Dossier
Recepção: 05 Outubro 2023
Aprovação: 15 Dezembro 2023
Publicado: 01 Junho 2024
DOI: https://doi.org/10.17533/udea.boan.v39n67a4
Resumen: Este artículo parte de los aportes de la llamada antropología de las emociones y la antropología feminista para analizar experiencias de investigación colaborativa con defensoras de derechos humanos en la región indígena de Zongolica, Veracruz. A partir de observaciones etnográficas en diferentes escenarios de litigio, analizamos cómo las intersecciones de categorías de opresión/privilegio que atraviesan nuestros cuerpos definen formas específicas de acción y alianzas en contextos de impunidad y violencia. Planteamos que si bien la circulación emocional posibilita la construcción de acciones compartidas para la lucha por verdad y justicia, es necesario reconocer cómo nuestro locus de enunciación como académicas blancas y blanco-mestizas devela estructuras de poder, raciales, de género, etc., en las que se despliegan estas acciones. Con este argumento, buscamos abrir preguntas acerca de cómo se define lo común en las estrategias político-afectivas del quehacer antropológico en contextos de violencia.
Palabras clave: Emociones, cuerpo, interseccionalidad, etnografía, mujeres indígenas, violencia, Veracruz.
Abstract: This article draws on the contributions of the so-called anthropolog y of emotions and feminist anthropolog y to analyze collaborative research experiences with women human rights defenders in the indigenous region of Zongolica, Vera-cruz. Based on ethnographic observations in different litigation scenarios, we analyze how the intersections of categories of oppression/privilege that cross our bodies define specific forms of action and alliances in contexts of impunity and violence. We argue that while emotional circulation enables the construction of shared actions for the struggle for truth and justice, it is necessary to recognize how our locus of enunciation as white and white-mestiza academics unveils structures of power, race, gender, etc., in which these actions unfold. With this argument, we seek to open questions about how the common is defined in the political-affective strategies of anthropological work in contexts of violence.
Key words: Emotions, body, intersectionality, ethnography, indigenous women, violence, Veracruz.
Resumo: Este artigo baseia-se nos contributos da chamada antropologia das emoções e da antropologia feminista para analisar experiências de investigação colaborativa com mulheres defensoras dos direitos humanos na região indígena de Zongolica, Veracruz. Com base em observações etnográficas em diferentes cenários de litígio, analisamos como as intersecções de cat-egorias de opressão/privilégio que atravessam os nossos corpos definem formas específicas de ação e alianças em contextos de impunidade e violência. Argumentamos que, embora a circulação emocional permita a construção de acções partilhadas na luta pela verdade e pela justiça, é necessário reconhecer como o nosso locus de enunciação enquanto académicos brancos e brancos-mestiços revela estruturas de poder, raça, género, etc., nas quais estas acções se desenrolam. Com este argumento, procuramos abrir questões sobre como o comum é definido nas estratégias político-afectivas do trabalho antropológico em contextos de violência.
Palavras-chave: Emoções, corpo, interseccionalidade, etnografia, mulheres indígenas, violência, Veracruz.
“Hacer etnografía implica arriesgarnos a sentir, a dejar que las emociones afloren, pasa por el cuerpo; en tanto experiencia, es inscripción y registro”. (Susana Rostagnol, 2019: 3)
Introducción
La reflexión alrededor del “poner el cuerpo” de la experiencia etnográfica ha abrevado, por un lado, del reconocimiento de la parcialidad y no neutralidad del conocimiento del feminismo crítico (Castañeda, 2012; Berrío, et. al., 2020), del análisis emocional en contextos de violencia y movilización política (Jimeno, 2010; De Marinis y Macleod, 2019; Díaz, 2023; entre otras) y de los posicionamientos críticos de los feminismos chicanos, negros, indígenas (Anzaldúa, 1999; Cumes, 2012; Hernández y Terven, 2017; Ruiz y García, 2019; Mora, 2022; entre otras). Estos últimos han ido un poco más allá de las nociones iniciales de no neutralidad, dando cuenta de cómo esos cuerpos están atravesados por condicionamientos múltiples que definen opresiones y privilegios siempre relativos.
Este artículo se ubica en la intersección de esta crítica feminista y los aportes de la antropología de las emociones, particularmente, de aquellas investigaciones que desde perspectivas colaborativas han planteado la relevancia de las emociones en el quehacer antropológico en contextos de violencia y luchas por la justicia. Buscamos analizar nuestras experiencias de investigación colaborativa con defensoras de derechos humanos en la región indígena de Zongolica, en el estado de Veracruz, México. Nos enfocaremos en nuestras acciones compartidas junto con la Asociación Civil Kalli Luz Marina (en adelante Kalli), una organización formada por mujeres mestizas e indígenas que acompañan a mujeres víctimas de violencia. Esta organización surgió en los comienzos de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, que sumergió a México en una de las crisis de derechos humanos más impactantes de su historia reciente.1
Las fuentes utilizadas en este artículo son las derivadas de nuestras investigaciones antropológicas llevadas a cabo en la región desde 2011.2 A la par de realizar entrevistas y observaciones en diferentes escenarios de litigio de la organización, ambas autoras fuimos una parte aliada desde la academia y hemos colaborado en diferentes acciones. Esta cercanía nos ha permitido crear preocupaciones comunes acerca de las implicaciones emocionales del trabajo con defensoras, de los límites propios del quehacer antropológico frente a contextos de violencia tan brutales como los que se enfrentan en esta región, así como la intermediación con otras audiencias a partir de nuestros propios trabajos.
En este artículo partimos de reconocer que la circulación emocional en escenarios de violencia se vuelve un impulso para la construcción de alianzas estratégicas, a través de las cuales la etnografía se convierte en un método de indagación, análisis y de acción compartida desde la empatía y los lazos emocionales. Sin embargo, buscamos ir un poco más allá. Analizaremos cómo el “poner el cuerpo” de la etnografía obliga necesariamente a revisar las intersecciones de categorías de opresión/privilegio que atraviesan nuestros cuerpos, las relaciones y las alianzas. Del análisis de las experiencias contenidas en este artículo surge la noción de “complicidad mestiza” para dar cuenta de las estructuras de opresión y racismo que viven las mujeres indígenas en numerosos ámbitos y de cómo nosotras podemos formar parte de la misma si no reflexionamos críticamente sobre nuestro locus de enunciación como mujeres blancas y blanco-mestizas.3
En una primera parte, presentamos algunos debates que han permitido abrir avenidas de exploración sobre la relación entre las emociones y el “poner el cuerpo” de quien investiga en diversos escenarios de conflictividad y violencia. En segundo lugar, analizamos el contexto específico de violencia en Veracruz, enfocándonos en la región indígena de Zongolica y la emergencia de organizaciones de mujeres defensoras. En un tercer momento, analizaremos dos escenarios etnográficos de acciones litigantes de Kalli, situando nuestras experiencias y reflexiones acerca de la circulación emocional y la manera en que la misma está atravesada por diferentes estructuras interseccionadas de opresiones y privilegios.
El “poner el cuerpo” y las emociones como fuente de conocimiento antropológico
Para la antropología, las emociones no sólo han sido fuentes importantes de análisis cultural, sino que también se han convertido, en los últimos años, en una fuente central de reflexiones metodológicas. Dentro del amplio desarrollo del estudio de las emociones en la antropología, una línea más reciente se ha enfocado en cómo las emociones generan afectaciones y acciones compartidas en escenarios de violencia, dolor y movilización política (Ahmed, 2015; Jimeno, Varela y Castillo, 2015; De Marinis y Macleod, 2019). Estas reflexiones se han enriquecido a partir de perspectivas que plantean que las emociones no sólo influyen en nuestras decisiones y acciones individuales, sino que también desempeñan un papel activo en la configuración de los procesos políticos y sociales, como parte inherente de las identidades colectivas (Sabido, 2011; Jasper, 2011). Sin embargo, han ido un poco más allá, al plantear que las emociones circulan generando afectaciones entre víctimas y audiencias más amplias. A diferencia del análisis de las emociones en las movilizaciones sociales, las reflexiones antropológicas sobre las emociones en contextos de violencia abrieron importantes avenidas de análisis para pensar el posicionamiento y las emociones de quienes investigan (De Marinis, 2017; Castro y Blazquez, 2017).
Las emociones se abordaron como dimensiones fundamentales de acción y transformación para la justicia social, en la cual la persona que investiga también está involucrada. Muchos de estos posicionamientos críticos han planteado que, en contextos de violencia y dolor, el conocimiento antropológico se postula como una posibilidad de acción compartida, mucho más volcada hacia la acción y la lucha por justicia (Jimeno, 2010; Das, 2012; De Marinis y Macleod, 2019; Díaz, 2023; Hernández y Robledo, 2020).
Un concepto que integró el análisis emocional y los abordajes metodológicos en estos escenarios es el de comunidades político-afectivas, propuesto así de manera inicial por la antropóloga colombiana Myriam Jimeno, y que devino luego en comunidades emocionales. Con esta noción, la autora ha planteado la importancia de situar los lazos emocionales y políticos que se crean entre las víctimas movilizadas y entre estas y el público más amplio, en el que se encuentran las y los académicos (Jimeno, 2010; Jimeno, Varela y Castillo, 2015).
La perspectiva desde la cual se retomó metodológicamente la dimensión emocional en estos trabajos tiene que ver más que con un análisis de las emociones como objetos con distinciones y límites precisos, con la circularidad y afectaciones en contextos de sufrimiento y movilización política. Se trata de una invitación a pensar críticamente la experiencia etnográfica y producción de conocimiento transformados en escenarios de violencia, en donde los cuerpos de quienes se involucran también son afectados por las emociones que generan los ambientes y los relatos de sufrimiento.
Un importante punto de partida de estas reflexiones ha sido recuperar la crítica de la epistemología feminista a la pretención de objetividad del pensamiento científico, haciendo explícita la dimensión corporal y afectiva a la hora de hacer investigación y como componente central en la producción de lo que Haraway (1995) denominó como conocimiento situado. Reflexionar sobre el “poner el cuerpo” que planteamos en este artículo se relaciona con lo que señala Rostagnol (2019) acerca de la etnografía como un hacer que implica arriesgarnos a sentir y dejar que las emociones afloren como experiencia y construcción de sentido.
Cuando ambas llegamos a la región de Zongolica, la conmoción alrededor del caso de Ernestina Ascencio, mujer indígena nahua violada y asesinada por miembros del ejército en 2007, continuaba marcando de manera profunda las trayectorias de mujeres activistas y nuestras propias indagaciones. Fue un caso que no sólo nos reveló la violencia estructural del contexto donde realizaríamos investigación, sino también las dimensiones políticas y emocionales que circularon en nuestras interacciones. La impunidad, el silencio, el miedo, la rabia y la resistencia, son apenas algunas de las dimensiones que singularizaron nuestra experiencia etnográfica en esta región serrana y las múltiples alianzas y colaboraciones que encaramos en diferentes momentos.
En nuestras investigaciones reconocimos que partir de la noción de conocimiento situado es central, pero no suficiente. En el describir nuestro locus de enunciación, como ejercicio crítico fundamental para comprender cómo es leído y qué produce nuestro “poner el cuerpo” en estos escenarios, fue importante también reconocer las críticas de otros feminismos que nos abren preguntas acerca de cómo las condiciones sexo-genéricas se imbrincan con construcciones raciales, étnicas, de clase, nacionales, entre otras, definiendo exlusiones, privilegios y relaciones de poder en nuestas investigaciones (Anzaldúa, 1999; Cumes, 2012; Ruiz y García, 2019; Mora, 2022; entre otras).
Ruiz y García (2019) retoman la noción de reflexividad fuerte, planteada por Harding (1991), para reflexionar sobre las desigualdades que atraviesan los cuerpos y las relaciones de poder opresivas que sustentan la explotación, el racismo y la violencia de género como parte de las relaciones entre quienes investigan y quienes históricamente han sido investigadas. La reflexividad fuerte permite revelar las implicaciones corporales y emocionales en nuestras investigaciones y, a su vez, cuestionarlas. Así, por ejemplo, la actitud corporal de quien entiende la objetividad como distanciamiento, desvinculación y neutralidad, no puede ser la misma de quien entiende la investigación como una articulación comprometida (Ruiz y García, 2019, p. 6).
En este mismo sentido, Mariana Mora (2022) plantea que existe un vacío sobre el locus de enunciación respecto a las mujeres mestizas -y, en general, las mujeres blancas- en las investigaciones feministas y sobre los compromisos ético-políticos que debemos asumir en nuestras investigaciones. Posicionarnos desde este locus -mujeres mestizas y blancas- nos permite cuestionar nuestras complicidades con las estructuras de poder y reconocer la manera en que hemos adquirido ciertos privilegios en las jerarquías raciales. Desde este posicionamiento, nos dice la autora, resulta necesario “identificar, denunciar y desnaturalizar los elementos que reproducen jerarquías racializadas y el racismo como parte del patriarcado, incluso y de manera especial, dentro de la misma categoría mestiza” (Mora, 2022, pp. 209-210, énfasis añadido). La autora nos advierte que “solidarizarse” con las luchas de las “otras” desvincula sus condiciones sociales de violencia con las nuestras. lo que deriva en una desresponsabilización política en la transformación de las estructuras patriarcales, coloniales y racistas.
Construcción de alianzas y comunidades político-afectivas en el contexto de violencia en Veracruz
Ambas realizamos trabajo de campo en el estado de Veracruz mientras vivíamos en este durante los momentos más álgidos de la violencia. Su ubicación estratégica en el golfo de México y la reconocida relación entre los grupos criminales y los gobiernos estatales lo ha llevado a ocupar los primeros lugares en los índices de violencia extrema a nivel nacional (SEGOB, 2022). A medida que crecía la militarización bajo la excusa del ataque directo al narcotráfico en el país, las células del crimen organizado se expandieron hacia regiones más alejadas y con menor posibilidad de control. Muchas regiones, sobre todo aquellas ubicadas en zonas de frontera, indígenas, empobrecidas y con una larga historia de despojo y explotación, se enfrentaron a situaciones de violencia inédita.
Este fue el caso de la sierra de Zongolica, una de las regiones indígenas más importantes de Veracruz, que incluye 16 municipios con más del 40 por ciento de población nahua.4 Su conformación sociocultural actual es el resultado de la historia de explotación y despojo por parte de colonos extranjeros y mestizos radicados en los centros comerciales y urbanos más importantes de la sierra y de la región más amplia (Rodríguez, 2013). Las condiciones de vida de la población nahua han estado marcadas por profundas desigualdades sociales, despojo de sus territorios y la explotación como mano de obra en las fincas y haciendas cafetaleras. Los altos índices de pobreza y marginalidad presentes en la región, sumados a su orografía y situación fronteriza con los estados de Puebla y Oaxaca, crearon condiciones de vulnerabilidad propicias para la expansión generalizada del crimen organizado y la militarización (Díaz, 2017; De Marinis, 2020).
En el año 2007, a meses de comenzada la política de seguridad nacional para el ataque directo al narcotráfico -la llamada “guerra contra el narcotráfico”-, un suceso sacudió la región y el país. Se trató de la violación sexual tumultuaria seguida de la muerte de Ernestina Ascencio Rosario, anciana indígena de 73 años, habitante del municipio nahua de Soledad Atzompa. Mientras agonizaba, Ernestina señaló como responsables a los militares que se encontraban en un campamento militar instalado en la comunidad desde hacía algunos meses. Sus habitantes, quienes venían denunciando los agravios que los soldados cometían, principalmente contra las mujeres, se movilizaron luego de conocer los resultados de la primera autopsia que confirmó la tortura sexual y física que le habrían provocado la muerte.
De manera temprana, este caso evidenció las consecuencias que la política de seguridad nacional tendría para poblaciones históricamente excluidas y racializadas. El hecho tuvo una gran repercusión e impacto mediático. Develaba los agravios colectivos de la violencia sexual y las desestructuraciones al tejido social que esta práctica de tortura busca en contextos organizados para la defensa territorial y colectiva. Sin embargo, desde el gobierno federal, la respuesta fue la construcción de una verdad oficial que selló la impunidad; en un tiempo récord, teniendo en cuenta la lentitud que ha caracterizado el sistema de justicia en México, la investigación se cerró concluyendo que Ernestina habría muerto por una gastritis mal atendida (De Marinis, 2019).
Aunque llegamos a la región de Zongolica en diferentes años y por diferentes motivos, la violencia política y militar que develó el caso de Ernestina Ascencio seguía presente en las memorias de muchas personas, como una huella emocional que, si bien no formaba parte central de nuestros proyectos de investigación, fue un suceso que impulsó nuestro camino a la sierra. Alrededor del caso había mucho silencio, pero también efectos visibles de las transformaciones que había generado para muchas mujeres, por la violencia brutal que sufrió el cuerpo de una mujer anciana y los agravios colectivos que se experimentaron a raíz de la impunidad en el caso. La violencia que sufrió Ernestina destapó una situación de violencia extrema, no sólo por la manera en que la misma había sido ejercida sobre el cuerpo de una mujer anciana, con toda la carga que esto supone en términos comunitarios y simbólicos, sino porque su tratamiento en los espacios de justicia mostró la impunidad y el cinismo con el que las mujeres indígenas son tratadas cuando buscan acceder a la justicia. A diferencia de otros muchos casos que causarían indignación similar, la muerte de Ernestina trascendió las fronteras locales y generó una importante movilización política a nivel regional y nacional.
A nivel regional, el caso tuvo diferentes efectos. Por un lado, el silencio y la necesidad de olvido por la manera en que se construyó la impunidad;5 por otro, un efecto movilizador para las mujeres, que permitió la creación de organizaciones sin precedentes en la región. Un mes antes de la muerte de Ernestina había entrado en vigor la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV), una importante conquista jurídica de la lucha que había comenzado con los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y que definió el feminicidio, la violencia feminicida y los tipos de violencia de género.
En el contexto de silencio y fragmentación que se vivía en la sierra, y ante el impacto de la muerte violenta, las mujeres sintieron el llamado a hacer algo. Las herramientas legales fueron una oportunidad para canalizar recursos a fin de atender una problemática histórica y urgente. Una de las organizaciones gestadas fue la Asociación Civil Kalli Luz Marina, con la cual comenzamos a trabajar en diferentes momentos de nuestras investigaciones desde 2011. En esta organización convergieron un grupo de religiosas de la orden Misioneras de la Inmaculada Concepción junto con mujeres indígenas y mestizas de la región. A partir de su trabajo de pastoral social en Rafael Delgado, municipio serrano muy afectado por la presencia del crimen organizado y por su ubicación estratégica cercana a la ciudad de Orizaba, las mujeres organizadas comenzaron una labor de atención a las violencias contra las mujeres y niñas, agudizadas por el contexto general de la violencia criminal contra la población (Díaz, 2014 y 2017).
Desde aquellos años han creado una articulación de acciones para la promoción de los derechos, capacitando a otras mujeres que, desde distintos puntos de la sierra, realizan un trabajo de acompañamiento social, legal y psicológico con mujeres que experimentan violencia de género, comunitaria e institucional. El trabajo de Kalli ha influido en la reconstrucción del tejido social, pues su labor va más allá de la denuncia y del uso del derecho del Estado; han apostado por la prevención de la violencia, siendo uno de sus lemas: Nochipa masekintlakitta siwameh (“Que la costumbre sea el respeto a las mujeres”). La formación de promotoras en diversos municipios de la sierra les ha permitido crear y fortalecer una amplia red de mujeres indígenas y no indígenas que trabajan por la defensa de los derechos de las mujeres, poniendo el cuidado colectivo como una de sus principales estrategias. Kalli significa casa en lengua náhuatl y Luz Marina lo escogieron en honor a Luz Marina Valencia Triviño, misionera de la misma orden, quien fue asesinada en el Municipio de Cuajinicuilapa del estado de Guerrero el 21 de marzo de 1987. Con los años, Kalli se consolidó como una de las organizaciones más importantes a nivel regional e incluso en Veracruz; es una de las pocas organizaciones que hacen visibles las demandas de mujeres indígenas frente a una invisibilidad generalizada de la situación de mujeres indígenas en el estado.
Nuestras investigaciones estuvieron marcadas por un contexto de violencia generalizada que se fue agudizando con los años luego del asesinato de Ernestina. Nuestro trabajo con Kalli nos mostró claramente que las organizaciones se vuelven espacios propicios para realizar una investigación que implique pasar un tiempo prolongado en el lugar, no solo por la importancia de documentar y analizar su labor, sino también para encontrar cierto refugio, seguridad y alivio. Esto configura formas específicas de la inserción del trabajo de campo y el trabajo antropológico. Aquella libertad de movimiento y flexibilidad, o la posibilidad misma de registrar varias voces, se ven limitadas en escenarios de violencia. Para ambas, Kalli no fue exclusivamente una organización referente para los temas que nos interesaban, sino que representó la posibilidad misma de llevar adelante una investigación.
En los puntos que siguen quisiéramos abordar algunas reflexiones comunes construidas a partir de dos colaboraciones puntuales que generamos con Kalli. Nos interesa indagar sobre la dimensión político-emocional de las colaboraciones construidas, teniendo en cuenta, desde una reflexión crítica de nuestro locus de enunciación, cómo nuestras condiciones diferenciadas de opresión-privilegio generaron efectos específicos para la observación y acción en las luchas jurídicas que acompañamos.
Punto de partida: el sentipensar desde/con las mujeres indígenas y la reconstrucción ¿de lo común?
Nuestra colaboración con Kalli implicó un posicionamiento político a favor de las mujeres víctimas de violencia, en diferentes escenarios. Como una parte aliada de la academia generamos observaciones acerca de las alianzas que se construyen en la lucha por la justicia y las implicaciones que la intersección de diferentes categorías de privilegio tienen en la posibilidad de lograr mayor visibilidad y protección. Para esto, se vuelve necesario reconocer nuestro locus de enunciación como investigadoras y aliadas; nuestras condiciones de mujer blanco-mestiza mexicana, en el caso de Carolina, y mujer blanca-extranjera, en el caso de Natalia, abrieron algunas preguntas acerca de la manera en que estas categorías impactaron/permearon nuestras colaboraciones y construyeron relaciones de poder, aspectos importantes de incorporar en nuestros análisis. Estas preguntas han cruzado procesos de concientización -siempre fluctuantes y para nada acabados- sobre el racismo interiorizado, los privilegios basados en ciertas identidades, así como la negación y el olvido de las herencias indígenas en nuestros relatos familiares.
El trabajo con víctimas y defensoras supone un involucramiento emocional, un sentir-pensar que para nada está exento de relaciones desiguales a partir de las múltiples categorías que nos atraviesan, como la clase, la “raza”, la etnicidad, la nacionalidad, entre otras, y que definen situaciones de desventajas y privilegios. Como abordamos en puntos anteriores, el concepto de comunidades emocionales, que abarca los lazos político-afectivos que se establecen entre víctimas, personas solidarias y audiencias más amplias, exige siempre una reflexión acerca de qué entendemos por común y por comunidad. De manera crítica, Myriam Jimeno planteó la necesidad de revisar la propia noción de comunidad caracterizada por relaciones de poder desiguales; sobre todo en el trabajo con víctimas y personas en desventaja, plantea Jimeno que es necesario tener presente las relaciones de dependencia, uso y manipulación que se pueden generar (Jimeno y Macleod, 2014).
Crosby, Lykes y Dioron (2019), en su trabajo con mujeres y aliadas en el caso de Sépur Zarco en Guatemala, sugieren la necesidad de tomar en cuenta el posicionamiento como investigadora para evitar los riesgos que podría entrañar una mirada acrítica sobre un concepto tan potente como el de comunidades emocionales:
Por tanto, tomamos en cuenta dónde estamos situadas en la intersección entre género, “raza”, clase social, nacionalidad, lenguaje y educación, que son algunas de las identidades y posiciones mediante las cuales el poder circula en nuestras colaboraciones, las cuales corren el riesgo a pesar de, o quizás debido a, estas comunidades emocionales estratégicas, de reproducir las relaciones de poder colonial y hegemónico que criticamos y buscamos rectificar (p. 191).
Las autoras recuperan la categoría nos-otras, que propone Gloria Anzaldúa, para situar de manera crítica una nueva comprensión del mestizaje que estructure las múltiples hibridaciones de quienes “estamos situadas en los intersticios de la circulación del poder que privilegia y marginaliza” (p. 205). El uso del nos-otras de Gloria Anzaldúa nos permite, desde el reconocimiento de estas categorías de diferenciación, situar las posibilidades de que quienes se ubican de manera distanciada a raíz de esos privilegios puedan sumarse y tomar acción.
En nuestras investigaciones con la organización Kalli, estas reflexiones desde el conocimiento situado fueron vitales. En próximos puntos quisiéramos dar cuenta de cómo esa experiencia del nos-otras nos permitió abrirnos a reconocer las opresiones que experimentan las mujeres de la región, así como nuestros privilegios. Estas reflexiones fueron centrales no sólo para reconocer la experiencia de violencia que enfrentan mujeres racializadas y en pobreza extrema, sino también para analizar críticamente las posibilidades y límites de las resistencias y alianzas externas que se crean en estos escenarios.
Primer escenario etnográfico: poner el cuerpo blanco-mestizo frente al racismo de los juzgados locales
En la investigación realizada por Carolina se planteó el seguimiento de las rutas de las mujeres nahuas para acceder a la justicia en las instituciones del Estado;6 en este proceso enfrentarían diversas violencias debido al racismo y clasismo que se suscitaban en las audiencias judiciales. En muchos casos fueron revictimizadas, por ello representaba una estrategia fundamental acudir acompañadas de integrantes de Kalli, por medio de una promotora que, en muchos casos, fungía como intérprete para las mujeres monolingües, y también el ser representadas por una abogada que les permitiera contar con asesoría gratuita y sensible a las problemáticas de género. Gran parte de los casos presentados por las mujeres en estos espacios se referían a la violencia física, psicológica y económica por parte de sus parejas, aunque no únicamente.7 De esta manera, como parte de la investigación llevada a cabo con Kalli, se observaron algunas de las audiencias solicitadas por las mujeres, se revisaron sus expedientes y se fue testigo del seguimiento de la asesoría legal que les proporcionó la asociación.
En una ocasión, Carolina se encontraba en el Juzgado de Primera Instancia de Zongolica, junto con la abogada de Kalli, quien estaba revisando un expediente judicial. Frente a ellas se suscitó un evento inesperado que pudieron observar. El escenario era el siguiente: se encontraba un juez, un funcionario judicial y una intérprete del Estado tomando la declaración a Lucía, una mujer nahua que no hablaba español; se trataba de un problema entre hermanas (ellas no estaban presentes): Lucía había sido testigo del conflicto entre las mujeres y por ello fue llamada a declarar; se dio comienzo al interrogatorio, las preguntas fueron hechas en lengua náhuatl a Lucía y traducidas al español por la intérprete:
-¿Conoce a la señora Rosa P? (preguntaron a Lucía)
-Sí, es mi amiga y la aprecio.
-¿Conoce a Martha P?
-Sí, sí la conozco.
-¿Usted a favor de quién quiere que salga el caso?
-A favor de las dos.
Sorprendido, e incluso molesto, el que tomaba la declaración dijo:
-¿Cómo que a favor de las dos? ¡Eso no se puede!
A lo que la intérprete contestó:
-Pues qué quieres, yo solo te estoy diciendo lo que ella (la testigo) me dijo.
El juez que estaba al lado de Lucía soltó el siguiente comentario acompañado de una carcajada:
-¡Esta es muy imparcial! ¿No? (Juzgado de Primera Instancia de Zongolica, agosto de 2012).
El burlarse de la “imparcialidad” de Lucía, soltar una carcajada y aprovechar el hecho de que no hablaba español para ridiculizar su posición, forma parte de las diversas formas en que se expresaba el racismo en los funcionarios públicos. Ello no era más que el “pan de cada día” en los juzgados cuando las mujeres nahuas buscaban justicia en las instituciones del Estado. El ser testigo en varias ocasiones de estos procesos le permitió a Carolina exponer estas violencias racistas y patriarcales donde la visión de justicia de los servidores públicos se contraponía con la de las mujeres que buscaban constantemente la reparación del daño y ser tratadas con dignidad. La experiencia relatada nos lleva a preguntarnos, ¿qué implica volverse testigo y estar allí en estos contextos de profundas desigualdades racializadas?, ¿fue estratégico para las mujeres estar acompañadas de personas blanco-mestizas de la región y más allá?
En la región, algunos de los funcionarios públicos pueden ser de origen nahua, sin embargo, el despliegue de la identidad mestiza encuentra un espacio propicio en las instituciones del Estado, donde históricamente se ha reivindicado dicha identidad como parte de la conciencia nacional. Lo anterior nos lleva a preguntarnos, ¿cómo actúan las complicidades mestizas para que el racismo sea aún más descarado en estos escenarios?, ¿la interacción entre la intérprete del Estado y los jueces representó el despliegue de una complicidad mestiza?
La Encuesta Nacional de Salud y Derechos de las Mujeres Indígenas (INSP y CDI, 2008) reportó que el miedo (en un 50.50 %) y la vergüenza (en un 15.06 %) son las principales emociones asociadas a desistir de la denuncia por violencia intrafamiliar en las mujeres de la región de Zongolica. Aunado a lo anterior, la posesión limitada de la tierra para las mujeres restringía sus opciones cuando en la vida familiar y de pareja existía violencia, pues generalmente no contaban con un espacio propio ni con los recursos materiales suficientes para poder salir por completo de esta situación o para transformar radicalmente sus relaciones familiares y conyugales. Los altos grados de marginalidad y pobreza en la sierra de Zongolica, así como la feminización de la pobreza, son elementos que configuran las experiencias de las mujeres en relación con la violencia de género y su búsqueda de justicia en las instituciones del Estado. Este elemento de clase es parte de la complicidad mestiza en los procesos judiciales que no contemplan las necesidades de las mujeres indígenas y las violencias estructurales que enfrentan cotidianamente.
Pero también los impactos de la complicidad mestiza atraviesan a las mujeres defensoras, como las abogadas, que acompañan a las mujeres. De acuerdo con los testimonios de la abogada de Kalli en aquel momento, constantemente tenía que ganarse el respeto de los jueces, el cual expresaba en diferentes frases como “ya me respeta”, “ahora ya me dice licenciada”. El “ganarse el respeto” de los funcionarios significaba saber invocar el derecho del Estado en salvaguardia de las mujeres, saber argumentar la defensa en las controversias y presentarse como una abogada fuerte capaz de defender sus argumentos en un contexto hostil: “Tienes que hacerte fuerte para no doblarte al oír tanta cosa. Porque si te pones a llorar tú y se pone a llorar la usuaria, pues, ¿qué va a pasar? Entonces, pues sí, tienes que ser un poquito fuerte. Te tienes que hacer de corazón fuerte” (Entrevista con abogada de Kalli, octubre del 2012). De acuerdo con Smart (1994), el derecho es más que ley escrita, ya que juega un papel relevante en la creación de identidades de género, en este sentido, el derecho es un dispositivo disciplinario que vigila, regula y propicia conductas. En el caso de las mujeres que buscan justicia en las instituciones del Estado, prioriza la identidad de víctimas de quienes “tratan de presentarse como ‘buenas’ mujeres, que cumplen con sus ‘responsabilidades’ domésticas, de frente a los discursos masculinos que por lo general justifican la violencia” (Hernández, 2004, p. 366). En el caso de las/os abogadas/os, la actitud de fortaleza en el ejercicio de su labor está asociada a la patriarcalización de la abogacía y al acto performativo de presentarse como conocedor (a) de las leyes.
Teniendo esto presente y un auto-reconocimiento de su identidad blanco mestiza y de académica foránea, Carolina consideró que su presencia podría limitar el despliegue de los racismos en los funcionarios públicos en las observaciones de las audiencias; sin embargo, en la mayoría de los casos no fue así. Su presencia fue percibida como si existiera una especie de “complicidad” entre ella y los jueces, que aspiraban a ser concebidos como mestizos (as), desvinculados de un “pasado” indígena, capaces de entender el derecho de Estado, en contraposición a las mujeres que asistían a las audiencias, mujeres en su mayoría monolingües, sin estudios y pobres. Las y los jueces para demostrar su blanquitud (Echeverría, 2016)8 en presencia de la observadora, se mostraban distantes o, por el contrario, con una actitud paternalista con las mujeres para marcar aún más la diferencia entre ellos -hombres y mujeres con estudios y blanqueados-, y ellas -mujeres nahuas-, culpándolas explícita o implícitamente por experimentar esta violencia en sus hogares y en los contextos comunitarios e institucionales.
Estas situaciones propiciaban emociones como la vergüenza y el miedo de las mujeres en dichos procesos, pues sus testimonios eran cuestionados por los servidores públicos, más aún si no se presentaban como víctimas pasivas ante la violencia y trataban de hacer valer su voz en estos espacios: “Por eso (por ser alcohólica) no la respetan”, comentó la síndica del municipio de Tlilapan para justificar la violencia que ejercía un hombre hacia su madre; “Decía [la jueza] que a lo mejor yo era una cualquiera” (Mujer nahua, bilingüe del municipio de Magdalena que denunció un intento de violación); “Me dijo [su pareja] que ‘con dinero baila el perro’, me decía que denunciara, que ni siquiera me van a hacer caso” (Mujer nahua, bilingüe, que experimentaba violencia física y económica por parte de su pareja, municipio de Rafael Delgado).
Al preguntarnos sobre los alcances y limitaciones que existen en relación con las alianzas entre mujeres indígenas y mujeres mestizas, es necesario introducir el papel de la complicidad mestiza observada en los juzgados, dado que esta puede agudizar las desigualdades entre mujeres de diversos contextos sociales. Los racismos cotidianos expresados en dicha complicidad y que parece en muchos casos ser invisibles, pudieron ser expuestos cuando la investigadora reflexionó sobre las repercusiones de “poner su cuerpo” en contextos de desigualdades y de profundo racismo. Esta conciencia sobre el papel del cuerpo y las emociones en la investigación la llevaron a identificar y desnaturalizar los elementos que reproducen jerarquías raciales en los espacios de justicia del Estado.
Segundo escenario etnográfico: la construcción de alianzas frente a la búsqueda de justicia en el caso de Ernestina
Luego de un prolongado silencio, en el año 2018 el caso de Ernestina volvió a estar en el centro del debate público. Kalli, junto con el Centro de Servicios Municipales Heriberto Jara AC (CESEM), otra organización del estado de Veracruz con importante influencia en la región, compartieron con Natalia el proceso que el caso había transitado hacia la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) desde el año 2012. La inquietud que le plantearon en aquel momento era cómo generar una mayor visibilidad a partir de la construcción de alianzas con la academia y otros sectores activistas.
Como parte de estas estrategias y alianzas se organizaron dos foros9 que permitieron gestar una convergencia de esfuerzos desde la sociedad civil y la academia, en el que participaron actores clave en la construcción de este caso de derechos humanos que había sido admitido por la CIDH en octubre de 2017.10 Los foros fueron protagonizados por las organizaciones peticionarias que comenzaron el litigio en 2008: el CESEM y la Asociación de Abogadas y Abogados por la Justicia y los Derechos Humanos AC (AJDH), así como por Kalli y la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (CONAMI), las cuales se sumaron al litigio una vez que fue admitido.11
Entre las personas aliadas, al primer foro asistió Valentina Rosendo Cantú, mujer me´phaá de Guerrero quien junto con Inés Fernández fueron víctimas de violencia sexual por parte de integrantes del ejército en 2004. Sus casos generaron una importante sentencia por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) que determinó la culpabilidad del Estado mexicano, obligándolo a un perdón público y a la reparación del daño. La importancia de la sentencia fue que, por primera vez, se estableció que como la violencia sexual había tenido efectos colectivos, las reparaciones debían contemplar a la comunidad (Hernández, 2017). Aída Hernández, quien elaboró el peritaje antropológico para este caso, participó en ambos foros. Para Valentina, la asistencia a este foro era una manera de mostrar “que su caso no tenía que ver con algo individual”, como le comentó a Natalia, sino que buscó justicia para otras que vivieron lo mismo y no se atrevieron a denunciar. El que hayan sido las organizaciones y personas aliadas quienes rompieron tantos años de silencio alrededor de la muerte y memoria de Ernestina respondía a las particularidades que había adquirido el litigio.
Cuando aconteció lo de Ernestina, varias de las organizaciones que iniciaron el litigio trabajaban juntas en la región promoviendo la participación política de indígenas. Kalli aún no se había formado, pero las misioneras que la conformaron ya estaban trabajando allí desde hacía algunos años. Estas organizaciones fueron testigos de las amenazas y fragmentaciones que vivía la familia, los únicos considerados de interés legítimo para buscar justicia.
No teníamos ninguna posibilidad de legitimación para impulsar justicia en este país […] entonces, ante ese cerco y ante esa imposibilidad jurídica utilizamos, tanto el CESEM, como nosotras, la plataforma digital de acceso a información pública […] [Solicitamos] copia de los dictámenes periciales practicados dentro de la averiguación previa, para tratar de ver en dónde estaba la diferencia, por qué unos periciales decían que sí había habido violencia sexual y otros decían que no, en dónde estuvo el error. Queríamos saber qué pasó. (Carmen Herrera, AJDH, Ciudad de México, 25 de febrero de 2020).
Las organizaciones siguieron caminos paralelos; CESEM y Fundar AC buscaron tener acceso al expediente mediante transparencia pública, mientras que la CROIZ y la AJDH siguieron el mismo camino. Sin embargo, lo que recibieron fue una “versión pública negra” en la que prácticamente todo el expediente estaba tachado: “No es legible, ni entendible ninguna evidencia de lo que pasó, de lo que hicieron. [Era una] versión ilegal […] porque se hizo una versión pública contraria a la ley, contraria al espíritu de la transparencia pública que es un componente de la democracia y que fue algo que creíamos que habíamos ganado en esos años” (Carmen Herrera, Ciudad de México, 25 de febrero de 2020). Las organizaciones que habían impulsado búsquedas de manera paralela presentaron juntas un juicio de amparo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación (SCJN); la respuesta no fue suficiente debido a que derivó la obligación al mismo ente que les había entregado un expediente completamente ilegible, con el argumento de la protección de la vida y derechos de Ernestina. Luego de agotar las instancias nacionales, en 2012 presentaron el caso ante la CIDH.12
En los foros se narró el largo camino jurídico que siguió el caso, pero también se hizo un llamado a actuar y solidarizarse desde diferentes sectores. La CIDH ya había emitido un informe de admisibilidad, pero se necesitaba una estrategia de visibilización para que esto tuviera algún efecto positivo en relación con esta y otras luchas en el país. La lucha por justicia para Ernestina, como lo fue en el caso de Valentina, no podría tratarse de algo individual, sino de justicia para muchas otras. Los foros, como espacios de escucha y memoria sobre el caso de Ernestina, fueron espacios donde se compartió una profunda indignación y rabia, sobre todo cuando se narraron los detalles de la violencia extrema e inimaginable sobre el cuerpo de una mujer anciana. Estas emociones nos convocaban a sumarnos; desde la academia, Natalia, junto con Aída Hernández, realizaron un Amicus Curiae, informe que sirvió para dar contexto a las comisionadas de la CIDH antes de la primera audiencia que se tuvo en esta instancia el 4 de diciembre de 2020. Este documento tuvo como objetivo explicar las condiciones de racialización y pobreza extrema que vivía Ernestina y que enfrentan en general las mujeres indígenas, la militarización histórica en la sierra de Zongolica, el despojo territorial y las amenazas en un contexto de presencia del crimen organizado.
El Amicus Curiae fue un instrumento para dar contexto también a las formas específicas de hostigamiento en este caso, las cuales orillaron a la familia al completo silencio. En los inicios, frente al descreimiento de las palabras de Ernestina por parte de las fuerzas públicas y el gobierno federal, la filtración de imágenes e información del expediente se volvió una herramienta de visibilización y de verdad.13 Sin embargo, los testimonios que brindó la familia, así como los contenidos de las necropsias fueron objeto de suspicacias que tenían una clara intencionalidad de avergonzar y humillar a la familia, a la comunidad y a la propia memoria de Ernestina. Sólo por poner algunos ejemplos, la por entonces presidenta del Inmujeres llegó a decir: “pues estaba moribunda, balbuceaba; entonces, se me quita la certeza (sic) de lo que dijo” (Morales, 2007); el entonces subprocurador de justicia de la región Córdoba-Orizaba, Miguel Mina Rodríguez, incluso llegó a cuestionar que pudiera haber sido violada, tal como indicaba la primera autopsia: “los (médicos) legistas no pueden decir que hubo violación, ¿qué tal si ella misma se introdujo algo y se lastimó?, ¿dónde está la violación?” (Olivares y Morales, 2007).
Estas declaraciones se sumaron a acciones directas de hostigamiento mediante reparaciones económicas, visitas recurrentes a la familia por parte del secretario de gobernación y un viaje que pagaron a la familia justo en las semanas en que podrían haber apelado a la sentencia. El cerco fue tan evidente que circuló una carta que nunca se supo si realmente había sido escrita por ellos, pero que permite inferir el hartazgo ante la falta de respeto y humillaciones de los que fueron objeto.
Los hijos de la señora Ernestina Ascencio Rosario les solicitamos por este conducto a todas las personas que nos permitan vivir en paz nuestro duelo, que tengan un poco de sensibilidad y respeto […] ya estamos cansados de tantas agresiones, ofensas y calumnias que estamos sufriendo últimamente, nadie se ha puesto a pensar en nosotros que tenemos el deseo de que se haga justicia para encontrar un poco de resignación […] tal vez porque somos pobres, porque no todos sabemos leer ni escribir y no hablamos el español como mi madre o porque muchas veces no nos podemos defender piensan que no tenemos valores, ni dignidad, que no tenemos sentimientos (Castro Medina, 2007).
No sólo la violencia sexual y la tortura física contra Ernestina se convirtieron en un arma efectiva de guerra y desmovilización, representando una derrota moral, sino que las acciones externas por la necesidad de generar solidaridad frente al caso también provocaron emociones incómodas en la familia y la comunidad. Sin embargo, el caso nos muestra acciones que van más allá de la solidaridad, en la que las personas adhieren a luchas de “las y los otra/os”, pero completamente desvinculadas de las afectaciones y la necesidad de transformación.
En este caso, pareciera no haber una relación causal entre la vergüenza, los señalamientos y el silencio de la familia y la comunidad, con la indignación y solidaridades de audiencias externas. Más bien, se trató de una respuesta colectiva sobre la base de afectaciones comunes, aunque diferenciadas, de los miedos que se comenzaban a experimentar en un contexto de expansión de la militarización y la actividad criminal en diferentes territorios del país. El caso de Ernestina conmocionó a sectores que se conectaron con esas emociones en un contexto de violencia generalizada; implicó acciones desde diferentes trincheras como el periodismo, las organizaciones de derechos humanos, el feminismo, la academia, la política institucional, entre otras, en el contexto de la guerra contra el narcotráfico en el país que afectaba, de cierta manera, a toda/os. Como advierte Mora (2022), “la diferencia entre actuar en solidaridad y acciones desde tu ‘propia trinchera’ no es un asunto menor” (2022, p. 209), implica el reconocimiento de una responsabilidad política frente a la injusticia y el dolor.
Sin embargo, este reconocimiento para nada borra las estructuras jerárquicas de poder en la que estas luchas se encauzan y ciertas voces se vuelven más legítimas que otras, en estructuras de poder racializadas, generizadas y clasistas. Las miradas “expertas”, como las de académicas, periodistas, servidores públicos, entre otros, se ubicaron como voces legítimas frente a los testimonios de víctimas. En los espacios jurídicos, los documentos escritos por académicas/os son considerados “objetivos” y, por tanto, “verdaderos” frente a otros testimonios (Stephen, 2018). El caso de Ernestina puso en evidencia estas relaciones desiguales construidas en las acciones litigantes y la construcción de verdad en el caso; igualmente, dejó entrever cómo las múltiples aristas del caso y el contexto específico en el que se dio expandieron las acciones protagonizadas por otras personas que se sintieron afectadas y que comenzaron una lucha a favor de la memoria, la verdad y la justicia.
Reflexiones finales
El conocimiento antropológico se ha vuelto cada vez más una caja de herramientas volcada hacia la querella. Para quienes trabajamos con personas organizadas o en contextos de violencia, la etnografía ha sido cada vez más demandada como una posibilidad de acción conjunta en la lucha por justicia y verdad, lo que ha llevado a que el análisis emocional cobre fuerza en el trabajo de investigación con víctimas y organizaciones. Sin embargo, en este artículo buscamos ir un poco más allá. Nuestras reflexiones apuntan al argumento de que si poner el cuerpo en estrategias político-afectivas se vuelve una fuente importante de conocimiento situado y transformador, estas potencias transformadoras no tendrán lugar sin cuestionar las jerarquías de género, raciales, étnicas y de clase que nos ubican en estructuras diferenciadas de opresiones y privilegios. Lejos de ser una pregunta acabada, quisimos explorar críticamente qué significa hablar de lo “común” en estas estrategias emocionales y políticas involucradas en el quehacer antropológico en contextos de violencia.
Como argumentamos, la complicidad mestiza que sostiene órdenes desiguales y genera emociones incómodas para las mujeres en los espacios de justicia ha naturalizado violencias racistas y patriarcales en las instituciones de justicia del Estado y en las relaciones entre mujeres de diversos orígenes sociales. No obstante, el hecho de evidenciarla con nuestra presencia permite fortalecer alianzas que enfrenten al racismo y la violencia que experimentan las mujeres. Además, al reflexionar sobre el papel del derecho en la reproducción de identidades podemos introducir al análisis la función que juega en el sostenimiento de identidades patriarcales y mestizas.
En las acciones por la verdad y la justicia que se encararon en el caso de Ernestina, los órdenes desiguales en los que se ubicó su cuerpo como mujer indígena, pobre, racializada, llevaron a que ciertas estrategias académicas y políticas de personas externas, muchas de ellas blancas y blanco-mestizas, se posicionaran como legítimas. Mientras tanto, en la familia creció el silencio y la comunidad dejó de movilizarse por las amenazas recibidas. El análisis de las implicaciones políticas y emocionales de las personas externas permite dar cuenta de la amplitud de las afectaciones en un contexto de violencia generalizada por la guerra contra el narcotráfico en el que el miedo y la indignación se expandieron a múltiples sectores sociales. Sin desconocer las jerarquías raciales, étnicas, de clase, entre otras, evidentes en el litigio jurídico y el silencio de la familia, en el artículo intentamos mostrar cómo este caso partió de indignaciones compartidas y no desde solidaridades desvinculadas. El poner esos cuerpos privilegiados en litigios estratégicos, incluidos el de las académicas involucradas, permitió no sólo ampliar los efectos del agravio contra Ernestina, reconociendo las estructuras de opresión sufridas por ella y su familia, sino también tejer estrategias comunes para la memoria y la no repetición en un contexto de clara impunidad.
En ambas investigaciones exploramos el alcance epistemológico de “poner el cuerpo” desde la etnografía para analizar cómo las intersecciones de opresión/privilegio generan efectos diferenciados que son importantes de evidenciar a fin de evitar la reproducción de las condiciones estructurales que inhiben la posibilidad de justicia y verdad para las mujeres indígenas. En las alianzas descritas en este artículo observamos también cómo nuestros cuerpos blancos y blanco-mestizos son estratégicamente ubicados por víctimas y aliadas en los escenarios racializados, patriarcales y clasistas de las instituciones de justicia. Concluimos que, en estas intersecciones político-afectivas en el trabajo con víctimas y aliadas, hablar de lo común sin reconocer los locus de enunciación diferenciados puede silenciar no sólo las relaciones de poder y privilegios presentes, sino también las responsabilidades políticas que se asumen en estas implicaciones y acciones.
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Notas