Resumen: Este trabajo es resultado de una investigación fenomenológica efectuada a una cárcel del sistema penitenciario del estado de Morelos, que pretende explorar y explicar cómo los reos perciben la violencia, cómo manifiestan su masculinidad y si reconocen su propia vulnerabilidad. Los varones recluidos en el Centro de Reinserción Social Morelos requieren atencion directa del Estado por ser obligacion directa de este y por los tratados internacionales suscritos y ratificados por el Estado mexicano en materia de derechos humanos sobre las personas privadas de la libertad.
Palabras clave:masculinidadmasculinidad,violenciaviolencia,vulnerabilidad y reclusiónvulnerabilidad y reclusión.
Abstract: This article is the result of a phenomenological research carried out at a prison of the penitentiary system of the state of Morelos, which aims to explore and explain how inmates cope with violence, how they express their masculinity and whether they recognize their own vulnerability. The male inmates of the Morelos Social Reintegration Center require direct attention from the State as a direct obligation of the State and because of the international treaties signed and ratified by the Mexican State regarding human rights of persons deprived of their liberty.
Keywords: masculinity, violence, vulnerability and incarceration.
Artículos
Violencia, masculinidad y vulnerabilidad coexistentes en el hábitat carcelario del Cereso Morelos (México)
Coexisting violence, masculinity and vulnerability in the prison habitat of Cereso Morelos (Mexico)
Recepción: 04 Octubre 2020
Aprobación: 07 Diciembre 2020
La presente investigación analizó las interacciones de las personas dentro de un hábitat carcelario, el Centro de Readaptación Social (Cereso) ubicado en el ejido de Atlacholoaya, municipio de Xochitepec,estado de Morelos, México. Este trabajo estudia la violencia que viven día a día, la construcción de su masculinidad y sus percepciones de la vulnerabilidad que viven durante el cumplimiento de sus condenas. El objeto general es analizar el comportamiento de los sujetos observados con relación a las significaciones referidas, para lo cual vamos a observar, explorar, interpretar y explicar sus experiencias en torno a la violencia, su masculinidad y la vulnerabilidad de su realidad cotidiana. Los sujetos de estudio son varones mayores de edad que están privados de su libertad. A través de un enfoque hermenéutico-fenomenológico, identificaremos la existencia de una relación proporcional entre la violencia, la masculinidad y la vulnerabilidad en los internos de la institución seleccionada. La violencia y la vulnerabilidad serán consideradas como variables dependientes de la masculinidad. Las observaciones en el Cereso Morelos abarcaron los años 2019 y 2020 como la unidad y periodo de análisis, debido a la escasez de estudios similares o equivalentes en dicha institución y semejantes.
Sin duda, el comportamiento humano ha sido, sigue y seguirá siendo estudiado debido a su complejidad, por su singularidad, las actividades que desarrolla, por sus habilidades y aptitudes manifestadas en diversos contextos y latitudes, características que motivan este estudio. Investigamos el comportamiento desarrollado por los hombres privados de su libertad, que enfrentan la realidad de coexistir con otros varones en espacios reducidos (en las celdas), con sobrepoblación y hacinados; y además con precarias condiciones de salud, alimentación, y débil o nula interacción social con familia y amigos, así como un mal remunerado “trabajo” cuando se tiene, y un imperceptible desarrollo laboral, así como escolar, cuyo acceso es limitado. Cabe resaltar que en el contexto mexicano y morelense las deficiencias estructurales, presupuestales y humanas han sido verificadas por organismos gubernamentales nacionales como la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), así como por organizaciones no gubernamentales como México Evalúa (ME) e internacionales como Amnistía Internacional (2017), el Global Peace Index (Índice Global de Paz) (GPI), publicado por el World Prison Population List.
Derivado de una revisión bibliográfica se obtuvieron datos relevantes del último informe relativo a las condiciones y sistemas penitenciarios realizado por la Unión Europea (UE), en el cual resalta que la superpoblación en las cárceles es un problema recurrente en la UE, y otros países del globo, como lo reconocen más de un tercio de los Estados miembros. De acuerdo con el “Informe sobre condiciones y sistemas penitenciarios 2015/2062 (INI)”, esto “pone gravemente en peligro la calidad de las condiciones de reclusión de los internos, resultando en consecuencias adversas para la salud y el bienestar de los reclusos” (Parlamento Europeo, 2017). Asimismo, el Institute for Economics & Peace publicó su Índice mundial de la paz (2018), en el cual se mide lo pacífica o conflictiva que es la vida por país. Ese informe considera 161 países del mundo, mostrando que la paz en el mundo mejoró en un 0.28 % respecto al año anterior al estudio, cuando 93 países mejoraron su nivel y 68 retrocedieron. En dicho índice Islandia se mantenía desde 2008 como el país más pacífico del mundo, seguido de Nueva Zelanda, Portugal, Austria y Dinamarca, mientras que Siria resultó el país menos pacífico, acompañado de otros como Afganistán, Irak, Sudán del Sur y Yemen. Dicho estudio hace también una comparación con países de América Latina, según el cual Chile es el más pacífico, ubicado en el lugar 24 en el ranking mundial, seguido por Costa Rica, que ocupa el puesto número 34 y después Uruguay con el número 35; sin embargo, entre los más conflictivos se encuentran México en el lugar 124, Venezuela con el número 143 y Colombia en 146. De la información anterior, así como de diversos estudios efectuados en países de la Unión Europea (UE) y de otros países, incluyendo el continente americano, se desprende que la inseguridad y la vulnerabilidad de los reclusos son consecuencia de debilidades estructurales, así como organizacionales. Estas deficiencias interfieren con la calidad de vida de los reos y de su seguridad personal y de convivencia en el medio penitenciario. Dichos estudios coinciden con causas y consecuencias de una equivocada e ineficiente reinserción social no solo en Europa, América o Asia, sino a nivel global.
Dichos estudios demostraron que en Latinoamérica y en otras latitudes ocurren violaciones constantes a los derechos humanos de los internos, lo que permite inferir que se ha descuidado o disminuido su importancia (Rivera, 1996), que es uno de los intereses del presente estudio. De acuerdo con el último Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria(CNDH, 2019), en México y en Morelos las expectativas de reinserción social son rebasadas por la realidad, ya que los internos padecen sobrepoblación, hacinamiento y deficiencia de los servicios de salud. Hay insuficiencia en los procedimientos para la remisión de quejas de violaciones a los derechos humanos, así como deficiencia en instalaciones necesarias para un buen funcionamiento del centro, además de malas condiciones de higiene de espacios como dormitorios, áreas comunes, sanitarios, comedores, visita familiar, visita íntima o conyugal, locutorios, hay carencia de custodios y estos no está capacitados sobre derechos humanos de los reclusos (Observatorio de Prisiones, 2020). Estos problemas de precariedad en los espacios, malas condiciones de alojamiento, lejanía del entorno familiar y mezcla de perfiles criminales son condiciones que interfieren con una reinserción eficaz.
Esas situaciones que enfrentan los reclusos coinciden con resultados de estudios sobre la vida en prisión (Olmos, 2007), pues muestran ineficacia del sistema en el proceso resocializador, así como una violencia sistemática que enfrentan a diario (Wieviorka, 2006), lo cual crea una vulnerabilidad proporcional al estímulo recibido. Esa vulnerabilidad o debilidad y desventaja es invisibilizada por el propio sistema e ignorada por la sociedad. Cuando existen problemas sociales que afectan o vulneran a un sector significativo de la población, el Estado, como ente sociopolítico rector, se ve obligado a generar soluciones legislativas y ejecutivas mediante políticas públicas operativas, eficaces y reglamentarias para mejorar la calidad de vida de esa población. La política criminal de un país, estado y municipio o departamento debe armonizarse, integrarse de forma sistémica (Huertas, 2019) con el marco jurídico nacional, en conjunción con documentos como el Plan Nacional de Desarrollo de cada sexenio en el caso de México. Asimismo, estas normas deben estar en concordancia con tratados internacionales en función al respeto a los derechos humanos de los internos (Amnistía Internacional, 2016; CNDH, 2010, pp. 15-16). El objetivo de la reinserción social en México es reintegrar a esas personas a la sociedad, de la cual fueron segregados a través de la resocialización del delincuente para evitar su reincidencia (C. P., 1917 [Méx.]; (Martínez, 2014).
En el caso de las personas privadas de su libertad los derechos humanos son las condiciones mínimas que deben tener para poder convivir durante su reclusión (Huertas et ál., 2019). Estas situaciones son factor de violación constante de sus derechos humanos, el hecho de ser privado de la libertad es en sí un castigo, el cual vulnera derechos de la persona (civiles, políticos, económicos y sociales), así como su entorno sociocultural y psicoemocional (Scarfó, 2005). Los malos tratos y las condiciones infrahumanas de los espacios vulneran dichas prerrogativas. Los varones recluidos en el Cereso Morelos constantemente enfrentan abusos, vejaciones, malos tratos y hasta tortura al interior de la institución, ya sea por otros reclusos o por autoridades y personal del centro que los debe resocializar. La institución carcelaria legalmente y de facto debería brindar y garantizar a los presos las condiciones suficientes para reintegrarse socialmente, es decir, implementar programas y estrategias para que los internos logren su reinserción en la sociedad (Azaola y Hubert, 2017; Martínez, 2014; Observatorio de Prisiones, 2020). Como resultado de sus acciones deben sujetarse a un proceso legal durante el cual la mayoría son violentados, estigmatizados, excluidos socialmente y segregados en cárceles, reclusorios, centros de reinserción social o centros de ejecución de medidas privativas de la libertad para adolescentes. Esto representa restricciones o limitaciones a su movilidad, la interacción social con familiares, amigos y personas ajenas al ámbito penitenciario, y también la restricción de servicios médicos, así como de desarrollo económico y académico.
El encierro es una medida de control social estricto, bajo normas restrictivas y sancionatorias, impuestas por su comportamiento antisocial o antijuridico hacia las personas de su sociedad, el municipio, estado o nación. Estas personas se ven forzadas a adaptarse, a establecer un nuevo proceso de socialización en un entorno distinto, hostil y contrario a la naturaleza humana (Suriá, 2010). Se ha señalado que el castigo disciplinario es históricamente de naturaleza coercitiva y correctiva, que aplica un sistema sancionador organizado desde el gobierno (Foucault, 2009). Por lo tanto, la prisión, como aparato represor y ejecutor, cumple dicho propósito desde su creación (Marcuello-Servós y García-Martínez, 2011). Así se puede entender la norma jurídica señalada en el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, de agosto de 1955:
Artículo 58. El fin y la justificación de las penas y medidas privativas de libertad son, en definitiva, proteger a la sociedad contra el crimen. Sólo se alcanzará este fin si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, que el delincuente una vez liberado no solamente quiera respetar la ley y proveer a sus necesidades, sino también que sea capaz de hacerlo. (ONU, 1955)
De acuerdo con lo anterior, el proceso de socialización brinda los cimientos para que la persona adopte las formas de vida predominantes en el medio social en el que se pretende desenvolver. También permite la subsistencia de la sociedad, en la cual nos adecuamos para interactuar con los demás, donde compartimos representaciones, simbolismos y expectativas de lo que la persona puede ser y esperar de los demás, así como de lo que los demás pueden esperar de esa persona. Asimismo, la socialización nos brinda la capacidad de relacionarnos, es una vía de adaptación a las instituciones, nos permite interiorizar los usos, costumbres y normas sociales preexistentes, así como reproducirlas ante el grupo social, y al mismo tiempo es un proceso de aprendizaje continuo que inicia en la infancia y concluye con la muerte, es decir, cuando dejamos de existir (Suriá, 2010).
¿Que entendemos por violencia? Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la violencia es
[…] el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo o contra otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones. (OMS, 2002)
Esta organización señala que la violencia es una de las principales causas de muerte en la población mundial en edades comprendidas entre los 15 y los 44 años, siendo responsable del 14 % de las defunciones en la población masculina y del 7 % en la femenina; dicho informe también señala que los factores biológicos, sociales, culturales, económicos y políticos influyen en la violencia (OMS, 2002). De acuerdo con lo anterior, la violencia puede emanar de diversas fuentes, por ello bien lo refiere la autora de la obra “Mas allá del bien y del mal” pues ella hace mención que la violencia se encuentra en todas partes e inicia en el propio núcleo social del cual formamos parte, no solo en los centros de reclusión (Barber, 2019).
Esto permite advertir que el ámbito penitenciario no es el único proclive a generar violencia, considerando que es un espacio de opresión reducido con poca movilidad, y lugar de muchas tensiones. Eso ya debe considerarse como violencia institucional, generalmente ejercida por instituciones de control social, de régimen cerrado, instituciones totales (Goffman, 2001). La violencia institucional es aquella que surge directamente de los establecimientos del Estado, la cual está legitimada mediante la norma jurídica para desplegar legalmente el uso de la fuerza y la potestad de constreñir y obligar directamente al merecedor de ella (Doz Costa, 2010). La cárcel es un lugar donde el sujeto junto con otros en desigualdad de condiciones son obligados a vivir por un tiempo determinado, sometidos a un estricto régimen de disciplina impuesto por la propia institución, donde están reducidos casi a objetos, despersonalizados en la mayoría de los casos. Los presos viven la violencia institucional, física, psicológica y simbólica, así como exclusión y segregación dentro de la misma reclusión. La violencia debe verse como un instrumento activo para el mantenimiento, la guarda y custodia de una posición de poder, generalmente entre hombres (Lorente, 2006).
Se puede señalar la existencia de una violencia simbólica, la cual se puede entender como una forma de poder ejercida sobre los cuerpos y que no necesariamente requiere de coacción física porque es producto de una socialización previa, que ha mutado a los cuerpos y se ha ejercido de manera invisible e insensible, a través del permanente contacto con el mundo físico, que ha sido simbólicamente estructurado y proyectado a organizaciones para el dominio de la sociedad (Sandoval, 2002). Atendiendo a lo anterior, se pude inferir que la violencia involucra el uso y abuso de algún tipo de fuerza, ejercida contra alguien en forma abierta u oculta (Doz Costa, 2010). Recapitulando, la violencia no es elemento integrante de la masculinidad sino de todo organismo vivo animal o vegetal, ya sea para defenderse, alimentarse o por el simple instinto de conservación de sí mismo. La violencia no es resultado de la masculinidad, aunque algunos autores la han considerado como una de sus expresiones directas (Alatorre, 2006; Bonino, 2002).
Histórica y culturalmente, lo masculino es relacionado con actitudes como agresividad, rudeza, fuerza, potencia física, valentía, virilidad y violencia. También es relacionado con poca o nula demostración de sentimentalismos, ternura o sutileza, con un control férreo de sus emociones, con el hecho de tomar riesgos impetuosamente o ejercer una conducta dominante en todo momento. Algunos estudios señalan condiciones socioculturales y patriarcales que hacen ver a los hombres y a la masculinidad como un modelo hegemónico en la división social entre hombres y mujeres, generador de desigualdades en la estructura misma de la sociedad. Según Bonino, la masculinidad tradicional es “el modelo social hegemónico que impone un modo particular de configuración de la subjetividad, la corporalidad, la posición existencial del común de los hombres y de los hombres comunes, e inhibe y anula la jerarquización social de las otras masculinidades” (2002, pp. 7-8).Además, Bonino considera que algunos de sus componentes están actualmente en crisis de legitimación social, como el poder configurador, la voluntad de dominio y el control, a los cuales considera como el “corpus” ideológico construido social e históricamente como resultado de las relaciones mujer-hombre, a partir de una cultura de dominación y jerarquización masculina que se ha naturalizado (Bonino, 2002). Ante ese razonamiento se puede pensar, entonces, que la masculinidad tradicional es nociva no solo para las mujeres sino también para los propios hombres (Kaufman, 1987).
Lo masculino y lo femenino ha sido histórica y culturalmente una clasificación dicotómica que señala una diferencia fenotípica que divide al hombre de la mujer, derivada de su identidad biológica entendida como sexo, es decir, que considera algunas características orgánicas específicas como fundamentales y determinantes para diferenciar a los sujetos de una especie (Mejía, 2015). Desde una perspectiva naturalista, el sexo se ha enfocado en las diferencias biológicas entre el macho y la hembra de una especie, o entre el hombre y la mujer, considerándose características naturales e inmodificables que permiten diferenciar a unos de otras (CGCN, 2002). Algunos autores consideran que las diferencias entre hombres y mujeres son de origen natural y no deben alterarse, pues, desde un punto de vista biológico, ya existen importantes diferencias entre masculinidad y feminidad (Money y Ehrhardt, 1992). Desde que existe una división social del trabajo, las mujeres predominantemente han desempeñado trabajos domésticos y de cuidados de los infantes, viejos y enfermos, labores que no eran remuneradas, lo que generó desventajas y desigualdades entre hombres y mujeres (Durkheim, 1968). Eso no significa que esos trabajos hayan sido impuestos por los hombres o la sociedad, más bien fueron autoimpuestos por la necesidad y situación de la mujer de permanecer mayoritariamente en casa.
Las mujeres, por su parte, han actuado histórica y culturalmente como seres pasivos, tomando un habitus pasivo, o rol del “dominado”, permitiendo que los hombres ocuparan el habitus de “dominador”, o rol activo, y con ello acumularan diversos capitales (Bourdieu, 1998). La Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres en México afirma que “las diferencias y características biológicas, anatómicas, fisiológicas y cromosómicas de los seres humanos que los definen como hombres o mujeres; son características con las que se nace, universales e inmodificables” (Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres, 2016).
Actualmente, deben tenerse en cuenta factores sociales, culturales, económicos y políticos de cada sociedad para entender la diferencia entre sexo y género. En su obra Sex, gender and society, Ann Oakley consideró que el sexo biológico consistía en crear una división “obvia y universal” que determinaba los roles sociales de los individuos y que alrededor de esta división podían organizarse otras, asimismo señaló que la cultura constituía un factor esencial en las actividades de cada uno (Oakley, 1977, p. 184). Es importante considerar que si bien la biología resalta los atributos o características naturales de lo que se entiende como sexo, la sociedad y la cultura son, al igual que el género, construcciones sociales que se incorporan al individuo y le permiten crear su propia identidad. El género, entonces, puede entenderse como un “conjunto de ideas, comportamientos y atribuciones que una sociedad determinada considera apropiados para cada sexo” (Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres, 2016). En este orden de ideas, se pude considerar que en el contexto social actual se confecciona el concepto de cuerpo como un conjunto de elementos de enfoque y segmentación sexuantes (Bourdieu, 1998), lo que permite ver el peso de lo social en la definición de los comportamientos de las personas.
Lo anterior permite que la persona construya o determine su rol en la sociedad, de esa forma puede especularse que una persona al nacer no tiene la noción de lo que es el sexo ni si es hombre o mujer, masculino, femenino, tampoco de las demás clasificaciones nuevas o emergentes que se tienen actualmente sobre el género. Todas estas categorías las va conceptualizando y aprendiendo a medida que crece, se interrelaciona con la sociedad e interactúa con otras personas que son parte de la diversidad sexo-genérica y sociocultural que son parte de su entorno. Entonces, se ha sintetizado una polaridad o dicotomía sociocultural de hombres y mujeres, que en la sociedad actual está cambiando en algunos círculos sociales. Diversos autores consideran que la condición masculina “es un producto social, un resultado que se puede modificar en uso de nuestra libertad” (Lozoya, 1999). Ahora bien, se entiende por masculinidad una forma de ejercicio de fuerza o de dominio que se ejerce de unos individuos hacia otros, generando relaciones de competencia en diversos ámbitos dentro del mundo simbólico, generalmente de cuerpos con rasgos masculinos, los cuales pretenden ejercer el control de la situación o relación dentro del núcleo social en el que se desenvuelven (Alatorre, 2006). Por estas razones muchos hombres de la sociedad mexicana perciben sus identidades masculinas a partir de las comparaciones que hacen con las identidades femeninas durante gran parte de sus vidas (Gutmann, 1996).
La masculinidad se entiende como “un constructo histórico y cultural, de modo que lejos del determinismo biológico o la mirada etnocéntrica, tendiente a la universalización de una particular forma de ser hombre, las concepciones y las prácticas sociales en torno a este concepto varían según los tiempos y lugares” (Téllez y Verdú, 2011). Estas autoras, además, señala que existen cuatro teorías antropológicas referidas por Gutmann (1998, p. 49): 1) la masculinidad es cualquier cosa que los hombres piensen y hagan; 2) la masculinidad es todo lo que los hombres piensen y hagan para ser hombres; 3) algunos hombres, inherentemente o por adscripción, son considerados “más hombres” que otros hombres; y 4) las relaciones masculino-femenino son importantes, pues la masculinidad es cualquier cosa que no sean las mujeres. Acorde con lo anterior, la masculinidad es entendida como una conducta inherente a los hombres, desarrollada en cualquier contexto y relacionada usualmente con violencia entre ellos.
La masculinidad, entonces, puede entenderse como aquellos atributos, valores, comportamientos y conductas inherentes y características de cualquier hombre en una sociedad determinada, occidental y consumista (CNDH, 2018). Diversas asociaciones de hombres en el mundo, entre ellas el Instituto Europeo de la Igualdad de Género (EIGE, 2010), la Red Europea de Hombres pro feministas (EuroProfem, 1999), así como la campaña White Ribbon (lazo blanco) (WRC, 1989) aseveran que una de las causas de la violencia se encuentra en la construcción social de los hombres y que es parte integral de la identidad de género. Esto obliga a pensar que pensar que la violencia es considerada una característica de los hombres que les hace sentir “más hombres” dentro de su núcleo social, toda vez que la presión social del propio grupo o espacio en el que se encuentra los obliga a actuar de esa manera. Por otra parte, “hacerse hombre” equivale a transitar un proceso de construcción social en el que a lo masculino le corresponden una serie de rasgos, comportamientos, símbolos y valores, definidos por la sociedad, lo que de alguna manera resulta ser su “masculinidad” (Téllez y Verdú, 2011). Estos conceptos no consideran la vulnerabilidad de los hombres, puesto que esta es invisibilizada e ignorada a pesar de su notoriedad en instituciones totales y en contextos de reclusión. Sobre todo, por ser consecuencias de una violencia institucional y derivada de deficiencias estructurales, así como de una aplicación parcial del marco legal al que se deben sujetar las autoridades.
En diversas ocasiones el común de la gente asocia la masculinidad con la cultura machista o con el indebidamente llamado machismo, que poco o nada considera vulnerables a los varones. Esta es una realidad de la cual pueden o no estar conscientes los reclusos y custodios o el personal de apoyo como médicos, enfermeros, docentes, directivos etc., pues en este escenario de precariedad y vulnerabilidad donde se encuentran los varones su vulnerabilidad no es considerada como un fenómeno social de interés para los estudios de género, enfocados a las mujeres u otros grupos de preferencia sexual diversa.
Como la masculinidad es propia del hombre, esto hace creer que a cualquier varón le ayuda a resistir diariamente los embates de la vida cotidiana, máxime dentro de los contextos de encierro y durante su convivencia con los demás. Es útil reconocer que la hombría o masculinidad de cualquier varón es inmediatamente relacionada con su virilidad, la cual puede entenderse como una capacidad no solo reproductiva sino también símbolo de su desempeño sexual y social, así como una aptitud y actitud para estar listo para un posible combate o para el ejercicio de la violencia de ser necesario (en la venganza, sobre todo). Puede entenderse, entonces, que la virilidad en realidad es una carga psicoemocional y social de gran peso que contribuye a una inmensa vulnerabilidad de los propios hombres, por ello a los varones internos del centro carcelario en cuestión no le es fácil de reconocer abiertamente qué los aflige, pues hacerlo es admitir debilidad ante los demás (Bourdieu, 1998, p. 69).
La debilidad es una conducta que los hombres no pueden mostrar ante la sociedad precisamente porque dan la sensación de pérdida de hombría, masculinidad, virilidad o empoderamiento, dejando ver al varón como falto de atributos o características representativas de su género, lo que es, incluso, mal visto por la sociedad. El “macho” entiende que debe mostrar su fortaleza, dominio, determinación o control de sí mismo y de ser necesario de otros, tener seguridad en sus palabras y acciones, entre otras cosas. A los hombres no se les educa para mostrarse vulnerables, pues socialmente se ven disminuidos y da pauta a comentarios como “los hombres no lloran” o “los hombres deben tener las tres efes: feo, fuerte y formal”. Entiéndase, entonces, que la masculinidad es una configuración de prácticas sociales y estas son constituidas por múltiples factores tanto personales como económico culturales, sociales, culturales de valores y creencias y hasta políticos, las cuales se producen a través de diversos arreglos asociativos (Faur, 2004). Co esto se deduce que los hombres afirman su identidad masculina, mostrándose a sí mismos y mostrando a los demás que no son mujeres ni débiles, tampoco son niños y mucho menos “raros” (Badinter, 1993; Thomas, 1993). Por su parte, Kimmel expresó que la construcción de la masculinidad era como “aquello que no es femenino” y que requería una validación social, es decir, un reconocimiento o una aprobación de otros hombres como ellos en el núcleo social del cual forman parte.
La vulnerabilidad es entendida de diversas maneras; por ejemplo, la International Federation of Red Cross and Red Crescent Societies (IFRC) (Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja) afirma que es “la capacidad disminuida de una persona o un grupo de personas para anticiparse, hacer frente y resistir a los efectos de un peligro natural o causado por la actividad humana, y para recuperarse de los mismos” (IFRC, 2020). A nivel nacional, la Comisión de Atención a Grupos Vulnerables señaló que es vulnerable la “persona o grupo que, por sus características de desventaja por edad, sexo, estado civil; nivel educativo, origen étnico, situación o condición física o mental; requieren de un esfuerzo adicional para incorporarse al desarrollo y a la convivencia” (Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, 2009). Ahora bien, la misma comisión refiere que los grupos vulnerables son: “aquellos grupos que por sus condiciones sociales, económicas, culturales o psicológicas pueden sufrir maltratos contra sus derechos humanos”, lo que nos permite entender los elementos que son considerados para perfilarse como vulnerable.
De esta manera, se entiende que son vulnerables las personas de la tercera edad, personas con discapacidades, mujeres, niños, pueblos indígenas, personas con enfermedades mentales, personas con VIH/SIDA, trabajadores migrantes, minorías sexuales y personas que viven en aislamiento, inseguridad e indefensión ante riesgos, traumas o presiones, considerando que la vulnerabilidad es un impedimento para un pleno desarrollo individual y social de la persona. La vulnerabilidad social se entiende como esa desventaja de un determinado grupo de la sociedad que se ve disminuido en su calidad de vida o estado de bienestar. Desde una perspectiva sistémica, la violencia tiene manifestaciones en el desempleo y en la precariedad laboral, así como en la ausencia de derechos sociales, considerados como protecciones gestionadas por el Estado. Cuando se habla sobre la vulnerabilidad masculina tendrían que considerarse varios aspectos: “los prisioneros vulnerables son aquellos que, por su edad, género, etnia, salud, condición política o legal encaran un riesgo creciente contra su seguridad, protección, o bienestar como resultado del encarcelamiento” (Reforma Penal Internacional, 2003). En el contexto de encierro, ser débil, mostrarse inferior o por alguna razón ser menos que los demás hace vulnerable a la persona y evidencia una clara desventaja, propiciando una situación contraria a la que se pretende tener. Eso puede dar como consecuencia la pérdida del respeto, la fractura de su poder o la posibilidad de sufrir abusos y vejaciones de todo tipo.
Los centros carcelarios del Estado mexicano son regidos por leyes nacionales, estatales, así como por tratados y acuerdos internacionales, todos ellos encausados a la reinserción de los reclusos y al respeto a sus derechos humanos. Otro punto para considerar es evitar su reincidencia y brindarles las herramientas suficientes para alcanzar dichos objetivos. Asimismo, existen normas de seguridad para evitar la fuga de los reclusos. El sistema penitenciario mexicano legal y políticamente durante mucho tiempo estuvo enfocado en la privación de la libertad como castigo y represión de los antisociales y los enemigos del Estado, sin embargo, a partir de las reformas constitucionales de junio de 2008 y 2011, en materia de derechos humanos, derecho penal y procedimientos penales, mediante el ejercicio legislativo también se encaminó a la reinserción social. Ahora bien, con el paso de los años y la evolución de los sistemas penitenciarios, la idea de castigo se ha modificado paulatinamente, procurando mejoras, que hacen necesario conocer la finalidad de la cárcel y del castigo (Anitua, 2015;Aniyar de Castro, 1972; Calveiro, 2010). El castigo a lo largo del tiempo ha servido de ejemplo para que los demás no realicen acciones reprobables y sancionables contra la sociedad o el Estado, por las consecuencias de las normas sancionadoras.
Existe un clamor social en la sociedad mexicana actual que solicita imponer penas más severas a los delincuentes, y hay partidarios que solicitan la “pena de muerte” como si en lugar de justicia todavía se buscara o pidiera venganza (Ross, 1901). Parece que se quiere volver a periodos pasados de mayor represión por la inseguridad que se vive, lo que recuerda las palabras de Émile Durkheim (1968), quien señaló que “la pena ha seguido, siendo para nosotros lo que era para nuestros padres, un acto de venganza, puesto que es un acto de expiación, vengamos lo que el criminal expía, es el ultraje hecho a la moral” (p. 67). Dando a entender que la idea predomina desde esa época, pues las cosas no han cambiado, aunque el nuevo sistema de justicia penal mexicano pretende que la pena de prisión sea la excepción y ofrece otras alternativas, pareciera que la finalidad del proceso es el encarcelamiento y no la reinserción. Así también, “el encarcelamiento es una forma de castigar a los malhechores y de proteger a los ciudadanos de ellos” (Giddens, 2000). Este pensamiento imperaba durante los siglos XIX y XX, sin embargo, parece subsistir ahora en el siglo XXI.
La idea general en los sistemas de prisiones es el de “cambiar y mejorar” a los castigados, en un principio era “regenerar”, posteriormente se pretendió “readaptar”. A partir de junio de 2008, por la reforma del artículo 18 de la Constitución, el propósito cambió al de “reinserción social del sentenciado” (C. P., 1917 [Méx.]). Por ello, la finalidad del sistema penitenciario en México es reinsertar socialmente al individuo para que desempeñe un papel adecuado y digno en la sociedad. De manera tal que quien salga de la cárcel no vuelva a delinquir (Jaime, 2012; Gaytán Martínez, 2017). Cabe señalar que los varones que llegan a la cárcel ya son “hombres”, es decir, ciudadanos ante la ley, por lo tanto son responsables de sus acciones cometidas con anterioridad y están sujetos a cumplir con una obligación impuesta por el Estado (sanción punitiva, corporal). Esto los deja en cierta desventaja o menoscabo, debilitando su persona y sus derechos, sin embargo, estas personas no dejan de ser parte del conglomerado social que los ha excluido y abandonado u olvidado fuera de la propia sociedad, concentrándolos en espacios determinados y asilados del resto de la población (en las cárceles). A pesar de su condición de interno en una institución total y de control social, de régimen represor, el interno sigue siendo una persona y es parte de la sociedad, quien ha sido separado temporalmente por la trasgresión cometida.
Desde un punto de vista social y moral, se le está estigmatizando como un enemigo de la sociedad, pues así se le ha deteriorado su identidad (Goffman, 2006). En ese orden de ideas, se puede pensar que todos los recluidos o presos se ven como personas malas, indignas de confianza y merecedoras de castigos, incluso de penas crueles como la cadena perpetua o capitales como la pena de muerte (Burón, 2015; Cuello Calón, 1974; Foucault, 2009). Esto deshumaniza la finalidad de la reinserción social, vulnerando derechos humanos flagrantemente. Los espacios destinados a la reclusión tienen exigencias mínimas reguladas por el Estado mediante normas estrictas, además de ello deben facilitar las operaciones administrativo-penitenciarias que demandan las leyes, lo que se refleja en el comportamiento mismo de los internos y en el personal que es responsable de su custodia (Añaños, 2012). Históricamente, la prisión ha sido lugar de crueldad, de privación, de inmundicia, de olvido, donde se daba un trato duro e inhumano a los reclusos, vulnerando y violentando la dignidad humana y propiciando la corrupción general entre los funcionarios de la cárcel. Ahora existen tratados internacionales, leyes y reglamentos que imponen a toda autoridad y a la ciudadanía en general respetar la igualdad de derechos humanos entre hombres y mujeres, por lo que legalmente se rechaza de manera tajante cualquier tipo de violencia hacia cualquier persona, así como la inobservancia o inaplicabilidad de los lineamientos relativos al respeto a los derechos humanos en los internos. La realidad, sin embargo, nos muestra otra cara, de la cual el Cereso Morelos no está exento.
Además de lo ya señalado en la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Morelos, el marco legal que regula el Cereso Morelos se encuentra en la Ley Sistema Seguridad Publica Estado Morelos (GOBMOR, 2018), en el Reglamento Interior de la Comisión Estatal de Seguridad Pública (GOBMOR, 2019); Manual de Organización Dirección General de Reinserción Social (GOBMOR, 2018) y el Manual de Organización Dirección General de Centros Penitenciarios (GOBMOR, 2018). Por lo tanto, la “seguridad ciudadana” engloba todas las acciones de los diferentes servicios estatales dirigidos a la lucha contra el crimen de acuerdo con la CIPC (2014). El control de los crímenes o el delito involucra prácticas de control de la conducta y comportamiento de las personas, lo que permite impartir la ley por parte del Estado, esta concepción de orden y control social es una manera de mantener la cohesión social y manejar las relaciones entre los grupos sociales (Garland, 2005). Por su parte, Salinas Betancourt (2018) describe el control social como un “conjunto de mecanismos formales o informales que posibilitan la regulación de la conducta de los componentes sociales, y su direccionamiento teleológico como mecanismo de poder” (s. p.). Es menester resaltar que, de acuerdo con la legislación mexicana, el Estado se arroga el poder público, al estar legitimado y facultado para legislar acerca de la política criminal, el derecho penal y los procedimientos para sancionar y perseguir las conductas antisociales o delitos. Además, la explicación funcional del sistema penal es precisamente el mecanismo de control social por excelencia debido a su aplicación institucionalizada.
Desde un punto de vista formal, el control de la sociedad se puede fracturar con la obligación de las instituciones del Estado de respetar los derechos humanos, por ello esa función da la impresión de ser inhumana y degradante pues permite el hacinamiento de las personas y les aparta de la sociedad, y además las priva de oportunidades para desarrollarse integralmente como personas (Salinas Betancourt, 2018). Viendo al castigo como la consecuencia de la alteración del orden social por parte de algunos individuos que generan una sensación de inseguridad en la población y que el Estado debe combatir, la vida de la sociedad humana es regida por reglas o normas que son establecidas para regular o moderar las conductas, y estas deben apegarse a un bien o un fin común (Giddens, 2000). Por ello la actividad humana puede conducir a un caos o anarquía en caso de no respetar esas reglas de convivencia que definen el o los comportamientos que la misma sociedad considera adecuados o no y, en según el caso, sanciona a quien se desvía de esas conductas aceptadas por la mayoría.
Las sociedades modernas como la mexicana entienden al castigo como “una compleja institución social, digna de atención” (Garland, 1999, p. 15). Para ello, se crean o implementan instituciones que proporcionan de manera muy conveniente respuestas a la presencia del crimen en la sociedad. Por su parte, Max Weber (1979) señaló que “la exigencia de un castigo, bajo el concepto unitario de ‘expiación’, se explica atendiendo a dos peculiaridades del derecho y la coacción jurídica primitiva” (p. 725). Dando la razón a la norma jurídica como reguladora de los actos de las personas en sociedad, se entiende entonces que en toda sociedad moderna existen retos que debe afrontar, como organizar normas o políticas públicas e instituciones que ayuden a administrar y resolver la problemática. De acuerdo con Garland (1999),
El castigo es visto como un conjunto de prácticas que encarcela, supervisa, priva de recursos o bien regula y controla a los infractores, y la tarea de los penitenciaristas es medir los efectos directos de estas acciones, y delinear las consecuencias reformadoras, disuasivas o inhabilitadoras de las medidas penales sobre la población de infractores que ha sufrido dichas sanciones. (p. 291)
Durkheim ya había considerado que la delincuencia formaba parte de la estructura normal de una sociedad, para él, el delito estaba inmerso en todas las sociedades en mayor o menor medida, pues tiene diferentes manifestaciones, lo normal es simplemente que en la mayoría de las sociedades, si no en todas, haya algún tipo de delincuencia, por lo que cada sociedad admite o se arroga un cierto límite de esta, desde luego sin sobrepasarse. De hecho, la delincuencia constituye un elemento o factor de salud social, ya que es una parte integrante de toda sociedad sana, por lo tanto, el delito es normal porque una sociedad sin él sería completamente imposible (Durkheim, 1968). Debido a lo anterior, se implementaron castigos para tratar de disuadir esas conductas en la población: las cárceles o prisiones son dispositivos de control disciplinario que crean formas de ejercer la violencia y el poder mediante sistemas de clasificación, distribución y tratamiento a delincuentes, a través de sus fundamentos, dispositivos arquitectónicos, discursos normativos, así como sistemas de privilegios y prácticas de corrupción (Araujo, 1993).
Para cumplir los objetivos planteados en esta investigación, se hizo una amplia revisión bibliográfica, dentro de la cual se obtuvo una selección de información relativa al tema de investigación, lo cual permitió hacer un estudio microsocial, pues se busca información de varones que viven recluidos. Para ello se analizaron datos descriptivos, obtenidos de los testimonios de cinco personas privadas de su libertad en el Cereso Morelos, quienes fueron observadas y estudiadas (López, 2012) utilizando un método inductivo, es decir, desde la experiencia de vida de esas personas (Gómez Bastar, 2012). Como lo refieren Taylor y Bogdan (1994), las personas son las que construyen la realidad social, por eso se sigue un trabajo con un modelo fenomenológico: personas relatan desde su vida cotidiana la manera en que perciben su vida en un reclusorio mexicano. Esa es la fuente principal de información, poder ver desde la perspectiva de la persona que está encarcelada. La teoría sobre masculinidad es el marco para entender los roles que pueden darse entre varones. Dentro de la investigación se pueden desarrollan conceptos y comprensiones partiendo de las pautas dadas por los datos. Dicha metodología está vinculada a la perspectiva teórica de las ciencias sociales conocida como fenomenología, donde el fenomenólogo pretende entender los fenómenos sociales desde la perspectiva del propio actor, explorando el modo en que este experimenta el mundo de manera holística, en donde las personas, grupos y escenarios son considerados un todo y no solo variables. Dicha metodología es acorde con la investigación, pues se centra en el enfoque fenomenológico, el cual procura explicar los significados en los que estamos inmensos en nuestra vida cotidiana, de acuerdo con J. H. Lambert (1728-1777) matemático, físico, astrónomo y filósofo suizo que utilizó un método que puede entenderse como fenomenológico, ante el predominio de las opiniones sociales, o los estudios de corte cualitativo permiten observar a la persona humana como un todo indivisible, singular y único, sin embargo, pueden cambiar por la frecuencia de algunos comportamientos divergentes (Fuentes et ál., 2010). La fenomenología es considerada como un estudio de las estructuras creadas por la conciencia que habilitan al conocimiento para escribir a los objetos fuera de sí, acorde con las ideas de Husserl (1998), pues pretende analizar y entender la esencia de las cosas y las emociones de los actores en su propio contexto, dado que la fenomenología fundamenta su estudio en las experiencias de vida del propio sujeto en su contexto o hábitat, que es el objetivo de la investigación.
Con respecto a un suceso o hecho ocurrido que puede ser generador de uno o varios cambios y desde su propia perspectiva. Asimismo, al referirme al “paradigma” que pretende explicar la naturaleza de las cosas, la esencia y la veracidad de los hechos o fenómenos sociales. Desde un punto de vista fenomenológico de interpretación, el alcance será la clasificación descriptiva-explicativa, cuya finalidad es experimentar la realidad tal como otros la perciben para obtener una debida comprensión de la perspectiva de otras personas, orientando la estrategia descriptiva basada en el apoyo empírico mediante las propias palabras de los entrevistados (Taylor y Bogdan, 1994). Del análisis de lo anterior hay una correspondencia entre los métodos utilizados y los supuestos epistemológicos y metodológicos propuestos (Sautu, 2005). En esta investigación se busca un concepto que pueda abarcar una parte de la realidad. No se trata de probar o de medir en qué grado una cierta cualidad se encuentra en un cierto acontecimiento dado, sino de descubrir tantas cualidades como sea posible, para obtener un entendimiento lo más profundo posible. La investigación usa un procedimiento inductivo, tratando de partir de resultados particulares e intentando encontrar posibles relaciones generales (Gómez Bastar, 2012). Como lo refieren Taylor y Bogdan (1994), dentro de la investigación se pueden desarrollar conceptos y comprensiones partiendo de las pautas dadas por los datos.
Por otro lado, se utilizó la observación como parte de la técnica de recolección de datos relativos a esta investigación, así como entrevistas en profundidad, siguiendo un modelo de conversación normal, mediante preguntas abiertas y no a través de un intercambio formal de preguntas y respuestas (Taylor y Bogdan, 1994), entendiendo la entrevista como una técnica de investigación reflexiva, subjetiva y pertinente para la investigación social (Chávez et ál., 2013). Las entrevistas, de orden cualitativo, fueron obtenidas de la narración del actor, la cual coadyuva en el procesamiento de información, robusteciendo el tema de investigación (Creswell, 1994). Para ello, el informante puede expresar sus opiniones, matizar sus respuestas e incluso desviarse del guion inicial pensado por el investigador cuando se divisan temas emergentes que es preciso explorar. De esa manera, el conocimiento que se produce es mediante las diversas relaciones entre los registros, los sistemas de hechos observables, los sistemas de taxonomías y de categorías empíricas y conceptuales que dan la posibilidad de potencializar el análisis y la síntesis de la realidad estudiada, reflexionada y reproducida lo más veraz posible (Chávez et ál., 2013).
Existe una relación tanto directa como indirecta y proporcional entre la masculinidad, la violencia y la vulnerabilidad en los varones recluidos en el Cereso Morelos, por las causas y características analizadas, derivadas de las manifestaciones propias de la conducta de las personas, que se ven focalizadas en una microsociedad ya determinada y que da una muestra de lo que puede acontecer a nivel macrosocial. En el gobierno del estado de Morelos se requiere voluntad política y presupuestal suficiente para la profesionalización y sensibilización del personal que ahí labora, así como la participación de los propios internos, aprovechando sus propias experiencias y aprendizajes sobre la acumulación de riesgos, deficiencias o debilidades para generar su propia resiliencia. Asimismo, se debe permitir recibir apoyo de organizaciones de la sociedad civil, universidades y otras organizaciones no gubernamentales que sirven como contralores sociales y coadyuvantes con los anteriores para lograr dicho fin. Las acciones derivadas del aprendizaje personal mediante el acierto y error, mediante un trato más digno y menos agresivo o violento, se pueden restablecer y hacer respetar muchos de los derechos humanos que han sido vulnerados por la condición de reclusos.
Dichas prerrogativas derivan en las condiciones mínimas que un ser humano requiere para vivir lo más dignamente posible, como los derechos a la salud, educación básica gratuita, es decir, bachillerato, dedicarse a la actividad productiva o trabajo que prefiera siempre y cuando este sea lícito y, por consecuencia, que se garantice el derecho a percibir ingresos justos conforme al trabajo realizado, recibir prestaciones laborales, las cuales le son negadas por la condición de prisionero, el derecho a no ser discriminado por ningún motivo o condición, además del trato digno y el restablecimiento o fortalecimiento del capital social, lo que posibilita a la reincorporación a la sociedad de la cual fueron segregados, y así evitar reincidir. Una vez cumplida la condena o alcanzados algunos de los beneficios de reducción de la pena, salen los residentes al exterior sin oportunidades de trabajo y muchas veces sin apoyo económico de amigos o familiares, lo que dificulta que el recién libertado se reintegre. Por estas razones se ve orillado a reincidir en conductas anómalas o desviadas, consideradas como nocivas para el tejido social de cualquier estado, por lo tanto, delinquir parece ser su última opción, solo por el hecho de no conseguir donde vivir, qué comer ni dónde trabajar, pues una persona recientemente liberada genera desconfianza y hasta temor, por ello nadie le tiende la mano una vez está libre.
Se debe adecuar el sistema de penas y reclusión, hacer que la cárcel sea menos cárcel, y cuanto menos lo sea, mejor. No solo no sirve para combatir los problemas que están en el origen de los delitos cometidos por la inmensa mayoría de las personas presas, sino que contribuye a agravarlos. La reforma más urgente que necesita la cárcel en México consiste en reducirla de tamaño al mínimo. La mejor cárcel es aquella en la que no es preciso entrar, lo que no implica animar la impunidad y la falta de responsabilidad, sino trabajar para que se pueda retribuir a la víctima y a la sociedad cumpliendo otro tipo de penas y sanciones (Cabrera, 2011). En el quehacer educativo, es necesario promover el respeto a los derechos de los presos como un valor esencial inherente a quien ha sido, en determinados momentos de su vida, un ciudadano ‘libre’ y del que se espera que vuelva a serlo. Se debe mejorar la calidad de vida de los presos, restableciendo tanto como sea factible sus responsabilidades cívicas (Caride Goméz, 2013; Caride et ál., 2015).