Resumen: Introducción: En el marco de las actividades de reconocimiento de responsabilidad internacional del Estado colombiano por el bombardeo realizado por la Fuerza Aérea en el corregimiento de Santo Domingo, Arauca, se presentó la instalación sonora Cantos Silentes en Cuerpos de Madera (2017) como medida de reparación simbólica. Objetivo: Este artículo pretende analizar cómo la instalación sonora creada por Leonel Vásquez llevó a cabo lo que Yolanda Sierra denomina ‘litigio artístico’ durante el desarrollo de la ceremonia pública de reconocimiento. Métodos: Se realizó un análisis histórico y contextual de los informes emitidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y se consideraron las soluciones estéticas y conceptuales para la creación de la obra encargada por la Radio Nacional de Colombia. Resultados: La instalación proporcionó un espacio de expresión para las víctimas, transformando el acto de reconocimiento en un tribunal de conciencia que cuestionó la versión oficial mediante el uso de elementos sonoros y naturales. Conclusiones: Esta experiencia multisensorial y emotiva propició un mayor compromiso del Estado y de la sociedad civil con la protección de los derechos humanos.
Palabras clave: litigio, justicia transicional, conflicto armado, crímenes de Estado, reparación simbólica.
Abstract: Introduction: As part of the public acts of recognition of international responsibility of the Colombian State for the bombing of the village of Santo Domingo, Arauca, by the Air Force, the sound installation Cantos Silentes en Cuerpos de Madera (2017) was presented as a symbolic remedial action. Objective: This paper analyses how the sound installation, created by Leonel Vásquez, accomplished what Yolanda Sierra calls ‘artistic litigation’ during the development of the public ceremony of recognition. Methods: A historical and contextual analysis of the reports issued by the Inter-American Court of Human Rights was carried out. Besides, the aesthetic and conceptual solutions for the creation of the work commissioned by the Radio Nacional de Colombia were considered. Results: The installation provided a space of expression for the victims, transforming the act of recognition into a court of conscience that questioned the official version by using sound and natural elements. Conclusions: This multi-sensory and emotive experience led to a greater commitment by the State and civil society to the protection of human rights.
Keywords: litigation, transitional justice, armed conflict, State crimes, symbolic reparation.
Dossier
Litigio artístico: un medio para devolver la voz a las víctimas de la Masacre de Santo Domingo-Arauca
Artistic Litigation: a Means to Give Voice Back to the Victims of the Santo Domingo-Arauca Massacre
Recepción: 01 Febrero 2024
Aprobación: 29 Abril 2024
A primera vista, el arte y la justicia parecen campos completamente distintos. El primero se asocia con la creatividad, la autoexpresión y la subjetividad, mientras que el segundo con la ley, el orden y la objetividad. Sin embargo, ambas áreas encuentran importantes puntos de intersección cuando se trata de la memoria histórica y los derechos humanos, ya que la expresión artística puede utilizarse para contar historias de injusticia, resistencia y esperanza al proporcionar una plataforma donde se escuchen las voces de las víctimas.
Esta premisa se hizo evidente en la segunda mitad del siglo XX cuando el arte contemporáneo se convirtió en una herramienta complementaria y enriquecedora en los intentos de los países por investigar y documentar las violaciones de los derechos humanos. En este contexto, los artistas comenzaron a utilizar su libertad creativa para explorar y cuestionar los relatos oficiales sobre la violencia, uniendo fuerzas con los científicos sociales en el proceso de recopilación de testimonios y pruebas de diversas fuentes para crear experiencias más vívidas e inmersivas que tuvieran impacto en el público y, al mismo tiempo, enriquecieran la comprensión de lo sucedido. Esto llevó a que, en el proceso de creación de una obra, algunos artistas buscaran proporcionar un espacio seguro para que las víctimas exploraran y expresaran sus sentimientos, permitiéndoles liberar parte del dolor y el sufrimiento que habían experimentado (Huyssen, 2002; Cortés Severino, 2009; Jelin, 2022).
Según Uribe-Alarcón (2012), esta práctica contribuye al proceso de curación de las comunidades afectadas, al hacerlas sentir comprendidas y apoyadas, especialmente tras haber sido silenciadas o ignoradas. Malagón-Kurka (2008) añade que este tipo de obras adquieren una connotación experimental al adoptar nuevas formas de narrar los hechos traumáticos, con el objetivo de generar estímulos disruptivos que involucren activamente a los espectadores. Para lograr esto, las instalaciones recurren a la abstracción y al simbolismo, utilizando metáforas visuales, gestuales y sonoras que se entrelazan para que las historias olvidadas resurjan y las voces invisibilizadas sean escuchadas. En opinión del autor, esto demuestra que el arte no se limita a su aspecto estético o técnico, sino que busca crear una percepción sensorial integral que permita repensar los acontecimientos del pasado y cuestionar el orden simbólico que legitimó la violencia (Malagón-Kurka, 2008).
Por otro lado, la justicia, a través del sistema legal, busca establecer el orden y garantizar el respeto por los derechos humanos. Sin embargo, estos mecanismos no están exentos de componentes performáticos. Por esto, el concepto de teatralidad judicial ha ganado relevancia como una manera de analizar el modo en que estos actos incorporan elementos de la actuación, que, a su vez, influyen en la percepción pública de la justicia (Zamora-Sauma, 2023). En relación con este aspecto, Ertür (2015) sostiene que, desde los discursos cuidadosamente elaborados por los abogados hasta la escenificación de los juicios, cada componente influye en la forma en que el público percibe la imparcialidad del proceso. Esto se da gracias a que las convenciones propias de las salas de vista, como la organización espacial del tribunal, la forma en que se concede la palabra y los rituales de conducta, muchas veces pueden adquirir una cualidad excesivamente dramática. Por ejemplo, los participantes en este tipo de procedimientos, incluidos jueces, abogados y testigos, suelen utilizar técnicas vocales para transmitir sus argumentos de forma más convincente ante la audiencia. Esta práctica se ve reforzada por el diseño del entorno físico de la sala, que, a menudo, incluye elementos escenográficos, como asientos estratégicos e iluminación, para crear una atmósfera que permita a las personas imaginar y experimentar más vívidamente los acontecimientos.
Dentro de este marco, el litigio artístico surge como una estrategia que adopta las artes visuales, sonoras y performativas para dignificar a las víctimas de la violencia. De acuerdo con Yolanda Sierra (2015), estas prácticas, al dar visibilidad a las voces de los territorios vulnerados, desafían la impunidad histórica con el fin de incentivar el cambio de los comportamientos que favorecen la violación de los derechos humanos. Al mismo tiempo, señala que este tipo de acciones, al hacer visible lo invisible, permiten que los funcionarios estatales que tienen la obligación de imponer medidas de reparación conozcan las necesidades reales de las comunidades afectadas. Ello hace que este tipo de práctica, además de buscar la justicia legal, genere las condiciones para el restablecimiento de las relaciones sociales y morales, pues, al emplear el arte como medio de expresión, este enfoque reconoce y respeta la dignidad de los sobrevivientes, dado que, por ejemplo, el arte visual, al atraer la atención de la sociedad y de los medios de comunicación, aporta en la sensibilización y generación de empatía hacia la población afectada. El arte sonoro, por su parte, evoca emociones profundas y crea una conexión más estrecha con el sufrimiento y la resistencia de las personas vulneradas, mientras que el arte escénico recrea y dramatiza acontecimientos históricos, haciendo que los actos de injusticia sean accesibles y comprensibles para una amplia audiencia.
En América Latina, existen diversas prácticas que emplean el arte como medio para enfrentar y disputar derechos vulnerados. Dichas prácticas litigan ante la sociedad, en lugar de hacerlo frente a un juez, al recurrir al espacio público para reclamar transformaciones y justicia. En este marco, la ciudadanía en general se convierte en el juez y el público en el jurado, pues estas obras, con su presencia continua y su capacidad para provocar respuestas emocionales y reflexivas, mantienen viva la disputa por la memoria histórica. Un ejemplo de esto es la instalación Las bicicletas de Rosario (2001) de Fernando Traverso, que denuncia las desapariciones forzadas durante la dictadura militar argentina mediante 350 bicicletas pintadas en las paredes en la ciudad de Rosario, Argentina. Cada una de ellas simboliza una persona que fue secuestrada y nunca regresó. Esto hace que la obra, más allá de conmemorar a las víctimas, exija verdad y justicia, confrontando a los espectadores con la cruda realidad de la represión de Estado (Esquivel, 2016).
Asimismo, Doris Salcedo (2002), con su obra Noviembre 6 y 7, realiza un litigio artístico al denunciar las violaciones de los derechos humanos ocurridas a lo largo de la toma del Palacio de Justicia de Colombia por el grupo guerrillero M-19 durante 1985. La instalación consta de 280 sillas colgadas en las paredes de la institución. Cada una simboliza una víctima de la tragedia, haciendo, de este modo, tangible la magnitud de la pérdida y la violencia. Con esta acción, la artista decidió enfrentarse a la opinión pública de manera judicial al hacer uso de la superficie del edificio para un juicio en el tribunal de la conciencia social (Aponte-Isaza, 2016)
En relación con este tema, Viviescas (2016) destaca que las intervenciones artísticas que tienen lugar en sitios emblemáticos, como calles, parques y plazas, hacen que la teatralidad judicial se desplace de los tribunales hacia los espacios abiertos, integrando la temática del conflicto en el entorno cotidiano de las personas y rompiendo con la formalidad y rigidez de estos. Argumenta, además, que esta acción convierte a los artistas en testigos privilegiados dado que, “a pesar de no haber sufrido directamente la agresión, tienen la capacidad de dar testimonio de hechos traumáticos” (Viviescas, 2016, p. 27). Esto permite que las historias de las víctimas sean contadas y escuchadas en un contexto accesible y visible para todos, lo que ayuda a fomentar una mayor empatía y conciencia social. Además, al situar estos relatos en espacios públicos, se desafían las narrativas oficiales y se invita a la comunidad a reflexionar sobre las injusticias, así como a participar activamente en la búsqueda de justicia y reconciliación.
Bajo este marco de relaciones, por medio de este artículo, me interesa explorar cómo Leonel Vásquez (2017a), a través de su instalación sonora “Cantos silentes en cuerpos de madera” en Arauca, Colombia, transformó un acto de reconocimiento de responsabilidad en una experiencia multisensorial y emotiva, la cual permitió a la sociedad conocer el contexto en el que se desarrolló la Masacre de Santo Domingo, un evento trágico donde murieron 17 personas, muchas de ellas niños, debido a un bombardeo de la Fuerza Aérea Colombiana.
A lo largo de este documento, se analiza cómo el arte, en particular una instalación sonora, puede transformar el acto de reconocimiento de responsabilidad en una vivencia sensorial envolvente y emocional que visibiliza y dignifica a las víctimas de asesinatos masivos, al mismo tiempo que desafía la narrativa oficial. De este modo, pretendemos comprender mejor el rol del litigio artístico y la teatralidad judicial en los procesos de memoria histórica y reparación simbólica, al examinar cómo estas estrategias pueden contribuir en la restauración de los derechos de las víctimas y a la promoción de una cultura de paz. También comparamos esta obra con La guerra que no hemos visto (2007-2009) de Juan Manuel Echavarría, para destacar cómo el arte puede ser una herramienta importante en el contexto de la justicia transicional.
Para el desarrollo del estudio, se hizo un análisis histórico y contextual a partir del informe emitido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), así como del Escrito autónomo de solicitudes, argumentos y pruebas, presentado por los representantes de las víctimas y sus familiares, donde se expone desde la versión de los sobrevivientes, el caso de la Masacre de Santo Domingo vs. Colombia (Caso 12.416) ante la CIDH. Igualmente, se realizaron tres entrevistas a Vásquez con el fin de comprender las intenciones detrás de la obra y las decisiones estéticas y conceptuales que le permitieron crear de forma participativa la instalación sonora.
El presente documento comienza contextualizando la dinámica del conflicto en Arauca, especialmente en relación con la apropiación indebida de los ingresos del petróleo. En esta sección, se examina cómo el desarrollo económico ha atraído la atención de grupos guerrilleros como las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC-EP) y cómo el Estado ha respondido estableciendo bases militares en todo el departamento para proteger los intereses de las empresas extranjeras. La segunda parte del documento expone el proceso de construcción de la instalación sonora, haciendo hincapié en la participación activa de las víctimas. Se describe cómo se integraron en la obra las experiencias y testimonios de la comunidad. Por último, se analiza el modo en que la instalación desafía la impunidad a través de un litigio artístico para promover la reparación simbólica de las víctimas.
El departamento colombiano de Arauca experimentó un importante desarrollo en la industria petrolera con el descubrimiento del yacimiento Caño Limón Coveñas en 1983. Este hallazgo fue un hito significativo para el país, debido a que determinó la viabilidad comercial del yacimiento, cuyas reservas se estiman en 1 100 millones de barriles. Distintos informes indican que, desde 1986, se ha producido un aumento significativo de la explotación de este recurso por parte de empresas multinacionales como Socony-Mobil, Shell, Occidental de Colombia (OXY) y British Petroleum, en colaboración con Ecopetrol como principal socio representante del Estado colombiano. Esta actividad económica ha provocado una mayor presencia de organizaciones guerrilleras, entre ellas las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARC-EP), cuyo objetivo es obstaculizar las actividades de las empresas extranjeras y establecer un control territorial para obtener beneficios económicos y políticos (Marín, 2014).
Frente a este escenario, el gobierno nacional justificó el establecimiento de bases militares del Ejército Nacional en casi todos los municipios del departamento con la misión de garantizar la vigilancia de los centros neurálgicos de la industria extractiva. Su presencia se manifestó en la organización de retenes, patrullajes constantes y el establecimiento de bases móviles en las estaciones de policía. Según testimonios de la población, esto ha creado un ambiente de guerra permanente en el territorio, ya que se han intensificado las dinámicas de conflicto relacionadas con la apropiación de las rentas de la explotación de los recursos naturales (Corte IDH, 2011).
La situación de seguridad se complicó aún más el 12 de diciembre de 1998 con la aparición de varias aeronaves de la Fuerza Aérea Colombiana que se acercaron al pueblo de Santo Domingo2 para realizar una operación militar. Un testigo informó que ese día escuchó una intensificación de los combates entre los grupos armados presentes en la zona. Los enfrentamientos continuaron durante todo el día y la noche. Aseguró, además, que había “helicópteros que subían y bajaban, que iban para allá y para acá” (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 101) a una distancia aproximada de 6 kilómetros del caserío, donde “se escuchaba bombardeos y tiroteos” (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 103). También se menciona que, debido a estos sonidos y a la situación de violencia, uno de los vecinos se planteó abandonar temporalmente el pueblo en busca de paz y tranquilidad. Sin embargo, otros miembros de la comunidad le convencieron de que no era necesario, pues creían que no les pasaría nada. Según sus palabras:
Decidí quedarme y no dejarlos solos, a pesar de que en mi mente siempre estuvo la idea de irme. Ellos me decían: ‘Aquí estamos bien, aquí nadie nos molesta’. Escuchar esas voces me daba ánimo y me hacía cuestionar si realmente debía huir. ¿Para qué correr? ¿Por qué abandonar todo? Pero algo dentro de mí me decía que algo no estaba bien, que sería mejor irme3.
No obstante, al día siguiente, la comunidad decidió salir a las calles vistiendo trapos blancos para demostrar su condición de civiles, pues sentían que la presión de los aviones sobre el pueblo iba en aumento. A pesar de estas acciones, a las 9:30 a. m. del 13 de diciembre de 1998, un artefacto de racimo fue lanzado en la parte norte de la calle principal del pueblo de Santo Domingo, cerca del cinturón forestal adyacente a las casas (Corte IDH, 2011). Algunos sobrevivientes recuerdan claramente el momento en que la munición se desprendió de la aeronave, aunque en ese momento no tenían conocimiento de lo que realmente era. Lo describen como “papeles volando por los aires” (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 34). Dicen que se dieron cuenta de que era una bomba cuando oyeron el silbido que hacía al acercarse a gran velocidad por encima de sus cabezas. Según sus testimonios, este sonido repentino alteró sus sentidos, sin darles tiempo a reaccionar ni escapar de la zona afectada. Como consecuencia, afirman haber sido alcanzados por la onda expansiva, sufriendo diversos tipos de heridas y daños.
Tras el bombardeo, los pobladores reaccionaron auxiliando a los heridos, buscando a sus familiares y huyendo del caserío hacia los municipios de Tame. Esto debido al ametrallamiento indiscriminado que continuó contra la comunidad, lo que provocó un aumento del estrés entre los sobrevivientes, quienes recuerdan este hecho de la siguiente manera: “todavía el mismo helicóptero nos cogió a pura ráfaga, eso totiaba la bala detrás de nosotros, cuando llegamos a Flor Amarillo el helicóptero nos perseguía bajitico” (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 42).
Luego de los sucesos ocurridos, las Fuerzas Militares elaboraron un video titulado La gran verdad sobre Santo Domingo. Este fue creado mediante la edición de contenido de las grabaciones del avión Skymaster, utilizado por la Fuerza Aérea Colombiana, combinado con otras imágenes de operativos militares que no estaban relacionados con el incidente en la comunidad. Además, se incluyeron fragmentos de noticias televisivas y “supuestas grabaciones” interceptadas a miembros de las FARC-EP (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 52).
En dicho material audiovisual, se atribuyó la responsabilidad de la masacre a la guerrilla de las FARC-EP, argumentando que esta buscaba culpar a las Fuerzas Militares del acto violento con el objetivo de presionar a organismos internacionales de derechos humanos y al Congreso estadounidense para que suspendieran la ayuda al Estado colombiano en su lucha contra el narcotráfico. También afirmaron que algunos miembros de la comunidad eran colaboradores o cómplices pasivos de la guerrilla con el fin de socavar la credibilidad de las víctimas y sus testimonios, generando así dudas en la opinión pública sobre la veracidad de las denuncias (Barrios-Mendivil et al., 2011).
Esta serie de hechos llevaron a las víctimas a presentar una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con el fin de que se reconociera la responsabilidad del Estado colombiano por el acto de violencia, así como también esperar que la denuncia contribuyera a esclarecer la verdad sobre lo sucedido y se hiciera justicia en nombre de ellas.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) es un órgano autónomo de la Organización de Estados Americanos (OEA), encargado de la promoción y protección de los derechos humanos en las Américas. Entre el 2002 y el 2011, llevó a cabo una exhaustiva investigación para determinar la responsabilidad del Estado colombiano en el bombardeo llevado a cabo por la Fuerza Aérea Colombiana en la vereda de Santo Domingo4. Señaló que, durante este incidente, se utilizó una munición de racimo (AN-M1A2) que cayó sobre la calle principal del pueblo. Como resultado, diecisiete personas murieron, entre ellas seis niños, y otras veintisiete fueron heridas (Corte IDH, 2011). Posteriormente, la aeronave habría abierto fuego contra una comunidad que transitaba por la carretera, lo que obligó a los sobrevivientes a huir hacia el municipio de Tame (Corte IDH, 2011).
Esta serie de hechos llevó a la CIDH a concluir que el Estado había incumplido su obligación de garantizar el principio de distinción establecido por el Derecho Internacional Humanitario, debido a que no había separado adecuadamente a la población civil de la guerra y había permitido que fuera atacada. Esto condujo a una violación de sus derechos fundamentales, como el derecho a la vida y a la integridad física. También se determinó que la autoridad estatal violó el principio de proporcionalidad al autorizar la operación militar, a pesar de saber que el uso de este tipo de armas implicaba un alto riesgo de víctimas, incluidos muertos y heridos. Esto supuso una violación del principio de precaución, que establece el deber de las Fuerzas Armadas de tomar todas las medidas necesarias durante una intervención para evitar daños a personas y bienes de carácter civil5.
En consecuencia, el 30 de noviembre del 2012, el organismo internacional emitió una decisión en la que ordenó al Estado colombiano realizar un acto público de reconocimiento de responsabilidad internacional. Este acto debía realizarse con la participación de altos funcionarios del gobierno y ser transmitido por televisión y/o radio, con el fin de restablecer el buen nombre de las víctimas, el cual había sido manchado luego de que una entidad pública calificara a la comunidad afectada como “guerrilleros y/o colaboradores de la insurgencia” (Barrios-Mendivil et al., 2011, p. 122). Además, estableció la obligación de investigar los hechos y determinar las responsabilidades correspondientes para garantizar la reparación de los afectados.
En cumplimiento de esta orden, la Radio Nacional de Colombia solicitó al artista Leonel Vásquez la creación de una obra sonora que honrara la memoria de las víctimas y garantizara sus derechos a la verdad, la memoria, la reparación y la no repetición. Para cumplir esta misión, el artista estableció una relación de confianza con la comunidad, reconociendo y valorando cada experiencia de vida. Inicialmente, les ayudó a expresarse públicamente, dado que la negación de los hechos por parte del Estado y la estigmatización que sufrieron les causó un profundo impacto emocional. Muchos de ellos se sentían incapaces de hablar sobre sus seres queridos que fallecieron durante el bombardeo. Por lo tanto, fue necesario que la población comprendiera que el papel del artista no era el de un funcionario público, sino el de un agente facilitador que utiliza su talento y creatividad para dignificar la memoria de las personas afectadas (Universidad Externado de Colombia, 2017).
Esta aclaración surgió de la necesidad que él tenía de no ser identificado por la comunidad como parte de la entidad perpetradora de la acción de violencia, sino como una persona empática que deseaba contribuir al proceso de reparación simbólica, honrando la singularidad de cada individuo y familia. Para lograrlo, optó por practicar la escucha activa y mantener una consulta permanente, lo que le permitió convertirse en un testigo privilegiado, puesto que, aunque no se vio directamente afectado por la agresión, se propuso transmitir al público, a través de un acto de creación artística, la experiencia de desubjetivación que sufrieron las víctimas con la acción bélica (Viviescas, 2016).
Ahora bien, a lo largo del proceso de creación de la obra, cada integrante de las familias tuvo la oportunidad de revivir momentos, lugares y emociones íntimamente ligadas a las vivencias compartidas con sus seres queridos y otros miembros de la comunidad. Esta experiencia de rememoración propició un ambiente donde se forjaron lazos de reciprocidad entre los participantes del colectivo. En este contexto, pudieron reconocer la esencia humana detrás de cada testimonio, incluso de los de aquellos que ya no están físicamente presentes. Asimismo, descubrieron una profunda empatía al percatarse de que, a pesar de la ausencia de sus parientes, aún compartían muchas vivencias en común que los hacían sentirse conectados y vivos. Además, durante estos encuentros, músicos locales interpretaron melodías especiales que evocaban recuerdos relacionados con los y las ausentes. En esta atmósfera de emotividad, el artista consiguió encontrar y grabar los momentos más significativos de las historias de vida de las víctimas. Luego, los acompañó de una serie de sonidos que hablaban de la identidad del territorio, lo que le permitió dar forma a la instalación sonora (Universidad Piloto de Colombia - TEDx, 2016).
De este modo, como parte de un acto de reconocimiento de responsabilidad por parte del Estado colombiano, se creó una obra en colaboración con las comunidades afectadas. Esta ofreció una experiencia auditiva inmersiva que generó una conexión empática entre el público y las personas retratadas sonoramente durante el evento de declaración pública de responsabilidad.
Cantos silentes en cuerpos de madera (2017) es una práctica artística que busca contribuir a la reconstrucción de la memoria de las comunidades afectadas por la violencia política. Mediante el simbolismo sonoro, invita al público a reflexionar sobre las historias ocultas y las voces silenciadas que yacen latentes en los árboles plantados en honor a las víctimas. Surge como una respuesta a los actos simbólicos llevados a cabo en distintas regiones de Colombia, donde se siembran estos seres vivos para recordar a los ausentes. Esta iniciativa busca dar respuesta a la siguiente pregunta: si los árboles hablaran, ¿cuántas cosas dirían? (Universidad Piloto de Colombia - TEDx, 2016). Al explorar esta interrogante, esta práctica artística se convierte en un espacio de encuentro entre el pasado y el presente, entre la naturaleza y la historia, donde se abre un diálogo íntimo y poético entre los seres humanos y la memoria de la tierra misma, todo ello para honrar el legado de los que se fueron, al reconocer su voz en el tejido de la naturaleza.
En Santo Domingo, el artista Leonel Vásquez, con la participación de la comunidad, creó un bosque sonoro de la memoria formado por 17 árboles frutales y ornamentales situados cerca del monumento construido en 1999 para conmemorar a las víctimas de la masacre. En la Figura 1, se ve que cada árbol se encuentra en una silla doble, dejando un espacio vacío que invita a los actores políticos y sociales a acercarse a escuchar a los ausentes. Como se puede ver, estas sillas se ubicaron alrededor del monolito con los nombres inscritos de cada una de las víctimas para recordarle al público la importancia de su papel en la búsqueda de la verdad y la reparación de los daños causados (Universidad Externado de Colombia, 2017).
El día de la ceremonia conmemorativa, a medida que los invitados se acercaban a cada árbol, los familiares les explicaban que, para escuchar, era necesario que pusieran la oreja en el tronco o la rama para que pudieran percibir, a través de los distintos sentidos, las trayectorias vitales, las luchas y los anhelos de sus seres queridos, tal como se muestra en la Figura 2. Al cabo de unos minutos, la sensación de la vibración del sonido al atravesar el cuerpo de madera les sorprendió tanto que sintieron que las personas fallecidas habían vuelto para hablarles. Esta sensación se incrementó al darse cuenta de que los árboles se encontraban en el lugar en el que habían ocurrido los hechos de violencia, lo que creó un ambiente de reflexión y confrontación al imaginarse a sí mismos presenciando lo sucedido (Universidad Externado de Colombia, 2017).
Esta situación conmovió profundamente a los invitados del Acto Internacional de Reconocimiento de Responsabilidad, quienes entablaron un diálogo con los familiares para comprender mejor quién era la persona homenajeada desde el punto de vista humano, pues no entendían lo que había ocurrido y querían comprender por qué la voz que oían desde el tronco los estaba interpelando. Este desconcierto los llevó a entrar de nuevo en contacto con los árboles, pero ahora de la mano de otros familiares, lo que creó empatía con todas las víctimas. Al mismo tiempo, este hecho convirtió la escucha en un acto consciente y corporal, dado que la perturbación hizo que las personas quisieran establecer una conexión más íntima con los sonidos del espacio natural, combinados con los testimonios y cantos que emanaban del cuerpo de madera, como se muestra en la Figura 3.
Vásquez señala que, en este acto simbólico, los árboles se convirtieron en umbrales de la memoria, seres vivos que prestaron sus cuerpos de madera para que los ausentes se hicieran presentes a través de las voces de sus familiares y amigos (Universidad Piloto de Colombia - TEDx, 2016). Según él, estos recuerdos se presentaron con una estética sensible con el fin de que no encontraran ninguna expresión de resistencia por parte de las autoridades y, de este modo, se diera inicio al litigio artístico, es decir, al momento en el que la verdad oficial iba a ser cuestionada y debatida por las víctimas. Explica, además, que esto se hizo para permitir que las personas que perdieron la vida a causa de la violencia sean reconocidas como seres humanos y refutar así los argumentos que justificaron la intervención militar (Universidad Externado de Colombia, 2017). Enseguida se observa la Figura 4 en la que se muestra el modo en la que los familiares se apropiaron de la instalación, haciendo suyo el espacio para interpelar al público. Utilizan retablos que exhiben fotografías de sus seres queridos fallecidos durante el bombardeo.
Vasquéz afirma que este litigio artístico se llevó a cabo con el propósito de restablecer las relaciones de la sociedad con las víctimas sobrevivientes, partiendo de un marco de reconocimiento, para con ello brindarles la oportunidad de continuar con sus proyectos de vida (Universidad Externado de Colombia, 2017). De igual manera, pretende invitar a las Fuerzas Militares a comprometerse en respetar los derechos humanos de los civiles y hacer un llamamiento a la sociedad para evitar que se repitan hechos como el ocurrido (Universidad Externado de Colombia, 2017). Por consiguiente, con el litigio artístico que se llevó a cabo, el artista no solo buscaba restablecer las relaciones entre la sociedad y las víctimas sobrevivientes, desde un marco de reconocimiento y respeto hacia ellas, sino también instar a las Fuerzas Militares a comprometerse a respetar los derechos humanos de los civiles.
La instalación sonora Cantos Silentes en Cuerpos de Madera (2017) creó un puente entre la justicia formal y la justicia social al integrar el arte en un acto de reconocimiento de responsabilidad del Estado colombiano en la masacre de Santo Domingo. La justicia formal, representada por los procedimientos legales y las decisiones judiciales, se enfocó en el cumplimiento de las órdenes emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que incluían la reparación del daño a la comunidad. Por otro lado, la justicia social, que busca el pleno reconocimiento y la dignidad de las víctimas fuera de las estructuras legales, se alcanzó a través del impacto emocional y social de las Artes, gracias a que el método sensorial utilizado en la producción de la obra convirtió la experiencia de la instalación en un acto de memoria viva.
A este respecto, Mouffe (2013) señala que las prácticas artísticas que buscan dar voz a las víctimas deben equilibrar la creatividad con el respeto por los procesos legales, ya que estos momentos de reconocimiento pueden ser altamente emotivos y determinantes para la reconciliación de la sociedad. Por ello, para la instalación, Vásquez utilizó su creatividad para construir una narrativa sensorial que puso en tensión las versiones impuestas por el Estado y los medios oficiales. Ello permitió alzar las víctimas y fomentar una reflexión más profunda sobre lo sucedido, ya que los testimonios, además de contar los hechos, transmitieron las experiencias personales de quienes vivieron la tragedia, haciendo que el público, al escuchar, sintiera el dolor, la lucha y la resistencia de la comunidad. Con este enfoque sensible y evocador, los y las asistentes al evento lograron conectarse emocionalmente con las experiencias de los sobrevivientes sin que esto significara sustitución o interferencia alguna en el proceso legal en curso, sino, al contrario, se vio complementado y enriquecido desde una perspectiva humana (Universidad Externado de Colombia, 2017).
Durante el litigio artístico, el bosque de la memoria creó una atmósfera solemne y reflexiva similar a la de una sala de audiencias, donde los testimonios se presentaron de manera conmovedora (Universidad Externado de Colombia, 2017), a raíz de que los árboles ornamentales y frutales, que simbolizaban la vida truncada de cada víctima, emitían las voces que narraban las memorias de ellas, generando, de este modo, una sensación de presencia de los ausentes que hizo que el público escuchara atentamente como si estuvieran en un tribunal de justicia. Este hecho permitió romper cualquier tipo de resistencia o indiferencia que pudiera haber existido hacia el caso (Universidad Piloto de Colombia-TEDx, 2016), pues el impacto emocional y la inmersión sensorial hicieron que los asistentes se sintieran conectados de manera profunda con las historias de la comunidad.
Posteriormente, a lo largo del diálogo, los familiares compartieron sus experiencias, sentimientos y recuerdos, lo que les permitió honrar y preservar la memoria de quienes perdieron la vida. En este punto, “el público asumió el papel de jurado y tuvo la oportunidad de conocer la perspectiva de los sobrevivientes sobre los hechos, posibilitándoles comprender mejor las historias contadas a través de los árboles” 6. Este gesto hizo que la instalación se convirtiera en un archivo vivo, dado que, al facilitar el acceso a los testimonios, canciones y sonidos del paisaje natural y cultural que cuestionaban la visión estatal de lo ocurrido, puso en tela de juicio la objetividad de la historia para animar a la sociedad a reflexionar profundamente sobre cómo hasta el momento se había construido y representado el pasado (Guasch, 2011).
En este proceso, se resalta el rol del artista como un testigo privilegiado, quien, al tener el relato de las víctimas, pudo explorar los vacíos, las omisiones y los sesgos presentes en la memoria histórica instituida. Con ello, rescató las voces y experiencias excluidas, incorporándolas en una trama narrativa diseñada cuidadosamente para crear una experiencia que evocara muchas emociones en el público a medida que avanzaban en el recorrido. De igual manera, la instalación, al crear un espacio inmersivo donde los visitantes podían caminar entre los árboles sonoros y tocar las ramas o el tronco con alguna parte de su cuerpo, hizo que ellos se convirtieran en cocreadores de la experiencia, pues solo así, según Vásquez, era posible una comprensión más profunda y significativa del sufrimiento y la resiliencia de la comunidad afectada.
En general, el litigio artístico que se desarrolló durante el Acto de Reconocimiento Internacional de Responsabilidad del Estado colombiano por la masacre de Santo Domingo-Arauca permitió que las víctimas tuvieran un papel activo en la dignificación de la memoria de los ausentes. Esto contribuyó a romper con los prejuicios, la discriminación y la indiferencia social que surgieron como consecuencia de la violencia, donde fueron injustamente acusadas de colaborar con grupos al margen de la ley. En este sentido, las prácticas artísticas, al aportar en la restauración de la dignidad de las víctimas, fomentan una conciencia social que les permite contribuir a sentar las bases para la no repetición de estos actos, contribuyendo en la construcción de una cultura de respeto a los derechos humanos.
En los contextos en los que se desarrollan procesos de reparación integral a las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, se destaca la imposibilidad de adoptar medidas que abarquen todos los daños sufridos, debido a la magnitud y complejidad de las violencias ejercidas. En estos casos, las reparaciones simbólicas juegan un papel central, dado que, si bien no pueden borrar el daño causado, contribuyen significativamente a la sanación emocional y al restablecimiento del tejido social (Sierra, 2015; Paris-Borda, 2021; Caballero-Duque, 2022).
El Relator Especial de Naciones Unidas, Pablo de Greiff, señala que este tipo de reparación es un aspecto fundamental de los procesos de justicia transicional, a raíz de que busca atender los aspectos psicológicos y socioculturales del daño causado a las víctimas y comunidades afectadas por violaciones a los derechos humanos. Destaca que, en este proceso, las acciones simbólicas permiten el desarrollo de eventos conmemorativos en los que se reconoce pública y oficialmente el sufrimiento de las familias afectadas por la violencia, lo que reafirma su dignidad humana y les ayuda a recuperar su autoestima y sentido de justicia (De Greiff, 2020).
Yolanda Sierra (2015), por su parte, sostiene que el país ha avanzado significativamente en los procesos de reparación simbólica mediante la adopción de la Ley 1448 de 2011. Sin embargo, resalta que muchas de las normas encaminadas a ello fueron poco efectivas, ya que la institución pública se limitó a colocar placas o monumentos, sin considerar la identidad de las víctimas y desconociendo el potencial transformador del arte y el patrimonio cultural, lo que ha supuesto un estancamiento en las compensaciones por los daños causados. Para abordar esta problemática, propone involucrar la herencia cultural como mediadora en el desarrollo de este tipo de procesos, puesto que considera que, con ello, se proporciona acciones compensatorias no exhaustivas; es decir, se ofrece medidas que no son ni exhaustivas ni predeterminadas, sino que pueden ser diversas y adaptarse a las necesidades específicas de cada caso. Según la académica, esto permitiría desarrollar un proceso de reparación más personalizado, ya que se pueden considerar diferentes aspectos y circunstancias para ofrecer una respuesta adecuada a los territorios afectados.
En este escenario, el litigio artístico cobra relevancia, debido a que ofrece una vía para la sanación de las comunidades afectadas por la violencia a partir de la creatividad y la capacidad expresiva del artista, quien utiliza diferentes recursos estéticos y narrativos para transmitir sus preocupaciones sobre la violación de los derechos humanos. En este proceso, crea una poética altamente alegórica en la que puede plantear de manera simbólica los dilemas éticos y morales que rodearon los hechos victimizantes para no hacer una presentación directa de la escena de violencia. Su objetivo es generar empatía hacia las víctimas e indignación frente a las injusticias cometidas. Asimismo, con este tipo de creaciones, se puede llegar a un público diverso y heterogéneo, incluyendo a personas que, de otra forma, no estarían expuestas a temas relacionados con la memoria histórica. Esto se da gracias a que las obras, al confrontar el pasado de manera creativa y emotiva, desempeñan un importante papel en la sanación y reparación de los territorios afectados por el conflicto armado.
Otra de las obras que ha llevado a cabo un litigio artístico es La guerra que no hemos visto (2007-2009), del artista Juan Manuel Echavarría. En ella, se examina las realidades del conflicto desde una perspectiva etnográfica y estética, a partir de la fotografía, el video y objetos rescatados en zonas de enfrentamiento militar. Su objetivo es exponer la violencia y sus consecuencias. El material se complementó con talleres de pintura en los que el artista facilitó un espacio para que antiguos combatientes paramilitares, soldados heridos y guerrilleros plasmaran sus experiencias en imágenes. Ello permitió crear un discurso pictórico autobiográfico que tiene como objetivo dar voz a quienes cometieron actos violentos, posibilitándoles contar su versión de los hechos y, de este modo, aportar elementos en el proceso de esclarecimiento de la verdad de lo sucedido (Tiscornia, 2011).
En el desarrollo de esta propuesta artística, Echavarría creó un espacio de conversación y confianza en el que cada parte podía expresar sus experiencias personales en la guerra sin sentirse juzgada. El propósito de este escenario era tratar de entender qué había motivado a estas personas a tomar las armas. La actitud de escucha sin juicio permitió que los excombatientes se sintieran cómodos y dispuestos a compartir sus experiencias. Como resultado, se pintaron más de 480 lienzos que permitieron comprender mejor la complejidad de la historia de la violencia en Colombia (Echavarría, 2009, pp. 35-36).
En esta experiencia, el proceso de litigio artístico hizo que los participantes pintaran sus historias, las de sus comandantes, las de sus adversarios y las de sus propias víctimas, enfocándose en describir el modo en el que se llevaron a cabo las operaciones militares y cómo estas causaron la victimización de las comunidades y del paisaje natural. Este material permitió a la sociedad conocer la manera en la que se desarrollaron las acciones de violencia y las intenciones de quienes la ejecutaron, por lo que se convirtió en una prueba visual de los enfrentamientos, las masacres, el reclutamiento infantil y, en general, del sufrimiento de los inocentes (Tiscornia, 2011). Mediante este litigio artístico, se presentó un cambio de roles en el escenario del arte, pues el dar voz a aquellos que normalmente no tienen la oportunidad de expresarse hizo que estos se distanciaran de la escena de guerra para reflexionar críticamente sobre sus experiencias. Esto les permitió subjetivar sus vivencias y reinterpretarlas desde una nueva luz, dado que, antes de llegar a ese espacio, eran actores de la violencia, pero, a partir de ese momento, se convirtieron en denunciantes de acontecimientos insoportables. Esto se dio gracias a que, con el proceso de creación artística, se les brindó la posibilidad de recomponer sus experiencias desde una perspectiva distinta (Echavarría, 2009).
A partir de este material, se creó una exposición que comienza con pinturas que recuerdan la iniciación en los movimientos armados, seguidas de imágenes de la vida cotidiana que describen diferentes aspectos de la guerra como la conexión entre los grupos armados ilegales y el narcotráfico, la confiscación de tierras y el desplazamiento. Esta narrativa secuencial permitió al espectador comprender la complejidad y el carácter polifacético del conflicto armado (Sánchez, 2009). Según Ana Tiscornia, algo particular de esta exposición es que se puede observar que la violencia se integró al paisaje hasta llegar a ser parte de él. En los distintos trabajos pictóricos, se muestran bosques talados, fumigaciones a grandes extensiones de tierra y ríos cargados de cadáveres, situaciones que a ella le sugieren que “la guerra contra la naturaleza es una prolongación de la guerra contra los humanos” (Tiscornia, 2011, p. 26). Los árboles caídos y mutilados también son frecuentes, lo que los convierte en una alegoría de la devastación y el sufrimiento que experimentó la población civil campesina. Para representar el daño generado, se observó el uso de colores intensos como el rojo y el negro. El primero simboliza la sangre, mientras que el segundo representa la destrucción causada a los territorios.
Estas pinturas se han exhibido en diferentes espacios culturales nacionales e internacionales como el Museo de Arte Moderno de Bogotá, el Museo de Antioquia en Medellín, el Museo La Tertulia en Cali y en otros países como Suecia, Estados Unidos, Brasil, Alemania y Ecuador, en donde se ha generado un debate social y cultural sobre el papel de los excombatientes en los esfuerzos de paz y reconciliación. En estos escenarios, el litigio artístico fomentó un diálogo inclusivo y respetuoso en el que se reconoció que el proceso de pintar y compartir obras ha permitido a los participantes reconstruir su identidad y encontrar un lugar en la sociedad después de la guerra.
Sin embargo, según Rubiano-Pinilla (2018), el componente testimonial de la exposición ha sido fuertemente criticado, pues se argumenta que este no necesariamente evidencia la verdad de lo sucedido, ya que no se considera las causas, responsabilidades o beneficiarios de la violencia, sino que se ajusta a una narrativa personal de los eventos que reduce la responsabilidad por las acciones de vulneración a los derechos humanos. Aclara que este hecho podía entender el conflicto, ya que ciertos relatos posiblemente se excluyeron o modificaron para ajustarse a una versión predefinida. Ante esta situación, los facilitadores del espacio solían decir que exigirle al arte que cumpla funciones propias de las Ciencias Sociales o de la Administración de justicia puede ser excesivo, dado que este, al situarse en el límite entre el ámbito estético y el social, hace que su impacto sea difícil de medir con los mismos estándares que se aplican a otras disciplinas. Por ello, se enfatizaba que, en lugar de imponerle roles específicos, se valorara su capacidad para inspirar el diálogo, fomentar la empatía y contribuir al enriquecimiento cultural de la humanidad (Rubiano-Pinilla, 2018).
Otra de las críticas identificadas por Rubiano Pinilla fue que los nombres de los excombatientes y soldados no fueron incluidos ni en las exposiciones ni en el catálogo. Esta omisión se percibió como una falta de reconocimiento hacia los autores originales, lo que podría limitar la función transformadora del proyecto. No obstante, se dijo que muchos de los participantes se encontraban en proceso de reintegración a la vida civil, por lo que se hacía necesario proteger su anonimato dado que la guerra aún estaba latente. Tras la firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto en el 2016, se comenzó a compartir más información sobre los creadores y sus experiencias, hasta el punto de que algunos de ellos (Ronald y John Gerardo) realizaron visitas guiadas y compartieron sus memorias con el público (Rubiano-Pinilla, 2018).
Las prácticas artísticas desempeñan un papel central en la construcción y fortalecimiento de las democracias al proporcionar una plataforma para dar voz a diversas perspectivas que han sido silenciadas o que no han tenido la oportunidad de ser escuchadas. Esto se da gracias a que las obras invitan a reflexionar sobre la propia humanidad y a conectar con las experiencias de los demás de una manera que trascienda las barreras del lenguaje y la cultura.
En el territorio colombiano, las prácticas artísticas, más allá de representar visualmente la violencia y el sufrimiento generado por ella, ha asumido una estética que busca penetrar en lo más profundo de la experiencia humana para, con ello, ofrecer una comprensión del impacto de la guerra en las distintas comunidades. Esto porque las instalaciones cuentan con un estudio previo de las condiciones de los territorios a nivel sociocultural, sociopolítico y socioeconómico que les permite acercarse a las víctimas. Este aspecto las fortalece, dado que proporciona un contexto sólido y auténtico para la expresión artística, permitiendo que las obras no solo transmitan la realidad tangible del enfrentamiento bélico, sino también la complejidad de las emociones y experiencias humanas que la rodean y, de esta manera, generar empatía entre los espectadores y los territorios afectados por el conflicto armado.
Dos artistas que se han propuesto llevar a cabo un litigio artístico orientado a la reparación simbólica de las víctimas del conflicto armado en el país han sido Juan Manuel Echavarría y Leonel Vásquez, quienes, desde diferentes enfoques y materialidades, han encontrado una manera para visibilizar la voz de los distintos actores de la guerra. Echavarría, reconocido por su trabajo en fotografía y video, ha explorado las historias individuales y colectivas de los victimarios al brindarles un escenario para que su voz sea escuchada en la sociedad. En tanto, Vásquez, a través de su trabajo con sonido, ha buscado sanar el dolor de las víctimas y reconstruir el tejido social fracturado por la violencia. Pese a esta diferencia, ambos han utilizado su talento y sensibilidad para transmitir la humanidad detrás de las estadísticas de la guerra, generando un impacto duradero en quienes interactúan con sus obras.
En el caso de Vásquez, el litigio artístico surge de la sentencia emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual busca dignificar la memoria de las personas que perdieron la vida en el bombardeo perpetrado por la Fuerza Aérea Colombiana. Por otro lado, la de Echavarría se presenta en el marco de la Ley de Justicia y Paz, la cual permitió la desmovilización de grupos armados y la reinserción de excombatientes a la vida civil.
Desde el principio, Vásquez y Echavarría reconocieron que su papel como artistas no era el de un funcionario público que busca impartir justicia, sino el de un facilitador que tiene el deseo de dignificar a las víctimas y contribuir a la promoción de la verdad, la memoria y la reconciliación en la sociedad. Esto implica escuchar atentamente las experiencias de los distintos actores y trabajar en estrecha colaboración con ellos para crear una obra que refleje sus historias y emociones de manera auténtica y respetuosa.
Durante el proceso de creación, los participantes tuvieron la oportunidad de revivir momentos y emociones relacionadas con las situaciones en las que se vieron envueltos. En el caso de los excombatientes, lo hicieron a través de la pintura, mientras que las víctimas lo abordaron mediante la reconstrucción sonora de las biografías de las personas que murieron a lo largo del bombardeo, lo que les permitió crear una experiencia auditiva, inmersiva y emotiva para la comunidad. En ambos casos, el objetivo era hacer visible el carácter humano que comparten víctimas y victimarios. Por ejemplo, en los talleres de pintura, estos actores plasmaron sus experiencias en imágenes, creando así una narración pictórica autobiográfica que daba testimonio auténtico de sus vivencias, lo que les ayudó a reconstruir su identidad. Lo mismo ocurrió con las biografías sonoras que se crearon a partir de los recuerdos de los supervivientes de Santo Domingo. A través de la música, los sonidos del paisaje y las anécdotas que recordaban a las víctimas, sus voces volvieron a resonar en el corazón de la comunidad, lo que contribuyó a reforzar el sentimiento de solidaridad entre las distintas personas que habían quedado separadas tras la violencia.
Otro aspecto común es que ambas obras muestran cómo la violencia ha dejado una huella indeleble en el entorno natural, convirtiéndose en parte integrante del paisaje. Los trabajos pictóricos presentan escenas en donde se muestran bosques talados, campos fumigados y ríos contaminados con cadáveres, evidenciando cómo la guerra se ha extendido más allá de las poblaciones humanas. En la instalación sonora, los árboles frutales en los que sonaron las memorias de las víctimas se presentaron como testigos silentes de los hechos de agresión, lo que permitió que la escucha se convirtiera en un acto consciente y corporal, dado que la conmoción que generaron hizo que los invitados al evento establecieran una conexión íntima con los sonidos del territorio natural, combinados con los testimonios y los cantos que emanan del cuerpo de madera.
En cuanto a la recepción de las obras, se presenta una diferencia, dado que las imágenes crudas que transmite La guerra que no hemos visto (2007-2009) provocaron una respuesta emocional intensa en el público, que fue desde la indignación hasta la empatía, pues, al visibilizar lo que ocurrió en los territorios periféricos, el público se sintió interpelado, debido a que desconocía todo el dolor que estaba causando el conflicto armado. Como resultado, emergieron cuestionamientos hacia el proceso que se desarrolló con los excombatientes. Esto también se debe a que la inauguración de la exposición en el 2009 coincidió con un momento en el que la sociedad aún no contaba con las herramientas necesarias para enfrentar y procesar la realidad de violencia y sufrimiento. Sin embargo, esta dinámica comenzó a cambiar en el 2016 tras la firma del Acuerdo de Paz, que allanó el camino para una mayor concienciación y acción colectiva, dando un nuevo impulso a la búsqueda de la verdad y la reconciliación.
La instalación sonora, por su parte, proporcionó una experiencia sensorial y auditiva inmersiva que impactó tanto emocional como cognitivamente al auditorio, puesto que creó una atmósfera conmovedora que invitó al público a sumergirse en las historias de aquellos que perdieron la vida en el bombardeo, mediante la escucha atenta de los árboles que integraban el bosque de la memoria. Esto hizo que se creara un ambiente propicio para la contemplación y el diálogo, lo que fomentó una mayor comprensión y empatía hacia las experiencias de las comunidades afectadas por el conflicto.
En conjunto, ambas obras reflejan un profundo compromiso con la memoria histórica y la búsqueda de la verdad en torno al conflicto armado en Colombia. En sus esfuerzos por dar cuenta de la complejidad de esta realidad, las dos reconocen la humanidad de las víctimas y los victimarios, visibilizando las experiencias personales y los sufrimientos vividos. Con ello, pretenden invitar al espectador a ponerse en la piel del otro y a comprender mejor las complejidades de la guerra. Asimismo, al dar voz a todas las partes afectadas por la violencia, invitan al público a pensar críticamente sobre las causas y consecuencias de este, promoviendo así un mayor entendimiento y empatía entre los distintos actores, aspecto que es esencial para la construcción de una paz duradera.
Las experiencias traumáticas provocadas por los actos de violencia generan en las víctimas una sensación de bloqueo emocional que limita su capacidad para comunicar lo sucedido por el miedo, la vergüenza o la culpa que puedan sentir. Este impedimento se debe a que estas tienen dificultades para encontrar las palabras adecuadas que describan su sufrimiento o, incluso, porque se sienten obligadas a guardar silencio por el riesgo de sufrir represalias si revelan la verdad. Esta situación aumenta cuando a las comunidades vulneradas se les responsabiliza de la agresión sufrida, dado que la estigmatización imposibilita que su voz se escuche, pues la sociedad considera que estas personas no tienen una experiencia válida que contar. De este modo, se configura una afonía social (Uribe-Alarcón, 2012; Makowski-Muchnik, 2019).
En este escenario, las prácticas artísticas desempeñan un papel considerable en la restitución de la voz de las víctimas al brindar espacios seguros donde pueden relatar sus experiencias a la sociedad, utilizando un lenguaje estético que fomente una escucha profunda. Esta situación hace que ellas se emancipen y se empoderen, a raíz de que con este acto las comunidades afectadas se posicionan como sujetos activos en la búsqueda de la verdad y la justicia. Asimismo, en este tipo de piezas, se reconoce la voz de la víctima como una materialidad que permite trascender las barreras del tiempo y el espacio, facilitando la conexión entre el pasado y el presente mediante el entrelazamiento de historias individuales y colectivas (Malagón-Kurka, 2008; Mouffe, 2013; Rubiano-Pinilla, 2018).
Este carácter denunciante de la voz se potencia en los eventos de reconocimiento de responsabilidad, pues, en estos escenarios, las víctimas de la violencia, que han sido históricamente silenciadas y marginadas, pueden exigir la reparación y la transformación de las estructuras de poder y, con ello, generar las condiciones para que un hecho como el ocurrido no vuelva a suceder. Lo anterior gracias a que estos espacios tienen la función de activar y movilizar la sociedad a trabajar la reparación integral de las víctimas (Sierra, 2015; Paris-Borda, 2021; Caballero-Duque, 2022).
Desde esta perspectiva, con la instalación sonora Cantos Silentes, Leonel Vásquez buscó hacer justicia poética (Nussbaum & Gardini, 1997) para alcanzar un nivel de comprensión más profundo que devolviera la dignidad a las comunidades afectadas por la violencia. En este proceso, la participación de los diferentes actores de la sociedad fue fundamental, ya que, al sumarse a la obra, se convirtieron en cocreadores de los significados de lo sucedido, permitiéndoles compartir sus reflexiones, expresar sus emociones e incluso crear sus propias narrativas, acción que enriqueció la experiencia individual de cada persona y contribuyó significativamente a la reparación simbólica de las víctimas.
Esto se ha alcanzado dado que el litigio artístico, al ser un proceso creativo y expresivo en el que los artistas utilizan diferentes recursos estéticos y narrativos para transmitir su preocupación sobre la violación de los derechos humanos a través de una poética altamente alegórica, genera un diálogo crítico con el espectador y cuestiona las estructuras de poder y dominación que existen en la sociedad. Al hacerlo, fomenta las diversas interpretaciones y perspectivas que desmantelan las narrativas fijas y lineales, lo que permite una mayor comprensión y reflexión alrededor de la Historia. En este proceso, la visibilización de las voces de las víctimas se convierte en un elemento central, debido a que, a partir de ellas, se puede avanzar en la reparación del daño cometido. Al hacer audibles su versión de los hechos, se cuestiona a los distintos actores presentes en el territorio sobre las causas y consecuencias de estos actos, lo que los impulsa a buscar soluciones orientadas a establecer entornos más justos y prevenir el resurgimiento de actos de agresión.
De igual manera, las obras que litigan artísticamente al invitar al público a reflexionar sobre la humanidad del otro, independientemente que sea víctima o victimario, contribuyen a una comprensión más profunda de la violencia, dado que, al visibilizar las experiencias personales y los sufrimientos vividos, hace que la sociedad piense críticamente alrededor de las causas y consecuencias que esta ha generado y, de este modo, incremente la empatía hacia las distintas partes afectadas. Esto lo evidenciaron los artistas Juan Manuel Echavarría y Leonel Vásquez, que han llevado a cabo un litigio artístico orientado a la luz de los actores de la guerra, para contribuir a sanar el dolor de las víctimas y a reconstruir el tejido social fracturado por el conflicto armado.
Este tipo de práctica artística ha desencadenado una transformación cultural en la sociedad colombiana, ya que, al ofrecer un espacio para que las víctimas o los victimarios puedan compartir sus experiencias y expresar sus emociones, hace que su relato se incluya en la opinión pública, lo que permite que ella se confronte con la realidad del conflicto y sus repercusiones humanas de una manera más directa y personal. Al poner en primer plano estas narrativas, desafía las percepciones preexistentes y amplía la comprensión colectiva de los eventos pasados, lo que fomenta la empatía y la reconciliación entre las comunidades afectadas.
A modo de cierre, la instalación Cantos Silentes de Leonel Vásquez, en el marco del acto de reconocimiento de responsabilidad, llevó a cabo un litigio artístico al convertir el espacio expositivo en un tribunal de conciencia, donde la memoria, la justicia y la dignificación se entrelazaron con la intención de desafiar la versión oficial de la Historia. Esto se hizo mediante el rescate de testimonios y experiencias excluidas, los cuales fueron cuidadosamente seleccionados y organizados con el propósito de presentar pruebas emotivas que desafiaran las narrativas establecidas. Asimismo, el público, al sumergirse en los recuerdos de las víctimas, se convirtió en jurado, pues, al escuchar atentamente los relatos y experimentar las emociones evocadas por ellos, tuvo la oportunidad de contribuir en la construcción de nuevas interpretaciones sobre lo sucedido, lo que hizo de la obra un escenario propicio para la reintegración de quienes han sufrido afonía social por la violación de sus derechos.