Espacio Abierto
Ambulantes: la motilidad del comercio callejero en la Ciudad de México
Peddlers: the motility of Street vending in Mexico City
Ambulantes: la motilidad del comercio callejero en la Ciudad de México
QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos, núm. 12, pp. 168-193, 2019
Universidad de Buenos Aires

Recepción: 04 Abril 2018
Aprobación: 04 Septiembre 2018
Resumen:
Las políticas urbanas contemporáneas sobre la movilidad tienden a enfocarse en el desplazamiento físico de las personas, bienes u objetos, ignorando las negociaciones cotidianas, tanto espacio-temporales como sociales, que las calles requieren para su vitalidad. Las calles también se pueden pensar como espacios de producción que conjuntan las funciones sociales de la movilidad urbana con aquellas de capital, a lo que los académicos del “nuevo paradigma de las movilidades” denominan motilidad. El objetivo del presente artículo es problematizar las políticas de movilidad de urbes como la Ciudad de México, en las cuales el comercio ambulante es tanto realidad cotidiana de sus calles como facilitador de la movilidad urbana, espacial y social. En específico, el artículo describe el vínculo entre movilidad y trabajo en la calle a través de una revisión literaria del concepto de motilidad, para después hacer una crítica de las políticas públicas del “nuevo modelo de la movilidad urbana” de la Ciudad de México. De este modo, estas recientes políticas públicas de la Ciudad de México sirven como caso de estudio para plantear un nuevo enfoque de análisis de la movilidad urbana cotidiana. Se llega a la conclusión principal que el cambio discursivo de ‘transporte’ a ‘movilidad’ sigue obviando los usos no-circulatorios de la calle, como lo son las dinámicas cotidianas del comercio callejero. Esta invisibilización política y epistemológica cercena el potencial de movilidad (i.e. la motilidad) de los más vulnerables de la ciudad: los comerciantes callejeros y la ciudadanía que depende de ellos.
Palabras clave: movilidad urbana, motilidad, políticas públicas, comercio callejero.
Abstract:
Contemporary urban policies on mobility tend to focus on the physical displacement of people, goods or objects, ignoring the daily negotiations, both spatial-temporal and social, that the streets require for their vitality. Streets can also be thought of as spaces of production that combine the social functions of urban mobility with those of capital, what scholars of the "new mobilities paradigm" call motility. The objective of this article is to problematize the mobility policies of cities such as Mexico City, in which street trade i both a daily reality of its streets and a facilitator of urban, spatial and social mobility. Specifically, the article describes the link between mobility and work in the street through a literary review of the concept of motility, to then critique the public policies of the "new model of urban mobility" in Mexico City. This way, these recent public policies of Mexico City serve as a case study to propose a new approach to the analysis of daily urban mobility. One of the main conclusions is that the discursive change from 'transport' to 'mobility' continues to obviate the non-circulatory uses of the street, such as the everyday dynamics of street vending. This political and epistemological invisibilization curtails the potential for mobility (i.e. motility) of the most vulnerable populations of the city: street vendors and the citizens that rely on them.
Keywords: urban mobility, motility, public policies, street vending.
Introducción
La movilidad urbana se ha convertido en un tema tan crucial para las ciudades latinoamericanas, que se ha establecido de manera prácticamente dogmática en las políticas públicas urbanas. La ciudad contemporánea presiona a las personas a expandir sus movilidades para poder vencer las espacialidades fragmentadas, deslocalizadas y descapitalizadas de habitabilidad y empleo. De modo que el grado de control sobre tiempos y espacios se vuelven factores decisores en la calidad de vida de los ciudadanos (Flamm & Kaufmann, 2006). Por tanto, grandes metrópolis latinoamericanas como la Ciudad de México recientemente han realizado la transición consciente de políticas de “transporte” a una cultura de “movilidad”.
En la Ciudad de México, este cambio de terminología pretende simbolizar una virada más ambiciosa de las políticas públicas urbanas hacia lo que se ha acuñado como “el nuevo modelo de movilidad” (Ballesteros & Dworak, 2014). El organismo público encargado de estas políticas incluso se renombró de “Secretaría de Transporte y Vialidad” a Secretaría de Movilidad. Del mismo modo, la palabra “movilidad” aparece 87 veces en la nueva Ley de Movilidad, la cual fue promulgada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (hoy Ciudad de México) el 14 de julio del 2014. Sin embargo, la palabra “transporte” aún predomina, apareciendo 347 veces en el cuerpo principal de la nueva Ley. Esta disonancia entre los discursos políticos de la nueva “movilidad” y las realidades de la aplicación de la ley en este tema, ha llevado a varios autores (e.g. Espinoza Pérez, 2014;Schteingart & Ibarra, 2016) a concluir que el gobierno de la Ciudad de México aún no logra comprender todas las facetas de la movilidad urbana cotidiana, siendo una de ellas el potencial de movilidad que tienen, y otorgan, los comerciantes callejeros de la ciudad.
Al ser incapaces de identificar adecuadamente las voces y emprendimiento de la plétora de actores de las calles de la Ciudad de México, las políticas de movilidad corren riesgo de continuar los patrones nocivos de inequidad, exclusión y fragmentación urbana. Los comerciantes callejeros son uno de estos actores de la calle: ubicuos en las dinámicas y espacialidades de las calles mexicanas, pero poco representados legal y políticamente. La intención de este artículo es entonces presentar una aproximación teórica sobre el comercio callejero[2], una actividad cotidiana de las calles de la Ciudad de México que presenta distintos tipos de movilidades que le facultan, entre otras cosas, retener su posición socioeconómica en la ciudad, muy a pesar de las limitaciones estructurales que se imponen en la ley y el espacio urbano (Crossa, 2009).
El objetivo del presente trabajo es develar cómo las nuevas políticas de movilidad urbana de la Ciudad de México cercenan el potencial de movilidad social y espacial de los comerciantes callejeros. Para lograr esto, primero hago una revisión del estado del arte en torno al "nuevo paradigma de las movilidades", enfocándome en uno de sus conceptos derivados, la motilidad, ya que “da la pauta para la movilidad posible… [y] puede ayudar en la lucha contra la exclusión social al abordar los obstáculos supuestos por la accesibilidad, la disponibilidad, la aceptabilidad y la asequibilidad del sistema de movilidad urbana” (UN-Hábitat, 2014:108). Si bien estas discusiones han tenido lugar principalmente en el Norte Global, recientemente han sido adoptadas al contexto latinoamericano. Por ejemplo, la motilidad ha sido propuesta como una herramienta teórica para el desarrollo de métodos de estudio sobre el estado de la movilidad urbana en el Ecuador (Hernández & Witter, 2011), así como como herramienta de análisis para sistemas de transporte público en Colombia (Dávila et al., 2012).
En una segunda sección, describo el contexto de la movilidad urbana de la Ciudad de México con el objetivo de denotar la relación entre los ideales jurídicos de las políticas públicas analizadas y las dinámicas cotidianas de la calle. Este ejercicio de crítica discursiva sigue los ejemplos dispuestos por trabajos similares en Latinoamérica (e.g. Dangond Gibsone et al., 2011; Hermida Palacios, 2016) las cuales han analizado el reciente cambio de visión de las políticas públicas de transporte a movilidad, haciendo hincapié en las falencias de dichas políticas en su conceptualización de “movilidad”. Para el caso de la Ciudad de México, aquí exploro el derecho a la movilidad a través de la literatura local y académica, no sólo para explicar los trasfondos conceptuales del “nuevo modelo de movilidad” (ALDF, 2014) y otras normativas relacionadas, sino también para hacer apunte sobre las tensiones que ésta refleja en contraste con las realidades del comercio callejero. Dentro de las innovaciones del nuevo modelo de movilidad de la Ciudad de México está la inclusión significativa de actores como los peatones y ciclistas; sin embargo, la omisión de otros actores del sistema de movilidad cotidiana, de igual importancia – como lo son los comerciantes callejeros – apuntan hacia un limitado conocimiento sobre la relación entre el desplazamiento de los ciudadanos y las actividades, obstáculos y organizaciones que inciden en dichos desplazamientos.
De igual modo a la primera sección sobre movilidad y motilidad, desarrollo en la tercera sección una revisión literaria sobre el comercio callejero, enfocándome en estudios realizados en la Ciudad de México y en las maneras en las que este fenómeno se observa desde la formalidad. Sin embargo, cabe destacar que este tema ha sido extensamente estudiado en Latinoamérica (ver Tokman, 1989; Roever, 2010; Quezada et al., 2017), donde dicho fenómeno urbano se ha matizado de distintas formas en relación con la movilidad y vida cotidianas. Dentro de los estudios que han vinculado al comercio callejero con la movilidad urbana están Luciana Itikawa (2006), quien describe los recorridos clandestinos de los vendedores itinerantes de Sao Paulo; Gisele Kleidermacher (2013) realiza una detallada caracterización de la venta ambulante en Buenos Aires, enfocándose en la movilidad transfronteriza de migrantes senegaleses; mientras, el equipo investigador del CEDE de la Universidad de los Andes apunta la tensión sobre el derecho al trabajo y el derecho a la movilidad en los espacios públicos de Bogotá (Fabio et al., 2005); y Natacha Calvet Tapia (2015) denota cómo el comercio callejero contribuye a la caracterización de la calle como un espacio lúdico y no sólo facilitador de la movilidad de quienes la disfrutan. No es de sorprender que el comercio callejero esté estrechamente relacionado con la movilidad espacial, social y ocupacional. En la Ciudad de México, como en otras ciudades del mundo, el comercio callejero “ha servido de escaparate analítico para abordar procesos sociales más arraigados” (Crossa, 2018: 90).
Al final, el objetivo de las conclusiones de este artículo es retomar el marco teórico de motilidad y el análisis del nuevo modelo de movilidad urbana de la Ciudad de México para denotar inequidades, injusticias y resistencias que éstos le generan al comerciante callejero. Si bien el presente artículo representa un primer acercamiento a estos conflictos urbanos, en las conclusiones expongo unas reflexiones finales que servirán para extender las discusiones sobre movilidad urbana, comercio callejero, inequidad y planeación urbana.

Fuente: autor.
Referencias teóricas: Movilidad y motilidad
La importancia de la movilidad en las sociedades contemporáneas ha sido reconocida al grado que se ha propuesto como un nuevo paradigma de organización social (Sheller & Urry, 2006). El interés actual en las ontologías de la movilidad urbana puede ser trazado desde la teoría de circulación de Manuel Castells, quien reconoce la importancia de las conexiones complejas de las ciudades, hasta los trabajos de Sheller y Urry (2006), quienes profundizan en la relación entre las necesidades y consecuencias sociales, virtuales y espaciales de las híper-movilidades que caracterizan a las sociedades contemporáneas (verBeckmann, 2004; García Jerez, 2016). Este “giro de la movilidad” es producto, además, de un nuevo paradigma interpretativo de la sociología, la geografía y el urbanismo. Los estudios de las movilidades han ampliado y profundizado los acercamientos teóricos y metodológicos acerca de las relaciones entre cuerpos, objetos, desplazamientos y espacio, de modo que las investigaciones que parten de este nuevo paradigma han investigado una variedad de temas, desde políticas e inversiones en infraestructura de transporte hasta las experiencias incorporadas de vidas virtuales e imaginadas (Sheller, 2014). Por esto, es común que esta particular epistemología de los fenómenos urbanos sea, en gran parte, de carácter multidisciplinario, cualitativo y que desemboque en un rechazo de los enfoques estadísticos y positivistas de otras ciencias, como la ingeniería del transporte (Vannini, 2010).
De igual manera, en las últimas dos décadas varios autores han virado la perspectiva de la investigación urbana hacia los distintos tipos de movilidad que pueden coexistir en la vida cotidiana de los ciudadanos (Jirón et al., 2010). El concepto de la movilidad ya no se restringe a describir desplazamientos humanos o vehiculares, y cada vez se aleja más de las nociones de alta velocidad, grandes distancias y libertad indiscriminada de la modernidad y de la (auto) movilidad para considerar condiciones como la inmovilidad, las intenciones de movimiento y su ambigüedad normativa. De este modo, se complejizan algunos supuestos binarios de la planeación urbana en cuanto a cómo gestionar la movilidad de las personas, como lo son: reducir o aumentar flujos; construir o destruir infraestructuras; promover o prohibir actividades (Beckmann, 2004: 84).
Así, se entiende que la movilidad describe tanto cambios espacio-temporales, como sociales. Este nuevo paradigma conceptualiza a las experiencias de movilidad como transformadoras, no sólo de los actores involucrados, sino de los contextos sociopolíticos en donde se desarrollan (Vannini, 2010). Los académicos entonces han utilizado los marcos teóricos del nuevo paradigma de la movilidad como herramientas que pueden “leer” a las sociedades globalizadas cuyas dinámicas ya no pueden ser explicadas por conceptos limítrofes. La concepción euclidiana del espacio, por ejemplo, resulta insuficiente para explicar las relaciones geográficas complejas que constituyen las vidas cotidianas en las ciudades (Manderscheid, 2009), así como resulta insuficiente hablar de personas móviles sin reconocer las condiciones híbridas de su existencia: las entidades de las movilidades urbanas no son ni objetos ni sujetos; ni atónitos ni vigorosos; ni fijos ni en movimiento (Beckmann, 2004).
La necesidad de reconocer diferenciación social y cultural de los contextos en donde se desempeña la movilidad condujo a autores como Vincent Kaufmann a consolidar la noción de motilidad como la “movilidad en potencia” (2014: 7). Kaufmann et al. (2004) argumentan que las estructuras y dinámicas sociales son interdependientes con los desplazamientos actuales o potenciales de personas, bienes o información, de manera que las movilidades sociales y espaciales se encuentran intrínsecamente vinculadas. Entienden a la motilidad como un fenómeno más allá de la movilidad real, sino también como el potencial de las personas, grupos u otras entidades de desplazarse a través de la apropiación de variadas movilidades socio-espaciales. Mientras que la movilidad puede conceptualizarse como la habilidad de superar distancias físicas, costos, o fricciones, la motilidad no sólo incluye los desplazamientos observables sino también un cambio en las condiciones de una persona, objeto o idea: no todo desplazamiento provoca un cambio, y uno puede moverse sin tener que desplazarse. Desde esta perspectiva, la motilidad tiene el potencial de dar forma a las configuraciones territoriales, tanto materiales como inmateriales (Brighenti, 2012).
El acto de desplazarse físicamente involucra procesos cognitivos y motrices complejos que se relacionan no sólo con la espacialidad y las corporalidades de las calles, pero también con sus códigos de conducta. Por ejemplo, un conductor de un automóvil no sólo tiene que poseer la habilidad de virar, acelerar, frenar y de saber atender a un problema técnico, sino también debe tener: la capacidad de identificar obstáculos; anticipar los movimientos de otros actores de la calle; estar consciente de su posición espacial y tener conocimientos de área que puede cubrir; del respetar ciertas leyes y códigos implícitos de la calle; procurar ciertos tiempos de recorrido y permanencia; saber reaccionar ante condiciones estresantes o imprevistos; entre otros (Flamm & Kaufmann, 2006).
La motilidad puede entonces ser definida como la capacidad que tiene las personas, bienes o ideas de desplazarse a través de espacios sociales y geográficos; dicho de otra manera: es la facultad que una persona tiene para apropiarse del campo de posibilidades de movilidad para desarrollar sus proyectos personales o colectivos (Kaufmann et al., 2004; Flamm & Kaufmann, 2006). Así, al describir la motilidad de un comerciante callejero, nos debemos de referir a todas las circunstancias que le permiten ser social y espacialmente móvil: el tipo de estante o vehículo que ocupa; las facultades sociales, económicas y políticas que tuvo para obtenerles; el conocimiento de cómo habitar y transitar por la calle; las habilidades de cómo darse a conocer, vender, negociar, encontrar a la clientela; la existencia y las diferentes interpretaciones de los reglamentos que aseguran su movimiento, trabajo, confort y supervivencia; el apoyo personal, social, económico, cultural y moral para poder estar en la calle; entre muchas otras circunstancias tanto intrínsecas como extrínsecas.
Kaufmann et al. (2004; 2006; 2014) aportan una manera de pensar más allá de la noción de desplazamientos físicos, al pensar de la movilidad como un espacio de producción. Estos autores proponen describir motilidad a través de tres aspectos: 1) El acceso, y las condiciones de acceso, a un abanico de opciones de movilidad, o a lo que se refiere García Jerez como el “campo de la movilidad”[3]; 2) Las competencias y habilidades requeridas para usar o permitir dicho acceso; y, 3) Las necesidades, planes, deseos, motivos, estrategias, valores, evaluaciones y apropiaciones cognitivas con las que se interpretan dichas posibilidades de movilidad.
Así, la motilidad establece vínculos teoréticos y empíricos con otras formas de capital, de modo que la movilidad puede considerarse como un capital social que se intercambia por capitales económicos, culturales, políticos y medio ambientales (Kaufmann et al., 2004). Martens (2012) también reconoce la capacidad que tiene la movilidad de intercambiarse como un capital, pero sugiere pensar en su distribución de manera distinta de cómo se asignan otros recursos capitales como lo son el dinero o el poder.
En consecuencia, pensar en motilidad también nos faculta el abordar cuestiones de inequidad o distribución inequitativa de distintas movilidades (Jensen, 2011). La gran mayoría de la literatura que aborda cuestiones de inequidad social tradicionalmente se ha abocado a explorar las movilidades verticales de la sociedad (Cass et al., 2005), dejando a un lado las movilidades transversales u horizontales, como lo son los movimientos geo-sociales de trabajo, diversión, deseo, hábitat, cultura, lenguaje, relaciones, entre otras (Vannini, 2010). De este modo, y a diferencia de otras formas de capital, aproximar la inequidad a través de la motilidad nos permite representar desbalances verticales y horizontales en la movilidad de una sociedad (Kaufmann et al., 2004) y explicar cómo se construyen los espacios de la movilidad urbana, como lo son las calles.
Entender a la calle como espacio de producción – en donde se ponen en juego las necesidades, aspiraciones y afectos de los ciudadanos – nos permite advertir sobre las disonancias y tensiones que existen entre las políticas públicas para la movilidad urbana y la población potencialmente heterogénea de las calles a las que se refieren. Un sistema de movilidad urbana basado en la motilidad debería entonces considerar no sólo cómo se desplazan los ciudadanos, sino también incorporar las condiciones sociales, económicas y espaciales que les dan acceso real al transporte (Hernández & Witter, 2011). Bajo esta óptica, las políticas de movilidad urbana no deberían obviar fenómenos como el comercio callejero, el cual tiene implicaciones para la movilidad espacial tanto para quienes dependen de dichos comercios como parte de su vida cotidiana, como para las posibilidades de movilidad de los comerciantes en sí.
Es importante recalcar la incidencia que tienen las políticas públicas de movilidad urbana en las condiciones infraestructurales en donde se desempeñan las distintas movilidades de la ciudadanía (Dangond Gibsone et al., 2011). La manera en la que la infraestructura urbana ha sido construida – tanto física como políticamente – resulta imprescindible para comprender que la planificación alrededor del automóvil y el supuesto de la racionalidad en la toma de decisiones para la movilidad cotidiana (Aldred, 2015; García Jerez, 2016) han producido ambientes adversos para actores como los comerciantes callejeros. Por esto, es necesario primero realizar un análisis crítico sobre cómo se llegó a esto, qué avances ha habido y qué desatinos hay en el acercamiento al problema de la movilidad urbana. Para lograr este análisis para la Ciudad de México, es entonces perentorio describir el contexto geográfico, político-cultural y deontológico de su movilidad urbana.
Las nuevas políticas de movilidad de la Ciudad de México
Al igual que otras ciudades latinoamericanas que emprendieron ambiciosos proyectos de modernidad, la Ciudad de México experimentó un crecimiento poblacional y territorial exponencial, a lo largo del siglo XX. Esta expansión urbana acelerada trajo consigo un incremento desmesurado del uso del automóvil, tanto particular como colectivo (i.e. transporte público motorizado). Entre 1973 y 2007, los automóviles particulares aumentaron su participación en el reparto modal de la Ciudad de México de 16.5 a 21.3% del total de viajes, mientras que los medios transporte colectivo (microbuses y vagonetas) pasaron de 3.5 a 47.4%, convirtiéndose en el modo más importante de transporte urbano (Schteingart & Ibarra, 2016).
A pesar de que la gran mayoría de los viajes de la Ciudad de México se realizan en medios distintos al automóvil particular, las inversiones públicas siguen concentradas en la construcción de autopistas urbanas, incluyendo vías de cuota, túneles y pasos a desnivel (Garduño, 2015). En 2007, sólo el 29% de los 110 millones de kilómetros-viaje por día se realizaron en automóvil y sólo resulta factible poseer un vehículo motorizado particular para aquellos hogares que ingresan más de cinco salarios mínimos (Guerra, 2014); es decir, sólo la minoría adinerada de la ciudad tiene acceso a un automóvil privado. Así, la cultura predominante del automóvil en la Ciudad de México favorece a menos de la mitad de su población, a la vez que produce externalidades negativas para el desarrollo de su economía, la configuración de su espacio público y la (des-)producción el medio ambiente (cf.Doughty & Murray, 2016).
Desde un punto de vista sociológico, el tecno-centrismo de la planeación urbana denota el hecho de que la movilidad sea considerada como un principio básico de la modernidad y que esté reducida a una noción estrecha de desplazamiento de personas y vehículos. Esto desemboca en que el enfoque de las políticas de movilidad – a su vez basadas en las bio-políticas del capitalismo contemporáneo (ver Brighenti, 2012) – sea el garantizar flujos sin fricción como base para el funcionamiento eficiente de las sociedades. El diseño de la calle moderna se ha enfocado principalmente y casi exclusivamente en sus funciones circulatorias. Así, el paralelismo con la importancia de los flujos globales de la economía neoliberal de las ciudades no es incidental (Freundal-Pedersen & Kesselring, 2016).
Las continuas decepciones que ha engendrado el automóvil han presionado a que instituciones públicas, organizaciones y asociaciones estén planteando otras lógicas alternativas de movilidad urbana. Desde por lo menos 1983, los programas de desarrollo urbano de la Ciudad de México hacen un llamado a la racionalización del uso del automóvil particular, dando prioridad a la consolidación del transporte público y a la estructuración de la ciudad de modo que conduzca a la reducción de las necesidades de desplazamientos de la población, tanto en número como distancia (Schteingart & Ibarra, 2016). Tras el fracaso de la implementación de estos esfuerzos, también se derivaron políticas públicas de re-densificación del centro de la ciudad a partir de los planes de desarrollo urbano del 2000 (ibíd.). Ninguna de estas políticas ha sido capaz de desbancar al automóvil como el medio de transporte preferido para el desplazamiento físico de los mexiqueños.
El rechazo a la planeación urbana centrada en el automóvil privado recientemente ha culminado en un cambio de paradigma particular. En políticas públicas anteriores que se elaboraban con base al concepto de “transporte”, las personas en movimiento se pensaban en una relación prácticamente independiente con el entorno social y construido, pero dependiente de otras redes, como la técnica, la legal, la económica. De modo que el ciudadano estaba supeditado al comportamiento y al manejo de las tecnologías del transporte urbano. Es solo cuando estas tecnologías fallan – especialmente en materia de impactos medioambientales negativos – que las políticas urbanas pasan de un enfoque macroeconómico a uno de responsabilidad individual, con implicaciones sociales y globales.
Jordi Borja (2001, citado en Dangond Gibsone et al., 2011) observa que el cambio de “transporte” a “movilidad” en las ciudades latinoamericanas responde a uno de los diez desafíos de las grandes ciudades latinoamericanas, e implica un cambio de referencia global. Así, la nueva concepción de “movilidad” en México ahora incluye temas sociales y políticos como acceso, seguridad vial, integridad personal, salud, eficiencia en costos y mitigación de impactos ambientales (Vélez & Ferrer, 2016). En resumidas cuentas, el cambio de perspectiva pasa de un enfoque en los modos transporte – definidos por el tipo de vehículos y sus infraestructuras necesarias – a una perspectiva que en la movilidad del individuo. El concepto de movilidad, sin embargo, debería abordar no sólo infraestructura, vehículos y sus emisiones, sino incorporar primero otras condiciones sociales, políticas y culturales.
Al comparar las definiciones y atribuciones de la nueva Ley de Movilidad (ALDF, 2014) con las leyes anteriores de transporte y vialidad, Martha Schteingart y Valentín Ibarra (2016) notan que los cambios son formales y mínimos. Entre ellos, la nueva ley establece que el diseño vial debe procurar el reparto equitativo del espacio público para todos los usuarios; destacadamente, pone mayor atención y dirige mayor interés presupuestal a otras formas de movilidad, basadas en una jerarquía en donde el peatón y el ciclista ocupan el lugar más prioritario y el automóvil, el menor. Sin embargo, la promoción de estas modalidades se idea principalmente con base en la inversión de infraestructuras adicionales, dispositivos y equipamientos de apoyo: “… se comenta que aún no se cuenta con los instrumentos jurídicos y los mecanismos institucionales indispensables para hacer realmente efectiva la aplicación y el cumplimiento de la ley” (Schteingart e Ibarra, 2016: 107).
La consecuencia del pensar en la calle exclusivamente como contenedor de trayectos de desplazamientos físicos, es que la planeación del transporte urbano tiende a favorecer concepciones estrechas de movilidad urbana – más específicamente, los viajes diarios de hogar a trabajo o a la escuela, y viceversa (e.g. Ballesteros y Dworak, 2015). Al revisar el sistema jurídico mexicano actual para identificar cómo opera el significado de “movilidad”, encontramos que la definición de este concepto sigue estando restringida a nociones de desplazamiento espacial. La definición que ofrece la Ley de Movilidad es la siguiente:
Movilidad: Conjunto de desplazamientos de personas y bienes que se realizan a través de diversos modos de transporte, que se llevan a cabo para que la sociedad pueda satisfacer sus necesidades y acceder a las oportunidades de trabajo, educación, salud, recreación y demás que ofrece la Ciudad[.] (ALDF, 2014, Artículo 7.LVI)
La suposición que las personas deciden con base en la maximización de las utilidades de sus viajes denota un importante sesgo epistemológico: los viajes de utilidad son considerados productivos – y, por lo tanto, virtuosos y deseables – mientras que los otros tipos de viajes son visto como opcionales y derrochadores de tiempo (cf. Aldred, 2015). Todo parece indicar que el “nuevo modelo de movilidad urbana” de la Ciudad de México aún no supera este sesgo.
A pesar de que la Nueva Ley de Movilidad establece la intención de promover “actividades distintas a la circulación” (ALDF, 2014: art. 170), éstas no se identifican o se definen con especificidad. Más aún, estas intenciones se encuentran en potencial contradicción con otros apartados que hace alusión explícita al uso “adecuado” de las vías públicas, término que permanece igualmente ambiguo.
Otros tipos de actividades y viajes, como los intersticios y sociales, son considerados menos importantes. Por ejemplo, Jirón, Lange y Bertrand (2010) encontraron que, pese a la proliferación de viajes internacionales, virtuales y de larga distancia, la importancia de los desplazamientos cotidianos no ha disminuido. Más aún, dichas movilidades cotidianas constituyen un creciente número de viajes múltiples cortos, necesarios para organizar las actividades de día a día de los hogares y para mantener un estilo de vida urbano. En la Ciudad de México, los viajes intersticios resultan significativos para las dinámicas cotidianas de la metrópolis mexicana cuando se toma en consideración que la mayoría de los viajes son multimodales (Schteingart & Ibarra, 2016).
Si bien las políticas públicas manifiestan que el objeto de la movilidad es la persona, lo ahora expuesto señala que su condición ha sido relegada a una expresión formal, sin una incorporación real de las experiencias de la calle y sin una participación íntegra del ciudadano en la toma de decisiones. Más bien, el fin de los discursos hegemónicos de movilidad en la Ciudad de México ha sido legitimar las prácticas de movilidad con en la idea de modernidad o, más recientemente, en la utopía de la sostenibilidad (cf. García Jerez, 2016). Dentro de las racionalidades de las políticas de planeación urbana se producen o propagan idearios de movilidad a la vez que hacen legítimas ciertas formas de infraestructura elitistas (Jensen, 2011: 260).
Las inequidades de movilidad son opacadas por discursos sobre velocidad, conectividad, progreso y modernidad, que frecuentemente son vinculadas a nociones de libertad que sólo puede proveer el automóvil (Doughty & Murray, 2016). Esta puede ser la razón por la que realmente no se ha logrado cambiar la distribución modal en la ciudad en los últimos 35 años. Todos los planes desde entonces han planteado el problema del uso indiscriminado del automóvil particular y la necesidad de mejorar el transporte colectivo, pero pocas soluciones propuestas por dichos planes se han efectuado exitosamente. Schteingart e Ibarra (2016) afirman que esto se debe a que:
… la mayoría de las obras importantes de vialidad que se han efectuado en los últimos años no son consecuencia de los estudios realizados dentro de los citados planes, sino que estos incorporan las acciones que se deciden al margen de los mismos, utilizándolos como un instrumento para validar decisiones que responden a veces a intereses privados, y ajenos a las necesidades de la población mayoritaria. (Schteingart & Ibarra, 2016: 151)
El reconocimiento de movilidad como un ensamblaje complejo de infraestructura, políticas, organizaciones, habilidades, capacidades, motivos, deseos, hábitos, conocimientos y redes sociales, pone en cuestionamiento la manera en la que se diseñan la infraestructura urbana y cómo es gobernada. El enfoque excluyente de las calles como espacios estrictamente para el desplazamiento territorial, por ejemplo, se ha acompañado de la creencia que sólo las infraestructuras físicas y legales pueden influenciar la movilidad urbana. Este determinismo no es exclusivo a la planeación centrada en el automóvil, sino que se ha traspasado a la manera en la que las calles se diseñan para el fomento de actividades deseadas, y la disuasión de otras actividades.
Estas nociones rígidas del espacio urbano, como aislable y definitorio, comprende lo que Tim Cresswell denomina como “sedentarismo metafísico” (2006: 738). En realidad, la producción del espacio – en este caso, la calle – conlleva a la transformación de las prácticas de movilidad cotidiana, a la vez que produce formas particulares de entender el espacio urbano (Jensen, 2011). Aquí, el espacio es visto como producto de relaciones sociales perpetuamente continuas, que producen materialidades e inmateriales. Esto significa que la práctica de constituir el espacio necesariamente involucra a la movilidad de quienes la producen (Manderscheid, 2009). Por ende, se establece un estrecho vínculo entre la movilidad de las personas y el llamado “espacio público” donde sucede.
El desarrollo del concepto de movilidad entonces también contribuye a la reconsideración de las definiciones de lo público y lo privado (Vannini, 2010). Un ejemplo en el que los conocimientos generados por la ley son capaces de estructurar el mundo se da en la definición del “espacio público”. Rodrigo Meneses Reyes aporta la siguiente observación:
Es posible sostener, entonces, que las calles no sólo representan espacios de convivencia, manifestación o tránsito, sino también y principalmente espacios parroquiales, es decir, espacios potencialmente abiertos para todo el público, pero en los que un grupo específico de personas o una representación particular de denominar y utilizar al espacio reclaman un lugar. (Meneses Reyes, 2011: 13)
Consecuentemente, lo público – visto como un bien social sobre el cual no hay régimen de propiedad definida – resulta susceptible de uso por aquel que lo necesita. El espacio público puede ser estudiado desde dos perspectivas: la política, donde la concepción abstracta de lo colectivo, transparente y abierto impera sobre lo material; y la espacial, en donde lo “público” se confina a un sitio físico, determinado por conflictos y colaboraciones entre diversos intereses. La calle es considerada el espacio público por excelencia porque en ella se puede observar, de manera visible y cotidiana, las disputas por establecer la legitimidad de uso. De igual manera, es aquí donde se exponen las diferentes presencias en el espacio y en donde se llevan a cabo las diferentes estrategias para ejercer los derechos ciudadanos (López Ayllón & Meneses Reyes, 2010).

La calle contiene una representación jurídica que, según Meneses Reyes (2011), le da forma al espacio en cuanto que determina – consciente o inconscientemente – las maneras y los límites de cómo comportarse, relacionarse con otras personas y utilizar las diversas oportunidades ofrecidas por dicho espacio urbano. Así como la materialidad de la calle (i.e. infraestructura) es altamente dinámica, su tampoco es estática, no se limita a definir y clasificar, “sino que paralelamente posibilita que los actores [las] usen, [las] interpreten o [las] resistan” (López Ayllón & Meneses Reyes, 2010: 234). De modo que el derecho es uno de los más importantes sitios donde se “producen” las movilidades (Cresswell, 2006).
El derecho a la movilidad es, de hecho, un concepto central a la Nueva Ley de Movilidad (ALDF, 2014), tanto que es frecuentemente vinculada con el “derecho a la ciudad” en el sentido que atribuye a todo ciudadano la facultad de acceder a “una red con 100% de cobertura para todos los medios de movilidad urbana” (Ballesteros y Dworak, 2015: 51). La Nueva Ley de Movilidad, en su artículo 91, sin embargo, declara que la principal función de las calles es el tránsito (ALDF, 2014). Las ambigüedades en torno a cómo se concibe el derecho a la movilidad ha producido una serie de conflictos discursivos al contraponerse con el derecho a la protesta y libre expresión[4] (Delaplace, 2013; Ballesteros y Dworak, 2015).
Por lo anterior, y de acuerdo con Tore Sager (2006), el derecho de las personas para decidir su propia movilidad no puede ser reconciliado con una sociedad democrática. Vannini (2010) incluso afirma que la movilidad es sólo un derecho tentativo, el cual se expresa más frecuentemente como un privilegio. Así, la movilidad se entiende como un derecho relativo con el que se acceden a otras oportunidades (Dangond Gibsone et al., 2011; Delaplace, 2013). Debido a que los derechos implican tanto oportunidades como procesos, el derecho a la movilidad implica la elección de permanecer o de moverse, además de los procesos que previenen el control o la vigilancia de quienes transitan (Sager, 2006). La ley, a fin de cuentas, posee la facultad de asignar significados particulares a las prácticas de movilidad, y la de vigilar tanto dichos significados como patrullar las movilidades en sí (Cresswell, 2006). Además, las autoridades que aplican esta ley no sólo resarcen su derecho a gobernar la calle, sino que también son capaces de movilizar un conjunto de instituciones para materializar su control sobre dicho espacio público (Meneses Reyes, 2011).
El derecho puede verse como un medio para coordinar y disciplinar a la sociedad, el cual busca transformar las prácticas ciudadanas – en este caso, aquéllas de la calle – al permitir ciertas actividades y materializaciones a la vez que tolera o censura otras (López Ayllón & Meneses Reyes, 2010). El problema ahora consiste en la determinación de cuáles usos, usuarios y estructuras físicas deberían de estar permitidos, privilegiados, preservados o vigilados en la calle. Esto conlleva a mecanismos de control o disciplinamiento de las actividades, conductas y cuerpos de la calle, en donde los flujos eficientes de bienes, cuerpos, e información impera sobre cualquier otra actividad no reconocida por el Estado. De esta forma, la presencia de actividades que no corresponden a los viajes utilitarios hogar-trabajo – como lo es el comercio callejero informal – son frecuentemente consecuencia de la desigualdad normativa en la que existen. Más aún, en las calles de la Ciudad de México, la función del derecho es más ambivalente, ya que la mayoría de los conflictos parecen resolverse en las mismas calles donde ocurren (Meneses Reyes, 2014).
Los derechos son manifiestamente espaciales, y es esta misma espacialidad la que socava su supuesta universalidad porque no toma en cuenta las realidades desiguales de las geografías de opresión, injusticia y olvido. En otras palabras, los derechos – entendidos como atributos fundamentales, naturales o universales de los ciudadanos – resultan problemáticos cuando ignoran el contexto en el cual fueron producidos (Cresswell, 2006). En pocas ocasiones se piensa de la calle como un escenario de producción y generación del derecho, en donde se despliegan una serie de conflictos y negociaciones entre la población. Precisamente porque fungen tanto como contenedores de flujo como espacios habitables, las calles introducen conflictos sobre su naturaleza como lugares y sobre las actividades que se llevan a cabo en estos “espacios públicos” (López Ayllón & Meneses Reyes, 2010).
Gran parte del diagnóstico de los problemas de movilidad parte de la caracterización de las calles de la Ciudad de México como “desorganizadas” de modo que las nuevas políticas de movilidad están estrechamente ligadas con los discursos de la “recuperación” y el “ordenamiento” de los espacios públicos (Ballesteros y Dworak, 2015). A pesar de que muchos discursos políticos apuntan a una crisis del espacio de la calle, el vínculo entre las experiencias no observadas de la movilidad urbana y sus espacialidades se hace evidente cuando se seccionan las relaciones de poder que existen entre experiencias corporales, dinamismos y deseos de los diversos actores de la calle (ver Jensen, 2011).
Haciendo alusión a lo anterior, Emilio Duhau y Ángela Giglia (2010), proponen que la verdadera crisis del espacio público es realmente producto de una disociación entre las nociones jurídicas de lo público y las prácticas callejeras de la vida cotidiana. Varios académicos mexicanos (e.g. Silva Londoño, 2007; Monnet et al., 2007) ponen en evidencia la imposibilidad de garantizar el derecho al libre tránsito con el disfrute del espacio público y el derecho al trabajo a la vez que celebran la existencia del comercio callejero como agente mediador de los diferentes intereses que habitan en la calle – desde la necesidad de estar hasta la libertad de elegir. La sección siguiente realiza una exploración de esta diversidad de experiencias en la calle, concentrándose en su legitimización y pertenencia en los espacios públicos.
Trabajar para moverse, moverse para trabajar
En general, se han desarrollado dos aproximaciones al fenómeno del comercio callejero: por un lado, como una problemática que manifiesta la pérdida y degradación del espacio público; y, por otro lado, como una prueba de la pluralidad necesaria para la vitalidad de los espacios urbanos (Silva Londoño, 2007). Una lectura de los discursos políticos alrededor de la movilidad urbana en la Ciudad de México apunta hacia a primera aproximación: el comercio callejero y otros tipos de mobiliarios urbanos son frecuentemente caracterizados como “estorbos” o como “problemas serios” del manejo de la calle y del espacio público. (Ballesteros y Dworak, 2015: 77, 206-208).
Sin embargo, la presencia de estos comerciantes callejeros, en lugar de ser eventual y efímera, resulta permanente en su ubicuidad en las calles. El comercio callejero es una de las actividades económicas minoristas más importantes en México, y su lugar en el espacio urbano ha persistido a pesar de los constantes esfuerzos por eliminarlo. Se considera que tanto comerciante como cliente responden a una importante demanda clientelar que no se satisface con el comercio fijo, legalmente establecido o “formal”.
Desde el comienzo del siglo XX, el comercio callejero ha sido una de las actividades características de las calles de la Ciudad de México (Meneses Reyes, 2011) y, sin embargo, este fenómeno ha resistido su adecuada categorización y dimensionamiento. Monnet, Giglia y Caprón (2007) hacen un esfuerzo plausible, proponiendo una tipología del comercio callejero, y al mismo tiempo reconociendo que dicha categorización es altamente tornadiza, tanto en la configuración de los cuerpos, como en la estructuración de los ritmos de vida cotidiana que éstos producen. Basados en observaciones sistemáticas de cuatro intersecciones de distintas áreas de la Ciudad de México, lograron identificar cinco tipos de comerciantes callejeros:
* los vendedores a vehículos (en México, llamados “coyotes”);
* los vendedores a pie – en México, llamados “toreros” y estudiados por Crossa (2009);
* los quioscos oficiales, reconocidos y licenciados por las autoridades;
* los puestos temporales o “semi-fijos”; y
* los comerciantes sobre ruedas, como lo son tamaleros, afiladores, camoteros y otros que hacen uso de vehículos rodantes.

La diversidad de sujetos que comprenden la categorización del comercio callejero ha hecho casi imposible percibir a qué tipos de movilidad y motilidad tienen acceso cada uno de ellos. Por ejemplo, Monnet, Giglia y Caprón (2007) también encontraron con frecuencia comerciantes sobre ruedas que, en términos prácticos, actúan como semi-fijos porque no cambian de ubicación durante todo el día. En efecto, los comerciantes sobre ruedas están ejerciendo una de las características de la motilidad en la apropiación cognitiva de un símbolo de movilidad que tiene mayor aceptación legal: el carrito o el triciclo vendedor. Además de desplegar varios conocimientos sobre cómo vender en la calle, los comerciantes callejeros sin duda utilizan el espacio urbano para moverse (o mover sus vehículos, estantes o productos) durante el día. De este modo, la cotidianeidad del comercio callejero se despliega espacial y socialmente.
Partiendo del marco teórico de la motilidad, tanto los desplazamientos físicos de los comerciantes callejeros como sus desplazamientos potenciales resultan igualmente importantes. Michel de Certeau (1980) argumenta que son precisamente estas movilidades – o intersección de elementos móviles – los cuales producen lugares, entendidos no como meras locaciones, sino como espacios sociales. Como se explicó con anterioridad, las prácticas cotidianas de la movilidad espacial resultan clave para (re)producir el capital social de los ciudadanos, de modo que el incremento en la motilidad de un individuo conduce a un incremento en posibilidades sociales, incluyendo las respuestas ante políticas públicas de la calle. De Certeau apunta hacia una relación reaccionara de las tácticas de actores como los comerciantes callejeros – y sus prácticas cotidianas tanto de resistencia como de adaptación – ante las estrategias de las políticas y racionalidades dominantes (Jensen, 2009). Crossa (2009) argumenta que las formas en las que los comerciantes callejeros resisten su remoción o exclusión del espacio de la calle son, al igual que su caracterización, altamente heterogéneas. Una de las muchas prácticas realizadas por comerciantes callejeros es la de “torear” a las autoridades, al estar continuamente alertas y en movimiento para poder escapar y esconderse en áreas privadas cercanas. Cotidianeidades como ésta muestran análisis basado en los conceptos de tácticas y estrategias de De Certeau (1980). La regulación de la espacialidad de la calle ha sido el conducto principal por el cual se han tratado de regular o suprimir las actividades de venta en la calle y han fallado, en gran medida, porque dichas negociaciones tácticas ocurren en los territorios no espaciales, en las prácticas sociales y jurídicas (Meneses-Reyes, 2011; 2014) y en las movilidades a las que tienen acceso los comerciantes callejeros.
Las características móviles de los comerciantes callejeros no sólo son totalmente ignoradas sino también reprochadas en las políticas de regulación de las calles de la Ciudad de México. Durante el primer gobierno democrático de la ciudad de México, en 1997[5], el “uso indebido del espacio público” es oficialmente penalizado (López Ayllón & Meneses Reyes, 2010: 244). Siete años después, con la introducción de la Ley de Cultura Cívica, se idea una nueva forma de disciplinar la calle: al facultar la detención de cualquier uso indebido o no autorizado que atente contra la seguridad y el tránsito de personas y bienes de la ciudadanía (ibíd.). Para algunos, la Ley de Cultura Cívica de 2004 representó la introducción de políticas represivas de exclusión de actores de la calle que no se conformaron a los ideales de seguridad de las autoridades, los hombres de negocios y las élites. Estos actores responden más a los patrones de globalización que favorecen la rapidez y fluidez del tránsito de personas, bienes, ideas y de capital en general (Meneses Reyes, 2011).
Lo que la nueva Ley parece ignorar es que, aunque las calles presenten todas las características de espacios caóticos, se tratan de espacios altamente organizados, en el sentido de que se construidos y de-construidos cotidianamente tanto por comerciantes como por clientes (Monnet et al., 2007). Como afirma Meneses Reyes (2014: 98):
Lo que está en juego cuando se regulan las calles no es sólo la comodidad de las personas, el tránsito humano o de bienes, ni el valor estético del espacio, sino también las condiciones en que una serie de garantías constitucionales (por ejemplo, la libertad de trabajo y comercio) pueden ser ejercidos la población o limitadas por la autoridad en el día a día.
Los litigios por el uso adecuado de la calle son, entonces, equivocadamente dirigidos hacia determinar los límites del espacio público y de las actividades sus usuarios. Más aún, la aplicación de la ley siempre se ha dado de manera contingente y selectiva sobre grupos de actores que no son formalmente o adecuadamente atendidos por la elaboración de políticas públicas. A pesar de los fuertes intereses por hacer de las calles de la Ciudad de México espacios exclusivos para el tránsito, mucho del comercio callejero persiste bajo la figura del vendedor nómada, escurridizo (Crossa, 2009). Así, los comercios callejeros son percibidos como informales a pesar de ser inherentes a las dinámicas cotidianas de las calles urbanas, al grado que su presencia en la mayoría de las zonas de la Ciudad de México es banalizada (Monnet et al., 2007).
Relacionado con la falacia de las políticas de remoción de los comerciantes callejeros, se encuentra una equivocación respecto a la función de tránsito de las calles: tradicionalmente, la planeación urbana ha considerado al transcurso de un viaje como tiempo muerto entre origen y destino; sin embargo, autores como Manderscheid (2009), Vannini (2010) y Jirón et al. (2010) han reconocido que la movilidad urbana implica más que un viaje del punto A al B y que este recorrido es una fuente potencial de experiencias diversas generadas por quienes se desplazan y quienes no lo hacen. Estos “tiempos muertos” de los recorridos urbanos son pertinentes para el tema del comercio callejero porque, como lo indican Monnet, Giglia y Caprón (2007), la oportunidad para consumir alimentos o información aumenta a la vez que las distancias recorridas y los tiempos de recorrido se incrementan.
El caso de la Ciudad de México constituye un claro ejemplo de multiplicidad de viajes que poseen, congénitamente, el potencial de movilidad social. Con el desarrollo gradual de las oportunidades que ofrecen las movilidades, la habilidad de moverse (i.e. motilidad) se vuelve cada vez más importante para efectos de inclusión social y económica. Aunado a una creciente demanda por flexibilidad social, tanto vertical como horizontal, hacen que la motilidad se vuelva un recurso de equidad social (Kaufmann, 2014). Cercenar la motilidad de los comerciantes callejeros eventualmente debe conducir a una reducción en la movilidad social (Brighenti, 2012) porque cualquier actor de la calle a quien no se le permita participan en la constitución de la calle resulta potencialmente excluido de redes supra-estructurales que bien podrían proveer mayores movilidades (Cass et al., 2005).
Al igual que en otras ciudades latinoamericanas, el comercio callejero en la Ciudad de México se ha caracterizado más por sus prácticas anti-jurídicas que por el rol que juegan en la forma y en el contenido de las calles. Entre más disociadas se encuentren las nociones de libertades y obligaciones de la movilidad, más se encontrará la necesidad de proteger el “orden” social, desembocando en prácticas de control y vigilancia (Sager, 2006). De modo que los estudios académicos realizados en las últimas tres décadas se han enfocado en comprender las prácticas político-sociales de los actores involucrados, y poco en su relación con otros actores de la calle (Crossa, 2009; Meneses Reyes, 2014).
Conclusiones
La sociedad que ofrece el mayor grado de movilidad no es aquella que obliga el uso de medios de transporte rápido como el automóvil o un vuelo comercial barato, sino es aquella que permite el desarrollo de una multitud de proyectos de movilidad. (Kaufmann, 2014: 12)
Una creciente conciencia sobre las necesidades de la movilidad urbana y sus efectos ha abierto el debate sobre cómo planear las presentes y futuras movilidades de una manera más sustentable y equitativa. El proveer de imaginarios alternativos para la movilidad urbana tiene el potencial de dar forma a las sensibilidades de quienes experimentan la calle “desde abajo” (Jensen, 2011). Las políticas de movilidad urbana entonces deberían responder a un entendimiento más a fondo de los comportamientos mótiles de los diversos actores de la calle (De Witte et al., 2013), en especial de aquéllos quienes permanecen oscurecidos por la ley y, en ocasiones, por la academia.
En este artículo hemos revisado cómo una interpretación amplia del concepto de movilidad apunta hacia serias omisiones en las políticas de movilidad urbana de la Ciudad de México. El objetivo de este trabajo fue realizar esta crítica en específico a través del marco teórico de la motilidad, con tal de demostrar que una política enfocada en los desplazamientos pendulares de los ciudadanos erróneamente supone que el espacio urbano (i.e. las calles) sólo deben cumplir con la función de permitir flujos de personas y vehículos. Con esto, políticas públicas recientes como el nuevo modelo de movilidad de la Ciudad de México ignoran las dimensiones sociales de estos recorridos, dentro de los cuales los comerciantes callejeros cumplen funciones indispensables de provisión de alimentos, servicios y tanto derecho al trabajo como derecho a la ciudad para las poblaciones más vulnerables, como inmigrantes (e.g. Kleidermacher, 2013).
Instrumentos normativos como la Nueva Ley de Movilidad (ALDF, 2014) hacen frecuentes referencias a nociones de equidad, inclusión y acceso a bienes, servicios y oportunidades de la ciudad, pero no exploran estos términos más a fondo, ni determinan las estrategias específicas para lograrlas (verBallesteros y Dworak, 2015). Se limitan, casi exclusivamente, en mencionar en la capacidad de las personas para llegar a destinos predefinidos (cf. Cass et al., 2005). La Nueva Ley de Movilidad (ALDF, 2014) aborda el problema de “accesibilidad” como una cuestión de opción, más que de necesidad. Como mencionado anteriormente, la accesibilidad es tan sólo un componente de un campo mayor de posibilidad de movilidad al cual llamamos motilidad. Tomando como ejemplo clave a los comerciantes callejeros, caemos en cuenta que la movilidad urbana implica tanto acceso a destinos como al espacio urbano: el derecho de utilizar la calle, los espacios públicos y los espacios intersticios de la ciudad conduce a una mayor movilidad social tanto para los comerciantes como para sus clientes, especialmente si los servicios y productos que ofrecen amplían los campos de posibilidad de las movilidades. Por lo tanto, los discursos legales y normativos en pro de la movilidad urbana inclusiva que no consideran a la motilidad frecuentemente caen en suposiciones equívocas sobre lo que implica participar adecuada y efectivamente en la sociedad contemporánea.
Por otro lado, la naturaleza conflictiva de la aplicación de la ley en las calles se debe a una concepción desatinada de los derechos relacionados al espacio público como entes fijos, estáticos, inmutables y unívocos. El análisis de varios autores de derecho demuestra lo contrario (verCresswell, 2006; Jirón et al., 2010; Meneses Reyes, 2014): debido a que la motilidad es fluida, el análisis de las movilidades cotidianas pone en cuestionamiento las concepciones estáticas de del espacio urbano, las ideas de fijación y permanencia. Por esto, la calle no puede ser pensada únicamente desde una perspectiva normativa, pero también como un campo de posibilidades en donde se involucran las cambiantes relaciones de poder, negociación y resistencia (Silva Londoño, 2007).
Brighenti (2012) propone un marco conceptual en donde las movilidades urbanas se componen de tres aspectos: la convergencia de diferentes velocidades del espacio, los ritmos efectuados y percibidos, y la combinación de afectos de los cuerpos, objetos y fuerzas del ambiente. Por otro lado, Vannini (2010) afirma que la sociabilidad de un viaje también se manifiesta a través de la formación de “subculturas móviles”. La intención de este artículo fue proveer un acercamiento teórico dirigido al estudio de una de estas subculturas: el comercio callejero de la Ciudad de México.
El estudiar al comercio callejero a través de la óptica de la motilidad o potencial de movimiento puede revelar nuevos aspectos de la movilidad en las ciudades latinoamericanas en cuanto a los límites y a las capacidades de maniobra que tienen sus habitantes, especialmente si resulta que dichos comerciantes tienen la capacidad de producir movimientos tanto físicos como sociales. Crucial en la resolución de inequidades es la apropiación de las actividades, conocimientos, capacidades, bienes y valores asociados con la movilidad (Manderscheid, 2009). La perspectiva limitada de lo que implica movilidad ignora la necesidad de tener acceso a relaciones interpersonales, conexiones implícitas y otras estructuras sociales no utilitarias (Cass et al., 2005). Los aspectos sociales de la movilidad son evidencia del potencial transformativo de las experiencias de las personas mótiles (Vannini, 2010) y facultan la comprensión de las consecuencias sociales de las movilidades urbanas (Kaufmann et al., 2004).
El paradigma actual de la planeación urbana – el cual todavía conserva herencias epistemológicas de un siglo de automovilidad – sigue conceptualizando al futuro de las ciudades como un problema de eficiencia en las tecnologías de movilidad (Freundal-Pedersen & Kesselring, 2016) y aún parecen ser incapaces de reconocer aquellas funciones de la movilidad que no corresponden con desplazamientos físicos o con las actividades económicas formales (Cass et al., 2005). Visto como un bien social, la movilidad se determina no sólo como un servicio provisto por el Estado sino como una combinación de otras intervenciones de política pública, así como la provisión de otros servicios urbanos (Martens, 2012).
Debemos recordar que ciertas representaciones de medios de movilidad están socialmente construidas y tienen un rol imperante en la formación de políticas públicas. Flamm y Kaufmann (2006) específicamente se refieren a la percepción que ciertos medios tienen en cuanto impacto medioambiental y de seguridad (vial o personal), pero quiero argumentar aquí que las percepciones ideológicas sobre lo que es una calle, el tránsito y la movilidad juegan un papel aún más determinante en la construcción de campos de movilidad. Las políticas de movilidad en la Ciudad de México producen discriminaciones epistemológicas de actores de la calle – como los comerciantes callejeros – al desatender que la movilidad ocupa también otros tipos de espacios, de movilidad tanto horizontal como vertical… de supervivencia.
Las políticas públicas urbanas como aquellas propuestas por la nueva Ley de Movilidad y la Ley de Cultura Cívica pueden, en principio, poner en peligro el nicho socioeconómico de muchos de los actores que constituyen las calles de la ciudad (verCrossa, 2018). Visto desde la perspectiva de la motilidad, se debe reconocer que no todos tienen el mismo grado de accesibilidad los lugares, actividades, personas, recursos u oportunidades. Otras formas de inequidad – como discriminación, desbalances espaciales e inmovilidades – han pasado casi completamente desapercibidos. Factores determinantes como etnia, cultura, religión, género o edad, no se analizaron en este artículo, pero empiezan a ser abordados por otros autores (verUreta, 2008; Hunt, 2009; Jirón et al., 2010; Dangond Gibsone et al., 2011; Lederman, 2015; García Jerez, 2016).
El verdadero problema de la calle en las ciudades latinoamericanas se encuentra no en su diseño o gobernanza, sino en el repensar de su funcionamiento cotidiano en la vida urbana y en la restauración de su función pública (Duhau y Giglia, 2010). A manera de argumento de conclusión de este artículo, se llama a que los estudiosos y hacedores de política consideren al comercio callejero como parte del sistema de movilidad de la ciudad, especialmente por su potencial en incidir en el movimiento social y espacial de otros usuarios de la calle. Con el fin de entender las posibilidades constitutivas de la calle, se necesitan emprender más proyectos de investigación enfocadas en lo que Manderscheid denomina “movilidad-holismo” (2009: 21). Es decir, estudios que expanden el enfoque de la movilidad más allá de la inequidad de desplazamiento y que exploran otras interdependencias de las prácticas de movilidad. Por ejemplo: ¿En qué otros sistemas urbanos incide el comercio callejero?; ¿Cómo se puede normar y planear la movilidad urbana para maximizar tanto la movilidad espacial como la social?; ¿Qué otros ciudadanos están siendo invisibilizados por políticas de movilidad urbana que ignoran su motilidad?
Por ende, se hacen muy necesarios los estudios que ayuden a discernir las políticas de diferenciación de los diversos usuarios, usos, representaciones y afectividades de la calle. Si bien las movilidades ofrecen la perspectiva de un mundo en constante movimiento, Tim Cresswell (2006) identifica una serie de “políticas de movilidad” que marcan las diferencias entre cómo distintas personas experimentan sus movilidades de manera diferente y frecuentemente en relación con las inmovilidades de otros. Conscientes de que la movilidad produce tanto trayectos como lugares, podríamos aseverar que la calle está constituida por actores desvalidos como los comerciantes callejeros. A pesar de ser los usuarios más vulnerables y en situación más precaria de las ciudades, aquí se vislumbra su capacidad por incitar algunas de las más grandes transformaciones urbanas.
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Notas