Dossier
Recepción: 30 Noviembre 2020
Aprobación: 08 Febrero 2021
DOI: https://doi.org/10.17533/udea.boan.v36n62a04
Resumen: El artículo presenta un análisis exploratorio de la performance del Matachindé ejecutada en la Fiesta de los Manacillos de Juntas de Yurumanguí, territorio colectivo de comunidades negras ubicado al sur de Buenaventura (Valle del Cauca), a partir de la experiencia etnográfica de la autora en la Semana Santa de 2018. El Matachindé incluye elementos discursivos (la letra de la canción) y no discursivos, tales como el canto, el baile y el viche (bebida alcohólica artesanal), que posibilitan renovar energías y afectos entre los participantes, así como reafirmar los vínculos territoriales en el marco del conflicto armado.
Palabras clave: performance, Matachindé, Yurumanguí, Pacífico colombiano, espiritualidad.
Abstract: This article presents an exploratory analysis of the Matachindé performance occurring during the Fiesta de los Manacillos, as from the author’s ethnographic experience during the 2018 Semana Santa celebrations at Juntas de Yurumanguí, an Afro Colombian collective territory located in the south of Buenaventura (Valle del Cauca). Matachindé includes discursive (song lyrics) and non-discursive elements, such as chants, dance and viche (an artisanal alcoholic drink). With these, the participants renew their energy and boundaries with each other and reassert their links with the territory itself within the Colombian armed conflict.
Keywords: performance, Matachindé, Yurumanguí, Colombia’s Pacific coast, spirituality.
Résumé: L’article présente une analyse exploratrice de la performance du Matachindé exécuté dans la Fête des Manacillos de Juntas de Yarumanguí, territoire collectif des communautés noires adressé au sud de Buenaventura, Valle del Cauca, à partir de l’expérience ethnographique de l’auteure à la Semaine sainte 2018. Le Matachindé inclue des éléments discursifs (les paroles de la chanson) et non discursifs tels que le chant, la dance, le viche (boisson alcoolisé artisanal) qui permettent récupérer des énergies et des affections entre des participants, ainsi que réaffirme les liens avec le territoire et unifier forces pour sa défense au cadre du conflit armé.
Mots-clés: performance, Matachindé, Yurumanguí, Manacillos, ethnographie.
Resumo: O artigo apresenta uma análise exploratória da performance do Matachindé executada na Fiesta de os Manacillos de Juntas de Yurumanguí, território coletivo de comunidades negras localizado ao sul de Buenaventura, Valle del Cauca, a partir da experiência etnográfica da autora na Semana Santa de 2018. O Matachindé inclui elementos discursivos (a letra da música) e não discursivos tais como o canto, a dança, o viche (bebida alcoólica feita à mão) que permitem renovar energias e afeições entre os participantes, mesmo que reforçar as conexões com o território e unificar forças para a sua defesa dentro da estrutura influenciada pelo conflito armado.
Palavras-chave: performance, Matachindé, Yurumanguí, Manacillos, etnografia.
Introducción
La cuenca del río Yurumanguí es un territorio colectivo de comunidades negras, ubicado al sur del distrito de Buenaventura (Valle del Cauca). En él habitan poco más de cuatro mil personas (OCHA, 2013), en su mayoría descendientes de africanos esclavizados1 y cimarrones, llevados al Real de Minas de Yurumanguí y Juntas de la Soledad entre los siglos xvii y xix (Arroyo, 2017; Saavedra y Jurado, 2017).
Actualmente en Yurumanguí existen doce pueblos o veredas dispersas a lo largo del río (véase Figura 1). Juntas es la vereda más recóndita y cercana al nacimiento del río. Para tocar su suelo es necesaria una travesía de más de diez horas en lancha rápida por mar y río desde la ciudad de Buenaventura, o de siete horas desde El Encanto, la vereda más próxima a La Bocana.2 Juntas, cada año en época de Semana Santa conmemora -y celebra- de forma singular el dogma católico de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La comunidad a través de cantos religiosos o fúnebres -más conocidos como salves-, procesiones, la visita de las “ánimas solas”,3 el juego de los manacillos, el viche y el canto, recrea el rito conocido por propios y llegados como la Fiesta de los Manacillos.
Los manacillos son seres sobrenaturales o espíritus de la naturaleza que personifican a los judíos que juzgaron y asesinaron a Jesús. Son representados por hombres disfrazados con máscaras de madera o plástico y ropas hechas con costales de cabuya y hojas de corozo. En una mano sostienen el rejo de vaca que usan para amenazar y castigar a la gente, y en la otra, un bastón de madera para apoyarse (véase Figura 2).4
La Fiesta de los Manacillos de Juntas5 puede dividirse en tres momentos: el primero, es el tiempo de Cuaresma o preparación para la fiesta, que comprende cuarenta días desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos; estos días coinciden con el calendario litúrgico católico. El segundo, es el tiempo de pasión, el cual va desde el Domingo de Ramos hasta el Viernes Santo antes de medianoche. La pasión se caracteriza por una serie de tabúes que reconfiguran la vida cotidiana, el canto de las salves,6 el paso de las ánimas solas del mundo de los espíritus al de los vivos y la muerte de Jesús. Este último suceso es conmemorado por los junteños el Jueves Santo a medianoche, a diferencia de lo acostumbrado en la tradición católica. Y finalmente, está el tiempo de juego y fiesta, espacio de liminalidad y transgresión de las normas cotidianas: inicia el Sábado Santo a las cero horas con la llegada de los manacillos y culmina el Domingo de Resurrección a las 4 p. m., momento en que Cristo resucita, retorna el orden y los manacillos marchan al más allá.
En el tiempo de juego y fiesta, los manacillos bailan, dan rejo a quienes se encuentran, intentan robar el “cuerpo de Cristo” -estatua corroída por los siglos, heredada de la época colonial- que yace en un ataúd pequeño, y retienen a niños y objetos a cambio de dinero, el cual recaudan para fines comunitarios. A la par, cobran la participación en la celebración y suben a un árbol plagado de insectos a quienes no colaboran.
Con la entrada en escena de los manacillos también llega el Matachindé, el canto por excelencia de la fiesta. Al son de bombos, cununos, guasás y voces aclaradas por el viche, los participantes llevan la canción a la mayoría de las casas del pueblo, la iglesia, la playa y el cementerio.
En el presente artículo me centraré en la performance de este canto. Exploraré el Matachindé a partir de mi experiencia en la Fiesta de los Manacillos de 2018. Me ubico solamente en este aspecto del rito, en primer lugar, porque un análisis exhaustivo exige más de una experiencia en la fiesta y una etnografía profunda que aún no he desarrollado; en segundo lugar, porque este canto, al igual que los manacillos y la fiesta en general, son símbolos de identidad de los junteños y un vehículo de rememoración de sus ancestros esclavizados en la cuenca desde mediados del siglo xvii (Bonilla, 2018). En otras palabras, es un hacer ancestral recreado por varias generaciones con una potente carga simbólica.
Por último, el Matachindé en la actualidad funciona como performance de defensa del territorio ante la amenaza de los grupos armados que se disputan la zona, dado que su ejecución exige la existencia del territorio -entendido en sus planos físico, social y espiritual (Birenbaum, 2010)-, la presencia y autonomía territorial de los yurumanguireños.
El Matachindé combina elementos discursivos y no discursivos indispensables para la eficacia del rito: en el caso de los primeros, está la letra de la canción que a fuerza de repetirse de generación en generación ha transformado su texto, incluso su significado; y en los segundos, se encuentran la música,7 las técnicas corporales (Mauss, 1979) o movimientos expertos incorporados en la continua recreación del rito, como las formas particulares de entonar, tocar los instrumentos, bailar y de disponer el cuerpo y la mente para vivir la festividad. Igualmente, incluye un sinnúmero de emocionalidades que permiten renovar las energías, reafirmar los lazos territoriales y aunar fuerzas para hacer frente a la guerra.
Consideraciones metodológicas
Este artículo recoge algunas reflexiones de mi monografía titulada: “Viva Dios, muera Barrabás”: La Fiesta de los Manacillos de Juntas de Yurumanguí, un territorio en disputa, para optar al título de Magíster en Construcción de Paz en la Universidad de los Andes (Bonilla, 2018), cuyo objetivo principal era analizar la Fiesta de los Manacillos celebrada en la vereda Juntas de Yurumanguí en la Semana Santa de 2018, teniendo en cuenta el contexto de disputa territorial entre distintos grupos armados en las últimas dos décadas.
Para cumplir con este objetivo, hice trabajo etnográfico en los pueblos de Juntas y San Antonio en tres momentos espirituales y de gran importancia para los lugareños: el primero, la Fiesta de Reyes Magos en enero; el segundo, la Fiesta de los Manacillos, en Semana Santa; y el tercero, la Fiesta de San Pedro y San Pablo, fiesta patronal de Juntas, en junio. De esta forma, logré acercarme a la compleja espiritualidad local y a sus formas de ejercer territorialidad, elementos clave para interpretar lo que sucede en la fiesta.
Antes de iniciar la investigación, solicité permiso o aval al consejo comunitario, requisito indispensable para emprender cualquier labor investigativa o de intervención en el territorio. La petición del aval no solo significó el respeto y reconocimiento del gobierno local, sino también una medida de seguridad para transitar e interactuar con la población, dado que en un contexto de conflicto armado, la presencia de personas externas puede generar incertidumbres y recelos que dificultan la interacción con los lugareños y, además, riesgos de seguridad para mí y mis interlocutores.
En cada visita de campo compartí con los lugareños diversas situaciones de la vida cotidiana: el barequeo, la pesca, el lavado de ropa y el baño en el río, la preparación de alimentos, recorridos en lancha y caminatas por el monte. También, momentos privados de expresión de su espiritualidad tanto en los hogares como en la mina y tiempos de festividad. Estas experiencias cotidianas y espirituales no solo posibilitaron el desarrollo de mi investigación, sino también la construcción de lazos afectivos con la gente y el territorio.
Igualmente, realicé entrevistas no estructuradas a líderes comunitarios, líderes religiosos, cantaoras, músicos, parteras y demás personas que generosamente compartieron sus saberes conmigo. Procuré que las conversaciones transcurrieran bajo principios éticos y respetuosos sin concebir a mis interlocutores como un banco para extraer datos, práctica común en la investigación social más tradicional; por el contrario, construí interacciones fluidas, amigables y no utilitaristas que transcendieron mis fines investigativos.
El presente artículo está distribuido en cinco apartados. En el primero, expongo de forma general el contexto de disputa territorial y la importancia geoestratégica de Yurumanguí para distintos grupos armados, a la par de algunas estrategias de defensa del territorio impulsadas por los yurumanguireños. En el segundo, presento el marco teórico sobre el rito como performance y las emociones como construcciones sociales, ambos conceptos necesarios para interpretar el Matachindé y los elementos performativos que permiten su eficacia. En el tercero, hago un esbozo general de la espiritualidad negro-pacífica, el cual es clave para comprender la carga simbólica y afectiva no solo de la canción sino de toda la fiesta para la población local. En los dos últimos apartados, analizo el canto y su performance y presento las conclusiones.
Conflicto armado y resistencia comunitaria
Voy a contarles señores lo que en El Firme pasó (bis). Allá mataron siete hombres, la gente se desplazó (bis). Y la gente del Barranco, todos arrancaban el toldo (bis)
Los unos para El Papayo, los otros pa’ San Antonio (bis). Canción yurumanguireña interpretada por Walter, músico del río. (Conversación personal, Cali, 20 de agosto de 2017).
Yurumanguí, al igual que Cajambre y Naya -ríos vecinos-, y otros territorios rurales de Buenaventura, han sido escenarios clave de la guerra en el Pacífico medio. Desde la década de 1980 hasta finales de 2017 las Farc-EP estuvieron en el territorio y el Bloque Calima de las AUC realizó operaciones entre los años 1999 y 2004. Este último periodo fue el más cruento: líderes comunitarios, sabedores, entre otras personas, fueron objeto de amenazas, asesinatos, masacres, situaciones de confinamiento y desplazamiento forzoso a ciudades como Buenaventura8 y Cali (véase Figura 3).
Uno de los eventos más memorados es la masacre de El Firme -vereda de la zona baja del río, la parte más cercana a La Bocana-, perpetuada por un grupo de paramilitares el 29 de abril de 2001. Ese día, miembros del Bloque Calima, dos semanas después de asesinar a decenas de personas en Naya (límite entre Valle del Cauca y Cauca), llegaron a esa vereda, asesinaron a siete habitantes y violaron a una mujer. Dicho evento generó el desplazamiento de más de mil yurumanguireños a Buenaventura, dejando como consecuencia la desocupación parcial de las veredas aledañas y la desocupación total y posterior desaparición de El Firme (Almario, 2004). Yurumanguí, al igual que otras zonas del Pacífico, es codiciado por grupos armados ilegales por su ubicación geoestratégica, la cual favorece el desarrollo de actividades ilícitas. Por un lado, la presencia del Estado es casi nula, sus tierras son aptas para el cultivo de coca y el río conecta directamente con el mar, lo que constituye un escenario perfecto para el tráfico de clorhidrato de cocaína hacia destinos en Centroamérica y Estado Unidos (URT, 2015). Por otro lado, la cuenca también es propicia para la extracción ilegal de oro, el reclutamiento de jóvenes, el abastecimiento de tropas y el tránsito hacia Naya y Cajambre, territorios también de comunidades negras y con salida al mar (Bonilla, 2018).
Sin embargo, los yurumanguireños no han respondido de forma pasiva a la presencia y violencia de los armados. La Asociación de Negros Unidos por el Río Yurumanguí (Aponury), organización de base creada en la década de 1980, y el consejo comunitario, constituido a principios de siglo gracias a la titulación colectiva,9 han emprendido varias estrategias de resistencia para conservar el control ancestral del territorio y mantener al margen a los grupos armados ilegales.
Una de estas estrategias es la campaña “Soy yurumangueño de respeto: no siembro ni consumo coca”, creada en 2007 por ambas organizaciones con el apoyo de la mayor parte de la comunidad.10 Dicha campaña incluye medidas pedagógicas para alejar a los jóvenes del consumo de drogas y los grupos armados ilegales; a la par, jornadas de erradicación de cultivos de coca implantados por propios y llegados al territorio. Además, Aponury y el consejo han impulsado el mandato de prohibición de minería ilegal y el uso de retroexcavadoras en la cuenca (Verdad Abierta, 2015), con el que buscan proteger las fuentes hídricas y playas, considerados legado material e inmaterial de sus ancestros para el beneficio de los renacientes o las generaciones futuras (Gerardo,11 líder comunitario, conversación personal, 10 de enero de 2018). Respecto al apoyo que la comunidad ha dado a estos mandatos, Camilo -investigador de Bogotá interesado en la organización política y social de Yurumanguí- dice lo siguiente:
Yurumanguí es un territorio especial en la costa sur del país. La organización comunitaria ha sido muy fuerte y esto se debe a que el consejo comunitario y Aponury han tenido un buen gobierno, que no busca solo sus intereses individuales sino los intereses de toda la comunidad. Eso se ha visto reflejado en cómo la gente respeta los mandatos que salen. […] El respeto al mandato de “no coca y no minería a gran escala” se relaciona mucho con las relaciones de parentesco entre veredas, las relaciones de compadrazgo, o el sentir que lo que le pasa a una familia es algo que le pasa a todo el río. Igualmente, el hecho de que “hay amor por la vida”, como ellos dicen; este es un territorio de vida, un territorio donde en serio la gente se siente parte de él, y pues en esa medida hacen las cosas que consideran que son de beneficio para todos (Conversación personal, 27 de marzo de 2018, citado en Bonilla, 2018: 15).
A la campaña y los mandatos, se suman las festividades religiosas, como es el caso de la Fiesta de los Manacillos y las fiestas patronales; asimismo, los actos fúnebres y el ejercicio de las prácticas tradicionales, tales como la partería, la agricultura, la pesca y la minería artesanal. Todas estas actividades funcionan como performance de defensa del territorio que suscitan el arraigo, la permanencia, la continuidad de las prácticas ancestrales y desestimulan la migración, pese a las adversidades de la guerra y la falta de oportunidades educativas y económicas que ofrece la zona.
Lo anterior es importante, porque en los últimos años ha aumentado la migración de jóvenes a Cali y Buenaventura, lo cual facilita la movilidad social y el logro de una mejor calidad de vida; sin embargo, esto también afecta el ejercicio y la transmisión de las prácticas tradicionales, así como el vínculo territorial, dado que quienes migran suelen hacerlo de forma permanente y se convierten en un faro a seguir para quienes quedan.12 También cabe mencionar que la adquisición de dinero, ya sea por necesidad o placer, es un aspecto clave en el reclutamiento de jóvenes por parte de los grupos armados, lo cual también afecta los mandatos comunitarios (Bonilla, 2018).
Ante este escenario, adquiere gran importancia el trabajo sociopolítico y cultural que ejercen Aponury, el consejo comunitario y la mayoría de los pobladores en materia de defensa del territorio, especialmente en la coyuntura actual de reactivación del conflicto después de la firma del acuerdo de paz y la salida de las Farc.
A principios de 2018 ingresó a la cuenca el ELN y a mediados de este mismo año llegaron las Fuerzas Unidas del Pacífico -grupo armado posdesmovilización de las AUC-, el Frente 30 y la Columna Móvil Jaime Martínez -grupo pos-Farc-. Con la entrada de estos grupos han retornado las amenazas, los hostigamientos, el miedo, el reclutamiento y los asesinatos (conversaciones personales con lugareños vía telefónica o a través de redes sociales, 2019-2020).
El rito como performance
El estudio de la performance es un área de conocimiento relativamente reciente. Surge en la década de 1960 e incluye elementos analíticos de diversas disciplinas como las artes, la filosofía, la lingüística, la comunicación y los estudios del folclore, entre otras. La palabra performance proviene del latín per-formare que significa ejecutar o realizar algo; sin embargo, su significado contemporáneo es muy variado y controvertido, debido a que comprende diversos eventos, desde ritos, actos fúnebres, desfiles militares, obras de teatro y presentaciones musicales, hasta acciones de resistencia, exteriorización del género y la etnicidad, entre otras acciones ensayadas y reproducidas a diario (Taylor, 2015).
Diana Taylor (2015) define la performance como comportamientos “teatrales” relacionados con la categoría de evento, que combinan elementos discursivos -oraciones, cantos, documentos- y no discursivos -gestos, bailes, tocar instrumentos, silencios-. Las performance comprenden acciones corporales reiteradas y ensayadas que predisponen ciertos resultados; sin embargo, no son una imitación ni una representación, constituyen saberes previos reactivados en escena. Al respecto, Rodrigo Díaz (2008) expresa que los contenidos culturales que se dramatizan en las performance no están fijados de una vez por todas, son creados, negociados y entremezclados en escena. Contrario a lo planteado en las perspectivas textualistas, el rito como género performativo no es solo el medio de expresión de la cultura compartida por los sujetos que participan, sino la posibilidad de compartir y recrear la cultura.
Es importante aclarar que la concepción del rito como género performativo no desconoce su capacidad de exteriorizar significados culturales, ya que sucede en contextos específicos con saberes, mitos, creencias y patrones heredados. La propuesta del enfoque performativo es concebir la ejecución del rito no como simple imitación: la puesta en escena da posibilidad a la creatividad, a que los saberes sean renovados, adaptados a las nuevas circunstancias sociales, políticas y económicas del contexto, aunque los participantes perciban la experiencia ritual sin modificaciones (Taylor, 2015). Además, la mirada del rito como performance lo extrae del campo estrictamente sacro o mágico-religioso, lo amplía a contextos profanos o laicos; lo común sería su carácter de evento que lo aparta de la cotidianidad (Márquez, 2006). En este sentido, la eficacia del rito radica no tanto en la imitación de ritos pasados o en la exteriorización del mito, sino en la experiencia vivida. No basta con la repetición de los elementos constitutivos del rito, por ejemplo: la decoración tradicional del espacio, el uso de vestuarios o disfraces, reproducir cánticos, dramatizaciones, entre otras; es necesario el involucramiento de los participantes en lo que están ejecutando, que lo que realicen sea significativo y produzca efectos en ellos.
Rito como presencia
Rodrigo Díaz (2008) plantea que la performance es una conducta restaurada, abierta tanto al ámbito de lo posible -lo aprendido, lo tradicional- como a lo inverosímil -la creatividad-, y hace una analogía con el concepto de mímesis propuesto por Aristóteles. Este autor expresa que la mímesis no es una simple reproducción o imitación de algo, ni busca ser algo equiparable a lo real. Al respecto, Virginia Aspe (2005) agrega que Aristóteles en La Poética considera la mímesis -tanto en el sentido artístico como naturalista- no como simulación o copia de la copia, sino como capacidad activa de producir, de generar algo a partir de un modelo para crear uno nuevo, involucra la imaginación. Por consiguiente, tanto la performance como la mímesis tienen el poder de crear presencias y configurar realidades, no son mera representación.
En este sentido, la performance como capacidad activa de crear presencia exige la experiencia en vivo (Taylor, 2015). Aunque la performance puede ser grabada y reproducida tiempo después, lo que se observa son solo retazos de lo que sucedió en escena, no se logra el involucramiento corporal y emocional que posibilita el hecho en vivo, especialmente, en el caso del rito. La experiencia vivida es importante en el rito porque a diferencia del teatro -a excepción del teatro contemporáneo ritual que fomentan Antonin Artaud, Jerzy Grotowski, Peter Brook, Eugenio Barba o Tadeusz Kant (Márquez, 2006)- no existen espectadores, los sujetos presentes son participantes de una u otra forma; no hay un nosotros que actúa y un otros que observa desde fuera, todos están en escena, aunque unos con papeles más activos que otros. En síntesis, las dramatizaciones no son representaciones, son actos de presencia; los personajes no son actores, son seres actuantes, viven lo que sucede en el rito, creen en el papel que interpretan.
Es por este motivo que el cuerpo adquiere especial importancia en el rito: en primer lugar, por las técnicas corporales que han sido interiorizadas en anteriores ritos y reactivadas en escena, y en segundo lugar, por las emociones que el cuerpo en escena crea. Las técnicas corporales son los usos que las personas hacen de su cuerpo en contextos sociales y culturales concretos; estos usos son adquiridos a través de la educación y su eficacia o rendimiento depende de parámetros establecidos por la misma sociedad (Mauss, 1979). Así, las técnicas corporales son conocimientos corporales prerreflexivos, pero a la vez, conocimientos sociales que nacen y se renuevan como producto de la interacción social -habitus corporal- (Crossley, 1996).
En el caso del rito, las técnicas corporales serían gestos, formas de cantar, de bailar, de tocar instrumentos, de recitar oraciones o textos, de mover el cuerpo y de relacionarse con otros, entre otras acciones que requieren ser ejecutadas con experticia para que el rito genere efectos y sentidos en los participantes. Sin embargo, aunque estas técnicas son aprendidas en ritos pasados u otros momentos sociales, en la puesta en escena no necesariamente suceden como imitación; en la presencia hay lugar a la espontaneidad, a la posibilidad de renovación.
En suma, entender el rito como performance me permite analizar el canto del Matachindé de la Fiesta de los Manacillos, no como un medio de observación de la realidad social como algo inmutable y estable, ni como una forma donde están inscritos o fijados los contenidos culturales -significados-; sino como un proceso fluctuante donde los sujetos son activos en la comprensión y construcción de la vida social, como un hacer que retrotrae otras performance concluidas, que involucran referencias heredadas, pero que no son simple representación, imitación ni repetición, sino restauración, creación en la presencia (Hamui, 2011).
Espiritualidad negro-pacífica
Antes de estudiar la performance del Matachindé es necesario explorar un poco el complejo mundo espiritual de las poblaciones afropacíficas.13 A continuación presento un esbozo general.
De vírgenes y santos, tambores y cantos
Las personas africanas traídas a América y el Caribe en calidad de esclavos entre los siglos xvi y xix, provenían de pueblos muy heterogéneos del África occidental tanto en términos lingüísticos (bantú, akán, yoruba e igbo) como de organización sociopolítica (Arocha, 2010: 6). El variopinto origen de los cautivos fue un elemento que actuó a favor de la empresa esclavista: por un lado, facilitó el sometimiento físico de los esclavizados y, por otro, el desprendimiento de la mayoría de sus rasgos culturales. Como expresa el escritor martiniqués Edouard Glissant, “los africanos han sido los únicos seres humanos forzados a migrar en la desnudez” (Glissant, citado en Arocha, 2010: 14); dicha desnudez comprendía tanto la privación de vestido como de sus sistemas de creencias, deidades y cosmovisiones.
La historiadora María Cristina Navarrete (1996) expresa que los africanos llevados a Cartagena y a otros destinos del Virreinato de la Nueva Granada no organizaron un sistema religioso basado en el sincretismo entre herencias africanas y creencias católicas como sí pasó en Brasil con el candomblé o en Cuba con la santería. Esto sucedió por varias razones, entre estas: el poco tiempo de estadía en el puerto de Cartagena, lo cual dificultaba la creación de vínculos de solidaridad entre cautivos; el escaso arribo de personas de un mismo grupo étnico o fieles de una misma religión y, en el caso de los cautivos en zonas mineras, las extensas y agobiantes jornadas de trabajo más la constante supervisión y la evangelización católica, las cuales impidieron la continuidad de sus sistemas religiosos.
Sin embargo, lo anterior no significa que en su memoria no pervivieran algunos rasgos culturales. Por un lado, continuaron saberes y prácticas como las escarificaciones, tallas dentales, peinados y la construcción de máscaras e instrumentos; igualmente, disposiciones corporales para danzar, entonar y relacionarse con los ancestros. “Estos rasgos les permitieron reconstruirse en lo personal, lo social y lo ecosistémico” (Bonilla, 2018: 45); de igual manera, crear resistencias y apropiar los nuevos territorios (Arocha, 2010).
Por otro lado, también persistieron huellas de la espiritualidad ancestral. Aunque el sistema colonial impuso el catolicismo, los esclavizados adoptaron las creencias católicas manteniendo en secreto algunos rasgos de sus religiones originarias. Sergio Mosquera (2000) plantea que los esclavizados refuncionalizaron el santoral católico con base en creencias de sus religiones originarias; es decir, adoptaron a santos y vírgenes del catolicismo asignándoles en secreto algunas funciones de sus deidades y ancestros africanos. Este proceso sucedió gracias a algunas similitudes entre los dogmas de algunas religiones africanas y el catolicismo.
Tanto en el yoruba, el bantú y el akom -religión de la gente de Akán- existe un dios todo poderoso y creador del universo, a quien no se le rinde culto ni se puede acceder de forma directa, solo a través de seres espirituales, deidades menores o ancestros (Brandon-Samuel, 1975; Ortiz, 1973). En el caso de la religión yoruba, la deidad superior es Oloruñ, también denominado Olodumare, Oga-ogó, Oluwa, Oba- ogó o Eledá. Este dios no es representado mediante imágenes ni ídolos; los fieles se comunican con él mediante las deidades secundarias también llamadas orishas (Ortiz, 1973), seres receptores de las peticiones, las ofrendas y los afectos (Mena, 2012).
Por su parte, el catolicismo también cree en un dios creador de todo lo que existe, su nombre es Yahveh o Jehová. Este dios habita en el reino de los cielos y sus fieles pueden comunicarse con él mediante la oración, y recibir su bendición y benevolencia a través del bautismo, la eucaristía, entre otros sacramentos. De igual forma, en esta fe existen seres espirituales que permiten la conexión con lo divino, brindan protección y hacen favores a quienes confían en sus dones, estos son: los santos -santa Marta, san Antonio, san Francisco, santa Elena-, los arcángeles, los ángeles y, por supuesto, las múltiples representaciones de la madre de Jesús -la Virgen de Fátima, la Virgen de Chiquinquirá, la Purísima Concepción- (Bonilla, 2018).
Esta similitud de creer en un dios superior lejano y en seres espirituales mediadores, compartida por estas religiones, fue clave en la adopción de los seres sagrados del catolicismo en la espiritualidad de los esclavizados; así como los orishas y antepasados eran ancestros que habitaban en el mundo invisible, santos y vírgenes pasaron a ser parientes en el mundo de los cielos, en constante conexión con el plano terrenal. Aunque fueron borrados los nombres de las deidades africanas, sí floreció la relación de ancestralidad y cercanía: los seres sagrados católicos pasaron a ser parte del muntu, de la familia extensa (Bonilla, 2018).
Al respecto, la historiadora Luz Adriana Maya (2005) plantea que los esclavizados al apropiarse del simbolismo espiritual del catolicismo reconstruyeron una nueva trama genealógica ficticia: a la Virgen la llamaron tía o madre y a Jesús, pariente. Esta trama fue posible gracias al bricolaje simbólico que construyeron, a partir de las representaciones antropomórficas de los seres sagrados católicos con base en las imágenes y monumentos de las iglesias y las capillas. “Estas representaciones iconográficas fueron concebidas por los africanos como imágenes de seres que en algún momento estuvieron vivos, así como lo estuvieron sus propios ancestros” (Bonilla, 2018: 48). El acogimiento de estos seres creó “un nuevo soporte material que sirvió para retejer la malla genealógica rota por la deportación” (Maya, 2005: 692).
En este orden de ideas, para los africanos las vírgenes y santos dejaron de ser solo representaciones sagradas que los evangelizadores les enseñaban para convertirlos al catolicismo, “se convirtieron en nuevos aliados del más allá, quienes les permitieron unirse de nuevo al mundo de unos ancestros que ahora habitaban en el cielo de los amos” (Maya, 2005: 692). Sin embargo, no solo las representaciones iconográficas ayudaron en la invención de redes de parentesco simbólicas, también las oraciones y canticos enseñados por los catequistas y curas sirvieron como vehículo de conexión.
Las oraciones, alabanzas y plegarias recitadas por los españoles fueron asumidas por los africanos como palabras sagradas dirigidas a espíritus dadores de favores a cambio de ofrendas, entendidas como sacrificios y limosnas. A la par, los cantos acompañados de tambores y otros instrumentos de herencia africana se convirtieron en medios de conexión con estos nuevos parientes, de esta forma recrearon en el nuevo territorio el legado de la oralidad, de la palabra cantada (Maya, 2005).
Lo anterior se evidenció en el caso del Real de Minas de Yurumanguí y Juntas de la Soledad, nombre que recibió Yurumanguí en la época colonial.14 En dicho asiento minero, los esclavizados tuvieron cierta libertad para adoptar la fe católica, gracias a la esporádica presencia de sacerdotes y representantes de la iglesia. La oración diaria en la capilla antes y después de la jornada era el espacio para establecer el vínculo espiritual con los seres sagrados. A su vez, las celebraciones religiosas, como las fiestas patronales, los Reyes Magos y la Semana Santa, fortalecieron dicha conexión mediante cantos y bailes acompañados de tambores y otros instrumentos, incluso con el uso de máscaras de herencia africana (Arroyo, 2017).
El tambor, el canto y la danza sirvieron a los esclavos para canalizar el cansancio que producía las jornadas de trabajo hasta de dieciocho horas, pero sirvió, además, para autoestimular la razón de estar y de seguir vivo; se hizo tan necesario el tambor que fue vital, así como el alimento o el aire que se respira. Cantando y danzando a ritmo de tambores, protestaban y denunciaban la injusticia del sistema esclavista (Portillo, 2008).
En la actualidad, las fiestas religiosas como la Fiesta de los Manacillos y las fiestas patronales, entre otras, también funcionan como escenarios de rememoración de los ancestros y de renovación de vínculos territoriales, ya no para hacer frente al sistema esclavista sino como medio de defensa del territorio.
La Fiesta de los Manacillos
La tierra de los vivos no estaba muy lejos del reino de los antepasados. Había un ir y venir entre los dos mundos sobre todo en las fiestas y también cuando moría un anciano, porque los ancianos estaban muy cerca de los antepasados. La vida de un hombre desde el nacimiento hasta la muerte era una serie de ritos de paso que les acercaban cada vez más a sus antepasados.
Chinua Achebé (2015: 130), escritor y poeta del pueblo Igbo de Nigeria
Como comenté en la introducción, la Semana Santa en Juntas de Yurumanguí constituye un tiempo de conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, pero a la vez, un espacio de juego y fiesta en el que los manacillos o los espíritus de los judíos que asesinaron a Jesús, se toman el pueblo e imponen su canto: el Matachindé. La Fiesta de los Manacillos puede ser interpretada como un rito que evidencia la tensión entre la vida y la muerte, el bien y el mal, el orden y el caos; una bipolaridad que se manifiesta a través de la música y la danza. En las comunidades negras del Pacífico colombiano, la música y la danza mantienen una relación estrecha con la religiosidad. La palabra cantada es uno de los medios más importantes para entablar comunicación con el mundo espiritual (Motta, 2005).
De acuerdo con Aurelio -manacillo de más de ochenta años-, la fiesta es una herencia de sus antepasados esclavizados: “El manacillo es un juego que está desde que nacieron los viejos, viejos, yo creo que el juego de los manacillos tocó hasta en el tiempo del amo, yo creo que ellos se metieron a jugar porque fue el amo quien los puso” (Aurelio, conversación personal, 30 de marzo de 2018, citado en Bonilla, 2018: 73 -74).
Mi hipótesis es que el rito inició como una representación teatral de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, promovida por los mineros y doctrineros franciscanos encargados de la evangelización de las poblaciones no cristianizadas en la zona, tanto negra como indígena (Arroyo, 2017; Serrano, 2015). Sin embargo, al retirarse los mineros tras la ley de manumisión de 1881, los antiguos esclavizados continuaron de forma autónoma con el rito, incorporando nuevos elementos como las máscaras, los cantos fúnebres y el tambor. Sin embargo, la continua recreación del rito produjo que algunos personajes clave pasaran a un segundo plano, como el mismo Jesús, los apóstoles y la Virgen, tomando especial importancia los judíos convertidos en seres enmascarados y traviesos (Bonilla, 2018).15 Certera o no esta hipótesis, puedo afirmar que la fiesta, el manacillo y el Matachindé son tradiciones antiquísimas y de especial importancia para los junteños.
En la actualidad, los manacillos son personificados por aproximadamente treinta hombres oriundos del pueblo y de todas las edades. Estos hombres recibieron el cargo de uno de sus parientes al fallecer: el padre, un abuelo, un tío, un hermano o un primo. Al aceptar ser manacillo, se comprometen con sus antepasados y parientes vivos a participar en la festividad cada año hasta su muerte; por tanto, es una ofensa a la moral social y a los “viejos, viejos” no participar ni ejecutar el rito (Aurelio, jefe de los manacillos, conversación personal, 30 de marzo de 2018). Es por esto que, en Semana Santa retorna al pueblo un sinnúmero de jóvenes y adultos a cumplir con su encargo o simplemente a participar en la fiesta; esto incluye a quienes migraron a otras veredas, ríos aledaños, Buenaventura y Cali, como a quienes se unieron a las filas de grupos armados, tanto legales como ilegales.
En la Semana Santa de 2018 viajaron varios junteños excombatientes de las Farc, quienes en ese entonces se encontraban en la Zona Veredal de La Elvira en Buenos Aires (Cauca). Igualmente, algunos jóvenes que hacían parte del ejército colombiano. En este sentido, la fiesta funciona como un espacio de reencuentro comunitario, un rito en el que se pone entre paréntesis la guerra, se relajan tensiones y propician acercamientos improbables entre “enemigos”.16
El Matachindé
Los manacillos llegan al mundo terrenal el Viernes Santo antes de medianoche. Su entrada en escena sucede en plena procesión de La Dolorosa, es decir, la procesión en la que el pueblo vela a Cristo, que partió al otro mundo la noche anterior -cabe recordar que los junteños conmemoran la muerte de Jesús el Jueves Santo a medianoche-, y consuela a su madre. Los manacillos imponen su presencia mediante pellizcos, latigazos y soplidos para apagar las velas de los marchantes. Hasta ese momento, el pueblo ha estado sumido en el ayuno espiritual, es decir, en una serie de prácticas que obliga el tiempo de pasión, tales como la prohibición de la música alegre, el baile, el toque de instrumentos y de las campanas de la iglesia, el baño “duro” en el río, entre otras prácticas que irrumpen el silencio. Igualmente, han acompañado la pasión con las salves o cantos fúnebres sumamente tristes, muy similares a los entonados en los velorios de familiares y amigos, lo cual permite inferir que Jesús es considerado un pariente cercano. Sin embargo, la llegada de los manacillos trastoca el silencio y el recogimiento, imponiendo un nuevo orden social.17
El primer toque del Matachindé sucede en la tienda o la casa de los manacillos -construcción de madera provisional, levantada el mismo Viernes Santo para el desarrollo de la celebración- el Sábado Santo a las cero horas. Desde ese instante hasta el Domingo de Pascua a las cuatro de la tarde, momento en que Cristo resucita y estos seres se despiden, el pueblo se sumerge en el frenesí de su canto, en el viche, el guarapo y otras bebidas alcohólicas que propician “el aguante”. Al son de bombos, cununos y guasás, los manacillos, los músicos y el resto de participantes, tanto habitantes como llegados, visitan las casas y las calles del pueblo, al igual que la iglesia y el cementerio.
La letra: un conjuro mágico para alejar el mal
El ritmo del Matachindé es denominado manacillo y se asimila al currulao. Este ritmo es originario de Juntas, pero hoy es entonado en todas las veredas de Yurumanguí. El Matachindé lo cantan los manacillos, músicos y demás participantes en el rito, nadie lo preside. Su letra puede interpretarse como un conjuro o una oración mágico- religiosa que invoca la presencia de dios e intenta alejar al demonio, también llamado Matachindé, care bamba, Barrabás; en otras palabras, es un conjuro para alejar a los manacillos, conjuro que exige su constante repetición y propagación por todo el pueblo (Bonilla, 2018).
Bendigamos esta casa donde mi dios se recrea,
Y todos en voz digamos, maunifica mi malmea.
El Matachindé inicia con el reconocimiento del lugar donde se recrea y el llamado a Dios para que consagre el espacio. Su canto reafirma el poder de la palabra para la comunicación con lo divino, con lo espiritual y la fuerza de la música para establecer esa conexión. Luego invita a los participantes, o sea, a todos los presentes -como expresé antes, en el rito todos son participantes, no hay espectadores: músicos, cantaoras, manacillos, quienes están en la calle o la iglesia, incluso los muertos en el cementerio hacen parte del rito- a que en viva voz canten maunifica mi malmea.
Estas palabras posiblemente son una deformación por el uso de la frase en latín magnificat anima mea Dominum, que significa: “mi alma alaba la grandeza del Señor”. Con esta frase empieza el Magníficat, un antiguo cántico católico que nace del Evangelio de san Lucas (Lc 1: 46-55), en el cual María proclama la grandeza de dios y agradece la bendición de engendrar a su hijo (Bonilla, 2018).
Es probable que el Magníficat haya llegado a Yurumanguí en la época colonial con los doctrineros franciscanos. Don Aurelio, jefe de los manacillos, expresa que era una oración muy antigua que recitaban los “viejos, viejos”, cuando se internaban en el monte y querían ahuyentar al diablo o las serpientes -consideradas como una manifestación del mal- (Conversación personal, 1 de julio de 2018). En la actualidad, del canto solemne solo sobrevive la frase maunifica mi malmea, empleada en momentos cotidianos de sorpresa o desconcierto.
Jueves Santo murió dios, viernes le dieron entierro,
sábado le cantan gloria, domingo sube a los cielos.
Posteriormente, el Matachindé rememora la creencia católica en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, pero según interpretaciones locales: como manifesté antes, en Juntas Jesús muere el Jueves Santo a medianoche y no el Viernes Santo a las tres de la tarde como se suele considerar en la religión católica. Varios lugareños con los que dialogué durante la celebración, afirmaron que celebran de esa forma la Semana Mayor porque así lo manda la tradición (Bonilla, 2018). Algo especial de esta variación local de la temporalidad es que coincide con la creencia según la cual la resurrección de Jesús ocurrió tres días después de su crucifixión, es decir, el Domingo de Pascua.
Mejor será que dejemos (bis)
esto parece porfía,
de tanto yo abrir la boca (bis) ya tengo la lengua fría
La canción continua con una advertencia, señala que “el mal” acecha y es mejor retirarse, dejar de cantar, dejar de orar; empero, este mal no es necesariamente peligro o sufrimiento, sino la presencia de los manacillos, su picardía y jolgorio.
(Coro del Matachindé)
Ao ao aooo, china o china o china ooo
E Matachindé belú belú, María la chula yo la encontré.
Ya repiquen las campanas, ya repiquen las campanas, ya viene la procesión.
Ya viene ese care bamba, ya viene ese care bamba, ay repiquen el tambor.
Ao ao aooo, china o china o china ooo (bis).
Sin embargo, el consejo no es atendido; por el contrario, la fiesta aumenta, se pide el repique de las campanas y del tambor porque Matachindé está cerca. En la pasión, las campanas y todo sonido alegre eran prohibidos, ahora en la fase de juego y fiesta son necesarios para alejar al care bamba. Esto coincide con la creencia en Yurumanguí y en otras comunidades negras de la región Pacífica, en el poder del repique del tambor para ahuyentar el mal (Birenbaum, 2010).
Al terminar la canción, los manacillos gritan: ¡Muera dios, viva Barrabas!, y el resto de los participantes responden: ¡Viva dios, muera Barrabas! Estas frases evidencian la tensión entre el bien y el mal, la vida y la muerte en la festividad: por un lado, están los manacillos que se alegran por la muerte de Jesús y alaban a Barrabás, delincuente absuelto por Poncio Pilatos en lugar de Jesús, según la tradición católica. Por otro lado, el resto de participantes llaman y piden protección a Dios para apaciguar el caos y el jolgorio (Bonilla, 2018).
Ahora bien, el análisis del Matachindé no puede limitarse únicamente a su letra, dado que como suele suceder con canciones, oraciones o historias transmitidas de generación en generación, el constante uso desfigura su sentido inicial y en ocasiones solo adquiere valor simbólico. Planteo esto porque varios participantes expresaron desconocer el significado de la canción; en otras palabras, el Matachindé es importante por su carga simbólica, más no por sus versos, su letra. Esto se confirma en el hecho paradójico de que quienes más exigen su canto sean los manacillos: ellos obligan a los músicos a que solo toquen esta canción, si cambian de tonada se sulfuran y lanzan latigazos por doquier. Si la canción tuviera como fin ahuyentarlos, esto no sucedería. Por este motivo, a continuación exploraré algunos elementos no discursivos de su performance.
El cuerpo en escena
En la ejecución del Matachindé interactúan otros elementos performativos aparte de la letra, tales como la ejecución de la música, el baile, el viche, el rejo, entre otros. Aunque la puesta en escena de estos elementos da lugar a la creatividad, esta exige también la incorporación de ciertas técnicas corporales (Mauss, 1979) compartidas entre los participantes para la eficacia del rito o, dicho de otra manera, para que la “fiesta se vea bonita”, cumpla con la tradición y sea del gusto de los participantes.
En el caso de la música, se requieren técnicas corporales como tocar con experticia los bombos, cununos y guasás; es decir, es necesario contar con ciertos conocimientos incorporados mediante la vivencia en anteriores ritos, lo cual no limita la creatividad, pero sí demanda un saber hacer. Del mismo modo, las personas que cantan, deben hacerlo a un ritmo, tono y fuerza específica para que sus voces no sean opacadas por el sonido de los instrumentos y se mantenga el ambiente festivo (Bonilla, 2018).
Para conservar el tono, la fuerza y no desfallecer después de varias horas de canto y baile, los participantes beben viche y guarapo, entre otras bebidas alcohólicas que generan calor, quitan el sueño y aportan efusividad; en otras palabras, ayudan al aguante, lo que significa que permiten la reproducción de la performance en los distintos lugares del pueblo durante las cuarenta horas que demanda el tiempo de juego y fiesta.18 Sin embargo, el alto consumo de bebidas alcohólicas no implica que los participantes lleguen a la embriaguez. Las personas ebrias son obligadas a retirarse, dado que en ese estado pueden generar conflictos o peleas que “dañan la fiesta” (véase Figura 4).
Por su parte, el baile también exige un saber hacer. El baile suele hacerse en solitario. Incluye continuos y efusivos brincos y balanceos de atrás hacia adelante, así como el bamboleo de los hombros, la cintura y la cadera. Y en los momentos en que sucede en parejas, las personas se ubican una al lado de la otra, abrazan sus espaldas y mueven sus cuerpos de adelante hacia atrás o de derecha a izquierda en medio de brincos sincronizados. De los anteriores elementos performativos, el baile es el que más creatividad permite (Bonilla, 2018).
Por último, está el rejo. Como mencioné antes, los manacillos exigen a los músicos que solo toquen el Matachindé. Cuando estos no lo hacen, lanzan rejazos a diestra y siniestra sin importar a quién puedan lastimar; solo calman su rabia cuando los músicos retornan a este canto. Estos momentos son los más temidos y violentos del rito, y son bastante continuos.
Como expuse previamente, en el rito los personajes son vívidos, no son representación; por tanto, los manacillos no son actores, son seres actuantes que creen en lo que están ejecutando, viven y sienten lo que están interpretando. Así pues, el uso del rejo es real, aunque lo llamen “juego”.
El sociólogo francés Roger Caillois (1986) clasifica los distintos tipos de juego en cuatro categorías: competencia, suerte, simulacro y vértigo. En el caso de los manacillos, su performance podría interpretarse como un juego de simulación y a la vez, de vértigo. De acuerdo con Caillois, en la simulación “el sujeto juega a creer, a hacerse creer o a hacer creer a los demás que es distinto de sí mismo. El sujeto olvida, disfraza, despoja pasajeramente su personalidad para fingir otra” (1986: 52). Por consiguiente, la misión del sujeto es encantar a los participantes y sumirlos en su artificio.
Siguiendo a este autor, es posible plantear que en estos juegos, “la máscara permite camuflar el ser social, a la persona que actúa y liberar al ser que se desea interpretar. En otras palabras, la máscara no solo oculta el rostro del sujeto sino que le permite imaginar que es otro, por tanto actuar como ese otro haría” (Bonilla, 2018: 91). En el caso de la Fiesta de los Manacillos, los hombres que interpretan a los manacillos juegan a ser los judíos que asesinaron a Jesús, por tanto, actúan en consecuencia.
No obstante, en el juego de simulación no basta con que el sujeto actuante se crea el personaje, es menester que el resto de participantes se presten a la ilusión, den crédito al personaje que simula la máscara (Caillois, 1986). En el Matachindé esto se evidencia cuando los participantes aceptan en medio de risas nerviosas los rejazos de los manacillos, cuando sienten temor al verlos llegar o cuando huyen de sus latigazos.
Por otro lado, en el canto también se vivencia un juego de vértigo, el cual consiste: “en un intento de destruir por un instante la estabilidad de la percepción y de infligir a la conciencia lúcida una especie de pánico voluptuoso. En cualquier caso, se trata de alcanzar una especie de espasmo, de trance o de aturdimiento que provoca la aniquilación de la realidad con una brusquedad soberana” (Caillois, 1986: 58).
Este estado de trance se evidencia cuando los músicos y cantaoras tocan y cantan por tiempo prolongado con gran efusividad sin mermar la fuerza del toque; o cuando los participantes, incluyendo a los manacillos, bailan por horas en inusitado éxtasis. Como expresé antes, esto lo logran gracias a la conexión con la música y el continuo consumo de bebidas alcohólicas que ayudan al aguante y al estado de euforia colectiva (Bonilla, 2018).
En este sentido, el estado de trance que alcanzan los participantes en la performance del Matachindé, más que generar un pánico voluptuoso, potencia emociones que podrían asociarse a la felicidad o la plenitud, las cuales facilitan la liberación de tensiones de la vida cotidiana y la renovación de los vínculos territoriales. Lo anterior, aunado al valor simbólico de la canción, explica por qué los participantes aprecian tanto el Matachindé.
Conclusiones
La Fiesta de los Manacillos y, especialmente, la performance del Matachindé pueden interpretarse como un momento liminal comunitario en el que los participantes transgreden las normas y los roles cotidianos a través de juegos de simulación y de vértigo que exigen el involucramiento corporal, mental y emocional de los participantes. En esta performance se construye un estado social emotivo y violento que dura cerca de cuarenta horas, el cual ayuda a liberar tensiones de la vida cotidiana y a renovar vínculos territoriales, no solo con el espacio físico, sino también con parientes, amigos y la espiritualidad local.
La renovación o reafirmación de los vínculos territoriales se evidencia en el reencuentro entre quienes habitan en el río, los ancestros que yacen en el cementerio y aquellos que retornan de la ciudad, lugar al que migraron huyendo de la guerra o en busca de oportunidades laborales o educativas; igualmente, en el reencuentro con aquellos junteños integrantes o excombatientes de grupos armados tanto legales como ilegales, que retornan para ejercer el cargo de manacillo o simplemente para vivir la festividad.
Por lo anterior, se puede concluir que la fiesta y la performance del Matachindé exigen la existencia del territorio y la presencia de los lugareños para su recreación; por tanto, demandan autonomía territorial. En suma, esta performance, aunada al ejercicio de otras festividades religiosas y prácticas tradicionales, tales como la partería, la agricultura, el uso de plantas curativas, el barequeo y la pesca tradicional, así como los mandatos en contra de la minería ilegal, los cultivos de coca y el consumo de alucinógenos, constituyen prácticas de territorialidad ancestral y acciones performativas de defensa del territorio, las cuales buscan prevenir su vaciamiento social y cultural y salvaguardar la vida. Lo anterior es bastante relevante en el contexto actual de reactivación del conflicto armado en Yurumanguí: desde 2018 el ELN, el Frente 30 y la Columna Móvil Jaime Martínez, entre otros grupos, intentan imponer sus intereses y control a través del miedo y la violencia. El ejercicio de la territorialidad ancestral y las denuncias públicas son las formas que Aponury, el concejo y la mayoría de los yurumaguireños han encontrado para resistir a esta agresión.
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Notas