Resumen: Este texto analiza los efectos que el racismo tiene sobre los cuerpos de poblaciones racializadas. Particularmente, se centra en el caso de familias trabajadoras agrícolas indígenas, para quienes, aunque el racismo no se nombre como tal, son las huellas en sus cuerpos las que hablan sobre el racismo y sus procesos profundos y complejos de racialización, y que se manifiestan de manera cotidiana en forma de cansancio, dolores, molestias, entre otras. A partir esto se propone generar una reflexión desde el enfoque etnográfico para estudiar el racismo y sobre el trabajo situado desde la investigación social frente a estas problemáticas.
Palabras clave: Racismo, racialización, jornaleros/as agrícolas indígenas, etnografía del racismo, cuerpo y trabajo agrícola.
Abstract: This text analyzes the effects that racism has on the bodies of racialized populations. Particularly, it focuses on the case of indigenous agricultural working families, for whom, although racism is not named as such, it is the traces in their bodies that speak about racism and its deep and complex processes of racialization, and that are manifested on a daily basis in the form of fatigue, pain, discomfort, among others. From this, it is proposed to generate a reflection from the ethnographic approach to study racism and on the work located from the social research in front of these problems.
Keywords: Racism, racialization, indigenous agricultural day laborers, ethnography of racism, body and agricultural work.
Resumo: Este texto analisa os efeitos do racismo sobre os corpos das populações racializadas. Em particular, centra-se no caso das famílias de trabalhadores rurais indígenas, para as quais, embora o racismo não seja nomeado como tal, são os traços nos seus corpos que falam do racismo e dos seus profundos e complexos processos de racialização, e que se manifestam quotidianamente sob a forma de cansaço, dor, desconforto, entre outros. A partir disso, propõe-se gerar uma reflexão a partir da abordagem etnográfica para estudar o racismo e sobre o trabalho situado da investigação social face a estes problemas.
Palavras-chave: Racismo, racialização, trabalhadores agrícolas indígenas, etnografia do racismo, corpo e trabalho agrícola.
Dossier
El racismo a través de los cuerpos: procesos de racialización y trabajo agrícola
Racism through bodies: processes of racialization and agricultural labor
O racismo através dos corpos: processos de racialização e trabalho agrícola
Recepção: 25 Outubro 2023
Aprovação: 15 Dezembro 2023
Publicado: 01 Junho 2024
“A veces lo que me duelen son los dedos”, me comentó durante una conversación informal un hombre nahua de aproximadamente sesenta años, originario de la Montaña de Guerrero,1 quien toda su vida se había dedicado a migrar hacia Sinaloa2 para trabajar como jornalero agrícola. Mientras hablaba de ese dolor particular observaba sus manos al tiempo que las abría y cerraba, “a lo mejor es por lo mismo”, dijo, haciendo referencia al tema de nuestra conversación: su experiencia como trabajador agrícola y la forma en que el entonces contexto de la pandemia convertía un entorno de precariedad laboral en un escenario aún más complicado.3
Una conversación sobre molestias, dolores y padecimientos a raíz del Covid-19 había propiciado una narrativa que hablaba sobre el cuerpo, y sobre la relación de éste con una experiencia de vida, en este caso, el trabajo agrícola. Durante las conversaciones informales y entrevistas que pude realizar era interesante cómo las consecuencias y efectos de la pandemia, dentro de las narrativas de las familias jornaleras, ocupaban un segundo orden de prioridad frente a sus experiencias sobre el trabajo, y sus sensaciones de salud deterioradas, no por el nuevo virus, sino por la intensificación del trabajo.4
Así, el dolor en los dedos al que se refiere la persona de la cita inicial tiene que ver con todos los años en los que él había sido jornalero agrícola. Su frase, “a lo mejor es por lo mismo”, se desprende precisamente de sus historias de migración y trabajo en los campos agrícolas, una actividad que, había señalado antes, se hace principalmente usando las manos.
A partir de este detalle fui colocando mi atención hacia una dimensión que antes no había notado, la recurrencia en las narrativas de las personas jornaleras agrícolas sobre cómo el trabajo que desempeñan y, en especial, las condiciones en las que lo desarrollan, se acompaña de crónicas sobre la forma en cómo este va dejando huellas en sus cuerpos.
Esta recurrencia me hizo plantear las siguientes preguntas: ¿cómo los padecimientos, dolores o sensaciones en el cuerpo -como parte de una experiencia colectiva compartida por ciertos grupos de la población- expresan la manifestación de las condiciones estructurales que las favorecen y/o condicionan?, y de una manera más específica, ¿cómo estos malestares y dolencias -como experiencias compartidas- pueden ser entendidos y analizados como expresiones del racismo?
A su vez, estas preguntas plantean cuestionamientos metodológicos, como por ejemplo, ¿cómo poder aprehender esas experiencias tan cotidianas dentro de un marco estructural?, ¿cómo lidiar con ese tipo de narrativas en un contexto en donde el tema del racismo no es tan explícito, y en especial, cuando las narrativas están cargadas de emociones diversas, pero relacionadas con el dolor, la humillación y la injusticia? y finalmente, ¿cómo articula nuestra subjetividad el trabajo de campo?
La etnografía, entendida como un enfoque y no una metodología, es decir, “no se puede tomar como una herramienta neutral para trasladarla de una disciplina a otra, de un objeto a otro. La etnografía contiene de antemano concepciones implícitas acerca de cómo se construye y cómo se le da sentido a la diversidad de relaciones posibles” (Rockwell, 2005, p. 2). Por tanto, su elaboración requiere de un posicionamiento respecto al lugar que ocupamos en el mundo y, por ende, de las posibilidades que desde ese lugar tenemos para poder acceder a ciertos contextos y a la interpretación de los códigos que en estos se reproducen de manera cotidiana. En este sentido, el cuerpo es el punto de partida de toda investigación etnográfica, como “herramienta de conocimiento y como territorio de tensiones y articulaciones durante el trabajo de campo” (Sáez, 2016, p. 100).
Es decir, nuestro cuerpo, como lugar en el mundo, constituye una manifestación de experiencias, sesgos e intenciones que muchas veces pasan desapercibidos, o bien no son explicitados como parte de la labor de la investigación. En este caso, cuando el tema se dirige hacia narrativas que colocan el cuerpo en el centro, cobra relevancia el papel del cuerpo mismo como el instrumento por excelencia de la indagación etnográfica, como parte de un encuentro intersubjetivo.
De esta manera, el presente trabajo tiene un doble objetivo: por un lado, a partir de resultados preliminares de una investigación antropológica en curso sobre la relación entre racismo, trabajo agrícola y derechos laborales, se propone presentar un primer acercamiento sobre cómo desde las experiencias y narrativas de familias jornaleras indígenas hay una vinculación entre el trabajo agrícola que desempeñan como personas indígenas, con ciertos dolores, padecimientos, que son leídos como marcas en el cuerpo y que se constituyen como parte de narrativas compartidas, una pista sobre las múltiples expresiones y manifestaciones del racismo; por otro lado, y a partir de lo anterior, también se propone generar algunas reflexiones metodológicas sobre lo que implica estudiar el racismo.
De esta manera, el texto se divide en tres apartados: en el primero de ellos se discute y se presenta la relación entre las narrativas sobre marcas en el cuerpo a raíz del trabajo agrícola, como manifestación compartida del racismo; en el segundo se presenta un acercamiento metodológico para estudiar el racismo desde la etnografía y; por último, el tercero de los apartados se destina para señalar algunas reflexiones sobre las implicaciones subjetivas -a partir de mi experiencia en particular- que supone el estudiar el racismo.
Este trabajo se desprende de una investigación etnográfica llevada a cabo en varias etapas a lo largo de los años 2021, 2022 y 2023, durante los meses de julio a agosto, en la región Montaña de Guerrero, en los municipios de Tlapa de Comonfort, Copanatoyac, Metlatónoc y Cochoapa el Grande. A lo largo del período señalado se visitaron las localidades de Chiepetepec, Ayotzinapa y Cacahuatepec (población nahua), Lindavista, Francisco I. Madero y Juanacatlán (población me’phaa), y Arroyo Prieto y Yozondacua (población na savi), localidades con una fuerte tradición y volumen en cuanto a la migración laboral para emplearse como trabajadores y trabajadoras agrícolas. Durante dichas visitas se realizaron observaciones: observación participante, entrevistas seriadas tanto a hombres y mujeres jornaleras, así como conversaciones informales que resultaron claves para poder hablar de temas que no resultan fáciles bajo el contexto de una entrevista. Asimismo, este trabajo se complementó por medio de comunicación telefónica y por redes sociales con personas que estaban trabajando en los destinos agroindustriales, principalmente en Sinaloa, San Luis Potosí y Guanajuato.
Cabe señalar que dicha investigación se desprende de un proyecto anterior llevado a cabo entre 2013 y 2017, principalmente en el municipio de Cochoapa el Grande y en los destinos agroindustriales en San Luis Potosí y Sinaloa. Este antecedente favorece un panorama extenso sobre la experiencia de la migración laboral desde el punto de vista de las personas migrantes desde sus comunidades de origen.
La región Montaña, en donde se localizan las comunidades señaladas, se caracteriza por una
orografía accidentada por la presencia de la Sierra Madre del Sur. Es la región con la mayor diversidad de población indígena nahua, me’ phaa y na savi dentro del estado.5 El centro político-administrativo de la Montaña es la ciudad de Tlapa de Comonfort, la cual, además de concentrar los principales servicios, cuenta con la mayor presencia de población mestiza en la región. Alrededor de esta ciudad se distribuyen el resto de comunidades y localidades de la región, la mayor parte de estas con altos índices de pobreza y marginación social. La Montaña es la región con los índices de pobreza y marginación más altos dentro del estado, y una de las más empobrecidas a nivel nacional, con índices que superan del 70 al 90 % por municipio en condiciones de pobreza (Gobierno del Estado, 2021, p. 21)
Las localidades en esta región se caracterizan por poblados pequeños compuestos por un conjunto de caseríos de madera y adobe distribuidos entre el terreno agreste, rodeados por montañas y terrenos boscosos, dependiendo de la altura. Por lo general, cada una de las localidades cuenta con una iglesia, un salón de bienes comunales y una cancha de basquetbol techada en donde se organizan eventos festivos y públicos, estructuras que conforman el centro de las comunidades, rodeado por las viviendas.
Dependiendo de la lejanía de estas respecto a la ciudad de Tlapa de Comonfort es que el acceso y medios de transporte se ven más complicados, siendo las comunidades de la región na savi, en las partes más altas y terrenos más agrestes, las más alejadas y, al mismo tiempo, las más afectadas en cuanto al acceso a servicios básicos, infraestructura y transporte. Las condiciones de pobreza y marginación son las principales motivantes para la migración laboral.
Al contrario de esta región, las zonas agroindustriales concentradas en el noroeste de país constituyen espacios caracterizados por la presencia de industria, infraestructura, acceso a servicios y oferta laboral. Asimismo, se trata de localidades compuestas, en su gran mayoría, por población mestiza, lo cual, de acuerdo con lo que Navarrete (2004) denomina el mapa étnico en México, alimenta las representaciones sociales y materializaciones que dividen a país en un norte mestizo que concentra la riqueza, el trabajo y las oportunidades, y un sur mayoritariamente indígena, con fuertes problemas de rezago y desarrollo social.
Por lo general, en los destinos agroindustriales de Sinaloa hay asentamientos de familias jornaleras indígenas que datan de más de treinta años. Sin embargo, para el caso de las personas originarias de Guerrero, al tratarse principalmente de una migración cíclica, su permanencia en estos destinos depende de dos espacios principales: los albergues dentro de los campos agrícolas (propiedades privadas), albergues del estado, o bien, la renta de cuartos o viviendas en poblaciones aledañas. Es importante señalar que los campos agrícolas, por lo general, se encuentran en zonas aisladas, alejados de los principales asentamientos, y aunque hay transporte para llegar a estos, este no suele ser frecuente.
Esto genera un contexto difícil para las familias indígenas, pues no cuentan con muchas alternativas de movilidad en caso de querer salir del campo, razón por la que la mayoría de familias suele quedarse en los campos durante toda la temporada de corte, que puede durar hasta seis meses, dependiendo directamente de las tiendas dentro de los campos y de los servicios que estos les ofrezcan. A esto se suman las dificultades del lenguaje y del entendimiento cultural, así como las prácticas de discriminación que suelen padecer por parte de la población local.
No, no nos tratan igual [...] ya ves que la gente del norte, donde nosotros vamos, las personas no te entiende[n], decimos, si no hablas bien español te lo dicen directo “pinche indio habla bien”. [...] Llega[s] a las tiendas con tu dinero y todavía te discriminan, es la parte donde a mí no me gusta nada [...] pues es que como piensan ellos que como ellos son de ciudad, piensan ellos que nosotros valemos menos [...] te dicen “aquí tú sólo vienes a trabajar”, pues dice el patrón, “no pues qué tal si es que a ti no te gusta trabajar, ahí hay alguien más, porque siempre tiene que haber una persona, siempre tiene que haber una persona que se ofrece más barato y que se aguanta todos los maltratos” y todo el que alza la voz para decir “no es que yo quiero que me trate bien, a mi gente, quiero cobrar bien al pago”, olvídate mañana que tengas trabajo, nos liquidan6 (Testimonio, entrevista, Lindavista, Guerrero, junio de 2022).
De acuerdo con Clak Alfaro (2008), el referente étnico ha sido un factor preferente para el sector agroindustrial, pues, para empresarios y contratistas las personas indígenas han sido percibidas como contingentes urgidos de trabajo y dispuestos a laborar a cambio de lo mínimo indispensable. El testimonio presentado al inicio corresponde con las palabras de un joven me’phaa, originario de la comunidad de Lindavista en la Montaña de Guerrero. Él, desde niño, conoce las diferentes regiones agroindustriales de México ubicadas principalmente en el noroeste del país, la única alternativa laboral tanto para su generación como para la de sus padres en una región en donde las oportunidades laborales y educativas son escasas y los índices de pobreza y de marginación son preocupantes.7
Además, el monolingüismo, los altos índices de analfabetismo, el desconocimiento de sus derechos laborales y su disponibilidad para viajar largas distancias en compañía de sus familias -dejando por largas temporadas8 sus comunidades, junto con todas sus actividades sociales, económicas y educativas- son consideradas como características ventajosas “para conseguir mayor productividad y beneficios económicos: mano de obra en remate, articulada a mercados internacionales” (Clark Alfaro, 2008, p. 7).
Particularmente en México, la agroindustria de hortalizas, consolidada en las regiones del norte del país,9 ha logrado articular desde la décadas de 1960 y 1970, a partir de circuitos migratorios cíclicos, un mercado laboral sustentado en la explotación laboral de familias indígenas, originarias principalmente de estados como Guerrero y Oaxaca,10 pues la agroindustria opera como una maquinaria estratificada que divide las tareas de manera sistemática por etnia y género (Lara, 1995) en una lógica de flexibilidad laboral en donde quienes desempeñan las actividades fundamentales perciben menos salario y, en general, son mayormente precarizados/as.
Es lo que Gómez Nadal (2017) denomina el nudo racista, es decir, un escenario complejo en donde las personas indígenas experimentan una “construcción excluyente con el mercado del trabajo, el acceso a los servicios o a la participación democrática” (p. 28).
No es aleatorio que bajo este marco, 94 % de la población jornalera en México carezca de contratos formales y cerca de 43 % perciban un salario por debajo del mínimo determinado por la ley (CONASAMI, 2020). El carácter eventual del trabajo agrícola lo dota de un marco de informalidad que permite, de manera abierta y naturalizada, se violenten de forma sistemática los derechos tanto laborales como humanos de las personas jornaleras, no solo en su papel como trabajadoras, sino también como migrantes e indígenas. Sin embargo, esto no es un hecho aislado, sino una de las tantas formas en las que se expresa y materializa el nudo racista del que habla Gómez Nadal (2017).
El racismo -como condición histórica y estructural- ayuda a explicar cómo bajo las representaciones sobre las poblaciones indígenas se justifican una serie de acciones que construyen cuerpos como aptos para el trabajo. Por ejemplo, en la cita inicial de este apartado se hace alusión a que les dicen “aquí solo vienen a trabajar”, lo que indica cómo sus cuerpos son cosificados y construidos como objetos explotables. De acuerdo con Pagotto (2011), el cuerpo, como organismo, es un producto de dispositivos socio-históricos, por lo que representa un escenario atravesado por la producción del poder. En este sentido, cobra relevancia la forma en que ciertos cuerpos son producidos como “cuerpos para trabajar” a partir de procesos de racialización.
Si bien este mercado laboral no se sostiene solo de la mano de obra de trabajadoras y trabajadores indígenas, estas poblaciones sí son un preferente y también hay diferencias sobresalientes en la forma en que son tratados, en comparación a las personas jornaleras mestizas (Herrera Amaya, 2018).11
El sistema estratificado y racializado del trabajo agrícola se corresponde con un escenario estructural de conformación de las desigualdades en México en donde la configuración de este nicho laboral para las personas indígenas permite la reproducción y continuidad de dinámicas estructurales que continúan situando a estas poblaciones en los altos índices de pobreza y marginación, y con esto, en un círculo difícil de romper, conveniente para los mercados y lógicas comerciales de la agroindustria; es decir, todos estos son parte de los dispositivos socio-históricos que configuran el poder y que, por tanto, atraviesan los cuerpos.
Así, además de su carácter estructural, el racismo tiene múltiples efectos materiales sobre la vida, incluyendo consecuencias que se reflejan, de manera cotidiana, sobre los cuerpos mismos de las personas pertenecientes a poblaciones históricamente racializadas. En el caso de las familias jornaleras indígenas, sus condiciones son la consecuencia de la articulación de fuerzas estructurales y estructurantes que no solo les asignan un lugar considerado como apto, sino que a partir de estas dinámicas se conforman expresiones que se manifiestan sobre sus cuerpos como dolor, marcas y reflejo de las consecuencias no solo de una actividad laboral recurrente, sino también del racismo.
Cuando aprendes duele, después se acostumbra uno, te dan unas navajitas y tienes que ir cortando la fruta de a poquito [...] te cortas, pero así es hasta que te acostumbras [...] ya luego no te cortas, o no te duele, no sé, a lo mejor te sigues cortando, pero ya no duele, es mejor porque cortando [tomate]12 luego duele la espalda [...] las manos [...] te cansas más. (Testimonio, entrevista, Cacahuatepec, julio de 2021).
La cita anterior corresponde con el relato de un hombre nahua adulto mayor, quien describe su trabajo en el corte de las llamadas “verduras chinas”.13 Él relata cómo el proceso de aprendizaje de este oficio requiere del manejo de unas navajas proporcionadas por la empresa, y cómo durante este proceso es común llegar a cortarse, hasta acostumbrarse. Además, cabe resaltar que en su testimonio él hace la distinción de este trabajo con el del cortar tomate, actividad que señala es peor porque con este duelen además de la espalda, los brazos y, en general, se está más cansado.
Ahora bien, es interesante cómo este testimonio, que por sí solo parece un caso aislado, cobra relevancia en relación con otros relatos semejantes. El siguiente testimonio es el de una mujer nahua, de aproximadamente cincuenta años, originaria de la comunidad de Ayotzinapa, municipio de Tlapa, comunidad distinta al del testimonio anterior:
Pues para mí, ahí [en las verduras chinas] no me rendía,14 pero está mejor porque no vas a levantar tu caja, ahí la dejas y ahí la recogen, y en el tomate tienes que levantarla y tienes que ir a vaciar la batanga, tienes que ir lejos caminando y ahí la llevas; aquí cargando [...] me dolía todo, el cuerpo, los brazos porque cargaba el peso, y pensaba yo, pues a qué vengo y todo eso… pues vamos por necesidad porque no tenemos, hay maíz, queda algo, pero es por necesidad (Testimonio, Ayotzinapa, Tlapa, septiembre de 2023).
En esta narrativa aparece la constante de que el corte de tomate es una actividad más pesada que el corte de las verduras chinas, y además se repite el dolor ligado a los brazos, al cuerpo, a los pies, y en general al cansancio generalizado. En este testimonio se agrega, además, otro elemento de suma importancia, la necesidad como motivante para realizar un trabajo reconocido como pesado. Así, se puede observar que dolores como el de brazos, de pies, constituye una experiencia articulada a la de un tipo particular de trabajo, a diferencia de las verduras chinas, en donde la marca aparece a través de los cortes y la experiencia con las navajas.
De chiquita yo sí sentí mucho porque es un trabajo muy pesado. Era un trabajo muy pesado porque las cubetas pues sí están pesadas para una de chiquita. Ya con el tiempo, igual se sufre, pero con el tiempo se acostumbra uno. Ajá, se acostumbra uno porque si no trabajar uno, no hay cómo mantenerse [...] pues yo más que nada [me dolían] pues mis pies porque como era mucho caminando todo el día, pues de 7 a 5 de la tarde, era mucho. Para mí se me hacía mucho, así un eterno, una eternidad (Testimonio, Joya Real, Cochoapa el Grande, septiembre de 2023).
La cita anterior es de una mujer na savi de aproximadamente cuarenta años, quien relata además la experiencia de cuando inició a trabajar en el corte de tomate, cuando apenas tenía once años de edad.15 Su experiencia se vincula a un momento específico dentro del ciclo de trabajo, al inicio, cuando es necesario acostumbrar al cuerpo para soportar una demanda ante la necesidad como constante de la motivación para desarrollar el trabajo, más el agravante de ser una niña, como también sucede con el siguiente caso:
Es muy trabajoso porque te vas a cansar bien rápido porque eres un niño chiquito. Para mí digo que sí, está cansado el trabajo [...] creo que el primer año que fuimos en el tomate, ese sí está pesado, luego nos cambiamos a otros campo, y en ese ya no tanto, porque nada más cortábamos verdura china, entonces ahí ya no tanto, pero en el tomate sí, por los baldes, sí está pesado [...] pues yo siento que está más pesado en el tomate porque te van a doler los pies, cada ratito vas y vienes, las manos porque lo vas a ir cortando, alzas la cubeta del tomate, y entonces ahí está más cansado que en el otro (Testimonio, Ayotzinapa, Tlapa, septiembre de 2023).
El dolor que aparece mientras “te acostumbras” es diferente del dolor que aparece cuando ya no trabajas en eso, pero que persiste en el tiempo, como en el caso de las personas adultas mayores para quienes los dolores tienen que ver con la repetición de una actividad; por ejemplo, los dolores de espalda, pies y brazos, que ya no se quitan con el descanso después de la jornada laboral, sino que se quedan como dolores persistentes y sostenidos, acompañándolos incluso hasta sus comunidades de origen y durante el descanso.
De esta forma, lejos de ser hechos aislados, los dolores como manifestaciones en el cuerpo se convierten en una constante que además recupera la memoria de momentos específicos articuladas a acciones también concretas. Por ejemplo, durante la temporada de pandemia, las consecuencias sobre el cuerpo parecen constituirse como parte de la memoria y el relato. De acuerdo con las palabras de una mujer nahua de la comunidad de Ayotzinapa, Tlapa: “Yo tenía mucho sueño… no podía levantarme, solo quería estar dormida [...] trabajábamos de lunes a domingo [...] ya no sabía qué día era” (Testimonio, entrevista, Ayotzinapa, junio de 2021).
La experiencia que relata acerca de cómo durante un periodo de aproximadamente tres meses tuvo que trabajar de lunes a domingo obedece a un contexto particular como el de la pandemia, momento en que se intensificó la producción agroindustrial mexicana a causa de la demanda de exportación. La memoria de ese momento fue vivida a partir de sensaciones específicas resentidas en su cuerpo.
La vida de las personas jornaleras está, así, acompañada de estas marcas sobre sus cuerpos, marcas ligadas a experiencias concretas, no como hechos aislados, sino compartidos, como parte de una historia colectiva cuyo correlato son la historia de despojos, la pobreza y la marginación como expresiones del racismo.
Ahorita sí se sufre, yo siento que sí se sufre, por eso yo ya no quiero eso para mis hijos, prefiero pues trabajar yo sola con mi esposo, pero mis hijos que estén estudiando para que otro día ellos sean algo más en la vida, que no sigan sufriendo como nosotros. Por eso, pues también ojalá que nuestros compañeros jornaleros pues también ya tengan ese mismo pensamiento que nosotros para que sus hijos ya no sigan sufriendo más, porque yo siento que sí, yo sé lo que ellos sienten porque también es una vida muy triste en donde sí hace falta el dinero, porque el dinero es el que hace falta, por eso es que andamos así (Testimonio, Joya Real, Cochoapa el Grande, septiembre de 2023)
Si bien las dolencias colocadas a lo largo de estos testimonios hacen parte de malestares vinculados con un tipo de trabajo, el cual puede ser realizado por cualquier persona, indistintamente de su adscripción étnica, en el caso de las poblaciones indígenas estas marcas sobre su cuerpo resaltan por la intensidad con la que realizan el trabajo y como una expresión de una diferencia, que aunque no se nombre, hace alusión a un sentimiento de inferiorización por el hecho de ser indígenas, como lo deja ver el siguiente testimonio.
Muchos compañeros que andamos así [migrando, trabajando] mucho hemos visto cómo sufren y cómo siguen sufriendo más, por eso, por esa misma lástima de que ellos no pueden hablar, aunque quieran, pero no pueden, por lo mismo que somos indígenas, más que nada, que no saben cómo defenderse, no saben cómo decir lo que ellos sienten (Testimonio, Joya Real, Cochoapa el Grande, septiembre de 2023).
Es decir, hay un sentimiento de historia compartida, no solo por el hecho de ser trabajadoras y trabajadores agrícolas, sino por ser indígenas. Como lo menciona Strasser (2011), en la construcción del cuerpo, como experiencia en el mundo, el dolor no puede ser analizado desde un punto de vista objetivo, sino que este adquiere un significado vinculado a un contexto social e histórico, es decir, se entiende al “cuerpo como objeto de estudio que responde a dimensiones micro y macrosociológicas donde se hacen efectivas diversas tensiones” (Aréchaga, 2011, p. 198), entre estas las desigualdades sociales.
Así, a partir de las experiencias corporeizadas de las personas jornaleras se expresan y materializan condiciones micro e individuales que responden a historias personales, pero al mismo tiempo condicionantes estructurales que hablan de esa historia compartida, la cual puede explicarse a partir de racismo.
De acuerdo con Philomena Essed (2002), el racismo cotidiano es una de las tantas manifestaciones que tiene el racismo como fenómeno estructural, una de las dimensiones más cotidianas e íntimas que suele manifestarse a partir de los testimonios.
Las historias [de vida] permiten al oyente identificarse con el tema porque puede contextualizarlo. Los relatos son útiles para revelar los costos emocionales de la constante exposición a la discriminación. Los costos personales de la experiencia proveen mayor claridad acerca de lo que es el racismo cotidiano: injusticias que se repiten con tanta frecuencia que se dan por sentadas, injusticias que molestan, debilitantes y aparentemente pequeñas. El concepto de racismo cotidiano revela las experiencias del día a día sobre la discriminación racial, en un contexto macroestructural de desigualdades dentro y entre las naciones a partir de jerarquías étnicas y raciales sobre la competencia y el progreso cultural y humano (pp. 202-203, traducción propia)
De acuerdo con la cita anterior, la oralidad constituye uno de los acercamientos por excelencia para indagar por las manifestaciones del racismo cotidiano, contextualizadas a partir de las personas que las padecen de acuerdo a sus énfasis, intensidades e interpretaciones. Respecto al tema de las marcas sobre el cuerpo que deja el trabajo agrícola, se puede observar cómo estas experiencias corporizadas hacen parte de narrativas comunes entre las personas indígenas, es decir, que obedecen a un marco de condiciones estructurales y no se trata solo de hechos aislados o de cuestiones individuales. Además, a partir de los testimonios presentados, nos es posible percibir el énfasis que se hace sobre la dolencia en particular, articulada a una experiencia y a momentos determinados, así como la importancia que tiene para ellos/as la comparación entre el corte de verduras chinas y el tomate, la edad, y el proceso de aprendizaje como punto central vinculado con el trabajo y con el dolor.
Sin embargo, pese a la relevancia de las experiencias y testimonios para descubrir esas cuestiones aparentemente pequeñas de las que habla Essed (2002), en muchas ocasiones el racismo, como concepto abstracto, no es relacionado de manera directa por las personas que lo padecen, es decir, que a veces no se le identifica como tal, aunque se le haya experimentado aun de forma tan recurrente a lo largo de toda una vida. De hecho, en los testimonios no aparecen los malestares vinculados como una experiencia o efecto del racismo, lo que se menciona es una distinción entre el “nosotros” como jornaleros/as y como indígenas, como experiencia de trato diferenciado.
En México, el tema del racismo hacia las poblaciones indígenas estuvo encubierto durante la mayor parte del siglo XX. La emergencia de un proyecto de nación posrevolucionario interesado por fortalecer una idea de “identidad nacional” a partir del mito del mestizaje, junto con una antropología de Estado de herencia culturalista y boasiana, lograron invisibilizar el tema del racismo como un eje estructurante de las desigualdades sociales existentes en el país, invisibilizando la presencia de grupos minoritarios diversos y, en especial, respecto a la brecha entre las poblaciones indígenas -como principal referente de la otredad- y el resto de la población. Castellanos (2001) historiza cómo a lo largo de la construcción del México independiente, el racismo quedó excluido de los discursos oficiales:
Los discursos liberal y conservador del siglo XIX son inclusivos y excluyentes, aunque predomina la visión de un indio destinado a desaparecer bajo el principio de que “todos somos iguales ante la ley” y una política encaminada a la destrucción de sus bases de reproducción para liberar mano de obra y tierras comunales, no sin una resistencia indígena que se extiende a lo largo de ese siglo. Los indigenistas de principios del siglo XX reconocen la existencia de los indios y la necesidad de conocerlos para asimilarlos, construir una Nación homogénea y establecer el “buen gobierno” (Castellanos, 2001, pp. 166-167).
Así, bajo los discursos igualitarios y en pro de la homogeneización cultural, hablar de racismo se convirtió en un tema tabú, pero, de manera pausada, ha comenzado a visibilizarse a partir del levantamiento zapatista en 1994 (Castellanos, 2001). Sin embargo, “hay una continuidad en la introspección del racismo que se reproduce a través de prácticas institucionales y de las interacciones marcadas por el conflicto interétnico. La persistencia de estereotipos y estigmas y comportamientos excluyentes continúan provocando el ocultamiento y la negación de lo propio” (Castellanos, 2001, p. 168).
Este ocultamiento en los discursos oficiales y en la academia antropológica mexicana también ha permeado la vida cotidiana; frases como “en México no hay razas, sino culturas”, “en México no hay racismo, sino clasismo”, o la presunción de puertas abiertas del país por sus políticas de aceptación a extranjeros como refugiados ante la persecución en sus países de origen por causas políticas, construyeron una imagen en la que México, de manera oficial, aceptaba y celebraba la diversidad, aunque en la realidad los pueblos indígenas que lo componen padecían y siguen padeciendo de la pobreza, el rezago y la marginación, tanto social y económica, a raíz del racismo y de las múltiples expresiones cotidianas de discriminación racial en los espacios del día a día.
Este escenario hace que a pesar de la apertura que ha ganado el tema en las dos últimas décadas, siga siendo algo difícil de rastrear o de preguntar de manera abierta o directa, no solo porque no se nombre como tal, sino porque también implica un tema íntimo, sensible, que se acompaña de sentimientos profundos y dolorosos relacionados con la humillación, la injusticia, el malestar o la inferioridad, difícil de exponer o de nombrar.
En estas dimensiones tan cotidianas en donde suele prevalecer el ocultamiento de ese tipo de heridas, así como los silencios, la etnografía aparece como una herramienta metodológica potente para indagar en esos espacios de lo micro. Uno de los elementos más significativos para la reproducción del racismo se encuentra en la naturalización, en el sentido común y en seguir repitiendo y creyendo patrones respecto a la forma como nos relacionamos entre personas y entre las diversidades.
La reproducción de un sistema de explotación laboral para satisfacer las demandas de la agroindustria obedece a cuestiones estructurales, pero también a la naturalidad con la que se concibe que ciertos cuerpos, en este caso construidos como indígenas, sean considerados como los más aptos o naturalizados para realizar ciertas actividades, cosificándolos y, además, convirtiéndolos en cuerpos “desechables”, deshumanizándolos.
La forma en que desde nuestra vida cotidiana y nuestro sentido común naturalizamos toda una serie de prácticas a causa de imaginarios que nos dictan que ciertos cuerpos pertenecen a lugares determinados socialmente también hace parte del racismo como proceso y es, además, en este espacio de interacciones en donde se manifiesta de manera cotidiana. Por tanto, uno de los objetivos de la indagación etnográfica en este ámbito tiene que estar encaminado a la desnaturalización de lo común.
En este sentido, ¿cuál es el camino metodológico para etnografiar el racismo? De acuerdo con Castellanos (2001), es importante identificar los sistemas regionales de dominio de los sectores históricamente racializados, es decir, hay que tomar en cuenta al racismo como un eje estructural y estructurante, y no como manifestaciones aisladas que se viven tan solo de forma individual. Sin embargo, en cada uno de estos espacios se reproducen dinámicas particulares que vuelven necesario el acercamiento etnográfico, ya que:
Para estudiar el racismo a partir de sus representaciones y discursos, la identidad es un instrumento analítico que permite distinguir los procesos racistas de categorización. Si la construcción del Nosotros frente a los Otros es indisociable, entonces el racismo es un conjunto específico de juicios y relaciones con el Otro vinculados al proceso identitario y al poder, por lo que el sistema de imágenes y relaciones interétnicas es un punto de partida para su estudio. Hay entonces que reconocer las identidades étnicas, regionales y nacionales en conflicto, sus bases culturales y su instrumentación en momentos y contextos específicos del encuentro, a fin de explorar la dinámica y los contenidos de las identificaciones del Otro, descubrir las formas manifiestas y ocultas del racismo (Castellanos, 2001, pp. 169-170).
A partir de la cita anterior, se desprenden diversos elementos importantes que funcionan como pistas para aprehender el racismo. En primer lugar, nos encontramos con que el racismo es, en el fondo, un tema sobre la construcción de la otredad, un fenómeno de categorización de la diferencia y de la inferiorización del “otro”; en segundo lugar, que en ese proceso de categorización de la diferencia, las construcciones sobre la identidad y las relaciones entre ellas son fundamentales para comprender su conformación, esto es, sus estructuras de poder y de conformación de la diferencia; en tercer lugar, es importante entender los contenidos de esas construcciones identitarias, es decir, toda la serie de construcciones en forma de representaciones, prejuicios y estigmas que encierran información clave sobre las percepciones y naturalizaciones sobre los otros inferiorizados; por último, hay que situar estos elementos dentro de contextos específicos de encuentro entre esas construcciones sobre la diferencia.
Si bien estos elementos son abstracciones, representan una serie de pistas que en el contexto de la investigación etnográfica nos orientan hacia las personas, sus interacciones y sus contextos específicos. Como diría (Goffman 2006[1963]):
El medio social establece las categorías de personas que en él se pueden encontrar. El intercambio social rutinario, en medios preestablecidos nos permite tratar con “otros” previstos sin necesidad de dedicarles una atención o reflexión especial. Por consiguiente, es probable que al encontrarnos frente a un extraño las primeras apariencias nos permitan prever en qué categorías se halla y cuáles son sus atributos, es decir, su “identidad social” (p. 12).
De esta manera, la conformación de identidades y las relaciones interétnicas se establecen como puntos de partida para estudiar las manifestaciones del racismo, pues “cuando un individuo llega a la presencia de otros, estos tratan por lo común de adquirir información acerca de él o de poner en juego la que ya posee” (Goffman, 2006[1963], p. 13).
En este juego de identificaciones, las ideologías son clave, así como también las estructuras de adquisición e interpretación de la información respecto a la identificación de la identidad. Para esto es importante distinguir dentro de las construcciones de la diferencia la existencia de procesos de racialización, es decir, la forma en cómo “cuerpos, grupos sociales, culturas y etnicidades son construidos como si pertenecieran a categorías fijas de sujetos, cargadas de una naturaleza ontológica que las condiciona y estabiliza” (Campos, 2012, p. 186).
Este último punto es de suma importancia, pues de lo contrario se corre el riesgo de tipificar toda construcción de la diferencia como racismo. A partir de reconocer la racialización como un proceso, entonces se puede delimitar el racismo como la forma en que esas diferencias están construidas y fundamentadas en la naturalización de categorías fijas de sujetos, aparentemente reconocibles e indisociables de otras identidades.
Es decir, es importante distinguir a la racialización, como un proceso de construcción de la diferencia -como una forma de categorizar e imaginar la diversidad de una manera ontológica y biológica a partir de estereotipos, prejuicios y otros elementos que se fijan a ciertos cuerpos como identidades colectivas-,16 del racismo, como estructura de desigualdad social que condena, inferioriza y marginaliza a los colectivos que lo padecen. Expresado de otra manera, el racismo como estructura, junto con sus expresiones, está sustentado en procesos de racialización. Por eso esta distinción es tan importante, pues en los contextos en donde el racismo no es nombrado, es la racialización y sus procesos la vía para rastrear e identificar los componentes de los discursos y prácticas racistas, es decir, se trata de visibilizar los componentes ideológicos que sustentan las prácticas.
Así, vamos reconociendo cómo a partir de la etnografía es posible rastrear las manifestaciones del racismo en contextos específicos y a partir de rasgos rutinarios que se repiten dentro de los ámbitos más cotidianos, una de estas pistas se encuentra en la interacción y en la forma en que la presencia se materializa en espacios concretos.
La etnografía, como un proceso intersubjetivo, implica la presencia física y la exposición del propio cuerpo como herramienta de trabajo y de reflexión. Tal y como señala Pagotto (2011), “el cuerpo es moldeado por el contexto social y cultural en el que se sumerge el actor, es decir, está sometido a una socialización de la experiencia corporal; y por otro lado, la experiencia misma es corporal y mediante ella el actor se relaciona con el mismo (pp. 57-58)”. Es a partir de nuestra experiencia y del lugar que ocupamos en el mundo que nos aproximamos e interpretamos la realidad que nos rodea. En este sentido, ¿cómo articula nuestra subjetividad el trabajo etnográfico?
En primera instancia, es preciso entender el trabajo de investigación como un espacio atravesado por la subjetividad, un lugar en el mundo, es decir, conocimiento situado, pues “la visión es siempre una cuestión del «poder de ver» y, quizás, de la violencia implícita en nuestras prácticas visualizadoras. ¿Con la sangre de quién se crearon mis ojos? Estos temas se aplican también al testimonio desde la posición del «yo» (Haraway, 1995, pp. 15-16). De tal manera que “ocupar un lugar implica responsabilidad en nuestras prácticas” (p. 17) y con ellos tener presentes diversos elementos de lo que implica estar en campo:
Conocimiento situado: hacer explícito el lugar desde donde se mira, lo que se observa: los espacios accesibles, los que no. Ser conscientes de nuestro propio cuerpo como experiencia y creador de narrativas.
Escucha del campo: reconocer los discursos y posicionamientos de las diversas voces que se articulan en el campo, y que pueden ser contrarias a la nuestra. También implica identificar y reconocer cuando nuestros intereses de investigación van en el sentido contrario de lo que sucede en la realidad.
La etnografía como proceso reflexivo, construcción social y sesgo: ser conscientes de las limitaciones metodológicas y de nuestras limitaciones individuales en cuanto a cuerpo y experiencia.
Reconocer las limitaciones de la intermediación: como proceso subjetivo conviene identificar aquellas cuestiones que nos atraviesan, pero encontrando las limitaciones de acción de acuerdo con nuestras posibilidades físicas, emocionales, materiales, etc.
El ejercicio consciente de la etnografía como conocimiento situado permite no solo una mayor lectura sobre nuestra presencia en un contexto en donde somos externos/as o nos es ajeno, sino que también proporciona las pautas para reconocer esos límites personales e individuales de los que se enlistaron anteriormente.
Por ejemplo, “la gente usa su localización, o más bien su supuesto origen para hablar de la diferencia y de la igualdad ¿de dónde eres? constituye por tanto la pregunta étnica por excelencia” (Gall, 2004, p. 230). La cita anterior hace referencia al reconocimiento inconsciente que como personas situadas en el mundo hacemos sobre la igualdad y la diferencia, sobre el proceso de alterización sobre el cual construimos la diferencia y somos construidas/os como tal.
Gall (2004) señala que la pista de una pregunta tan cotidiana como la de indagar por el lugar de origen puede encerrar tras de sí construcciones sobre el racismo; pues cómo leemos y somos leídos/as, y qué repercusiones materiales e inmediatas tienen estas lecturas, en primera instancia se hacen desde y hacia los cuerpos con base en información preestablecida sobre la diferencia, lo que implica un reconocimiento sobre nuestro lugar en el mundo y la expectativa que se genera sobre este.
A partir de mis propias experiencias de trabajo de campo visitando las comunidades de origen de las familias jornaleras me he encontrado con la pregunta de dónde es mi pueblo, como una confirmación del reconocimiento de la diferencia, seguida por una serie de acciones y respuestas respecto de mi presencia, una alteridad que es leída como una mujer mestiza, de ciudad, y estudiada. Combinación de situaciones que activan una serie de reacciones, prácticas y actitudes respecto a mi persona que podrían ser consideradas como favorables. Por ejemplo, las facilidades para transportarse, invitaciones a comer, a visitar a algunas personas, o para conocer a las autoridades en cada uno de los pueblos.
Esta lectura, de cierta manera, activa tanto mi posicionamiento en el trabajo de campo, así como el tipo de acceso a la información y el lugar desde donde puedo interpretar esa información a la cual pude acceder. Esto también se acompaña de expectativas, como por ejemplo, el ser leída como funcionaria pública, profesora, doctora, enfermera, trabajadora social, abogada, integrante de alguna ONG o asociación civil y, en general, cualquier personaje que implique una participación o algún beneficio directo para la familia o la comunidad. La gente siempre requiere de atención médica, de asesoría legal, de servicios o, bien, de personas interlocutoras que puedan llevar sus demandas ante alguien más.
Estas experiencias, que en los primeros momentos pasaban como situaciones inconscientes, fueron cobrando relevancia al cuestionarme sobre los contrastes que representaban mi presencia en sus comunidades de origen, versus la presencia de estas familias en los contextos en donde yo era leída como familiar y no como extraña.
Tampoco se trata de equiparar las experiencias pues, como señala Haraway (1995), “la «igualdad» del posicionamiento es una negación de responsabilidad y de búsqueda crítica” (p. 14). Por el contrario, este ejercicio intersubjetivo orilla a visibilizar esos contrastes y esas diferencias que se anclan a procesos de racialización y que estructuran jerarquías, tratos diferenciados y materializaciones concretas en contextos determinados. Al reconocer a la etnografía como una experiencia corporizada, posicionada en un tiempo y en un espacio determinados, se problematiza también sobre nuestra presencia e influencia en dichos contextos.
Al final, también implica el reconocimiento de nuestros límites, qué sí pude ver y/o hacer, pero también qué es aquello que nunca pude observar o que me es inaccesible. Al mismo tiempo, este límite tiene que ver con qué tanto puedo participar. Esto a veces es un punto fuerte, pues requiere de una honestidad no solo con las demás personas, sino con nosotros/as mismos/as.
Ahora bien, otro dilema se plantea cuando se habla no con las personas que padecen las consecuencias del racismo, sino con quienes lo reproducimos. ¿De qué manera se pregunta durante las interacciones o en alguna entrevista cómo alguien reproduce prácticas racistas? Por lo general, es a partir del trabajo etnográfico que las prácticas y conversaciones del sentido común cobran relevancia respecto de las preconcepciones del sentido común que cada quien tiene sobre la diferencia, sobre los lugares que esta debería ocupar, o sobre las actividades que estas deberían de desarrollar.
Es decir, ha sido durante la etnografía, “estar ahí en el momento preciso”, como he podido apreciar prácticas, decires y consideraciones, tanto de empleadores, funcionarios públicos, como de población mestiza en general que interactúa con las personas jornaleras en los campos agrícolas o destinos agroindustriales, o incluso en sus comunidades de origen, que expresan prejuicios, estigmas, estereotipos, etc., racializados, pero ¿cómo hacer explícito este tipo de actitudes y narrativas cuando justamente se revelaron en la naturalidad de no sentirse observados? El racismo representa, así, una complejidad al no ser un tema visibilizado, ni por quien lo padece, ni por quienes lo reproducen. Esto, a su vez, es un dato que nos habla sobre cómo es que se vive y se reproduce como fenómeno, y cómo es que justamente puede instalarse como un acto inconsciente y naturalizado.
En este sentido, es la etnografía una herramienta potente no solo para abordar un fenómeno social que requiere de una explicación minuciosa, sino como un proceso en donde se rompe con el sentido común y se comienzan a desentrañar las dinámicas por las cuales estas representaciones, prácticas y materializaciones se concretan. Sin embargo, el ejercicio etnográfico va más allá de una metodología con la cual se estudia un fenómeno social, pues esta también implica el cuerpo mismo como principal elemento para aprehender la realidad.
El racismo como fenómeno implica tanto dinámicas estructurales y estructurantes, como situaciones cotidianas que tienen lugar en los espacios más micro en los que se reproducen nuestras interacciones. Si bien en los últimos años es cada vez más común hablar de racismo en México como un eje articulador de desigualdades sociales y como una forma de violencia, tanto estructural como cotidiana, que pesa sobre los grupos históricamente racializados y las poblaciones indígenas, aún representa un reto metodológico para las ciencias sociales. Su carácter encubierto en los discursos oficiales sobre una supuesta igualdad y respeto por la diversidad, así como la imbricada relación que guarda con la clase, hacen que sea un fenómeno muchas veces camaleónico e inasible.
Ante esta situación, la etnografía aparece como una herramienta poderosa, pues permite que a través de las prácticas, de las relaciones sociales, de las interacciones, y en general del desarrollo de las actividades cotidianas, se perciban los efectos del racismo en la vida y en los cuerpos de poblaciones específicas. En el caso de las poblaciones indígenas migrantes que se emplean como jornaleras agrícolas, la etnografía permite articular condiciones como el cansancio y las huellas del trabajo sobre el cuerpo de las personas como una de las formas en que se materializan los procesos de racialización y que convierten a ciertas poblaciones en “objetos”, “cuerpos aptos para el trabajo”.
Sin embargo, la etnografía, lejos de ser solo un recurso metodológico, es un ejercicio intersubjetivo cuya principal herramienta es el cuerpo mismo; es decir, la etnografía es experiencia, allí, por tanto, confluyen -en ambas direcciones- vínculos, emocionalidades, retos y dilemas frente a la investigación social y respecto a nuestro papel como intérpretes y/o analistas de ese contexto, a veces doloroso.
El racismo como expresión corporizada requiere de la atención en su dimensión más micro y cotidiana, necesita de una mirada hacia los espacios concretos en donde su materialización deja marcas, aunque estas, muchas veces, no se nombren. Los espacios de silencio o silenciados también resguardan marcas y expresiones, tanto estructurales como cotidianas.
Este trabajo presentó una serie de reflexiones preliminares -a partir de mi propia experiencia como antropóloga haciendo investigación sobre procesos de racialización y racismo con poblaciones indígenas históricamente racializadas y vinculadas a los sumamente precarios mercados de explotación laboral de la agroindustria- que no se agotan con el tema del racismo o con el trabajo agrícola, o con la interacción con personas jornaleras indígenas, sino que pueden dialogar con cualquier investigación social cualitativa que implique la interacción interpersonal en el campo.
Hacer visible la forma en que se atraviesan las subjetividades en la labor de la investigación no es un tema agotado y requiere de un ejercicio continuo de reflexividad, no solo porque permite transmitir a los y las lectoras el lugar desde donde se observó, sino porque nos permiten llevar a cabo un ejercicio continuo de cuestionamiento acerca de nuestras interpretaciones, nuestros valores, nuestros propios prejuicios y estereotipos, y también sobre nuestros límites.
Este texto aún deja abiertos dos ejes, presentados en la reflexión. Por un lado, desarrollar más cómo las marcas sobre los cuerpos de las personas jornaleras hacen parte de expresiones del racismo, por cuanto se reconoce como trato diferenciado respecto de las personas no indígenas, algo que no se pudo desarrollar con más detalle debido al alcance del objetivo y la extensión del artículo. Por el otro lado, es necesario esquematizar las reflexiones metodológicas aquí presentadas para que estas no se queden en el terreno de la anécdota, sino que se vuelvan parte de un diálogo metodológico.
La conversación referida tuvo lugar en julio de 2021 en la comunidad de Cacahuatepec, municipio de Copanatoyac, Guerrero.