Resumen: En este artículo analizo el acompañamiento realizado por una agrupación de activistas a una familia tsotsil víctima indirecta de feminicidio en Chiapas, México. Para ello empleo la categoría analítica de comunidad emocional con énfasis en su carácter político. Expongo la metodología feminista y militante aplicada. Los resultados arrojan la manera en la que se tejen emoción, política y sentido en una comunidad integrada por víctimas, activistas y, en momentos, funcionarias estatales, creando una trama de vínculos con fuerza afectiva que impugnan epistemologías legales. Concluyo que lo anterior tiene efectos de transformación con sentido de justicia y reparación para las víctimas.
Palabras clave: Comunidad emocional, investigación militante, víctimas de feminicidio, justicia y reparación, ética de la escucha.
Abstract: I discuss the accompaniment of a Tsotsil family indirectly victim of femicide in Chiapas, Mexico, carried out by a group of activists using the analytical category of emotional community with emphasis on its political nature. I expose the feminist and militant methodology applied. The results show the way in which emotion, politics and meaning are woven in a community composed of victims, activists and, at times, state officials; creating a link plot with affective force that challenge legal epistemologies. I conclude that the above has transformative effects with a sense of justice and reparation for the victims.
Key words: Emotional community, militant research, feminicide victims, justice and reparation, ethics of listening.
Resumo: Neste artigo analiso o apoio prestado por um grupo de ativistas a uma família Tsotsil vítima indireta de feminicídio em Chiapas, México. Para isso, utilize a categoria analítica de comunidade emocional com enfase em sua naturaleza política e exponho a metodologia qualitative, feminist e militante aplicada. Os resultados mostram a forma como a emoçao, a política e o significado se entrelaçam numa comunidade composta por vítimas, activistas e, por vezes, funcionários do Estado, onde se cria uma teia de laços com força emocional. Concluo que o exposto nos permite realizer açoes políticas de incidência e transformação com sentido de justice e reparação para as vítimas.
Palavras-chave: Comunidade afectiva, investigação militante, vítimas de feminicídio, justiça e reparação, ética da escuta.
Dossier
Comunidad emocional: un caso de acompañamiento a familiares víctimas indirectas de feminicidio en Chiapas, México1
Emotional community: A case of accompaniment to relatives, indirect victims of femicide in Chiapas, México
Comunidade emocional: um caso de acompanhamento de familiares vítimas indirectas de feminicídio em Chiapas, México
Recepção: 03 Novembro 2023
Aprovação: 16 Janeiro 2024
Publicado: 01 Junho 2024
Cristina me platicó que vio el cuerpo de su hija después de que le hicieron la autopsia. Lo metieron en la caja y le preguntaron si no traía ropa para ponerle. Ella les dijo que no porque había estado declarando en el Ministerio Público. Su hermano (de Cristina) le dijo que se quitara su ropa para ponérsela al cuerpo de Ana, pero ella no podía andar desnuda. No tenía manera de ir por ropa, así que su hija se fue desnuda en esa caja a pesar de que normalmente “no se daba de mostrar su cuerpo”. Esto le causaba mucha pena. Cuando enterraron la caja, ella pudo colocar una bolsa de ropa, pero encima de la caja. Su hija sigue desnuda. (Diario de campo, 29 de enero de 2021).
La tumba de Ana estaba ubicada en el panteón de una comunidad muy lejana del lugar donde vive actualmente Cristina, y eso ocurrió así porque en el momento del entierro de Ana, Cristina y las mujeres de su familia se encontraban sometidas a situaciones de violencia comunitaria, patriarcal e institucional. Esos hechos fueron documentados por personal de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y por Colectiva Cereza2, una agrupación de feministas que acompaña a mujeres privadas de libertad en el centro penitenciario de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México. Para llegar a ese panteón se recorre un camino que, si bien está pavimentado, es sumamente escarpado y empinado; digo yo que Ana estaba sepultada literalmente en la punta del cerro, y los cerros de Los Altos de Chiapas, como lo dice su nombre, son altos. Una de las necesidades más sentidas de Cristina en la búsqueda de justicia por el asesinato de su hija, pero también por la victimización secundaria, era tener cerca a Ana para visitarla, llevarle sus flores, su comidita y hablarle, cantarle.
La hija de Cristina fue brutalmente asesinada el 5 de agosto de 2018 en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México. Su cuerpo fue abandonado al pie de una montaña entre la maleza. No fue sino hasta el 8 de agosto cuando Cristina la encontró. Antes tuvo una experiencia muy similar a la de otras madres que buscan a sus hijas, pero con un componente agravante: el racismo. Cristina es una mujer tsotsil de Los Altos de Chiapas, no habla la lengua, habla castilla (castellano). El personal de la Fiscalía la ignoró una y otra vez, culpabilizó a la hija de su desaparición y también a Cristina. Le dijeron que la había prostituido, que la había vendido, que por andar de “prostiputa” (así lo dice Cristina) le había pasado lo que le pasó. No le recibieron la denuncia. No activaron la alerta AMBER3. No la buscaron. No le brindaron a Cristina la atención a que se refiere la normatividad en materia victimal en México. No investigaron conforme a los protocolos de feminicidio, ni con perspectiva de género, a pesar de que en el exudado vaginal resultó positiva la prueba de la enzima P30 (semen) y a pesar de que Ana fue abandonada en un espacio abierto y público, “basurizando” su cuerpo (Monárrez Fragoso, 2012).
Cristina encontró el cuerpo de su hija porque le llegó un mensaje de texto a su teléfono con indicaciones sobre dónde estaba. Alguien tuvo que leerle el mensaje porque ella en aquel entonces no sabía leer ni escribir. El asesino, aún impune, le envió ese mensaje. Cuando le entregaron el cuerpo, a través de la intermediación de los hombres de su comunidad, no le permitieron ponerle su ropa. Por ello, algo que nos repetía constantemente cuando íbamos a ejecutar la resolución del juez de Primera Instancia que ordenó la exhumación del cuerpo de Ana para inhumarlo en el panteón más cercano a la zona de residencia de su madre, en cumplimiento a una recomendación emitida por la CNDH y obtenida con el acompañamiento de Colectiva Cereza, era, precisamente, que quería ponerle ropa antes de que se volviera a inhumar.
Antes de estos hechos, la trayectoria de vida de Cristina y de las mujeres que integran su familia extensa -una madre enferma que falleció tres años después, dos hermanas y once niñas, niños y adolescentes dependientes de ellas-, estaba ya marcada por un continuum de violencia compuesto por violencias de distinta intensidad y tipo, no aisladas, incluida la violencia estructural (Scheper-Hughes, 2004). En la región de Los Altos de Chiapas, la pobreza y la marginalidad extrema se concentran históricamente en la población indígena. Chiapas es una de las 32 entidades federativas de México, colinda con Guatemala y, en 2020, el 28.2 % de su población era hablante de alguna lengua indígena (INEGI, s.f.). Fue también la entidad con mayor grado de rezago social en el país en 2020 (CONEVAL, 2020). La llegada tardía del reparto agrario (Stahler-Sholk, 2011), el colapso de la economía finquera (Rus, 2012) y las reformas que posibilitaron la privatización de las tierras comunitarias, entre otros factores, detonaron el levantamiento armado zapatista de 1994 y la consiguiente guerra contrainsurgente. La implementación de políticas neoliberales en el marco de relaciones neocoloniales desembocó en un aumento de la pobreza y en la conformación de lo que Toni Adams y Jenny Pearce denominan violencia crónica, que se caracteriza por:
(…) altos índices de violencia que se mantienen durante varios años (…) la índole crónica se aplica a los contextos en que los actos de violencia se reproducen en el espacio tiempo (…) incluye los componentes tiempo e intensidad (…) se registran actos frecuentes de violencia, que no necesariamente implican la muerte, a lo largo de varios espacios de socialización, incluyendo el hogar, el barrio, el colegio, entre comunidades y el espacio público, a nivel local y nacional (…) [se trata de] contextos donde la violencia ha permanecido enraizada en las interacciones sociales y en las relaciones sociales entre el Estado y la ciudadanía (Pearce, 2019, p. 7).
Aunque cada vez se entiende más la necesidad de no conceptualizar la violencia “como una serie de problemas separados (es decir, violencia doméstica, juvenil, de pandillas escolares, criminal) [sino] como un fenómeno sistémico con múltiples causas y efectos” (Pearce, 2019, p. 13), en este caso, la comunidad emocional que voy a analizar emergió de unos hechos de feminicidio que es indispensable nombrar como parte de la violencia crónica que se vive en determinados contextos. En ese sentido, según datos del Observatorio Feminista contra la Violencia a las Mujeres de Chiapas, de 2016 a 2021 han ocurrido un total de 1.112 muertes violentas de mujeres, de las cuales al menos 296 son feminicidios consumados y 57 de estos feminicidios ocurrieron contra niñas y mujeres menores de edad (Somosa Ibarra, 2023, p. 22). La impunidad es sistémica y la normativa nacional e internacional, así como las políticas públicas derivadas de la misma en materia de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia, ha sido insuficiente para disminuir la violencia feminicida y los feminicidios.
Fue en este escenario de violencia estructural y crónica donde acaeció el feminicidio de Ana, la hija de Cristina, de solo 14 años, y la criminalización, el proceso y la reclusión de una de las hermanas y de una sobrina de Cristina, falsamente acusadas de asesinar a Ana, que fueron además torturadas para lograr ese objetivo. Entonces fue cuando conocimos a Cristina, cuando nos encontrábamos defendiendo a su hermana que estaba en la cárcel, y que salió libre el 18 de noviembre de 2020. En otra parte ya he señalado cómo este caso de criminalización es ejemplificador de que el sistema de justicia formal penal arraiga a mujeres atravesadas por múltiples opresiones en lugares de exclusión social (Fernández Camacho, 2022). Cristina y la familia, de esta manera, se enfrentaron a hechos abruptos y de alta crueldad que trastocaron y pusieron en cuestión sus certezas básicas. El asesinato de Ana socavó la estructura familiar pues ella era un sostén emocional y económico, y, además, no solo perdieron a Ana, a la hermana y a la sobrina durante el tiempo que estuvieron en la cárcel, sino que, después de casi tres años, perdieron a la abuela que, a decir de la familia, murió por los padecimientos derivados de la tristeza “fiera” por el asesinato de Ana.
Este conjunto de hechos desbordaba la posibilidad de entenderlos, de darles sentido, pero además se tornaba difícil hacerlo dada la situación de pobreza extrema en la que vivía Cristina con su familia, que la obligaba a resolver las necesidades básicas día tras día. En ese sentido, la historia de Cristina se caracteriza por el abandono, el hambre, la falta de acceso a la educación y a la salud, la explotación infantil y la violencia feminicida, incluida la sexual, la física y otras. Durante su trayectoria de vida forjó una gran capacidad para afrontar la adversidad y una inteligencia estratégica, lo cual le hizo posible, entre otras cosas, tanto a ella como a su familia, sobreponerse a la situación límite que experimentaron. Lo anterior a pesar de que la violencia crónica afecta la capacidad para forjar y mantener relaciones familiares y sociales constructivas (Pearce, 2019, p. 12).
En estas condiciones fue donde emergió lo que aquí quiero analizar como una comunidad emocional integrada por la familia, con el protagonismo de Cristina, por una agrupación de activistas feministas y, en momentos, por actores institucionales de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chiapas4 (en adelante CEDH) y de la Comisión Ejecutiva Estatal de Víctimas del Estado de Chiapas5 (en adelante CEEAV). La comunidad se tejió en torno al acompañamiento a la familia de Cristina realizado por Colectiva Cereza. Para estudiarla, emplearé como categoría analítica la comunidad emocional, partiendo de un enfoque constructivista de las emociones y con énfasis en su carácter político y simbólico. Antes expondré la metodología cualitativa aplicada, con un método etnográfico feminista y militante. Después estableceré los resultados arrojados en cuanto a la manera en la que se teje política y simbólicamente la comunidad abrazando el dolor, la rabia y la indignación de las víctimas al tiempo que se crean condiciones de audibilidad para contrarrestar las epistemologías legales. Concluiré aludiendo a los efectos de reparación significativos y transformadores en la vida de las víctimas.
Los resultados que aquí expongo son parte de una investigación/incidencia de largo aliento derivada de una metodología cualitativa, pues se ponen en el centro las percepciones de las participantes en el proceso. Esa metodología, además, fue feminista y militante, tal y como he profundizado en otra parte (Fernández Camacho, 2021). Las características más importantes de esta forma de investigar son: el intento de construir relaciones menos asimétricas con quienes investigamos, lo cual quiere decir que la propia investigadora es parte del objeto de estudio y no observa al resto de sujetos que participan como fuentes de conocimiento sino como personas que conocen mejor que nadie los fenómenos que se estudian y que, por ser investigaciones con compromiso social, lo que se busca es comprender para transformar la realidad de desigualdad social; de ahí que otra característica de este tipo de investigación sea la subversión de la relación sujeto/objeto, así como también la implicación afectiva, como se apreciará a partir del análisis de la conformación de la comunidad emocional.
Esta forma de investigar abreva del legado de investigación feminista participativa que se ha desarrollado en Chiapas (Hernández Castillo, 2018; Leyva Solano, 2018; Olivera Bustamante, 2018; Pearce, 2018, 2019; Fernández Camacho, 2021; Cuero Montenegro, 2023). Considero que es indispensable incorporar los saberes de las personas que “experimentan las realidades de la violencia y la criminalidad en su vida diaria, pero cuyo nivel de influencia en las políticas para enfrentarlas es muy limitado” (Pearce, 2019, p. 6). Lo anterior debido a que no es adecuado diagnosticar las realidades y hacer propuestas para el cambio dejando fuera a sus principales protagonistas, quienes, más que una fuente de información son una fuente del cambio (Pearce, 2019, p. 8).
Los datos empíricos que nutrieron la investigación/incidencia se obtuvieron durante el acompañamiento al que hago referencia, que se llevó a cabo desde noviembre de 2018 hasta mayo de 2023, y en el que participé activamente cuando era integrante de Colectiva Cereza. Además del método etnográfico feminista, que es uno que permite comprender la experiencia de las mujeres en sus contextos específicos cuestionando las estructuras de poder patriarcales, racistas y clasistas, me serví de entrevistas narrativas con las que las personas reflexionan sobre lo acontecido, permitiéndoles hablar a su ritmo y mostrar sus emociones (Agoff y Herrera, 2019). Esas entrevistas las realicé con Cristina y su hermana (la que estuvo privada de libertad) en torno a las violencias vividas a lo largo de sus vidas y los obstáculos para acceder a la justicia.
También me apoyé en registros documentales consistentes en: documentos para la incidencia política y mediática en torno al caso elaborados por Colectiva Cereza; acuerdos, resoluciones, oficios jurídicos y administrativos emitidos por las diferentes instituciones del gobierno ante las cuales gestionamos trámites; y documentos jurídicos y administrativos, además de comunicaciones, elaborados por la investigadora en torno al caso pues, como parte de Colectiva Cereza, fungí como abogada feminista.
En este artículo parto de una concepción constructivista de las emociones. En la segunda mitad del siglo XX, varios estudios dieron forma a lo que se ha denominado el “giro afectivo”, con el que se produce un “desplazamiento en el estudio de las emociones de la psicología y las neurociencias hacia lo social y humanístico” (Cornejo Hernández, 2016, p. 92). Tradicionalmente, la psicología y las neurociencias delimitaban las emociones al ámbito individual y biológico. Por el contrario, según un enfoque constructivista, si bien las emociones las experimentan los individuos, estas son procesos sociales porque implican la relación del individuo con el contexto social y cultural y, por ello, la emoción no puede ser recluida en lo individual (p. 96). Además, la desbiologización de las emociones permite el cuestionamiento -que tanto ha hecho el pensamiento feminista- de las dicotomías jerarquizadas mente/cuerpo, razón/emoción, y también abre la puerta a una crítica a la construcción occidental del sujeto civilizado, racional, autocontenido, que supuestamente tiene la capacidad de controlar las expresiones emocionales, a diferencia de las mujeres, los pobres o los pueblos primitivos, que son considerados reductos de emocionalidad incontrolada (Jimeno Santoyo, 2004, p. 28; Ahmed, 2015).
Cabe aclarar que estudios recientes en el campo de las neurociencias, no obstante que se proponen comprender el funcionamiento del cerebro humano, han intentado sobrepasar el reduccionismo biológico (Jimeno Santoyo, 2004, p. 237). En estas investigaciones se pone de manifiesto que los conceptos elaborados en el cerebro tienen asociaciones afectivas, y que la emoción es un aspecto del pensamiento dependiente de los procesos de aprendizaje sociocultural, lo que quiere decir que la separación que se ha hecho entre lo cognitivo y lo emocional es cultural, no está en la naturaleza humana (Jimeno Santoyo, 2004, p. 233). De esta manera, las emociones no surgen espontáneamente en el fuero interno del individuo, sino que para darles vida la psique se nutre del entorno sociocultural. Además, no consisten en fenómenos exclusivamente químicos o fisiológicos, sino que la cognición-emoción cobra forma en procesos de aprendizaje sociocultural. Así, se afirma que las emociones “circulan más allá de los límites del cuerpo (…) [trascienden] los límites porosos y permeables de los cuerpos” (De Marinis, 2019, p. 166). Más aún, Sara Ahmed plantea una socialidad de las emociones donde no son estas las que circulan, sino los objetos de las emociones (por ejemplo, una pérdida) y estas dibujan superficies y límites de cuerpos individuales y colectivos (Ahmed, 2015).
Bajo este marco de referencia, la categoría de comunidad emocional ha sido empleada como herramienta metodológica y analítica por diversas autoras y autores de distintas disciplinas (Raad, 2004; Zaragoza y Moscoso, 2017; Crosby et al., 2019; De Marinis, 2019; De Marinis y Mcleod, 2019; Jimeno Santoyo et al., 2019; Pearce, 2019; Rosenwein citada por De Marinis, 2019; Hernández Castillo, 2023), inspirados en lo planteado por la historiadora Barbara H. Rosenwein, para quien una comunidad emocional es un sistema “de sentimientos (…) [de] lo que esas comunidades definen y evalúan como positivo o perjudicial; las emociones que ellos valoran, devalúan o ignoran, la naturaleza de los lazos afectivos entre la gente que ellos reconocen; y los modos de la expresión emocional que ellos esperan, alientan, toleran y deploran” (Rosenwein citada por De Marinis y Mcleod, 2019, p. 15).
Sin embargo, aquí me interesa destacar el carácter político y simbólico de esta comunidad emocional y su apuesta por la búsqueda de justicia, tal y como lo han abordado Myriam Jimeno y colaboradores al ampliar el concepto de comunidades emocionales como aquellas que enlazan personas y sectores distintos, en las cuales el dolor se transforma en indignación y moviliza políticamente (Jimeno Santoyo et al., 2019, p. 34). En ese sentido, una “comunidad emocional estratégica puede formarse entre los sobrevivientes directos de la violencia y oyentes simpáticos que no han tenido el mismo sufrimiento, pero quienes tienen el deseo de actuar y tomar riesgos para sacar a la luz horribles eventos y para trabajar para prevenir su recurrencia” (Crosby et al., 2019, p. 186). Así, comprender el protagonismo de las emociones en el impulso hacia la acción política para buscar justicia, como en el caso del feminicidio que aquí estudio, implica entenderlas como “actos comunicativos relacionales inscritos en contextos socioculturales específicos” (Jimeno Santoyo, 2004, p. 240) que delinean los límites y superficie de una comunidad, como veremos a continuación.
Ahora bien, un elemento fundamental de la comunidad emocional es el sentido de pertenencia experimentado por las integrantes de la comunidad derivado de un proceso de identificación, y “las formas de identificación colectivas que dan lugar a las prácticas políticas no pueden crearse sin el papel de los afectos” (Mouffe, 2023, p. 42). Los objetos de las emociones y los afectos generan la identificación de las integrantes y nuclean esa cohesión aunque las emociones no sean vividas de la misma manera por las integrantes.
En efecto, “las emociones influyen en el involucramiento de las personas en los movimientos sociales” y la acción política (Cornejo Hernández, 2016, p. 95; Fernández Camacho, 2021), por eso es importante reconocer la dimensión afectiva que está en juego en la construcción de las formas colectivas de identificación, porque para generar adhesión es necesario reconocer afectos que estén en sintonía con las preocupaciones y experiencias personales de la gente (Mouffe, 2023, p. 44). En última instancia, lo que impulsa a las personas a luchar por la justicia no son las razones legales que las abogadas o “las expertas en trauma” (Castillejo Cuéllar, 2005) les podemos dar a las víctimas acerca de la posibilidad de éxito del caso, ni siquiera son estas las razones por las que las propias “expertas” participamos en el proceso. En realidad, las personas movilizarán sus energías cuando exista “la fuerza afectiva indispensable para adquirir poder real [porque] lo que lleva a la gente a actuar son los afectos y las identificaciones en las que estos se inscriben” (Mouffe, 2023, p. 45).
Esa fuerza afectiva indispensable es propia de una trama de vínculos gestada a través de los actos comunicativos relacionales a los que me referí: las emociones. Entiendo por vínculo el nacimiento de lo que una es, en esa comunidad, a través de la otra compañera, que implica la necesidad de las otras compañeras como instancia de construcción, de transformación y de encuentro con una misma. Implica también una confianza en afectar y dejar que las otras nos afecten con su dolor (Lutereau, 2022). Le Breton sostiene que “la sensación de dolor es un hecho íntimo y personal que escapa a toda medida, a toda tentativa de aislarlo y describirlo, a toda voluntad de informar a otro sobre su intensidad y naturaleza” (Le Breton ,1999, p. 43). Considero que, en principio, esto es así; que, como dice Le Breton, el dolor aísla al doliente porque crea una distancia al sumergir en un mundo inaccesible a todas las demás personas (Le Breton,1999, p. 44). Y creo que la posibilidad de que el dolor trascienda la experiencia individual y motive a la sufriente a comunicar a otras su dolor tiene que ver no con darles voz a estas personas sufrientes, sino con colocar condiciones de audibilidad (Castillejo Cuéllar, 2016) que permitan que ese dolor se comunique, lo que desencadena un movimiento entre quien sufre y los miembros de la comunidad que observan y reaccionan ante la conducta de la persona en sufrimiento (Monárrez Fragoso, 2012, p. 115), que se dejan tocar por su dolor.
Lo anterior no significa que experimentemos el dolor de la sufriente. La suposición de que una sí puede conocer el dolor de otras es un acto colonial en sí mismo (Crosby et al., 2019, p. 195), cuando detrás de unos hechos concretos de violencia están las “violencias crónicas, estructurales, las segregaciones y exclusiones históricas”, que no son reconocidas como violencias a reparar en los circuitos oficiales (Castillejo Cuéllar, 2016, p. 7); y ciertos sujetos estamos ubicados en el lugar moral de la escucha y otros probablemente se sienten en la obligación de dar su testimonio de dolor (De Marinis, 2019, p. 171). Esa jerarquía de escucha, además, está permeada por lo que Eva Illouz ha denominado competencia emocional: en sociedades en las que permea una cultura del capitalismo emocional (de las que provenimos las activistas a las que aquí me refiero), el conocimiento de sí, la capacidad de identificar sentimientos, de hablar de los mismos, de tener empatía con la posición de la otra persona, de encontrar soluciones a un problema, son recursos culturales reales: clases sociales diferentes tienen acceso a recursos emocionales diferentes (Illouz, 2007, pp. 151, 157).
Bajo esta premisa, cabe mencionar que la necesidad de colocar condiciones de audibilidad, en el caso de la comunidad emocional que estoy examinando, obedecía, entre otras cosas, a problematizar los límites de la epistemología legal desde donde se situaba la investigación oficial porque colisionaba con las concepciones de violencia y daño que tienen las víctimas (Castillejo Cuéllar, 2016). Pero, principalmente, quiero subrayar que las condiciones de audibilidad colocadas hicieron posible la comunicación del dolor, la rabia y la indignación que delimitaron la superficie y los límites de la comunidad a la que pertenecíamos y le dio fuerza afectiva para la acción política en búsqueda de justicia y reparación con sentido para las víctimas.
Las autoridades, principalmente las de la Fiscalía General del Estado, trataron con desdén y racismo a Cristina desde el momento en que denunció la desaparición de Ana y durante toda la investigación inicial, que es la primera etapa de la carpeta de investigación del caso. Con su concepción limitada y sin pertinencia cultural, despreciaron a Cristina cuando les pidió que buscaran a su hija, le decían que su hija andaba de puta, la culpabilizaban y restaron importancia a su necesidad de tener a su hija sepultada en un cementerio que estuviera al alcance de sus posibilidades para visitarla. Si Cristina no visitaba la tumba de su hija, la comenzaba a soñar pidiéndole flor blanca o pidiéndole otra cosa, lo cual para Cristina era un llamado por parte de su hija para que la visitara, llamado al que no podía responder debido a que prácticamente era imposible llegar a donde estaba enterrada. También la trataron con desdén ante la necesidad de vestir a su hija cuando fue sepultada, aun cuando esto simbolizaba algo muy importante para ella pues le daba vergüenza pensar en su hija desnuda aunque estuviera muerta.
Estas situaciones pasaban desapercibidas para los operadores estatales, guiados por epistemologías legales que no veían daño en el “simple” hecho de que el cuerpo no llevara ropas o bajo las cuales la ubicación de la sepultura parecía irrelevante. Tampoco era relevante para ellos la relación entre la centralidad que tenía Ana como sostén económico en la unidad familiar y los efectos del delito, puesto que el derecho penal, como parte de aquellas epistemologías, se limita a un acontecimiento concreto. Además, existía un contraste entre las concepciones occidentales de la niñez o adolescencia en las instituciones y las concepciones de una familia que proviene de una comunidad en la que las niñas comienzan a trabajar a los 6 años para contribuir al sostenimiento de la familia, al tiempo que aprenden el oficio. Los operadores estatales miraban lo anterior como una violación a los derechos humanos de niñas y niños.
Así, parte del carácter político de la comunidad se relaciona con el empeño que pusimos en ensanchar esas epistemologías legales para que cupieran los sentidos de la familia. En ese sentido, es cierto que la interlegalidad está presente en las experiencias para buscar justicia en San Cristóbal de Las Casas, entendida dicha interlegalidad como “la puesta en juego de diferentes referentes normativos y discursos legales que demuestran empíricamente la puesta en práctica del pluralismo jurídico” (Saavedra, 2022, p. 89); y, por ejemplo, en la experiencia que aquí describo, esa interlegalidad la vivimos claramente al momento de conseguir el permiso de la comunidad para exhumar el cuerpo de Ana, como veremos más adelante. Sin embargo, también es cierto que la mayor parte del acompañamiento se dio bajo un marco de dominación de las leyes positivas, es decir, de la legalidad estatal. En efecto, aunque en Chiapas existen fiscalías especializadas para población indígena, no fueron esas autoridades las que intervinieron en el proceso penal, y las otras instituciones: la CEEAV y la CEDH, no cuentan con personal suficiente para atender a usuarias indígenas con perspectiva intercultural.
Bajo este panorama, también hay que decir que el trabajo de la comunidad emocional para conseguir justicia no implicó la remoción de la asimetría en la escucha-habla entre nosotras, puesto que los propósitos que nos conducían requerían que conociéramos las necesidades de la familia para traducirlas o encajonarlas en las epistemologías legales para lograr algo de justicia y reparación por la vía oficial. En efecto, se requería que las escuchadoras actuaran como “expertas” en esos mundos del lenguaje del derecho o la psicología. En la construcción de un “nosotras”, la asimetría escuchante/hablante y la desigualdad en competencias emocionales, nos remite a preguntarnos si cualquiera podría ser parte de esa comunidad, es decir, si fuera de la víctima sufriente y las expertas blancas hay espacio disponible para algo más.
Los logros jurídicos que devinieron del actuar político descrito tuvieron como marco la creación de condiciones de audibilidad que matizaran la asimetría aludida para conocer las necesidades de la familia y buscar algo de justicia con sentido para ellas. Colocar condiciones de audibilidad no se trató nada más de posibilitar un espacio físico en el que se reunieran diferentes personas dispuestas a escuchar a la doliente desde los tiempos y las lógicas de la oficialidad impaciente, desde una escucha atravesada por la violencia epistémica (Aranguren Romero, 2012). Más bien, en el caso de estudio se trató de un proceso en el que las activistas fuimos conociendo, en el caminar cotidiano con la familia, de qué estaba hecho el vacío que había dejado Ana. Esa pérdida, ese daño, fue uno de los objetos de emoción circulando entre nosotras. Así, fuimos dándonos cuenta de qué manera alguna prenda de vestir, objeto o lugar visitado agolpaba recuerdos en la mente de Cristina: el chal que le regaló en el día de la madre o el sitio de tacos al que una vez la invitó, cuando ellas rara vez comían tacos; o las naranjas compradas a su abuela porque Ana, como dije, era una adolescente trabajadora, pilar económico de su familia. El hecho de que llevara dinero a su casa para la renta o para comer, para sobrevivir, era una demostración de amor para su familia y era algo que habían perdido “para siempre”, como repetía Cristina.
Este proceso implicaba mantener una disposición cotidiana a la escucha atenta por parte de todas, clarificando los elementos que nos hacían distintas pero también los que nos aproximaban, y así, las activistas y, en momentos, las funcionarias, al hacer contacto con objetos emocionales como la pérdida o el daño provocado por el feminicidio, hacíamos contacto con la forma de rabia y frustración experimentada por Cristina y sentíamos indignación. La sentíamos, por ejemplo, cuando contaba cómo volvió una y otra vez al lugar donde trabajó por última vez Ana para preguntar si la habían visto, sin obtener respuesta. Por ejemplo, cuando señalaba la impotencia y coraje que sentía porque la fiscalía la culpabilizaba reiteradamente de lo que había sucedido, cuando en algún momento ya le habían dicho que tenían ubicado al responsable en Chenalho y nunca supimos, aunque sospecháramos la razón, por qué lo dejaron impune y en su lugar criminalizaron a su hermana y a su sobrina. De igual modo, cuando atestiguamos la angustia vivida por Cristina al ver a la madre apagarse hasta morir sabiendo que sin ella y sin Ana, no vería la salida para sacar adelante a sus cuatro pequeños hijos sobrevivientes, aunque tuviera a sus hermanas. En el proceso que describo, las activistas nos afectamos y conmovimos al presenciar el jaloneo entre esa angustia y lo que sucedía cuando los sueños de Cristina fungían como una especie de consuelo para no desbordarse emocionalmente también al pensar cómo había sufrido su hija al momento del asesinato. En el sueño, su hija aparecía limpia, sin lesiones y con la ropa entera, jugando una especie de restitución psíquica pero, al mismo tiempo, aparentemente incitándola a aceptar la situación pues Ana le decía en el sueño que ya se tenía que ir, que la soltara.
Todas estas experiencias se fueron dando en un contexto sociocultural conocido y habitado por todas las integrantes de la comunidad pero desde distintas posiciones. Pese a esto último, dado que las emociones no surgen espontáneamente en el fuero interno de las personas sino que se nutren de ese entorno sociocultural y delinean los cuerpos individuales y colectivos, lo vivido por Cristina y su familia, los objetos de las emociones como el daño, la pérdida y la necesidad de reparación, eran identificados y nombrados por todas las integrantes de la comunidad, por más diferencias que hubiera entre nosotras, como experiencias de injusticia y fuente de sufrimiento. Todas sentíamos indignación y eso nos cohesionaba, aunque no teníamos la misma relación con esa indignación.
De igual forma, la preocupación y el cariño se desplegaban en la lucha por la justicia, también esta, como objeto de emoción, moldeando nuestros cuerpos y cohesionando nuestra comunidad. Por ejemplo, con la familia compartíamos la preocupación por los obstáculos dados en el sistema de justicia penal y tejíamos una espesa confianza al demostrar el empeño que poníamos en lograr nuestros objetivos comunes. Cristina o su hermana evitaban llamarnos cuando nos veían muy cansadas, les preocupaba vernos con tanto trabajo, o se preocupaban cuando nos veían enfermas. También nos compartían alimentos: tamales de frijol o de chipilín, o caldo de gallina, por agradecimiento y cariño.
Este proceso minucioso y duradero, compartido entre personas que viven bajo lógicas distintas traslapadas en un contexto sociocultural común como lo es San Cristóbal de Las Casas, como vemos, solo fue posible por la cercanía cotidiana, por el acompañamiento y la construcción de confianza construida poco a poco en las largas conversaciones en la casa Cereza, donde Cristina vivió un tiempo; en las comidas, en las cenas, en los desayunos, en las vueltas que dábamos a diversas instituciones, en las visitas a la casa de las hermanas, al panteón, en los secretos guardados, en todos esos lugares y tiempos de convivencia. Y las emociones no siempre se comunicaban a través de la verbalización, sobre todo porque no hablábamos el mismo castellano; esas emociones se comunicaban también con miradas, con evasión de miradas, con gestos y silencios, es decir, también cobrando forma emocional los cuerpos.
Tal manera de aproximarnos nos permitió, a la larga, mostrarnos todas (principalmente las activistas y la familia), de una forma auténtica, de una forma que clarificaba nuestras profundas diferencias condicionadas por la violencia estructural e histórico-colonial y nuestra posición privilegiada (de las activistas) en ese entramado colonial, pero también nos mostraba los puntos de sutura de nuestra comunidad como lo era nuestro propósito común, objeto de emoción también: lograr justicia con sentido para la familia. Este proceso halló una expresión emblemática en lo que sucedió el 8 de diciembre de 2021, día en el que, ante la incompetencia e indolencia del personal de la fiscalía para cumplir la resolución de la CNDH que le ordenaba llevar a cabo adecuadamente una diligencia de exhumación y posterior inhumación del cuerpo de Ana, sucedió lo que coloco en el siguiente fragmento narrativo:
Días antes habíamos ido a la audiencia de control en la que el juez, un pragmático, autorizó la exhumación después de cortarle la palabra a Gladys, que le daba mil vueltas a los datos de prueba y a las argumentaciones que se le habían ocurrido para tratar de convencer al juez de que autorizara algo que no era un acto de investigación y, por tanto, se salía de las hipótesis contenidas en los artículos que invocamos, tanto ella como yo, para solicitarle al juez la autorización. Me puse nerviosa otra vez, y lo que hice fue tratar de sensibilizar al juez diciéndole las razones humanitarias por las que Cristina ameritaba la autorización de la exhumación de su hija. Lo hice así también porque no había más razones legales para invocar. La exhumación sería el 8 de diciembre. Llegamos a la iglesia y estaban todos los representantes de las comunidades… dijeron que no iban a apoyar en cavar, les dijimos que entonces nos prestaran palas, e insistieron en que no podían porque no sabían si era legal, y que además no se fueran a enterar los de otras comunidades y los responsabilizaran de algo. Se las pedimos por humanidad y respondieron que no, que ahí cerca había una ferretería. La compañera y yo fuimos a comprar las palas y un pico, regresamos y empezamos a cavar. Al principio nos ayudaron los de servicios periciales y los agentes de la policía y la Fiscalía, pero después nos dejaron de ayudar. Cristina y sus hermanas se metieron a ayudarnos al ver a sus “abogadas” con las manos y la ropa llenas de tierra. Cristina estaba enfadada. Ahora entiendo que le parecía insoportable e indignante que nosotras nos “rebajáramos” a cavar la fosa. Le dio mucha vergüenza, pero si no lo hacíamos en ese momento la Fiscalía tardaría meses en regresar. Por ello, Cristina intentó rescatar nuestra dignidad metiendo las manos, cavando con nosotras (...) los representantes de las comunidades todo ese tiempo estuvieron sentados burlándose, diciendo que ya estaban aburridos y haciendo chistes en tsotsil (…) pero las autoridades y los representantes se dieron cuenta de que nosotras no nos íbamos a mover de ahí hasta que nos lleváramos a Ana, y se los dijimos y dijimos que nos íbamos a tomar nuestro tiempo para seguir cavando porque íbamos lentas y estábamos ya muy cansadas. Al parecer, como repetía Cristina una y otra vez, se necesitaba fuerza de hombre, así es que cuando se dieron cuenta de que nos podíamos pasar ahí tres días cavando, se acercaron a ayudar. Yo no me quería mover, estaba indignada por las burlas, pero Cristina me dijo que no íbamos a poder, que se necesitaba fuerza de hombre, yo no estaba de acuerdo porque prácticamente fuimos nosotras las que cavamos una fosa de dos metros pero me salí del hoyo. Cuando llegaron a la caja se detuvieron… me metí al hoyo y me di cuenta de que la caja no estaba tan descubierta. Nadie más se metió… había un silencio abrumador… les dije a las autoridades que quién más se iba a meter al hoyo, que yo no podía sola. El médico de la Secretaría de Salud, hasta ese momento, se acercó y dijo que todos ahí, incluidos los mirones, 30 personas, estaban en riesgo de salud por los gases que salían de la caja abierta (porque la caja se abrió) y todos se hicieron para atrás… Yo estaba adentro del hoyo… la otra compañera de la Colectiva estalló y le gritó a la subdirectora que hiciera su trabajo... sabían que no nos iríamos de ahí sin Ana. Era de noche, en la punta de un cerro muy alto… una hora más tarde llegó la fiscal con sus trajes especiales/espaciales, los de servicios periciales no regresaron… a las doce de la noche estábamos en el panteón de Teopisca, donde Cristina vive, rezando en la nueva sepultura de Ana. (Diario de campo, 20 de diciembre de 2021).
De la anterior narración también se desprenden algunas de las tensiones y negociaciones que, en algún punto de la conformación de la comunidad emocional, se dieron “dada la imposibilidad de erradicar la dimensión conflictual de la vida social” (Mouffe, 2021, p. 12). En ese sentido, como lo estamos analizando, la comunidad emocional es política no solo porque intentamos posicionar los sentidos de la familia dentro del marco de las epistemologías legales, sino también porque está atravesada por relaciones de poder y por conflictos, como señalan Alison Crosby y colaboradoras:
Las relaciones de identificación entre sobrevivientes directos y oyentes empáticos se rompen continuamente (…) estas relaciones son necesarias e inherentemente problemáticas (…) [porque] son conformadas por las mismas estructuras y condiciones de violencia que causaron el daño en primer lugar, las luchas por la justicia de género y la reparación integral, en las que nos involucramos tanto individual como colectivamente, también fueron estructuradas por y mediante regímenes de derechos informados por las concepciones occidentales del humano (2019, p. 195).
Así, en este pasaje del acompañamiento, hubo un momento de tensión entre Cristina, sus hermanas y nosotras como activistas, al momento de decidir qué hacer cuando los representantes de las comunidades aclararon que no iban a ayudar a cavar y el personal de la fiscalía no tenía ninguna intención de cumplir la recomendación de la CNDH. Cristina y sus hermanas sentían vergüenza con los hombres de la comunidad que estaban ahí de que nosotras, como mujeres, caváramos la fosa, cuando es un trabajo de hombres (del campo e indígenas), y además nosotras, las blancas, éramos sus abogadas y ellas eran víctimas, cómo íbamos a estar cavando una fosa que era cosa de hombres. En ese momento tuvimos que negociar y decidimos hacerlo puesto que el esfuerzo que realizó la comunidad emocional para llegar hasta ese punto fue enorme, y sería muy difícil que el personal de la Fiscalía regresara hasta ese lugar recóndito, además de que tendríamos que pasar por otro trámite judicial para llevar a cabo la diligencia nuevamente.
De igual forma, otra tensión se verificó en el momento en que los representantes decidieron ayudarnos, cuando nosotras ya habíamos cavado una fosa de dos metros, pero estábamos muy cansadas y caía la noche. Ahí la negociación resultó en permitirles que nos ayudaran ante la posibilidad de que verdaderamente pasáramos la noche cavando. Fuera de ese pasaje, a lo largo del extenso e intenso acompañamiento, emergían constantemente tensiones dentro de la comunidad emocional que tenían que ver con la manera en que las activistas interpretábamos desde nuestros esquemas occidentales, por ejemplo, la manera de relacionarse Cristina con sus otras cuatro pequeñas hijas e hijos (menores de 10 años) o con sus hermanas. Entre las integrantes de la Colectiva también existían conflictos personales que se atravesaban en medio del acompañamiento y de los que Cristina y su familia se daban cuenta y se les notaba la preocupación.
Con las funcionarias de la CEDH y la CEEAV en diversas ocasiones hubo tensiones y discusiones, casi rupturas, debido a la determinación de las víctimas y de nosotras como activistas de conseguir justicia y reparación del daño y, frente a eso, a la falta de independencia de las funcionarias y a los límites presupuestales a los que estaban sujetas. Sin embargo, esas tensiones se superaron porque pese a las graves limitaciones presupuestales que padecía esta última institución, las funcionarias desplegaron sus atribuciones, con el seguimiento estrecho de las activistas con la familia, a contracorriente de las lógicas burocráticas y legalistas para lograr el acceso a las ayudas inmediatas (renta y alimentos), a la atención médica para la madre de Cristina, a los servicios funerarios cuando esta falleció, a los gastos de exhumación e inhumación del cuerpo de Ana, a la asignación de un terreno donde Cristina “paró su casita” y a otras intervenciones que hicieron posible el cumplimiento parcial de la recomendación de la CNDH.
Cabe mencionar que algunas de las funcionarias de la CEDH, como consecuencia de su compromiso con lograr la recomendación de este caso, fueron hostigadas laboralmente por sus superiores, hasta que se vieron obligadas a renunciar; en su contexto, el hacer su trabajo cobró tintes heroicos por las consecuencias que asumieron. La cohesión con las funcionarias parecía emerger de que estaban realmente comprometidas con su trabajo, de la indignación que brotó al conocer la historia de la familia pero también por el reconocimiento y respeto hacia la Colectiva, pues sabían de la tenacidad y perseverancia que nos caracterizaba y sentían una identificación no solo con la indignación sino con esa forma de trabajar. Por más diferencias culturales profundas habidas entre nosotras, sobre todo entre la familia, por un lado, y las activistas y funcionarias, por otro, para todas el asesinato brutal de Ana fue una terrible pérdida, causó un daño y requería una reparación, es decir, todo esto era objeto emocional. Si retomamos a la comunidad como un sistema de sentimientos derivado de estos objetos, definitivamente el asesinato de Ana era evaluado por todas como algo perjudicial, y la necesidad de justicia y reparación significativa para la familia como algo positivo y necesario.
También es importante mencionar que los efectos desbordaron el ámbito institucional debido a la forma de trabajar de Colectiva Cereza, que busca y practica, también, formas alternativas de reparar el daño a las víctimas. Esto lo he desarrollado ampliamente en otra parte (Fernández Camacho, 2022), pero para efectos del análisis que aquí interesa, las acciones de la comunidad emocional incidieron en las condiciones de vida de las víctimas y de las acompañantes: nos transformaron, porque de eso se trata vincularse, como dije, de que cada una nacíamos de cierta manera en esa comunidad a partir de las otras.
Cristina y sus hermanas fortalecieron sus capacidades para ejercer sus derechos. Las activistas partíamos de la premisa de que todas teníamos que asumir la responsabilidad por la libertad de la hermana de Cristina y por la búsqueda de justicia para Ana, pero ese planteamiento generaba tensiones por arraigadas formas paternalistas de relacionarnos entre activistas y familiares. En ese sentido, la narrativa de victimización no ayudaba mucho, pero procuramos emplearla estratégicamente puesto que es la llave para acceder a ciertos derechos formalmente y porque más allá de una “categoría burocrática impuesta (…) la naturaleza emocional de la categoría de víctima hace posible que el dolor sea comunicable (...) y pueda convertirse en instrumento político para afianzar la débil institucionalidad” (Jimeno Santoyo et al., 2019, pp. 34, 36). No obstante, también cabe preguntarnos si el problema con la categoría víctima y su naturaleza emocional no tiene que ver, otra vez, con un esquema de pensamiento occidental y psicologista para el que el individuo debe ser un sujeto autónomo, no reactivo e independiente.
También reflexionamos respecto de cómo el racismo impidió que la familia aprendiera la lengua de su madre (tsotsil) y las hizo alejarse de prácticas que las identificaran con lo que ellas y sus comunidades nombran como el “ser chamula” (forma despectiva de referirse a las personas de pueblos originarios). Estas reflexiones emergieron, de forma emblemática, ante la necesidad, en el marco de las epistemologías legales, de enunciar jurídicamente y a través de un peritaje en antropología social6 que esa familia se adscribía a una identidad acorde con prácticas culturales no occidentales. Lo anterior porque históricamente en los espacios de justicia oficiales las víctimas no son creídas y requieren de testigos expertos que desde la “objetividad” puedan dar veracidad de la violencia que narran (De Marinis, 2019, p. 179).
Considero que la hondura del proceso desplegado por la comunidad emocional integrada por Cristina y su familia, acompañadas por Colectiva Cereza y, en momentos, por las funcionarias comprometidas, tuvo efectos de reparación significativa y transformadora, aún y cuando el feminicida se encuentra impune. En ese sentido, Cristina transitó de ser “una víctima furiosa” (Castillejo Cuéllar, 2016), a decirme que deseaba quemar al responsable y, luego, que deseaba que “probara cárcel” y, finalmente, que “ella no perdonaría jamás”, considero que porque sentía que la habían despojado de todo, que la atropellaron en todo y que lo único que podía controlar, decidir por ella misma, era no perdonar. Esto es una transgresión en culturas tsotsiles porque perdonar es un mandato para las mujeres (Collier, 1995, p. 49; Cameras, 2015, p. 191).
De igual forma, Cristina puede visitar a Ana, y con su familia tiene una casita donde vivir, gracias al trámite oficial de la reparación del daño. Eso tenía que ver con sus necesidades más sentidas y contribuyó a poner un poco de orden en su mundo, que se había fracturado por los hechos victimizantes y la victimización secundaria. La reparación operó más allá del ámbito institucional de gobierno y tuvo sentido para la familia pues derivó de un proceso en el que llegamos a escucharnos entre todas, en el que luchamos juntas y nos transformamos, aunque el punto de partida haya sido distinto: unas tenían necesidades derivadas de ser víctimas indirectas de feminicidio, otras militaban en una agrupación feminista que tenía un compromiso político con el acompañamiento y otras porque era su trabajo y lo hacían comprometidamente.
El afecto mutuo, el cariño florecido entre nosotras fortaleció emocionalmente a Cristina, a su familia y a mí, que me encontraba pasando por momentos difíciles, y eso también le dio forma a la comunidad emocional. A veces veía reír a Cristina, relajar un poco la marca del dolor en su rostro, y la manera en la que me abrazaba cariñosamente, de forma espontánea, cuando antes ninguna de las integrantes de esa familia se dejaba tocar, fue una muestra del vínculo afectivo creado a través del despliegue de la comunidad emocional y de que “las emociones moldean lo que los cuerpos pueden hacer” (Ahmed, 2015, p. 24). Esas que se abrazaban en ese momento eran otras distintas a las que se conocieron años antes y esos lazos que emergieron de dejarnos tocar por la rabia y el dolor de la familia se tejieron formando una comunidad a la que pertenecíamos con el propósito de conseguir algo de justicia con sentido para la familia, pero que también permitió forjar cariño entre nosotras.
Finalmente, cabe señalar que esa comunidad emocional no fue una comunidad ideal. Fue pasajera, pues su propósito era claro y su duración se ligó al acompañamiento. Tiempo después de conseguidos los logros jurídicos y su ejecución quedaron jirones de la comunidad liados entre algunas de nosotras. Además, esa comunidad estuvo llena de tensiones y conflictos, sobre todo en momentos críticos, como vimos, y, definitivamente, estaba atravesada por diferencias profundas entre nosotras, socialmente construidas como jerarquías, lo cual no nos hacía enemigas ni impedía que brotara afecto con potencia política. Fue y es posible crear esas comunidades; creer lo contrario es sustraernos la posibilidad de transformar la realidad de desigualdad social con la fuerza que realmente moviliza a las personas: los afectos.
Utilicé la categoría de comunidad emocional para analizar el acompañamiento de largo aliento realizado por una agrupación de activistas feministas a Cristina y a su familia, quienes fueron víctimas indirectas de hechos de feminicidio en Chiapas, México. El enfoque constructivista de las emociones que nutre la categoría y el énfasis en sus dimensiones política y simbólica me permitieron abordar el dolor, la rabia y la indignación como actos de comunicación que brotan de objetos de emoción como la pérdida y la necesidad de justicia. Esas emociones engendraron una trama vincular con fuerza afectiva para la acción política con la que conseguimos justicia y reparación con algún sentido para las víctimas y fijaron los límites y la superficie de la comunidad. Las emociones, como actos de comunicación, también se desplegaron colocando unas condiciones de audibilidad que permitieron impugnar las epistemologías legales para ajustar las concepciones de daño, reparación y justicia, aunque ese movimiento se diera en el marco de asimetrías expertas-escuchadoras/hablantes y en un contexto de violencia crónica y exclusiones históricas. Aunque hubo una presencia inevitable de tensiones y conflictos por la naturaleza política de la comunidad, todo lo anterior repercutió en una reparación significativa y transformadora de las condiciones de vida de las víctimas y, de alguna manera, del resto de las integrantes de la comunidad emocional.
Agradezco profundamente a Cristina y a su familia por haberme permitido acompañarles en su búsqueda de justicia y reparación, así como por haberme permitido compartir la experiencia a través de este texto. También agradezco a las integrantes de Colectiva Cereza, organización de la que fui parte, por el trabajo en conjunto realizado en este caso en particular. Agradezco a las funcionarias públicas comprometidas de la CEDH y la CNDH que cumplieron con su trabajo a pesar de las consecuencias. Por último, agradezco al Consejo Nacional de Humanidades Ciencia y Tecnología (CONAHCYT) y al programa “Investigadores investigadoras por México” en cuyo marco se inscribe parte de esta investigación/incidencia.