La inmortalidad como libertad. Un contraste cinematográfico
Immortality as freedom. A cinematographic contrast
Sacrificio | Andréi Tarkovski | 1986
La casa que Jack construyó | Lars von Trier | 2018
La inmortalidad como libertad. Un contraste cinematográfico
Ética y Cine Journal, vol. 14, núm. 1, pp. 13-23, 2024
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 07 Junio 2023
Aprobación: 11 Diciembre 2023
Resumen: Este artículo busca contrastar las ambiciones libertarias de dos grandes cineastas contemporáneos –Andréi Tarkovski y Lars von Trier– a través de una muestra de su obra, y teniendo en cuenta las resonancias éticas de sus producciones. En concreto, de Tarkovski se analiza la película titulada Offret/Sacrificio (1986) y, dentro de ella, se pondrá el énfasis en el personaje principal: Alexander; con von Trier se hará lo propio, si bien con la película The house that Jack built/La casa que Jack construyó (2018) y el personaje denominado Jack. Más allá de un mero análisis cinematográfico, el artículo indaga en la riqueza o pobreza del mundo interior de los personajes de ambas películas y, aunque implícitamente, muestra su importancia como modelos para la clínica o la discusión pública en torno a temas como la ética o la violencia hacia otras personas, nuestra lectura conceptual se sostendrá principalmente en la obra del filósofo Sören Kierkegaard y en algunos contrapuntos con la teórica política Hannah Arendt.
Palabras clave: libertad, Lars von Trier, Andréi Tarkovski, Kierkegaard, ética.
Abstract: This article seeks to contrast the libertarian ambitions of two great contemporary filmmakers -Andrei Tarkovsky and Lars von Trier- through a sample of their work, and taking into account the ethical resonances of their productions. Specifically, Tarkovsky’s film Offret/Sacrifice (1986) will be analised and, within it, the emphasis will be placed on the main character: Alexander; the same will be done with von Trier, but with the film The house that Jack built (2018) and the character called Jack. Beyond a mere cinematographic analysis, the article explores the richness or poverty of the inner world of the characters in both films and, albeit implicitly, shows their importance as models for clinical or public discussion on issues such as ethics or violence towards other people, our conceptual reading will mainly draw on the work of the philosopher Sören Kierkegaard and some counterpoints with the political theorist Hannah Arendt.
Keywords: freedom, Lars von Trier, Andrei Tarkovsky, Kierkegaard, ethics.
“Todas las preguntas esenciales de la filosofía, como la inmortalidad del alma, la libertad del hombre, la unidad del mundo, es decir, todas las cuestiones cuya estructura antinómica había probado Kant en las antinomias de la razón pura, deben adoptarse solo como «verdades subjetivas»; no están para ser conocidas como verdades objetivas” (Arendt, 2018, p. 78)
“Sin embargo, lo súbito no conoce ninguna ley. No es algo que pertenezca a los fenómenos de la naturaleza, sino que es un fenómeno psíquico, una manifestación de la no-libertad. (…) Lo súbito es como lo demoniaco en general, angustia ante el bien. El bien significa aquí continuidad, ya que la primera manifestación de la salvación es la continuidad. Pero mientras que la vida de la personalidad ensimismada transcurre en cierta continuidad limitada con el resto de la vida, consérvese el ensimismamiento en dicha personalidad como un abracadabra de la continuidad, comunicándose sólo consigo mismo y, en consecuencia, apareciendo siempre como lo súbito” (Kierkegaard, 2019, pp. 256-257)
“Me parece que el propósito del arte es preparar el alma humana para la percepción del bien. (…) No podría imaginar una obra de arte que impulsara a una persona a hacer algo malo. (…) No estoy hablando de sentimentalismo, sino de cómo el arte puede llegar a las profundidades del alma humana y dejar al hombre indefenso contra el bien” (Tarkovski, 2006, pp. 68-69. Traducción libre)
Reseñas y algo más
Para comenzar, nos permitimos presentar una brevísima –y muy injusta– síntesis del contenido de ambas películas, esperando facilitar la comprensión del resto del trabajo. Sirva este párrafo como advertencia de spoiler.
The House that Jack built (von Trier, 2018): la película está dividida en cinco “incidentes” –entretejidos por un monólogo/diálogo– y un epílogo titulado Katabasis (descenso al inframundo). El espectador fácilmente comprende que la película se inicia con el viaje de Jack al infierno dantesco y que, como bromea Verge (Virgilio), su acompañante guía, el camino es uno de reflexión y palabras sobre experiencias pasadas, donde solo muy pocos guardan silencio. Jack irá contando partes de su vida. La selección y la visión global de su narrativa es pues un trabajo de reconstrucción de sí, de búsqueda de una lógica existencial, de construcción de un pasado que liga acontecimientos no necesariamente vinculados antes, para construir un relato (Cavarero, 2000). Su elección quedará dividida justamente en los cinco “incidentes”, donde se relata su encuentro con otras personas, mayormente mujeres (aunque aparecen también niños y hombres racializados), a las que terminará por asesinar de forma cruel. Las escenas de violencia son, a nuestro juicio, los puntos más innecesarios y débiles de la película y no se retomarán en este trabajo [1]; el centro será el monólogo/diálogo entre Jack y su acompañante Verge [2].
Otro detalle importante del filme es que, aunque se comprenda que la película comienza con la muerte de Jack y el inicio de su trayecto por el inframundo, esta muerte no se muestra en la película en ningún momento. Sí se muestra su escape, por el suelo de la casa de cadáveres (otredad disecada, fijada), su obra de arte, que construye hacia el final de la película y que es un claro contraste con su esfuerzo frustrado de construir una casa de material ordinario, como las diseñadas por él y derribadas en varias ocasiones durante la película.
La escena final, más que la caída al vacío de lo profundo infernal puede ser interpretada como una muestra más de la superficialidad subjetiva de Jack [3]. En todo caso, el congelamiento de la imagen al final y su conversión en un negativo fotográfico, podría pasar por una muestra tanto de lo unidimensional de la subjetividad de Jack como del fracaso de la salvación individual.
Sacrificio[4] (Tarkovski, 1986): la película toma como centro a Alexander, un profesor de estética y actor retirado que, en el curso de un día en la casa de su familia, el día de su cumpleaños, se confrontará con una tremenda y profunda crisis (de fe). El Hombrecito, hijo de Alexander, mudo de momento por alguna intervención médica reciente, va y viene, aparentemente indiferente, entre las palabras de su padre y sigue los pasos que este y su amigo, Otto; dejan en las primeras escenas, marcados por un espeso diálogo existencial. La esposa y la hija de Alexander tienen con el médico una relación mucho más cálida, al parecer, que con el propio Alexander; médico que tiene como paciente, además, al propio Alexander, por lo que puede deducirse. La tranquilidad aparente abre el telón del caos, de una catástrofe que se anuncia como inminente e inevitable. La vida familiar va mostrando las fracturas de lo cotidiano, tanto en el mundo, más allá de lo que vemos, como en las relaciones de los personajes mismos. Por un lado, una catástrofe bélica en puerta; por la otra, la frialdad del trato humano en una época crecientemente sin fe.
Orientado a medias en su crisis por el Hombrecito, que escucha sus pensamientos y testimonia su crisis, y su amigo y cartero Otto –un compañero inquietante, aunque muy distinto que el Verge de Jack– Alexander tomará la decisión fundamental de sacrificarse por el mundo como medio de salvación. En un momento de desesperación, pide a Dios que el mundo permanezca, que todos los demás vivan y que todo sea como era hasta hacía unas horas o el día anterior. A cambio de ello, no solo se ofrece a sí mismo, sino que ofrece todo lo que posee, incluida la casa en la que están. Lo cierto es que nadie parece dar cuenta de este pacto más que el propio Alexander, quien quema su casa y toma el silencio prometido como su destino; enmudece y zigzaguea en el lodo de forma impredecible hacia el final del filme [5].
En contraste con Jack, esta será una salvación colectiva, una forma de inmortalizarse en la existencia de los otros o de Dios, aunque se pierda su mente individual en la “locura”. El de Jack será un intento de salvación individual, de inmortalización pese a los otros, donde estos no figuran más que como material para su obra artística. En Sacrificio, se trata de la destrucción posible del mundo y la elección de Alexander es fundamental, siendo un salto (de fe) claramente kierkegaardiano, de la ética a la religión; al absurdo, ahí donde ya no hay acompañantes ni guías [6]; la libertad total de la subjetividad.
No obstante, hay que señalar que, con Alexander, tenemos un ejemplo de que la verdad subjetiva puede considerar a los otros, que la individualidad no significa un corte irremediable con el mundo, sino que es un resultado de este vínculo. Alexander se sacrifica por los otros y por el mundo y su locura es todavía en el mundo. Los otros no dejan de aparecer, aunque, como para Abraham (Kierkegaard, 2017a), hablar con ellos e intentar compartirles con palabras su salto de fe, sus acciones, se da como una posibilidad perdida.
Supuestos de trabajo
El supuesto que sostendrá este trabajo es el siguiente: si bien cinematográficamente hay una línea de continuidad reconocida entre Tarkovski y Lars von Trier [7] (Badley, 2010), argumentaremos que las aspiraciones estéticas, éticas y religiosas (recuperando la conocida trilogía de Kierkegaard que desarrollaremos abajo) varían considerablemente, al menos en lo que respecta a las dos películas recuperadas. Es cierto que Alexander y Jack parecen enfrentarse a la angustia como posibilidad de la libertad (Kierkegaard, 2019) e, incluso, hay momentos donde parecen perturbadoramente similares; no obstante, la elección clave de uno y otro en el desarrollo de la historia los hará contrastables en grado extremo. Hay que notar que toda elección es subjetiva en este terreno, por lo tanto, toda elección diferencia a un Particular de otro, pero también es cierto que no siempre la diferencia tiene la fuerza de una oposición.
El punto que los une y los separa no es otro –argumentaremos– que el lugar del enigma que retorna y se recrea en cada hombre, la inmortalidad, pues no es la muerte la pregunta, sino la inmortalidad lo que está en juego; la muerte es impensable, es un punto arbitrario que suspende la continuidad de la oración; la inmortalidad, no obstante, es promesa de continuidad, de trascendencia. Esta pregunta es una que cada cual debe responder desde sus recursos subjetivos y desde su posición como Particular, posición tan reconocida y profundizada por Kierkegaard (2019; 2017a;1980), en respuesta al Sistema hegeliano, y que también el psicoanálisis ha sabido defender como singularidad deseante.
Mientras que Alexander demuestra ser capaz de dar el gran salto (de fe, de lo ético a lo religioso) hacia la libertad, Jack no podrá despegar los pies de la superficie estética; sin memoria, sin otredad y sin la profundidad de la fe para poder salvarse, Jack quedará sometido al dominio de la rebeldía, al trastocamiento de la norma, a la definición de sí en negativo [8], pero no accederá a la libertad, no se salvará a sí mismo.
Alexander se inclinará por la aceptación de lo abierto del mundo, de lo inesperado, del absurdo (Kierkegaard, 2017a) siempre y cuando el mundo pueda permanecer y la vida se mantenga, se tratará de una salvación colectiva; Jack, en cambio, intentará cerrar toda apertura a lo novedoso [9] primero a través de su síntoma obsesivo compulsivo (mantener la escena siempre igual, como en una fotografía) y, posteriormente, por medio de la manipulación y la violencia contra otros humanos, tratándolos como objetos, evitando toda posible impredecibilidad o espontaneidad y fijando a sus víctimas como piezas útiles para su proyecto artístico: el trabajo fotográfico de Mr. Sophistication[10] y, por supuesto, la casa que sí llega a construir hacia el final de la película y que resuena en el nombre de la misma, la casa de cadáveres.
Para terminar esta presentación de supuestos, es preciso sumar una aclaración metodológica. No es de interés del autor de este escrito hacer un psicoanálisis de los personajes ni de los cineastas en discusión. Sin embargo, sí se quiere seguir la provocación kierkegaardiana de usar ejemplos psicológicos, extraídos de una psicología de lo Particular. Dicha psicología reconoce que una subjetividad no puede explicar a otras subjetividades, no puede incluso ser contenida en un ejemplo sino solo parcial y precariamente, como un destello de verdad; pero bien reconoce que hay respuestas particulares para preguntas generales y, desde ahí, interpela a otras subjetividades para que vibren al son de esas preguntas generales y salgan a la búsqueda de sus propias respuestas. Para nuestro objetivo, la pregunta común es sobre la inmortalidad como libertad, un enigma humano al que nos esforzaríamos inútilmente por responder universalmente. En este sentido, no interesa la biografía –del cineasta o del personaje– tanto como la representación de la elección subjetiva y la interpelación que pueda provocar en otros. Hablar de ambición, como lo hemos hecho en el primer párrafo con relación a los cineastas, no quiere apuntar a la existencia de una voluntad o un proyecto artístico terminado o total sino a un trazo o un impulso creativo. Es decir, no interesa el pasado como determinante de la elección, ni la elección como la parte de un todo; más bien, nos interesa la elección como creadora del pasado o como la negación de cualquier absoluto.
Los tres estadios de Kierkegaard
El académico Jorge del Palacio (2017), al introducir la obra de Kierkegaard, comenta los tres estadios del filósofo danés en estos términos: en el estadio estético, la persona “(…) persigue el goce sensual y vive atrapado en la inmediatez del momento. No entiende de compromisos y hace de todo aquello que le rodea un medio para la obtención de placer”; en el ético, la persona “ha interiorizado normas de alcance universal y vive conforme a ellas. Otorga valor al compromiso, a la responsabilidad y, al contrario que el esteta, se relaciona con los demás haciendo de cada persona un fin en sí mismo”. Se coloca aquí al matrimonio como “la relación ética por antonomasia”, pues “constituye una relación desinteresada de reconocimiento mutuo y proyección de futuro”; por último, “instalarse en el estadio religioso significa relacionarse con Dios a través de la experiencia de la fe: la existencia más auténtica a la que puede aspirar una persona, pues sólo ante Dios adquiere plenitud la vida humana” (p. 17)
Nos permitimos la larga cita por su claridad y excesivo esquematismo. Dada la extensión limitada de este trabajo, es importante ir al grano con el uso de estos estadios. Proponemos que el Jack de Lars von Trier aparecerá atorado en el estadio estético. Si bien se encuentra al borde del salto, intentará pasar de lo estético a lo religioso, sin conocer lo ético. Con Alexander (esposo-padre-amigo-profesor de estética) tenemos que su crisis (de fe) podría ubicarse mucho más fácilmente entre lo ético y lo religioso [11]; si bien hay destellos de lo estético, estos están incorporados en lo ético [12]. Sirviéndonos siempre de Kierkegaard, interpretamos su salto a lo religioso como uno logrado, más allá de que, a primera vista, su inmolación en la locura [13], en el absurdo [14], en el silencio [15], invitan a pensar en una pérdida de sí. Lo que vemos acá es un acceso a la libertad subjetiva como inmortalidad del mundo.
En contraposición, la búsqueda de libertad de Jack, con su salto imposible, quedó suspendida, rota como el puente de la escena final. En el filme, el tema de lo estético está enraizado y reducido a la estrecha idea de la “alta cultura”, con referencias constantes a la música, la arquitectura, la fotografía, la pintura y la literatura. Este gusto o refinamiento estético se entreteje perversamente con la descripción de los cinco incidentes. Por ejemplo, en el diálogo/monólogo hay referencias al pianista canadiense Gleen Gould y a la arquitectura de catedrales mezcladas con los pormenores de los asesinatos de mujeres y niños. El estadio estético parece asfixiar toda posibilidad ética, pues se impone la forma artística sobre la vida de los otros. Hay dos escenas cruciales desde este punto de vista: a) dentro del llamado tercer incidente se desarrolla el asesinato de un mujer y sus dos hijos a quienes -antes de manipular en gesto facial y forma corporal en su congelador de cadáveres- dispone como trofeos de caza en el suelo, es decir, construye una “obra artística” con sus cuerpos; b) la imposición de lo estético sobre la vida tiene una resonancia mucho mayor para toda la película, cuando Jack construye una casa con cadáveres como su obra maestra, después de intentar varias veces construir una casa tradicional, que solo llegaba a su primera estructura antes de ser derribada por él, insatisfecho. Lo fundamental es que parece imponer el sentido estético sobre la vida de los otros, imposibilitando la aparición del estadio ético, acomodando a los otros en su escena (inertes y con la forma y los gestos faciales que él les impuso antes del rigor mortis) y, evidentemente, anulando la otredad y la espontaneidad de la vida, su impredecibilidad o su pluralidad [16]. Se podría escribir mucho más, pero recordamos que es desde los bordes del estadio estético que Jack se colocará para meditar infructuosamente su salto hacia lo religioso, sin pasar por la ética, su puente roto. Aquí lo sublime del arte parece ser una promesa de falso absoluto [17].
Todo el monólogo/diálogo es una pregunta sobre las posibles vías de las relaciones humanas, del lugar del otro como Particular o como espécimen y, por lo tanto, accesible o inaccesible como material artístico. Es la voz de Verge que siempre acompañó a Jack como otredad interna, no solo como conciencia moral precaria, sino como la otredad divina, que esperaba atenta la elección de Jack. El final de la película, con la escena del puente roto, es justamente el último vistazo de la alternativa religiosa. Jack busca ascender al encuentro con lo divino e intenta, sin éxito, alcanzarlo trepando por el muro. Cae porque le faltan los otros.
En el caso de Alexander, profesor de estética y actor retirado, el arte es también fundamental. La película inicia con el ojo de la cámara recorriendo La adoración de los magos, una pintura de Leonardo da Vinci, mientras suena el aria Erbame dich (Tened piedad) de Johann Sebastian Bach. Esta escena del inicio se reproduce inversamente -aunque todo ha cambiado- al final de la película, después de que Alexander se ha sacrificado y el Hombrecito, recostado debajo del árbol seco que sembró y regó con su padre, como haciéndose cargo de una herencia, elabora sus primeras palabras en el filme “«En el principio era el Verbo». ¿Por qué, papá?”
Agregaremos aquí únicamente dos cosas. Primero, que la crisis de Alexander estará desde el inicio instalada en el estadio ético, rodeado de una otredad viva. Acompañado por el Hombrecito en las primeras escenas, mientras este brincotea y parece no escucharle atentamente, Alexander exclama en su aparente monólogo: “el pecado es lo no esencial” y recuerda a Hamlet con su “words, words, words”, en medio de una clara crisis de sentido. Instalado en el matrimonio y en las responsabilidades de la vida doméstica, se encuentra ante la crisis de lo ético y la promesa de un afuera. El Hombrecito, aparentemente indiferente, fue su testigo.
El sacrificio mayor –y este es nuestro segundo comentario– está justamente en trascender el sentido común de lo mortal, reconsiderar la renuncia a sí mismo como una forma de elegirse, de ser libre y salvarse, pero en relación con otros, con el mundo, con Dios. Lo religioso es aquí la entrega al absurdo, al aislamiento, pero por y para el mundo. Es decir, la inmortalidad como libertad se juega aquí de manera colectiva. Una respuesta siempre singular para una pregunta universal.
Otredad, memoria, repetición
Como espectadores de Offret, no sabemos si se concretó un milagro o si se trató todo de un viaje por la subjetividad en crisis de Alexander; la alternativa es nuestra y es este, sin lugar a duda, un bello gesto heredado a nosotros por Tarkovski. De lo que sabemos es de una continuidad del mundo, que el Hombrecito hereda junto con sus misterios: “¿Por qué, papá?” El Hombrecito repite las palabras que su padre le dijo en la primera parte de la película (“En el principio era el Verbo”) y le suma la inquietud: “¿Por qué, papá?” Sus primeras y últimas palabras de la película son también interesantes porque pueden ser interpretadas -riesgo de intérprete que aceptamos, nuevamente- como una inauguración de la memoria [18].
En buena parte del inicio de la película, Alexander le habla mucho al Hombrecito, con aparentes monólogos cargados de preguntas existenciales, sin que este le hable de regreso. La palabra de Alexander, enriquecida con los aportes del amigo Otto, toca y hace vibrar la piel del Hombrecito, circula su superficie, que parece, aparentemente, indiferente a ella; mientras Alexander hablaba o platicaba con Otto, el Hombrecito iba y venía alrededor, entre la naturaleza. No obstante, como lo muestra el final de la película, el aparente monólogo era en sí mismo un diálogo [19]. En la última escena, vuelve la pregunta de Alexander y aparece la inquietud del Hombrecito. Aparece también la palabra ante la ausencia del otro, como continuación del diálogo; la palabra como pregunta y, por lo tanto, como índice de profundidad, como el lugar de interioridad donde el otro desaparecido reaparece como parte de sí; la memoria es profundidad porque los otros desaparecidos se enraízan en el mundo interior de aquellos que permanecen. No obstante, y esto es fundamental para nosotros, la memoria no mira hacia el pasado sino hacia el futuro; no predetermina la acción tanto como la alimenta. El Hombrecito recupera la inquietud de Alexander, pero no está determinado por ella, podrá reelaborarla con sus propios recursos.
Esta permanencia parcial de Alexander en el Hombrecito, su mutua compañía, sin olvidar al amigo Otto, es lo que queremos contrastar con la soledad de Jack y su imposibilidad de permanecer en otros a la manera de Alexander, reflejada en su énfasis en el control de la escena como lo hace Johanes el seductor y otros personajes de Kierkegaard. Pasar por aquí es fundamental para contrastar la inmortalidad buscada por uno y otro, una inmortalidad colectiva y una inmortalidad individual que se juegan, en su conexión con lo trascendente, la libertad. Volveremos a este contraste en el siguiente apartado. Ahora nos enfocaremos en un contraste previo, aquel que toca a la categoría de repetición.
Para Kierkegaard (2009, 2017a), solo hay repetición religiosa, no puede haber una repetición estética. Siguiendo nuestra interpretación anterior, donde ubicamos a Jack en el estadio estético y a Alexander en el ético, veremos que el primero fracasa en su intento por lograr la repetición mientras el segundo accede a ella. Hay un paralelismo útil en este sentido en la obra de Kierkegaard. Alexander puede leerse junto con el Abraham de Temor y temblor (Kierkegaard, 2017a). Jack puede leerse junto con el narrador de La repetición (Kierkegaard, 2009), Constantino Constantius.
Alexander es un poco el Abraham de Tarkovski. Hasta ahora no hemos encontrado una referencia sobre la influencia de Kierkegaard en Tarkovski, pero el paralelismo es fácilmente identificable. Dios pone a prueba [20] a Abraham como pone a prueba a Alexander; el sacrificio del hijo resuena en ambos junto con el sacrificio del mundo o de la descendencia a venir. En ambos hay una entrega a Dios como acceso a la libertad máxima; en ambos el absurdo impera. Una diferencia es el regreso de Abraham a su familia y su descenso, del monte al mundo, aunque todo ha cambiado para él y, como vimos, su acción es incomunicable a aquellos que ama. Alexander sale del espacio familiar y del mundo del lenguaje; permanece en el absurdo de otra manera. Otra diferencia es el ruego de Alexander para evitar la catástrofe, mientras que Abraham no duda en levantar el cuchillo frente a su hijo.
En ambos, la repetición apunta al devenir y en esta repetición se juega la memoria, se juegan los otros, que no son simples objetos psíquicos ni motivos del guion subjetivo; los otros pueden perderse o pueden sobrevivir, hay en ellos algo extraño, ajeno, e irrecuperable una vez perdido. La repetición tiene carácter de impredecible, no puede ser controlada o evocada a voluntad. Por eso, sostenemos que la repetición kierkegaardiana es una que se asemeja a la memoria. La memoria, base de toda subjetividad, no puede programarse indefinidamente. Está abierta al mundo. También sostenemos que aquí se vincula uno de los aportes mayores de Kierkegaard al campo de la libertad: esta es impredecible y solo se accede con la pérdida subjetiva en Dios. Dios no es aquí el tope de la jerarquía religiosa tanto como el mundo abierto de las alternativas.
Con Jack tenemos un escenario muy distinto. Su búsqueda voluntaria de la repetición naufraga por su énfasis por el control de la escena. El síntoma obsesivo compulsivo busca la permanencia eterna de una misma escena, su inmovilidad, pescar al mundo. En este sentido, Jack, como el narrador de La Repetición, tendrá dificultades con la novedad, con lo impredecible, con el devenir del mundo. La repetición de Jack busca la mismidad imposible de la acción humana, predeterminarla, de ahí su insistencia en fijar el mundo, de quitarle la espontaneidad de movimiento y lenguaje a los otros, de transformarlos en material para su casa [21]. La libertad aquí está atrofiada, extraviada, pierde su carácter abierto. La libertad se vuelve un elemento más de la escena, un decorado del ambiente. Se confunde la violencia hacia los otros con la libertad de acción.
Constantino Constantius se encuentra, como hemos sostenido para Jack, atorado en el estadio estético. Declara que a él le “resulta absolutamente imposible hacer un movimiento hacia lo religioso” (Kierkegaard, 2009, p. 143). Tras reconocer que la repetición es del orden de lo trascendente, escribe: “Dentro de mis propios confines interiores puedo navegar a placer, pero en cuanto salgo fuera de mí mismo me encuentro totalmente perdido, porque no he descubierto aun ningún punto arquimédico en que apoyarme ni ninguna otra cosa que me oriente” (p. 142).
Hay dos cosas aquí que son muy importantes, el ensimismamiento y la soledad. Como muchos de los narradores de Kierkegaard, Jack también está solo, parece salido de la nada, no tiene origen, ni una palabra o muy poco sobre la familia, y, por lo tanto, es una subjetividad precaria, sin memoria, plana, de superficie. El ensimismamiento que describe el narrador en la cita anterior es también el mundo de Jack, el teatro de la mente donde los otros son piezas de mobiliario o actrices del guion de Mr. Sophistication, nombre en el que se reconoce orgullosamente.
Lo sorprendente es que también el viaje por el inframundo es de una soledad llamativa. A diferencia de La Divina Comedia (Alighieri, 2013), Jack se encuentra con poco más que sí mismo. Una sola escena muestra a unos cegadores en acción, los Campos Elíseos, una escena de la memoria de Jack donde aparecen otros y de donde él recuerda el olor y el ritmo de las guadañas. Fuera de eso, el viaje es un monólogo/diálogo con Verge sobre el teatro de su mente. Ni siquiera ahí aparece la otredad, si consideramos que Verge es el otro de su propio monólogo; ni siquiera ahí el mundo deja de ser un escenario donde compite Jack versus Jack por el control inframundano. El puente roto, nuevamente, como el último reto a superar.
La repetición abre el mundo a la novedad. Nada vuelve a ser como lo era antes, todo ha cambiado, pero la repetición es continuidad. El esteta se atora en su propia mismidad y en la búsqueda de una imposible repetición, no cede ante otros ni ante Dios, no está dispuesto a encontrarse con el absurdo como respuesta divina. El control de la escena lo entretiene en la normalidad precariamente sostenida del mundo; el control de la escena lo aleja de sí y lo mantiene ocupado con la objetividad del mundo.
Inmortalidad: salvación colectiva o salvación individual
Otredad, memoria y repetición se juegan de forma distinta en Alexander y en Jack, ya lo hemos visto. La apertura a los otros y al mundo hacen del sacrificio de Alexander una forma de inmortalidad distinta, como permanencia en los otros en el mundo, que denominaremos aquí como salvación colectiva.
Kierkegaard escribe de salvación en varias de sus obras, siempre vinculada con la fe. Esta última es definida, siguiendo a Hegel, como “la certeza interior que anticipa la infinitud” (Kierkegaard, 2019, p. 303) o, a manera de fórmula, en Sickness unto death (Kierkegaard, 1980): “al relacionarse consigo mismo y al querer ser él mismo, el yo descansa transparentemente en el poder que lo estableció” (p. 131). Agrega sobre esta última formula que es “el estado en el que no existe desesperación alguna” (p. 131). [22]
Alexander es salvado colectivamente, su muerte subjetiva al entregarse a la locura y al silencio abren la posibilidad de continuación para el mundo y los otros. Si bien en nuestra interpretación de la fe y la entrega al absurdo como vías de salvación por parte de Alexander podemos utilizar a Kierkegaard, pensamos que este no puede recubrir la experiencia de Alexander y que su obra, como respuesta apresurada a Hegel, lo aleja de pensar la tradición colectiva rusa como alternativa al idealismo alemán. Solo la historia posterior mostrará la relevancia de esta alternativa, algo que sí llega a afectar la obra de su contemporáneo Karl Marx, por ejemplo. Aunque reconozcamos aquí un límite kierkegaardiano, podemos sostener que el aparato conceptual del danés inaugura una tradición subjetiva, existencialista, donde sí podrían reconocerse los filmes de Tarkovski.
El caso de Sacrificio es muy particular por la forma de representar el vínculo de la fe con la duda y la incertidumbre, incluso por el mensaje último de la película y la biográfica cercanía de la muerte con Tarkovski [23]. La intertextualiadad con la salvación colectiva que inaugura el Abraham de Kierkegaard es importante, si bien Abraham no duda ni pide que todo cambie (2017a). La duda que se presenta en Alexander es una duda por la existencia de Dios. Es un antiguo actor y profesor de estética que ha perdido la fe (las referencias al arte son claras, pero ya no suficientes para mantener su mundo) y la recupera únicamente a través del sacrificio de su propia verdad objetiva. Pero este sacrificio es, paradójicamente, su acceso a la libertad en Dios. Lo interesante es que también deja el mundo –como lo hará Abraham– a su descendencia. Ese mundo, no obstante, mantiene los enigmas divinos y no transmite respuestas sino una pregunta, “¿Por qué, papá?” La inmortalidad como libertad, en Alexander y en Abraham, es una salvación colectiva de los enigmas y la pregunta por Dios. La libertad no es aquí autoconsciencia, voluntad sin interferencia o libre albedrío; tampoco es una cuota de libertad interna, individual, personal, frente a un todo coherente que integra las partes. Se trata aquí de una libertad en los otros o, quizá mejor enunciado, libertad en Dios. La inmortalidad aquí es el ejemplo máximo de salvación, no corporal ni como consciencia personal sino como Particular (2017a, 2019), como singularidad deseante, como reconocimiento de una trayectoria que no puede confundirse con ninguna otra, como relación abierta con el mundo o con Dios.
En el caso de Jack, encontramos una relación de la fe muy distinta con lo incierto y con la duda. El trastorno obsesivo compulsivo de Jack parece justamente el primer indicio de un control por la escena del mundo y una incomodidad con lo espontáneo o lo abierto. Jack intenta, incesantemente, controlar la escena y su énfasis en la limpieza o en la perfección, lo llevan a convertirse en un criminal que provoca risa, no precisamente por su agudeza mental sino por su estupidez. En uno de los incidentes, regresa una y otra vez, cargando los cuerpos de sus víctimas, a la escena del crimen, para obtener la fotografía que espera. El control de esta singular forma de existencia estética incrementa también los “rituales” de muerte de Jack. Los nuevos escenarios y el control sobre la escena son muy obvios, incluido el acomodo de los hombres racializados a los que no alcanza a asesinar hacia el final de la película, pues necesitaba de una bala especial, que uno de sus secuestrados, conocedor de armas, le indica. La casa de cadáveres es la culminación terrestre de ese camino hacia arriba e interminable de búsqueda “estética”, pese o a través de los otros. El arte se muestra aquí totalmente agotado, ahuecado, pues el monólogo/diálogo es abundante en arte, pero es un arte que entretiene más que abrir a lo incierto o a lo novedoso, más que dejar indefenso a alguien ante el bien, como dice el epígrafe de Tarkovski que utilizamos al inicio. Es un arte que no habla de otros sino de una narrativa ensimismada, endemoniada en el vocabulario kierkegaardiano (2019).
Jack busca una salvación individual. En este sentido, la última escena de la película se revela como el escenario aspiracional hacia una libertad imposible. El puente roto y la alternativa que representa Verge, son el escenario de la última elección de Jack. Él está inclinado hasta este último momento al lado de la voluntad, de la “libertad” como individualidad y como consciencia autosuficiente. Su control por la escena no deja aquí nuevamente espacio para la otredad o para la aceptación. El puente ético está roto.
Conclusión
Hemos presentado un ejercicio de interpretación cinematográfica apoyados mayormente por la obra de Kierkegaard. Nuestra intención fue mostrar un escenario de aplicación de algunos conceptos de difícil aprehensión, particularmente uno que es central para el filósofo danés, la libertad. En el contraste de Alexander con Jack hemos analizado el vínculo de cada uno, como Particular, con la trascendencia y propusimos pensar a la inmortalidad como el horizonte máximo de libertad humana. Kierkegaard ofrece innumerables posibilidades para el trabajo hermenéutico, pero decidimos tomar un escenario concreto y a dos personajes que, a su manera, nos permiten adentrarnos al mundo de la subjetividad y a ese espacio íntimo de diálogo interior, singularísimo, aunque de manera marcadamente diferente en uno y en otro.
Más allá de ser un ejercicio de análisis cinematográfico, este artículo ha mostrado también la potencia del cine como ilustración de modelos de subjetividad, de interioridad, que pueden ser útiles tanto para la clínica psicoanalítica como para el debate público en torno a temas como la violencia y la otredad. A través de Jack y Alexander, podemos visualizar también una multiplicidad de posiciones y combinaciones subjetivas que nos permiten pensar en la relación entre la ética y la trascendencia, siempre central para la discusión filosófica y religiosa. El cine permite que la imaginación clínica o filosófica pueda comprender o diseñar intervenciones posibles en escenarios de crisis subjetiva como los que se muestran en las películas recuperadas aquí.
Aunque no profundizamos esto, el contraste entre Tarkovski y von Trier puede ser ilustrativo también de un cambio cultural de mayores dimensiones y que implica de manera esencial al mundo interior de sus personajes. Tarkovski vive el declive de la URSS en sus últimos años y von Trier crece como cineasta en el apogeo del neoliberalismo. Quizá la sola mención de este contraste podría servir para repensar todo lo anterior en materia de aislamiento y violencia. Pero esto es materia de un trabajo por hacer.
Sin embargo, nuestra labor, como la de todo ensayo, queda inconclusa, pues muchas otras cosas pueden sumarse a su composición. Otra línea de trabajo futura es la relectura de Kierkegaard a través de Tarkovski, en retrospectiva, pues Kierkegaard vuelve al individuo como contragolpe al sistema hegeliano y muchas cosas han pasado desde esa apresurada respuesta entre filósofos. La salvación colectiva, que en este caso es rusa, pero también podría ser china o latinoamericana, plantea cuestionamientos a Kierkegaard y a la tradición existencialista desde un pensamiento y una resistencia que no es exclusiva o primordialmente individual. Tarkovski, como perteneciente a la tradición espiritual rusa, pone preguntas incómodas a la tradición filosófica occidental que, no por ser incómodas dejan de ser relevantes y fructíferas. De manera que queda abierto el problema de la libertad, como una pregunta humana general que, no obstante, solo puede responderse de manera particular. Queda también insistir en que la trascendencia, la inmortalidad y otras inquietudes humanas son una herencia en disputa, pese a los que se empecinan por hacer de ellos temas superados.
Referencias
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von Trier, L. (director). (2018). The house that Jack built [película]. Zentropa / Film i Väst.
Notas
Enlace alternativo
https://journal.eticaycine.org/La-inmortalidad-como-libertad-Un-contraste-cinematografico (html)