Artículo de reflexión

Educación para la paz en diversos contextos educativos en Colombia

José Arlés Gómez Arévalo
Fundación Universitaria Juan N. Corpas, Colombia
Audin Aloiso Gamboa Suárez
Universidad Francisco de Paula Santander, Colombia

Educación para la paz en diversos contextos educativos en Colombia

Revista interamericana de investigación, educación y pedagogía, vol. 10, núm. 2, pp. 233-248, 2017

Universidad Santo Tomás

Recepción: 12 Julio 2017

Aprobación: 14 Septiembre 2017

Introducción

La cultura y la educación para la paz son ideales tan antiguos como la concepción de la guerra misma, ambos fenómenos fundados en la necesidad humana de convivir juntos y el derecho. El hombre se desarrolla como tal gracias a su naturaleza social, y eso depende de la calidad del sistema de relaciones sociales y prácticas socializadoras de su medio circundante. Es precisamente en el marco de esta convivencia y las relaciones interpersonales que establece, que el ser humano recibe toda la cultura material y espiritual de la sociedad, necesaria para su adaptación al medio natural y social, y su interacción activa y dinámica con el mismo.

Desafortunadamente, como afirman Pascual y Yudkin (2004):

[…] este amplio legado ha sido relegado y ocultado, ya que la historia siempre se ha escrito desde la perspectiva de los guerreros y poderosos, razón por la cual, se hace necesario en la actualidad, analizar la historia desde la perspectiva creadora, no desde las guerras y el poder de los vencedores.

Antecedentes de la educación para la paz

Los antecedentes más remotos de la educación para la paz se pueden encontrar en el siglo VI a.C. en la tradición oriental, con Majavira, fundador del jainismo, quien preconiza el ahimsa (no violencia) como el principal valor educativo del hombre. Posteriormente Buda unifica los conceptos de piedad y ahimsa hacia todos los seres como elementos sustanciales de vocación filosófica, religiosa y educativa. Jesucristo constituye otro antecedente importante, al promover una cultura de paz fundada en la no violencia, la justicia, la vida en comunidad y el amor al prójimo a través de su práctica cotidiana. Más adelante, Erasmo de Rotterdam y Juan Luis Vives defienden en sus tesis una especie de “pacifismo educativo neo-cristiano”. Otro heredero de la tradición no violenta es Tolstoi, con su rechazo a todo tipo de violencia e intervención a la hora de educar. Finalmente, Tagore y Gandhi proponen como principios de toda educación el contacto con la naturaleza, la armonía del espíritu y la educación para la vida.

Jares (2001) propone en su texto “Educación para la paz: su teoría y su práctica”, cuatro momentos históricos del desarrollo de la educación para la paz llamados “olas”. La primera ola se enmarca en el desarrollo de la llamada Escuela Nueva. La segunda el nacimiento y desarrollo posterior de la UNESCO. La tercera ola se caracteriza por los aportes invaluables de la no violencia, y la última correspondería a lo que el autor llama “la investigación para la paz”.

A inicios del pasado siglo, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, el movimiento de la Escuela Nueva señaló la necesidad de que la educación contribuyera al entendimiento entre las naciones y la superación de las hostilidades entre los países (Pérez, 2013). Al concluir la contienda, nació una corriente educativa que se propuso concientizar sobre la necesidad de evitar la guerra, así como los ideales de internacionalismo y solidaridad. En los años treinta, estos esfuerzos se ven obstaculizados por el ascenso de las ideas totalitarias y xenofóbicas del fascismo y el nazismo.

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, con la creación de las Naciones Unidas y específicamente de la UNESCO con su proyecto de escuelas asociadas, se incorporó al proyecto educativo mundial la educación para el respeto a los derechos humanos y para el desarme. En los años 60 surge la investigación por la paz como disciplina científica. En 1959 se funda el Instituto de Investigación Social y en 1964 la Asociación Internacional de Investigación por la Paz (IPRA), la cual difunde las ideas de Johan Galtung sobre violencia estructural, y las concepciones de Pablo Freire que vinculan la educación con la emancipación de los pueblos, el desarrollo y la eliminación de las inequidades sociales.

A finales de los años 80, la educación para la paz se concentra en enfoques prácticos, tales como la familia, el aula, el barrio, así como otros grupos de pertenencia de los individuos, y en la convivencia en los espacios sociales más cercanos. Con ello se pretende formar a las personas en la construcción de una cultura de paz, mediante el actuar en estos niveles de base, a través del tratamiento no-violento de los conflictos (Viejo, Cabezas, & Martínez, (2013).

Ya en los años 90, la educación por la paz comienza a orientarse hacia un enfoque intercultural, debido a la globalización, y a la formación de capacidades, habilidades y voluntad de convivencia armónica entre personas y grupos sociales de diferentes pueblos, con culturas y experiencias diversas en los individuos.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) declara el año 2000 como el Año Internacional de la Cultura de Paz, dando inicio al Decenio Internacional de la Cultura de Paz y No Violencia para la Niñez del Mundo (2001-2010). En este marco, un grupo de premios nobel de la paz inició una petición llamada Manifiesto 2000. Este documento, firmado por más de 75 millones de personas, constituyó un llamado a la humanidad a participar y hacerse responsable con su futuro, al comprometerse a:

En la Declaración y el Programa de Acción para una Cultura de Paz, la Asamblea General de las Naciones Unidas reconoce que el desarrollo integral de una cultura de paz está estrechamente relacionado con: la promoción de la solución pacífica de conflictos, el respeto mutuo, la comprensión y la cooperación internacional; el cumplimiento de las obligaciones y las leyes internacionales; la promoción de la democracia y el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; la estimulación del desarrollo de habilidades para el diálogo, la negociación, el consenso, y la resolución pacífica de las diferencias en todas las personas; el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la garantía de la participación de todos los ciudadanos en los procesos de desarrollo; la erradicación de la pobreza, el analfabetismo y las inequidades dentro de las naciones y entre ellas; la promoción del desarrollo sostenible; la eliminación de todas las formas de discriminación, racismo y xenofobia, el entendimiento, la tolerancia y la solidaridad entre todas las civilizaciones, pueblos y culturas (1999).

La Educación como constructora de Paz

La educación en todos los niveles es uno de los principales medios para construir una cultura de paz (de la Calle et al., 2014). Asimismo, los gobiernos, la sociedad civil, los medios masivos de comunicación, la familia, los maestros, los políticos, los grupos religiosos, los intelectuales, los científicos, los artistas, los trabajadores sociales, así como las organizaciones no gubernamentales, deben estar completamente implicados en la educación y promoción de una cultura de paz (Pérez, 2014).

En consecuencia, como afirma Freire (1993), la educación para la paz implica desplazar la pedagogía autoritaria por una pedagogía de la pregunta, por una pedagogía problematizadora y democratizante del cuestionamiento, del atrevimiento, del disenso y de la audacia, por una pedagogía de la esperanza que, desde el imperativo existencial e histórico contribuya a viabilizar nuestros sueños edificantes (p. 78).

En ese sentido, la educación en y para la paz requiere la promoción de los derechos humanos, los valores asociados a ellos, y su respeto total; el compromiso con el derecho a una vida digna, la justicia social y la igualdad de oportunidades para todos (Azevedo, 2014); el rechazo a todas las manifestaciones de violencia, sean estructurales, sociales o interpersonales; la utilización de la misma como estilo e instrumento para resolución de conflictos sociales intrapersonales, políticos y familiares; la lucha contra la corrupción y el caudillismo político; el fomento de valores como la generosidad, el diálogo, la escucha, el entendimiento, la participación y la solidaridad; la preservación de los recursos naturales y la estimulación de conocimientos, actitudes, valores y comportamientos favorables hacia el medio ambiente en todas sus dimensiones (Ferreyra, 2014).

Desde la Cátedra UNESCO de Educación para la Paz, de la Universidad de Puerto Rico, se proponen ciertas pautas para educar de manera efectiva para la paz en convivencia solidaria.

Clima de seguridad, respeto y confianza: es indispensable articular un espacio educativo seguro, lo cual implica una visión de seguridad basada en la apertura, la prevención y la atención inmediata a los incidentes de violencia desde temprana edad. Se busca proporcionar un espacio para la no-violencia y la seguridad afectiva, construyendo un clima social de respeto y confianza, partiendo del trato afectuoso y las expectativas positivas para potenciar la autoestima de los integrantes de la comunidad escolar.

Relaciones de apoyo con las familias y la comunidad: la escuela como agente socializador debe proveer una red de apoyo social al estudiante en relación con su familia y la comunidad. Al brindar acceso a los miembros de la comunidad inmediata, la escuela puede articular servicios que las familias necesiten para mejorar su calidad de vida. La familia y la comunidad deben verse como una oportunidad para el crecimiento mutuo y la convivencia. Para esto, se deben articular esfuerzos para prevenir la violencia en las familias y la ejercida con sus integrantes y las comunidades estudiantiles. Para lograr este objetivo, se debe conocer a la mayor cantidad de actores y entidades sociales - comunitarias o estatales- y aunar esfuerzos con ellos para alcanzar una convivencia pacífica.

Educación emocional: la educación debe promover la competencia social y emocional de los estudiantes, mediante la integración de destrezas de vida a su experiencia educativa. En la educación emocional se enseña a comunicar sentimientos, experiencias y preocupaciones y se desarrolla la empatía por los sentimientos y situaciones de vida de los demás, un elemento indispensable para la vida de todo ser humano.

Prácticas para el crecimiento, la apertura y la tolerancia: la experiencia educativa debe partir de la realidad de los estudiantes y propiciar el aprendizaje activo y con sentido. En otras palabras, debe ser un aprendizaje auténtico para el conocimiento y la transformación, que privilegie el aprendizaje cooperativo y colaborativo para aprender a vivir y trabajar con otros. Además, debe propiciar la adquisición de herramientas para comprender los prejuicios, apreciar la diversidad y practicar la tolerancia.

Resolución no violenta de conflictos: es necesario asumir la “pedagogía del conflicto”, en contraposición a la educación tradicional que persigue evitarlo o anularlo. En la perspectiva tradicional, cuando los conflictos surgen, ni se tratan, ni se solucionan, pero se castigan, dando a entender que la disciplina se considera como un fin. En la pedagogía del conflicto, este se asume y se entiende como eje de la convivencia, es decir, es la base para la discusión y la promoción de formas no violentas de abordarlo. La disciplina es un medio para la convivencia. Es importante recalcar que la mediación y la resolución no violenta de conflictos debe ser el medio para la convivencia entre todos los actores y sectores de la comunidad escolar.

Participación democrática: una escuela promotora de derechos y convivencia pacífica tiene que ser una escuela participativa que fomente la ampliación progresiva de la autonomía de los estudiantes.

La educación para la paz es un intento de responder a los problemas de conflicto y de violencia

De acuerdo con Hicks (1999), la educación para la paz es un intento de responder a los problemas de conflicto y de violencia que caracterizan lo que Galtung (1985, citado en Jares, 1999) denomina violencia personal o directa, y violencia estructural e indirecta. La educación para la paz propone modelos didácticos basados en el conflicto, como estrategia de aprendizaje en el marco de la denominada ciudadanía global: es un esfuerzo para consolidar una nueva manera de ver, entender y vivir el mundo. En palabras de Mesa (2001), la educación para la paz construye redes horizontales a partir de la confianza, la seguridad y la autoridad con las demás personas y con las sociedades, donde se intercambian experiencias de forma mutua, y se superan las desconfianzas, ayudando a movilizarlas y a superar las diferencias.

En ese sentido, la educación para la paz promueve el multiculturalismo, el conocimiento de la diversidad social y cultural desde su propia percepción y referentes, y cuestiona al racismo, la xenofobia, los valores y el modelo de desarrollo que generan pobreza y exclusión y favorecen el conocimiento crítico de los problemas globales como el medio ambiente, el armamentismo y las migraciones (Mesa, 2001).

Al respecto, Jares (1999) propone las siguientes características pedagógicas de la educación para la paz:

De acuerdo con lo anterior se evidencian cinco enfoques característicos de la educación para la paz (Hicks, 1999):

En el mismo texto, Hicks (1999) define tres presupuestos que permiten abordar los estudios sobre educación para la paz: el primero asume la guerra y el conflicto violento como factores que impiden el bienestar humano; el segundo considera que la violencia no es el resultado inevitable de la naturaleza humana; tercero, la paz es susceptible de aprenderse, ya que existen modos alternativos de ser, comportarse y organizarse. En este mismo ámbito, Hicks sugiere examinar el papel de las ideologías educativas:

¿Por qué hablar de convivencia y paz en el contexto colombiano?

El conflicto armado en Colombia en los últimos sesenta años ha dejado la cifra aterradora de más de ocho millones de víctimas directas, y sembrado

en lo más profundo del imaginario nacional “una máquina de guerra”, en la cual, desde todas las esferas sociales hay un señalamiento al diferente y una estigmatización al pensamiento divergente y plural.

Los niños colombianos en las últimas décadas han crecido en medio del estertor de la violencia armada y del flujo criminal de dineros ilícitos. Para un futuro ciudadano los problemas se resuelven a bala y por las malas, y todo se puede hacer con influencias, con plata y con armas. La famosa frase de “usted no sabe quién soy yo” opera en este imaginario social como parte del lenguaje corriente, a manera de actitud y de respuesta para solucionar cualquier infracción por grande que esta sea.

En este marco general las víctimas de esta barbarie nacional resisten, sobreviven, reconstruyen sus dolores y sus vidas y perdonan. Los ejemplos a nivel nacional son numerosos: campesinos humildes, indígenas indefensos, poblaciones empobrecidas por el asedio de la guerra, dijeron no a los violentos y los enfrentaron sin armas distintas a su convicción de impedir que sus niños, niñas, jóvenes y mujeres, continuaran inundando los cementerios y los ejércitos de sangre de las filas paramilitares y guerrilleras.

Por lo general estas resistencias se construyeron desde el clamor popular con un contundente “NO” a los violentos. Se organizaron en comunidades de paz, donde, incluso, las fuerzas militares del Estado no podían portar armas. Narra el informe “BASTA YA” del Centro de Memoria Histórica que:

Los intentos por cambiar la voluntad de los actores armados no siempre fueron exitosos. Su registro en la memoria sin embargo exalta los recursos a la palabra, las negociaciones cara a cara y los intentos valerosos que muchos hombres y mujeres emprendieron en situaciones extremas para liberar a sus seres queridos de un destino fatal. Estos actos son extraordinarios y constituyen formas de resistencia civil. Por ejemplo, en el año 2000 los paramilitares reclutaron algunos de los jóvenes de la comunidad del Valle Encantado en Córdoba mediante engaños y ofertas de empleo en fincas (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, pp. 81-82).

En el reciente debate sobre el plebiscito para que los colombianos refrendaran los acuerdos de paz entre el Gobierno nacional y la guerrilla de las FARC, las víctimas del conflicto armado volvieron a dar ejemplo. Miles de ellos salieron a apoyar el acuerdo y muchas asociaciones constituyen hoy en día la muestra clara de cómo es posible no solamente perdonar, sino definir una hoja de ruta para resistir, sobrevivir y reconstruir, en medio de la polarización de un país que aún no tiene claro el valor de una paz estable y duradera. Y en ese contexto, emergió el valioso papel de la juventud colombiana que sentó una posición y alzó su voz para exigir al gobierno buscar una salida negociada a la fallida refrendación. Han sido múltiples los movimientos sociales de jóvenes, en su mayoría universitarios, que se han abanderado de la defensa del derecho a la paz en el país, y es justamente ello una razón para estudiar cómo se configura el desarrollo de esas competencias ciudadanas en las aulas.

La paz como práctica de aula y cultura institucional

Aunque intentar deslindar estos dos fenómenos es casi imposible, dadas las delgadas fronteras que diferencian estos dos aspectos, vale la pena tener en cuenta algunas consideraciones ya planteadas líneas atrás y que se cruzan alrededor de la paz como ausencia de conflictos o como la existencia de equidad e igualdad para lograr una verdadera convivencia (de Almeida, Santos & Porto, 2016).

Kattermann y Aramayo (2011) plantean en su trabajo el tema de la paz como un proceso al que denominan cultura de paz, el cual “se basa en valores, actitudes, comportamientos y estilos de vida que refuerzan la no violencia y el respeto de los derechos y libertades fundamentales de cada persona”. En su propuesta, añaden que “ella depende de la observancia y aceptación del derecho de las personas a ser diferentes y de su derecho a una existencia pacífica y segura dentro de sus comunidades” (p. 16).

Estos autores toman como punto de referencia lo expuesto en el debate del Consejo Ejecutivo de la UNESCO cuando el programa Cultura de Paz se presentó por primera vez en 1992:

[…] los conflictos son inevitables, necesarios y pueden incluso ser beneficiosos al suscitar la innovación, la actividad, la identidad y la reflexión. Pero los beneficios dependerán de nuestra capacidad para manejar los conflictos, para resolverlos equitativamente e impedir sus manifestaciones violentas destructivas (p. 16).

Estos investigadores, plantearon el desarrollo de mecanismos institucionalizados para el tratamiento de los conflictos en el ámbito escolar y la construcción de convivencia pacífica en el Sistema Educativo Boliviano, sustentados en dos premisas:

La primera como Cultura de Paz en el proceso escolar, subcategorizadas a su vez como práctica de aula, por un lado, y como parte de la cultura institucional, por el otro. La segunda premisa, como Cultura de Paz desde la práctica cotidiana, la cual se sustenta en saberes y conocimientos, sobre la forma de analizar y comprender la realidad como requisito para transformarla, capacidades y habilidades, para gestionar los conflictos a través del diálogo y de mecanismos no violentos, y acción política y práctica de valores, entendidas como la toma de posición frente a la violencia, injusticia y otros (p. 16).

Sobre esta misma postura de la cultura de paz, García (1998) también había hecho sus aportes cuando consideró que “para crear una cultura de paz una tarea esencial es reorientar el aprendizaje y los procesos de socialización que sostienen la infraestructura psicológica de la violencia”, según lo planteado por Alzate (citado en García, 1998, p. 2).

García agrega que “mientras las culturas de violencia transmiten odio, la opresión de generación en generación, la cultura de paz cultiva la cooperación y la interdependencia: valores de igualdad, diversidad, justicia social y salud económica”. Y subraya, “también cultiva normas, creencias y actitudes que apoyen la resolución de conflictos no violenta y la reconciliación. Aporta procesos de compromiso activos y realización espiritual que conduzcan a un cambio social positivo” (p. 2).

William Kreider (citado en García, 1998) acuñó el término de “aula pacífica” en la década del 70. Este autor propuso que

[…] para la consecución de todo esto proponemos caminar hacia la construcción de una escuela pacífica que descansa en varios principios que el profesor ha de cuidar mucho: y, entre otros, ofrecemos: primero, “desarmar la historia” segundo, “expresión positiva de las emociones” y tercero “resolución de conflictos”.

Sobre este punto, Arellano (2007), por ejemplo, considera que:

Es un hecho que la violencia está en las escuelas y que tiene dos vertientes, una estructural que se manifiesta en la exclusión de la población de niños y adolescentes de un proceso educativo que brinde una calidad de vida, y una violencia directa que se manifiesta en la destrucción de las instalaciones, educativa, de los bienes del docente (p. 42).

Arellano (2007) deposita en el docente una alta responsabilidad en su función al afirmar que el “docente no está modelando el carácter social del educando para formarlo como un ciudadano que practique los valores de convivencia y que ejerza su autonomía con respeto por el otro”. La autora piensa que este hecho termina “incidiendo esto en la generación de una violencia directa, que como se ha planteado, está presente en las instituciones educativas y en su contexto”. La autora, concluye “que existe la urgente necesidad de transformar al docente y al alumno (…), donde se tenga como meta aprender a vivir juntos” (p. 42).

La óptica desde la cual se desarrolló la interpretación de este apartado en la investigación en competencias ciudadanas se sustentó en la paz como cultura, según Kattermann y Aramayo (2011). Tal cultura de paz, se basa en valores, actitudes, comportamientos y estilos de vida que refuerzan la no violencia y el respeto de los derechos y libertades fundamentales de cada persona y ella depende de la observancia y aceptación del derecho de las personas a ser diferentes y de su derecho a una existencia pacífica y segura dentro de sus comunidades (Langer, 2016).

Este fenómeno debe ser entendido como una cultura de paz en el proceso escolar, en el cual se subcategorizan a su vez como práctica de aula, por un lado, y como parte de la cultura institucional, por el otro. La segunda premisa, como cultura de paz desde la práctica cotidiana, se sustenta en saberes y conocimientos sobre la forma de analizar y comprender la realidad como requisito para transformarla, capacidades y habilidades para gestionar los conflictos a través del diálogo y de mecanismos no violentos, y acción política y práctica de valores, entendidas como la toma de posición frente a la violencia, injusticia y otros (Tahull, 2016).

¿Cómo se relacionan la convivencia y la paz?

Esta es una mirada desde la resolución constructiva de conflictos. Dado que el estudio está ubicado en el contexto colombiano, es apenas obvio tener en cuenta la forma como el Estado ha organizado el Sistema de Educación para la Ciudadanía en este país. Por ello es importante conocer la posición del Ministerio de Educación al señalar que “la educación es uno de los caminos que hará posible la paz”. Para el Estado, “la convivencia y la paz se basan en la consideración de los demás y, especialmente, en la consideración de cada persona como ser humano” (MEN, 2004, p. 12).

Estos referentes están cimentados en las investigaciones de Chaux et al. (2004) cuando definen que “un ciudadano competente debe ser capaz de convivir con los demás de manera pacífica y constructiva”. Tales autores agregan que “esta convivencia no implica la armonía perfecta o la ausencia de conflictos”. Los autores además sostienen que “esa perfección no es realista y tal vez ni siquiera sea deseable” (p. 19).

En este sentido, Galtung (citado en Chaux et al., 2004) opina que “mientras paz negativa se refiere a la ausencia de enfrentamientos violentos, paz positiva se refiere a la presencia de equidad e inclusión social (p. 19). Galtung sugiere que los países deben buscar ambos tipos de paz.

Sin embargo, es necesario observar otros puntos de vista que ayuden a precisar la comprensión de los fenómenos de convivencia. Díaz-Aguado (2001) dice que “para mejorar la convivencia educativa y prevenir la violencia es preciso enseñar a resolver conflictos (incluidos los relacionados con procedimientos de disciplina) de forma constructiva (…) y creando contextos normalizados, como las asambleas de aula” (p. 115).

Díaz-Aguado explica que “estudios realizados con adolescentes y adultos que recurren con frecuencia a la violencia reflejan que suelen tener dificultades para resolver de forma inteligente los conflictos y tensiones que experimentan”. A razón de ello, es imperioso “ayudarles a descubrirlo y enseñarles procedimientos sistemáticos para resolver de forma más inteligente y justa sus tensiones y conflictos”, lo que “puede ser, por tanto, un procedimiento muy eficaz para prevenir la violencia” (p. 118).

Otro elemento que confluye en esta serie de planteamientos es el de Jares (2002). Este autor sostiene que “aprender a convivir significa conjugar la relación de igualdad y diferencia”. Jares (1999b), dice que “las personas también somos diferentes por diferentes motivos y circunstancias; diferencias que pueden ser positivas y fomentadas y en otros casos diferencias que son negativas y por lo tanto deben ser eliminadas” (p. 118).

Gimeno (citado en Jares, 2002) piensa que “los seres humanos son desiguales o diferentes en muchas cosas que los jerarquizan entre sí. Eso es diferente en ciertos casos, positivo en algunos e inaceptable desde un punto de vista ético de otro” (p. 118). Y agrega que:

En cualquier caso, la diferencia o diversidad forma parte de la vida y puede ser un factor de conflictividad. Convivir en un ecosistema humano implica una disposición sensible a reconocer la diferencia, asumiendo con ternura las ocasiones que nos brinda el conflicto para alimentar el mutuo crecimiento (Restrepo, citado en Jares, 2002, p. 86).

Jares añade que “es evidente que uno de los grandes conflictos que se plantean en la actualidad es la relación igualdad-diferencia”. Considera que “desde los presupuestos de un educación democrática y comprometida con los valores de la justicia, la paz y los derechos humanos tenemos que afrontar esta diversidad afrontando los apoyos que sean necesarios”. Sin embargo, aclara que “en ningún modo favoreciendo políticas de segregación en el interior de los propios centros” (p. 86).

Conclusiones

Dados estos referentes teóricos se puede inferir que para construir una convivencia sana es “fundamental partir de la aceptación de que el conflicto es inevitable, porque solamente cuando se enfrentan y aprovechan las tenciones y confrontaciones propias del convivir es posible instaurar procesos de construcciones de una comunidad escolar pacífica” (Coronado, 2008b, p. 12).

De tal modo que se asumirá en la actual investigación la perspectiva de Chaux et al. (2004), quienes sostienen que un ciudadano competente debe ser capaz de convivir con los demás de manera pacífica y constructiva, lo que no implica la armonía perfecta o la ausencia de conflictos; incluso esa perfección no es realista y tal vez ni siquiera sea deseable. Se entenderá desde el planteamiento de Díaz-Aguado (2001) que para mejorar la convivencia educativa y prevenir la violencia es preciso enseñar a resolver conflictos de forma constructiva y creando contextos normalizados, como las asambleas de aula, entre otras estrategias. Asimismo, se entenderá, como propone Restrepo (citado en Jares, 2002), que convivir en un ecosistema humano implica una disposición sensible a reconocer la diferencia, asumiendo con ternura las ocasiones que nos brinda el conflicto para alimentar el mutuo crecimiento.

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