Reseña
Reseña del libro Indios de papel. Aproximaciones a la novela de tema indígena en Antioquia, de Juan Carlos Orrego Arismendi
Reseña del libro Indios de papel. Aproximaciones a la novela de tema indígena en Antioquia, de Juan Carlos Orrego Arismendi
Boletín de Antropología, vol. 36, núm. 62, pp. 165-171, 2021
Universidad de Antioquia
Orrego-Arismendi Juan Carlos. Indios de papel. Aproximaciones a la novela de tema indígena en Antioquia. 2020. Fondo Editorial FCSH, Universidad de Antioquia |
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Recepción: 24 Diciembre 2020
Aprobación: 07 Febrero 2021
Colombia -y no es el único país latinoamericano- sigue deleitándose de haberse definido como pluriétnica y multicultural en su reciente cambio de constitución. En realidad poco se ha hecho para un real avance de la conciencia social, pues el indio sigue estigmatizado como un uno diferente, un otro que finalmente se intuye distinto e invisible. Con la honrosa excepción de José Eustasio Rivera, nuestro país no ha conocido una obra indigenista de envergadura internacional. Ello puede deberse no solo a la escasa visibilidad del indígena, sino también al pequeño porcentaje que este representa entre la población colombiana: 4,4%, según el último censo de 2015. El novedoso libro del antropólogo paisa Juan Carlos Orrego Arismendi, es una significativa contribución a los estudios literarios que abordan la ficcionalización del indígena en la novela. Su autor lo califica como “un ensayo de divulgación antes que un informe técnico o un documento para especialistas” (pág. 9). Si bien él ha estudiado con profundidad en textos y artículos académicos esta presencia del indígena en la novela, su labor nunca ha dejado de lado la importante tarea de una difusión al alcance de los no especialistas, como lo ha demostrado con su excelente libro, Antropólogo de poltrona (2018), resultado de un blog que no cesa de crecer, invitando a la meditación. La bella textura de su escritura se destaca en su diario Viaje al Perú (2010), y se hace patente en sus libros de relatos, Cuentos que he querido escribir (1999) y La isla del Gallo (2013).
Este ensayo se divide en cinco partes. La primera hace un estado de la cuestión del análisis teórico sobre esta categoría particular de novela. Imposible olvidar los canónicos textos de la puertorriqueña Concha Meléndez, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (1934), completado por Aída Cometta de Manzoni (1940); del peruano Antonio Cornejo Polar, Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980), y del cubano Julio Rodríguez-Luis, Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista (1980). Y las tesis inéditas de Ernesto Porras Collantes (1968), Jean Keller (1971) y Ernesto Mächler Tobar (1998). Todos estos trabajos son aproximaciones por parte de analistas literarios; la nueva luz que ofrece un lector antropólogo permite otros sesgos y ángulos de visión. Orrego recuerda el proceso evolutivo que parte de una literatura denominada indianista, pasa por la indigenista, continúa en la neoindigenista, para terminar en la bifurcación actual entre nueva novela histórica y testimonios indígenas. La progresión podría leerse según el incremento de la participación del indígena ficcional, que culmina cuando este recupera y se convierte en artífice de la voz enunciativa, como lo hace tempranamente el wayúu Antonio Joaquín López con su novela Los dolores de una raza (1956). Sin embargo, el desarrollo literario no ha terminado: “habrá novela indigenista mientras no haya una integración plena de los estratos socioculturales que se enfrentan al interior de los países en que se escriben las novelas”, afirma Orrego (pág. 30). Es evidente que confrontamos el problema de las etiquetas, asfixiantes como un corsé, en especial desde el punto de vista de la crítica; no obstante, más importante que la etiqueta es la coherencia literaria del texto, primigenia, verosímil y suficiente en sí.
Por cierto, recuérdese que la reciente calificación de “etnopoesía” no solo limita, sino que le niega de paso el íntegro acceso a la literatura universal en calidad de par. Orrego propone un rompimiento al discutir la validez de las clasificaciones, a pesar de su uso práctico.
Indios de papel, su bello título, parece hacer referencia no exclusivamente a la presencia de estos en los libros impresos, sino a la insistencia con que sus autores, blancos o mestizos, los conminan a actuar en un papel poco verosímil, con desconocimiento de su realidad social y existencial, como los niños que hacen monstruos de papel y pegante para trascender su miedo. El indígena personaje “no puede ser asumido como el reflejo equivalente de ninguna entidad étnica” (pág. 18). Esta casi inexistencia no deja de ser maniquea, contraponiendo el ser indio al no ser indio, cuando debe leerse un enfrentamiento entre el colonizado y el colonizador. Indio genérico que abarca entonces una avasalladora diversidad de etnias, culturas, lenguas y religiones. Al imponerse una delimitación político-administrativa, Orrego opta por Antioquia (Colombia), de donde es oriundo. Propone centrar su análisis en las siguientes novelas de tema indígena, NTI, una expresión neutral que obvia las etiquetas: Lejos del nido (1924) de Juan José Botero (1840-1926), Toá. Narraciones de caucherías (1933) de César Uribe Piedrahita (1896-1951) y Andágueda (1946) de Jesús Botero Restrepo (1921-2008): “Esas tres novelas conforman un grupo ‘natural’” (pág. 36), pues en ellas un protagonista blanco se radica en medio de una comunidad india, y permiten una lectura del choque cultural que conlleva dicha experiencia. De paso constituyen una ventana abierta para observar la construcción de la “antioqueñidad”, lo que explica, a su vez, la defensa acérrima que ciertas novelas menores recibirán de la crítica local. Cada una de ellas está acompañada de una concisa biografía del autor, un resumen del argumento, las características del indio como personaje, el tipo social construido, una revisión de la crítica y un balance final. Su aporte más valioso es quizá este recuento y balance de la recepción de las novelas, que permite intuir, entonces la evolución del pensamiento social.
La segunda parte, una introducción a la NTI propiamente antioqueña, considera en varias etapas una veintena de novelas escritas entre 1896 y 2014, exceptuando las tres del corpus principal. La primera colada se inicia con El Dorado (1896) de Eduardo Posada Muñoz, y corresponde a aquellas novelas donde, si bien existe un fiel apego a la historia, el indígena es caracterizado como un bárbaro, solo redimible gracias a la evangelización. La obra conquistadora es presentada de forma laudatoria, y se hace reiterativa “la anagnórisis argumental que descubre a la protagonista, tenida por india, como la hija ignota de un blanco” (pág. 38). Todas estas características son típicas de las novelas de molde romántico. Se observa una oposición radical indio/ blanco: “estos son bellos, bien puestos, prósperos, cultos, de trato suave, buenos católicos y generosos, los indios son feos y sucios, miserables, […] ignorantes, toscos, supersticiosos y desalmados” (pág. 44). En ambos casos, todo ello constituye parte de la herencia biológica. Recuérdese que un discurso similar de defensa de la raza blanca es empleado por varios intelectuales como José María Samper (1828-1888), por solo citar uno. Su Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (1861) lo hace patente: la civilización se halla en la capital fría e incontaminada, relegando la barbarie a las zonas húmedas y templadas donde viven indios y negros. El mestizaje conservará las “taras” y sus malas inclinaciones, y puede ser excluido de la nación en estructuración. Con facilidad se concibe al indígena como un ser postrado y melancólico (Cf. Armando Solano). No es extraño, entonces, que siga siendo recurrente el tópico de la indígena bella y sensual, pero con desconocimiento de la pasión erótica, como si no hubiera transcurrido el tiempo desde el siglo xvi, cuando Buffon anotó en su Histoire naturelle que el salvaje poseía genitales pequeños y no mostraba ningún ardor por la hembra.
Viene la serie correspondiente a la modernización, en los albores del siglo xx. El extractivismo de las riquezas naturales (petróleo, oro, sal, caucho, maderas, quina), por lo general en zonas indias, conlleva el desplazamiento forzado de estas poblaciones, consideradas como postradas y pusilánimes, propias de una raza vencida. Durante la segunda mitad del siglo, el planteamiento extractivo cede paso a obras menos densas, sociológicamente hablando, donde el indio genérico es amoral y antiheroico, una tercera colada. Las novelas escritas en este periodo son generalmente resultado de una experiencia personal del autor, y algunas excepciones revelan un conocimiento más profundo de la realidad antropológica. Se ficcionaliza un indígena étnicamente precisado, como en El camino del caimán (1996) de Javier Echeverry Restrepo. Más recientemente y por la celebración del v Centenario, una plétora de novelas cae en la modalidad denominada nueva novela histórica. Incorporan el mito en la ficcionalización, introducen la parodia y lo lúdico, así como la anacronía deliberada, léase “la reivindicación de la invención literaria como única manera de dar cuenta del pasado” (pág. 65). Piénsese en Los abuelos de cara blanca (1991) de Manuel Mejía Vallejo, o en El valle de los perros mudos (2000) de Juan Gil Blas. La visión del indígena, más sólido como personaje, se hace objetiva y compleja, lo que refleja una conciencia antropológica moderna con mayor dominio conceptual. Muy caribe está (1999) de Mario Escobar Velázquez es un ejemplo justo. No obstante, continúa siendo reiterativa “la oposición estructural entre el indio opulento del pasado y el indio en situación de precariedad del presente” (pág. 83). Léase, el mejor indio ficcional es el indio muerto, para parafrasear la consabida consigna.
El rapto de Filomena, niña blanca de familia acomodada, por los indios Mateo Blandón y Romana Grisales, constituye el argumento de Lejos del nido de Juan José Botero. Los indios, presentados como genéricos y sin pertenencia a una etnia definida, la obligan a trabajar para ellos como criada doméstica y posteriormente la venden a un circo. La trama conoce un feliz desenlace, in articulo mortis. El maniqueísmo es primario: indígenas infernales frente a una Filomena angelical, lo cual corresponde ciertamente a la justificación de las posiciones sociales de la segunda mitad del siglo xix, razas indias irrecuperables y blancos arquetipo de la civilización heredada de Europa. Las “taras de la raza” que portan negros e indígenas no pueden ser integradas en el crisol de la antioqueñidad incontaminada, que los condena a permanecer en posición subalterna. La fatalidad del indio “lo condena al repudio y la proscripción” (pág. 108), inapto para integrar el proyecto de nación. Orrego indica que esta novela no cuestiona “el mecanismo de fatalidad natural que está en la base de esa herencia” (pág. 110). Con pocas excepciones, la recepción crítica posterior ha sido bastante laudatoria con la novela. Algunos autores discuten sobre el uso del castellano por parte de los protagonistas, pero acaso olvidan que calificar el “correcto” uso del idioma es una encarnación de la opresión que emplea el poder dominante.
En Toá, la región amazónica, agredida por el auge cauchero y la omnipresencia de la Casa Arana, conforma el marco en el que se inserta al indígena. El idilio de un médico blanco y la india Toá se ve frustrado por la muerte de esta y del hijo que espera. El término indios corresponde aquí exclusivamente a los grupos sionas, huitotos y carijonas, diezmados durante el boom cauchero. Son “hombres fornidos, aptos para el trabajo y en grado sumo alegres” (pág. 115). Ornamentaciones, alimentos y bebidas, elementos de la cultura material y consumo de yagé son descritos cuidadosamente, tal un manual etnográfico. No obstante, los indios personajes tienen mejor valoración de acuerdo a su cercanía con el blanco. Por cierto, algo similar se observa en el pensamiento social de la época: entre más resistencia oponen a la integración, al avance del progreso o a la evangelización, más salvajes son considerados. Orrego sostiene que la defensa de los indígenas y de la nacionalidad colombiana por parte del cauchero blanco, en oposición a la actitud abyecta, codiciosa y criminal del peruano, no representa una visión maniquea, pues “todos los colonos que están en la selva -sin importar su procedencia o nacionalidad- se reconocen como violentos y parcialmente empujan a los indios a secundarlos” (pág. 129). Se presenta una oposición entre nosotros y ellos, entre blancos e indios, el paisaje domesticado y la naturaleza indómita. Si el indio es intrínsecamente naturaleza y se expresa como las bestias, el blanco encarna la cultura y, para recordar las lecciones de Hegel, el primero es histórico, el segundo ahistórico. El uno posee una cultura escrita, el otro una oral. Ello se emparenta con la propuesta de Claude Lévi-Strauss, entre nature y culture, entre lo crudo y lo cocido. La novela y las ediciones sucesivas reflejan una valoración admirada de la novela de Uribe Piedrahita.
La región del Chocó y sus mineros, circunscribe la novela Andágueda. Un paisa emprendedor, Honorio, se enamora de la indígena Clara Rosa Querégama. Presionado por los forasteros blancos debe refugiarse en el Alto Andágueda, donde nace su hijo Manuel. Honorio se convierte en explotador con la pretensión de acumular una riqueza que “legar a su hijo y compensarlo así por la condición étnica en que lo ha traído al mundo” (pág. 155), lo que lo lleva a asesinar al nuevo concurrente por el control de la explotación. Abandona su familia y su rastro se pierde en la selva. Años después, Manuel decide radicarse en la ciudad, como si el mestizaje empujara a migrar hacia la urbe. Es evidente el interés por la veracidad etnográfica, secundada por descripciones de ritos, costumbres y lingüística, aunque nunca se mencione a los emberá como etnia ficcionalizada. Aquí el indio pertenece a la tierra: su entierro constituye una siembra que cierra y reinicia el ciclo de la vida. Se le concibe como vestigio de una especie en vía de extinción, víctima de la expoliación por el colono aventurero, esquema que, no obstante, se reproduce al interior mismo de la etnia. Sin maniqueísmo, el indio es presentado como un ente profundamente fatalista: en síntesis, es naturaleza y como ella explotable. Los afrocolombianos se integran como tercer elemento con el que estructurar relaciones sociales definidas que fundamentan una sociedad heterogénea. Orrego considera que a los ojos de Botero, este mestizaje no es otra cosa que una propuesta de ablancamiento sucesivo de la raza india: el choque con la civilización es mortal. Es una novela poco estudiada y, por lo general, se elude su carácter de NTI al privilegiar la ficcionalización de la colonización paisa de la selva chocoana: el colono blanco se impone sobre el indio.
¿Y la Antioquia moderna? En su literatura desaparece la homogeneidad ficcional del indio y permanece “la conciencia de una diferencia metafísica inconciliable” (pág. 152), a la par que crece la posibilidad de las lecturas polisémicas. Está geográficamente ausente en una NTI que “propone, sobre todo, encuentros con comunidades indias no inmediatas, relegadas en el tiempo y el espacio” (pág. 193). Ello es evidente consecuencia del interés primordial por hacer el elogio de una colonización épica, donde el indio, más que un ser civilizado, representa un freno al progreso, una alteridad invisible. Orrego, evocando la clasificación propuesta por Julio Rodríguez-Luis, considera como único ejemplo de testimonio indígena antioqueño el de José Joaquín Domicó, Juan José Hoyos y Sandra Turbay, Janyama. Un aprendiz de jaibaná (2002), lo que no es exacto. Piénsese, entre otros, en el libro de Elena Rey, editora de Antigua era más duro: hablan las mujeres indígenas de Antioquia (2009).
El corpus escogido permite constatar que, pese a los agrupamientos temáticos, la evolución de la NTI antioqueña no solo sigue los pasos evolutivos de su género, sino que incrementa, por lo general, la importancia de una representación de relativismo cultural gracias al empleo de las modernas técnicas narrativas de fragmentación y discontinuidad, y a servirse del mito y otras formas discursivas. Pero todo ello “deriva en un férreo escepticismo frente a la posibilidad de representar la alteridad” (pág. 189), sostiene Juan Carlos Orrego. En las tres novelas principales, el protagonista blanco se incorpora al mundo indígena, adquiriendo, entonces, una mirada casi etnográfica. Recordemos que para plasmar y transmitir este tipo de observación es vital “desacostumbrarse a asumir como natural lo que es cultural”, para evocar a François Laplantine en La description ethnographique (1996). Es necesario descubrir ese preciso equilibrio entre “lo cercano y lo lejano, lo interior y lo exterior, la unidad y la pluraridad, lo universal y lo particular, lo concreto y lo abstracto […] la descripción y la explicación”. Quizá en esta dificultad mayor resida el que no tengamos una excelente novela indigenista en Colombia. La palabra clave la tiene ahora, más que nunca, el escritor indígena.
Referencias bibliográficas
Orrego-Arismendi, Juan Carlos (2020). Indios de papel. Aproximaciones a la novela de tema indígena en Antioquia. Fondo Editorial FCSH, Universidad de Antioquia, 205 páginas.