Dossier
Nicolás Loaiza Díaz entrevista a Diego Herrera Gómez
Nicolás Loaiza Díaz entrevista a Diego Herrera Gómez
Boletín de Antropología, vol. 38, núm. 66, pp. 142-158, 2023
Universidad de Antioquia
En celebración por los 70 años de nuestro Boletín de Antropología invitamos al antropólogo Nicolás Loaiza Díaz, director del ICANH en el periodo 2019-2022, a realizar una entrevista al profesor y antiguo editor general de la revista, Diego Herrera, quien relata el amplio recorrido de su trayectoria académica y profesional, y cuyo legado en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia y en el Boletín se encuentra muy presente.
Nicolás: Agradezco mucho que me hayan hecho esta invitación. La idea es que hagamos un recorrido por tu formación; luego hablemos un poco de la experiencia docente e investigadora; también de la relación que hay entre los diferentes cargos que has ejercido desde el punto de vista administrativo y la relación que ellos han tenido con tu desarrollo profesional; y finalicemos con una reflexión sobre cómo ese ejercicio profesional y tu experiencia tienen relevancia para la antropología actual; además, saber cuáles piensas que son los desafíos contemporáneos para las ciencias sociales y la antropología en particular.
Entonces, me gustaría que nos contaras, primero, un poco sobre tu formación: la Universidad del Cauca, este paso por allí, tus profesores, alguien que te haya marcado un poco la vida...
Diego: Esto nos remonta más de 50 años atrás, cuando yo terminé el bachillerato. En ese momento yo tenía dos grandes áreas de interés que, pensé, podrían definir mi formación en la Universidad. Por un lado, un marcado interés en el movimiento social, y eso venía mucho de familia, de mi casa: mi papá había sido una persona muy involucrada en temas políticos, él era un abogado liberal dedicado a temas de derecho laboral con los trabajadores; había una proximidad, digamos, al movimiento obrero, al movimiento social, que venía de familia, había mucha cercanía con la izquierda y con los liberales de izquierda -con María Cano, Ignacio Torres Giraldo, el profesor Antonio García, quienes también habían tenido relación con la temática indígena-, entonces tenía esa preocupación desde muy joven. Y, por otro lado, había mucho interés en temas relativos al arte; así que cuando estaba en el último grado de bachillerato me presenté a la Universidad Nacional para estudiar arquitectura, porque no había una carrera de arte en aquel entonces, y a la de Antioquia me presenté a antropología, que se había iniciado recientemente.
Pasé a ambas carreras, sin embargo, en ese momento nos llamaron de la de Antioquia -estoy hablando del año 71- a quienes habíamos sido admitidos para empezar la carrera y nos informaron que no íbamos a tener primer semestre, pues estaban en un proceso de reorganización de la carrera, y se comprometieron a reservarnos el cupo. ¿Qué pasaba?, que la carrera que se había abierto en el año 65, estaba muy incipiente, había pocos alumnos y, sobre todo, pocos profesores. Graciliano Arcila había sido el promotor y el creador de ese Departamento a partir de la cátedra de Antropología que él dictaba en el Liceo Antioqueño y del Museo, que ya había empezado a funcionar desde finales de los 60 -muy ligado a la labor de extensión de la Universidad-. Graciliano Arcila, con unos pocos discípulos, había creado el Departamento y había promovido su desarrollo, pero todavía era muy débil, tenían pocos profesores y realmente él era un poco “todero”, entonces los alumnos empezaron a reclamar porque el mismo Graciliano daba clases de Arqueología, de Antropología Física y de Etnología. Era como un bachillerato, y la gente dijo: “no, no es posible que estemos en la universidad y que haya un solo profesor prácticamente para todas las materias”, por lo que hubo un proceso de movilización estudiantil y crítica que se volcó contra Graciliano, que era el que representaba a la universidad en ese momento.
Eso hizo, entonces, que yo me matriculara en arquitectura y allí en la Universidad Nacional de Medellín, efectivamente, cursé un par de semestres; pero me seguía rondando el interés por los temas sociales, de hecho estuve muy metido en el movimiento estudiantil. Por esos días supe, por un amigo que había estado de viaje de vacaciones en el sur, que en la Universidad del Cauca en Popayán acababan de abrir la carrera de antropología y que era posible cursar el primer semestre sin haber presentado examen de admisión, tomando cursos de extensión, y que al terminar ese primer semestre se podía legalizar la condición académica y así continuar la carrera; eso hizo que yo tomara una decisión rápida y muy precipitada: me fui para Popayán.
En esa época yo estaba muy joven, 19 años, casado, yo me había casado con mi novia de aquel entonces y eso nos sirvió de coartada para quitarnos a las familias de encima. Mi novia, que fue mi esposa, estudiaba matemáticas puras en la Nacional y yo estudiaba arquitectura, y resolvimos irnos, ella a estudiar música y yo a estudiar antropología. Entonces acabé en Popayán, sin pensarlo dos veces, y me quedé allá durante toda la carrera hasta que nos graduamos.
El Departamento de Antropología en Popayán no era mucho más que el de la de Antioquia; también era un Departamento muy frágil, reciente, donde había otro profesor, que no tenía la trayectoria de Graciliano Arcila, pero que era la figura central del programa, que se llama Hernán Torres. Era un tipo que había estudiado derecho en el Cauca y que se había ido a Estados Unidos y había hecho una maestría o algo por el estilo en antropología; ese fue el profesor que me recibió a mí en Popayán y allí cursé la carrera. Con la Universidad de Antioquia, mientras tanto, yo mantenía el vínculo, porque iba a Medellín con frecuencia por mi familia; se replanteó la carrera de Antropología y abrió una convocatoria para nuevos profesores, a la cual llegaron, sobre todo, un grupo de egresados de la Universidad Nacional de Bogotá, quienes se convirtieron en el núcleo central de ese programa durante muchos años, fue el grupo con quiénes se consolidó el Departamento. Figuras como Hernán Henao, Germán Russi, Edgar Bolívar, Gustavo Santos, entre otros; este grupo de profesores, fundamentalmente de la Nacional, llegó con una formación muy ligada a la sociología, porque en la Nacional de Bogotá surgió la antropología como una suerte de énfasis de la carrera que era predominantemente sociología, en cabeza del cura Camilo Torres y del profesor Orlando Fals Borda, entre otros. Ese grupo fue el promotor de la carrera de sociología y entre ellos había un cierto conocimiento de la antropología; esos primeros egresados, prácticamente, se volvieron antropólogos con la tesis de grado que hicieron, tenían una formación con un énfasis muy sociológico, político, pues el programa de la Nacional en esa época tenía cursos muy detallados de teoría evolucionista, materialismo histórico, marxismo… un énfasis ideológico-filosófico muy marcado por ese lado.
En el Cauca sucedió una cosa parecida, pero echaron mano de recién egresados muy jóvenes de la Universidad de los Andes. Entonces, la contraparte en el Cauca del grupo de Hernán Henao, Edgar Bolívar, Gustavo Santos, Hernando Gallego y demás, fueron profesores como Edgardo Cayón, Roberto Pineda Camacho, Sergio Ramírez Lamus, Manuel José Guzmán, Luis Horacio López, Eugenia Villa, entre otros; una serie de personajes apenas unos dos o tres años mayores que nosotros, los estudiantes, recién egresados, y ellos venían de la Universidad de los Andes con una formación mucho más tradicional antropológica etnológica, discípulos de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Esos fueron nuestros profesores y la gran influencia que tuvimos quienes estudiamos antropología en la Universidad del Cauca en la década de los 70.
Con el tiempo se ha visto claramente cómo ambos grupos -los que reforzaron la de Antioquia y los que reforzaron la del Cauca- acabaron siendo figuras muy destacadas por su propio trabajo en la antropología; nos tocaron a nosotros muy recién graduados y sin mucha experiencia, pero lo que les faltaba en la experiencia les sobraba en vitalidad, en buena disposición. El Cauca, además, era muy atractivo entonces porque había un fuerte movimiento social, político, naciente a principios de los 70; se había creado el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) y, entonces, tanto una parte considerable de nosotros los alumnos, como los mismos profesores, estuvimos muy ligados a ese movimiento indígena en Popayán y en toda la región.
Prácticamente desde los barrios de las afueras de Popayán hay comunidades indígenas; está Tierradentro muy cerca, está no solo la parte arqueológica, sino toda la cosa indígena nasa o paez, y misag en Guambia, era un entorno políticamente muy activo, excepcionalmente interesante porque había una demanda social de conocimiento antropológico; también estaba el Archivo Histórico del Cauca, importantísimo para documentar los procesos que habían vivido esas comunidades indígenas, que no era el único tema pero que en aquella época era todavía el tema dominante de la antropología colombiana.
En esa época el tema campesino apenas se estaba desarrollando bajo el influjo de la escuela norteamericana, que se había volcado hacia México y Centroamérica y un poco a Suramérica, pero el tema dominante seguía siendo lo indígena. Temas urbanos, para aquella época, no eran temas de atención de la antropología, aun cuando algunos de los pioneros, como Roberto Pineda Giraldo y Virginia Gutiérrez de Pineda, sí habían empezado a incursionar en temas urbanos en barrios de Bogotá, en asuntos de vivienda, salud, etcétera.
Eso, digamos, como un primer panorama de cómo fue la carrera, de cómo llegué a Popayán; me quedé porque encontré un ambiente propicio con este grupo de estudiantes y profesores, de quienes nos hicimos muy cercanos amigos, entonces también fuera de las clases compartíamos mucho.
Popayán, en aquel entonces, era una ciudad universitaria, en el sentido en que la Universidad contaba y pesaba mucho en la ciudad, que era muy pequeña; muchos de los edificios históricos coloniales del centro de la vieja ciudad eran sedes de la Universidad, de las distintas carreras y programas. Entonces uno tenía acceso a esa vida de pequeña ciudad colonial llena de claustros muy propicios para la vida monacal; la nuestra no era tan santa, pero sí nos dedicamos a estudiar no solo las materias de la carrera, sino otros temas de actualidad. Eso era algo que yo ya había conocido en Medellín desde mi bachillerato: los grupos de estudio, que empezaron con los que creó Estanislao Zuleta para el estudio de El Capital de Marx, estudios literarios y de psicoanálisis. Así pues, con un grupo de amigos que éramos casi todos de fuera de Popayán, creamos nuestros propios grupos de estudio; por mi parte tomaba materias de literatura y pintura en la Escuela de Humanidades y Bellas Artes; uno vivía todo el día inmerso en esa vida universitaria. Por eso me quede allá, yo pude haberme vuelto a la de Antioquia después de seis meses o un año, pero no lo hice, cursé toda mi carrera allá, me dediqué efectivamente mucho a los temas indígenas a lo largo de la carrera y en eso se me fue la década de los 70, porque también con los paros y las suspensiones de clases, que eran comunes, la carrera se alargó y los cuatro años de cursos con la tesis de grado no eran cinco años, sino que acabaron siendo como seis o siete. Así, entonces, la década del 70 yo la viví prácticamente en Popayán, viniendo a Medellín con frecuencia por razones familiares, y a través de esas idas a Medellín establecí vínculos con los estudiantes de antropología de la de Antioquia, y ellos a su vez iban a los congresos del CRIC en el Cauca.
En el Cauca me tocó, cuando ya yo estaba avanzado en la carrera, el Primer Congreso de Antropología en Colombia que se organizó en Popayán; además, por esa relación estrecha que teníamos con el movimiento indígena -que, a su vez, estaba muy ligado a la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), que tuvo en los años 70 un gran auge-, nosotros asistíamos a esos encuentros indígenas y con los indígenas a los encuentros campesinos. Allí también conocí a muchos otros antropólogos que hacían investigación y activismo político con los indígenas, así como en ese Primer Congreso de Antropología a finales de los años 70.
Nicolás: Diego, ¿quiénes eran las personalidades de ese Congreso?
Diego: Ese primer Congreso lo organizó ese grupo de profesores de la Universidad del Cauca, a la cabeza de Edgardo Cayón, quien después se enganchó con una agencia internacional, no sé si Naciones Unidas o la OEA, y se fue a trabajar fuera del país, entonces le perdí el rastro. Él fue parte vital, así como otros profesores destacados, como Roberto Pineda, Luis Horacio López, Eugenia Villa, Sergio Ramírez, Manuel José Guzmán, Esther Sánchez y algunos otros profesionales que, sin estar vinculados a la Universidad del Cauca, visitaban con frecuencia la región pues también tenían relación con el movimiento indígena, entre los que se encontraban Horacio Calle, Miriam Gimeno, cercanos al CRIC -la organización indígena del Cauca recién creada por aquellos años y que tenía un direccionamiento político fuerte-.
Había otro grupo, integrado por Víctor Daniel Bonilla -que era un sociólogo destacado-, su mujer, María Teresa Fingi, y el profesor Luis Guillermo Vasco -antropólogo de la Universidad Nacional de Bogotá-, muy politizados también, vinculados al movimiento ideológico universitario de aquellos años; pero ellos eran una línea aparte, que disputaba el poder del CRIC y la proyección y dirección del movimiento indígena en otras regiones y a nivel nacional. Tuvimos una relación que se volvió muy cercana con estos profesores y visitantes en el Cauca, nos volvimos pares, compinches, lo cual nos sirvió mucho académicamente porque empezamos a tomar parte activa de las reuniones y los debates. Nosotros, mis amigos y yo, éramos unos típicos “colaboradores”, estudiantes que prestábamos apoyo en diferentes tareas: buscábamos en el archivo histórico los títulos de los resguardos para sustentar las invasiones que los indígenas estaban haciendo de las grandes haciendas del Cauca, que empezaron a denominarse recuperaciones porque no eran invasiones sino recuperaciones de tierra porque existían los títulos de propiedad colectiva que nosotros habíamos ayudado a buscar con el profesor Diego Castrillón -quien después hizo la biografía sobre Quintín Lame, que fue muy importante-.
En esa época surgió el periódico del CRIC, Unidad Indígena, y nosotros, el grupo de estudiantes de antropología, tomábamos las fotos, asistíamos a los seminarios, a los encuentros, a las manifestaciones, y escribíamos los artículos en compañía con los indios, pero nosotros aportábamos nuestra capacidad y formación académica. En eso estuve durante muchos meses y años, iba regularmente a Cali, pues ese periódico, que era una publicación mensual, lo hacíamos en la imprenta del periódico El Pueblo, una prensa liberal que se fundó en Cali a finales de los 70; entonces yo asistía a las reuniones del comité de redacción del periódico Unidad Indígena y los fines de semana me iba a Cali a imprimirlo y a llevarlo a Popayán.
Nicolás: Si no estoy mal, vos hiciste un trabajo sobre la incidencia social de la guaquería, ¿tenía que ver con esa relación con los indígenas?, ¿lo asociaste por ahí?, o, ¿cómo fue la cosa?
Diego: Ese es un dato importante porque eso es resultado de mi vida personal, y es que durante estos años que yo vivía en Popayán con mi esposa, mientras estudiábamos, habíamos tenido dos hijas. Cuando llegué al final de mi carrera tenía pensado hacer una tesis sobre temas indígenas, sobre los resguardos y los cabildos, en la línea de antropología política, pero con una hija recién nacida y la otra de un año y medio me dije: “yo no estoy para ponerme a buscar un tema bonito y seguir aquí un año o quien sabe cuánto más, yo necesito graduarme a la velocidad del rayo y conseguir un trabajo, porque yo tengo una familia que sostener”. Yo trabajaba por allá en una librería unas horas, pero básicamente yo seguía dependiendo de mis padres, entonces eso llevó a que yo me pusiera a buscar un trabajo y dije: “de lo que me resulte el trabajo hago mi tesis”; en ese momento me ofrecieron un trabajo en el oriente antioqueño sobre temas relacionados, si no recuerdo mal, con el programa DRI. Entonces yo dije: “me voy, me resultó un trabajo y voy a hacer una investigación sobre los campesinos del oriente antioqueño, y esa va a ser mi tesis”. Me fui a despedir de uno de los profesores, que se llamaba Manuel José Guzmán, egresado de los Andes, que no había sido de la primera camada que llegó a la Universidad del Cauca, sino que llegó unos años después porque estaba haciendo un doctorado en la Universidad de Princeton en Estados Unidos, casado con Esther Sánchez -también antropóloga de los Andes-, y quienes habían llegado contratados a la Universidad del Cauca; él, con mucho prestigio, con un proyecto de tesis doctoral financiado por la Fundación Ford, había sido de los profesores que dictó los últimos cursos que yo tomé, especialmente el curso de Antropología Política, que era el tema que inicialmente tenía pensado para mi tesis. Fui, pues, a la casa de Manuel José a despedirme y le conté de la oferta laboral que me habían hecho, a lo que Manuel José respondió con una pregunta: “¿cuánto le van a pagar?”. Al oír mi repuesta me dijo: “yo le pago lo mismo aquí y usted hace de asistente en mi tesis doctoral sobre mercados campesinos en el Cauca” -que incluía los mercados campesinos indígenas en la zona de los misag (Guambia) y de los nasa (paeces)-, “con base en ese trabajo yo mismo lo asesoro y usted hace su tesis en antropología económica”. Ante esta nueva oferta de trabajo decidí quedarme en Popayán y me puse a trabajar como asistente de investigación de este profesor, que era un hombre muy inteligente, muy capaz, pero supremamente disperso y un tipo con muchos enredos personales.
Así, pues, yo empecé a visitar los resguardos y los mercados indígenas y me encontré una serie de acontecimientos, entre ellos las peleas de gallos, que acontecían en el marco de los mercados y eran muy vistosas, y a cuyo alrededor se reunían los campesinos y los indígenas. Registré estos eventos en mis notas, así como fotográficamente, pues el profesor Guzmán me había proporcionado una cámara de última generación como parte de la dotación para el trabajo de campo. Cuando le presenté estos avances de mi labor al profesor Manuel José se interesó especialmente en el registro fotográfico, lo que no era de extrañar, pues él también había pasado por la escuela de cine antropológico de Santa Fe en Nuevo México y presentado otro proyecto para hacer una película documental sobre guaquería en Colombia y había conseguido fondos del Banco de la República -de lo que en esa época se llamaba la Fundación para la Investigación Arqueológica Nacional, FINARCO-. Esta afición por la antropología visual lo llevó a proponerme hacer un paréntesis en la investigación doctoral sobre mercados campesinos y realizar primero un documental audiovisual sobre las riñas de gallos en Colombia, un tema sin duda muy peculiar, vistoso y divertido, pero ajeno al contrato inicial. Viajé, entonces, por varios municipios del Cauca, del Valle del Cauca, de Nariño, en Medellín en el Club Cantaclaro, fotografiando las riñas, de lo que resultó un espectacular documental sobre las riñas de gallos, proceso en el cual se fueron muchos meses y recursos económicos.
Ese trabajo me acercó al tema de la fotografía y el cine aplicados a la antropología, con lo cual yo le daba también salida a ese interés que tuve tempranamente por el mundo de las artes plásticas. Por ahí fue que yo acabé llegando al tema de la guaquería, porque terminado el tema de los gallos nunca volvimos a la tesis doctoral sobre mercados campesinos, sino que de ahí yo me volví el asistente para la película financiada por el Banco de la República y la Fundación de Investigaciones Arqueológicas. Así, pues, continué viajando por el país: estuve en Pupiales, municipio de Nariño, donde en aquella época se había presentado un famoso hallazgo arqueológico que condujo a un saqueo impresionante que era noticia nacional en aquellos días; estuve también en la zona calima, en la zona del Quindío, hablé con los viejos guaqueros que después fueron creadores de la galería Cano; estuve en la zona Sinú, en Santa Marta, en Medellín y Bogotá visitando coleccionistas privados y museos... Me recorrí Colombia y acabé haciendo la investigación que soportaba la película documental que él tenía que hacer para el Banco de la República; fue así que acabé haciendo mi tesis sobre la guaquería en Colombia. Esta labor de trabajo de campo e investigación me tomó cerca de un año, pero todavía no se iniciaba la filmación por la dispersión y los enredos de mi profesor; yo dije: “yo me tengo que graduar y este hombre me está embolatando con un tema y otro muy encarceladores, pero mi urgencia es graduarme”; así que organicé la información, entregándole a Manuel José lo que correspondía, pero a partir de allí desarrollé un trabajo personal para el que él me asesoró y con eso me gradué.
Ahora, hay un incidente adicional y es que este profesor, Manuel José Guzmán, en su desorden, nunca hizo tampoco su tesis de grado sobre los mercados campesinos, le quedó mal a la Fundación, le cobraron todos los seguros y le pusieron un pleito sobre el que él nunca pudo responder, porque no hizo su trabajo. Lo único que él tenía era lo que yo había hecho y, sin decírmelo a mí y sin haber filmado la película, presentó como informe final de su trabajo de investigación mi tesis de pregrado, la presentó al Banco de la República como su informe de investigación para pedir plazo para entregar el documental. En ese momento estaban en el Banco Ana María Falchetti y Clemencia Plazas, a las que yo había entrevistado como parte de mi trabajo, entonces cuando ellas vieron ese informe les pareció muy sospechoso y pensaron: “pero si esto era lo que este muchacho estaba haciendo… ¿cómo así que este es el informe de Manuel José?”, les pareció que había un fraude.
Un año más tarde, cuando yo estaba viviendo en Medellín, después de que presenté mi tesis y me gradué, me llegó una citación judicial en la que preguntaban: “¿es cierto, sí o no, que usted trabajó con José Manuel Guzmán?, ¿es cierto, sí o no, que usted presentó tal informe de la investigación?, ¿es cierto, sí o no, que este texto lo escribió usted y no el señor Guzmán?”; entonces yo dije: “pues sí, qué pena, esa es mi tesis”. Entonces, al profesor, que ya estaba demandado por la Fundación Ford, lo demandó también el Banco de la República por incumplimiento en el contrato de la película. Lo peor de todo fue que después transformó mi tesis, le puso una introducción, la tradujo al inglés y la presentó como suya, y con ella se graduó de doctor en antropología en la Universidad de Princeton.
No estoy diciendo que mi tesis era tan extraordinaria como una tesis de doctorado, fue un trabajo juicioso, muy bien documentado, pero lo que estoy resaltando es esa clase de personaje en cuyas manos caí, era un tipo brillante, pero era un demente y acabó terriblemente en la vida, porque pasó de ser una promesa de la antropología a ser un paria que le quedó mal a todo el mundo.
A mí me tocó el proceso de refilón, trabajando como asistente de investigación en este supuesto documental que él después armó tratando de resolver líos. El armó, creo, dos documentales que yo vine a ver años después. En cuanto a la relación con él, dejamos de ser amigos porque me estaba enredando en esta maraña de cosas que hacía este profesor.
Nicolás: Diego, ¿cómo fue la llegada a Medellín? Terminaste la tesis, llegaste a Medellín y ¿te vinculaste rápido a la de Antioquia?, ¿tuviste otros trabajos? o, ¿cómo fue?
Diego: Yo acabé graduándome a finales del 79 y estaba, pues, en el rebusque, comenzando el año 1980, cuando apareció una convocatoria de la Secretaría de Educación de Antioquia que acababa de crear un programa de educación para comunidades indígenas como resultado de los cambios que había habido en el Concordato con la Santa Sede durante en el gobierno de López Michelsen; la educación indígena había dejado de estar, por ley, en manos de las misiones y se había planteado, por primera vez ,que la educación de los indígenas era un asunto del Estado colombiano. Bajo el influjo de esa normatividad fue que el Departamento de Antioquia creó una mínima dependencia, una unidad que se llamaba algo así como Educación No Formal a Distancia y de Comunidades Indígenas. Ese año, 1980, salí a hacer trabajo de campo para establecer la situación de la educación de los indígenas en Antioquia en una época en que era muy escasa la información, no solo de la educación sino en general sobre los indígenas, porque la idea que se tenía entonces en Colombia era que los indios eran los que aparecían en los paquetes de cigarrillos piel roja o los de las películas de vaqueros, si acaso los del Amazonas, pero no se sabía que en Antioquia había indígenas, se creía que todos éramos blancos españoles. En Antioquia era un tema completamente estrambótico en aquellos años y a mí me tocó salir a recorrer las comunidades indígenas para establecer dónde estaban. En ese año trabajé con la Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, recorrí el Departamento de comunidad en comunidad y establecí qué había, o sea, si había una escuela, quiénes eran los maestros -que generalmente eran las mismas monjas de la Madre Laura que estaban a cargo de esa labor educativa-, en otras partes no había nada, y bueno, yo presenté un balance del estado de cosas y propuse un plan de lo que, en mi opinión, había que hacer para montar un programa serio, tema que no me era del todo ajeno porque en el Cauca ya se había hablado de etnoeducación, de educación bilingüe, y me había tocado conocer de esos temas con los miembros del CRIC. Entonces elaboré una propuesta; pero en ese año me di cuenta que a mí me habían nombrado simplemente para cumplir con las exigencias de la ley, pero que no había ninguna decisión política de darle a eso presupuesto ni apoyo político para que ese plan se ejecutara, y yo dije: “aquí me voy a estrellar, o me agacho y me quedo sin hacer nada, o me va a tocar pelear con todo el mundo”.
Al final del año 80 resultó la opción de un puesto en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia, a lo que yo inmediatamente me presenté como candidato; en esa época empezaban a hacerse las vinculaciones mediante concurso, no como los de hoy en día pero sí había un proceso de selección más o menos estructurado. Un colega, Hernán Henao, de quien acabé siendo muy buen amigo, me dijo: “Diego, usted está haciendo una muy buena labor en la Secretaría de Educación, quédese allá que acá ya estamos nosotros”; entonces yo le dije: “Hernán, si quiere vaya usted para allá, que eso yo lo veo muy peleado”. Me presenté y me gané ese concurso y en el año 81 empecé a trabajar en la de Antioquia.
Nicolás: Recuerdo que como jefe departamento y, creo, que saliendo de la jefatura nos diste una clase que mí me pareció muy buena, una clase de Antropología Visual, y era una rareza porque era una materia electiva. ¿Cómo fue tu formación y aproximación a la antropología visual?
Diego: Yo había seguido haciendo muchas fotografías como parte de mi trabajo de campo, era muy sistemático con los trabajos que hice desde Secretaría de Educación y seguía, pues, muy involucrado en temas relacionados con lo visual; pero en el momento de ingresar a la Universidad de Antioquia llegué a dictar cursos relacionados, por un lado, con la temática indígena -aun cuando en esa época el pensum académico era muy difuso porque ese programa se había transformado mucho con la llegada del nuevo grupo de profesores de la Nacional, así que ya no era el programa original de Graciliano Arcila, sino que era un programa como lo habían vivido estos profesores, estaba muy inspirado en el modelo de la sociología de la Nacional-. Empecé, pues, con unos cursos relativos a temáticas indígenas y, por otro lado, de Teoría Antropológica e Historia de la Teoría, pues siempre me ha interesado el tema de las escuelas, las corrientes, las tendencias, las metodologías. Me dediqué a preparar esos cursos a partir de una muy corta experiencia de trabajo y ninguna experiencia docente, pero logré ganarme ese puesto.
Pasados unos años, yo sentí que necesitaba más formación, pues la que recibí había sido relativamente buena, pero no suficiente para quedarme enseñando. Empecé a explorar posibilidades de posgrado aprovechando las condiciones que ofrece la Universidad en ese sentido para irse al exterior con una comisión de estudios. Yo estaba muy interesado en irme a Francia a hacer un postgrado y estaba recogiendo la documentación. Un día decidí hacer ese recorrido que uno hace muy frecuentemente desde el bloque 9 del Departamento de Antropología hacia la zona de la piscina, a tomarme un jugo a media mañana, y al momento de pasar por la biblioteca me crucé con Edgar Bolívar, que venía del bloque administrativo, nos saludamos frente a la biblioteca y me dijo que venía de la oficina de postgrados, de la oficina de capacitación docente donde estaba recogiendo la información porque estaban ofreciendo una beca para los Estados Unidos: “¿te interesa?”, me preguntó. Entonces sacamos una fotocopia de los requisitos y como yo ya tenía un poco de documentación recogida, me dije, “pues hombre, eso no está difícil. Yo tengo esos papeles listos”.
Me candidaticé a una beca de la Fundación Fullbright para Latinoamérica a mediados de los años 80, me fui a los Estados Unidos a la Universidad de Temple, donde se había localizado un pequeño grupo de profesores que se había interesado por este tema de la fotografía y el cine en la investigación, habían sido ya profesores destacados y tenían presencia en la Asociación Antropológica Americana. Reencontré ese tema, que siempre me había interesado, y además de los cursos regulares de la Maestría tomé varios cursos de Antropología Visual e hice un trabajo en un documental sobre los inmigrantes del sudeste asiático hacia Estados Unidos y particularmente a la ciudad de Filadelfia, donde está la Universidad de Temple -pues cuando los Estados Unidos perdió la guerra de Vietnam rescataron a sus aliados y los llevaron a distintos pueblos y ciudades de los Estados Unidos-. Entre ellos estaban miembros de una minería indígena de selva tropical procedentes de Camboya, a quienes localizaron en Filadelfia cerca de un barrio de viejos inmigrantes italianos alrededor del conocido “Italian Marquet”. Allí, los recién llegados inmigrantes camboyanos habían comprado una sala de cine abandonada donde establecieron un templo budista; esta situación generó enfrentamientos entre viejos inmigrantes italianos y nuevos inmigrantes camboyanos. Desde la Maestría en Antropología Social se creó un programa de atención a ese tema y como parte de esa estrategia se decidió hacer una película documental que sirviera como herramienta para el trabajo intercultural: documentar la vida de los monjes budistas y mostrar la película a la comunidad italiana, y viceversa, documentar lo que sucedía en el mercado italiano y mostrarlo a la comunidad de origen camboyano. Yo trabajé en ese proyecto y eso terminó convirtiéndose también en mi tesis de Maestría en Antropología Visual.
Había tomado cursos teóricos y prácticos, y cuando volví a la Universidad de Antioquia traje muchos libros, documentos, películas; empecé a ofrecer un curso electivo de Antropología Visual, cosa que hice por muchos años y que, creo, sí fue muy interesante y útil porque ese tema, hasta entonces, no se tocaba en el Departamento y muchos discípulos se acabaron entusiasmando, hasta el punto que actualmente hay allí un nutrido grupo muy respetable dedicado a estos asuntos y que se engancharon con el cine y la fotografía antropológica a raíz de los cursos que yo dicté.
Ahora, para terminar con ese panorama de lo que fue entonces mi ejercicio en la Universidad, el otro tema que yo acabé trabajando después de varios años de estar desarrollando conocimiento de la problemática indígena fue el de la ciudad, que me llevó a la antropología urbana; estuve una temporada larga muy de la mano de lo que es ahora la Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional de Medellín. Alrededor del programa de Arquitectura y Construcción se había formado un grupo importante de investigadores urbanos que tenían necesidad de una mirada social, entonces yo fui uno de aquellos antropólogos y sociólogos que llegaron a trabajar ahí, así estuve unas temporadas largas de tiempo parcial en la Nacional.
Paralelamente trabajaba con el Boletín de Antropología de la de Antioquia, que era muy visible en Colombia y en respuesta al cual llegaban como canje una gran cantidad de publicaciones internacionales. Sin embargo, con la salida de Graciliano Arcila y los cambios que se sucedieron en la carrera de Antropología, el Boletín perdió importancia y quedó muy marginado en el Departamento, estuvo un poco decaído, no había regularidad en la publicación ni había un comité académico establecido.
Por esos años me ofrecieron la jefatura del Departamento y acepté, entonces me tocó hacerme cargo también del Boletín. En él me correspondió publicar las memorias del Congreso Nacional de Antropología, lo cual hicimos en dos tomos voluminosos que dieron pie a la reactivación del Boletín. A partir de entonces adquirió una estructura académica más responsable, como la que tiene hoy en día, dentro de la cual participé en varias ocasiones como miembro del comité editorial.
También durante estos años de docencia e investigación en la Universidad de Antioquia me correspondió liderar un proyecto de investigación de gran envergadura que me llevó de nuevo a la problemática indígena. En este caso se trató de investigar el proceso de deforestación de mano de una compañía maderera filial de una multinacional que extrajo enormes cantidades de árboles del territorio de la comunidad indígena del resguardo de Chajeradó, en el medio río Atrato, en los límites entre Antioquia y Chocó. Abogados en representación de la comunidad indígena demandaron a la Corporación Regional para el Desarrollo del Chocó (CODECHOCO) y al INDERENA por su omisión en relación con este asunto. El caso llegó hasta la Corte Constitucional, la que falló a favor de los indígenas y determinó hacer una convocatoria internacional para estudiar el daño causado a la comunidad indígena por los madereros. Desde la Universidad de Antioquia participamos en esta convocatoria y fuimos seleccionados para realizar este trabajo. Así fue como con las profesoras Aida Gálvez y Sandra Turbay, colegas del Departamento, nos hicimos cargo de esta investigación en sus componentes etnográfico y antropológico, y a ella nos dedicamos durante un periodo de dos años, aproximadamente. Yo fui director del proyecto, en el cual participaron un grupo de investigadores de la Universidad Nacional de Medellín y Bogotá, encargados de temas bióticos y económicos. El informe final de esta investigación fue presentado por nosotros a la convocatoria hecha por el ICANH, al recientemente creado Premio Nacional de Antropología en Colombia, que nos ganamos y que posteriormente se convertiría en un libro publicado por el Instituto Colombiano de Cultura (COLCULTURA) -antecesor del actual Ministerio de Cultura-. Dicho premio nacional incluía, además de la publicación de la obra, un monto en dinero que nosotros decidimos compartir con la comunidad indígena de Chajeradó como una manera de contribuir modestamente a mitigar los estragos causados por la deforestación y sus secuelas.
Nicolás: Hablando de los cargos administrativos y estas cosas del Departamento y la Facultad, y como director del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, esa carga administrativa y que tenía la experiencia de Medellín, ¿cómo fue tu experiencia cuando entraste al ICANH?, ¿cómo te recibió el mundo académico? y ¿cómo se relacionaban ese momento las instituciones universitarias?, si es que se relacionaban, ¿cómo se aportaba a la política pública?
Diego: Durante mi trayectoria en la Universidad me desempeñé como jefe de sección, atendiendo cursos de servicio para otros programas de la Universidad; me desempeñé como jefe de departamento en dos ocasiones; y fui vicedecano durante un período. Estos cargos los asumí un poco a desgano, porque no era mi vocación hacer una carrera administrativa, pero estos cargos tenían unas implicaciones en la dinámica académica, y en aquellos momentos no dejaba de ser importante tener incidencia en la manera como se organizaba el Departamento, como se ofrecían los cursos, en la vinculación de profesores... Pude, por ejemplo, invitar a dos profesionales jóvenes, una egresada de la Nacional de Bogotá -aunque su primera formación fue en Popayán-, y otra que comenzó su formación en la Universidad de los Andes y terminó llegando a Popayán; gracias al mérito de ellas, tanto de Neila Castillo como de Aida Gálvez, las convoqué a presentarse al concurso docente. Después fui nombrado director del Instituto de Estudios Regionales (INER) dentro de la misma Universidad de Antioquia, cargo que desempeñé por cerca de cuatro años cumpliendo las tareas de promover y organizar la investigación y las publicaciones. Así, pues, terminé, sin proponérmelo haciendo también una carrera administrativa, paralela a la investigación y a la docencia.
Para la época en que me retiré del INER, alrededor del año 2006, había conseguido una casita campesina, desde la que hoy estoy contando esta historia, pensando en dedicarme solo a la investigación y a la docencia. Estando aquí recibí sorpresivamente la llamada de una amiga y colega que conocí durante mis estudios de postgrado en Estados Unidos, quien estaba en la dirección de un instituto vinculado al Ministerio de Cultura, y me solicitó autorización para presentar mi hoja de vida como candidato a la dirección del ICANH, pues supo de parte de Paula Marcela Moreno, quien entonces acaba de ser nombrada en esa cartera, que tenía interés en nombrar para ese cargo a alguien que se saliera del patrón tradicional: que consistía en nombrar antropólogos bogotanos egresados de la Universidad de los Andes. De ahí resulto mi nombramiento para este cargo. Fue muy interesante, quedé muy contento con esa experiencia porque era más una experiencia de política pública y no de vida universitaria, que era en lo que yo había trabajado antes; una mirada más de orden nacional con incidencia en las políticas públicas en relación con lo arqueológico y lo étnico. Llegué muy asustado, muy inexperto a dirigir un Instituto compuesto por alrededor de 80 personas de planta, fuera de contratistas, donde yo era el único que no sabía un carajo de su funcionamiento, pues nunca había trabajado allí, pero que ahora tenía la responsabilidad de dirigir. Soy muy malo para la escena pública, entonces me produjo mucha ansiedad, pero, al mismo tiempo, me pareció súper interesante; yo aprendí mucho, me dediqué también enormemente, nunca he trabajado tanto en mi vida, muchas noches y muchos fines de semana derecho. Mucho trabajo duro con algunas cosas malucas como la interferencia política, que fue lo que me llevó finalmente a renunciar; entonces sí hubo cosas malucas, y me sentí desamparado, sin aliados políticos, muy solo en unas peleas muy complicadas, por lo que preferí renunciar cuando me di cuenta que estaba peleando con intereses agenciados desde la presidencia y la vicepresidencia, sin contar siquiera con el respaldo de la ministra Mariana Garcés. Acabé saliendo en el 2011, pero debo resaltar que en esta labor trabajé en una llave que fue muy productiva con Carlo Emilio Piazzini.
Nicolás: Diego, ¿cómo era la relación con las universidades?, existía, participaban, ustedes fueron artífices de una actualización grande de la normativa arqueológica que hasta hace unos años no se actualizó, o sea que estuvo un poco más de una década y que era antes muy buena -obviamente hay que actualizarlo porque el mundo ha cambiado, pero fue una base muy importante-. ¿Cómo fue eso que te tocó? Nada más lo del patrimonio cultural sumergido, lo del trabajo sobre paramilitares, lo de las movilizaciones -que empieza un movimiento en las redes sociales mucho más fuerte-, además que el Instituto empezó a seguir la modernización del país; ¿cómo fue todo eso?, ¿tenías una relación con las universidades o no existía?, ¿respondían o no?, ¿cómo funcionaba?
Diego: Pues mira, sí había una relación institucional. Desde antes había existido de una manera que, no creo, haya sido muy formal, y, sobre todo, no muy legal, pues se habían delegado funciones a las universidades; por ejemplo, la de Antioquia durante un tiempo hizo algunas funciones de arqueología preventiva en la región, lo que tenía mucho sentido práctico porque el ICANH tiene muy poco personal y muy pocos recursos, entonces cada vez que había un anuncio de algún hallazgo en las regiones no había ninguna posibilidad que el ICANH pudiera desplazarse, por eso yo creo que fue una cosa lógica, sensata, pero sin una formalización legal. Pero, entonces, no había una relación completamente rota entre el ICANH y las universidades; lo mismo en los congresos de antropología, había un comité académico del cual era parte integrante el director del ICANH, así como las directivas de cada una de las universidades y los departamentos. Formalmente se reunían por lo menos cada vez que había un congreso, pero no era una articulación orgánica. Por otro lado, estuvo muy sujeto a los vaivenes de los directores y directoras, porque el ICANH logró ser una entidad formalmente independiente, autónoma, cuyo director era ordenador del gasto, cosa que se propició al quedarse con la personalidad jurídica del Instituto de Cultura Hispánica.
Ahora, nosotros desde el ICANH mantuvimos una buena relación con los departamentos de antropología, pero realmente en Bogotá, por ejemplo, había dejado de ser importante el ICANH hacía años, no era la entidad rectora de la investigación antropológica en el país, ni la dirección de ICANH era un cargo que a alguien le interesara, era un instituto pequeño, marginal y presupuestalmente no era una cosa muy significativa. La relación ICANH - departamentos académicos no era una relación muy estrecha y no lo fue tampoco con nosotros; hubo cierta amistad y colegaje con algunas personas, pero sería falso decir que logramos una articulación o una relación orgánica; no había hostilidad, pero tampoco cercanía y solidaridad.
Nicolás: Desde mi experiencia, tanto como profesional como cuando tuve la oportunidad de estar allí, el ICANH no alcanza a llegar precisamente porque no tiene la capacidad grande, pero también por esa ausencia de relación constante, y me pregunto si los departamentos logran tener también una incidencia territorial o no; pero me parece que, a veces, el ICANH se queda un poco ciego frente a ciertas situaciones y no lo logra, yo creo que es un problema del Estado nacional, podría ser algo muy centralista… ¿Vos los ves así?, ¿de pronto esa relación con las universidades lograría algo más?
Diego: Creo que hubo un intento en un momento dado, cuando se generaron las estaciones de investigación en los años 80. Me parece que esa presencia del ICANH en el territorio, más allá de los parques arqueológicos, donde se mantiene esa relación y donde yo hice mucha presencia activa sin ser arqueólogo pero entendiendo que es una de las funciones de la Institución, estaba muy al garete porque a otros directores o directoras no les había interesado, entonces estos parques estaban funcionando un poco por inercia. Creo que esa extensión, esas estaciones de investigación como las que hubo en la Sierra Nevada, en el Amazonas, en Tierradentro, y otras donde había presencia de antropólogos en el campo, en un instituto como el ICANH -que tiene un espectro y una temática que son claramente del interés nacional-, hoy en día, con un reforzamiento del presupuesto y una mayor atención, yo creo que ese tipo de estrategias podrían acercarlo a las universidades en la medida en que haya una presencia y una articulación activa en el territorio, tanto en temas de arqueología, como en temas de antropología social -no solo en el tema indígena, sino en muchas temáticas incluyendo el campesinado, las comunidades afro- y todo lo que se viene con lo que estamos viviendo en el presente con los cambios en la política regional y nacional y con la emergencia de la inteligencia artificial y demás.
Nicolás: Y ahora que llegamos con políticas territoriales con enfoque diferencial, la antropología cobra muchísimo valor; yo creo que ha sido protagonista en generar esas discusiones y esas nuevas conciencias y que el Instituto necesita de las universidades como una forma articularse para que incidan en la política pública realmente.
Diego: Sí, hoy en día están en disputa porque lo que antes era una cosa completamente marginal, ahora, la antropología misma como disciplina y el interés por esos temas, ha ido ganando una presencia y un protagonismo hasta el punto que son temas absolutamente centrales en la agenda pública del país, y uno diría que del mundo; hay muchas otras disciplinas y aproximaciones que se disputan ese campo como campo de reflexión, porque efectivamente esos temas que la antropología siempre ha tenido en su agenda se han ido convirtiendo en temas cruciales del mundo contemporáneo.
Efectivamente hay un tema particular con el ICANH y las regiones, en el que las universidades pueden ser el vínculo. El plan inicial de los pioneros de la antropología no se desarrolló plenamente; sí hay una presencia territorial importante hoy en día, hay departamentos de antropología en el Pacífico, en el Cauca, en el Valle, en Chocó, en el Caribe, en Antioquia y en Bogotá, por supuesto, pero no se ha completado una base local de investigación. La articulación con el ICANH sigue siendo deficitaria y es un campo en el que sería muy importante trabajar a futuro.
Nicolás: Diego, has mencionado muchos temas que trabajaste, como el del trabajo de grado con comunidades indígenas, la antropología política -que creo que es muy importante ahora-, la antropología económica, la antropología visual, la arqueología -trabajando con guaqueros-; ¿cómo ves vos eso en el énfasis que hay ahora en el desarrollo?, como un antropólogo con tanto recorrido, ¿qué cosas ves que son relevantes para el país y claves en el desarrollo profesional de los colegios en formación?
Diego: Yo veo un campo enorme, que no se restringe, que no se encoge, sino que más bien se ensancha enormemente, primero porque los temas más tradicionales siguen estando plenamente vigentes, como la problemática indígena -por más que hayan sucedido procesos de genocidio y desaparición de muchas comunidades sigue habiendo una presencia y una vigencia enriquecida de las comunidades étnicas, indígenas y afro-, además de todas estas otras formas de diversidad que han ganado reconocimiento en relación con los temas de género y ese otro enorme cúmulo de movimientos socialmente relevantes que vemos hoy en día.
Es un campo enorme, que yo creo que tiene presencia en el mundo entero y que tiene espacio en muchas instituciones donde antes no tenía interés ni cabida; y también para el mercado profesional, como escenarios reales y posibles no solo de temas de interés, sino de alternativas de empleo y ejercicio profesional para egresados. Hoy en día hay una gran cantidad de entidades e instituciones que tienen antropólogos, ya no solo las universidades o los escasos centros de investigación, sino, por ejemplo, en todo el tema de patrimonio y las formas de expresión en los escenarios virtuales, es un universo del que llevábamos años hablando y diciendo que iba a venir, pero que, de pronto, llegó y ahora estamos cada uno apañándonos a ver cómo es que vamos a sostenernos ante este fenómeno que se nos viene encima.
Veo un panorama muy amplio, una riqueza de posibilidades, creo que la antropología ha ganado espacios en estos años. Desde que yo supe de la existencia de la antropología como una disciplina y como una posibilidad de estudio, de profesión, que era una cosa muy exótica y muy marginal, hasta hoy en día, hay un reconocimiento muy amplio, aún en Colombia, donde no somos una profesión tan visible. Sé que hay muchos colegas trabajando en muchísimos frentes, algunos que no son de mi interés personal, pero que creo que son legítimos como toda esta vinculación de antropólogos en el campo del mercadeo; todo lo que tiene que ver con el conocimiento, con distintos fines, de los mecanismos y los procesos culturales tradicionales, modernos, posmodernos y contemporáneos, que ya ni sé cómo se llaman.
Nicolás: Por último, ya habiendo abordado todas las temáticas, ¿cómo vive un antropólogo retirado?, o ¿qué tan retirado estás realmente del ejercicio profesional?
Diego: Yo ya me retiré formalmente de la universidad, tuve la intención de continuar en la docencia y, de hecho, retomé mi cargo como docente en la de Antioquia cuando renuncié al ICANH y regresé nuevamente a Medellín, pero había un asunto de orden laboral, salarial, que no me convenía y como yo ya tenía los años de trabajo y la edad para retirarme, decidí jubilarme. Por algunos años mantuve una relación con el INER en algunos proyectos, especialmente sobre patrimonio cultural inmaterial. En algún momento, desde el Departamento de Antropología me preguntaron si me interesaba dictar algún curso, lo que acepté e hice algunas labores en Urabá, pero me llamaban para cosas muy marginales, cosas que nadie quería hacer, así que decidí no continuar. Por otro lado, en la Universidad Pontificia Bolivariana, donde por muchos años dicté clases para estudiantes de comunicación, que en su momento fueron muy interesantes, ya en el siglo xxi se volvieron muy frustrantes, los alumnos hablando todo el tiempo, con el celular prendido, con el computador, mirando para otro lado… yo ahí dije: “francamente, creo que esto necesita otras modalidades educativas”; lo único que logré hacer fue que los ejercicios y las lecturas se los mandaba al celular, les ponía a ver el celular en clase, pero eso me dejó muy desarmado, no me sentí capacitado para manejar eso, y creo que estamos en déficit, creo que todo este cambio cultural, o como decía Martín Barbero que no estamos ante un cambio cultural sino ante una mutación, implica transformaciones radicales en el modelo educativo, con una dificultad adicional y es que los que saben manejar eso son los alumnos, no los profesores -porque sabe mucho más un niño que un profesor universitario sobre lo que se puede hacer con la Internet, con las redes sociales y con todas estas cosas-. Creo que se necesita una profunda transformación en la metodología educativa y no veo quién tiene esa salida clara. La labor de docencia, que fue muy interesante durante 30 años, ya no quiero ejercerla.
Ahora, con la pandemia se dispersó un poco la actividad de investigación, lo que yo hacía con el INER y el Instituto de Patrimonio Cultural se frenó, se dispersó el grupo de trabajo. Cambié muy sustancialmente: yo era muy urbano, y ahora mismo vivo en una finca, en el campo. Prefiero la tranquilidad, estoy cansado del tráfico y el ruido de la ciudad; estoy muy dedicado a leer, más que nada literatura, novelas, que siempre me han interesado, y algo de ensayo, porque tampoco me interesa dejar de aprender. Estoy dedicado a la jardinería, a la familia, un poco a amigos y con muchas ganas de viajar. La mirada antropológica no se pierde, pero trabajo antropológico, como tal, no estoy haciendo y tampoco me siento mal por ello. Estoy muy activo, pues tengo muchas cosas por hacer.
Señalo que desde el Departamento y la Universidad no le hacen llegar a uno información sobre eventos o publicaciones. Debe haber Boletines pudriéndose en una oficina, ¿vos crees que nos mandan alguno o nos ofrecen una suscripción al Boletín de Antropología? Nada. Si hay una conferencia no dicen: “profesor ¿quiere asistir?”; no hay una lista de correos de los profesores jubilados, es como si nunca hubiéramos tenido nada que ver con el programa y con la Universidad, eso me parece lamentable. Me parece un desperdicio y una falta elemental de colegaje; trabajamos allá más de 30 años, hicimos ese Departamento y ahora nada; yo ya llevo 10 años por fuera, entonces allá nadie debe saber quién soy yo.
Nicolás: Entiendo perfectamente, creo que pasa lo mismo con los egresados, pero bueno, eso ya es parte de la unidad administrativa, que tendría que ver la universidad en general pero también el departamento en particular.
La entrevista, finalmente, terminó con agradecimientos tanto a Nicolás Loaiza como a Diego Herrera, a quien se invitó gustosamente a la celebración de los 70 años del Boletín y cuya amplia trayectoria profesional y académica se resalta.