Resumen: Introducción: El presente artículo aborda el surgimiento del arte público comunitario en Costa Rica mediante el estudio de la obra de Alberto Moreno, Olga Coronado y Eduardo Torijano. Objetivo: Identificar la especificidad del arte público comunitario en el ámbito costarricense, desde un marco histórico crítico que posibilite su estudio. Métodos: En primera instancia, se confronta el arte público latinoamericano con las vertientes hegemónicas posteriores a la década de los años setenta. Posteriormente, se profundiza sobre la historia del arte público en Costa Rica para derivar en las formas en que la teoría y la práctica artística se amalgaman en los murales de Moreno, Torijano y Coronado por medio de material bibliográfico y entrevistas. Conclusiones: Se concluye en el aporte de dichos artistas al introducir los procesos participativos y una conciencia política en la experiencia de los espectadores dentro del muralismo que influenciará al arte público posterior.
Palabras clave: artes visuales, arte latinoamericano, arte público, mural, historia del arte.
Abstract: Introduction: This paper addresses the emergence of community public art in Costa Rica through the study of the work of Alberto Moreno, Olga Coronado, and Eduardo Torijano. Objective: To identify the specificity of community public art at the national context, from a historical and critical framework that makes its study possible. Methods: Firstly, it confronts Latin American public art with the hegemonic trends after the decade of the seventies. Subsequently, it delves into the history of public art in Costa Rica to derive in the ways in which theory and artistic practice are amalgamated in the murals of Moreno, Torijano and Coronado by means of bibliographic material and interviews. Conclusions: It concludes on the contribution of these artists in introducing participatory processes and a political consciousness in the experience of the spectators within the muralism that will influence later public art.
Keywords: visual arts, Latin American art, public art, murals, art history.
Artículos
Inicios del arte público comunitario en Costa Rica: Alberto Moreno, Eduardo Torijano y Olga Coronado
The Beginnings of Comunitary Public Art in Costa Rica: Alberto Moreno, Eduardo Torijano and Olga Coronado
Recepción: 14 Julio 2022
Aprobación: 31 Octubre 2022
A partir de la década de los años noventa, en Costa Rica se perfila un tipo de arte público que se distancia del emplazamiento de obra pública monumental o de muralismo institucional a través de encargos a artistas consolidados por parte de instituciones de gobierno o empresas privadas5. Un arte público comunitario que se particulariza por utilizar metodologías participativas e interdisciplinarias con el propósito de impactar la realidad sociopolítica de las comunidades. El rol de la persona artista también se transforma y se acerca al activismo, como gestora de un proceso cuya obra adquiere un valor indicial que se asienta en una ética orientada hacia la justicia social y el bienestar común.
El propósito de esta investigación es identificar los fundamentos que impulsaron esos cambios desde una metodología que integra la confrontación de contextos, la indagación histórica y el estudio de tres casos apoyados en material bibliográfico y entrevistas de tipo cualitativo. Interesa, particularmente, abordar la noción de arte público comunitario, entendido como una práctica artística cuyas dinámicas involucran a distintos actores sociales en un proceso de investigación organizado, crítico y reflexivo que conduce a una creación conjunta de un saber colectivo a través del arte dentro de una comunidad particular.
En el primer apartado, se traza el surgimiento del arte público en sus diversas vertientes y se hace énfasis en las diferencias y similitudes entre la región norteamericana y la latinoamericana. Se discute el cuestionamiento de los modelos de arte público norteamericano de posguerra a principios de la segunda mitad del siglo XX y la respuesta dada por el arte público Nuevo Género en el último cuarto de dicho siglo. En el segundo apartado, se aborda específicamente el modelo propio del muralismo mexicano, los cambios producidos en el contexto de la Revolución Cubana y los nuevos aportes teóricos de la Teología de la Liberación y la Pedagogía de los Oprimidos para determinar la deriva en prácticas artísticas colectivas y democratizadoras situadas en espacios públicos después de la década de los años setenta, con notorios vínculos con el conceptualismo propio de la región. En el tercer y cuarto apartado, se estudia específicamente el caso costarricense y el surgimiento al final de la década de los años noventa de diversas metodologías de muralismo comunitario a partir de la obra de Alberto Moreno Blanco (1952-2015), Eduardo Torijano Chacón (1954- ) y Olga Coronado Calvo (1957- ), cuya influencia permeará los desarrollos del arte público en el país. En última instancia, se establecen una serie de consideraciones finales que recuperan los aspectos más relevantes de la presente investigación.
Félix Duque (2001), en su libro Arte público y espacio político, sostiene que la espacialidad es el criterio diferencial del arte público, de su emplazamiento entre el afuera del museo y los linderos de la ciudad. Según Duque, el arte se torna público una vez dislocado del lugar en el cual la modernidad lo había confinado, el museo, para situarse en el espacio urbano. Ahora bien, cuando se afirma que el arte público ocupa su lugar fuera del museo, se hace referencia únicamente a la institución museal en su estatuto hegemónico, esto es: la surgida en la modernidad desde el siglo XIX como centro de exposición y legitimación de obras y artistas. Esta salvedad es necesaria porque el concepto y operatividad del museo han experimentado constantes reinvenciones desde hace varias décadas.
Como reseña el mismo Duque (2001), y otros autores como Antonio Remesar (2007), a excepción de algunas manifestaciones tempranas relacionadas con los monumentos conmemorativos, el arte público surge con el urbanismo de finales del siglo XIX, vinculado a programas de desarrollo urbano y a la preocupación por la vida común en la ciudad a lo largo del siglo XX. Así, esta primera etapa del arte público, sobre todo en Estados Unidos y Europa, se caracteriza por la intervención escultórica realizada en grandes ciudades (excluido el campo y las comunidades urbanas de los márgenes) y en cuyo desarrollo participaron artistas primordialmente masculinos, bajo esquemas artísticos que, con múltiples resabios modernos, sugieren la autonomía formal y la distancia estética, pero situados en espacios de acceso e interés público.
En esa línea, entre finales de la década de los años sesenta e inicios de la de los ochenta, es posible destacar el papel del minimalismo y postminimalismo. Como ejemplos paradigmáticos, se puede mencionar The Red Club de Isamu Noguchi (1968) en Nueva York o Flamingo de Alexander Calder (1974), situada en Chicago. Ambas piezas coinciden al contrarrestar de forma estética la arquitectura funcionalista típica de las grandes ciudades estadounidenses, sin cuestionarla ni relacionarse excesivamente con ella, es decir, manteniendo su autonomía y distancia. En esta misma línea, pero desde una lógica de intervención más agresiva, no se puede olvidar la obra de Richard Serra (1981)Titled Arc, que incluso, como lo plantea Douglas Crimp (1993), es paradigmática del desplazamiento entre las nociones modernas y postmodernas del arte público, al abrir un extendido debate (incluso judicializado) sobre la función del arte en espacios públicos que llevó al desmantelamiento final de la pieza. Susanne Lacy (1995) apunta que esta polémica obligó al diseño de políticas vinculadas a la gestión del arte público a tener en consideración a las audiencias receptoras de una obra previo a su instalación y a no actuar de manera impositiva sobre los espacios urbanos.
Consecuente, al calor de las discusiones que reflexionan sobre las relaciones entre arte, poder y gestión de lo público con la entrada de la postmodernidad a finales de la década de los años sesenta, aparece en Estados Unidos una nueva forma de arte público bajo el nombre de New Genre Public Art, cuyas prácticas trascienden el Site-specific (obras que contemplaban el espacio) para incluir apuestas ideológicas desde las reivindicaciones sociales, de género, étnicas e identitarias (Bonilla, 2019). Susanne Lacy (1995), una de las principales teóricas del movimiento, sostiene que el arte público Nuevo Género se basa en la necesidad de implementar métodos participativos, colaborativos y de cara a la ciudadanía, que modifican los roles de las personas artistas, desplazados de sus talleres o estudios y resituados en la gestión e integración comunitaria, donde asumen compromisos con movimientos de reivindicación social de diverso tipo: feministas, etnicistas, marxistas u otros.
Mientras la lógica modernista del arte público refiere a un tipo de aislamiento en su monumentalidad para centrar su atención en sí mismo, el arte público Nuevo Género se alimenta más bien de elementos excluidos previamente: juega con el entorno, la historia de un lugar y la participación activa de los espectadores. Sobre la primera forma, esta se sustenta en una visión cerrada y sacralizada de la obra de arte, en la cual se asegura en un espacio expositivo donde únicamente pretende ser contemplada. Por el contrario, la segunda, sin ceder completamente su estatuto artístico, pasa a formar parte de un entramado de relaciones que sobrepasan lo contemplativo y buscan la irrupción en ella del espacio social, político y cultural que la recibe: obra y contexto se tejen para promover una interacción e interpretación vivencial del espectador.
Por su parte, el arte latinoamericano sigue una historia significativamente distinta, aunque presenta afinidades con la corriente del arte público Nuevo Género. De hecho, lo público en el arte público latinoamericano surgió de un impulso declaradamente político, revolucionario, identitario e ideológico. Basta con pensar en las primeras manifestaciones del muralismo mexicano en torno a la década de los años veinte, en las cuales se plasma con claridad un proyecto político nacionalista (Traba, 1994).
De hecho, el muralismo rechaza el intimísimo subjetivista del modernismo para llevar el lenguaje pictórico a la intemperie urbana, propiciando así una afinidad con nuevos sujetos políticos y afirmando su carácter eminentemente sociopolítico. Se trata de obras que salen del museo y que responden a un proceso de politización del arte, para decirlo a partir de Walter Benjamin (2010). En concordancia con las interpretaciones que Natalie Heinich (2002) hace del pensamiento de Pierre Bourdieu, se podría afirmar que el arte público sale del campo cultural, a saber, —los recursos que permiten acceder a determinado estatus sociocultural en relación con consumos refinados o reconocimientos académicos— para transgredir su estatuto burgués al cruzarse con la totalidad del espacio social, resultando así en un arte inserto en la cotidianidad de las clases populares. Una vez franqueado su estatus sociocultural burgués, la obra de arte encuentra su lugar en medio del efervescente espacio social y, en el caso latinoamericano, lo hace desde el muralismo mexicano ya orientado sociopolítica, didáctica e ideológicamente; pero que, al avanzar el siglo XX, se desplazará de la lógica del monumento conmemorativo propio de una didáctica unidireccional para abrazar otros procesos participativos situados fuera del espacio museístico y en estrecha relación con las prácticas de artísticas conceptuales latinoamericanas.
El teórico del arte y artista argentino Luis Camnitzer (2008) ha hecho notar que el muralismo mexicano “sentó un modelo para el arte didáctico que tuvo vigencia en América Latina hasta finales de la década los cincuenta” (p. 150). Sin embargo, apunta Camnitzer, este modelo comenzó a presentar síntomas de agotamiento cuando su carácter público y didáctico se reveló como puramente ideológico. La Revolución Cubana (1953-1959) y la progresiva emergencia de la Teología de la Liberación6 creó una atmósfera política que cuestionaba la institucionalidad moral y dichas formas de dominación ideológica.
Para finales de la década de los años sesenta en Latinoamérica, las ideas de la Teología de la Liberación teñían la atmósfera de un potencial transformador y las personas artistas rechazaron la indiferencia prototípica de la noción modernista-hegemónica del arte. Aunado a lo primero, fue también relevante la renovación de la pedagogía que realizará Paulo Freire (2005), para quien la educación no debía ser pensada para atender o auxiliar a los oprimidos como un regalo asistencial del poder, sino que debía formularse con los oprimidos como una forma de aprendizaje horizontal que otorga poder y autonomía. A este respecto, Camnitzer (2008) advierte que, ante una pedagogía unívoca y de dominación, el pensamiento de Freire se convirtió en “un manual para maestros como para artistas” (p. 146) que imaginaron otras formas de relación y repensaron “la idea de hacer un arte para el pueblo” (p. 151) para convertirla en un arte del pueblo o hecho por el pueblo.
La consecuencia de estas ideas se puede ejemplificar con la conformación de colectivos de artistas e intelectuales bajo modelos interdisciplinarios y críticos. En Argentina, para mencionar un caso paradigmático, se conformó el Centro de Arte y Comunicación (CAyC) que reunía a un grupo de profesores opuestos a las represiones sistemáticas del gobierno de facto del General Juan Carlos Onganía. Tal como sostiene Mariana Marchesi (2013), el CAyC se propuso como alternativa a la institucionalización oficial de otros organismos culturales y, a su vez, como núcleo interdisciplinario de gestación de arte y pensamiento.
Del CAyC se derivó la creación de El Grupo de los Trece, quienes afirmaron que las dinámicas expositivas realizadas en museos e instituciones tenía un efecto limitado en los sectores populares, ante lo cual buscaron alternativas en el espacio público, considerado como un lugar en el que podrían actuar como catalizadores de una conciencia crítica mediante un acercamiento a lo popular desde lo popular. La curadora María José Herrera (2013) sostiene que para el Grupo de los Trece: “El artista debía señalar el ‘proceso ideológico’” que “invierte y oculta la realidad social”, luchando por una cultura popular “que no sea la popularización de los valores de la clase dominante” (p. 32).
Un ejemplo de sus acciones fue la realizada durante 1972 en la Plaza Roberto Arlt, en la que tomaron la plaza bajo el título CAyCal aire libre. Arte e ideología. Esta exposición terminó siendo censurada y desmontada por la policía. Entre las piezas más notorias de dicha muestra, resalta Construcción de horno popular para hornear pan, en la cual los artistas Víctor Grippo, Jorge Gamarra colaboraron con el artesano A. Rossi para construir un horno mediante un intercambio de saberes y luego repartir el pan a los visitantes de la plaza.
Casos similares al argentino se abrieron paso en el resto de Latinoamérica, algunos vinculados a los movimientos sociales y otros planteados desde la autogestión para el apoyo a comunidades necesitadas. La mayoría de las veces este conjunto de prácticas convivieron indiferentes a una disputa sobre los medios o los límites del arte, dado que sus preocupaciones y metodologías eran resonantes. Por ejemplo, en México, la gráfica popular, el nuevo muralismo, la performance mediática (como el caso de Superbarrio Goméz o el colectivo Polvo de Gallina Negra), artistas de línea más conceptual como Francis Alÿs y colectivos de murales participativos, como RevArte, encontraron en la calle y en las comunidades un espacio común de impacto ampliado, en el cual situaron su práctica pensando en la transformación social.
A partir de este enfoque del conceptualismo latinoamericano que aporta Camnitzer (2008), y al contemplar estos dos núcleos de acción —el mexicano y el argentino—, se vuelve relevante destacar cómo, a través de la Teología de la Liberación y la Pedagogía de los Oprimidos, se da una articulación entre el conceptualismo latinoamericano y el arte público que cuestiona los reduccionismos que tienden a polarizar las prácticas del arte contemporáneo con respecto a los medios tradicionales.
En resumen, parece patente que el vínculo entre el conceptualismo y el arte público recae, por una parte, en la necesidad de repensar las prácticas artísticas desde un enfoque que no se reduzca a trabajar para los oprimidos y para el pueblo, sino con los oprimidos y por el pueblo (Freire, 2005) a partir de la creación de prácticas colaborativas en el seno mismo de las comunidades. Por la otra, coincide la idea de alcanzar a las comunidades fuera de la institución museística y en reconfigurar a las personas artistas no como creadoras solitarias, sino como activistas, gestoras y productoras de experiencias para así democratizar sus prácticas y el alcance de estas. De tal modo, la anterior didáctica unívoca y su irremediable resabio de dominación, quedaba señalada en pro de prácticas que pretendían entregar voz y autonomía a las comunidades. La obra dentro de este paradigma no solo se aprecia como una representación analógica o simbólica, sino también como el registro indicial de ese mismo proceso participativo, de una didáctica polívoca de construcción identitaria propia.
En el marco de esos nexos es que ya se puede situar la práctica del arte público en Latinoamérica, sobre todo en su apuesta por tejerse recogiendo la multiplicidad de voces para las cuales, en última instancia, se realizaba. Más aun si el arte se pretendía realmente público no solo debía extender su labor creativa y reflexiva al público mismo, sino que también debía tomarlo, apropiase de él desde el relato de su propia historia, lo que para Duque (2001) supone una verdadera subversión tendiente a la construcción de la conciencia y la recuperación de la memoria:
como tema ejemplar de su meditación, sacando a la luz el espacio político en el que aquél se inscribe e intentando romperlo, desarticulado y recomponerlo mil de maneras, para que en el público resurjan conciencia y memoria: para que recapacite sobre su situación social y haga memoria de su condición humana. (Duque, 2001, p. 141)
Por tanto, el arte público cumple un papel de intervención del espacio sociopolítico que permite, a la vez, un resurgir de la memoria y la conciencia históricas, un impulso de la criticidad y una rearticulación de los vínculos humanos dentro de una comunidad determinada. Esta es una cuestión que, como se verá, es fundamental para abordar el muralismo comunitario en Costa Rica, en el cual sus productos se configuran a través de la participación horizontal como dispositivos de memoria.
Pero antes de ello, es relevante mencionar cómo, si bien es cierto no es posible referenciar de forma directa las prácticas muralistas surgidas en Costa Rica en la década de los años noventa con el conceptualismo, sí se evidencia una serie de ecos y similitudes en el esquema de trabajo que constata un desplazamiento del arte público unívoco a un arte público polívoco, desde la lógica de la participación popular y situado, principalmente, en comunidades rurales y urbano-marginales. Esto permite adelantar la conclusión de que un estrato teórico común, sistematizado y transversal a Latinoamérica alimentó dichas propuestas. En el caso de Olga Coronado, Eduardo Torijano y Alberto Moreno, estas reciben un respaldo de las instituciones universitarias que arraigan su quehacer en el humanismo latinoamericano, desarrollado sobre todo desde el ideario de la Reforma de Córdoba7, que impactó en toda región latinoamericana. En el siguiente apartado, se procede a analizar el contexto costarricense, haciendo hincapié, precisamente, en ese respaldo institucional del sistema universitario público y el ideario que lo facilita.
En el caso costarricense, antes de la década de los años noventa, el arte público se movió en un ámbito entre la influencia del muralismo mexicano y el arte moderno, desarrollándose en estrecha relación con intereses políticos o por encargos institucionales. En esa línea, se ubican Manuel de la Cruz González y Teodorico Quirós, quienes, por encargo del Círculo de Amigos del Arte, realizaron en 1937 el primer mural documentado en San José, titulado Labriego Sencillo. Por su parte, Luis Daell, tras la Revolución del 48, realizó por encargo de José Figueres Ferrer un mural sobre la Guerra Civil en Casa Presidencial denominado La Piedad. Luego, en 1952, Francisco Amighetti pintó La vida agrícula relacionada con la paz, esto en la sucursal Alajuela del Banco Nacional. En 1960, el Banco Anglo (actual Ministerio de Hacienda) le encarga a Manuel de la Cruz la realización de un mural abstracto que se denominó Mural Espacial. Por esta época, también destacan los murales realizados por Margarita Bertheau y Jorge Gallardo. Más adelante, en la década de los años setenta, Felo García y Néstor Zeledón (1970) realizaron trabajos como el Mural del Teatro del Conservatorio de Castella en Sabana Norte, explorando la abstracción. Asimismo, entre 1973 y 1976, César Valverde pintó diversos murales, todos en el marco institucional, por ejemplo, el Mural de la Asamblea Legislativa (1974) y el Mural de la Clínica Marcial Rodríguez (1976)8.
En la escultura, el recorrido es similar, aunque evidencia con más claridad los registros de la escultura monumental y figurativa desarrollada durante casi todo el siglo XX (donde resaltan los nombres de Francisco Zúñiga, Néstor Zeledón, Ólger Villegas y Manuel Vargas) y obras de naturaleza abstracta de creación mucho más reciente. La mayoría de estas creaciones se pueden delimitar como esculturas en el espacio público cuya autonomía se presenta casi indiferente al entorno. Son pocos los ejemplos de esculturas figurativas preocupadas por la participación e interacción de las personas. Resalta el caso de Leda Astorga (1998) en épocas recientes, cuyas obras de lenguaje popular se hibrida con mobiliario urbano destinado para promover la recreación y el aprovechamiento del espacio público, como lo ejemplifica Arcoiris. En el caso de esculturas de naturaleza abstracta, se puede reconocer en algunos casos la búsqueda de una participación de los espectadores, ya sea por ser de bulto abierto, como en Espíritu del Vuelo de José Sancho (2004), situado en los jardines del Banco Central, o por incentivar una interacción en el tránsito del espectador, como la obra monumental de Edgar Zúñiga (2005), que al utilizar series de columnas y módulos, aunado a la ausencia de bases, le permite al espectador acercarse a ellas y atravesarlas; por ejemplo, la obra Expresiones de nuestra humanidad, ubicada en la Universidad de Costa Rica.
Los estilos, medios y temáticas de todas estas obras son variados. La mayoría constituye un patrimonio indudable y evidencia la calidad artística de sus autores y sus diferentes búsquedas, pero coinciden, en su mayoría, en limitarse a representar los valores institucionales o de los desarrollos estéticos de sus creadores. En la escultura, el interés por el espacio y la interacción es algo que se sitúa ya en el siglo XXI, sobre todo en el caso de las obras de Leda Astorga.
Por otra parte, este recuento sumario pareciera evidenciar que el arte público en Costa Rica se ha tejido siempre desde el apoyo institucional. Sin embargo, es importante mencionar el caso particular de la Universidad de Costa Rica, cuyo enfoque al respecto del arte público se distinguió del resto de instituciones impulsado por las redefiniciones del III Congreso Universitario, en el que se define la postura humanista de la institución a partir de tres ejes sustantivos de la labor académica: la docencia, la investigación y la acción social. Como consecuencia, se establece el Estatuto Orgánico en 1974, en el que se describen propósitos y principios, entre los cuales destaca el artículo 3:
La Universidad de Costa Rica debe contribuir con las transformaciones que la sociedad necesita para el logro del bien común, mediante una política dirigida a la consecución de una justicia social, de equidad, del desarrollo integral, de la libertad plena y de la total independencia de nuestro pueblo. (Universidad de Costa Rica, 1974)
Como consecuencia de esta declaratoria, la Universidad de Costa Rica va a implementar políticas institucionales dirigidas a la atención de las problemáticas comunitarias a través de la creación de la Vicerrectoría de Acción Social y en cooperación con las unidades académicas. Desde dicha instancia, se habilitarán condiciones para un arte público participativo desde la consolidación del Trabajo Comunal Universitario (TCU) en 1989 y la implementación del TCU-Arte público: proyección viva en las comunidades en el 2001 por parte de la Escuela de Artes Plásticas y dirigido por Eduardo Torijano, desde donde se impulsará la creación de murales en espacios comunitarios bajo las metodologías participativas fundamentadas por Paulo Freire y Boaventura de Sousa Santos9. Hasta hoy, dicho TCU ha realizado más de 80 murales en comunidades rurales, urbanas y territorios indígenas y han desfilado por sus filas más de dos centenas de estudiantes, algunos de ellos y ellas hoy artistas, que sitúan su obra en el espacio público, familiares a los procesos participativos y participantes activos en la producción del arte público contemporáneo.
Paralelo a la entrada en vigor del Estatuto Orgánico de la Universidad de Costa Rica en la década de los años setenta, también se evidenció un cambio de rumbo del arte costarricense, aunque este llegó a madurar dos décadas después. Como relata Ana Mercedes González (2016), la Bienal Centroamericana de Pintura de 1971 se convirtió en un hito por las críticas del jurado hacia la falta de compromiso político de las obras costarricenses presentadas. A partir de ahí se empieza a dar en el país un cuestionamiento del paradigma sobre la función del arte, el cual, aunado a cambios en la estructura institucional, llega a impulsar cambios en inscripción política de las Artes Visuales en las décadas posteriores.
Así, en la década de los años noventa, en confluencia con la creación del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (1998)10 y la fundación de TEORéTica11, se van a registrar con más frecuencia la difusión y validación de prácticas artísticas implicadas en lo social o emplazadas directamente en el espacio público. Tal es el caso de la obra de Pedro Arrieta (1997) denominada Fútbol con dengue (Premio de la Sala Abierta en la III Bienal de Escultura en la Cervecería Costa Rica en octubre de 1997) o Día sangriendo de Priscilla Monge (1998), pieza en la que la propia artista transita por las calles de San José vistiendo un pantalón manufacturado con toallas sanitarias el día de su menstruación. Posteriormente, programas desde las instituciones museísticas como En la Calle, del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo12, terminaron de dar impulso y legitimación a artistas interesados en trabajar en el espacio público desde la performance, la instalación o la intervención y apropiación crítica, como el caso de Susana Sánchez, Alejandro Ramírez, Jamil de la Paz, entre otros.
Posteriormente, las políticas culturales del país van a transformarse en sintonía con los ejes de trabajo de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que van a promover una cultura comunitaria con un enfoque de derechos humanos. Esto se va a evidenciar en la creación del Parque La Libertad13, en la comunidad de Linda Vista de Desamparados, y en la implementación de actividades como Enamorate de tu Ciudad14 para la reactivación de la ciudad de San José. En ese marco político y cultural, es importante mencionar la alianza interinstitucional de múltiples instancias de gobierno con la agencia de las Naciones Unidas ONU-Hábitat entre el 2011 y 2013, desde donde se impulsó el proyecto Activaciones Urbanas para la Apropiación del Espacio Público (Montes, 2013), un conjunto de iniciativas de intervención artística comunitaria en barrios urbano-marginales. Artistas como Francesco Bracci y colectivos como Pausa Urbana y Perro Cerámico realizaron proyectos de arte comunitario con un enfoque metodológico participativo con distintos resultados que evidencian un diálogo con prácticas contemporáneas. En el caso de Bracci, se hibridó escultura y mobiliario urbano recreativo; por otra parte, Perro Cerámico creó un mural-cómic pintado con jóvenes de la comunidad; y en el caso de Pausa Urbana, se intervino toda un calle con elementos instalativos diversos, incluso performáticos.
Por tanto, se constata ya para esta época un escenario de diálogo y vinculación entre la práctica artística contemporánea y los desarrollos del arte público que se dieron desde el marco institucional o desde iniciativas personales de los y las artistas. Es importante notar cómo el contexto sociopolítico costarricense, menos convulso que en el resto de Centroamérica y otros países latinoamericanos y con una cobertura de servicios públicos extendida, llevó a que la producción del arte público estuviera demarcada por el peso institucional, ya sea por intereses estatales o por las apuestas ideológicas y teóricas que posibilita la autonomía universitaria, en cuyo caso estuvo muy marcada por los fundamentos de la Acción Social.
A continuación, se abordará a tres artistas costarricenses cuya obra consiste en la creación de murales comunitarios a lo largo del país: Alberto Moreno, Olga Coronado y Eduardo Torijano. Se considera que sus obras inauguran un arte público comunitario en Costa Rica, no solo por su fundamento teórico, sino también por sus efectos directos en la formación de artistas a lo interno de las universidades públicas. En ese sentido, es importante recalcar cómo su obra fue posible por su inscripción laboral en la Universidad de Costa Rica y la Universidad Estatal a Distancia, cuyos propósitos de Acción Social posibilitaron la asignación de recursos y la inclusión estudiantil para concretar dichos proyectos.
El propósito de este apartado es hacer un acercamiento a los procesos de cada artista para así facilitar una comparación que permita concluir sobre los puntos de encuentro. Se ha procedido a la revisión del material bibliográfico existente y a la realización de entrevistas de manera personal. Dada la muerte de Alberto Moreno en el año 2015, su obra se aborda desde el registro bibliográfico existente.
Alberto Moreno (1952-2015) desarrolló su práctica profesional entre la producción audiovisual, la pintura y el mural. Como parte de sus funciones a lo interno de la Universidad de Costa Rica, realizó una decena de murales en zonas de Limón y Alajuela a partir del colectivo El Establo, conformado por estudiantes de las carreras de Comunicación Colectiva y Artes Plásticas. También participó en los proyectos de educación ambiental que implementó la Fundación para el Desarrollo de la Cordillera Volcánica Central (FUNDECOR) para el Ministerio de Educación y el Ministerio de Ambiente y Energía a partir de 1994. Dentro de ese proyecto, trabajó de la mano de estudiantes de nivel secundario para la realización de aproximadamente veinte murales en colegios públicos.
En términos generales, el trabajo de Moreno estaría marcado por sus sensibilidades sociales, su interés por la cultura popular y el compromiso con las comunidades desde la militancia de izquierda. Como él mismo afirma:
El mural es arte público, generalmente exterior y, en consecuencia, determinado por ciertos compromisos con la comunidad que lo sustenta, no está hecho para colgar en las paredes de un coleccionista. Se busca un diseño espejo de la realidad, un retrato crítico, muchas veces no complaciente. (Moreno, 2007, p. 13)
Para él, un mural conlleva compromisos con la comunidad. Esta debe sustentarlo, pero, como artista, no se debe ser complaciente con ella, sino que, al referir las obras murales como espejos críticos y analíticos de la realidad, estos pueden ser el germen para el cambio social. También, de la anterior cita se desprende una escisión con la idea del arte como objeto de consumo de las élites y su potencial de transformación en contextos comunitarios.
Al respecto de la función y ética del muralista, Moreno resalta que se debe tener tacto antes de realizar la obra, partiendo de reflexiones que vengan de la realidad y la experiencia comunitaria. Ahí mismo radica la importancia de un proceso metodológico coherente y respetuoso con las realidades, horizontal y participativo: “La metodología de trabajo, además de ser muy ágil, debe ser horizontal y participativa, buscando siempre, mediante la expresión, la construcción de identidad como punto de partida” (Moreno, 2007, p. 20).
Otra clave en el proceso de hacer murales, como señala Moreno, sería armar su metodología de trabajo ordenada que conlleve a la consolidación de un proceso colectivo e inclusivo que, por medio del involucramiento, refuerce la presencia de la obra en el entorno comunitario.
Para trabajar en equipo es necesario incorporar nuevas formas de relación. Hay en nuestra cultura pocas señales que nos ayuden a entender el colectivo. Hay que buscarlas. Las hormigas, por ejemplo, se estimulan mutuamente para trabajar, las abejas se impulsan unas a otras, todas son hermanas, y no son tan débiles que digamos. Debe haber una especie de enamoramiento entre los miembros del grupo y entre éstos y el trabajo que se esté haciendo, si no, no funciona. (Moreno, 2007, p. 15)
Esa construcción de lo colectivo también se debe nutrir de un elemento emocional que soporte un compromiso con la obra y la comunidad, cuestión que apunta a una reflexión sobre los afectos como guía para la construcción autónoma y consciente de lo colectivo.
Para Moreno, también era vital acercarse a los relatos e historias vecinales. El diseño se veía antecedido por espacios en los cuales se compartían anécdotas para construir un guion literario pertinente. Así, los paisajes rurales o urbanos, las comidas, la música, personajes y formas de vida autóctona, fauna y flora local construían un relato a nivel temático acorde con la comunidad y consolidado desde lo metodológico.
Como se aprecia en la obra Historia de San Mateo (2006) (Figura 1), el trabajo de Moreno se presenta como una pluralidad de heterogeneidades a nivel de forma y color, a causa del proceso metodológico (que incluye a una diversidad de motivos y participantes) y su intencionalidad crítica y política. Sin embaego, contrario de cómo se puede imaginar, las piezas mantienen una unidad bajo una lógica formal de diseño cercano a los guiones visuales cinematográficos, tomados de su experiencia como productor audiovisual. Esto se puede visualizar con más claridad en su mural realizado en Moravia de Upala (Figura 2), en el que la arquitectura se vuelve una metáfora de la cinta cinematrográfica, en la que el montaje organiza una narrativa popular.
Olga Coronado Calvo (1957- ) es licenciada en Artes Plásticas con énfasis en Pintura y miembro fundadora del Colectivo de Mujeres Artistas Costarricenses, de gran impacto en el espacio artístico nacional. La mayoría de su obra, más de 50 murales, la ha realizado en el Departamento de Promoción Cultural y Recreativa del Programa de Extensión de la Universidad Estatal a Distancia (UNED).
Desde ese lugar, y vinculada a la misión de acceso e inclusión educativa en los territorios lejanos que impulsa la UNED, Coronado ha trabajado en la recuperación del patrimonio histórico e identitario de los pueblos a través del muralismo. Esta es una práctica que le ha permitido profundizar en la identidad de las comunidades, conocer y hacer visibles sus personajes, su historia, su geografía, su ecología, su zoología y demás elementos. Así lo expresa la artista:
la extensión universitaria, es una forma de comunicación entre la Universidad y las comunidades, donde se dialoga, y cada uno se nutre de los saberes y aprendizajes del otro; y juntos realizan propuestas. Con la construcción de murales se da un espacio de encuentro para la expresión y la creación. Por esto, el proyecto es una sistematización de experiencias, en todas las comunidades por las cuales se ha estado. (Coronado, 2017, p. 2)
Su proceso artístico es valorado en su carácter performático, una sistematización de experiencias que tiene tanto peso como el mural producto de ellas: el proceso conduce a la realización del mural y este, ya concluido, remite a ese mismo proceso, configurándose como un documento indicial de esa memoria.
Coronado inicia contactando a las comunidades (en la mayoría de los casos, situadas en espacios geográficos lejanos y con índices de desarrollo bajos) con la propuesta de hacer un mural. Posteriormente, en un segundo paso, cuando la propuesta de hacer un mural es aprobada por la comunidad, se empiezan a entablar reuniones con los ‘historiadores empíricos’ y con personas representativas del lugar con el propósito de establecer un diálogo con la historia y la cultura propias de la comunidad. También se consulta material de investigación arqueológica e histórica para complementar el conocimiento sobre el pasado autóctono, pero, como advierte Coronado, es importante que las referencias académicas se valoren con rigor y no tengan un mayor peso que el diálogo con las y los pobladores contemporáneos.
De forma paralela, para incluir al resto de la comunidad, y sobre todo a sus personas jóvenes, se llevan a cabo talleres artísticos que pretenden evidenciar la cosmovisión de los participantes a través de los trabajos plásticos resultantes de esas actividades y en comunicación con las historias recolectadas. Coronado ejemplifica el proceso de la siguiente forma:
Se trabaja mediante talleres de animación, con el fin de recopilar historias, costumbres, tradiciones y los sueños del colectivo. Toda esta construcción simbólica, se plasma en dibujos, pinturas, realizados con adultos, jóvenes y niños. Estos elementos surten de materia prima el diseño de los murales. El proceso de analizar la historia comunitaria es lo más enriquecedor de este trabajo. (Coronado, 2017, p. 6)
De la anterior cita, se evidencia un proceso que conduce a la concreción de un guion colectivo de íconos y símbolos representativos de la comunidad. El proceso metodológico, al convocar una pluralidad de voces, hace que el mural se convierta en un espacio de diálogo, de reconocimiento de la identidad desde la voz y la escucha. Así, se impulsa la investigación del pasado precolombino de forma dialógica, se elaboran nuevos saberes colectivos y se promueve la formación de capacidades que repercutan de manera positiva en el estilo de vida de estas comunidades. Además, permite que las personas participantes y pobladores construyan un vínculo y se apropien del mural para su posterior cuido.
Ese vínculo cercano entre el proceso y la obra mural, es decir, el diálogo que entre ellos se suscita, se observa con claridad en el mural sobre identidad bribri (Figura 3), realizado en Shiroles de Talamanca. En este mural, se pueden observar elementos relativos a la cosmovisión bribri: simbólicos, narrativos y propios de prácticas ancestrales que configuran el mural como una pluralidad de voces y sentires. El color de abundantes tonalidades cálidas y elementos yuxtapuestos sin clara jerarquía se organizan desde el U-suré (o casa cósmica) que se sitúa en el medio. A diferencia de las composiciones de Alberto Moreno, que explotan los planos cinematográficos, aquí se observa una menor profundidad, apelando a síntesis más esquemáticas que refieren a una visión no-occidental de la representación, y que refuerza la coherencia del mural y su proceso de diseño y realización.
Para Coronado (2017), el arte público define el trabajo de toda una vida como artista, siendo para ella la práctica artística menos egoísta de todas, en tanto no se limita a unos cuantos individuos, sino a la comunidad, permitiendo un reflejo y una recuperación de su identidad. En su texto Pintando en Comunidad, Coronado (2017) comenta que, en la conclusión del proceso artístico, se consolida un grupo de personas conscientes y sensibilizadas hacia esta identidad y tradición, capaces, a su vez, de transmitir la memoria del proceso. Es un fortalecimiento cultural que contribuye al desarrollo individual y colectivo de los involucrados con la obra y las generaciones futuras.
Eduardo Torijano (1954- ), el último muralista a reseñar, evidencia, desde su formación académica, un interés por entender al arte desde un discurso político, teniendo importantes influencias como el muralismo mexicano, el cual se marcaría en su trabajo por su paso por la Academia de San Carlos en la Ciudad de México, aunque con claros desprendimientos, dado el marco institucional de la Universidad de Costa Rica en la que se suscriben sus obras. A raíz de un arte marcadamente político, Torijano apela a un formato monumental que hace sus obras más accesibles, entendiendo el arte en formatos pequeños como un medio que limita las audiencias a quienes asisten al museo o a quienes lo coleccionan. Para Torijano, el muralismo provoca una expresión diferente, cambia la manera en la que se consume y se concibe el arte, al poder trascender como íconos sociales y comunitarios que alimentan las experiencias urbanas.
Su proceso metodológico inicia con una visita y reconocimiento del espacio, después con la conformación de un equipo de trabajo interdisciplinar encargado de desarrollar una investigación de acción participativa en torno a la comunidad, ya que no se tiene que entender el mural como un asalto que irrumpe en la comunidad desde algún agente externo encarnado en el artista o en la institución que representa. Por otra parte, como él mismo afirma, la persona artista no debe dejarse llevar por sus caprichos o fantasmas individuales.
Se trata no solo de trasladar el conocimiento de la metodología en la realización de un mural, radicalmente diferente de lo que se utiliza en la pintura de caballete o en la escultura en bulto sino, también, romper con una estructura mental de carácter individualista, que ha formado parte del artista plástico en los últimos quinientos años. (Torijano, 2005a, p. 71)
En ese sentido, para Eduardo Torijano (2005a), el muralismo se presenta no solo como una herramienta para el aporte social y comunitario, sino también como un discurso crítico dirigido al consumo del arte como símbolo de estatus social y a la idea del artista que se eleva desde la lógica del mito heroico-romántico. En su lugar, el o la artista se presenta como la persona moderadora de un proceso en el que es importante escuchar las necesidades de la comunidad y los criterios expertos de personas antropólogas, sociólogas, arquitectas, entre otras.
A raíz de la investigación que realiza el equipo, en conjunto con la comunidad o institución que solicita un mural, se acuerda un guion plástico o visual. Torijano afirma que es importante involucrar a las personas y provocar un consenso que apele a una unidad conceptual de la propuesta mural.
Inmediatamente después de la primera visita a la comunidad, recibimos las propuestas temáticas. Una comisión se aboca a su estudio para pasar a la realización de un guion literario que, finalmente, dará lugar al guion plástico. … El común denominador [entre los murales] ha sido la ilusión reflejada en las solicitudes, a saber, ofrecer a la comunidad solicitante una obra plástica que colabore a embellecer su entorno inmediato y a reforzar, a través de los temas, su cultura, su identidad. (Torijano, 2005a, pp. 73-74)
Para seleccionar la técnica a utilizar y determinar el diseño o guion plástico, se aplican un análisis de transitividad y un análisis de angularidad. El primero consiste en recorridos peatonales y el uso de los espacios en la proximidad del mural. El segundo son las perspectivas y vistas que los espectadores tendrán hacia la pared, así como las dinámicas temporales. También es importante contemplar la iluminación natural o artificial y demás componentes atmosféricos y climáticos para determinar los materiales más adecuados para su resistencia y durabilidad. Al conjuntar esos elementos, se procede a la realización del diseño, que tiene la obligación de responder a los criterios técnicos, a las narrativas construidas con la comunidad y de acuerpar simbólicamente el entorno para construir un diálogo con el espacio circundante que refuerce la identidad colectiva del lugar, como lo afirma Torijano en la cita anterior.
Dados estos elementos, se procede a la ejecución de un mural que aspira a ser una obra propia de la comunidad y sus visitantes, donde se plasma un ejercicio que desmitifica la figura del artista y se abre a un público más extenso.
En el mural dedicado al 30 aniversario del Trabajo Comunal Universitario en la Universidad de Costa Rica (Figura 4), se puede apreciar su interés por interpelar a una mayor audiencia a partir de una síntesis de los elementos, la utilización de proclamas políticas y la magnitud de la obra. Además, se puede apreciar el deseo por favorecer una lectura rápida, dado el entorno de alto tránsito. Las franjas en direcciones diagonales permiten el desarrollo de una narrativa consistente con la mirada de los transeúntes, que es dirigida del suelo hacia las alturas, por lo que no todas están centralizadas, sino que se presentan desde posiciones laterales u oblicuas. El girasol, central y frontal, interpela directamente al espectador, invirtiendo el extendido símbolo universitario de dicha flor viendo al sol (metáfora platónica de la aspiración académica), para, en su lugar, ver a las personas o al pueblo confrontando los tópicos elitistas de la academia.
Por último, es importante complementar la afinidad de Torijano por materiales y técnicas que aseguren la permanencia de su obra, como es el mosaico de cerámica industrial, y su predilección por el uso de lacas automotrices y nitrocelulosas.
Aunque Torijano y Coronado responden a los mismos principios, hay una diferenciación en la manera en que enfrentan el proceso. Olga Coronado plantea una metodología más orgánica con la comunidad, que se resuelve en el acercamiento comunitario, siendo la obra final tan importante como toda articulación colectiva y los objetivos sociales que tendría detrás. Mientras tanto, en los trabajos de Torijano, vemos un proceso más apoyado en lo fenomenológico y más centrado en la idea de una obra que repercute en el espacio social y político. Sin embargo, ambos encuentran su propia coherencia en el contexto en el que inscriben su obra; a Torijano, la idea de ciudad le hace decantarse por formas simbólicas y abstractas que apelan a lo más general, en cambio Coronado, dedicada a espacios comunitarios, codifica sus murales para las personas de esa misma comunidad.
Otro lugar de encuentro es que ambos reconocen la influencia de Alberto Moreno, quien plantaría en el muralismo costarricense los principios que cuestionan la individualidad creativa y abogan por procesos colectivos politizados, dirigidos a impactar a las comunidades desde la comunicación popular, la escucha y el empoderamiento de estas.
En la historia del arte público en América, se vuelve importante distinguir dos frentes con desarrollos distintos: el estadounidense y el latinoamericano. Aunque sin desconocer los cruces y probables influencias, como se hizo notar en esta investigación, en Estados Unidos el arte público se gestó primero como un fenómeno propio del agotamiento de los modos modernos de comprender el arte y su apertura a modos posmodernos. Así, surgió una corriente de Nuevo Género ya plenamente orientada hacia luchas sociales de grupos subalternos y con mayor consciencia de los intereses públicos y de la participación ciudadana.
En cambio, en Latinoamérica el arte público hunde sus raíces en el muralismo mexicano de inicios del siglo XX; posteriormente, tras la Revolución Cubana y en una atmósfera cargada con las ideas de la Teología de la Liberación y de nuevas pedagogías horizontales, el arte público fue adoptando un carácter cada vez más participativo, comunitario, crítico, político y con miras a la justicia social. Estas prácticas tienden nexos potentes con los desarrollos del conceptualismo, ya que comparten la misma base teórica e intereses políticos afines. Ambas cuestionan los sujetos tradicionales y hegemónicos del arte (el sujeto artista, la institución y la participación de los espectadores), así como los procesos, las obras y su función social, la cual se desprende de la representación simbólica de los gustos de las clases altas.
La figura del artista ejerce como un mediador que facilita el intercambio de saberes, estableciendo una comunicación horizontal directa con los destinatarios e integrando los diversos aportes a partir de metodologías participativas. El discurso colectivo representado artísticamente cumple, de esta forma, un fin sociológico que no siempre armoniza con los fines académicos, institucionales o de las clases altas, pero que, al contrario, encuentra en la aceptación de la comunidad el criterio de su legitimación.
En el contexto costarricense, si bien es cierto, una práctica artística con pretensiones políticas se desarrolló décadas después que en el resto de Centroamérica. No fue menos profunda, sobre todo al constatar la articulación efectiva entre el arte público y las prácticas conceptuales de enfoque político. El muralismo comunitario en los y la artista investigados, como primera versión de arte público en el país, no solo resignificó espacios y cohesionó el sentido identitario de diversas comunidades, sino que también propició un tipo de conocimiento que se compone y recompone a través del diálogo, lo que permite que la transmisión de saberes sea multidireccional y recíproca entre los artistas mediadores, la comunidad y las nuevas generaciones que terminaron por asentar el arte público comunitario en Costa Rica.
Por otra parte, no se puede negar que, en Costa Rica, el arte público comunitario ha operado gracias a los aportes y recursos institucionales, sobre todo de las universidades públicas y más recientes organizaciones no gubernamentales (ONG). Sin embargo, la disidencia subyacente en las teorías latinoamericanistas que fundamentan sus estatutos impulsa un muralismo subversivo a los parámetros del arte oficial y sus nociones, como la autoría, la técnica depurada, la legitimación museística, los valores estéticos y patrimoniales.
Finalmente, aunque los procesos metodológicos de los artistas estudiados tienen sus divergencias, coinciden en el marco general de las preocupaciones que definirán el muralismo costarricense a partir de finales del siglo XX y principios del XXI, en tanto se perfila como práctica artística comunitaria, no teniendo como fin la producción de un objeto de arte autónomo modernista, sino un dispositivo abierto para la memoria, el diálogo, las posibilidades del consenso, el aprendizaje común, la creatividad horizontal y la constante reflexión crítica sobre el entorno y la propia identidad.