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Memorias que inauguran discusiones políticas: resistencias mapuche en la provincia de Chubut
José María Miranda Pérez; Francisco Pazzarelli
José María Miranda Pérez; Francisco Pazzarelli
Memorias que inauguran discusiones políticas: resistencias mapuche en la provincia de Chubut
About the uncommon: family singularities, indigenous organization and environmental conflicts in the jujuy highlands
QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos, núm. 14, pp. 15-41, 2020
Universidad de Buenos Aires
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Resumen: En este texto proponemos trabajar con la descripción de algunos materiales etnográficos, y sus desdoblamientos analíticos, referentes a aspectos organizativos de dos comunidades indígenas de las tierras altas jujeñas, Noroeste Argentino. Nos interesa detenernos en las asambleas y reuniones destinadas a la gestión (tratamiento y reflexión) de proyectos de desarrollo y de conflictos territoriales-ambientales. Espacios donde la relevancia de las ‘autonomías familiares’, y el sostenimiento activo de la divergencia entre sus puntos de vista, emergen como formas de negociación y resistencia que acompañan y problematizan las prácticas consensuales y representativas. Abordaremos nuestros materiales, y las relaciones que los constituyen, en tanto “ecologías de prácticas”, lo que entre otras cosas, supone la imposibilidad de “retirar” las ideas (relaciones, fuerzas y deseos) de nuestros interlocutores de los “medios” en donde viven y se reproducen, sin con ello comprometer su existencia. Nuestro interés por escribir estas líneas se conecta con un esfuerzo más general de las ciencias sociales por reflexionar sobre el lugar que las comunidades indígenas, y sus espacios de organización y resistencia, tienen en un contexto nacional y latinoamericano marcado por el neoextractivismo. El avasallamiento de territorios y recursos de comunidades indígenas y tradicionales coincide con la explicitación de los desencuentros y equívocos entre formas políticas y, sobre todo, en los modos de entender qué (o qué no) es un “conflicto socioambiental” o un “conflicto vital” desde una perspectiva no occidental o no moderna.

Palabras clave: Asambleas comunitarias, organización indígena, ecología de las prácticas, conflictos vitales.

Abstract: In this text we propose to work with the description of some ethnographic materials, and their analytical unfolding, referring to organizational aspects of two indigenous communities of the Jujuy highlands, Northwest Argentina. We are interested in stop us at the assemblies and meetings for the management (treatment and reflection) of development projects and territorial-environmental conflicts. Spaces where the relevance of the 'family autonomies', and the active maintenance of the divergence between their points of view, emerge as forms of negotiation and resistance that accompany and problematize consensual and representative practices. We will address our materials, and the relations that constitute them, as "ecologies of practices", which among other things, implies the impossibility of "pull out" the ideas (relationships, forces and desires) of our interlocutors from the "medium" in where they live and reproduce, without compromising their existence. Our interest in writing these lines is connected to a more general effort in the social sciences to think on the place that indigenous communities, and their spaces of organization and resistance, have in a national and Latin American context marked by neo-extractivism. The usurpation of territories and resources of indigenous and traditional communities coincides with the explicitation of disagreements and misunderstandings between political forms and, above all, in the ways of understanding what (or what not) is a “socio-environmental conflict” or “vital conflict” from a non-Western or non-modern perspective.

Keywords: Community assemblies, indigenous organization, ecology of practices, vital conflict.

Carátula del artículo

Artículos centrales - Dossier

Memorias que inauguran discusiones políticas: resistencias mapuche en la provincia de Chubut

About the uncommon: family singularities, indigenous organization and environmental conflicts in the jujuy highlands

José María Miranda Pérez
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Instituto de Antropología de Córdoba, Argentina
Francisco Pazzarelli
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas, Argentina
Instituto de Antropología de Córdoba, Argentina
QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos, núm. 14, pp. 15-41, 2020
Universidad de Buenos Aires

Recepción: 01 Marzo 2020

Aprobación: 03 Septiembre 2020

Introducción

En este texto proponemos trabajar con la descripción de algunos materiales etnográficos, y sus desdoblamientos analíticos, referentes a aspectos organizativos de dos comunidades indígenas de las tierras altas jujeñas, Noroeste Argentino. Nos interesa detenernos en las figuras de las asambleas y reuniones destinadas a la gestión (tratamiento y reflexión) de proyectos de desarrollo y de conflictos territoriales-ambientales. La atención sobre estos procesos se alinea con un esfuerzo más general de las ciencias sociales por reflexionar sobre el lugar que las comunidades indígenas, y sus espacios de organización y resistencia, tienen en un contexto nacional y latinoamericano marcado por el neoextractivismo (Bebbington 2009; Göbel 2013; Puente y Argento 2015; Pragier 2019; Schiaffini 2014). El avasallamiento sobre sus territorios y recursos coincide con la explicitación de los desencuentros y equívocos entre formas políticas, y sobre todo, entre los modos de entender qué es un conflicto ambiental desde una perspectiva no occidental o no moderna (Blaser 2013; De la Cadena 2010; Latour 1992; Li 2017).

Nuestra perspectiva es etnográfica, lo que habilita un acercamiento privilegiado a los modos, técnicas, procesos y deseos que hacen que una asamblea o reunión funcione o que una decisión pueda ser tomada. Pero además, y especialmente, permite comprender y conectarse con otras formas de pensar el “organizarse” y la propia idea de “conflicto medioambiental”. De hecho, las conversaciones que originaron este texto surgen de una lectura compartida sobre los equívocos y expectativas registrados en asambleas donde confluyen comunidades, junto con técnicos, académicos y otros agentes del Estado, además de Pachamama, los animales, la suerte y los silencios. Así, nuestra definición de la ‘política’ también es etnográfica, y se basa en la recuperación de las ideas, relaciones y fuerzas que se hacen presentes en las discusiones sobre aspectos vinculados a la vida sobre el territorio, a la relación con otros seres humanos y no humanos, y a los actuales conflictos ambientales, especialmente los que refieren a la minería del litio. Nuestras experiencias de campo nos fuerzan a abordar estas relaciones en tanto “ecologías de prácticas”, lo que, entre otras cosas, supone la imposibilidad de “retirar” las ideas (relaciones, fuerzas y deseos) de los “medios” en donde viven y se reproducen, sin con ello comprometer su existencia (Stengers 2005b: 187; ver también Guattari 2012). Si “retirar las ideas” supone el ejercicio de “explicarlas” mediante razones que no les son propias, dejarlas en su medio requiere abandonar la seguridad de cualquier “razón general” que justifique “por afuera” lo que estamos escuchando y viviendo junto a nuestros interlocutores (ver también De la Cadena 2010, 2015).

Esta primera sistematización que presentamos aquí se pregunta, entonces, por las modulaciones etnográficas que deben existir sobre nuestra imaginación política a la hora de pensar e intentar conectarnos con las formas indígenas de lidiar con los “mismos” problemas que nos interesan a “nosotros” (Goldman 2006; Quirós 2018). En este contexto, la relevancia de las autonomías familiares y el sostenimiento activo de la divergencia entre sus puntos de vista, emergen como formas de negociación y resistencia que acompañan y problematizan las prácticas consensuales y representativas. Al discutir esto, nos colocamos el desafío de movilizar una gran cantidad de temas (“organización local”, “representación”, “conflictos medioambientales”), situando estos problemas en sus conexiones con diferentes dimensiones de la vida social. Al mismo tiempo, describiremos algunos contextos etnográficos recurriendo a comparaciones que, en principio, suponen presentar algunas posiciones como genéricas (“indígenas”, “académicas”, “estatales”). Esta es una decisión que tomamos de forma explícita; por un lado, para enfatizar las diferencias de posición que existen en reuniones y asambleas; por otro lado, para contrastar y distinguir formas de conocimiento y relaciones (organización indígena vs organización no indígena, por ejemplo), bajo un formato que enfatice que la proyección de un saber sobre otro “no debe ser tomado como incuestionable” (Strathern 2006:33). Finalmente, nos interesa proponer una lectura que recupere la pragmática local a la hora de pensar y lidiar con distintos conflictos y posibilidades de lo común y “no común” (Blaser y de la Cadena 2017; Tsing 2005), enfatizando la imposibilidad de separar relaciones que parecen ubicadas en diferentes escalas.

Etnografías

Las personas y familias con las que trabajamos se organizan bajo la figura de Comunidad Aborigen, reconocimiento otorgado por el Estado Argentino (en virtud de la modificación a la Constitución Nacional en 1994) que, entre otras cosas, induce a sus miembros a contar con representantes y a organizarse y tomar decisiones mediante asambleas regulares (como bien analizan otros trabajos; Cowan Ros y Nussbaumer 2013; Espósito 2017; Weinberg 2004, 2005

La Comunidad Aborigen de Huachichocana, ubicada en el Departamento Tumbaya (provincia de Jujuy), posee su título comunitario desde el año 2001. Es una comunidad pequeña, emplazada en un corredor natural que conecta la zona de quebrada con la prepuna, con unas siete familias dedicadas casi exclusivamente a tareas agrícolas y al manejo de animales (cabras y ovejas, especialmente), junto con algunos empleos estatales. La Comunidad de San Miguel de Colorados se ubica en la región puneña del mismo departamento y posee su título comunitario desde el año 1996. Se trata de una comunidad mayor, de unas 80 familias, con un abanico muy amplio de actividades productivas, entre agrícolas, ganaderas, salineras, empleos públicos estatales y, actualmente, turismo. Aunque no muy lejanas entre sí, en la mirada local, Huachichocana es una comunidad más quebradeña (o prepuneña), que habita especialmente los cerros, mientras Colorados es una típica comunidad puneña. Ninguna de ellas posee la propiedad comunitaria de la tierra; las posesiones son privadas, por familias, y funcionan bajo diferentes regímenes (ocupación plena o arriendos), además de acuerdos entre vecinos sobre el uso de determinados recursos (especialmente el agua y ocasionalmente pastos, a lo que se suma la gestión de espacios turísticos). Nuestro trabajo etnográfico en estas comunidades se desarrolla desde hace unos años, mediante estancias prolongadas de varios meses de convivencia continuada. Esto implica, como toda actividad de este tipo, un acompañamiento constante de las actividades de nuestras familias anfitrionas.: pastear animales, cuidar y arreglar acequias, cocinar, participar de la siembra y cosecha, cortar panes de sal, atender turistas, rezar y bailar en fiestas patronales, carnavalear y, claro, participar de diferentes tipos de espacios asamblearios.

Asambleas y reuniones son términos intercambiables, aunque las primeras refieren más explícitamente a eventos masivos de asistencia obligatoria, mientras las segundas pueden apuntar a encuentros eventuales entre pocas personas.. Las autoridades comunales (presidente, vicepresidente, tesorero) son elegidas anualmente y pueden reelegirse. En ambas comunidades, las asambleas se realizan idealmente de forma periódica, aunque su frecuencia depende estrechamente de la necesidad de temas a tratar y de su urgencia. Cuando no existen asuntos por resolver, no suelen realizarse. Estos asuntos no son, además, de cualquier tipo: deben afectar al conjunto de toda la comunidad (es decir, a todas y cada una de las familias y personas censadas), para que justifique el llamado a una reunión general. Otras decisiones, como los turnos de riego, se resuelven sólo entre las familias. involucradas en la gestión de determinadas vertientes u ojos de agua. Las asambleas son convocadas con anterioridad, anunciadas de boca en boca entre las familias, por WhatsApp y en ocasiones por la radio. Se realizan en espacios comunitarios, construidos especialmente para este tipo de eventos, y acude al menos un representante por familia. Aunque los censos registran personas individuales, la medida de gestión local es la familia, tanto para la toma de decisiones (generalmente, se opina por familia), como para la administración de la mayoría de los proyectos de desarrollo. Se labra un acta de inicio, se comentan los temas a tratar, se pasa por cada uno de ellos escuchando las opiniones de quienes deseen hablar y, eventualmente, pueden votarse algunas decisiones. La intención general, no obstante, es llegar siempre a un consenso para decidir las cosas por unanimidad. Este consenso, no obstante, tiene sus propios sentidos, como veremos más adelante. Al finalizar cada reunión, se firman las actas y así se acredita la conformidad con lo planteado y, sobre todo, la asistencia (de importancia crucial en la gestión de proyectos con fondos externos).

A lo largo de nuestras estadías, hemos asistido a decenas de reuniones y asambleas que, además de tratar temas que hacen a la vida en el territorio, incluían: cursos de capacitación (en medicina veterinaria, turismo, inglés), reuniones con técnicos, asambleas para decidir acciones contra el gobierno y empresas, talleres para tratar la producción de materiales sobre la historia local (mapeos participativos, trabajos colectivos de escritura y lectura), encuentros con fundaciones que llevaban proyectos, así como otras reuniones con académicos, funcionarios y representantes de empresas, fuera y dentro de la comunidad. En muchos casos, también nos entrevistamos con los técnicos y encargados de llevar adelante muchas de estas actividades. Sin embargo, es necesario resaltar un punto: las asambleas, que desde algunos puntos de vista condensarían la política local, no constituyen, salvo excepciones que destacaremos, ninguna actividad privilegiada de la vida social local (y de todas las actividades, tal vez sean las menos deseadas).

En Huachichocana, las asambleas y reuniones de carácter frecuente tuvieron mucha importancia en las etapas previas y posteriores a la conformación de la Comunidad, debido al tipo de gestión que llevaban adelante los representantes de turno (con una gran capacidad para la adquisición de recursos), combinado con una coyuntura favorable para la obtención de proyectos de desarrollo y subsidios (Lema y Pazzarelli, 2018). Durante nuestro trabajo de campo, la frecuencia de estas reuniones era menor y concentrada en temas referidos casi exclusivamente a proyectos de desarrollo (agrícolas, ganaderos, artesanales), a propuestas vinculadas al turismo (referidos a la visita de sitios arqueológicos y al turismo rural), y a la propia actuación de los antropólogos y arqueólogos en el lugar (cuya presencia y proyectos de investigación eran refrendados, por lo menos, anualmente).. En ninguno de estos casos se trataba de actividades deseadas: las asambleas se realizaban debido a la necesidad de presentarse ‘juntos’ ante interlocutores externos a la comunidad. Actualmente, en un contexto de crecientes movilizaciones públicas por motivos medioambientales y en contra del extractivismo en la provincia de Jujuy, las familias huacheñas no participan activamente de ninguna de estas acciones.. Esta comunidad no corta rutas, no levanta banderas en la ciudad frente a los ministerios ni se involucra explícitamente en la defensa de los recursos naturales. Sin embargo, como veremos, buena parte de sus ‘gestos políticos’ desplegados en otros espacios resuenan con aquellos de la movilización.

En San Miguel de Colorados parece suceder lo contrario: la mayoría de sus decisiones son tomadas en asambleas de frecuencia, por lo menos, mensual. Reuniones extensas, algunas veces de varias horas de duración, en las que casi todos los asuntos de la comunidad son tratados. Esto se debe en buena parte a la necesidad de organizarse para defender su territorio, que desde 2009 se ve en la mira de proyectos mineros de litio en Salinas Grandes (conflicto sobre el cual existe ya bibliografía específica: Göbel 2013; Schiaffini 2014; Puente y Argento 2015; Argento et al 2017; Pragier 2019). Los coloradeños y coloradeñas participan activamente de muchas de las movilizaciones indígenas conocidas en la provincia de Jujuy en Defensa del Agua y la Vida. También integran diferentes espacios colectivos que congregan a otras comunidades como Red Mink'a, la Mesa de las Comunidades de Salinas Grandes y la Cuenca de Laguna de Guayatayoc y la agrupación Juntos Podemos, por mencionar algunos. Cortes de ruta, bloqueos y marchas se han vuelto situaciones relativamente comunes en la vida de estas personas. En los momentos más álgidos del 2019, hubo un promedio de una reunión extraordinaria por semana (en ocasiones, más), por distintos temas vinculados al territorio, algunos de los cuales culminaron en medidas de fuerza. (Figura 1). No obstante, esta intensidad política, propiciada por la necesidad de vernos organizados frente al Estado para ser escuchados, no sucedía sin entrar en fricción con aquellas otras tareas que no precisan ser vistas por otros, pero de las cuales depende la vida cotidiana: la hacienda, la casa, los niños, el rastrojo, los parientes, la sal.

En ambos casos, las familias asistentes protestaban por las mismas cosas: hasta cuándo vamos a estar aquí porque tengo cosas que atender, mientras las autoridades asamblearias, hacían lo suyo quejándose permanentemente de no tener tiempo para nada. Invertir energía y tiempo en una reunión es algo poco deseado y se hace porque no hay otra. Todo se dirime entre la obligación de asistir a las reuniones por el bien común de la comunidad y el deseo común de las familias de ocuparse de sus propios asuntos.

Verse organizados

La necesidad de vernos organizados es una buena descripción de uno de los principales efectos buscados con las asambleas. Independientemente de las resoluciones y acciones que puedan destilarse de las reuniones de discusión y trabajo, las comunidades deben cumplir con ciertos requisitos de los organismos estatales (también fundaciones y ONG): ajustarse a sus modos de gestión, a sus lenguajes, formularios y tiempos (Morin y Saladin 1997; Gallois 2001; Weinberg 2004, 2005). Pero además, deben responder a ciertas expectativas sobre lo que se supone que una comunidad organizada debe ser. Pues lo que observábamos en las reuniones de las que participamos (sobre las que discurriremos a continuación) es que cuando los interlocutores se hacían presentes, la mayoría de las veces esperaban (y exigían) encontrarse con asambleas robustas, sólidas, con personas unidas en torno a objetivos comunes, tales como “la defensa del medioambiente” (Blaser 2013; Blaser y De la Cadena 2017; Tsing 2005). Sin embargo, este no es el modo en el que cotidianamente operan las formas de decisión comunitaria, que antes que por lo “común” se interesan por el mantenimiento de posiciones singularizadas sobre las cosas. Esto daba lugar a frecuentes desencuentros, que pudimos apreciar en dos tipos de contextos.

Por un lado, en las asambleas y reuniones que eran explícitamente obligatorias para acceder a proyectos de desarrollo. En estos casos, la mayoría de los proyectos apuntaban a acompañar la vida socioproductiva local (incorporando mejoras para la gestión de los animales, por ejemplo), pero siempre requerían para eso reuniones colectivas de trabajo, donde cada familia firmaba su asistencia en una hoja y se comprometía a sostener las decisiones consensuadas en el tiempo, algo que no siempre sucedía. En Huachichocana, participamos de muchas de estas reuniones, entrevistándonos luego con los técnicos responsables (coordinadores, asesores, encuestadores, mediadores, veterinarios –pertenecientes al INTA, Secretaría de Agricultura Familiar, Municipio de Purmamarca y de fundaciones privadas). En varias ocasiones, los técnicos afirmaban que muchos proyectos se caen por falta de participación e incluso comparaban los bajos niveles de asistencia y compromiso en relación a otras comunidades cercanas, así como lo difícil que eran las reuniones en la comunidad por los silencios constantes y la falta de definiciones. Muchos de estos agentes eran sensibles a las realidades organizativas de las comunidades y hacían enormes esfuerzos por ayudar a que los proyectos se ejecutaran, pero los plazos y las restricciones formales de los procesos burocráticos encontraban en los silencios huacheños límites infranqueables. Por su parte, como ya mencionamos, las familias solían quejarse de la necesidad de tener que ir a las reuniones para que los proyectos puedan concretarse. Deberían hablar con cada familia y listo, repetía una pastora. Es decir, muchos proyectos, que las propias pastoras y pastores consideraban interesantes, terminaban desestimados por no querer cumplir con la prerrogativa de la obligatoriedad de asistencia a los talleres; al mismo tiempo, los técnicos se quejaban de que era imposible charlar con cada familia, como les sugerían las personas..

Por otro lado, están aquellas reuniones que se catalizan como respuesta a interpelaciones externas, en algunos casos urgentes, como sucede en los conflictos con emprendimientos extractivistas. En estos contextos, las familias activan la fuerza de las asambleas para contrarrestar inminentes amenazas a sus territorios y a sus autonomías. Es el caso de San Miguel de Colorados, donde los intereses por parte del Gobierno Provincial y de diferentes empresas privadas en la explotación de litio en Salinas Grandes han intensificado durante la última década la organización comunitaria e intercomunitaria. Además, debido al fuerte impacto mediático de estos conflictos una considerable cantidad de personas y agrupaciones (generalmente medioambientales), han ofrecido su ayuda a través de un abanico de propuestas. Como sucede en otros contextos similares, la lucha por el agua y la vida se ha convertido en un importante articulador con estos colectivos., brindando a la comunidad la oportunidad de resistir con mayor eficacia la acometida del Estado y las empresas (De la Cadena 2010; Budds y Hinojosa-Valencia 2012; Li 2017). Esto les permite a los coloradeños y las coloradeñas verse organizados en la defensa de su territorio, aunque siempre en tensión, como describiremos a continuación, con el deseo común de mantener sus autonomías familiares. Como veremos, a pesar de las aparentes diferencias de escala, cuando las pastoras huacheñas reclamaban que los técnicos deberían hablar con cada familia y listo apuntaban hacia un lugar similar: atender a la opinión familiar de las cosas.

Autonomías

Las autonomías a las que nos referimos aquí apuntan hacia un extenso conjunto de relaciones que enfatizan la necesidad de que cualquier decisión o comentario sobre la vida comunitaria tome en consideración las experiencias familiares, particulares, sobre la vida y ocupación del espacio.. Estas experiencias van desde los modos de organizar la vida socioproductiva (por ejemplo, la definición de los recorridos anuales con los animales, en busca de pastos), los vínculos y acuerdos históricos con vecinos y parientes sobre el uso del territorio, hasta las relaciones particulares con seres no humanos. Esto último se hace visible, por ejemplo, en los rituales de agosto dedicados al dar de comer a la tierra, Pachamama10, para lo cual se preparan una gran cantidad de comidas y bebidas, entre ellas tijtincha (una sopa de carne y maíz, hervida durante muchas horas) y chicha de maíz. A pesar de que todas las familias reconocen un vínculo generalizado con Pachamama, y la describen como una madre, también aseguran que cada relación es particular y cada familia tiene su forma de alimentarla: sus propios detalles culinarios, sus tiempos, su forma de conducir el ritual. Inclusive, luego de participar de decenas de estos eventos, resuena en nosotros la recomendación que todas las familias nos hacían cuando intentábamos vanamente producir una descripción ‘general’ del ritual: Pachamama es una sola, pero cada familia tiene su experiencia. Es decir, que Pachamama sea considerada a misma madre para todos, no impide que simultáneamente se singularice en distintas experiencias familiares. Incluso, la relación aquí es de una dependencia crucial: sólo puede ser la misma para todos porque se singulariza para cada uno de ellas (Pazzarelli 2017). Esta última idea es útil para abordar los modos en que las experiencias familiares constituyen la base de la posibilidad de llegar a consensos comunitarios sobre algún asunto. Pues la autonomía a las que nos referimos entiende que el valor singular de cada posición familiar se sostiene gracias a los otros, cuando todas las familias se comprometen a lo mismo. Así, antes que buscar la 'independencia’, apunta a un conjunto de relaciones de mutua dependencia, asumidas como necesarias y dispuestas para asegurar que cada familia pueda establecerse como dueña de sí misma y de su entorno.

Un ejemplo actual de lo anterior lo constituye la organización del Parador Turístico de Salinas Grandes, emprendimiento gestionado por tres comunidades aborígenes11, entre ellas San Miguel de Colorados, que inicia alrededor de 2014 y constituye uno de los destinos turísticos provinciales más relevantes. Junto con la extracción artesanal de panes de sal, es una importante fuente de trabajo remunerado en la comunidad. Todas las actividades del Parador son ejecutadas por familia, pero su distribución se decide en asambleas comunitarias, mediante un sistema que impone obligaciones, cuotas de trabajo y multas, para tareas que van desde el mantenimiento general del espacio hasta otras poco deseadas, como la limpieza de los baños químicos. Cuando alguna no puede cumplir con la tarea asignada, contrata a un peón; esto es común en el caso de aquellas que residen en los pueblos de la Quebrada de Humahuaca o en la capital, pero que siguen censadas en la comunidad. Además, cada familia debe aportar una parte de sus ganancias diarias a un fondo de uso común. El sistema de cuotas de trabajo por familias se observa en otras dimensiones de la vida cotidiana (la manutención y administración del agua, de las acequias, canales y caminos, por ejemplo), y siempre involucra tensiones. Los motivos son diversos (desde el incumplimiento de horarios hasta desacuerdos por límites parcelarios), y dependen del estado de las relaciones interfamiliares del momento. Son tareas que nadie gusta de hacer, que se organizan por necesidad porque no se pueden hacer solo. Esto resuena con los modos tradicionales de ocupar y habitar el territorio como pastores: grandes parcelas de campo sostenidas por unidades familiares, con altos niveles de autonomía productiva, que mantienen contactos puntuales con otras unidades familiares –para el mantenimiento del riego, el intercambio de productos y la participación en rituales y fiestas religiosas. En otras palabras, todas estas tareas se llevan adelante para sostener lo que sí se desea: las autonomías familiares.

Al mismo tiempo, el trabajo como pastores y el realizado en el Parador no está separado de la lucha contra el extractivismo. Los coloradeños se refieren a esta indisociabilidad como posicionarse en el territorio, un conjunto de acciones y gestos necesarios para establecer un tipo de relación específica con el entorno: ser dueños. Las familias se posicionan así en sus campos trabajándolos diariamente, porque solo quienes trabajan lo que es suyo, volviéndolo productivo y fértil, pueden decir que les pertenece. Cuando los coloradeños afirman en sus asambleas la necesidad de posicionarse en las Salinas (a través del trabajo turístico y en las canteras de sal), están procurando las condiciones necesarias para establecerse como sus dueños, y así establecer la primera línea de defensa ante cualquier ataque o intrusión. En este sentido, en las discusiones asamblearias se superponen permanentemente las disputas con el Estado y las empresas con la organización familiar del trabajo. Porque posicionarse es una actitud familiar que involucra a las formas de relación con el resto de los vecinos, pero también con el territorio y los seres que lo habitan. Incluso cuando el Parador es presentado como un asunto comunitario, esta imagen descansa en los deseos, organización y decisiones que se toman por familia. La irreductibilidad de estas singularidades (que, como veremos, no apunta a un simple relativismo) es especialmente manifiesta cuando es necesario llegar a ciertos consensos y acuerdos.

Acuerdos

Para las familias, cualquiera acuerdo que involucren a terceros significa un potencial compromiso, más o menos intenso según los casos, de su modo de vida, de su soberanía territorial o de su autonomía socioproductiva. Por lo tanto, no dudan en desoírlos si es que se sienten comprometidas de más (es decir, si las autonomías familiares se ven en peligro), o si es que con el tiempo pudieron pensarlo mejor y simplemente decidieron dar marcha atrás -aunque eso pueda dañar la imagen de una comunidad organizada. Esto es común incluso entre las familias, que luego de tomar alguna decisión colectiva pueden retractarse y exigir una revisión completa del acuerdo o incluso no reconocer la autoridad de los consensos de asambleas de las que no participaron (desafiando cualquier idea de representatividad de este tipo de espacios colectivos).

La tensión característica de estos modos de producir decisiones colectivas se manifiesta también en los casos en donde personas externas a la comunidad participan de ellas. En Huachichocana, por ejemplo, técnicos y antropólogos que un día vieron refrendadas sus propuestas de trabajo en una asamblea (y se llevaron consigo copias de las actas firmadas con consensos y consentimientos), pueden volver un día y descubrir que esa decisión fue transformada o revocada de forma “unilateral”. El desconcierto y la ofuscación traducen lo que se interpreta como cierta falta de decoro o irresponsabilidad de parte de las comunidades en el sostenimiento de los acuerdos tomados (Gandarillas et al. 1994; Pazzarelli 2016).

Esto es todavía más evidente cuando lo que está en juego son acuerdos con actores aparentemente clave para la lucha contra el extractivismo. En una ocasión, dos especialistas, docentes e investigadores universitarios, se reunieron con varias comunidades en San Miguel de Colorados para solicitar consentimiento en la realización de un estudio hidrológico en la cuenca de Salinas Grandes. Según ellos, esto proveería de bases científicas a los reclamos por el agua y su posible contaminación como consecuencia de la extracción de litio. Este proyecto, que se desarrollaría por completo en territorios aborígenes, contaba ya con subsidios y necesitaba del apoyo de las comunidades para comenzar. Los especialistas ofrecían trabajar en conjunto con los saberes locales, mediante tareas compartidas en el terreno y talleres donde se comunicarían los avances y se escucharían las sugerencias de las comunidades. Destacaban que los resultados serían una herramienta para la defensa de sus recursos y así estarían bien informados y sería más difícil que pudieran engañarlos. Ante la fuerte desconfianza y finalmente negativa de las comunidades, los profesionales los increparon por no comprender el rol del conocimiento científico en la formación y conciencia política de los pueblos en conflicto. Incluso, uno de los académicos fue más allá en su interpelación e intentó lo que parecía una maniobra para dejar en evidencia los modos de relación que parecían estar allí en disputa: si a mí se me rompe la moto no voy a acudir a la Pachamama, sino a la mecánica. Con esa analogía, parecía esperaba convencerlos de que el salar (y su posible involucramiento en un conflicto minero) era como el vehículo malogrado, un objeto de la ciencia, algo que no podía ser tratado por la creencia.

Es decir, la diferencia entre Pachamama y mecánica exponía, tal vez un poco burdamente, el modo en que estos profesionales imaginaban a la ciencia y la política como esferas purificadas de la vida social, que no deberían mezclarse con las costumbres o creencias locales (Latour 1992). Pero sobre todo, con ello retenían para sí la correcta identificación del conflicto y de las estrategias necesarias para abordarlo. Lo que está en la superficie de estas ideas, expresadas con pasión en el fragor de las discusiones asamblearias, es que un sujeto bien formado, preferentemente en los conocimientos laicos, públicos y modernos de la universidad, es un sujeto empoderado políticamente (Garandillas et al 1994; ver también Stengers 2005b). Todas las comunidades presentes reconocían el valor estratégico del conocimiento científico, pero eso no era suficiente para aceptarlo de cualquier modo. Las personas insistían en que no tenía sentido que los especialistas vinieran a pedir su consentimiento si el proyecto ya había sido escrito y aprobado sin haberles preguntado. Esto era una clara falta de respeto a sus autonomías y hacía que ninguna herramienta que se ofreciera para la lucha, científica o no, tuviera sentido.

Sin escalas

Más arriba, dijimos que Huachichocana no se encuentra actualmente en la mira de proyectos extractivistas; no obstante, a lo largo de su historia recibió una cantidad enorme de intervenciones estatales (y varias privadas, también) que son de interés aquí. Entre ellas, las vinculadas a agentes técnicos estatales las que tal vez más se ‘parecen’ a los conflictos territoriales o medioambientales descriptos para Colorados. Nos referimos a los ya mencionados proyectos de desarrollo o de apoyo a los modos de producción locales que llegan para apuntalar los sistemas de cría ovino caprina (mejoramiento de razas, vacunaciones, construcción de corrales, boyeros eléctricos), los sistemas agrícolas y de captación de agua (provisión de caños, de cemento para canales) y hasta las propias viviendas (mejoramiento de las cocinas y provisión de cocinas económicas). Cada uno de estos casos supone intercambios, negociaciones y en ocasiones desacuerdos con los técnicos o intermediarios encargados. Y aunque los huacheños y las huacheñas discuten para defender su autonomía en el modo de hacer las cosas (de criar a sus animales y plantas, por ejemplo), lo cierto es que esa defensa no apela a ningún referente común (agua, tierra) que pueda convocar a otros interesados (en algunos casos, ni siquiera a sus propios parientes), o transformarse en una manifestación pública. Las negociaciones de las que hablamos se producen entre familias o personas (una pastora, un pastor) que conversan sobre la mejor forma de llevar adelante las cosas (Figura 2).

En una ocasión, por ejemplo, un técnico y una pastora discutían sobre la mejor forma de decidir la vacunación de la hacienda de cabras y ovejas. Se necesitaba conocer la cantidad exacta de animales para solicitar y llevar la misma cantidad de dosis, pero la pastora, aunque deseaba vacunar a sus animales, no quería decir (en realidad, afirmaba no conocer) su número exacto. También se oponía a que se las contara. Seguramente esta situación no resultaba extraña para un técnico habituado a trabajar entre familias de la región, donde contar los animales constituye un riesgo cosmológico-productivo: conocer el número exacto de las cosas hace que éstas paren de crecer, de reproducirse. La pastora no decía mucho más, se limitaba a mantener silencio y a mover sutilmente su cabeza en señal de negativa, aplazando cualquier posibilidad de manifestarse sobre el asunto -y, podría decirse, de llegar a un consenso con el profesional. Fueron sólo algunos minutos de intercambios, pero la tensión era evidente. Finalmente, el técnico se decidió a solicitar una estimación en las dosis, considerando un número aproximado de animales (que le daba su experiencia en la observación de rebaños) y sometiéndose a la eventual falta de material. Pero para la pastora esto parecía preferible a la posibilidad de ceder frente a los pedidos del agente sanitario, comprometiendo así la suerte y multiplico futuro del rebaño. El concepto de suerte, presente en buena parte de las tierras altoandinas, es uno a través del cual se vinculan las existencias (de animales, plantas, pastores) mediante una red de relaciones que conecta diferentes partes de los seres: la suerte de un rebaño existe conectando las vísceras de los animales, las vísceras de los miembros de las familias, los corrales de piedra, los cantos de los rituales de marcado (ver Pazzarelli 2019). Cuando una pastora decide sobre su suerte está considerando estas conexiones, por lo que su opinión nunca podría ser descripta como una “individual”. Sin embargo, la necesidad de las vacunas y de los tratamientos veterinarios no estaba en discusión; las y los pastores saben de su importancia y los requieren. Lo que no podía formar parte de la negociación era el requisito de contar a los animales, que iba en contra de la experiencia de la pastora como criadora. En otras palabras, aunque el contenido veterinario de la propuesta técnica era bien recibido, la forma matemática de su ejecución no podía ser aceptada sin más (ver Bolton 2007). La negociación, en este caso, pasaba por el sostenimiento silencioso de una verdad fundada en la experiencia del criar y en las conexiones con la suerte. Se trataba así de un gesto por demás típico de muchas reuniones y asambleas huacheñas: el aplazamiento del consenso. Cuando la pastora callaba y aplazaba indefinidamente la respuesta, decidía así el futuro reproductivo (la vida) de una familia y de sus más de trescientos animales. Su silencio convocaba este futuro vital, lo dejaba como posibilidad. Pero también hacía otra cosa: al rechazar la matemática que solicitaba el veterinario, la pastora delegaba en el técnico la tarea de imaginar un número de animales para presentarlo ante el Estado. Sin comprometer su modo de vida, intentaba conectarse productivamente con la posibilidad de tener vacunas. La “delegación” es el modo que elegimos aquí para nombrar a la práctica que supone confiar la conducción de ciertos procesos (aquellos que implican riesgos para la autonomía familiar) a aliados, eventuales o no, del conflicto en curso.

En principio, el silencio de la pastora frente al técnico parece oponerse a las asambleas coloradeñas que resisten acaloradamente los embates del Estado y de las empresas mineras. Como mencionamos para el caso huacheño, la intensa organización coloradeña también despliega una serie de gestos cuando se presenta ante otros, mediante los cuales insiste en cuidar las condiciones mínimas de su autonomía. Solo que aquí, estos conflictos dificultan la opción por el silencio pues tornan inevitable la alianza con otras fuerzas. La delegación se hace entonces más explícita y cumple una función importante cuando para ser escuchados el Estado exige a las comunidades consensos ‘unánimes’, además de argumentos legales y evidencias científicas (Li 2017: 281).

La dificultad de satisfacer estas demandas (que implicaría acuerdos difíciles de lograr entre las familias), ha llevado a los coloradeños a asociarse con distintos grupos, organizaciones y personas. El Parador es un gran espacio de socialización y gracias a su visibilidad constituye un puente de contacto con personas y colectivos externos: turistas, pero también diferentes organizaciones y ONG, artistas y realizadores, llegan con el propósito de ofrecer su ayuda en la lucha contra el litio, a través de distintos proyectos. Ellos, junto a abogados, militantes y hasta representantes de empresas han tenido, en diferentes momentos, la tarea de elaborar documentación legal, científica, documental -y hasta espiritual-, que han ayudado a hacer emerger la imagen de una comunidad unida, consciente y con pruebas que justifican sus reclamos. Sin embargo, Salinas Grandes también convoca a marcas de ropa y eventos deportivos que buscan contar con el salar como escenario para sus publicidades. Para los coloradeños estas propuestas también son importantes, porque pueden contribuir a producir una imagen beneficiosa de la comunidad, además de reactualizar una relación buscada con los otros con respecto al territorio -una que desde la mirada local los reconozca como dueños12.

Estos requerimientos y asociaciones son comunes a muchas comunidades aborígenes y responden a la actualización de la “cuestión indígena” en la agenda pública y a los nuevos marcos legales implementados desde la década del 90 (Bebbintong 2009; Cowan Ros y Nussbaumer 2013; Pragier 2019; Weinberg 2019). La capacidad de delegar a otros la tarea de producir documentos, imágenes y evidencias permite a los coloradeños y las coloradeñas adecuar su presencia a un mundo (principalmente encarnado en la figura del Estado, pero que lo excede) que, entre otras cosas, exige una cultura ancestral, unidad comunitaria y consensos unánimes. No obstante, la delegación tiene sus límites allí donde comienza a competir con las deseadas autonomías familiares.

En una ocasión, esto se manifestó de forma particularmente explícita: el gobierno provincial había anunciado el tratamiento de un proyecto de ley para expropiar una parcela familiar, ubicada dentro de la jurisdicción de la comunidad de Colorados, con el objetivo de construir un centro de interpretación turística. Además de la posible competencia con el Parador existía la sospecha de que se trataba de un intento por ingresar en territorio comunitario y facilitar la avanzada extractivista. Los coloradeños se enteraron de esto escuchando la radio y no hubo tiempo de hacer una reunión extraordinaria para definir las medidas a tomar. En la vorágine de conseguir información y buscar opciones, con asesoramiento de su abogada y junto con la familia afectada, el comunero y algunas autoridades de la comisión organizadora escribieron dos cartas para exigir al gobierno que detuvieran de inmediato el tratamiento del proyecto por haber incumplido el derecho al consentimiento libre e informado. A los pocos días, en una asamblea comunitaria, la Comisión informó de estas medidas al resto de las familias, disculpándose de antemano por las urgencias del caso. Inicialmente, desde nuestra perspectiva (pues también estábamos en la reunión) la decisión había sido correcta (apresurada, pero correcta); desde el punto de vista local, en cambio, desató una intensa discusión que denunciaba a la Comisión por haber pasado por encima de la asamblea. Todos reclamaron la falta de una reunión extraordinaria donde cada miembro pudiera opinar. Nadie dudaba de que se había hecho lo necesario, pero coincidían en que la forma había sido incorrecta; y eso eliminaba cualquier posibilidad de valoración retrospectiva del asunto. La delegación asumida por la Comisión había ido muy lejos. La discusión se alargó por varias horas y devino en un conflicto entre varias familias por desacuerdos en los límites parcelarios del área en cuestión: una ronda de oradores opinó sobre el asunto, cuidando de dar lugar y no cuestionar los reclamos de las familias en disputa. Finalmente, al único acuerdo al que se llegó ese día fue que nunca más la comisión podría tomar una decisión por si sola.

Estas dinámicas sugieren que incluso un aparente gran conflicto (¡el Estado abriéndose paso en el territorio!) no puede tratarse o resolverse si no están dadas las condiciones que aseguren la posibilidad de existencia de perspectivas singularizadas. Observando comparativamente este ejemplo con aquél protagonizado por la pastora, podríamos sugerir que el silencio y la delegación son parte de un mismo movimiento, parte de un repertorio común utilizado en las negociaciones y disputas entre familias, pero también en la relación con otros. Lo que parece una diferencia de escala, entre problemas “mayores” y “menores”, “urgentes” “no tan urgentes”, es en realidad un cuidado sostenido de las autonomías familiares. Ninguno de estos movimientos, además, puede describirse como completamente estratégico, que teatraliza o exagera los modos comunitarios para encajar en algún molde predeterminado. En todo caso, son las fuerzas que localmente modulan las exigencias externas que imaginan un tipo de comunidad y su funcionamiento.

En una asamblea, todos son conscientes de estas exigencias. Sin embargo, existen diferencias importante en las formas de abordarlas: los modos técnicos y universitarios de lidiar con esas exigencias en las asambleas incluyen, como una parte constitutiva de sí, la necesidad (la demanda) de que el resto de los colectivos se plieguen a sus modos de acción mediante las herramientas de la negociación y el consenso. Y ese gesto de englobamiento no resuena con las formas indígenas de pensar el consenso. Localmente, la posibilidad de acuerdos y colaboraciones precisa que estos intentos de englobamientos sean suspendidos (como cuando el técnico acepta el silencio de la pastora). De otro modo, no existirán conexiones productivas ni siquiera cuando el peligro es grande e inminente (como cuando la comisión pasó por encima a las familias). Pues no importa si las propuestas veterinarias sean realmente una posibilidad de lograr menor mortandad de animales o si las propuestas de abogados permiten realmente defenderse mejor de los embates extractivistas y de la minería del litio. Nada de eso importa si es que lo hacen mediante un gesto de englobamiento, que impide la expresión de puntos de vista singulares sobre las cosas, y se presenta descarnado de aquello que permite el consenso en términos locales: la experiencia.

Singularidades familiares

Nos debemos unas palabras para terminar de comentar aquello que definimos hasta aquí como autonomías familiares. En nuestro último ejemplo, mostramos cómo la defensa de estas singularidades terminaba por ser tan o más importante que el peligro que suponía la expropiación del terreno para la comunidad entera. Algo similar sucedía cuando se cae un proyecto de desarrollo: las personas preferían abandonar las gestiones antes que ceder a la necesidad de reunirse en asamblea, con parientes o técnicos con quienes no se llevan bien o con cuyos modos no acuerdan. Desde el punto de vista de las decisiones estratégicas que pretenden llevar adelante técnicos y militantes, nada de esto parece muy apropiado: todos ellos insisten en que es conveniente ponerse de acuerdo para ganar fuerza representativa, abandonar las pequeñas diferencias, dejar lo ‘secundario’ para después, actuar rápido. Desde el punto de vista de las familias, en cambio, ninguna diferencia es pequeña y ningún detalle es menor. Las cosas se ponen por igual sobre la mesa de discusión, todas con el mismo tamaño; si alguno de los presentes no acepta esa condición, la reunión sencillamente se acaba. Podríamos decir que las singuralidades familiares son, en cierto punto, irreductibles.

También señalamos que era importante detenerse en las experiencias de las familias y en sus formas de vincularse con el territorio. Las disputas parcelarias, las reflexiones acerca de cómo criar animales o las opiniones sobre las diferentes formas de dar de comer a Pachamama dependen de puntos de vista anclados en la experiencia de ser dueños de la tierra. Y ello apunta a la dimensión fundamental del trabajo y del esfuerzo. Dueño no significa, necesariamente, ‘propietario’. Uno es dueño de aquello que trabaja y que por eso se vuelve productivo, fértil. Esa es la experiencia del criador, la que permite una particular relación con los vecinos, pero también con los animales, plantas y agua, con los seres no humanos y con la renovación de la vida. Las autonomías habitan esta red vital, siempre en crecimiento y que supone relaciones que deben hacerse constantemente (antes que completamente).

Las familias, así, conectan voluntades, fuerzas, deseos y experiencias que permiten que sus diferentes miembros actúen coordinados (al menos, temporalmente) para la toma, sostenimiento y defensa de decisiones a la vez colectivas y singulares. Cuando una persona asiste a una asamblea en nombre de su familia, todas las personas por las que habla también están ahí, se hacen presentes en un sentido casi literal. Algo similar sucede cuando una pastora defiende a ‘su’ suerte; lo que hace con ese gesto es convocar a todos los demás y a sus deseos de autonomía, que son también, parcialmente, los de ella (sobre problemas similares de escala, ver Strathern 1995; Blaser y de la Cadena 2017). Así, cuando describíamos los contextos de asamblea, la diferencia que intentamos perfilar era la siguiente: mientras los modos externos de agenciamiento se piensan a sí mismos como englobantes (pues incitan a que otras relaciones y puntos de vista se subordinen a sus principios; los del consenso, por ejemplo), los modos familiares se piensan a sí mismos como no englobantes. Es decir: defienden la divergencia de puntos de vista que encarnan, sin incitar a que otros se incluyan como parte de sus premisas. Esta “pragmática vital” (Gago 2014) nos invita a pensar en deseos y necesidades singulares que no se definen por estar supeditadas a ningún bien único y “común” (Miranda Pérez 2018). Lo colectivo o comunitario no define el horizonte que moviliza estos movimientos organizativos; lo colectivo es el modo en que se trabaja con otros para constituir autonomías singulares, es el modo en que se defiende y se asegura la existencia de lo “no-común” (Blaser y de la Cadena 2017).

La posibilidad de una articulación productiva entre diferentes agenciamientos, entonces, es posible siempre que se asuma y se habite la “equivocación” en juego (Viveiros de Castro 2004): es decir, que la divergencia de los puntos de vista involucrados en un conflicto es de carácter ontológico y no puede reducirse a una diferencia cultural capaz de ser diluída (por el consenso, por ejemplo; De la Cadena 2010; Medrano y Dabiezes 2018). Es decir, aquello que desde algunas miradas puede ser visto como un “conflicto medioambiental” frente al cual es necesario una posición unánime, desde otras miradas puede estar siendo vivido como un doble ataque a las singularidades familiares: de parte del proyecto minero, primero, y de parte de las estrategias de defensa de tipo englobante, después. Lo que intentamos decir a lo largo de todo este texto es que hablar de singularidades familiares es otra forma de decir vida, existencia. Cualquier ataque o peligro a ellas será vivido, entonces, como una arremetida contra lo vitalidad de esas relaciones.

Conflictos vitales: algunas ideas finales

Como decíamos al inicio de este artículo, en los últimos años muchos trabajos analizaron las formas en que pueblos y comunidades indígenas se organizan para la defensa de su territorio y recursos frente a la avanzada neoextractivista. Dentro de estas discusiones, cobraron relevancia aquellas dedicadas a las articulaciones entre comunidades indígenas con saberes expertos, prácticas políticas hegemónicas, militantes medioambientales, sociedad civil. La transversalidad que se aprecia en muchos casos permite sugerir la emergencia de causas “comunes” que pueden englobar y alinear reclamos de diferentes orígenes. Varios de estos trabajos también muestran, no obstante, los frecuentes equívocos entre los conceptos sobre lo que es un “colectivo”, lo “común” y las pragmáticas organizativas que de ellos se desdoblan (Arnold y Spedding 2005; Arnold 2008; Gandarillas et al 1994; ver también, Quirós 2018; para las tierras altas jujeñas, ver Cowan Ros y Nussbaumer 2013; Espósito 2017; Weinberg 2019). Otros trabajos, sobre los que especialmente nos inspiramos aquí, insisten en rastrear los “excesos” que la organización indígena representa para los modos hegemónicos de pensar la política. Apuntan a destacar aquellas relaciones que han sido apartadas de los modos de hacer política tradicional (la religión, los seres no humanos, el parentesco familiar), y que el mundo indígena insiste en traer del fondo a la figura (Blaser 2013; Blaser y De la Cadena 2017; De la Cadena 2010; Li 2017; Medrano y Dabiezes 2018; Tsing 2005)13. Estos autores manifiestan la necesidad de encarar estos asuntos desde una perspectiva “cosmopolítica” (Stengers 2005a) que, entre otras cosas, permita pensar junto a nuestros interlocutores indígenas, abandonando las perspectivas totalizadores y englobantes como horizontes explicativos (ver también Goldman 2006).

Aunque sería imposible trabajar aquí la profundidad de las discusiones citadas, sí podemos retomar tres conjuntos de reflexiones etnográficas que resuenan con ellas. En primer lugar, nuestros ejemplos nos muestran que en las tierras altas de Jujuy parte de las discusiones sobre conflictos medioambientales son traducidas localmente como conflictos de autonomías familiares, que incluyen sólo parcialmente la imagen de 'una' comunidad y la defensa explícita de 'un' bien común genérico (tierra, agua). En todo caso, si existe algo “común” en las reuniones indígenas es la necesidad de mantener vivas las perspectivas “no comunes” sobre las cosas. Como se encuentra ampliamente discutido por la literatura, las nociones modernas y no modernas de “naturaleza” nunca coinciden plenamente (Latour 1992; Blaser 2013), y sería inútil también para este caso imaginar que un punto de vista indígena separe la idea de “ambiente” o “naturaleza” de la propia idea de familia. Si vivir en familia supone una experiencia ganada a través de la coexistencia con el resto de los seres del mundo, un conflicto medioambiental debe ser pensado, al menos en parte, como un conflicto familiar y como un conflicto vital.

Esto nos lleva al segundo punto. Si la resonancia entre ambos conjuntos de relaciones es tal, eso también supone que la diferencia entre escalas (problemas mayores y menores) tampoco puede ser asumida tan rápidamente. Si algo nos enseñaron las personas con las que trabajamos es que una posición singular nunca es menor que una colectiva y ninguna puede reemplazar ni representar a la otra. Cualquiera de esas cuentas matemáticas se inscribe en una ontología del número y del individuo que se conecta sólo parcialmente con las vidas indígenas. Debemos, entonces, convocar otras matemáticas que permitan que la opinión de una pastora pueda convocar en su gesto a todas las posiciones, sin englobarlas (ver Wagner 1974). En principio, esta resonancia entre escalas podría sugerir que las posiciones singulares y colectivas, en tanto teoría y gestos no englobantes sobre la vida, son variaciones de la misma cosa. Y que el silencio de la pastora es una forma de lo político, o una etnopolítica. Podríamos sugerir también que vacunar sin cuidado a los animales y expropiar un territorio para la exploración de litio son variaciones del mismo frente, que desde hace siglos se ocupa de avasallar las formas de vida indígenas. Es posible describir todo eso así, pero tal vez todavía sea etnográficamente insuficiente. Quizás todavía estamos en el terreno de lo conocido y debamos resistir a la idea de establecer un catálogo de lo político (en sus formas política y política, por ejemplo), como si fueran diferentes versiones de una misma cosa, ubicadas a mayor o menor distancia de un término más general. Es decir, antes que apurarnos a reconocer una etnopolítica, deberíamos apostar por la fuerza de una “cosmopolítica”.

Así, aunque el silencio de la pastora pueda ser descripto como un gesto político eso no significa que sea solamente la versión en miniatura de una asamblea; y aunque un técnico desee contar animales para vacunar eso tampoco supone que se encuentre actuando de la misma forma que un proyecto minero. Aunque todas estas relaciones están conectadas porque afectan (al menos, potencialmente) a las relaciones vitales que hacen existir a las familias, no podrían ser simplemente (ni completamente) englobadas bajo formas más amplias y generales como la “política” o los “conflictos medioambientales”. Sencillamente, porque las experiencias familiares a las que refieren estas relaciones no se piensan a sí mismas bajo esas premisas. La resonancia entre escalas tampoco supone apelar a una lógica indígena que resuelve por igual todas las cosas, atendiendo a un par de principios. La única continuidad a la que podría apuntarse es que todas estas situaciones expresan “conflictos vitales”, que obligan a las familias a defender la singularidad de sus posiciones. Conflictos vitales que despiertan una necesidad común por defender lo no común; la resonancia entre escalas apunta, así, a un principio no general, no totalizante.

En tercer lugar, finalmente, tal vez sea necesario revisar una vez más la noción de naturaleza que subyace a la de conflicto medioambiental, tal como aparece en los escenarios que presenciamos. En general, es el ambiente, en un sentido objetivo, el que define el tipo y la escala del conflicto. Incluso cuando es descripto como un espacio constituido por personas, el ambiente siempre existe en un sentido englobante; como un objeto de escala mayor del cual los individuos dependen para existir. Es la naturaleza, como una verdad “moderna” (Latour 1992), la que ubica el silencio de la pastora como un mero conflicto, sin adjetivar, y las reuniones de Colorados como parte de un conflicto propiamente medioambiental. Las propuestas de la “ecología de las prácticas” de Stengers (y de la “ecosofía” de Félix Guattari (2000:16; 2012:27), sobre las que nos inspiramos desde el inicio, invitan, en cambio, a suspender estas posiciones ontológicas y a pensar en una ecología de las ideas y de las relaciones. Desde estas perspectivas, ideas y relaciones son seres con derecho propio a la existencia, y, por tanto, vinculados vitalmente a sus propios “medios” (Stengers 2005b). Pero, ¿cuál es el “medio” de una idea o de una relación? Quizás, cuando la pastora se negaba a contar a sus animales, lo que hacía era defender el “medio” que hace posible una relación de fertilidad, tan indispensable para concebir la existencia como lo son Salinas Grandes para los coloradeños. En todo caso, nuestra intención es proponer (en el sentido de proposición, Stengers 2005a) la idea de “conflicto vital”, como una vía para describir el modo en que nuestros interlocutores entienden la conexión parcial de las fuerzas, intereses y deseos que pueden hacerse presentes en cualquier interacción. Al mismo tiempo, es una forma de convocar en la descripción a las diferentes posiciones, enfatizando sus diferencias constitutivas, delineando los distintos medios, ideas y relaciones que se encuentran en peligro y subrayando la posibilidad de modos no englobantes de fabricar relaciones.

La “ecología de las prácticas”, así, está para nosotros a medio camino entre una herramienta de descripción de las relaciones y una disposición metodológica a la hora de hacer etnografía. Sobre el primer aspecto, hemos discurrido bastante ya: las relaciones coexisten, se acompañan, y las autonomías se logran mediante una serie de conexiones vitales, todas de importancia, que no distingue escalas y respiran a través de todos sus nodos. Cualquier ataque a esta red será vivido, en cualquiera de sus puntos, como un ataque a la ecología que la hace posible; pero ninguna respuesta será igual a otra y ningún ataque será vivido de la misma forma. El segundo aspecto, puede ser abordada desde una reflexión de Wagner sobre su trabajo con los Daribi (1974). Parafraseando un poco, el autor aseguraba que cualquier definición estándar con la cual intentáramos definir las formas sociales indígenas (o su falta) sería insuficiente, “al menos hasta que hayamos aprendido más de esas personas” (1974:106). Aquí se refiere, claro, a una máxima básica de cualquier ciencia social de base empírica, según la cual no es conveniente hablar de lo que no se conoce. Difícilmente alguien dudaría de esto. Pero además, el autor apuntaba a una segunda cuestión: aprender más de las personas es también aprender qué significa ser y existir como persona en cada contexto, asumiendo las diferencias metafísicas en las formas de relación con el mundo.

La ecología de prácticas como disposición metodológica nos sugiere, en este sentido, pensar a las ideas en su “medio”; esto no apunta sólo su “contexto” (cultural, histórico) sino, fundamentalmente, al resto de las fuerzas y seres a través de las cuales ganan existencia. Esto debería ayudarnos a encontrar alternativas para conectarnos con esas ideas, sin la necesidad de tener que someterlas a operaciones de conocimiento que sólo nos interesen a nosotros. Salirse de este esquema es lo que Stengers llamaría operar en “clave menor”, descentrando los espacios de poder (en este caso, político-científicos) y separando las ideas de “Verdad” y “Libertad” (Stengers 2005b; ver también Tsing 2005). En nuestro trabajo de campo nos vimos confrontados más de una vez frente a estos supuestos, cuando en alguna asamblea algún académico (a veces, ¡nosotros!) ofrecía su ayuda afirmando que un individuo que “sabe” es más libre que aquél que no. El problema planteado por la autora, claro, es que este “saber” está asociado a formas hegemónicas de conocimiento, sobre las cuales se funda el poder de la denuncia, la crítica y la deconstrucción de todo aquello que no coincida con (o se niegue a reconocer) la fuerza indiscutida del conocimiento científico y, podríamos agregar, de la Política con mayúscula (Latour 1992; De la Cadena 2010). Creemos que el desafío es experimentar con formas no englobantes de relación y conocimiento, que nos permitan conectarnos productivamente con los modos indígenas de organización. La idea provisoria de “conflicto vital” que sugerimos arriba (e implícitamente en todo el texto), tal vez sea una llave más simétrica para repensar las relaciones con las que nos encontramos en campo.

Las urgencias de nuestro tiempo nos fuerzan a actuar rápido. Pero nuestros interlocutores nos muestran que, hasta en los momentos más peligrosos, es necesario parar para pensar. Y como enseñaba aquella pastora, a veces un silencio en el momento adecuado hace mucho más de lo que pensamos.

Material suplementario
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Notas
Notas
1 El trabajo de campo en Huachichocana es conducido por F. Pazzarelli (en colaboración y articulación constante con V. Lema), inició en 2011 y continúa hasta la actualidad, contando con una etnografía de más de 12 meses y una gran cantidad de visitas eventuales. El trabajo en Colorados es llevado adelante por J.M. Miranda Pérez, inició en 2017 y continúa hasta la actualidad como parte de su proyecto doctoral, contando hasta el momento con 9 meses de estancias etnográficas continuadas.
2 Esta diferencia es absolutamente contextual y a estas posibilidades se suman los talleres y cursos, generalmente propuestos por personas ajenas a las comunidades: técnicos, profesores, antropólogos. Sobra decir que nuestro trabajo etnográfico no se limitaba a ninguno de estos eventos, y los aprendizajes y reflexiones más interesantes son generalmente aquellos que recuperamos luego de las asambleas; cuando volvemos todos juntos a casa o cuando recordamos y comentamos las discusiones mientras hacemos alguna tarea rural.
3 En este texto recuperamos una definición local de familia que, en principio, describe a un conjunto de personas relacionadas entre sí (mediante lazos de consanguinidad y afinidad) que ocupan una casa y un conjunto de puestos estacionales, constituyendo una unidad doméstica con autonomía productiva. En consonancia con otras regiones andinas (ver Mayer 2004), una familia puede estar conformada por los padres y sus hijos, pero también por sus yernos, nueras y nietos que todavía no constituyeron un hogar propio; todos son una familia mientras vivan en una misma casa y dependan de los mismos recursos; esto supone, entre otras cosas, que su opinión, o voto, en la asamblea también es una (ver discusión en este trabajo). Esta forma de presentar a la familia puede variar dependiendo el contexto: frente a algunos proyectos o subsidios del estado, por ejemplo, cada madre se presentará como jefa de una familia, aunque en términos locales sea aún parte de la familia que comandan sus padres.
4 En los últimos años, esa frecuencia disminuyó todavía más, e incluso cuando existe alguna reunión proyectada no tienen demasiada convocatoria. Las razones de esto (entre ellas, la escasez de proyectos interesantes desde el punto de vista de las comunidades, durante los últimos años del macrismo) deberían ser analizadas en otro espacio.
5 Aunque algunos de sus miembros (nacidos allí, pero que ya no viven en el territorio) puedan formar parte de estos movimientos, lo hacen como consecuencia de otras redes, de amistad y militancia, que no emanan como mandatos de los espacios asamblearios huacheños.
6 Entre estos conflictos destaca el mantenido durante enero y febrero de 2019 con las empresas Luis Losi S.A., Ekeko S.A y A.I.S. Resources (apoyadas por el gobierno provincial), que intentaban iniciar exploraciones no consentidas para la extracción de litio dentro del territorio de tres comunidades aborígenes, entre ellas San Miguel de Colorados. El conflicto, con gran repercusión mediática llevó a distintas comunidades de Salinas Grandes y de la Cuenca de la Laguna de Guayatayoc a declararse en asamblea permanente y bloquear la Ruta Nacional n° 52 por varios días. Ver: http://museoantropologia.unc.edu.ar/2019/02/22/sal-y-litio-alerta-ante-el-negocio-del-extractivismos-en-salinas-grandes/
7 Sobre los desencuentros entre comunidades andinas y “proyectos de desarrollo”, el texto de Gandarillas Antezana y colaboradores (1994), sigue siendo una referencia ineludible, que enfatiza la imposibilidad de reducir una diferencia entre mundos a una simple “falta de comprensión” o a una diferencia moral o cultural (ver también Arnold 2008; Medrano y Dabiezes 2018; Pazzarelli 2016). Ver también el análisis de la figura del “indio proyecto”, para el caso mapuche (Ramos 2016:1800).
8 Como ha analizado Fabiana Li (2017), el “agua” se ha convertido en una fuerza movilizadora contra los emprendimientos extractivistas. El enunciado “agua y vida” permite la emergencia de un espacio discursivo donde distintos colectivos rurales y urbanos logran confluir y organizarse en función de un aparente interés en común. Sin embargo, como advierte la autora y desarrollamos en este texto, la eficacia de este enunciado para articular diferentes grupos e intereses no puede desvincularse de la hegemonía de un punto de vista cientificista como criterio de verdad (ver también Blaser 2009; Blaser y De la Cadena 2017; De la Cadena 2010).
9 Relaciones similares a las que presenta este trabajo, que involucran autonomías familiares en tensión con la necesidad de trabajos colectivos, así como las discusiones intra e inter familiares, como parte de una compleja red de influencias sobre los asuntos de la vida comunitaria y la de toma decisiones asamblearias, tiene un registro de larga data en la antropología andina (ver, por ejemplo, los trabajos de Mayer (2004), Allen (2008), De la Cadena (1986) sobre los Andes peruanos). Allen (2008:144) nos advierte, además, sobre la necesidad de no pensar a las asambleas como dispositivos definitorios de decisión, sino como espacios donde distintas corrientes y posturas, formadas y tomadas mayormente en las casas, se encuentran, negocian y articulan públicamente.
10 En buena parte de los cerros y altiplano de Jujuy suele afirmarse que todo debe su existencia a Pachamama, que es una sola, y cuya expresión más visible sería la tierra que se extiende por debajo de todos los que pisan el mundo. En este sentido y dependiendo de la ocasión, un cerro entero puede ser referido como Pachamama, a veces una quebrada, otras veces sólo una piedra del camino; todos los animales, criados y salvajes, tienen algún tipo de relación con las potencias de Pachamama y lo mismo podría decirse de las plantas. De una buena relación con Pachamama depende la renovación de los ciclos vitales, la fertilidad de los productos, el buen caminar de los negocios y proyectos, la salud y la suerte.
11 Las tres comunidades son: Santuario de Tres Pozos, Pozo Colorado y San Miguel de Colorados; de esta última nos ocupamos en el texto. Las relaciones tejidas entre ellas se caracterizan por un vaivén de proyectos comunes, separaciones y reencuentros, que deberían ser abordadas en otro texto. De hecho, al momento de comenzar el trabajo de campo en 2017 solo dos comunidades estaban trabajando en el Parador; sin embargo, para octubre de 2019 habían arreglado sus diferencias y vuelto trabajar en conjunto.
12 Esto no impide la posibilidad de negociaciones y decididamente no excluye eventuales compensaciones monetarias (como sucede actualmente con algunas empresas privadas de extracción mecanizada de sal emplazadas en las salinas).
13 En diálogo con De la Cadena (2010), y su análisis de la perspectiva indígena andina en relación a los “conflictos ambientales”, llamamos “excesos” aquí a las prácticas locales que la política moderna no puede pensar como tales, sin un aplanamiento previo de la diferencia que suponen. Por ejemplo, la proposición de que los cerros son personas no humanas, debe ser vaciada de su diferencia ontológica y traducida como una “creencia” para entonces ser discutida políticamente como un rasgo particular de una “cultura”. La definición de “cosmopolítica” de Stengers (2005a) es, entre otras cosas, una invitación a pensar estas proposiciones desafiantes suspendiendo los mecanismos de aplanamiento ontológico.
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