Dosier

Danzar en época de guerra. Una mirada al expresionismo y a las raíces del butoh

Dance in times of war. A view to the expressionism and the roots of butoh

Dançar na época da guerra. Um olhar ao expressionismo e às raízes do Butoh.

Danse dans l’époque de la guerre. Une vue à l’expressionisme et aux racines du Butoh

Nayeli Pérez Monjaraz
Universidad Nacional Autónoma de México, Mexico

Danzar en época de guerra. Una mirada al expresionismo y a las raíces del butoh

Boletín de Antropología, vol. 36, núm. 62, pp. 105-117, 2021

Universidad de Antioquia

Recepción: 30 Diciembre 2020

Aprobación: 15 Febrero 2021

Resumen: En este texto nos acercaremos, desde una revisión histórica y antropológica, a algunos fenómenos que permearon la construcción de la danza en la época de preguerra y posguerra, específicamente en dos contextos: por un lado, tomando en consideración algunas manifestaciones estéticas que emergieron durante la época del expresionismo alemán y, por otro, a partir de un breve acercamiento a las raíces de la danza butoh en Japón. Esta revisión nos permitirá reflexionar acerca de la importancia de la experiencia del cuerpo en la construcción y reconstrucción del sentido social, singularmente, dentro de contextos de crisis profundos.

Palabras clave: cuerpo, danza, crisis, sentido.

Abstract: In this text I propose to delve into a historical and anthropological review of some phenomena that permeated the construction of dance in the prewar and postwar era, specifically under two contexts: on one hand, from some aesthethic manifestations that emerged during the time of German expressionism and, on the other, from a brief approach to the roots of butoh dance in Japan. This critical review will allow us to understand the importance of the body experience in the construction and reconstruction of social sense, especially in a context of deep crisis.

Keywords: body, dance, crisis, sense.

Resumo: Em este texto nos aproximamos a uma revisão histórica e antropológica de alguns fenômenos que atravessaram a construção da dança na época de pré-guerra e pós-guerra, especificamente sob dois contextos: por um lado, desde algumas manifestações estéticas que surgiram durante a época do expressionismo alemão e, por outro lado, a partir de uma breve aproximação às raízes da dança Butoh no Japão. Esta revisão nos permitirá refletir sobre a importância da experiência do corpo na construção e reconstrução do sentido social, singularmente, dentro de contextos de crises profundas.

Palavras-chave: Corpo, Dança, crises, sentido.

Résumé: Dans cet texte il aura un rapprochement à la révision historique et anthropologique de divers phénomènes qui ont imprégnés la construction de la dance à l’époque de la pré-guerre et la aprèsguerre, spécifiquement sous deux contextes : d’un côté, dès plusieurs manifestations esthétiques qu’ont émergé pendant l’époque du expressionisme allemand et, d’un autre côté, à partir d’un bref rapprochement des racines de la dance Butoh en Japon. Cette révision permettra réfléchir au sujet de l’importance de l’expérience du corps dans la construction et reconstruction du sens social, singulièrement dedans contextes des crises profonds.

Mots-clés : Corps, Dance, Crise, Sens.

Enfrentar la vida en época de crisis se vuelve, hoy en día, un tema de reflexión primordial para las ciencias sociales. Comprender qué implicaciones tiene el desmoronamiento de lo anteriormente conocido, regido por ciertos códigos sociales, culturales e históricos particulares, así como la búsqueda que puede emerger de ello para poder arribar a nuevas formas de sentido,1 adquiere, en este texto, una relevancia singular. Respecto a este tema, nos aproximaremos a una pregunta particular: ¿qué papel ocupa el cuerpo2 como eje de expresión estética dentro de esta construcción y reconstrucción del sentido social, precisamente cuando dicho sentido ha mostrado la fragilidad de sus límites? Para poder abordar este cuestionamiento haremos una breve revisión de un tema específico: la danza en algunas manifestaciones estéticas creadas durante la crisis de la época de preguerra y entreguerra en Alemania, particularmente bajo el contexto del expresionismo, y la danza en los inicios creativos del butoh en Japón. Para comenzar, me gustaría compartir una imagen.

Una serie de cuartos, uno detrás de otro, atravesados por una puerta, una detrás de la otra. En el primer cuarto se alcanza a ver una mujer caminando y, casi a lado de ella, aparece otra que va arrastrando una tela, sosteniendo un gran cúmulo de tierra. Esta última, de pronto suelta la tierra en el piso, mientras la otra chica se recuesta boca abajo. La mujer que se encuentra de pie, con unas zapatillas y un vestido negro, sostiene una pala en la mano, mientras la otra, con un vestido blanco, sigue recostada, tocando con sus pies el cúmulo de tierra. De pronto, la primera comienza a lanzar tierra sobre la chica que está en el suelo, mientras esta última, echada sobre el piso, intenta moverse lentamente y comienza a bailar, casi arrastrándose boca abajo. Se oye música de ópera en el fondo y, tras ella, rasguña el sonido de la pala rozando el piso; con esta, la mujer que está de pie continúa lanzando palas repletas de tierra sobre la chica que yace arrastrándose. Y esta, con su vestido blanco sucio de tierra, continúa moviéndose: se arrodilla, se agacha, acaricia la tierra, arquea su espalda, estira sus brazos de la manera más liviana, mientras la tierra continúa cayendo violentamente en su cara, en su pelvis, en sus piernas. Se empuja con sus brazos, se levanta un poco y vuelve a caer, intenta colocarse boca arriba y una bocanada de tierra hace rotar su cuerpo de nuevo. En cuclillas, acaricia un poco la tierra en círculos y la pala no deja de gruñir con su roce sobre el piso, y una y otra vez se lanza contra ella, violentamente sigue cayendo la tierra sobre su cuerpo. Sin embargo, la mujer que danza reptando sobre el piso, se aferra a su movimiento…3

Esta no es la imagen de la danza de la ligereza de la estética clásica, aquella que intenta liberar al bailarín de su peso, y que en sus movimientos puede presumir de la ausencia del suelo para hacer paisajes de la simetría. Aquella danza que dibuja cuerpos elásticos que pareciesen no doler, que no necesitan luchar con la fuerza de gravedad, pues están diseñados para elevarse: cuerpos-forma, casi sin articulaciones y sin huesos, que saltan, se suspenden y defienden sus figuras en la verticalidad.4 Es, en cambio, la danza de la expresión casi abrupta del cuerpo, tanto en su ligereza como en su pesadez, tanto en el dolor como en el placer; es la danza de la respiración explícita, en la cual el sudor, el desequilibrio o los gestos incomprensibles también pueden ocupar un lugar. Pero, entonces, ¿qué motivó esta nueva forma de danzar?

Podemos decir que esta nueva vertiente de la danza empezó a gestarse a partir del periodo de entreguerras, -justo desde finales del siglo xix-, y se consolidó en el siglo xx, particularmente en Alemania y Estados Unidos; precisamente como una nueva expresión estética que nació como respuesta al contexto de crisis que enfrentaba la sociedad de aquella época y que, en gran medida, se manifestó en contra de la estructura institucional de la danza clásica que se imponía ya desde el siglo xvii. Era la danza moderna y emergió como un reclamo ante la bella apariencia y las narraciones del ballet, que reducían la danza a una sucesión de figuras planas, de posiciones y esquemas de corporalidad que no permitían una exploración más abierta del movimiento y que, además, no coincidían ya con la realidad social de aquel momento, dentro de un contexto que se encontraba sumergido en el caos y la incertidumbre.

La primera guerra mundial se avecinaba y, con ella, la suma de contradicciones de la sociedad industrial -bajo las cuales se erigió el mundo moderno occidental- se hacía cada vez más evidente. Las desigualdades económicas se acrecentaban como producto de la acumulación de los medios de producción y del capital por la nueva élite de la burguesía, mientras la miseria crecía en los campos y en las grandes urbes, y la noción del individualismo se arraigaba, acompañando la idea de libre competencia dentro de un mundo que navegaba cínicamente en la inequidad. Dentro de este contexto, fue inevitable observar las profundas grietas bajo las cuales se erigía el ideal de la “modernidad” y el “progreso”, para así comenzar a expresar sus absurdas contradicciones.

No podemos olvidar que durante la primera mitad del siglo xx fueron cada vez más evidentes las consecuencias de la conformación arbitraria de los Estados nación, cuyas fronteras definían en ese entonces (y hasta nuestros días) no solo los límites territoriales de las potencias colonialistas, sino también la delimitación -sin concesiones- de lo concebido como dignamente humano, expulsando a la absoluta precariedad a las “minorías”, tanto económicas como culturales, lo cual se hizo más evidente tras la primera guerra mundial.5

Fue entonces la crisis constante que caracterizó a esta época la que arrojó a diversos sectores de la sociedad a un fuerte cuestionamiento respecto a lo que hasta entonces había normado sus categorías éticas, políticas y estéticas, y lo que los sumergió en un cuestionamiento sobre la existencia misma. En este contexto, pintores, escritores, bailarines y artistas de diversa índole, comenzaron a buscar otras formas de dar sentido a una realidad cada vez más dolorosa, que se alargó al periodo de entreguerras y de posguerra (y que continúa hasta nuestros días). Y para crear, volcaron su inquietud, por un lado, hacia el arte popular y lo llamado “primitivo” o “exótico” de las colonias y territorios aún poco conocidos, como Asia, África u Oceanía. Y, por otro, se sumergieron en una exploración de los propios márgenes que atravesaban su realidad social -de la gente enferma, cansada, viviendo en la miseria de las grandes urbes, de las trabajadoras sexuales o los vagabundos que dibujaban la decadencia de la sociedad “moderna”-. Explorar los bordes de su propia cultura y los límites contradictorios de su sistema social les permitió buscar otro sentido de la vida, uno en donde, tanto la angustia como lo amorfo de su realidad formaban parte de la creación artística.

Fue así que apareció una de las raíces determinantes en la danza: el expresionismo. Dicha manifestación emergió junto con la efervescencia de los movimientos de los primeros veinte años del siglo xx, en donde los cubistas y fauvistas en París, los artistas de Die Brücke en Dresden, o el grupo Blaue Reiter en Munich, y el dadaísmo en Zurich, comenzaron a romper con el arte clásico, naturalista e incluso impresionista. A pesar de su pluralidad, estos movimientos coincidían en una cosa: la experiencia de decadencia de su realidad. La vida de la preguerra y de entreguerras era evidentemente cruda, un entorno derruido aparecía como el marco de aquellos valores antes concebidos como únicos. En este momento los artistas decidieron defender un arte más personal e intuitivo, en el que pudieran expresar sus deseos, sus miedos, su dolor.

Fue entonces cuando los artistas -en un primer momento los artistas plásticos-, despojados de una identidad clara y de tecnicismos artísticos o académicos, comenzaron a buscar, a través de trazos recios y angulosos, sin apegarse a las formas anatómicas o representativas de la realidad, dar una mirada a la parte más abstracta o más oscura de la vida. Así, podemos ver, por ejemplo, los grabados de Die Brücke, en los cuales -tal como escribiría Herzog- las imágenes podían transmitir la acción del labrar mismo, “de esa experiencia sensual y táctil de labrar el bloque de madera con cuchillo y gubia, de excavar violentamente su superficie, de hacer muecas o hacer saltar astillas, de formarla plásticamente y otorgarle cualidades escultóricas” (Herzog, 1995: 16). De tal forma que, con efectos duros y ásperos, con trazos crudos o incluso amorfos, lograron dar una imagen rica en contrastes que intentaba dirigir la mirada más a la interpretación propia de los artistas. En esta, la deformidad, el desbordamiento de los contornos y los límites de las figuras fueron ocupando el espacio expresivo.6 Comenzó entonces una tendencia a la síntesis, en donde las formas eran liberadas de lo accesorio para expresar fuertemente lo necesario. Poco a poco las leyes anatómicas empezaron a perder obligatoriedad, mientras se exploraban cada vez más los trazos de franjas y superficies. Con ello, los aspectos de la individualidad empezaron a ser irrelevantes y la tendencia a la representación perdió fuerza.

Con el expresionismo, el propio trayecto de la expresión comenzó a cobrar una relevancia sin precedentes; sumergirse en lo impredecible de la propia acción los llevó a adentrarse en un cuestionamiento constante acerca del sentido del arte y de la vida misma y, con ello, de su propia identidad: ¿quiénes somos?, ¿quiénes son los otros? Estos interrogantes se abrieron poco a poco hacia la pregunta por lo irrepresentable, por aquello que por su diferencia misma no gozaba ya de un significado claro dentro del mundo común, un mundo que, sin duda, perdía su sentido a pasos agigantados mientras la guerra se aproximaba.

Fue entonces cuando el foco de atención lo tomó la propia experiencia, precisamente desde una inmersión en sus propias heridas, y en una exploración de esa parte oscura que también configuraba su existencia. Así, el arte abrió sus puertas a una expresión transgresora y más intuitiva, en la que el inconsciente, lo acallado, aquello oscuro e incluso prohibido, tomaba nuevos lugares en la vida social. De pronto aparecieron preguntas como: ¿qué es el arte?, ¿para qué crear?, ¿de dónde viene el impulso creativo?, que permitieron comenzar a explorar los límites entre el arte y la vida misma, y a experimentar constantemente la transgresión entre uno y otro. El arte-acción surgió, entonces, con una fuerza inusitada y la idea de las formas estéticas más cercanas a la belleza o a la perfección perdió sentido. Fue dentro de este contexto que comenzó una transformación radical en la danza.

Podríamos decir que Mary Wigman fue quien introdujo el expresionismo en la danza. Su creación tuvo la influencia, por un lado, de los nuevos estudios del movimiento de Dalcroze y del trabajo de Rudolf von Laban. Y, por otro, del contacto que tuvo con el grupo expresionista de Die Brücke y con el grupo dadaísta de Zurich.7 Con su danza buscó expresar sensaciones y emociones, principalmente de dolor, de lo trágico y lo grotesco, que mostraban los temores surgidos por la gran guerra. Pero igualmente bailó sobre algunos textos extraídos del Zaratustra, como lo habría hecho anteriormente Isadora Duncan, y sobre temas inspirados por Oriente o por las leyendas de la Edad Media. Wigman otorgaba especial importancia a la gestualidad y tuvo influencia de la dramatización japonesa, principalmente del teatro Nō, del que tomó el uso de máscaras como parte del trabajo expresivo en sus danzas.

Su movimiento se caracterizó por los contrastes violentos entre la tensión y la relajación: iba del silencio al estruendo, de la detención a las sacudidas, de la extensión completa de su cuerpo a una contención absoluta con los brazos y las piernas encogidas hacia el pecho, de la ternura al estallido de violencia.8 Mary Wigman podía igualmente entregarse a los límites de la vivencia del ritmo a partir de un movimiento totalmente repetitivo que se acercaba a la experiencia del rito y que podía llevarla a fuertes estados afectivos. Lo importante no era ya la idea de belleza o de perfección que perseguía la danza clásica, sino la expresión franca de una realidad interna que reflejaba el entorno que le acompañaba. Como señalaría Paloma Ramírez, el genio de su danza reside en la expresión “de una oscuridad feroz, terrible, solitaria y profundamente trágica” (Ramírez Mireles, 1997: 37), su tema era la experiencia humana sobrecogida por el miedo, rodeada de elementos que amenazan su sobrevivencia (Ramírez Mireles, 1997: 37). Este sentir mostraba una imagen de la realidad que le rodeaba: la guerra, la sensación de la muerte, la violencia. Mary Wigman logró hacer de la experiencia dancística una manifestación estética que transgredía todos los parámetros de la danza convencional, se afirmó en lo desmesurado de la expresión y conquistó por primera vez el lado olvidado en la danza inherente a la existencia humana: lo terrible, el dolor, lo patético, la penumbra y las impurezas del cuerpo. En sus danzas, como en todas las danzas que le seguirían -la danza moderna y la danza-teatro-, el cuerpo se mostraba con sus agitaciones, con el esfuerzo y el cansancio que implicaba la acción del movimiento; este se revelaba en la pesadez de la respiración, en sus gestos agotados y sumergidos en su propia afección que rehuía las sonrisas impostadas.

Precisamente, fue esta forma de danzar la que permeó las posteriores expresiones dancísticas y confluiría en la generación de la posguerra con la danza moderna en Estados Unidos y los movimientos neoexpresionistas en Europa, principalmente en Alemania con la danza-teatro de Pina Bausch. Además, tuvo un vínculo con la danza butoh de Tatsumi Hijikata y Kazuo Ohno en Japón.9 A continuación hablaremos un poco de estos dos últimos.

La danza de Hijikata y Kazuo Ohno

Hijikata y Ohno concibieron vínculos creativos entre la tradición japonesa del arte escénico -el teatro Kabuki, el teatro Nō y la danza tradicional (buyo)- y el arte de la vanguardia occidental de posguerra -como el dadaísmo, el surrealismo y, especialmente, el expresionismo alemán-.10 En un primer momento, fue Tatsumi Hijikata quien, durante las décadas de los cincuenta y sesenta, comenzó a explorar con imágenes hirientes o transgresoras a través del movimiento convulsivo de su cuerpo, buscando construir una nueva estética del movimiento. Y lo hizo precisamente en el contexto de posguerra en Japón, en un momento en el que, tras su derrota y durante la posterior ocupación estadounidense, los valores que hasta ese momento regían en su cultura se vieron sumergidos en una crisis.

Fue en esta época en la que emergió en la cultura japonesa un fuerte impulso por reconstruir nuevos valores a través de una necesidad dividida: por un lado, estaba el deseo de progreso y tecnificación de la vida que mostraba Occidente y, por otro, paradójicamente, la resistencia ante dicha influencia, respecto a la cual intentaron retomar las raíces de su propia cultura. En este contexto de incesantes contrastes y transformaciones surgió la semilla de un movimiento contracultural que encontró un campo fértil en la expresión artística de Japón. En este, el influjo del arte de posguerra occidental aunado a la necesidad de transgredir los valores tradicionales que regían el buen comportamiento de su propia cultura, constituyeron el motor de sus nuevas creaciones. Los happenings y el teatro de situación comenzaron a tomar auge: actores, músicos y poetas salieron a las calles para irrumpir los espacios y los tiempos de la cotidianidad con acciones que mostraron la inversión de los antiguos valores estéticos y sociales. Con sus creaciones expresaron todo aquello que no era bien visto, como lo irracional o lo grotesco de la experiencia humana.11

En este contexto, fue la propia historia de vida de Tatsumi, rodeada por la precariedad del campo y las condiciones críticas de la guerra, lo que permeó la creación de su obra. Hijikata nació en 1929 en la región de Tohoku en Japón, en una zona rural sumamente pobre, que el propio bailarín describía como la colonia que desde tiempos antiguos hasta su época exportaba soldados, caballos y mujeres a Japón central (Kurihara, 2000: 21). Él era el décimo de once hijos; sus padres eran campesinos de los plantíos de arroz que, además de vivir las dificultades de la extrema pobreza recrudecida por los intensos inviernos que caracterizaban la región, se enfrentaron a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, en la cual perdieron de diferentes formas a varios de sus hijos. Dentro de este contexto, precisamente a la edad de veintitrés años, Hijikata decidió dejar su paisaje natal para probar suerte en la ciudad de Tokio; no obstante, esta gran urbe lo recibió con un fuerte oleaje de discriminación y desprecio. Tatsumi fue segregado como “campesino migrante” por una cultura urbana extremamente cerrada que lo confrontó afectiva e ideológicamente.

Fue precisamente esta etapa la que marcó su postura estética y política, Hijikata fue encontrando refugio en las zonas marginales de la gran urbe y regresando a una reivindicación de sus orígenes. Y en estos espacios, principalmente motivado por sus inquietudes creativas respecto a la danza y a la literatura, empezó a vincularse con diversas figuras artísticas e intelectuales de la época.12

Tatsumi, entonces, desarrolló una pasión por la naturaleza cruda, hermosa y cruel de lo que representaban sus raíces: del trabajo duro del campo que lastimaba los cuerpos, de la tierra y el lodo, de los árboles y las hojas secas, incluso del dolor sentido ante la pobreza. Dicha experiencia se volvió determinante en su danza,13 y esta forma de concebir sus orígenes fue también, y de manera radical, una crítica a la realidad contemporánea que vivía.

Desde su propuesta, había que romper con el sentido normado que atravesaba el cuerpo y que pertenecía a la estructura política, moral y económica del sistema capitalista. Hijikata encontró en la danza una forma de protesta o, más aún, de transgresión de aquellas instituciones hegemónicas. Y lo hizo a partir de una propuesta particular: había que apelar a la configuración y la desconfiguración de los cuerpos. Es decir, para el bailarín la importancia de la manifestación estética de la danza residía en el trabajo con el cuerpo y en el estudio de su acción como desvío, como aquello inútil o sinsentido que sin embargo hace proliferar su capacidad creativa. Tatsumi deseaba crear una nueva estética del movimiento que permitiera violentar las categorías duales dominantes instaladas en el cuerpo para así poder danzar; pero no la unicidad del sentido, ni la conciencia unívoca de un individuo, ni la categoría de lo humano separado de la vida animal, o la dualidad de género, o de la belleza y la fealdad. Mucho menos la binaridad de la vida y la muerte. Pues ¿de qué forma se podía expresar y crear bajo las contradicciones y la crueldad que mostraba la realidad de la modernidad, si no era rompiendo sus propias categorías?

Precisamente en el momento en el que Hijikata y Kazuo Ohno danzaban, esa realidad no podía ser sino la más abrupta, aquella en la que la destrucción y la devastación mostraban los confines de la propia existencia. Ohno e Hijikata vivieron la Segunda Guerra Mundial de distintas formas: Ohno como soldado14 e Hijikata, como mencionamos anteriormente, habitando una de las zonas rurales más pobres de Japón, siendo todavía un niño. Esta experiencia les hizo revalorar el significado de la vida y la muerte, y les impulsó a crear nuevos sentidos de ellas a través de la propia danza. Algunas de sus obras se basaron en esta vivencia de devastación, como el cortometraje que Tatsumi realizó en 1960: Navel and the atomic bomb, en donde Hijikata tomó el papel de demonio emergiendo del mar para hundir la nave de un niño, recordando las bombas atómicas. Ohno, por su parte, reflejó su experiencia en lo que escribía y en la propia expresión de su danza, en la que una mueca de dolor, una mirada aterrorizada o unas manos retorcidas, petrificadas, podían emerger de sus memorias de la guerra. En uno de sus escritos Ohno recuerda:

Una imagen que percibí en estado de ensueño inmediatamente después de comenzada la guerra, una imagen que jamás podré olvidar: partículas de cielo que llovían incesantemente sobre mí, partículas de rocas gigantes, de estrellas. Supe que era inútil correr, no supe si estaba de pie o en cuclillas. Esa roca gigante golpeó la tierra, golpeaba incesantemente, golpeaba el mismo Cosmos, al mismo Universo, me golpeaba a mí (Collini Sartor, 1995: 73).

Vivir en ese momento en el que el universo entero cae, entrando en ese territorio de lo recóndito e impronunciable que es la muerte, muerte de todo lo conocido anteriormente, incluso de un posible porvenir imaginable, nos empuja a preguntar: ¿Cómo enfrentar esa experiencia?, ¿cómo creer en los antiguos valores cuando ninguno de ellos pudo sostener el valor de la vida, cuando la guerra mostró ya lo efímero e insignificante de la existencia? En ese momento lo que quedaba era crear, danzar. Por ello, Kazuo Ohno dice al recordar la guerra: “Por lo que viví en la guerra yo danzo” (Ohno y Ohno, 2004: 119).

Con la danza, Ohno y Tatsumi quisieron dar sentido o expresar el sinsentido de aquel lugar ininteligible que el mundo habitual no podía alcanzar, quisieron comprender desde las sombras de las figuras normadas, desde la noche, desde la propia muerte de la cotidianidad. Y a partir de esto, dar otro sentido a la vida desde aquel lugar en ruinas, y construir a partir de ellas. En el butoh, dicen sus creadores, cada instante es un renacimiento, pero para renacer hay que abrirse al territorio de lo escondido y de lo desconocido que es la muerte, es decir, tocar el origen que incansablemente produce vida. Así, en cada movimiento, poder danzar el dolor y transformarlo, la ansiedad y transformarla, el placer y transformarlo; ¿en qué?, nunca se sabe. Y en esta metamorfosis incansable, poder danzar lo insospechado, danzar la muerte y no soltar el valor de la vida. Ellos exclaman: “Quien realmente entiende la luz, debe sumergirse en la oscuridad: el cuerpo debe de nuevo entrar en el útero […] estamos luchando por luz, nosotros demandamos un nacimiento con cada respiración” (Hoffman, 1987: 129); ya que, en cada inhalación y exhalación, la vida y la muerte se expresan jugando dentro de nosotros, inextricablemente unidas, en un juego en el que la vida deleita a la vida, en su dolor, en su alegría y en su agonía. En la danza -dirá Hijikata- “el cuerpo se tiene que mover con la vida, no solo se debe mostrar la faceta bella, sino también la energía de muerte, del sexo, de la experiencia consumida por la tristeza o la felicidad” (Viala y Masson-Sekine, 1988: 123). Y esto implicaba danzar su parte sombría, lo que él llamó ankoku, ese lugar fértil del que emerge la vida y en donde ella misma termina: la vida naciendo y muriendo, impulsando y deteniendo cada movimiento del que danza. Ankoku, explica una de las alumnas de Hijikata, Natzue Nakajima, es aquello sin forma, aquello que no se puede expresar en palabras, lo inexplicable, lo destruido o desaparecido, algo que no se puede ver, lo que Hijikata también solía llamar yami: “(sombría oscuridad) la sensación de algo lleno de contradicción e irracionalidad, algo como el ‘caos del eterno principio’” (Nakajima, 1997: 5). Contactar con aquello escondido, caótico que nos constituye, sentir su voz en el cuerpo, sin una identidad bien definida sería, entonces, danzar el butoh. El cuerpo en él se muestra tal y como es, dice Hijikata, fundamentalmente caótico. Por ello, Tatsumi señalaba que “a través de la danza nosotros debíamos pintar la postura humana en crisis, exactamente como es” (Hoffman, 1987: 123).

Algunas reflexiones finales

Fue la crisis la que motivó cada movimiento de la danza. En los ejemplos antes vistos, fue ella la que empujó a romper con los paradigmas clásicos y mostró otra forma de vivir el cuerpo y de concebir la existencia misma. Podemos decir que, dentro de las agudas contradicciones vividas en su entorno social, político y cultural, la experiencia creativa de la danza surgió, en ambos casos, como crítica a su contexto habitual de vida. Como una revuelta hacia lo anteriormente conocido, en donde la expresión del cuerpo podía exceder las categorías éticas, estéticas y políticas. Esto permitió que, desde los rasgos gruesos y deformados de los grabados de Die Brücke, hasta las primeras manifestaciones del expresionismo en danza, y posteriormente en el butoh, se comenzaran a exceder las formas anatómicas y a transgredir la idea naturalizada de la belleza, así como del devenir normado de los cuerpos, para entonces crear imágenes abruptas, incluso obscenas por su brutalidad -imágenes polimórficas-, que permitieron mostrar la viva experiencia de su realidad en ruinas.

Danzar, así, transgrediendo el contexto habitual de vida, mostró en ambos ejemplos, que no había por qué ocultar los aspectos más sórdidos de la existencia, incluso, aquellas zonas que perturban y quiebran una parte íntima del sujeto y del ser social que le mira, porque esta es una forma crítica de afirmar la vida como potencia de movimiento y de transformación. Su danza permitió, entonces, expresar y crear dentro de las grietas y las fracturas del mundo conocido, danzar la crisis y, con ella, dotar de otro sentido a lo vivido.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 Es importante señalar que en este artículo nos referimos al sentido (retomando la propuesta de Gilles Deleuze) como categoría de análisis estético que no necesariamente corresponde a los significados del lenguaje ni a su estructuración lógica, por ende, el sentido no puede ser objeto de representación. Así, abordaremos el sentido precisamente como la expresión que desborda las estructuras del lenguaje y sus representaciones. Desde esta perspectiva, en el sentido se encontrará la dimensión experiencial del cuerpo, en donde lo paradójico, aquello incluso innombrable puede expresarse. Y, respecto a este, el sinsentido aparecerá simplemente como la expresión de la proliferación múltiple y paradójica del sentido, es decir, es inherente a este último. Para ahondar más en este tema, véase Deleuze (2011: 45-57).
2 Entendiendo el cuerpo como un conjunto de prácticas dentro de una duración temporal sostenida culturalmente.
3 Fragmento de la coreografía: Black and white dancer, de Pina Bausch. [En línea:] https://www. youtube.com/watch?v=iz89-jsxBYY.
4 Sobre el tema de la ligereza y el peso del cuerpo, véase Bardet (2012). Por otro lado, Jean-Luc Nancy ha trabajado el tema del peso, no solo en la danza, sino en la construcción del sentido a partir del cuerpo (véanse Nancy, 2003; 2010; 2015).
5 Referente a esto resulta interesante acercarse a la reflexión que realiza Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, donde analiza las repercusiones de la constitución de los Estados nación y de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre a finales del siglo xviii, respecto al Holocausto de la segunda guerra mundial (Arendt, 1998).
6 A partir del movimiento de Die Brücke dirá el mismo autor: “El grado de ‘deformación’ de elementos aislados de un paisaje, de un rostro o de un cuerpo quedaba totalmente a juicio del artista que no tomaba las escalas dadas objetivamente, sino que las ordenaba de nuevo y sopesaba conforme al significado dado por él a cada parte aislada” (Herzog, 1995: 16).
7 Es importante señalar que en este apartado únicamente abordaremos una parte de la propuesta de Wigman, particularmente relacionada con la experiencia de crisis durante la guerra. Como sabemos, su vida y obra tiene ya un vasto estudio en el que, por fines analíticos y de extensión, sería imposible ahondar en este artículo. No obstante, nos parece necesario retomar su propuesta debido a que, sin duda, fungió como un parteaguas que definió la posterior ola creativa de la danza de posguerra, que ha tenido repercusiones hasta nuestros días.
8 Daniel Saldaña Paris señala que Wigman, tras una crisis sufrida después de la Primera Guerra Mundial, al recibir a su hermano mutilado en los campos de la guerra, entró por una temporada a un sanatorio psiquiátrico, en el que encontró otras expresiones de la vida que posteriormente influenciarían su danza, como los raptos místicos y la posesión histérica de otras internas. Sobre
9 Es importante señalar que el butoh tiene, en sus orígenes, raíces complejas que no pueden reducirse únicamente a sus vínculos con el arte de vanguardia y el expresionismo de Occidente; no obstante, advertir el lazo que tuvo con los movimientos estéticos de Occidente, tanto en artes escénicas, como con algunos movimientos literarios anteriores, particularmente de los poetas malditos, incluso, con algunas propuestas filosóficas, específicamente de Nietzsche, George Bataille o Marx, en las cuales se inspiró Hijikata, nos permite comprender otro sentido de la propuesta estética inicial de esta danza.
10 Ohno e Hijikata se formaron en diversos tipos de danza que en ese momento habían arribado a Japón desde Occidente (por ejemplo, el jazz, específicamente para Hijikata); sin embargo, fue la danza moderna que arribó en el periodo de entreguerras —principalmente con la influencia de la escuela de Mary Wigman y Der NeueTanz— la que tuvo mayor influencia en ellos. Un poco antes de la guerra y después de ella tuvieron contacto con esta nueva danza a través de profesores particulares como Takaya Euguchi, quien fue a Alemania a aprenderla con Mary Wigman para posteriormente regresar a enseñarla a Japón. Kazuo Ohno fue alumno de Euguchi tiempo antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando esta terminó, continuó su formación nuevamente con él. En esta época Hijikata también intentó ser su alumno, pero Takaya seguía trabajando cercanamente con Kazuo Ohno, por ello no pudo ser su maestro directo.
11 11 Tanto el butoh, como el teatro de inicios de los años sesenta en Japón, fueron influenciados, entre otras cosas, por la estética gráfica del artista Tanadori Yoko, quien diseñó diversos sets para ellos. Este propuso la estética del mal gusto, enfatizando en lo feo y lo irracional del arte (véase Viala y Masson-Sekine, 1988).
12 12 Se introdujo en la lectura de escritores franceses como Sade, Lautremont, Rimbaud, Antonin Artaud y Jean Genet, e igualmente, de algunos filósofos como Nietzsche o Georges Bataille, a los cuales leyó vorazmente, lo que le permitió explorar su propia sensación de marginalidad. Por otro lado, Yukio Mishima, novelista, ensayista y dramaturgo, fue uno de los artistas japoneses más próximo a Hijikata: él trabajó de cerca con el bailarín en la configuración ideológica y estética de sus primeras obras.
13 13 Él decía: “En la adolescencia la tierra oscura de Japón fue mi maestra en diversas formas de caer. Debo llevar al teatro ese sentido del andar” (Hijikata, 2000: 7). Sobre él también se afirmó: “la estación de primavera en Tohoku con su abundancia de lodo le motivó a danzar” (Kurihara, 2000: 24).
14 Kazuo Ohno fue teniente en la segunda guerra, peleó en Nueva Guinea y en ese mismo lugar fue tomado prisionero después de la rendición de las tropas japonesas al final de la guerra. Él relata cómo, de ocho mil soldados que habían ido a Nueva Guinea, seis mil perdieron la vida. A menudo fallecían por inanición o morían perdidos en aquel territorio desconocido. Recordaba cómo en el traslado en barco de Nueva Guinea a África, durante el trayecto iban tirando los cuerpos al mar, uno tras otro. Él decía: el mar era un cementerio.
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