Espacio Abierto

¿Palo del Ahorcado o Árbol de la Vida? Una autoetnografía sobre la Masculinidad Tóxica y las Nuevas Masculinidades en un Barrio de Ciudad Bolívar

Palo del Ahorcado or Árbol de la Vida? An Autoethnography on Toxic Masculinity and New Masculinities in a Ciudad Bolívar Slum

Angie Natalia León Roncancio
Universidad de La Sabana, Colombia
Natalia Reinoso
Universidad de La Sabana, Colombia

¿Palo del Ahorcado o Árbol de la Vida? Una autoetnografía sobre la Masculinidad Tóxica y las Nuevas Masculinidades en un Barrio de Ciudad Bolívar

QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos, núm. 15, pp. 179-203, 2021

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 26 Octubre 2020

Aprobación: 04 Mayo 2021

Resumen: Ciudad Bolívar (localidad diecinueve de Bogotá), ha sido catalogada como un territorio en la periferia de la capital marginalizado, pobre y violento. No obstante, poco se ha investigado sobre los tipos de violencia que aquejan a sus habitantes y, mucho menos se han expuesto otras visiones de este lugar que habito hace más de veinte años. Por esta razón, hago uso de mi voz como psicóloga, mujer, amiga, hija y habitante de Ciudad Bolívar para aportar con esta investigación al debate sobre el costo humano de la pobreza, la violencia de género y las demás formas de violencia que, desde la cotidianidad, reproducen y mantienen la desigualdad en mi territorio. Más aún, pretendo, por un lado, visibilizar las condiciones estructurales de violencia y su relación con la violencia de género, siendo la masculinidad tóxica un factor que destruye el tejido social; y por el otro, visibilizar las acciones transformadoras de quienes habitamos este territorio y que construyen el tejido social, como las apuestas de algunos hombres por las nuevas masculinidades. Para ello elegí una aproximación metodológica que me permitiera acercarme a las sensibilidades culturales y a la intimidad de nuestras vidas: la autoetnografía.

Palabras clave: autoetnografía, masculinidad tóxica, nuevas masculinidades, violencia de género, violencia estructural, psicología social crítica.

Abstract: Ciudad Bolivar (nineteenth locality of Bogotá) has been classified as a marginalized, poor and violent periphery territory in the capital. However, little has been investigated about the types of violence afflicting its inhabitants, and even fewer studies present other visions of this place I have inhabited for over twenty years. For this reason, I use my voice as a psychologist, woman, friend, daughter, and inhabitant of Ciudad Bolivar to contribute with this research to the debate about the human cost of poverty, gender-based violence, and other forms of violence that, from everyday life, reproduce and maintain inequality in my territory. Furthermore, I intend, on the one hand, to make visible the structural conditions of violence and its relationship to gender-based violence, with toxic masculinity being a factor that destroys the social fabric; and on the other hand, to make visible the transformative actions of those of us who inhabit this territory and who build the social fabric, such as the bets of some men on new masculinities. To do this, I chose a methodological approach that allowed me to approach cultural sensitivities and the intimacy of our lives: autoethnography.

Keywords: autoethnography, toxic masculinity, new masculinities, gender-based violence, structural violence, critical social psychology.

¿Palo del Ahorcado o Árbol de la Vida?: Introducción

En las montañas del sur occidente de Bogotá se ciñe sobre las ondulaciones de la tierra un testigo silencioso de la vida a su alrededor. Un abuelo taciturno y solitario con forma de árbol de eucalipto ubicado en un terreno extenso que se ha visto amenazado por la minería; algunos le han llamado Palo del Ahorcado, otros Árbol de la Vida.1 Conoce la realidad de quienes habitan con él este lugar. Yo soy una de ellos: una estudiante que ha vivido en este mismo territorio desde hace veinte años y que ha dedicado los últimos cinco a atravesar la ciudad diariamente para formarse como psicóloga y en el transcurso, descubrirse como otro testigo que hace uso de su voz académica para exponer realidades desconocidas sobre la vida en mi barrio.

Mis experiencias como hija, amiga y mujer, habitando entre dos contextos tan distintos, convergen en un viaje de cinco a seis horas diarias atravesando de sur a norte la capital, de Ciudad Bolívar a Chía; entre mi casa y mi universidad. Más de cuatrocientas horas por semestre en un bus me han dado tiempo y espacio para poner en diálogo los conocimientos de psicología, con reflexiones sobre la vida a mi alrededor y mi propia vida, sobre el contexto del que provengo: Ciudad Bolívar. La localidad número 19 de Bogotá y aunque no es la más grande, si es la localidad que más desplazados alberga, por lo que el panorama humano podría ser el más diverso de toda la capital, así como también, uno de los más pobres (Silva, 2019).

Aquí la marginalidad es evidente. Algunos catalogan este sector como un lugar precario respecto de la vivienda, el transporte, la participación ciudadana, la empleabilidad y la inclusión social (Medina y Santacruz, 2018); y es cierto que este territorio, construido y habitado por familias provenientes de todas las regiones del país, contiene la expresión de una ciudad informal y violenta en donde muchos logran sobrevivir a costa de lo que sea, con tal de acceder a derechos fundamentales que las políticas públicas no han sido efectivas en proveer (Caquimbo, Ceballos y López, 2017). Pero también es cierto que son pocos los estudios que exponen las potencialidades de mi localidad, y aunque no se han centrado en las capacidades, este lugar también es la expresión de una ciudad con juventudes que se movilizan en pro del cambio social, para exponer otras realidades y reivindicar el lugar que ha sido nuestro hogar (Camacho, 2016).

Por eso, en algún punto mis conversaciones con amigos y familiares se transformaron en serias reflexiones teóricas y espirituales sobre el origen de nuestras historias de dolor; entendí que nuestras historias personales, la forma en la que se ha desarrollado nuestra vida en este barrio, tienen un contexto y un sujeto protagonistas: la familia y el hombre.

Si bien la violencia cotidiana en nuestras vidas podría explicarse por las condiciones de desplazamiento que trajeron a cada una de nuestras familias hasta aquí, mostrando la migración de la violencia rural a la urbana (Ocampo, Martínez y Zuluaga, 2015), nuestras historias inmediatas se conectan ineludiblemente con preguntas sobre el género, específicamente sobre la masculinidad hegemónica y tóxica, y la paternidad (Connell y Messerschmidt, 2005).

En este texto, problematizo la violencia estructural desde una perspectiva política, económica y cultural con enfoque de género, para aportar al debate sobre el costo humano de la pobreza, la violencia de género y las demás formas de violencia que reproducen o mantienen la desigualdad desde la vida cotidiana (Bourgois, 2004). Para ello elegí una aproximación metodológica que me permitiera acercarme a las sensibilidades culturales y a la intimidad de nuestras vidas: la autoetnografía (Ellis, 2004). Este enfoque me permite alcanzar dos objetivos específicos relacionados con las dos caras de Ciudad Bolívar: en primer lugar, visibilizar las condiciones estructurales de violencia y su relación con la violencia de género, siendo la masculinidad tóxica un factor que destruye el tejido social. En segundo lugar, visibilizar también las acciones transformadoras de quienes habitamos este territorio, que construyen el tejido social, como las apuestas por las nuevas masculinidades.

Mi viaje de autoconocimiento: consideraciones metodológicas

Desde el primer momento en que entré en contacto con ese lugar único que es mi universidad, quise estar allí; ser estudiante en un lugar tan lleno de paz era la forma de constatar a mí misma y a la vida que hay oportunidades reales de vivir en armonía con el otro. Luego, en la facultad de psicología fui adquiriendo conocimientos que me habilitaron para hacer de cada viaje de la periferia a esta especie de isla en medio de la cordillera, ocasión de reflexión sobre las paradojas de la calidad de vida. De manera especial, hallé en mi trabajo de grado la oportunidad más importante para hablar de Ciudad Bolívar; así, empecé a registrar en un diario mis reflexiones y los eventos más significativos de mi experiencia como habitante, hija, amiga y mujer sobre las vivencias cotidianas que pueden destruir o construir el tejido social de la comunidad a la que pertenezco (Wall, 2008).

Para este fin, el enfoque autoetnográfico fue especialmente útil puesto que es una forma de aproximarse a la experiencia cultural a partir de un análisis sistemático de la experiencia personal de quien es autor de esta narración científica (Ellis, Adams y Bochner, 2011); pero también, es una apuesta por un enfoque investigativo que le permite al lector aprender algo nuevo sobre sí mismo y asumir mi historia como una expresión legítima de una realidad que le atañe y que no escapa de su propia historia por distantes que parezcan (Wall, 2008).

De igual manera, aporta un producto con el que se fortalece mi anhelo de que haya un beneficio real para los involucrados y de que la escritura de este trabajo sea un acto social de justicia y memoria (Ellis, Adams y Bochner, 2011), pues, no se puede hablar de justicia y equidad si dejamos de lado relatos o memorias invisibilizadas por paradigmas hegemónicos de investigación (Charria, 2019); son necesarios documentos como este para ser coherentes con la invitación a redescubrir lugares como Ciudad Bolívar desde otras perspectivas.

Además, la autoetnografía cobra importancia al retratar personajes reales involucrados en mi historia, y a mí misma; acudiendo a la intimidad de las vidas, a través de la memoria, de manera excepcional y respetuosa, para escudriñar nuestra historia y poder comprenderla para transformarla (Wall, 2008). De hecho, parte de esa transformación radica en lo desafiante que resulta redactar una autoetnografía (Bochner, 2000). Este es sin duda uno de los abordajes cualitativos más difíciles de realizar; un reto en el que como investigadora decido ahondar en mi propia experiencia de vida, ponerla a discusión con la comunidad académica y a la vez, desarrollar un texto que genere un impacto en quien lo lee (Wall, 2008).

Me tomó varios meses incluir mis emociones y pensamientos sobre los eventos que han dado cuerpo a este trabajo de manera suficientemente descriptiva dentro del relato (Ellis, 2004). Sumado a esto, el proceso de escritura me ha llevado a través de otras varias preocupaciones: en principio, he cuestionado frecuentemente mi capacidad de interpretar los eventos pasados en el presente y de representarme a mí misma y a las personas que amo salvaguardando la dignidad (Ettorre, 2005), y más aún, de corresponder a sus valiosos aportes con un texto de calidad y significativo para todos (Wall, 2008).

Asimismo, la consciencia de que este texto puede ser abordado por lectores post positivistas, me ha impuesto la necesidad de lidiar explícitamente con la lucha por la legitimación de la autoetnografía (Wall, 2008). Esta preocupación me llevó a realizar un análisis temático de redes; por fortuna, este es un método práctico para conducir un análisis de datos cualitativos a partir de la reorganización de un texto en temas a varios niveles: básicos, organizadores y globales (Attride-Stirling, 2001), y terminó siendo un soporte para el enfoque, pues la técnica es eficiente para la sistematización, identificación y presentación de análisis de redes temáticas que otorgan un conocimiento más profundo de los fenómenos sociales y sus dinámicas; incluso, me permitió realizar una exploración sensible y reveladora del texto a partir del descubrimiento de estructuras y patrones (Attride-Stirling, 2001).

Con este análisis se identificaron dos temas globales centrales: Palo del Ahorcado (efectos tóxicos de la masculinidad hegemónica), con seis temas organizadores (Figura 1), y, el Árbol de la Vida (efectos saludables de las nuevas masculinidades), con cuatro temas organizadores (Figura 2). Dichas redes temáticas, fueron útiles para realizar la reconstrucción de la cronología como última etapa del análisis, y sirven como una guía para navegar en el texto autoetnográfico y ahondar en las relaciones identificadas entre los temas debatidos.

Red temática Palo del Ahorcado Efectos tóxicos de la masculinidad hegemónica
Figura 1
Red temática Palo del Ahorcado Efectos tóxicos de la masculinidad hegemónica

Sin embargo, el desarrollo de un análisis temático de redes no ha sido suficiente para superar mi inquietud frente a evaluadores distanciados de este enfoque o, frente a lectores ajenos a estos paradigmas; por ende, me es preciso enunciar los ‘criterios’ o las características que debe tener un texto de este tipo para ser óptimo (Bochner, 2000; Ellis, 2000): pese a que no existen cánones convencionales para realizar una rehistoriación sobre la relación entre la violencia estructural y la violencia de género, un trabajo autoetnográfico debe reflejar un autor “pensativo, reflexivo, éticamente consciente de sí mismo, y género-sensible al retratar a otros y evidenciar la fiabilidad emocional” (Ettorre, 2005: 536).

Red temática Árbol de la Vida Efectos saludables de las nuevas masculinidades
Figura 2
Red temática Árbol de la Vida Efectos saludables de las nuevas masculinidades

Los autores más representativos de este enfoque afirman, además, que la autoetnografía debe evaluarse a través una mirada científica y artística (Ettorre, 2005). Esto es, apelando a valorar el texto en cuanto a aspectos como: (a) habilidad para extraer el significado de la experiencia como una contribución substancial y estética a la comprensión de la vida social; (b), capacidad de generar un impacto en el lector al punto de estimular la movilización o la acción social; (c) el texto debe procurar por la verosimilitud con un relato de conversaciones naturales, creíbles y posibles (Bochner, 2000; Ellis, 2000); y, (d) la historia presentada debe estar organizada y matizada para que la complejidad del fenómeno en estudio no impida entablar un diálogo entre el autor, el texto autoetnográfico y el lector (Ellis, 2000; Wall, 2008).

Además, el texto debe denotar consideraciones éticas puntuales pues, pese a que las historias se centran en mi experiencia personal, también revelan la vida de personas que con sus experiencias entretejen una versión conjunta del fenómeno social que estudio (Ellis, 2004). Así pues, mis familiares y amigos involucrados fueron puestos en conocimiento de la participación de sus historias en mi investigación, y solicité su aprobación para hacerlos parte del estudio; más aún, los invité a que leyeran el borrador completo de la rehistoriación en donde previamente modifiqué los nombres y las características identificables de los personajes (Ellis, 2004). También omití aspectos impactantes y dolorosos del texto que pudieran causar daño (Wall, 2008); no para ocultar verdades ni encubrir actores o a mí misma, sino buscando una solidez narrativa, que prioriza en el respeto por mis allegados y sus testimonios de vida (Charria, 2019).

En concordancia con esto, durante poco más de un año y medio como investigadora y objeto de estudio a la vez, me dediqué a registrar mi experiencia personal en un diario autoetnográfico (Ellis, Adams y Bochner, 2011); un procedimiento metodológico en el que empleé mis conocimientos en psicología, para examinar mi contexto familiar, social y comunitario con criterio y rigurosidad (Wall, 2008). Asimismo, realicé entrevistas interactivas a personas involucradas en el desarrollo de mi experiencia de vida; y, utilicé artefactos culturales como noticias y fotografías para nutrir mis diarios (Ellis, Adams y Bochner, 2011).

Las entrevistas interactivas consisten en sesiones de conversación entre la investigadora y algunos de los participantes, para sondear temas específicos, dentro de un contexto de relaciones bien establecidas entre nosotros como la amistad o el parentesco (Ellis, Adams y Bochner, 2011). Por tanto, como herramienta, me permitió abordar la información sobre todos los participantes de la entrevista, para comprender de mejor manera el tema en discusión, y también para hacer la historia más llamativa, evocativa y transformativa para todos (Ellis, 2004).

Las acciones anteriormente mencionadas son la manera elegida para afrontar los desafíos que implican las limitaciones de la autoetnografía (Ellis, 2009). Estas se resumen en: (1) entrevistas interactivas para alimentar dialógicamente la propia perspectiva con la perspectiva de los actores significativos del relato; (2) continua revisión con par experto (peer debriefing), durante 18 meses para acompañar la construcción de diarios autoetnográficos, diseñar entrevistas interactivas y acompañar el proceso analítico; (3) triangulación de investigadores en el proceso de codificación y construcción de temas en el análisis; y (4) revisión y edición del texto para alcanzar los criterios científicos y artísticos que debe cumplir este tipo de enfoque metodológico.

Ser testigo

El Puente del Indio: territorio en disputa

- ¿Mari?... -la llamo con tono de pregunta y tardo en decidir cómo seguir- ¿Usted podría decir en qué momento Camilo se metió en todo eso? - No estoy segura, Nati… Pero creo que fue cuando a él lo echaron del colegio -absortas, guardamos silencio hasta que decido cuestionar- ¿Qué hubiese sido de Camilo si nunca hubiera dejado de estudiar? ¿Si se hubiesen esforzado por comprenderlo y no por rechazarlo? -Marisol asiente y agrega con severidad- Pues vea los chinos, Nati. Si ellos son lo que son hoy en día, es por el colegio, por lo que teníamos allá. Vea a Jhon. Él es un ejemplo de que tuvo otras oportunidades, también porque había quién lo aconsejara-.

Camino por la calle junto a ellas. Como es usual hace mucho frío, el cielo está nublado y hay una leve niebla que corre lento con el viento – Aquí estaba Nati. Ahí lo mataron y ahí mismo cayó ¡Qué pecadito! -me dice Eugenia, mientras señala con su mano el lugar al que se refiere y todas dirigimos nuestra mirada hacia algún lugar en el pavimento húmedo, entre la fachada de una droguería y nosotras- ¡Dos horas duró ahí tendido! Nadie fue capaz de ponerle una sábana… -su voz se quiebra- ¡Nadie fue capaz de taparlo, Nati! -Marisol y yo negamos con la cabeza en señal de desilusión- Mientras yo fui y volví a la casa por la sábana, ya lo habían tapado. Pero ¡dos horas estuvo ahí tirado, Nati! – termina de decir al tiempo que se gira y continúa caminando. También limpia de su rostro las lágrimas que hasta ese momento yo no había notado.

Continuamos caminando en silencio y en pocos metros pasamos frente al “Puente del Indio”, un acueducto indígena, o lo que queda de él; una herencia de nuestros antepasados y que durante años ha sido un ícono de nuestro barrio, un punto de encuentro y de confluencia. La cancha de concreto y los dos parques infantiles que complementan este espacio, como es usual, son ocupados por grupos de personas dispersos por el lugar. En su mayoría hombres jóvenes. ‘También debe haber jíbaros’, pienso, ‘no los podría identificar, pero estoy segura de que Marisol o Eugenia sí’. A medida que avanzamos y vamos atravesando este corredor por uno de sus frentes, a nuestro costado izquierdo aumentan los ruidos y el olor a cigarrillo o, a marihuana. Más adelante los olores se mezclan con el humo que despiden tres puestos de comida ambulante.

Entonces, empiezo a reflexionar sobre la conversación que tuvimos estando reunidas en la casa de una familiar de Marisol y Eugenia. Hablamos sobre el muchacho que asesinaron hace una semana, que quedó tendido sobre el suelo y expuesto durante horas bajo la mirada indiferente de los transeúntes. Este caso nos llevó a dialogar sobre otros personajes y situaciones violentas del barrio relacionadas con las redes de narcotráfico que operan aquí desde hace años; y de las que, al hacer memoria, me doy cuenta de que se nombraron varios hombres y tan sólo una mujer, todos desconocidos para mí.

Siento tristeza. Pero esas sensaciones de malestar en mi estómago y en mi garganta no se deben únicamente a la charla que tuvimos cuatro mujeres hace unos minutos ni al vacío que aún se siente por el asesinato de Camilo; también siento tristeza por la desesperanza que me genera especular que esta violencia parece no tener fin. Aún sumida en mi reflexión empiezo a notar que apresuramos el paso. Eugenia insiste en que deben acompañarme hasta mi casa que queda a unas cuadras bajando, lo cual me hace sentir aún más afligida. No sé cuántas veces me he preguntado ‘¿por qué no puedo transitar por mi barrio tranquila? ¿Por qué no puedo estar en la calle sola de noche sin sentir temor de que me roben o abusen de mí?’.

Por un momento aparto mi mirada del suelo y al elevar la cabeza lo primero que observo es la fachada de una panadería al final de la calle. Tiene ventanas tan grandes que desde su interior se puede apreciar todo el panorama del Puente del Indio. De nuevo me pierdo en los recuerdos. En esa panadería, hace un año, me reuní con Kevin y Miguel por primera vez, para que me contaran sobre el Colectivo Mayaelo o Mayaelo Majuy, que ellos dirigen: “El encuentro Majuy -me explicaba Kevin- era precisamente encontrarnos con la montaña. Subir a la montaña, limpiarla, charlar sobre lo que pasó, cómo nos sentimos en el territorio, hablar sobre nuestros ancestros, hablar sobre las problemáticas sociales del barrio: del asesinato de jóvenes, del consumo… Por ejemplo, frente al consumo de sustancias psicoactivas era una reflexión de ‘yo cómo interiorizo, yo cómo abordo críticamente el consumo’ ¿sí? Entonces, es un ejercicio bastante difícil, serio y que toma procesos personales”.

Aprovecho el silencio entre nosotras mientras caminamos hasta mi casa y sigo pensando. Me llama la atención la visión de estos hombres. Recuerdo vívidamente a Kevin diciendo “A veces por liderar los procesos y querer dirigir todo, invisibilizamos las acciones de las mujeres que también están a la cabeza de ciertos procesos con una labor muy valiosa”. Sin embargo -continúo meditando- ese mismo rol de género, esa masculinidad, los lleva a ubicarse desde una posición de valentía que no puedo evitar admirar. En la entrevista de hace un año quise abordar un tema que a aún hoy me causa temor y me impide entregarme de lleno a ciertos procesos comunitarios: las amenazas y el asesinato de líderes.

“No hemos recibido amenazas, pero personas cercanas a otros procesos sí. Por lo menos, hace poco hubo dos muertos; dos personas que mataron y hacían parte de procesos culturales ¿no? – responde Miguel- Por ejemplo, una chica Trans2 que asesinaron. Entonces, hay muchas incógnitas frente a cómo hacer ese ejercicio porque está de por medio la homofobia, por ejemplo. La verdad hasta ahora estamos empezando con un ejercicio político… - Digamos que el arte político era como más encaminado a otras dinámicas ¿sí? -agrega Kevin para explicar- Hay otras experiencias y otras posibilidades de construir sensibilidades sin… - Sin correr el riesgo... -intervengo-. Exactamente. Pero en este momento hay la necesidad urgente de empezar sin importar muchas cosas -me responde él y concluye- Si no lo dice el arte, si no lo dice la comunidad ¿quién más lo va a decir? Es un compromiso político y humano con el barrio de decir ‘vamos a ponernos la camiseta por la defensa de la vida’. Si nos amenazan ahí vemos qué hacemos. Por ahora no, y no ha sido un ejercicio sencillo. Pero ¡hay que darle! Sin miedo."

Casa de Marisol: desestructuración familiar

Domingo, 23 de septiembre de 2018. Sobre las 2:39 a.m. asesinaron a Camilo Flórez Torres. Recibió aproximadamente seis disparos en su cuerpo que destruyeron sus órganos vitales; sólo funcionaba su corazón, el órgano que le bombeaba sangre a su cerebro para que en este se mantuviera el deseo de vivir, la intención de luchar contra la muerte. Sin embargo, el daño a su cuerpo se impuso sobre sus esfuerzos por sobrevivir, y aunque, ni él ni su familia ni Dios lo quisieron, la violencia, la injusticia y la inequidad le arrebataron la vida.

El último domingo de septiembre de 2018 estuve en mi misa con mi familia en la mañana. Luego, al volver a la casa para desayunar, descansar un poco y cada uno continuar con los deberes y pendientes de la semana, sobre las 10:00 a.m. revisé mi celular y vi un mensaje de Marisol en Whatsapp “Nati, a Camilo le dispararon esta mañana y está en el hospital. Está grave.”; sin responder nada apagué la pantalla del celular e intenté seguir con mi tarea. No sé si mi letargo fue responsable de que en ese momento pareciera no angustiarme mucho la noticia: han transcurrido meses y meses llenos de malas noticias.

En diecisiete años de amistad, Marisol y yo hemos transitado varias veces la preocupación por nuestras familias; en su caso, por sus hermanos. ‘Su dolor es el mío’, pensé, ‘¿por qué no me siento aludida?’ Entonces, vinieron a mí los recuerdos en los que, estando en el colegio, ella nos contaba historias en las que alguno de sus hermanos resultaba en el hospital a causa de una pelea en la que los apuñalaron, les dispararon o les torturaron de maneras que sólo ellos conocen y callan. Mi sensación es la de haber vivido esto antes. Después de unos minutos sin saber con seguridad qué responder contesté a su mensaje preguntando por el estado de salud de Camilo, con desidia. Sólo fui consciente de la dimensión del problema hasta que ella me respondió de vuelta para contarme de la gravedad de los impactos de bala y, de inmediato, tuve uno de esos pensamientos que no parecen ciertos porque tan rápido como se crean, así mismo se esfuman, se reprimen: “Camilo se va a morir”.

Decidí llamarla. Noté en su tono de voz que estuvo llorando, que estaba realmente angustiada. Sin embargo, al poco tiempo de iniciar la conversación tuvo que colgar porque alguien más la estaba llamando. Marisol prometió devolver la llamada. Cuando tuve la sensación de que ya era hora de saber qué pasaba, la llamé de nuevo. Con dificultad para apaciguar su llanto, confirmó mi pensamiento anticipatorio: “Nati, ¡se murió! ¡Se murió! Camilo se murió”. Pasaron dos minutos en los que yo sólo pude permanecer en silencio, escuchándola llorar del otro lado del celular y tratando de asimilar la noticia. Una parte de mí quería decir algo, algo acertado; otra parte quería permanecer callada. Desee secretamente no tener que ser la mejor amiga que debía acompañarla y resguardarla. De pronto, se colgó la llamada y yo lo agradecí. Decidí no escribirle en un par de horas y pensé que debía aprovechar el tiempo para terminar mis trabajos y así, cuando fueran las citas al funeral, pudiese estar más tranquila. Pero, de inmediato me sentí sorprendida por mi propia actitud. Mis emociones evolucionaron en una sensación de hastío y de enojo incontenibles.

Después de una hora, mis papás propusieron almorzar fuera de casa; también lo agradecí: tuve la ilusión de poder distraerme y compartir con mi familia como hace mucho tiempo no lo hacía. Aunque durante el almuerzo mi ánimo había cambiado tanto que disfrutaba estar con mis padres, por pequeños lapsos sentía que todo era tan extraño. Justo ese día murió Camilo, y yo, junto a los seres que más amo, estaba feliz; no parecía real que estuviera en la posición de mejor amiga, no parecía real que a ese hombre al que recordaba haber visto hacía unos días, lo hubieran asesinado. Enseguida un vacío en el estómago. Me siento incómoda. Como muchas otras veces en las que, siendo muy feliz, me siento de repente intranquila, insatisfecha e incluso culpable. ‘Culpable por estar tan bien mientras que otros sufren; más si se trata de Marisol’, pienso.

Cuando volvimos a casa, intenté retomar mis labores académicas, aunque sintiera el cuerpo pesado, con la cabeza a punto de estallar de dolor y somnolencia por las pocas horas que había dormido en la semana. Traté de continuar consciente de que habitaba un cuerpo frágil y una mente en proceso de recuperación de lo que he considerado un periodo de crisis emocional; un agotamiento físico y psicológico permanente. Pero, antes de empezar con mis trabajos, pensé en escribirle a Marisol y justo en ese momento recibí una llamada de Eugenia, su mamá.

Le hablé esforzándome por ser amable y maternal, apenas contesté ella me dijo en medio de sollozos y un tono de desesperación “¡Nati, se murió mi bebé!” pero respondí nuevamente con mudez. Luego, ella rompió el silencio y me pidió que, por favor, acompañara a Marisol; me pidió que no la dejara sola. Y aunque yo sabía que ese era mi deber, no quería verme inmersa en su situación de duelo, no me sentía psicológicamente dispuesta para eso. Sin embargo, con sus palabras me sentí más comprometida e importante para ellas. Le prometí que así sería y le dije “Mucha fuerza, Doña Eugenia… Dios los bendiga”, a lo que ella respondió con agradecimientos y colgó. Apagué el celular y dejé todo por ir a mi cama; me esforcé por poner mi mente en blanco para poder dormir un par de horas. Pero ni las horas de sueño ni el silencio lograron evitar que me sintiera aún más ajena a la realidad al despertar.

Mi casa: paternidad tóxica

¿Usted cree que él tuviera una razón específica para dejarse llevar por ese mundo? Yo sé que lo que ustedes han vivido puede explicar por qué él terminó en la correccional, por qué se peleaba tanto y digamos, lo de las ollas del barrio ¿sí?... Pero sus hermanos y usted, aunque vivieron lo mismo, no terminaron igual que Camilo -termino de decir a Marisol y ruego porque no tome a mal mi pregunta- Sí, Nati. Yo no sé- me responde ella aparentemente tranquila, pero su mirada fija en el suelo me hace pensar que medita lo que le he dicho. Luego prosigue- Yo creo que por mi papá - ¿Sí? -le pregunto con sorpresa- Sí. Es que él y yo hablamos una vez de algo así… Yo le preguntaba más o menos lo mismo a Camilo ‘Que por qué él hacía eso, que por qué se hacía daño y le hacía daño a mi Mami’... Es que él como que sentía mucho odio hacia mi papá, por todo lo que nos hizo y por todo lo que le hizo a mi mamá. Cuando estábamos solos aquí en la casa, empezaba a recordarme cuando nos tocaba ir a buscarlo por allá y rogarle que nos diera plata, y mi papá cogía y nos tiraba los billetes por la ventana de la casa donde él vivía.

Mi abuela paterna lleva casi dos meses hospitalizada. Una noche, luego de visitarla en el hospital le anuncié a mi papá: “Mi abuelita está muy cansadita, muy desanimada -él permanece en silencio unos segundos; toma aire y se sienta inclinándose hacia mí- Ay, mi amor, yo no sé… Yo ya le había dicho que yo… Yo como que presiento que mi madre ya no -su voz se quebranta- Que mi madrecita ya no nos va a acompañar mucho tiempo ¿sí? Y ustedes saben que por eso yo he estado más pendiente de ella en estos días, y he estado más en el hospital que aquí en la casa. Yo siento que mi madre en cualquier momento se muere y yo como que quiero recuperar ese tiempo que yo no tuve con ella cuando era pequeño -dice con dificultad.

‘Son pocas las veces en que he visto a mi papá llorando’ pienso, ‘debo permitirle desahogarse’. Permanezco en silencio y lo escucho continuar después de retomar el aliento- Yo entiendo que ella tuvo una vida muy dura y que a nosotros trató de darnos lo que mejor podía. Entonces yo como que quiero estar con ella al menos estos últimos días, o meses… ¡Ojalá años!” - “Pa… ¿Y no has pensado en hablar con ella sobre el perdón? -decido intervenir- Pues… Es que esa es otra cosa que también he querido hacer: poder pedirle perdón de todo lo que yo le he hecho en la vida y que a veces la he hecho llorar ¿sí? Que me perdone por de pronto haber sido un mal hijo ¡O no un mal hijo! Sino de pronto no haber sido ese hijo que ella esperaba -dice aún con un gesto de tristeza. Luego, me atrevo a comentar- Pa, ¡pero tú también debes perdonarla a ella! - Mmm… Sí… También…- responde mi papá con algo de inseguridad - No has pensado que también mi abuelita puede sentir culpa de, no sé… ¿Tal vez de ver que no pudo ser la mamá que, por ejemplo, tú necesitabas? o… ¿De no haber compartido con todos ustedes lo suficiente? -mis palabras resuenan por unos segundos en el silencio- Sí…- responde aún más pensativo.

Soy consciente de que mis palabras caen con peso en la conversación, pero decido continuar; no es usual que nos sentemos a hablar ni que yo tenga la oportunidad de decirle con sinceridad lo que para mí es evidente. - También puedes aprovechar para ofrecerle tu perdón, Pa. Tal vez ella esté necesitando ese perdón que tú le puedes dar para… irse en paz -concluyo sintiendo el impacto de mis propias palabras. - Pues sí… Yo he pensado en decirle que me perdone por eso, por lo que yo le he hecho a ella. Pero sí… Pues también poderle decir: ‘Madrecita, yo la perdono por no haber estado conmigo o de haberme dejado con mis abuelos mientras que a Nelson3 si… -titubea- ¡Mejor dicho! Que yo la perdono por no haber estado tanto conmigo cuando yo la necesitaba pero que al fin de cuentas ninguno de nosotros se volvió un matón ni nada de eso. Y que, al menos, yo le agradezco porque nunca nos puso un padrastro que fuera a hacernos daño y que… Si siente que ya quiere descansar… que pueda descansar en paz”.

Interludio. “En mí no está el egoísmo”: retrato de mujeres abnegadas

“Fue tan lamentable ver como papá empezó a golpear a mamá, le daba celos cualquier cosa, o muchas veces le golpeaba sin justificación. Luego dejó de ir en la noche a casa, aparecía con excusas, diciendo que lo habían robado, finalmente mamá se enteró que tenía otra 'señora'. Si, ella nos quitó a nuestro papá” (Clara, hermana mayor de Marisol).

- Nati, pero es que yo no lo puedo dejar ¡No lo puedo dejar sólo! –me dice Marisol con un gesto de frustración evidente en su rostro y en su voz- Mari, ¡Pero es que usted habla de él como si fuera un niño! ¡Como si él no pudiera vivir sin usted! -le respondo también sintiendo frustración. Entonces respiro pausadamente y pienso en qué decirle. Quiero decirle algo que ya no le haya dicho todo el mundo, algo que toque su corazón y le permita reflexionar sobre su noviazgo. ‘No quiero seguir viéndola sufrir porque eso significa que debo seguir ocupándome de su bienestar’, pienso ‘ya es bastante duro afrontar la muerte de Camilo para que ahora su dolor y mi preocupación aumenten por causa de una infidelidad’. Pensar esto sólo me irrita más.

- Ay, Mari… No ha sido la primera vez y tampoco será la última. Más si usted le permite que siga así -continúo diciéndole y mis palabras resuenan como súplicas- Por favor vea los espejos, Mari -tomo aire y decido hablar de mi familia- Yo no sé si hemos hablado bien de la historia de mis papás, pero es un buen ejemplo para decirle lo que le quiero decir: mi papá no ha sido un buen hombre con mi mamá, Mari -paso saliva- él también le fue infiel y la ha hecho sufrir mucho, pero hizo lo posible por mantenerse junto a ella -Marisol me escucha con atención, tiene un gesto de sorpresa en su mirada.

- Justo cuando mis papás empezaron a tener problemas por ‘la coquetería de mi papá’, mi mamá quedó embarazada de mí… Terminó atándose a un hombre que no la valoraba y justo en el peor momento -continúo diciendo mientras se quebranta mi voz. - Yo doy gracias a Dios por mi vida y agradezco a mis papás por tenerme, -le aclaro- pero no desconozco que por los errores de mi papá y las malas decisiones de mi mamá nací yo. Y… ¿Sabe qué es lo más duro de todo, Mari? ¡Que mi mamá dejó su vida por mí! Por mí y por mi papá. Ella dejó de existir, de tener vida propia y ella hoy no sabe quién es. Es una mujer llena de complejos e infeliz -siento cómo las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas.

- ¡Yo amo a mi mamá, Mari! Y no sabe cuánto deseo que ella pudiese tener vida, que ella fuera feliz -respiro con dificultad- Pero su proyecto de vida se acabó cuando yo empecé a existir y le ha tocado muy duro. Como a su mami, como a Doña Eugenia - baja la mirada y me sujeta de la mano- Yo sé que si mis papás hubiesen tenido la educación y personas que los amaran para darles un buen consejo, hubiesen tomado mejores decisiones… ¡Vea esos espejos, Mari! No se ate a una persona que no la ama -le ruego. Tomo aire y decido concluir- Sólo quiero que se haga una pregunta, Mari: ¿Usted merece un futuro con un hombre como él? ¿Realmente es el hombre con quien usted esperaba compartir el resto de su vida? -Marisol permanece callada.

Justo a tiempo mis papás nos llaman para que vayamos al comedor. Nos encontramos visitando una hermana de mi papá. No he querido dejar sola a Marisol estos días así que he decidido invitarla para que viniera con nosotros a casa de mi tía. Una vez en el comedor nos sirven a la mesa unas onces, y mientras mi tía pregunta a Marisol por su trabajo yo me pierdo en divagaciones. Recuerdo a Marisol contándome que, mucho antes de nacer, sus hermanos y su mamá tuvieron que estar de un lugar a otro, pagando arriendo, sin tener siquiera para comer; y, Eugenia a cargo de cinco hijos de los nueve que habría de tener, en muchas ocasiones buscó trabajo, pero nadie la contrataba por estar embarazada.

Entonces, volteo a ver a mi mamá y me fijo en su rostro, veo su tristeza como una cicatriz. Pienso en lo difícil que debió ser para ella soportar después de mi nacimiento humillaciones y la soledad, viviendo con mi papá. Por eso decidió trabajar como empleada doméstica de lunes a viernes en Bogotá. “Lo que ganaba sólo me alcanzaba para devolverme hasta Chiquinquirá y comprar algunas cositas. Pero a mí no me importaba, porque lo único que quería hacer era volver rápido el fin de semana siguiente para ver que estabas bien”. Esas palabras siempre me conmueven y en medio de esta reunión familiar reacciono con rapidez inclinando la cabeza para que nadie note que estoy a punto de llorar.

Árbol de la Vida: familias en deconstrucción

“Viera lo que le pasó un día a él, a mi Camilito -dice Eugenia dirigiendo su mirada hacia mí- Un día lo cogieron esos ‘tombos’ y se lo llevaron sin él haber hecho nada pa’ la URI4… Lo encerraron por allá disque en una celda. Él estaba solo. Pero como que había más chinos alrededor; en otras celdas -especifica- Entonces, él pidió una Biblia pa’ leerla y me decía ‘Uy no, ese lugar estaba muy sucio y olía feo. Había mucho desorden’- continúa diciendo Eugenia intentando imitar a su hijo- ‘Entonces, yo me puse a leer la Biblia, y todos me ponían cuidado’- Eugenia cambia el tono de su voz- Camilo me dijo ‘Mamita, yo sentía como… Como una luz. Una luz que caía así sobre el evangelio ¡Sentí como que mi espíritu tenía tanta paz!’. Eugenia hace una pausa y todas nos mantenemos en silencio sorprendidas- Después lo soltaron -concluye- ese día no le pasó nada más y lo soltaron”.

En diciembre de 2018, pasa la primera Navidad sin Camilo y mi primera Navidad con personas que no son de mi familia de sangre. De nuevo, hay confusión en mí. Me alegra estar compartiendo con personas nuevas y buenas; me entristecen las pérdidas que trajo consigo este año para mí: la violencia del pasado dañó mi familia, la infidelidad diluyó a mis amigos, y la injusticia se cobró tantas vidas como pudo. ‘No deseo bailar esta noche’, sólo contemplo. Prefiero dedicar tiempo a reflexionar y a tratar de rescatar la esperanza entre tanta muerte. Luego, pienso en Marisol y me pregunto cómo estará viviendo su Navidad. Recuerdo cuando narró las Navidades que pasó su hermano en la correccional.

“Esas fueron las Navidades más duras. Pero ese 24 de diciembre fue la primera vez que baile con Camilo un vallenato y fue la última vez que lo vi hasta octubre del 2013, pues él no quería que yo volviera allá y mucho menos mi mamá. Ese 24 fue la despedida más dolorosa que tuvimos que pasar. Fue duro. Pero a la vez sabíamos que era lo mejor; que era mejor que estuviera allá, que aquí afuera con amistades que no le convenían”. Me pregunto si con su muerte Marisol cree que también el cielo es un mejor lugar para su hermano, antes que la rudeza de la vida. Me pregunto cuántas Navidades deberán pasar para que ella y Eugenia tengan una celebración sin el dolor que causa su ausencia.

“Lo que más me duele es que él ya tenía planes, Nati -dice Marisol después de unos segundos de silencio- él le había dicho a mi Mami que se iba a ir con David5 para Villavicencio, que se iba a poner juicioso… Que él ya estaba cansado de toda esta mierda, de hacerla sufrir, de no llegar a ningún lado. Le había dicho a mi mami que se iba a comprar la moto y que le iba a pagar el paseo cuando nos fuéramos todos a conocer el mar -su voz se quebranta- ¡Nati él quería dejar todo bien! ¡Por eso fue a buscar a esa vieja! ¡Él quería arreglar las cosas! -dice casi gritando- ¡Y ellos se aprovecharon y le quitaron la vida, Nati! ¡Él se quería ir! ¡Él ya había tomado la decisión de cambiar! Cami ya estaba cambiando… Y no le dieron la oportunidad”.

Las palabras de Marisol, verla a través de mi recuerdo llorando, imaginarla frágil y sin consuelo esta misma noche son como agujas que punzan justo entre mi pecho y mi estómago. Por eso decido traer a mi mente recuerdos gratos. Así, llego a recordar que durante una celebración en la parroquia a la que asistimos en familia, en uno de esos momentos que se dedican a compartir ‘entre hermanos’ la experiencia de vida de cara a las reflexiones que suscita la Palabra, mi papá comentó: “Yo le peleaba mucho a Dios y le reclamaba… Le reclamaba a Dios porque, yo le decía ‘Dios, ¡¿por qué no tuve un papá?! ¡¿Por qué tuve que vivir tantos sufrimientos?!’. Era tanto el odio que yo sentía por él que yo siempre decía que, si llegaba a saber que estaba en un hospital, yo iba y le quitaba el oxígeno para que se muriera más rápido… Pero en este tiempo con el Camino, las palabras, Dios me ha mostrado que yo debo perdonar y ya no siento tanto dolor”. Este tipo de experiencias son las que me han permitido avanzar lento hacia la aceptación de mi historia de vida; tanto como comprender las de otros.

Tantas contradicciones me generan emociones encontradas. ‘Desearía hacer algo por ellas, desearía que hallaran consuelo y recobraran la alegría, como yo lo he conseguido junto a mi familia en este camino espiritual’, pienso. Luego, me pregunto si esto tiene que ver con mi tesis; si es importante compartirlo. Hay días en los que mantengo la intención de dejarlo por fuera del trabajo; pero entonces, me parece injusto no retratar las experiencias y las reflexiones iluminadoras que he tenido en la Iglesia, haciendo parte de una comunidad cristiana. Gran parte de mi reflexión sobre la masculinidad, la vida y la muerte en Ciudad Bolívar las debo a momentos de oración. Por eso, entre más escribo, entre más asisto a la comunidad, más me descubro a mí misma. Ha sido un viaje de autoconocimiento y autoexploración. No sólo de mí misma de manera existencial y espiritual, sino de mi historia y mi conexión con las historias del barrio. No puedo evitar decirme a mí misma ‘esto no sería posible sin Dios’.

Dicotomías en escena: masculinidad tóxica y violencia estructural versus nuevas masculinidades y cambio social

¿Palo del Ahorcado o Árbol de la Vida? Esta es una pregunta con la que he decidido empezar el texto haciendo evidente mi interés por debatir la forma en la que se reconoce a Ciudad Bolívar. Todavía más, nos recuerda que esta investigación tiene el objetivo de mostrar ambas caras del barrio en el que vivo respecto de las expresiones de masculinidad tóxica y de nuevas masculinidades que destruyen o construyen el territorio, a partir de la rehistoriación de mi experiencia como mujer, hija, amiga y habitante de este contexto. Paralelamente, es primordial recordar que lo narrado tiene la plena intención de presentar una contribución única a la discusión en el campo académico (Wall, 2008) -en este caso- sobre la masculinidad, la violencia estructural y la transformación social en un territorio marginalizado de la periferia de la capital del país. Esto, desde el campo de la psicología comunitaria, como escenario práctico y teórico que participa en la consecución de la equidad de género (Gridley y Turner, 2010). De tal manera que este artículo tiene varios alcances: (a) contribuir a las comparaciones de esta experiencia y contexto, con otros escenarios urbanos marginalizados, (b) evocar la identificación con lo narrado, es decir, lograr que otros en el mundo resuenen con esta experiencia (Ellis, 1993) y, (c) proveer una nueva perspectiva sobre mi barrio con información verídica y necesaria, enfatizando en la posible transformación estructural que pueden gestarse alrededor de nuevas masculinidades que están emergiendo.

Así, con este texto autoetnográfico sobre la masculinidad, expongo la existencia de una tensión entre las expresiones de vida y las expresiones de muerte que surgen a partir de las diferentes formas de vivir y convivir, según las dinámicas de género hegemónicas o disidentes que adoptamos o favorecemos hombres y mujeres habitantes de este territorio. Esta tensión se representa en el árbol como símbolo que, por la forma en que es reconocido en la localidad, también narra la posibilidad dicotómica del barrio entre (1) los efectos tóxicos de la masculinidad hegemónica y, (2) los efectos saludables de las nuevas masculinidades. Teniendo en mente estas dos perspectivas, son tres los ejes principales sobre los que gira la discusión que nos aproxima a las diferentes versiones de Ciudad Bolívar con respecto a las expresiones de masculinidad que favorecen o perjudican a la comunidad: el rol masculino, el rol paterno y el contexto familiar.

El Palo del Ahorcado: el hombre y su masculinidad

En junio de 2018 nos reunimos una vez más para hablar de política. Somos un grupo de amigos que tienen en común el colegio y la preocupación sobre el futuro de nuestro país, por lo que organizamos encuentros de Educación Popular. Pero de manera excepcional, ese encuentro nos permitió pasar horas sumergidos en una conversación difícil, más dirigida a nuestra vida personal. Principalmente, nuestras narraciones confluyeron en relación con nuestra figura paterna, con el abandono o la negligencia en su desempeño dentro del contexto familiar; esto es, lo que se ha denominado paternidad tóxica (Botero, 2008). Un estilo de paternidad caracterizado por una variada y extensa lista de repercusiones tóxicas, en nosotros como hijos (Koketso, et. al., 2019). Así lo hizo visible Sergio cuando, mostrándose muy afligido, nos quiso compartir:

Es que… Marica, a mi lo que me duele es que él haya tenido otra familia y le haya dado lo mejor. O sea, que para otros si haya sido un papá ¡Mientras yo no lo tuve! -se limpia las lágrimas y con voz ahogada continúa- ¡Marica, yo hubiese querido que mi papá me hubiese acompañado! Que me enseñara a jugar fútbol, que me hubiese enseñado a montar bici, ñero. Que me hubiese enseñado a poner un condón, marica ¡Que me hubiese enseñado algo! ¡Que me hubiese acompañado! ¿¡Es que dónde estaba cuando a mí me rompió el corazón, alguna china, la primera vez!? ¡No estaba, marica! ¡No estaba! Me tocó aprender muchas cosas sólo…

En silencio y con los ojos aguados reflexiono sobre su experiencia. Lo que nos contaba me permite especular por qué Sergio estuvo tan distante los últimos meses, y no puedo evitar traer a mi mente su expresión de disgusto permanente en nuestros encuentros o las situaciones en las que su actitud fue ofensiva. Intuyo que el tiempo que él ha transcurrido sin exponer su malestar, es una consecuencia de la presión que ejerce sobre él su rol masculino al demandarle suprimir su emocionalidad o evadir su vulnerabilidad (Connell y Messerschmidt, 2005). No obstante, su actitud también puede interpretarse como un efecto tóxico de la privación de la figura paterna; la cual, además de secuelas emocionales, conlleva a sensaciones de vulnerabilidad y rechazo, aumento del estrés, carencia de identidad y de pertenencia (Koketso, et. al., 2019).

Esto último, también explica por qué la conversación sobre nuestra historia familiar empezó con un debate sobre ser o no ser padres. Pues, aunque hay cinco mujeres conmigo en la reunión y algunas se muestran de acuerdo con la postura sobre no tener hijos, parecen ser más radicales las posiciones de los hombres del grupo en negarse a la paternidad (Barbeta, 2019), lo que relacionan con privación de un referente paterno o al temor de reproducir los ciclos de violencia asociados a este (Ratele, 2015); es decir, que, entre nosotros, la masculinidad tóxica es un factor que incide en la decisión de evitar la paternidad, abandonarla o inclusive, repudiarla.

Teniendo esto en mente, es preciso recordar una conversación que tuve con Dilan, otro amigo. Salta a mi mente una afirmación suya que hasta hoy me deja sin palabras: “Me siento un incomprendido social”. Recuerdo que discutíamos sobre los desafíos que tiene un hombre versus los que tiene una mujer en nuestra sociedad:

No sabe lo que es llegar a mi casa y aguantar a mi mamá. Que si no llevo plata, que si la gasto jugando fútbol, que si no hay para el mercado… ¡Es que no es fácil! -niega con la cabeza y continúa- Cuando tienes el apoyo de tu familia es bueno. Pero… ¿si no lo tienes? Yo por eso vi muy difícil entrar a estudiar. Si me tocaba trabajar pues me tocaba; y eso que yo sé trabajar ¡imagínese si no! -.

¿Como cuántos trabajos ha tenido? -le pregunto para continuar con el debate- Mmm… No sé. La cuenta exacta no la tengo. Sólo sé que he tenido que trabajar desde que tengo 12 años - ¡¿De verdad?! -respondo sorprendida- Sí… -permanecemos en silencio meditando, luego él concluye- Yo sólo sé que yo he tenido que trabajar desde pequeño para ayudarle a mi mamá; para que a ella no le quedara tan pesado. También por mis hermanos y para no tener que pedirle plata a nadie. Yo sé que yo siempre tengo que conseguir para mis cosas. Por eso, tampoco me gusta quedarme en la casa; así no tenga trabajo. Prefiero salir a distraerme con los chinos a quedarme, y que mi mamá me empiece a molestar.

Por su parte, las palabras de Dilan tanto como la historia de Camilo, me permiten pasar de considerar la masculinidad únicamente como un modelo de género hegemónico tóxico, a comprender que también implica desafíos que resultan ser perjudiciales para el propio hombre (Kaya, et. al., 2019; Wong, et. al., 2017). En este contexto, la expresión de un rol masculino hegemónico no es lo único que debe preocupar (Connell y Messerschmidt, 2005); también, cómo las experiencias familiares inciden en la orientación de sus proyectos de vida (Bourdieu, 2001), pues ‘ninguno de nosotros debería tener que decidir entre estudiar o comer’, reflexiono. Todo lo anterior evidencia el verdadero malestar, detrás de los supuestos privilegios otorgados por la masculinidad, que viven los hombres que me rodean: por un lado, las presiones de la masculinidad hegemónica y por el otro, la obligación de asumir la solución a la vulnerabilidad socioeconómica que se vive desde la niñez en esta periferia (Bourgois, 2004).

Según Bourgois (2004), es en la periferia donde la desigualdad se convierte en la violencia de todos los días a través de la pobreza persistente, y los hombres jóvenes, llamados a perseguir el éxito de manera individualista, hallan en el narcotráfico, el pandillismo y la delincuencia común una atractiva carrera con -aparentemente- la única posibilidad real ascender en la pirámide socioeconómica, de adaptarse a un entorno predominantemente hostil, y una salida ante la necesidad de sobrevivir, pero sobrevivir hallando para sí un lugar en el mundo y un rol específico que sea reconocido por su entorno social. Además de una forma de resistirse a la denigración cultural, por lo que también se asocia con la búsqueda de la dignidad (Bourgois, 2004) ¿Acaso eso estaba buscando Camilo, un estilo de vida que, aunque resultara autodestructivo, al final del día le devolviera sentido a su vida?

Su muerte es tan absurda como la relación que hay entre el narcotráfico y los grupos de “limpieza social” del barrio. Unos se contraponen a los otros alimentando círculos de violencia y una cultura de terror con efectos tóxicos que transcienden a la destrucción del tejido social comunitario; han transformado el territorio en un campo de batalla donde cada quien busca para sí la justicia individual (Bourgois, 2004). Así, la masculinidad tóxica nos envuelve en un paradigma intrínsecamente relacionado a otras problemáticas sociales estructurales como la pobreza y la marginalidad, a tal punto que ignoramos la opresión e incluso, sin saberlo contribuimos a su reproducción en las diferentes esferas sociales (Bourdieu, 2004).

La infidelidad, por ejemplo, un tipo de violencia hacia la mujer (Temple, et. al., 2013), se presenta con frecuencia incluso, varias veces en una misma pareja, dada la existencia de normas de género que justifican esta conducta machista por parte de nosotras mismas como mujeres quienes ignoramos o nos mostramos abnegadas ante las relaciones que destruyen nuestras vidas (Bourdieu, 2004). Por otro lado, el impacto emocional que me ha generado recibir tantas noticias negativas sobre los que me rodean o, por el contrario, las reacciones apáticas frente a las muertes y robos recurrentes, son una muestra de la indiferencia con la que he vivido tantos años en este lugar y entre los míos; me recuerda que todos hemos contribuido a la naturalización de los actos violentos y de las relaciones inequitativas de poder (Bourdieu, 2004).

Es así como esta dominación masculina se hace evidente en nuestra vida cotidiana, generando efectos tóxicos en varios escenarios: en el hombre como individuo, en las mujeres y otros géneros, en la familia y hacia la comunidad (Bourdieu, 2001). Lo que, sumado al hecho de habitar una periferia de la ciudad, calificada como sector marginal y pobre, en donde reina la injusticia y la inequidad (Baird, 2018), expone el resultado de la integración de estas contingencias: prácticas sociales basadas en el género que son violentas y que se gestan sobre todo entre los hombres jóvenes (Baird, 2018).

Por tanto, esta primera versión de la historia -la vivencia de la muerte y la violencia- puede servir como fuente de información para la comparación con otros contextos similares y, por un lado, enriquecer la comprensión sobre cómo se entrelazan dentro del tejido comunitario las expresiones hegemónicas de género y los diferentes tipos de violencia, en particular, la violencia estructural; y por el otro, motivar el análisis y comparación de estos sistemas y dinámicas de género a nivel local (individual, familiar y comunidades inmediatas), con los procesos de construcción de paz e igualdad social a nivel global (Connell y Messerschmidt, 2005).

El Árbol de la Vida: “construir comunidad dentro de ti”6

Uno de los procesos más importantes y desafiantes de construir este texto, ha sido dar a conocer el trabajo a los involucrados en mi narración (Ellis, 2004; Wall, 2008). El alcance más valioso, pienso ahora, ha sido poder entregar a ellos esta investigación y no sólo recibir su aprobación decidida, sino también sus amorosas apreciaciones hacia mi trabajo y aún más, sus contribuciones honestas a la interpretación de sus propias historias (Ellis, 2004). Con lo que, a su vez, evidencia el poder que tiene la autoetnografía para lograr la transformación social desde la reflexión individual (Ellis, Adams y Bochner, 2011).

Durante la sesión que tuve con mi padre, por ejemplo, fue posible entablar una conversación en la que analizamos en conjunto la masculinidad respecto al contexto familiar, y de manera particular, a él lo llevó a ver en retrospectiva la historia de su vida y reconocer los patrones tóxicos. Igualmente, nos permitió comprender que algunas decisiones que ha tomado como padre han sido favorables (Leung, Chan y Tam, 2019), para mi hermana y para mí, especialmente, pero también para la familia, pues con los años, sin saberlo ha tenido expresiones propias de las nuevas paternidades: ha aumentado su sentido de la responsabilidad en la crianza (Rehel, 2014); ha estado dispuesto a negociar y a reformular los roles asignados a cada miembro de la familia más allá del género (Wigdor, 2016); y ha evitado reproducir tipos de violencia intrafamiliar como el maltrato físico (Chakraborty, Osrin y Daruwalla, 2018).

Aunque esto no aparece en las noticias y difícilmente se reporta en los papers, da cuenta de que en este barrio, hombres como mi padre y algunos de mis amigos, que sufrieron la inclemencia de la pobreza, el abandono paterno o que inclusive asumieron el rol paterno por sus hermanos menores, también están gestando pequeños cambios en la vida cotidiana: desde el cambio en su disposición frente a las situaciones de crisis y los eventos que resultan traumáticos o impactantes en su vida (Ratele, 2015). Lo que parece conllevar inevitablemente a la reformulación y reflexión sobre su masculinidad (Chávez y Marchant, 2014), y el cuestionamiento de las normas culturales de género. Son hombres que están dispuestos a discernir sobre las actitudes, percepciones y concepciones sobre su género, para crear relaciones de apoyo y posiciones más equitativas dentro de sus familias (Chakraborty, Osrin y Daruwalla, 2018).

A nivel familiar, esta resistencia ante la violencia, empieza con la reflexión y dignificación del rol de nuestras madres. Si bien la monoparentalidad femenina ha sido calificada negativamente por los desafíos emocionales y económicos a los que se encuentra asociada (Martí, et. al., 2016), no hay que obviar el hecho de que el abandono paterno es un antecedente común de este tipo de estructuras familiares en nuestras historias. Por eso, hablar de mi madre, mis abuelas y Eugenia con un enfoque de género me permite constatar las desventajas sociales de ser mujer-madre, y debatir este concepto ligado a discursos que incluyen sesgos patriarcales (Di Nella, Almeda y Ortiz, 2014). Ya lo decía Maicol durante nuestra reunión de Educación Popular “Parce, la mamá es como lo más firme que uno tiene ¡A lo bien!”; una aseveración con la se reconoce la figura materna como protagonista de la crianza y el predominio de vivencias familiares más favorables de las que se darían teniendo la presencia de un padre tóxico (Fernández, 2019).

De manera similar, es pertinente destacar este cambio en la norma de género, en un nivel personal y de relación entre pares que puede ser desarrollado desde los diversos grupos y colectivos: con Sergio dialogamos sobre el análisis que he hecho a nuestro espacio/grupo de Educación Popular, y concluimos juntos que nuestras reuniones han trascendido a la reformulación de nuestro rol político, no sólo como colombianos, sino como seres humanos; hombres y mujeres, hijos o padres, habitantes de Ciudad Bolívar (Chávez y Marchant, 2014). Nuestro encuentro ha generado un espacio óptimo para dejar de lado normas de género que impiden a los hombres relacionarse con otros desde la emocionalidad y mostrarse débiles (Wigdor, 2016). Así como también, nos motiva a pensarnos como una semilla de vida que se resiste a la violencia con actos que permean, en primera instancia, nuestras familias (Ratele, 2015).

Lo mismo sucede dentro del Colectivo Mayaelo, pues son espacios en los que se gesta un ejercicio crítico y social, que da paso a la vivencia de masculinidades género-sensibles y a la renuncia de la propia violencia (Ariza, et. al., 2015). Por tanto, se aproximan a objetivos de las nuevas masculinidades: posición crítica frente a los patrones culturales del patriarcado; búsqueda de más y mejores modos de expresión emocional; mayor involucramiento en las relaciones paternofiliales y de pareja; y, cuestionar la equidad de género en la dimensión estructural (Ariza, et. al., 2015).

Particularmente, los hombres que lideran colectivos comunitarios desde una masculinidad consciente como lo hacen Kevin y Miguel, le apuestan a la deconstrucción del género masculino, cumpliendo con un rol muy importante para la mejora de las organizaciones, puesto que su labor ayuda a catapultar prácticas alternativas que resuenan y se propagan entre más hombres, y en contextos más públicos, consolidando redes más extensas y poderosas que favorecen la reconfiguración de la masculinidad (Redondo, 2016). Más aún, los empodera como agentes de cambio; como sujetos políticos que, con su participación, desde una posición íntima-personal pueden generar cambios de beneficio tanto individual como colectivo (Nardini, 2016).

Este ejercicio autoetnográfico ha sido para mí, como autora y como mujer, una herramienta que contribuye al proceso de transformación personal que sucedía en simultáneo entre las cualidades terapéuticas de la escritura (Ellis, 2004) y mi camino espiritual. Esa fe presente en mis relatos, que se muestra de manera parcial, deja entrever tan sólo una parte de los resultados de este proceso de autodescubrimiento tan desafiante, pero enriquecedor (Ellis, 2004). Concretamente, el fruto de este trabajo a nivel personal ha sido la oportunidad de salir de mi ensimismamiento y repensar mis acciones e interacciones sociales; es decir, analizar mis propias emociones y pensamientos y reflexionar sobre cuál es mi papel dentro de la historia, qué rol o función cumplo dentro de mi comunidad y mejor aún, qué aportes hago yo a la construcción de esa realidad que estoy estudiando (Ellis, 2004).

Puedo afirmar que este texto autoetnográfico ha logrado, en primer lugar, transformar el dolor en dignidad y, en segundo lugar, aportar a un discurso alternativo que no desconoce las problemáticas sociales en mi barrio, sino que, por el contrario, las entiende e interpreta como un efecto tóxico de la violencia estructural y de género; más aún, expone otras realidades mucho más valiosas sobre las potencialidades del contexto (Charria, 2019). De manera que, las personas que desde la vida cotidiana propendemos por la equidad, recuperemos un lugar dentro del cuadro que define el paisaje humano de Ciudad Bolívar y del cual hemos sido excluidos (Charria, 2019).

Por tanto, con este artículo afirmo que en nuestro contexto existe la posibilidad de tomar decisiones individuales, familiares y colectivas que alimenten la consolidación del territorio como Palo del Ahorcado o Árbol de la Vida. No obstante, esas decisiones son el producto de procesos de reflexión intencionados sobre las estructuras de dominación, que suceden en escenarios puntuales dentro la familia y la comunidad. Por ende, no se niega que condiciones estructurales de inequidad como la negación del acceso a la educación o de otras oportunidades que dignifiquen la vida, impiden que se reorienten los proyectos personales, como le sucedió a Camilo. Por el contrario, dan cuenta de cómo desemboca en la vida social, la tensión interna y el conflicto emocional de algunos hombres ante el poder de género; dicho de otro modo, esta división interna trasciende al ámbito comunitario y devela una tensión entre el potencial de vida y el potencial de muerte del territorio idealmente simbolizado en ese árbol de eucalipto.

De ahí que sea el contexto familiar y los colectivos sociales del barrio, donde se disputa la tensión entre los efectos tóxicos de la masculinidad hegemónica y los efectos saludables de las nuevas masculinidades. Pues, si bien es al interior de la familia donde se materializa la influencia de la cultura de dominación patriarcal (Bourdieu, 2004), ésta también es el epicentro de la transmisión generacional de dichas normas sociales o de otras alternativas; así, de igual manera puede desarrollar habilidades en sus integrantes para responder a situaciones adversas (Hebbani y Srinivasan, 2016), y facultarnos para tomar otros caminos, caminos de resistencia y esperanza.

En conclusión, esta comprensión de la relación que existe entre las dinámicas del género y las dinámicas sociales en mi barrio, me permite defender una nueva forma de ver territorios como Ciudad Bolívar y problematizar la visión mediática y académica centrada en el déficit y en los elementos de violencia (Silva, 2019), con la cual -de manera incumbida- se aumenta el poder de la masculinidad hegemónica para desestimar otras expresiones de género como las nuevas masculinidades e invisibilizar los actos de reconstrucción del tejido comunitario. En contraposición, propongo otro enfoque para leer este territorio, que desde el reconocimiento del poder que tiene el género, se niega a continuar ignorando la capacidad de los grupos marginalizados de aportar a la deconstrucción de la masculinidad desde elementos, patrones o rasgos alternativos y equitativos, aún en medio de condiciones adversas (Connell y Messerschmidt, 2005), y en consecuencia, favorecer otra perspectiva del barrio, como territorio en el que habitan hombres y mujeres que resisten desde la cotidianidad, la individualidad y la colectividad hasta ahora silencia u oculta; y que, es justamente esta resistencia, el motor de transformación social de la localidad.

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Notas

1 Existen múltiples versiones sobre la razón por la cual este árbol ha recibido dos nombres: Palo del Ahorcado y Árbol de la Vida. El primer nombre, se debe a las historias populares del barrio que se cuentan desde hace muchos años, y con las que se afirma que en el árbol se han suicidado varias personas, por diferentes razones y en distintas épocas. El segundo, empleado por la comunidad más recientemente, después de que sacerdotes de la Iglesia Católica decidieran renombrar el árbol hacia el que se peregrina en las procesiones de Semana Santa; con el tiempo los colectivos del barrio también lo han adoptado como un símbolo de la resistencia comunitaria ante la explotación ilegal del territorio
2 Acotación de la palabra Transgenerista, como referencia a la “persona que se ubica o transita entre lo masculino y lo femenino […] integra a las llamadas personas transformistas, travestis, transexuales, entre otras” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2011: 35).
3 Hermano gemelo de mi padre quien creció junto a mi abuela paterna, mientras que a mi padre lo enviaron a vivir con sus abuelos maternos
4 Unidades de Reacción Inmediata
5 Hermano mayor de Marisol y Camilo
6 Mayaelo es un término Guambiano que significa construir comunidad, y Majuy significa dentro de ti. Este es el nombre y la identidad que ha acuñado el Colectivo Mayaelo o Mayaelo Majuy que lleva más de diez años trabajando por la comunidad.
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