Espacio abierto
El conflicto barrial por desposesión, por identidad y por los comunes. Modelo analítico con perspectiva de género
The neighborhood conflict by dispossession, by identity and by the commons. Analytical model with gender perspective
El conflicto barrial por desposesión, por identidad y por los comunes. Modelo analítico con perspectiva de género
QUID 16. Revista del Área de Estudios Urbanos, núm. 19, 2023
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 14 Agosto 2021
Aprobación: 21 Marzo 2022
Resumen: En el barrio se expresan y están imbricados distintos modelos culturales y sistemas de ordenamiento de las relaciones. La vida barrial es una producción colectiva y representa un espacio de conflicto con efectos importantes en la vida comunitaria. En este artículo, se buscó responder a la cuestión ¿cuáles son los tipos de conflicto barrial destacados en la teoría sociourbana y qué relación tienen con el sistema patriarcal teorizado por el feminismo? A partir de una revisión de coordenadas teóricas que van desde el conflicto bajo una perspectiva crítica hasta el estudio de la identidad desde una perspectiva social y relacional, pasando por la teoría feminista socialista y poscolonial, así como por el análisis de los comunes, se concluyó con un modelo tipológico para el análisis del conflicto barrial. El modelo incluye tres dimensiones interrelacionadas del conflicto: por desposesión, por identidad y por los comunes. Se plantea al género como dimensión transversal en tanto construcción social y se argumenta su carácter vertebral y profundamente incorporado en la dinámica de las relaciones barriales y sociales. Este modelo tiene el potencial de posibilitar distintos análisis del conflicto barrial, complejos y sensibles a la expresión de las identidades en cuanto construcciones sociales enmarcadas en un sistema de ordenamiento y jerarquización de las relaciones.
Palabras clave: conflictos urbanos, espacio urbano, perspectiva de género, relaciones comunitarias.
Abstract: Different cultural models and systems of ordering relationships are embedded in it. Neighborhood life is a collective production and represents a space of conflict with important effects on community life. This article seeks to answer the question: What are the types of neighborhood conflict highlighted in socio-urban theory and what relationship do they have with the patriarchal system theorized by feminism? Based on a review of theoretical coordinates that go from a critical perspective on conflict to the study of the identity from a social and relational perspective, passing through socialist and postcolonial feminist theory and the analysis of the commons, I conclude with a typological model for the analysis of neighborhood conflict. The model includes 3 interrelated dimensions: the conflict over dispossession, conflict over identity, and conflict over the commons. Gender is considered as a transversal dimension, arguing its vertebral and deeply incorporated nature in the dynamics of neighborhood and social relations. This model has the potential to enable complex analysis of neighborhood conflict that is sensitive to the expression of identities as social constructions framed in a system of organization and hierarchy of relationships.
Keywords: community relationships, gender perspective, urban conflicts, urban space.
1. Introducción1
El barrio representa un sistema relacional cotidiano y no, necesariamente, elegido. Como todo sistema relacional está afectado por patrones socioculturales, en cierto grado compartidos, y, en otro, diferenciados en las distintas sociedades. La pluralidad al interior del sistema barrial y las características de este al reproducir las cualidades de un sistema social mayor (o de más de uno) puede devenir en conflicto barrial.
Se ha teorizado el conflicto socio urbano en términos de la lucha de clases y las desigualdades en el poder económico de los distintos actores (en masculino) del escenario urbano (Lefebvre, 2017, Harvey, 2019). Se ha analizado el barrio como práctica cultural que constriñe las libertades en términos de identidades o subjetividades (Mayol, 1999). Se puede observar la vida barrial como una producción común que requiere de trabajo, acuerdos y negociaciones, que implica relaciones comunitarias y trabajo de reproducción de la vida común, que no siempre es igualitario y justo y que representa una trama de interdependencia, un estar ensamblados de acuerdo a las estructuras sociales dadas (Gutiérrez, 2020).
Se sostiene aquí que el barrio encarna, también, un sistema patriarcal. Se ha planteado la existencia de un sistema de ordenamiento y jerarquización de las relaciones en base al género y a otras categorías como la raza-etnicidad y la clase que representan construcciones sociales basadas en prejuicios que justifican las desigualdades. Para Segato, ese sistema sexo-género, “representa la estructura política más arcaica y permanente de la humanidad […] que moldea la relación entre posiciones en toda configuración diferencial de prestigio y de poder” (2016: 18). En el sistema patriarcal, algunas corpo-subjetividades valen más que otras y en esa compleja jerarquización se encuentran ubicados, en la cima, los poseedores (sujetos masculinos, blancos, con poder político, económico, moral, etc.), mientras que, en la base, están los cuerpos históricamente vulnerados, feminizados, racializados, precarizados y oprimidos.
En este artículo, se busca entrelazar los planteamientos tradicionales respecto del conflicto barrial con la mirada feminista, principalmente, desde un enfoque teórico socialista, poscolonial y latinoamericano del feminismo. Dicho abordaje representa un lugar de cuestionamiento crítico de los roles de género sexistas reproducidos socialmente, entrelazados y potenciados por otras categorías como la raza y la clase (Hooks, 2020). Implica observar la imbricación entre el patriarcado, el colonialismo y el capitalismo, todo lo cual se traduce en los mandatos de género transmitidos en la familia heteropatriarcal y que son más que cuestiones meramente culturales o ideológicas (Gago, 2019), son cuestiones estructurales, profundas, construidas y reforzadas históricamente en las dinámicas relacionales y en las subjetividades. Involucra, también, una crítica a la modernidad capitalista con raíces coloniales que aplica una opresión mayor a los cuerpos feminizados al explotarlos y expropiar su trabajo productivo y reproductivo (Gargallo, 2009).
Se busca, en este trabajo, responder a la pregunta: ¿cuáles son los tipos de conflicto barrial destacados en la teoría socio urbana y qué papel juega, en ellos, el sistema patriarcal como estructurador de las relaciones? Se inicia con un breve recuento sobre el conflicto barrial en la teoría socio urbana, en la que se identifican sus actores y características. Se continúa con una revisión del conflicto clasista expresado en el barrio. Luego, se analiza el conflicto en el barrio relacionado con las formas, posibles o negadas, de expresión de la identidad partiendo de las ideas de Mayol (1999). Se continúa con una problematización del barrio desde las nociones de los comunes de Gutiérrez (2020) y Navarro (2016). De manera transversal, se va entreverando la perspectiva feminista en cada una de las lógicas del conflicto barrial. Se concluye con un ejercicio de esquematización del modelo analítico propuesto y con algunas ideas finales que discuten y abren la puerta a análisis posteriores.
2. El conflicto en el barrio
El barrio, en este análisis, se define como el sistema de relaciones y significados compartidos en el entorno próximo y cotidiano habitado, y atravesado por estructuras macrosociales.2 Es el espacio de las relaciones vecinales, espacio físico y social de dimensiones variables en función a las circunstancias de su valoración, pero siempre circundantes a la vivienda o al sitio habitado.3
Cada barrio tiene una historia particular a través de la cual se va desarrollando en el contexto de la urbanización de la sociedad.4 Los espacios comunes son sus arterias conectoras y las principales posibilitadores de la vida comunalizada. La experiencia de barrio, al igual que la experiencia de ciudad, está constituida por “vivencias concretas y envueltas en relaciones de poder” (Pérez y Gregorio, 2020: 7) que pueden tener múltiples manifestaciones como el conflicto. Este, representa una relación antagónica entre actores que buscan controlar un mismo bien o recurso que puede ser poder político, económico o cultural; en esa búsqueda suelen dañar los intereses del resto de los actores (Della Porta y Diani, 2011).
Los actores de la vida barrial constituyen, por lo menos, dos grupos: 1) quienes lo habitan: vecinas y vecinos o personas que trabajan o interactúan cotidianamente en él. 2) Quienes, aunque no lo habitan, tienen cierto poder de decisión sobre él. Principalmente, funcionarios del Estado cuya labor implica regular y administrar los recursos y espacios públicos, así como también, empresarios, sobre todo, del sector inmobiliario. Ambos grupos no son homogéneos: en su interior las experiencias son diversas y el acceso al poder está, en cierta medida, determinado por la clase social, el género y la orientación sexual, la edad, la diversidad étnica, cultural y religiosa, la diversidad funcional y el estado de salud, y la identidad nacional o el nomadismo, entre otros ejes de desigualdad (Rodó-Zárate, 2021).
Los intereses de los distintos actores pueden oponerse entre sí y derivar en conflictos en el contexto del barrio.5 El conflicto implica el mutuo reconocimiento entre las partes involucradas, además del “reconocimiento común de que el otro no tiene derecho a estar ahí” (Germain y Radice 2006: 122 en Perry, 2017: 171). Ese otro, normalmente está racializado, generizado y percibido como de menor valor en ese sistema jerarquizador de las corposubjetividades que llamamos patriarcado.
Se identifican, al menos, tres escalas del conflicto barrial vinculadas con sus actores, aunque no siempre su delimitación es clara: 1) La escala intrabarrial. Se manifiesta y gestiona entre vecinos o vecinas que comparten un espacio físico próximo (la cuadra, la manzana, la colonia o la unidad habitacional, etc.). Los actores involucrados son internos, es decir, cohabitan el barrio. 2) La escala extrabarrial. Implica un conflicto vivido entre habitantes y actores ajenos al barrio, es decir, funcionarios públicos, desarrolladores inmobiliarios, comerciantes y otros actores. 3) La escala interbarrial que se manifiesta cuando hay límites, en alguna medida, consensuados entre los barrios con historia y las identidades distintas y, en donde esa diferencia identitaria, juega un papel en el conflicto.
El conflicto barrial puede presentar distintas fases o manifestaciones asociadas al nivel de tolerancia o resistencia frente a este, así como a las condiciones de oportunidad para la acción. Se identifican, por lo menos, dos fases que pueden estar presentes de forma simultánea o precediendo la una a la otra: 1) el conflicto vivido como malestar individual o comunitario, temporal o permanente y 2) el conflicto experimentado como situación intolerable que motiva la acción organizada. En el último caso, puede dar pie a procesos de autonomía y liberación cuando es gestionado y resuelto. Cuando no, puede representar impedimentos al desarrollo y al bienestar individual o comunitario.
En tanto malestar individual, el conflicto barrial puede involucrar la aparición de prácticas de riesgo o de problemas de salud mental, observando ésta desde una perspectiva crítica. Los orígenes del malestar psicológico o de las enfermedades mentales del individuo y de sus procesos internos se relacionan de forma muy estrecha con el contexto macrosocial, sus sistemas de diferenciación y desigualdad y con relaciones de opresión y ejercicio del poder (De Vos, 2012 en Gough, McFadden y McDonald, 2013). Recientemente, se ha estudiado el vínculo entre los desahucios, en contextos como el español, y el aumento de la depresión o el suicidio (Daponte, Mateo y Vásquez-Vera, 2016; Equipo de Investigación en Desahucios y Salud, 2014; Observatorio DESC y PAH, 2014). Desde la psicología feminista se ha evidenciado el carácter social y sistémico del malestar psicológico, particularmente, de aquellas identidades corpo subjetivizadas en femenino o racializadas. En lo respectivo a la enfermedad mental, se ha puesto el énfasis en su raíz estructural y de opresión social de género (Gough, McFadden y McDonald, 2013).
Cuando el malestar experimentado por el conflicto barrial se comparte colectivamente o con algún sector de la comunidad, y se percibe la posibilidad de gestionarlo y trascenderlo, se pueden presentar procesos de desarrollo comunitario. Visualizar y gestionar el conflicto barrial desde las propias comunidades puede simbolizar un espacio de liberación cognitiva, de conciencia de la opresión o de disposición a la acción por el bienestar común. Puede representar un locus de la agencia social (Gravano, 2005). El conflicto puede inducir a la cooperación y a la formación de coaliciones en los barrios al experimentar un nosotros, aunque sea temporal (Perry, 2017). Las transformaciones sociales que contribuyen a formas de vida más justas o igualitarias, o, al menos, más plurales, devienen, en muchas ocasiones, de la superación de conflictos: “sin antagonismo social no habría transformaciones sociales o éstas ocurrirían en forma excesivamente lenta, lo que haría a la sociedad algo demasiado estático” (Dahrendorf, 1992; Coser, 2008: 29).
La vivencia social del barrio implica una experiencia de relaciones desiguales y jerárquicas: de clase, de género, generacionales, capacitistas, de origen étnico o raciales. Estos vínculos están conectados con un sistema social complejo, desigual y jerárquico; recordemos que la experiencia de barrio es un acotamiento de la experiencia de ciudad y que esta última constituye la experiencia de las relaciones sociales estructuradas en base al poder desigual. El conflicto barrial puede tener distintas capas susceptibles de ser analizadas. Cuando nos preguntamos por cada uno de los sectores o comunidades que encarnan los ejes de desigualdad y opresión, podemos encontrar relatos distintos en torno a un problema complejo que requieren de una explicación y un análisis tan plural como la pluralidad de esas experiencias. No obstante, una experiencia transversal en las dinámicas relacionales humanas, planteada desde el feminismo socialista, es la opresión de género.
La división sexual del trabajo en trabajo productivo masculinizado (para producir mercancías) y trabajo reproductivo feminizado (para producir seres humanos aptos para el trabajo productivo) se manifiesta en los distintos sistemas relacionales, desde la familia hasta la ciudadanía, pasando por la vecindad. La tarea de gobernar ha sido históricamente un trabajo atribuido a los sujetos masculinos, mientras que la labor de cuidar de los demás, ha sido un mandato de feminidad. La reproducción del barrio como espacio físico y social ha implicado una gran cantidad de trabajo que ha sido invisibilizado, llevado a cabo, sobre todo, por parte de los cuerpos feminizados. Son los cuerpos feminizados o devaluados en el sistema patriarcal los que realizan el trabajo barrial no pago ni reconocido: la producción y reproducción de la familia, la producción y reproducción de los lazos comunitarios, la limpieza de las viviendas y de las calles, la gestión de los servicios frente a una administración racista y sexista imperante, y muchos otros quehaceres relacionados con el cuidado de la vida y de las personas.
La disputa por el barrio, en cambio, ya sea en términos de poseerlo, de dirigir su destino o de posibilitar o no en él modos de estar o de usar, es una disputa patriarcal. Ha sido ejercida no por ese grupo que ha trabajado en su reproducción, sino por otras corpo subjetividades asociadas a formas de poder generizado y racializado. El espacio barrial como el espacio urbano es expresión y posibilitador de dichas dinámicas. El col.lectiu punt6 (2019) pone de manifiesto cómo desde el ámbito del diseño urbano se refuerza una división sexista del espacio que implica la reproducción de esos esquemas sociales sexistas por parte de los urbanistas y, a su vez, dificulta romper espacialmente con las dinámicas derivadas de esa lógica. Los procesos de urbanización, tanto en su modalidad popular como institucionalizada, surgen de esa división sexual del trabajo en la que los sujetos masculinos gobiernan y deciden sobre lo público, produciendo ciudad y reproduciendo, en ella, su visión del mundo social.
Si bien estas lógicas sexistas nos permiten visualizar formas diferenciadas de existir, el conflicto barrial representa un problema comunitario, en el que las dinámicas relacionales tienen múltiples expresiones, por ello resulta relevante: 1) entender a la comunidad barrial desde una mirada crítica, como un sistema de relaciones de ejercicio de poder desigual, injusto y opresor (Coimbra et. al., 2012), y 2) hacer un análisis crítico de la comunidad barrial estudiada considerando su contexto material, social, socio-económico, cultural, ideológico y discursivo, la forma en la que se ejerce el poder y los tipos de subordinación que provoca (Coimbra, et.al., 2012).
2.1 El conflicto clasista expresado en el barrio: el conflicto por amenaza de desposesión, expulsión o negación del barrio
El conflicto en el barrio ha sido estudiado como una expresión situada del conflicto social en su sentido amplio y universalista, como un enfrentamiento clasista. La perspectiva marxista del conflicto lo concibe como imperativo estructural con orígenes de tipo social o socioeconómico derivado del antagonismo entre clases sometidas que aspiran a dejar de serlo y clases dirigentes caracterizadas por su conservadurismo y hostilidad a la innovación (Lorenzo, 1995). La clase, aquí, se concibe como una construcción sociocultural que implica la disposición de sus integrantes a comportarse como tal, con conciencia de ello y adoptando intereses, experiencias, valores y tradiciones, siendo definible en términos de su relación con otras clases y con expresiones institucionales (Modonesi, 2010).
Existe cierta homogeneidad de clase en los barrios; la morfología de las ciudades se va configurando a partir de proyectos de clase. A lo largo de su desarrollo van enfrentando procesos que, muchas veces, implican disputas por el territorio, por el acceso a los servicios públicos o por la amenaza de expulsión de miembros de una clase para ser sustituida por los de otra. La imposición de formas específicas de consumo en el barrio, que atentan contra la sustentabilidad en todas sus dimensiones, puede representar otra manifestación del conflicto clasista. Para Lefebvre (2017) era evidente que se extendía a nivel global la miseria del hábitat relacionada con esas formas de consumo dirigido y burocratizado.
Harvey (2019) pone de relevancia el carácter clasista y conflictivo de la producción de ciudad y, por tanto, de los barrios que la configuran. Visibiliza un patrón común que se observa como precedente de las grandes crisis económicas: procesos de urbanización cuya finalidad es la absorción del excedente costeados por la deuda pública y la ciudadanía. La deuda es potenciada, mediante mecanismos financieros cada vez más sofisticados y globalizados, a niveles que, inevitablemente, derivan en una imposibilidad masiva de pago, afectando de forma sistemática y, sobre todo, a los sectores más vulnerados. En las últimas dos décadas, en las grandes ciudades del mundo se produjo un boom inmobiliario que devino en una crisis en el año 2008 y cuyas réplicas se manifiestan, inclusive, en la actualidad: generando desplazamientos hacia las periferias y desahucios y afectando, de manera acuciante, a afroamericanos y a mujeres pobres (Harvey, 2019).
A nivel global se está viviendo una forma de conflicto que implica el enfrentamiento entre habitantes y fuerzas externas del sector privado, muchas veces, vinculado con el sector público. Este conflicto, expresado en el barrio, deriva de una lógica global de reproducción del capital que, en última instancia, amenaza con expulsar o negar el acceso al barrio a los cuerpos feminizados, racializados, empobrecidos y estigmatizados de múltiples maneras.
En el caso de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (ZMCM) se han presentado, de forma intensiva, procesos de gentrificación, expulsión de las clases populares hacia las periferias, tensiones derivadas de procesos de urbanización popular y, recientemente, una crisis de desalojos que ha afectado a habitantes de diversos barrios. Las principales damnificadas son las mujeres, las comunidades indígenas, y las poblaciones en situación de pobreza.
Para Segato, estamos viviendo una época en la que hablar de desigualdad es insuficiente y resulta más relevante hablar de dueñidad o señorío. En ese sentido, plantea la existencia de un grupo muy reducido de propietarios dueños de la vida y la muerte en el planeta:
Son sujetos discrecionales y arbitrarios de un poder de magnitud nunca antes conocida, que vuelve ficcional todos los ideales de la democracia y de la república. El significado real de este señorío es que los dueños de la riqueza, por su poder de compra y la libertad de circulación offshore de sus ganancias, son inmunes a cualquier tentativa de control institucional de sus maniobras corporativas, que se revelan hoy desreguladas por completo […] en Latinoamérica se manifiesta bajo la forma de una administración mafializada y gangsteril de los negocios, la política y la justicia, pero esto de ninguna forma debe considerarse desvinculado de un orden global y geopolítico sobreimpuesto a nuestros asuntos internos. El crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y de la economía. (Segato, 2016: 98-99)
La dueñidad en el barrio, representaría un privilegio autoadjudicado de unos pocos habitantes o no, que constituye una amenaza diferenciada para la mayoría en función de las construcciones sociales vulneradoras de sus cuerpos y subjetividades. Desde la lógica de la dueñidad, nos explica Segato (2016), se nos presenta la práctica del barrido de los pueblos ancestrales de sus territorios a través de los cuales se detonan los procesos de gentrificación, blanqueamiento o expulsión de las comunidades arraigándose en los territorios de distinto grado y forma de urbanización. Estos autodenominados dueños ostentan poder político, económico, simbólico y son los reproductores y defensores más asiduos del sistema patriarcal.
Desde el feminismo socialista, de manera consonante, se ha teorizado que en la base del conflicto clasista existe un conflicto basado en la explotación de género en la que otras categorías se imbrican. Las mujeres representan una clase que se encuentra en una situación de subordinación respecto a la representada por los hombres. La opresión ejercida por ellos sobre las primeras implica su apropiación del trabajo no asalariado que involucra el trabajo de reproducción de seres humanos (que, además de implicar todas las labores de cuidados, incluye las de socialización, en la niñez, de valores acordes al sistema productivo del cual formarán parte en el futuro), representando, ello, una forma de explotación primaria (Federici, 2013, 2018a, 2018b). Arruzza, Bhattacharya y Fraser (2019) explican que las sociedades capitalistas encarnan importantes fuentes de opresión de género, las cuales estructuran las otras formas de opresión. El sexismo forma parte de sus mismas estructuras; un aspecto clave de las sociedades capitalistas fue el de separar la producción de seres humanos de la producción de beneficios, asignando la primera labor a la mujer y subordinándola a la segunda.
En los barrios de las distintas clases sociales hay una opresión interseccional que se vive como una tensión, producto del trabajo expropiado de los cuerpos feminizados y racializados para reproducir la vida en todos los ámbitos: familiar, vecinal comunitario, social. Los cuerpos feminizados son explotados en su cotidianidad por los cuerpos masculinos, pero, en estos, hay diferencias, pues un cuerpo masculino con poder económico o político puede ser el opresor de un cuerpo masculino empobrecido. Un cuerpo feminizado con privilegios asociados a la clase, la raza u otras categorías puede ser opresor de un cuerpo feminizado racializado y empobrecido. La mirada interseccional implica una sensibilidad analítica para observar la compleja interacción de los distintos ejes de desigualdad (Rodó-Zárate, 2021).
La explotación patriarcal en el barrio se puede tornar conflicto en la medida que se toma conciencia de este fenómeno. Los barrios representan espacios de esparcimiento y de apoyo a la crianza y desarrollo de la niñez, espacios de consumo de materias primas y de conectividad con los sitios de trabajo, educación, comercio y salud. Constituyen, además, espacios que mantener y gestionar a través del tiempo. Gran parte del trabajo requerido para la reproducción del barrio, si no es que todo, lo realizan los cuerpos feminizados y racializados en un esquema de explotación mandatado por el sistema patriarcal y disputado por quienes ostentan la dueñidad.
Pérez y Gregorio (2020) evidencian que Lefebvre y muchos otros teóricos, al hacer caso omiso de la cuestión de género, formularon teorías sesgadas que merecen la pena ser revisadas bajo una perspectiva de género. En el caso de Lefebvre con su obra “El derecho a la ciudad” (2017), si bien despliega un profundo análisis sobre la ciudad y lo urbano, muestra una visión de las mujeres característica de la perspectiva patriarcal (Bofill, 2013). Al revisar dicha obra se puede observar que las mujeres son invisibles en su explicación de la cuestión urbana o aparecen descritas, en pocas ocasiones, como individuos soñolientos esperando a sus maridos (p.119), como consumidoras sumisas al sistema (p.48) o confirmando su exclusión del ágora en las ciudades antiguas (p.64). Se niega, con ello, toda capacidad de agencia de las mujeres y de sus cuerpos feminizados y racializados, y se las invisibiliza de las históricas luchas por el territorio y por los recursos naturales de las cuales han sido protagonistas.
El conflicto estructural y subjetivado, con su correlato patriarcal, se expresa en las ciudades mediante una consistente e histórica fragmentación y segregación socioespacial de sus territorios que, a su vez, están claramente discriminados de forma sexista y racista. El conflicto clasista expresado en el barrio implica la amenaza de expulsión de las clases subordinadas por parte de las clases poseedoras.6
La amenaza de desposesión o la negación del derecho a la ciudad o al territorio, muchas veces, es enfrentada mediante la organización colectiva en múltiples escalas. Gravano (2005) explicita que, desde los 80, en Latinoamérica, se han ido desplegando importantes procesos de militancia política a nivel barrial, relacionados con el acceso a la vivienda. En el caso mexicano, se ha registrado una importante producción de ciudad mediante la organización social, lo que ha implicado una intensa actividad organizativa a nivel barrial traducida en acción colectiva de demanda del acceso a la vivienda y a los servicios públicos. También, se ha advertido una fuerza notoria frente a la amenaza por desposesión que significan los procesos de gentrificación o los desalojos forzosos extrajudiciales.
En el caso mexicano, se destaca el Movimiento Urbano Popular (MUP) que constituye una red de organizaciones a nivel nacional que, desde la década de los 60, ha manifestado una fuerza popular frente a un sistema injusto y desigual perpetrado por un poder político histórico ligado a la derecha (Bautista, 2015). Representa un caso paradigmático de organización frente a la negación del acceso a la vivienda, al barrio y a la vida comunitaria, como así también, frente a la amenaza por desposesión. El MUP contrarrestó importantes procesos de demanda y gestión de los servicios básicos en los barrios que estuvieron atravesados por tensiones y conflictos con las autoridades administrativas, figuras y organizaciones con prácticas de abuso. En años recientes la Organización ha enfrentado procesos de desalojo y de amenaza de expulsión en barrios de la ZMCM. Las mujeres han ejercido un papel protagónico, aunque poco reconocido. Espinosa (2000) observa la reproducción de roles, estereotipos y dinámicas sexistas de las relaciones de género. Massolo (1992) recalca cómo en las últimas dos décadas del siglo XX las mujeres se volvieron importantes gestoras sociales en sus barrios, a veces, vinculadas a movimientos sociales como el MUP. No obstante, la fortaleza ganada por ellas, predominaba una cultura del miedo ligada a lógicas patriarcales que, tanto en barrios periféricos como en centrales, incluían: el miedo a los liderazgos locales violentos, la extorsión policial, los posibles desplazamientos forzados, la intervención de instituciones y dependencias de gobierno, los derrumbes en predios muy afectados por los sismos y los planes de renovación urbana.
Las mujeres han representado un grupo importante de resistencia, una fuerza de movilización y acción notoria en las luchas barriales frente a la desposesión o negación, pero siguen sufriendo formas de invisibilización y explotación de género dentro de los mismos movimientos.
2.2 La identidad como locus del conflicto barrial
Perry (2017) explica que el conflicto en los barrios evidencia la expresión de prejuicios, estereotipos y normas culturales, en alguna medida, compartidas. En el contexto de la piscología social, la Teoría de la identidad Social (TIS) explica el conflicto desde una lógica de identidad grupal y sesgo endogrupal que implica tales cuestiones. Según la TIS estructuramos nuestro conocimiento del mundo a partir de categorías sociales, cada una de las cuales incluye una serie de cualidades compartidas en un grupo que configura la dimensión social de la identidad, en tanto nos asumimos o concebimos a los otros como pertenecientes a ciertos grupos. Las categorías sociales están relacionadas con la clase, la raza, el género, la etnicidad, la afinidad política, religiosa o sexual, la adscripción a ciertos colectivos o grupos defensores de alguna causa, etc. Dado que tendemos a la consecución de una identidad positiva ligada a la autoestima, mostramos un patrón evaluativo en el que favorecemos a los grupos a los que pertenecemos y desfavorecemos a los grupos a los que no. Hay un sesgo endogrupal que nos impide ser autocríticos con los grupos y comunidades con los cuales nos identificamos. Hay un sesgo exogrupal que potencia el prejuicio hacia aquellos grupos o individuos miembros de grupos que consideramos distintos o antagónicos al compararlos con el propio (Scandroglio et al., 2008; Morales et al., 2007). Dichos sesgos implican procesos cognitivos ligados a la autoestima, en los que, reconocer el propio papel como opresor o como oprimido resulta doloroso y se recurre a elaboraciones justificatorias.
Femenías afirma que: “La identidad es producto de la pertenencia a una comunidad en buena medida imaginaria. Es un tipo de vínculo que, en principio, se adquiere acríticamente y se conecta con patrones de conducta” (2020: 190), siendo esta la reproducción de un modelo impuesto socialmente y estructurado cognitivamente. Esta noción de identidad es coincidente con la de clase social planteada por Modonesi (2010) y, definitivamente, puede servir de herramienta explicativa en un sistema patriarcal dominado por una clase o identidad de patriarcas o dueños que subordinan, explotan y expropian a una gran diversidad de corposubjetividades, sobre todo, feminizadas. Pero la relación no es tan lineal, sino que existe toda una complejidad relacional entre las y los involucrados.
El barrio representa un campo relacional de identidades diversas que se manifiestan de forma constante y cambiante a la vez. Las relaciones sociales se coproducen mutuamente (Viveros, 2016) y, en tanto expresiones identitarias, dejan su impronta sobre las otras y se construyen de manera recíproca (Dorlin, 2009 en Viveros, 2016). La pluralidad de expresiones identitarias en los barrios representa un aspecto saludable y democratizador de la vida en ellos. No obstante, se observa que, en cierta medida, los conflictos en el barrio están vinculados con la intolerancia a la diferencia, a la presencia de lo otro, lo diferente a lo propio o a lo aprendido en el propio barrio.
Mayol (1999) pone de relieve a la vida cotidiana con sus distintas manifestaciones en tanto prácticas culturales. La vida en el barrio mereció su análisis en el que identificó dinámicas más o menos estables, claramente estereotipadas y diferenciadas en función al sexo e instaladas en su orden social implícito. Plantea la noción de la práctica cultural del barrio, que implica la adhesión de sus habitantes a un orden colectivo tácito, a una serie de signos sociales y códigos del lenguaje y al comportamiento, los que, al ser transgredidos, devienen en tensiones y conflictos. Otra noción que nos es de utilidad es la de conveniencia, actitud que implica la propia gestión del comportamiento con la finalidad de pasar desapercibidos, de encajar en el estereotipo vigente y de coexistir en este sistema en el que no es posible el anonimato, pero tampoco, la obligación a la intimidad en las relaciones (Mayol, 1999).
La vida de barrio puede conllevar tensiones constantes en la medida en que es más sólido y estereotipado su orden. Resulta relevante, además, observar los modos de lealtad a los líderes, la manifestación del respeto a la autoridad, la desconfianza hacia los extraños y los matices de tales comportamientos según las características de las y los implicados.
El conflicto identitario en el barrio implica una otredad intolerable, una identidad alterna negada, una tendencia a la homogeneidad y una imposibilidad de la coexistencia de la pluralidad desde el común acuerdo. Se suele vivir mediante experiencias individuales o grupales de discriminación o violencias diversas en la cotidianidad barrial, relacionadas con el encarnar categorías sociales o la manifestación de expresiones de identidades diferentes o antagónicas a ese acuerdo implícito, más o menos, consensuado o impuesto en el propio barrio por quienes encarnan alguna forma de poder. La práctica cultural del barrio representa una práctica patriarcal en la que la otredad es representada por las identidades disidentes. Cuando se acumulan o encarnan varias categorías ligadas a la disidencia o a la pluralidad, la vulneración se potencia y podemos hablar de un conflicto con características interseccionales.
Pérez y Gregorio (2020) revisan distintos trabajos etnográficos que exploran el miedo y la experiencia emocional del barrio y la ciudad desde una perspectiva de género, apuntando hacia una generalidad contundente: los barrios representan espacios hostiles para los cuerpos sexuados como mujeres o disidencias sexogenéricas. El barrio representa para las mujeres y las disidencias un territorio más de disputa, en el que lo que se disputa es la propia vida. Es en el propio barrio en donde ocurren feminicidios, violaciones y muchas otras formas de violencia patriarcal. Es el barrio, ese contexto inmediato de lo público, en donde se experiencia una complicidad silenciosa en el abuso y la violencia.
El orden implícito en el barrio tiene cierto grado de permeabilidad. Algunos barrios están en constante transformación o, incluso, pueden coexistir en un mismo espacio, distintos órdenes. Ese orden puede concebirse como la tradición que está en constante negociación. En la medida de su dinamismo, los distintos discursos pueden tener cabida para mantener o transformar los modos de interpretación hegemónicos y la identidad social (Fraser en Del Castillo, 2020).
En el barrio patriarcal también son posibles las resistencias que pueden estar enmarcadas en la vida cotidiana como formas de contestación a las desigualdades y violencias urbanas (Pérez y Gregorio, 2020). Algunas tienen que ver con ciertas prácticas y usos del espacio entre mujeres o grupos juveniles que desafían la cultura del barrio. Los barrios populares, muchas veces, representan espacios de resistencia, de creatividad, de constitución de identidades, de mediación entre lo privado y lo público y de socialidades más plurales (Martín-Barbero, 1991 en Gravano, 2005).
La resistencia en términos de identidades hegemónicas y subalternas puede ser concebida como una contraidentidad. Para Femenías (2020) la identidad y la contraidentidad se simbiotizan y, a veces, son difíciles de separar. Si los discursos hegemónicos son de antagonismo, la resistencia se potencia; si los discursos hegemónicos son integracionistas, las identidades se fusionan. Para Della Porta y Diani: “la habilidad para imponer definiciones negativas y estigmatizadas de la identidad de otros grupos constituye, de hecho, un mecanismo fundamental de dominación social” (2011: 144). El barrio, concebido desde esas coordenadas, es también el campo de batalla entre identidades posibles, probables y negadas.
2.3 El conflicto por los comunes: el espacio compartido y el trabajo barrial de cuidados
Los comunes no son cosas, activos particulares ni procesos sociales, sino: “una relación social inestable y maleable entre cierto grupo social autodefinido y los aspectos de su entorno social y/o físico existente o, por ser creado, considerada sustancial para la vida y pervivencia”. (Harvey, 2019: 116)
Para Gutiérrez (2021), es necesario concebir los comunes como la dinámica de las relaciones y la transformación cultural de nuestra relación con la naturaleza que implican un universo de actividades para el sostenimiento cotidiano, material, afectivo y simbólico de la vida colectiva y que tienen un carácter político. Para la autora, los comunes son la clave para organizar nuestra vida en sociedad, más allá, del mercado y del Estado; representan una labor lejos de la lógica del trabajo asalariado, una producción colectiva que toma distintas formas dependiendo de la comunidad que se observe. Constituyen una relación social que enlaza a las personas entre sí, a las personas con las cosas y, finalmente, a las personas a través de las cosas. Los comunes en el barrio incluyen los bienes materiales e inmateriales, pero también, todas las relaciones humanas en torno a esos bienes materiales. Representan, además, la capacidad de trabajo para el mantenimiento de la vida comunitaria, “el hacer concreto y cooperativo que se va tejiendo en interdependencia con otros como condición de posibilidad de reproducción de la vida en las ciudades”. (Navarro, 2016: 24)
El barrio, como espacio social y material, requiere de trabajo de cuidados y de mantenimiento que recae en el Estado, en el mercado y en la comunidad barrial. El trabajo en el barrio por los comunes tiene un carácter político (Gutiérrez, 2017, 2021). Lo común puede ser visto como estrategia y horizonte político de autonomía y emancipación en contextos urbanos precarizados y profundamente desiguales (Navarro, 2016). El hacer común en el barrio implica el responsabilizarnos de nuestro propio futuro como comunidad anclada a un territorio y amenazada constantemente por una lógica privatizadora, extractivista y precarizadora de la vida cotidiana. El hacer común en el barrio incluye, también, hacer frente al abandono institucional o a la insuficiencia de los servicios públicos; cuando tiene lugar la organización vecinal para suplir un servicio público, esta significa una acción política que no es activada por el gobierno, pero que promueve el asunto de gobernar (Crenson, 1983 en Gravano, 2005).
El conflicto por los comunes en el barrio implica un ejercicio y poder desigual, percibido como tal desde el punto de vista de los distintos individuos y grupos involucrados (habitantes, Estado y mercado). Se manifiesta mediante formas de imposición de proyectos o megaproyectos por parte de quienes ostentan la dueñidad, que afectan a las y los habitantes del barrio; mediante imposiciones de liderazgos locales en cuanto a la gestión común (sujetos generizados en masculino); mediante cargas desiguales en el trabajo colectivo por el desarrollo del barrio que tienen que ver tanto con violencias relacionales como con la exclusión de ciertos grupos. El conflicto barrial por los comunes se manifiesta tanto de manera intrabarrial como extrabarrial. Desde la óptica patriarcal y de la dueñidad, los dueños lo son no solo de las personas, sino también, de la naturaleza y del espacio común (Segato, 2016).
En el Foro Mundial de las Mujeres de 2004, se discutió la desigualdad de género existente en el trabajo no remunerado y voluntario en las comunidades: “en particular en los sectores más pobres y empobrecidos de nuestras ciudades es realizado por mujeres, producto de la privatización y/o reducción de los servicios públicos, y naturalizado como extensión del trabajo doméstico-privado asignado históricamente a las mujeres” (Foro Mundial de las Mujeres, 2004: 199). Desde la lógica patriarcal, tanto en el espacio público como en el privado, el trabajo de reproducción de la vida y la comunidad es invisibilizado o desvalorizado como trabajo y representa una esencia femenina.
La mujer en tanto clase social, ha representado la figura administradora y estructuradora del espacio privado, concretamente, la vivienda, pero se observa también, que el barrio representa un espacio extendido del trabajo de reproducción y de cuidados no remunerado y no reconocido, en el que se manifiestan lógicas de explotación de género diferenciadas también en función a la clase y la raza o etnicidad. El trabajo de los cuerpos feminizados por la gestión de los comunes ha sido notorio y reproductor de dinámicas relacionales patriarcales. Hay una explotación clasista, racista y generizada en la reproducción de la vida en el barrio.
Los comunes barriales pueden ser gestionados desde lógicas alternativas que deberían ser suscritas por todas las personas transgrediendo sus barreras genéricas, desde una política de los comunes, que Federici entiende como “las diversas prácticas y perspectivas adoptadas por los movimientos sociales […] que buscan mejorar la cooperación social, debilitar el control del mercado y el estado sobre nuestras vidas, alcanzar un mejor reparto de la riqueza […] poner límites a la acumulación capitalista” (2018b: 84). O como lo que Gutiérrez (2017) concibe como la política en femenino, que implica una política que no busca la acumulación de capital, sino su limitación; que no se propone la confrontación con el Estado ni su ocupación o toma, sino que se afianza en la defensa de lo común; que plantea la dislocación de la capacidad de mando e imposición del capital y del estado, buscando dispersar el poder; que pluraliza y amplifica las múltiples capacidades sociales de intervención y decisión sobre los asuntos públicos o que nos afectan a todos.
Gutiérrez (2021) invita a observar formas no estatales (tampoco necesariamente, antiestatales) ya existentes en la diversidad de comunidades latinoamericanas, en algunas comunidades indígenas, en los sectores populares y entre las mujeres racializadas que ejercen formas de economía más sustentables. Para la autora, esas formas han implicado la actualización de saberes antiguos y la adecuación de saberes modernos, que producen modos creativos de gestión de lo común.
Navarro (2016) analizó una serie de experiencias de hacer común en las ciudades de México y Puebla, que incluyen la organización por la defensa del agua, la creación de una radio comunitaria, proyectos de arte político, un huerto urbano colectivo, etc. Algunas de estas experiencias están situadas en un barrio en particular mientras que otras, implican espacios más extensos. Muchas de las acciones de resistencia frente a una lógica social que limita el hacer comunidad en el barrio y trabajar colectivamente por los comunes, parecen tener un impacto muy pequeño, pero son fundamentales y, en suma, pueden ser la estrategia más efectiva para hacer frente a la crisis de los comunes.
El hacer común puede representar una apuesta antipatriarcal, anticapitalista, antirracista, antiespecista y antidueñidad. El reconocimiento vecinal, el ejercicio de la memoria del propio barrio y de sus habitantes, el desarrollo de capacidades comunitarias para el análisis, el diagnóstico y el diseño de estrategias para la solución de conflictos o para el desarrollo comunitario, representan prácticas poderosas de hacer común; representan rutas posibles encaminadas a formas de vida más libres, emancipadoras y con mayor igualdad. El barrio encarna un sistema relacional conflictivo en cuanto a la gestión y disfrute de los comunes, pero muy viable en cuanto a la acción colectiva y a la negociación por formas de gestión de lo común más justas e igualitarias.
3. Modelo tipológico del conflicto barrial: conflicto por desposesión, por identidad y por los comunes
Se propone un modelo tipológico del conflicto barrial en el que se plantean tres tipos de conflicto imbricados en alguna medida: el conflicto por desposesión, el conflicto por identidad y el conflicto por los comunes (ver Figura 1). Se explica cada uno de forma esquemática. Se incluye una descripción general; se identifica su naturaleza, es decir el contexto sociológico o psicosocial en el que se enmarca; la escala, o alcance intra o extra barrial que implique el conflicto; algunos de los principales actores involucrados, ello es, sectores sociales o con estatus de habitantes o no habitantes del barrio; algunas de sus manifestaciones (tanto comportamientos grupales como fenómenos abordados en los estudios urbanos) y ciertas reacciones que pueden surgir a partir de su manifestación. Para hacer uso de este modelo con fines analíticos, se sugiere observar cada uno de los elementos descritos anteriormente, en el contexto del barrio estudiado.

De manera transversal a los tres tipos de conflicto, el sistema patriarcal juega un papel importante en tanto base primaria de la opresión y las desigualdades. Para ello, se propone incorporar en el análisis la perspectiva de género haciéndonos la siguiente pregunta: ¿qué hay de las mujeres en el contexto barrial que estamos estudiando? De igual manera, se sugiere adoptar la sensibilidad analítica que implica la perspectiva interseccional, ampliando la pregunta anterior a otras que permitan observar las experiencias y la participación de las distintas corposubjetividades que implican los ejes de desigualdad. El modelo propuesto se plantea como un prototipo general que podrá usarse como punto de partida para estudios en distintas latitudes, pero que requiere, para ello, de las adecuaciones pertinentes a cada contexto.
4. Conclusiones y discusión
La explotación productiva que implica el sistema capitalista, tiene como base una explotación reproductiva mandatada por el sistema patriarcal; la imbricación entre ambos sistemas se puede observar en la producción de lo urbano. El barrio como acotación de lo urbano, reproduce tales sistemas. Las relaciones vecino-barriales son relaciones patriarcales clasistas y racistas con una complejidad de actores internos y externos diferenciados en las categorías que encarnan. Algunos de estos actores representan lo que Segato (2016) plantea como la dueñidad, que amenaza con desposeer y privar del derecho al barrio y la vida comunitaria a aquellos cuerpos feminizados y desvalorizados por ese sistema sexo-genérico. La dueñidad se impone frente a las personas, pero también frente a la naturaleza y frente a los comunes.
En el contexto del patriarcado capitalista y racista, algunas identidades valen y otras no, algunas son despreciadas por las identidades que ostentan el poder a partir de esquemas prejuiciosos y reduccionistas de la vida. En el barrio se generan lógicas y dinámicas que constituyen una práctica cultural enraizada en las estructuras de poder y desigualdad, construidas históricamente y esparcidas mediante un proyecto colonizador y modernizador patriarcal. Las identidades feminizadas, racializadas o que no se muestran silentes frente a una cotidianidad patriarcal barrial, representan una amenaza a esa práctica cultural del barrio. En el barrio se pueden expresar distintos niveles de conflicto ligados a la pluralidad de identidades posibles o negadas. Resulta relevante preguntarnos qué experiencia barrial tendrán las distintas corposubjetividades relacionadas con los múltiples ejes de desigualdad planteados por la interseccionalidad en tanto sensibilidad analítica (Rodó-Zárate, 2021).
El trabajo para la reproducción del barrio, el cuidado y mantenimiento de lo común y la capacidad de trabajar de forma colectiva por la colectividad ha sido parte de la división sexual del trabajo que se percibe en las distintas estructuras sociales. El trabajo de reproducción de la vida, sea en los hogares, en los barrios o en la ciudad, ha sido realizado de forma predominante por cuerpos feminizados y racializados en un esquema de explotación y expropiación. El trabajo de cuidados en el barrio representa una expresión más del sistema patriarcal, el sistema de jerarquización de las personas y de asignación de valores distintos, el sistema de la dueñidad que despoja y niega el derecho a la vida para las mayorías.
El conflicto barrial en sus distintas manifestaciones tiene una dimensión de género producto de la reproducción de las relaciones patriarcales en los distintos ámbitos de interacción humana. Dicha dimensión ha sido escasamente analizada. Este artículo contribuye a tal tarea de forma parsimoniosa. Sin embargo, resulta fundamental complejizar el análisis y ponerlo a dialogar con estudios empíricos, etnográficos y de caso, que permitan dilucidar esa dimensión con mayor claridad.
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Notas