porque piensan que es su derecho, sino también por el racismo hacia el indígena. Operan con libre albedrío, sin ningún miedo a ser recriminados por la policía municipal, pues esta los apoya. Los mismos funcionarios del gobierno actúan igual que los rancheros y no sorprende, pues fueron educados dentro de la misma estructura social y política de nuestro país en donde la idea de nación es la de un país mestizo.
En esta comunidad se construyó el Aeropuerto Internacional de Creel. El gobierno de Chihuahua compró las tierras en siete millones de pesos a los dueños legales. Desde que se empezó a talar el primer árbol, los ralámuli comenzaron a buscar ayuda para poder detener esta situación, pero todas las puertas del gobierno que tocaron, les fueron cerradas. Dos años después, cuando ya estaba al 90% de construcción, lograron, finalmente, que los escucharan y los apoyaran. La Consultoría Técnica Comunitaria -CONTEC- fue la ONG que acogió a los ralámuli de Repechike y, a través de una abogada, se elaboró una demanda que posteriormente fue aprobada por el Juez octavo del distrito de Chihuahua, quien pidió un peritaje antropológico que yo realicé (Pintado, 2019). Después se hizo otro peritaje sobre las afectaciones al medio ambiente, el cual fue una investigación presidida por Luis Bojorquez Tapia, investigador del Laboratorio Nacional de Ciencias de la Sostenibilidad -LANCIS- del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México -UNAM-. El Juez determinó la sentencia a favor de los ralámuli de Repechike, obteniendo dinero del gobierno por la reparación de los daños “espirituales y materiales”. Los ralámuli no estuvieron satisfechos con esta respuesta, ellos lo que querían era obtener los títulos de sus tierras.
La justificación del Gobierno ante la construcción del aeropuerto y la negativa de regresar esas tierras a la comunidad de Repechike, afirmaba que, con el aeropuerto, los tarahumaras serían beneficiados, pues vendrían alternativas de trabajo por el flujo de turismo. Por ejemplo, el funcionario que en ese entonces estaba encargado de la Comisión Estatal de la Tarahumara -CET- (ahora Comisión Estatal para los pueblos Indígenas -COEPI-) explicaba que “los ralámuli tendrían grandes beneficios, pues podrían integrarse al equipo de limpieza para los hoteles”, o bien, “tener mayor demanda de venta de artesanías”. Al preguntarle sobre las posibilidades de regresarles sus tierras, la respuesta fue negativa. La solución de parar el aeropuerto en realidad no fue de gran beneficio para la comunidad, pues este estaba construido al 90%. En cambio, la legalización de sus tierras frenaría la posibilidad de más despojos y abusos de los que son víctimas aún hoy en día.
Antes de que se ganara el juicio, las amenazas y la violencia de los rancheros hacia los ralámuli de Repechike aumentó aún más. Asimismo, el gobierno buscó la manera de parar el juicio y tapar el sol con un dedo proponiendo “beneficios” a los ralámuli, migajas en comparación a la afectación que han tenido. Por ejemplo, el mismo representante del organismo estatal de asistencia para los tarahumaras (CET), quería convencerlos con supuestas “donaciones” que consistían en telas, cobijas y un camión que transportara a los niños de la comunidad a la escuela; limosnas que los ralámuli rechazaron indignados.
Siendo el aeropuerto un proyecto del anterior gobernador del estado de Chihuahua, César Duarte, obstaculizaron el buen desarrollo de la demanda con sobornos, intimidaciones y agresiones verbales a través de la CET. Muchas de ellas fueron indirectas; por ejemplo, formaron un grupo de ralámuli pertenecientes a la comunidad de Repechike que, cuando fueron invitados a realizar la demanda, no quisieron hacerla (Pintado, 2019). Entonces la CET se encargó de agruparlos y formar un grupo de choque.
Para el gobierno es solo una cuestión técnica que busca resolver con cobijas y despensas. Intentan cooptar el poder de decisión de los ralámuli y oscurecen la injusticia bajo el argumento de legitimidad. A los pueblos indígenas se les inserta en esta matriz de colonialidad del poder, donde se asume la superioridad y la universalidad de modelos culturales europeos (Escobar, 1996). Es así como las amenazas que reciben, en este caso los de Repechike, son ignoradas por el Gobierno, volviéndose cómplices de una violencia sistemática, despolitizando así a las comunidades (Ferguson 1994).
Aunado a esta situación, el proyecto en donde se enclava el Aeropuerto Internacional de Creel, es decir, el Plan Maestro Barrancas del Cobre, usa como imagen publicitaria al ralámuli como un fetiche para atraer el turismo. El concepto de fetichización viene del “fetichismo de la mercancía” de Karl Marx y su obra El Capital ([1867] 2014). Se trata de la ocultación de la explotación de que son objeto los obreros, al presentarse las mercancías ante los consumidores sin que ellos la vean. Lo mismo sucede al usar la imagen del ralámuli ocultando la verdadera relación entre el turismo y este. En los estudios sobre turismo, se usa el concepto fetichismo como una forma útil para analizar las relaciones de poder que subyacen en la promoción del deseo de consumir mundos extraños (Watson y Koachevsky, 1994). También ayuda a explicar cómo se va convirtiendo en un juego cultural fetichista a título propio, a tal punto de que, la desigualdad, la pobreza o la inestabilidad política se vuelve parte de la experiencia turística y hasta un atractivo (Salazar 2006: 105-106). Es así como el ralámuli es visto como un objeto, se usa su imagen con un fin económico; el ser humano no interesa, incluso, se rechaza. Casi todos los hoteles y restaurantes de Creel llevan como emblema una figura de un ralámuli. Las tiendas venden sus artesanías, muchas de ellas pagadas a precios ínfimos.
Se invita a los turistas a conocer a los ralámuli como una experiencia turística única, además de vivir una eco-aventura en las barrancas de la Sierra Tarahumara. Sin embargo, esta visión romántica del turismo ecológico nada tiene que ver con la realidad: una situación profundamente contradictoria entre lo que promueve el turismo y la serie de abusos hacia los ralámuli. Hoteles turísticos como el Hotel Barrancas del Cobre, Hotel Divisadero y el Hotel Mirador, asentados al borde del cañón de las Barrancas del Cobre, vertían sus aguas negras hacia los ojos de agua de comunidades ralámuli, como es el caso de Bacajípare. Paradójicamente, su imagen corporativa está basada en los ralámuli.
Dentro del mismo Plan Maestro Barrancas del Cobre, la comunidad ralámuli de Mogotavo también fue amenazada por el gobierno del estado y empresarios de ser desalojada por el ejército para fines turísticos. Al igual que Repechike, esta comunidad ha sufrido abusos de una familia desde hace tres generaciones. En 2008, la familia vendió las tierras a una empresa de bienes raíces para construir un campo de golf y un hotel. La empresa aboga que los ralámuli no tienen papeles que puedan probar que son los dueños de la tierra. También en la comunidad de Huetosachi, en el muncipio de Bocoyna, se ha denunciado acoso por parte del gobierno por su Proyecto Turístico Barrancas del Cobre. Las gobernadoras tradicionales María Luisa Cruz y su sobrina María Monarca, lograron que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ampare sus derechos territoriales indígenas contra el proyecto. Se trata de la primera sentencia que dio la Corte a favor de una comunidad indígena en el caso de un megaproyecto turístico (CONTEC A.C: 2015).
La imagen del ralámuli en los desarrollos turísticos y en los logos de los programas de desarrollo gubernamentales, es usada como un fetiche, lo mismo que emplearon los criollos en la Independencia de México. La diferencia es que los criollos, mientras rechazaban al indio vivo, acogieron los símbolos prehispánicos para usarlos como emblema de una nación en construcción; una nación que ya buscaba su independencia frente a la Corona Española. Un ejemplo es el arco triunfal ideado por el ex-jesuita Carlos Sigüenza y Góngora para el virrey Conde de Paredes, Marqués de la Laguna, en 1680. El objetivo era mostrar el poder del Virreinato y para ello se plasmaron, además de otras imágenes, dos tlatoanis mexicas (Pintado, 2012b). En el caso actual, el indio es usado como estrategia para publicitar el turismo en Chihuahua, mientras tanto, el indio de carne y hueso, el vivo, es ignorado.
Pueblos Mágicos
Pueblos Mágicos es una catalogación elaborada por la Secretaría de Turismo para promover las ciudades y pueblos que son considerados los más bellos del país. Creel y Batopilas han sido declarados así: “una localidad que tiene atributos simbólicos, leyendas, historia, hechos trascendentes, cotidianidad, en fin, magia que te emanan en cada una de sus manifestaciones socio-culturales, y que significan hoy día una gran oportunidad para el aprovechamiento turístico”. Si los visibilizamos más allá de una imagen o un fetiche, observamos que Creel ha vivido una situación muy vulnerable a raíz de la “Guerra del Narco” iniciada en 2006 durante el gobierno del ex-presidente Felipe Calderón (2006-2012). Una de las primeras masacres que se escucharon a raíz de esta política militarizada anti-narco fue en esta localidad; ocho personas fueron asesinadas, entre ellas una niña de dos años.A raíz de ello, se subdividieron los territorios entre cárteles del narcotráfico y Creel quedó ubicado geográficamente entre dos territorios.
En el caso de Batopilas, Felipe Calderón se desplazó en avioneta para nombrarla oficialmente Pueblo Mágico, pues fue aquí donde nació Manuel Gómez Morín, uno de los fundadores del Partido Acción Nacional. Además de ser un lugar con alto grado de violencia provocada por el narcotráfico, es también el segundo municipio con menor índice de desarrollo humano, después de Cochoapa.
La educación indígena
En la educación indígena se concentra también, de manera muy clara, la situación de racismo y colonialismo. En ella encontramos una serie de problemas que van más allá del programa educativo. El principal de estos es que, tanto alumnos como maestros, se encuentran totalmente abandonados frente al gobierno. Se enfrentan a problemáticas muy difíciles de resolver; por ejemplo, la presencia del narcotráfico causa que la seguridad de los alumnos y maestros está en constante riesgo. Los maestros de educación indígena de Batopilas han expresado su preocupación por la situación laboral. Reconocen que tienen una formación deficiente, aceptan que es necesario estar en constante formación y que les hace falta tiempo para el trabajo en clase, sin embargo, no tienen las condiciones económicas ni tampoco la seguridad que hoy en día necesitan. Los maestros se encuentran en situación de pobreza, con sobre demanda de actividades en la que el trabajo administrativo eclipsa el trabajo académico. Asimismo, no tienen capacidades para resolver conflictos como los que se presentan en estas regiones del país.
Hay una relación estrecha entre bajo nivel escolar y ruralidad que se relaciona con el racismo; al voltear a ver la historia de la educación indígena en México y, en particular, en la Sierra Tarahumara, se observa un problema de racismo naturalizado dentro de la institución.
De las instituciones a lo individual
Como bien lo definió Castellanos (2004), el Estado interviene en la reproducción del racismo y de esto se aprovecha para ejercer su control y su poder. Pero la complejidad no se queda allí, porque si bien invisibiliza al indígena, también usa su imagen a su conveniencia; así, es fragmentada, pues solo se toma en cuenta lo que conviene y lo demás se deja al olvido. En este sentido, el uso de la imagen se convierte en una estrategia de dominación evidente, de colonialidad del poder. Por un lado, se usa a las personas y, por el otro, son ignorados, “no solo como individuos y como colectividades, sino como sujetos políticos y jurídicos” (Almanza, 2013a: 5-7).
Ante esta fragmentación de la realidad donde los individuos son usados para un objetivo político, cuando un programa fracasa, difícilmente la institución toma una responsabilidad, prefieren dársela al ralámuli a partir de la experiencia individual y colectiva de los promotores involucrados en los programas y aprovechando los añejos prejuicios: “los tarahumaras son flojos, son mañosos o no asistieron a las reuniones porque se fueron a una tesgüinada -refiriéndose a los rituales ralámuli-. Es recurrente que los promotores de desarrollo hablen de la “tesgüinada” como el talón de Aquiles para el desarrollo. Al nombrar sus rituales con el nombre de la bebida que ingieren, conlleva un prejuicio analítico que aminora su valor (Pintado, 2012c: 18). Convierte una fiesta en una borrachera y no solo le arrebata su valor espiritual, sino que se etiqueta a los ralámuli como borrachos. Para los funcionarios, los indígenas no tienen las mismas capacidades que los chabochi. “De acuerdo a lo expresado en la prensa por los funcionarios de diversas instituciones, aunque lleven siglos viviendo en los ecosistemas serranos, se valora que los rarámuri no son totalmente aptos para desarrollar estrategias de sobrevivencia y opciones para mejorar sus condiciones de vida, por lo que se requiere de la intervención institucional” (Herrera Bautista, 2016: 14).
Respecto a lo anterior, en el año 2000 se creó un programa de reforestación. Un día aparecieron unos árboles en la intersección del camino de terracería y la vereda que te lleva a una comunidad ralámuli, se pusieron allí para que fueran plantados por los ralámuli; sin embargo, los arbolitos se secaron, pues nadie los recogió. Al entrevistar al promotor, este hablaba con mucho coraje de dicho suceso: “es que, después de todo lo que hicimos para llevarlos hasta allá […] ellos no valoran nuestro esfuerzo” Me imagino que el recorrido para llegar a Batopilas fue desde Guachochi, donde se encuentra el centro de operaciones de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas -CDI-, ahora Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas -INPI-. En ese entonces se habrán hecho unas seis horas de trayecto. Me imagino, también, a los promotores llegando al camino en la tarde, ya casi oscureciendo, con una agenda muy apretada y distancias muy largas de cubrir. Me los imagino cansados, siempre con imprevistos, con percances, con reuniones que no se realizaron, con horarios que no se cumplieron. La sierra es muy grande, y las distancias geográficas y culturales también lo son. El promotor muy enojado me decía “es que se los regalamos y los desprecian”. Al preguntarles a los tarahumaras sobre aquellos arbolitos que se quedaron sin sembrar, ellos contestaron: “vimos esos arbolitos allí, pero no sabíamos de quién eran, por eso no los tomamos”. Es decir, el promotor no se acercó a la comunidad para presentar el programa de reforestación, solo cumplió con una agenda.
Observamos, entonces, que estas frases no solo están normalizadas, sino que se instrumentalizan a conveniencia de las instituciones. La experiencia individual de los promotores se convierte en una herramienta indispensable para descalificar al indígena ante el fracaso de cualquier programa. García Canal (2002) menciona que “la diferencia es excluida y segregada a fin de ser normalizada” (17). Y mucho de lo que sucede en la interacción entre ralámuli, funcionarios, promotores y chabochi, se basa en este principio. De esta manera es como se justifica cualquier acción violenta o discriminatoria hacia los ralámuli.
Conclusiones
La colonialidad de poder, como se mencionó a lo largo del artículo, es una estrategia de dominación estructural cuyos procesos se intensifican cuando tienen que ver con comunidades indígenas discriminadas históricamente a través de la valoración de ciertos atributos como superiores (Almanza y Guerrero, 2014). Un ejemplo de ello son los programas de Estado enfocados hacia los pueblos indígenas, los cuales parten de ideas y nociones de lo que es ser indígena sobre una base de prejuicios que se relacionan con el racismo. Existe una contradicción entre los discursos y lo que verdaderamente se hace, como se mostró a lo largo de este trabajo. El camino que sigue un programa de desarrollo es muy largo desde su elaboración hasta su ejecución por funcionarios y promotores. La mayoría de los programas son sexenales y responden a políticas específicas del Estado. El problema no es solo que no funcionen, sino que suelen ser contraproducentes, afectando el devenir y la integridad de los pueblos indígenas.
Esta misma colonialidad del poder provoca que las estrategias de desarrollo sean más efectistas que resolutivas. Por ejemplo, se prefieren construir escuelas en vez de trabajar la calidad de la educación a través de talleres para los maestros rurales que refuercen sus conocimientos. O se reparten despensas en vez de crear programas de captación de agua para riego.
Mi experiencia de haber vivido con los ralámuli me dice que para ellos sembrar las tierras y que den sus frutos es sinónimo, no solo de riqueza, sino de felicidad. Pero ser humillado cuando van a comprar su despensa al municipio o por funcionarios públicos o mestizos en general, no solo les embarga la tristeza, sino que es la muerte. Como dice Fassin, “la vida es también un asunto de muerte” (2012: 47). Este autor menciona que la “biopolítica” significa que todos tienen derecho a elegir el tipo de vida que quieren vivir. Walter Benjamin (1978) lo llamaba “el simple hecho de la vida. Sin embargo, a los ralámuli, la vida misma también les ha hecho experimentar que los chabochi son los que tienen el poder.
Los mexicanos que no somos indígenas seguimos compenetrados en nuestro nicho cultural occidental, pues es así como el Estado nos ha educado. Mientras tanto, los indígenas son cada vez menos. Se calcula que, en el siglo xix, el 65% de la población del naciente Estado mexicano hablaba una de las muchas lenguas del país, actualmente, los hablantes de lenguas indígenas representan solo el 6.5% (Aguilar Gil, 2018).
¿Cómo romper con la colonialidad del poder? Quizá si nos identificáramos más los unos a los otros; aprender de la complejidad de su pensamiento indígena el conocimiento profundo que tienen de su entorno, la elaborada noción de humanidad y conocer a lo que se enfrentan cada día como pueblo indígena, tendríamos más empatía entre todos. Mientras no haya empatía no habrá un cambio real. Las relaciones abusivas se dan por un Estado que lo ha promovido, pero también por los ciudadanos que nos dejamos llevar por esos prejuicios. Tal vez ayudaría que supiéramos que, a lo que huelen los tarahumaras, no es “sucio” ni “mugre”, sino, al humo del fogón alrededor del cual se sientan todas las noches mientras comen y admiran el inmenso paisaje de la Sierra Tarahumara.
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Notas
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