Resumen: Este siglo se ha caracterizado por desarrollar una literatura centrada en la importancia que tiene el desarrollo de capacidades administrativas para fortalecer al Estado. En particular, las capacidades asociadas a las formas de organización burocráticas. Por lo tanto, una parte relevante de la estrategia de construcción estatal pasa por la reinstauración de la burocracia propia del Estado moderno. Este artículo tiene como objetivo el hacer una revisión a la literatura que se ha desarrollado en torno a los temas de construcción del Estado, en particular aquella asociada al ámbito administrativo. De igual forma, busca analizar cómo ha sido el cambio de perspectiva por el que ha pasado la forma de organización burocrática, especialmente aquella asociada a Max Weber.
Palabras clave: Gestión del Cambio, Organización, Burocracia, Administración Pública, Reformas, Estado Moderno.
Abstract: This century has been characterized by the developing of a literature focused on the importance of the development of administrative capacities to strengthen the State. Of paramaount interest are those associated with bureaucratic forms of organization. Therefore, a relevant part of the state-building strategy involves the restoration of the modern state bureaucracy throughout the whole public administration. The aim of this article is to review the literature that has been developed around the topic of state-building, particularly that associated with the administrative field. In the same way, it aims to analyze how it has been the change of perspective through which the form of bureaucratic organization has suffered, especially that portrayed by Max Weber.
Keywords: Change Management, Organization, bureaucracy, Public Administration, Reform, State Modern.
Capacidades estatales y burocracia
State capacities and bureaucracy
Recepción: 21/02/19
Aprobación: 15/03/19
Las reformas administrativas asociadas a la nueva gerencia pública impulsadas al final del siglo pasado estuvieron dirigidas principalmente a reducir el tamaño del Estado por cuanto al alcance de actividades que debía desarrollar en la sociedad. Sin embargo, contrario a su objetivo pretendido de modernizar al Estado e incrementar sus capacidades para gestionar los asuntos públicos, desvinculándolo de aquellas que se consideraban superfluas y propias de los agentes privados en el mercado, terminaron por desmantelar al Estado y, en consecuencia, disminuir sus capacidades.
En consecuencia, las dos décadas de este siglo se han caracterizado por desarrollar una literatura centrada en la importancia que tiene el desarrollo de capacidades administrativas para fortalecer al Estado. En particular, estas capacidades están asociadas a las formas de organización burocráticas. Por lo tanto, una parte relevante de la estrategia de construcción estatal pasa por la reinstauración de la burocracia propia del Estado moderno.
Este artículo tiene como objetivo el hacer una revisión a la literatura que se ha desarrollado en torno a los temas de construcción del Estado, en particular aquella asociada al ámbito administrativo, al que le dedico la primera parte. De igual forma, busca analizar cómo ha sido el cambio de perspectiva por el que ha pasado la forma de organización burocrática, especialmente aquella asociada a Max Weber, materia de la segunda parte.
La agenda de investigación asociada al regreso del Estado que se desarrolló en las ciencias sociales desde finales de la década de 1970 se concentró principalmente en el análisis de la autonomía de éste al momento de identificar sus preferencias o intereses así como en la capacidad de actuación frente a los grupos más poderosos o influyentes de la sociedad civil (Nordlinger, 1981;Krasner, 1984; Mann, 1984; Skocpol, 1985). Sin embargo, para poder ofrecer una comprensión más completa del Estado debe considerar también la capacidad efectiva de éste para lograr sus objetivos y no sólo la posibilidad de identificarlos. En este punto, el desarrollo de este programa de investigación podría tomar nota de lo sucedido con el campo de las políticas públicas. En su origen la política pública era concebida fundamentalmente como una decisión. De ahí que la literatura se haya centrado en analizar cómo se podía garantizar la racionalidad de las decisiones gubernamentales. Sin embargo, como comenzó a quedar patente a partir de la década de 1960, se constató que era necesario problematizar la fase de la implementación[1]. De hecho, como se verá más adelante, este es el camino que ha seguido parte de la literatura sobre las capacidades estatales, al enmarcarlo como un problema de implementación.
La literatura de la modernización describió el proceso de evolución de las sociedades como uno de aumento de la complejidad, la especialización o división social del trabajo, así como de la cantidad de demandas de la sociedad al gobierno.
Tal como ha señalado Omar Guerrero (1992: 81) la clave para entender el proceso de modernización política pasa inevitablemente por la consolidación del papel del Estado en la vida colectiva. En concreto, señala, “la clave de la modernización política consiste en la habilidad del Estado para absorber tipos cambiantes de exigencias y organizaciones políticas, no es suprimirlas”. Por lo tanto, “el desarrollo político se refiere al desenvolvimiento de las facultadas del Estado para incrementar su nivel o grado de gobierno, no para disminuirlo, y efectivamente corre aparejado al desarrollo administrativo porque las dependencias públicas son las responsables de responder positivamente a las exigencias cambiantes y renovadas de la sociedad modernizada”.
Desafortunadamente, la modernización fue entendida de forma incorrecta como el proceso opuesto. En efecto, desde la perspectiva de varios organismos multinacionales el problema de la capacidad de gobierno pasaba más bien por la reducción de la presencia del Estado. A partir de este diagnóstico fue que se emprendieron los procesos de privatización y liberalización de la economía.
El surgimiento del interés por el tema de las capacidades estales debe entenderse como resultado del fracaso de gobierno de un número considerable de Estados alrededor del mundo; desde el continente africano, el centro y sureste asiático, oriente medio hasta centro y Sudamérica, en todos estos casos es evidente el fracaso o la debilidad estatal. De igual manera, debe entenderse a la luz del debilitamiento del Estado producto de la presión de reformas fundamentadas en la teoría económica del neoliberalismo y de su manifestación administrativa: la nueva gerencia pública (New Public Management) (Guerrero, 2003; 2004). De hecho, se puede afirmar que esta reforma terminó por desmantelar los Estados democráticos (Suleiman, 2003).
El proceso de globalización que ha caracterizado la economía y la política desde el último tercio del siglo pasado ha generado una disminución de las actividades controladas por los estados-nacionales. En este sentido, la globalización ha mermado la autonomía del Estado en los términos de la capacidad de tomar decisiones en interés propio. Por el otro lado, debe considerarse el impacto sobre las capacidades administrativas del Estados producto de la mayor complejidad de los procesos sociales.
Hay un problema conceptual y metodológico en el fondo de esta estrategia fallida de reducción del Estado asociada al neoliberalismo. En lugar de abordar con criterios técnicos se procedió a partir de lugares comunes la justificación del redimensionamiento del Estado. Como apunta Guerrero (1992: 85-87), no se hizo un esfuerzo por establecer claramente a qué se referían con el tamaño o magnitud del Estado.
Lo que el análisis empírico pone en evidencia son las limitaciones de la agenda de los críticos del Estado, de hecho, más bien aparece la historia opuesta, es decir que “a mayor grado de desarrollo integral, mayor nivel de modernización, de radio de actividad de la administración pública, de organismos públicos, de gasto administrativo en las áreas de bienestar y de número de funcionarios públicos” (Guerrero, 1992: 87). Por lo tanto, concluye Guerrero “el asunto no es reducir al Estado, sino acrecentar su capacidad de gestión al tenor de las nuevas tareas a desempeñar” (Guerrero, 1992: 86).
En aquellos años, este diagnóstico desarrollado por economistas fue compartido de forma desafortunadamente por politólogos y publiadministrativistas por igual. Ahora las cosas, al parecer comienzan a cambiar. Dani Rodrik (2011), destacado economista, ha apuntado lo siguiente:
“Cuando miramos al gobierno en diferentes sociedades, descubrimos un hecho bastante sorprendente. Con pocas excepciones, cuanto más desarrollada es una economía, mayor es la proporción de recursos que consume el sector público. Los gobiernos son más grandes y más fuertes no en las economías más pobres del mundo sino en las economías más avanzadas. La correlación entre el tamaño del gobierno y el ingreso per cápita es notablemente estrecha. Los países ricos tienen mercados que funcionan mejor y gobiernos más grandes en comparación con los pobres. (...) Los mercados están más desarrollados y son más efectivos para generar riqueza cuando están respaldados por instituciones gubernamentales sólidas. Los mercados y los estados son complementos, no sustitutos, como a menudo lo tendrían las cuentas económicas sencillas”
Para Francis Fukuyama (2004), analizando en retrospectiva no había algo negativo intrínsecamente en las reformas derivadas del Consenso de Washington. En muchos casos el sector público de los países en desarrollo era la causa de varios obstáculos al crecimiento, cuya solución pasaba por la liberalización económica. De tal forma:
Más bien el problema era que aunque los estados necesitaban ser recortados en ciertas áreas, éstos necesitaban ser simultáneamente fortalecidos en otras. (…) Pero el relativo énfasis en este periodo yacía muy fuertemente en la reducción de la actividad estatal, la cual se podía frecuentemente ser confundida o deliberadamente malinterpretada como un esfuerzo para recortar la capacidad estatal en todos los ámbitos. La agenda de construcción estatal, la cual era tan importante como la de su reducción, no le fue otorgada de cerca la misma reflexión o énfasis.
En concreto, “la construcción del Estado es la creación de nuevas instituciones gubernamentales y el fortalecimiento de aquellas existentes” (Fukuyama, 2004: ix). Las instituciones susceptibles abarcan un amplio espectro: desde las políticas estrictamente, como la forma de gobierno, pasando por aquellas propias del sistema legal, hasta las propiamente administrativas o asociadas al poder ejecutiva. En este ensayo, nos concentraremos en las capacidades administrativas del Estado.
En realidad cuando se habla de capacidades estatales o institucionales nos referimos a las capacidades administrativas del Estado. De ahí que la intención de fijarnos en el ámbito administrativo del Estado no necesite una justificación. Como Omar Guerrero (2010: 41) apunta, “existe una unidad orgánica y funcional entre el Estado y la administración, que hace imposible pensarlo sin ella, del mismo modo como la administración sin el Estado es incomprensible”.
En consecuencia, los procesos de construcción estatal (state-building) así como su opuesto de fracaso estatal (state failure) (Rotberg, 2004; Bates, 2008) descansan fundamentalmente en la creación de capacidades administrativas. Este es el caso del clásico libro de Stephen Skowronek, Building a new american State, en el cual muestra cómo la creación estatal en Estados Unidos pasó por la expansión de las atribuciones y facultades administrativas del gobierno federal que se presentó entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.
En este sentido, para Theda Skocpol (1985: 9), cuando hablamos de las capacidades de los Estados nos referimos a su habilidad “para implementar los objetivos oficiales, especialmente por encima de la oposición real o potencial de grupos sociales poderosos o de cara a circunstancias socioeconómicas recalcitrantes”.
Ahora bien, antes de profundizar sobre las capacidades estatales, debemos establecer cuáles son las condiciones mínimas que las hacen posible. Skocpol señala al menos las tres siguientes: 1) integridad soberana y control administrativo-militar estable sobre el territorio; 2) funcionarios calificados y leales, y 3) plenitud de recursos económicos (Skocpol, 1985: 16-17).
De hecho, los medios de que disponga el Estado para extraer y desplegar recursos financieros es el indicador que, más que ningún otro, nos dice sobre las capacidades existentes y potenciales para fortalecer las organizaciones estatales, contratar personal, cooptar apoyo político, subsidiar económicamente empresas así como para destinar recursos a programas sociales (Skocpol, 1985:17).
En términos de la teoría elaborada por Michael Mann (1984: 189), nos referimos al poder infraestructural, como “la capacidad del Estado de penetrar realmente a la sociedad civil, e implementar logísticamente decisiones políticas en todo el territorio (realm)”. En sentido contrario a la evolución del poder despótico, el poder infraestructural era comparativamente más débil en las sociedades antiguas y alcanzó su mayor desarrollo en las sociedades industriales.
Actualmente la mayor parte de las quejas e incomodidad sobre el alcance que el Estado tiene en la vida de las personas está asociada a este ámbito infraestructural del poder. Como lo apunta Mann:
Estos poderes ahora son inmensos. El Estado puede evaluar e imponer impuestos a nuestros ingresos y bienestar en la fuente, sin nuestro consentimiento o aquel de nuestros vecinos o tribu (cuyos Estados previos a 1850 aproximadamente, nunca fueron capaces de hacerlo); puede almacenar y recordar inmediatamente una cantidad masiva de información sobre todos nosotros; puede ejercer su voluntad dentro del día casi en cualquier lugar en sus dominios; su influencia en general sobre la economía es enorme; incluso provee subsistencia a la mayoría de nosotros (empleo público, en pensiones, en asignaciones familiares. El Estado penetra cada día más que cualquier Estado histórico lo haya hecho (Mann, 1984:189).
Pier Paolo Portinaro (2003: cap.2) ha mencionado que la idea de que el poder del Estado absolutista era mayor que el que posee actualmente cualquier Estado actualmente es un mito. En realidad, tomando como referencia lo dicho hasta ahora, Portinaro, se refería a este proceso de aumento del poder infraestructural.
Francis Fukuyama (2004:8), sostiene que el alcance de la acción del Estado puede comprenderse mejor si sus actividades se ubican a lo largo de un continuo que contempla diferenciadamente aquellas mínimas, intermedias y activistas. Dentro de las primeras se pueden clasificar las funciones que son indispensables para la supervivencia del Estado y que, por lo mismo, no puede delegar a actores privados. Por su parte, dentro de las últimas entrarían aquellas que, aunque puedan ser deseables, si no las realiza el Estado, no se pierde el orden.
No obstante, para poder comprender la capacidad del Estado, debe realizarse un importante matiz. Es necesario hacer una distinción analítica sumamente pertinente entre alcance (scope of state activities) y la fuerza del poder estatal (strenght of state power) (Fukuyama, 2004:7). En este sentido, nos señala que no debemos entender la capacidad de los Estados distribuidas de forma homogénea a lo largo de todos sus espacios de acción. Más bien, éstas son variables.
Como resultado, las capacidades administrativas del Estado deben entenderse en función del cruce entre el alcance de las funciones del Estado y la fuerza con las que las realiza. De acuerdo con este escenario, es posible identificar países que tienen una fuerza o capacidad alta para realizar sus funciones pero el alcance o diversidad de estas es mínimo. Un ejemplo de ello podrían ser algunos países anglosajones. Por otro lado, están aquellos Estados que tienen igualmente una alta capacidad de implementación pero con sus funciones son más amplias y variadas de las estrictamente necesarias para que podamos hablar de un Estado. En este caso, se podrían ubicar los países escandinavos influidos por la socialdemocracia. La siguiente clasificación es aquella donde las capacidades son bajas y el alcance de las funciones mínimas. Finalmente, están los casos en donde las capacidades son bajas pero el alcance de las funciones estatales son amplias.
Se debe tener presente que la clasificación de acuerdo con los cuadrantes no debe entenderse para encasillar fijamente los casos de análisis. Estos pueden ser dinámicos, además de que los casos concretos pueden ubicarse en zonas intermedias de los cuadrantes. Es decir, la utilidad de esta aproximación es analítica.
Un paso adelante en la profundización de nuestro conocimiento sobre las capacidades estatales ha sido desarrollado por el grupo de investigadores coordinado por Miguel Ángel Centeno. Estos autores señalan la presencia de un desconocimiento sobre el concepto de capacidades estatales así como si relación causal con el de desempeño estatal en la literatura existente sobre el asunto. Más aún, consideran que es necesario mayor trabajo en el desarrollo de hipótesis para explicar 1) el desempeño estatal; 2) por qué los Estados son más efectivos en algunas partes del mundo que en otras; y 3) por qué, incluso en los Estados que demuestran ciertos niveles de capacidad, ésta se manifiesta de forma desigual en las diversos ámbitos o tipos de política pública (Centeno et al., 2017:1).
En el plano conceptual, este grupo de autores consideran que dentro de la etiqueta capacidad del Estado se ha incluido una amplitud de contenidos como fuerza, poder o instituciones, con lo que se dificulta un abordaje meticuloso (ver Sartori, 1970). Así, por capacidad estatal (state capacity) en sentido restringido sería la “habilidad organizacional y burocrática de implementar los proyectos de gobierno”. Por su parte, el desempeño estatal (state performance) “es lo que para bien o mal, el Estado es capaz de realizar” (Centeno et al., 2017:3).
Ahora bien, el vínculo entre las capacidades brutas y los resultados netos de la actuación estatal no son directos ni automáticos. De acuerdo con estos autores la política es fundamental para dar cuenta de ello. En concreto señalan lo siguiente:
“Una sensibilidad política requiere que uno considere los actores políticos que establecen las agendas y priorizan entre los objetivos en competencia; que despliega agencias del Estado en particular para implementar aquellas agendas; que moviliza las fuerzas sociales para apoyar a éstas; y que enfrenta la oposición y el conflicto. En breve, ambas, capacidad estatal y la política deben ser estudiadas si queremos explicar el desempeño estatal –especialmente en el mundo en desarrollo” (Centeno et al., 2017:3).
En conjunto, estos tres conceptos están relacionados. En última instancia uno puede explicar el desempeño concreto del Estado, es decir, aquello que realmente consigue en función de sus capacidades burocráticas organizacionales iniciales junto con la variable política que ejerce el liderazgo y toma decisiones.
La capacidad estatal involucra la habilidad organizacional, burocrática y gerencial para procesar la información implementar políticas y mantener los sistemas de gobierno. En particular la capacidad organizacional la identifican con los recursos, la preferencia del Estado, funcionarios profesionales (mandarins) y la coherencia (Centeno et al., 2017:10).
Cabe señalar que para su investigación y propuesta analítica desagregan el desempeño estatal en las siguientes funciones básicas: orden, gestión macroeconómica y la inclusión social.
El estudio de las capacidades estatales es fundamental para comprender en su totalidad la actividad del gobierno y las demás instituciones públicas, principalmente si se trata de evaluar el grado en que se responden a las expectativas de los ciudadanos.
En el presente ensayo se ha argumentado que para comprender la actividad estatal, además de abordar el tema de la autonomía de sus decisiones, también debe analizarse el de su capacidad de implementarlas. Sin embargo, al abordar el asunto debe quedar claro que se trata de una cuestión problemática. En efecto, la creación de capacidades estatales no es un fenómeno que sea susceptible de ser manipulado de forma lineal, es decir, deliberadamente.
El desarrollo de capacidades institucionales o administrativas se conoce en la literatura como creación del Estado (state-building) y ha sido un tema que hasta recientemente ha sido abordado con mayor interés.
Una de las primeras teorías que se desarrollaron para dar cuenta de porqué algunos Estados generaron sistemas administrativos más burocráticos (en el sentido técnico o weberiano de la expresión) se debe a Otto Hintze (1968). En efecto el historiador prusiano afirmaba a principios del siglo XX que “la configuración de los Estados se efectúa a través de la guerra y la colonización, de la conquista y del asentamiento pacífico, de la fusión y de la segregación de fragmentos” (Hintze, 1968:17).
En consecuencia, la configuración de los estados debe entenderse, además de las luchas internas por el poder, a la luz de los estímulos o presiones a las que se encontraban expuestos por su ubicación geográfica y las relaciones de comunicación entre ellos (Hintze, 1968:18). Como ejemplo de ello tenemos los estados absolutistas de Francia y Prusia de la Europa continental de los siglos XVII y XVIII en los que la configuración final del Estado fue el resultado de un proceso de fundido o agregado de territorios (Hintze, 1968:29). Por otro lado, está el caso de Inglaterra el cual, de acuerdo con esta explicación, debe su configuración a su situación político-geográfica de insularidad con sus aspiraciones marítimas y comerciales que le ahorraba la necesidad de desarrollar una capacidad militar fuerte para la guerra (Hintze, 1968:30-31).
Aun cuando Hintze adelanto la tesis del efecto que ejerce la confrontación bélica hecha posible por la exposición a la que los Estados se hallan expuestos por su ubicación geográfica, ésta se difundió ampliamente gracias al aforismo “la guerra hace a los Estados y los Estados hacen la guerra” de Charles Tilly (1975:42). De esta manera el sociólogo estadounidense buscaba sintetizar el mecanismo causal que sirve de explicación genética de los Estados. De acuerdo con esta interpretación, la creación de los Estados es el resultado no buscado de los distintos territorios que existían al terminar la edad media de prepararse para la guerra. Como consecuencia, tuvieron que concentrar el poder y la autoridad, al grado de monopolizarlo, y de desarrollar, en consonancia, una burocracia capaz de extraer recursos a la sociedad.
En un trabajo posterior, señala concretamente que:
“Emprender la guerra, la extracción y la acumulación de capital interactuaron para delinear la construcción estatal europea. Los titulares del poder no emprendieron aquellas actividades en tres momentos con la intención de crear los estados nacionales –centralizados, diferenciados, autónomos y extensivas organizaciones políticas. No podían ellos normalmente anticipar que los estados nacionales emergerían de la guerra, la extracción y la acumulación de capital” (Tilly, 1985: 172).
La interpretación de la creación de los Estados europeos también resulta singular desde otro punto de vista. En efecto, Tilly (1985) elabora una analogía entre los Estados y las bandas de crimen organizado en cuanto a su pretensión de extraer recursos de la sociedad a cambio de protección a riesgos que ellos mismos generan.
Ahora bien, si se concibe al Estado en sentido amplio, es decir, como una organización que monopoliza la fuerza física y que extrae recursos de la sociedad por medio de un grupo de funcionarios profesionales, podemos encontrar su nacimiento o primera aparición fuera de Europa, varios miles de años atrás. Como atinadamente apunta Jared Diamond (2006: 320) “los Estados surgieron hacia 3,700 a.C. en Mesopotamia y hacia 300 a.C. en Mesoamérica, hace más de dos mil años en los Andes, China y el sudeste de Asia, y hace más de mil años en África Occidental”.
Ahora bien, con ello no se quiere indicar, obviamente, que todas las formas de organización colectiva sean Estados. A lo largo de la existencia de la humanidad podemos encontrar al menos cuatro tipos de organización: 1) la tribu, 2) la banda, 3) la jefatura y 4) los Estados.
Incluso en estos casos antiguos la mecánica de la formación de los Estados es similar. Diamond (2006) lo expresa de la siguiente forma: “la competencia entre sociedades de un determinado nivel de complejidad tiende a conducir a sociedades del nivel de complejidad siguiente si las condiciones lo permiten” (Diamond, 2006: 332). Se trata de una explicación que sigue la lógica de la evolución.
No obstante, el surgimiento del Estado no es algo que se produce de forma deliberada o como resultado de una decisión libre por fusionarse entre diversas formas de organización. Más bien lo que sucede es que la fusión tiene lugar por medio de dos incentivos: por medio de la amenaza de la fuerza externa o por conquista efectiva (Diamond, 2006: 332).
De acuerdo con una interpretación compartida ampliamente, la aparición del Estado representó una ventaja para gestionar una población cada vez mayor en la cual los vínculos familiares directos cada vez se diluyen más y que necesitaba ser alimentada. En este sentido, se sostiene que el desarrollo de la agricultura y la formación del Estado se dieron aparejadas (Harari, 2004: 120-121). No obstante, se trata de una tesis en disputa. James Scott ha aportado una sólida evidencia para afirmar que la relación no fue inmediata ni directa. Más bien, “la complejidad de la producción agrícola es una condición necesaria, pero no suficiente para la formación del Estado; ésta hizo posible la formación del Estado pero no segura” (Scott, 2017: 117).
Por mucho tiempo se consideró a la burocracia como la forma de organización más eficiente para lograr los objetivos colectivos. Sin embargo, con la irrupción del neoliberalismo como un movimiento promotor de la reforma del sector público inspirada en las ideas y prácticas del sector privado, la visión que se tenía del Estado en general, pero de la burocracia, en particular pasó a ser negativa. Se comenzó a ver al Estado como la fuente de todos los problemas debido a la ineficacia congénita que se le atribuía a la burocracia.
El neoliberalismo es una doctrina de pensamiento que hunde sus raíces en la década de 1930 a partir de la reunión en el Coloquio Lippman y que será retomado en la reunión en Mont Pelerin en la siguiente década. Es difícil determinar clara y nítidamente cuáles el contenido de la propuesta neoliberal, debido al amplio espectro de las creencias y profesiones de los entusiastas allí reunidos. En todo caso, los varios grupos de neoliberales que se unieron en la Sociedad Mont Pelerin provenientes de varios países y con diferentes bagajes intelectuales estaban impulsados por comprender cómo se podían oponer efectivamente a lo que identificaban como colectivismo y, en consecuencia, desarrollar una agenda que se diferenciara del liberalismo clásico (Plehwe, 2009: 6).
No obstante lo anterior, es posible establecer algunos elementos característicos. Entre ellos podemos destacar: el Estado de derecho, crítica al intervencionismo, y preferencia por el sistema de precios como mecanismo de asignación de los recursos en el mercado (Guerrero, 2009).
La postura del neoliberalismo ante el Estado es sumamente interesante, por lo que debe ser abordada con varios matices. Es un lugar común señalar como comúnmente se hace que el neoliberalismo propone una reducción al mínimo del Estado. Esta confusión proviene de asimilar al neoliberalismo de su corriente teórica antecesora: el liberalismo. El neoliberalismo defiende un Estado fuerte, pero restringido en su campo de acción. Para retomar la diferencia desarrollada por Fukuyama, el neoliberalismo defiende un alcance limitado del Estado a sus actividades mínimas, pero que dentro de estos márgenes desempeñe sus acciones con gran fuerza.
Toda actividad que realice fuera de estas actividades mínimas podría interpretarse como una intervención indebida en la economía y en la vida privada de los individuos. En este sentido, el intervencionismo debe interpretarse como la asunción de parte del Estado de actividades que no le corresponde.
En consecuencia, el sistema de precios es concebido como el mecanismo más eficiente para dispersar los recursos en una sociedad. A diferencia del Estado, que carece de un criterio objetivo y eficiente, el mercado puede realizar esa función precisamente al carácter impersonal y descentralizado del sistema de precios.
Todo lo anterior, lleva a la propuesta de eliminar lo más posible las organizaciones públicas debido a sus atributos burocráticos. Esto es lo que se conoce como privatización. El neoliberalismo trajo consigo un desmantelamiento del Estado democrático. Sin embargo, en aquellas situaciones en las que no se pudiera eliminar a las organizaciones públicas, estas deberían asumir los criterios del mercado y la empresa privada.
De acuerdo con Omar Guerrero (2003: 176), la nueva gerencia pública (new public management) es la manifestación del neoliberalismo en la administración pública. Más en concreto se señaló a la corporación transnacional como el modelo para las empresas públicas. Este ideario fue impulsado por organismos multinacionales, entre los que destaca la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) (ver Vicher, 2018).
En específico la OCDE a través de su Comité de Cooperación Técnica estableció como elementos distintivos del estilo neogerencial: el servicio orientado al cliente; el establecimiento de mercados en el interior de los procesos administrativos; la competencia mercantil entre dependencias o unidades administrativas; la orientación empresarial privada dentro del Estado; la separación entre el diseño de política pública (policy) y la administración (Guerrero, 2003: 177).
Un problema importante con la nueva gerencia pública consiste en la complicada amalgama de elementos que le otorgan su fundamento teórico y conceptual. Omar Guerrero (2004: 56) apunta que la nueva gerencia pública fue integrada a partir de dos corrientes de ideas: por un lado, está la influencia de la opción pública (public choice), la teoría de los costos de transacción y la teoría del principal-agente; por el otro confluye la vieja tradición de gerencialismo de la empresa privada, así como la más lejana escuela de gerencia científica.
En cuanto a los conceptos organizadores de la nueva gerencia pública sobresalen: la orientación al cliente; privatización, mercado, competencia; a ellos se pueden añadir el enfoque empresarial-gerencial, la gerencia por objetivos y resultados, la agenciación, lo cual se condensa en el objetivo último de la reducción de costos (Guerrero, 2004: 57-58).
Por su parte Luis Aguilar (2006: 150-151) llega a una conclusión similar; señala al énfasis en la observancia de la economía, eficiencia y eficacia; el redimensionamiento de la estructura administrativa ya sea por medio de la desaparición o compactación de niveles o unidades o por medio de la descentralización de las decisiones hacia mandos subalternos; la creación de agencias administrativas independientes, separación entre el diseño y la implementación de la política pública (policy); el uso de mecanismos e incentivos de mercado dentro y fuera de la administración; la orientación hacia los usuarios de los servicios públicos; énfasis en el desempeño más que en el seguimiento de procedimientos; la introducción de sistemas de medición y evaluación del desempeño por medio de la creación de indicadores.
Como se puede apreciar la nueva gerencia pública supuso un combate abierto a las burocracias a las que consideró ineficientes por naturaleza. Esta crítica se puede observar en toda la literatura. No obstante, para los propósitos del presente ensayo deseo resaltar dos casos emblemáticos críticos de la burocracia que han sido muy influyentes.
El primero de ellos es relevante por la influencia que tuvo no sólo en el plano normativo o prescriptivo sino en el discursivo. En efecto, Michael Barzelay (1998: 173), autor del libro Atravesando la burocracia identificó en el uso de conceptos como los de clientes, calidad, servicio, valor, incentivos, innovación, autorización y flexibilidad, el abandono del modelo burocrático. De ahí que para Barzelay (1998: 176) “el término más adecuado para la nueva generación de la familia ampliada de ideas sobre el modo de hacer productivas y explicables las operaciones del gobierno es el de paradigma posburocrático”.
Una de las afirmaciones más perniciosas de esta propuesta consistió en afirmar que se debía de abandonar para los libros de historia de las ideas políticas y de administración la idea de “interés público” por considerarla mera retórica y abrazar la de “los resultados que valoran los ciudadanos” (Barzelay, 1998: 177). A ello habría que añadir, como ya debe quedar claro ahora, la sugerencia de optar por el concepto de prestación de servicio en lugar del de producción (Barzelay (1998: 183).
Con el respaldo de una lectura como la que realizó Barzelay de la transformación de las administraciones públicos, muchos autores comenzaron a abusar de la retórica de los límites, tensiones y patologías burocráticas para proponer su eliminación en lugar de su arreglo.
El segundo caso es el de un autor que no obstante su peso en el desarrollo del ideario antiburocrático del neoliberalismo, se puede sostener que fue leído de una forma incompleta o simplemente mal comprendido. En efecto, Ludwig von Mises es un autor referente de la escuela austriaca de economía. Dentro de su obra académica, hay que rescatar un breve libro intitulado Burocracia que destinó al análisis del asunto en un contexto en el que consideraba que existía la presencia de un acuerdo generalizado en torno a que la burocracia constituye un mal (Mises, 1974: 14).
El libro consiste en una comparación entre los modelos de administración propios de la empresa privada y el de la administración del Estado. A partir de ello identifica los rasgos característicos de cada uno de ellos. En el caso de la gestión burocrática, señala que “se limita a cumplir unas reglas detalladas establecidas por la autoridad superior. La tarea del burócrata consiste en ejecutar lo que esas reglas le ordenan hacer. Su discrecionalidad de actuar de acuerdo con su mejor criterio se encuentra seriamente restringida por ellas” (Mises, 1974: 67).
Por lo contrario, la gerencia privada tiene la ventaja de contar con el mecanismo de precios para poder realizar una asignación de los recursos escasos en el mercado (Mises, 1974: 40-41).
Sin embargo, a partir de ello no afirma que esta última sea intrínsecamente mejor que la primera y que, en consecuencia, deba reemplazarla en todos lados. En realidad, siempre es muy claro al afirmar que cada uno tiene ocupa su lugar en la sociedad. Así, por ejemplo, es muy directo al apuntar que: “un gobierno no puede hacer nada sin oficinas y sin métodos burocráticos. Y como la cooperación social no puede funcionar sin un gobierno, una cierta dosis de burocracia es siempre indispensable (Mises, 1974: 33).
Por esta misma razón la reforma neogerencial falla en un aspecto fundamental al tratar de transformar a la burocracia con el espíritu empresarial ya sea adoptando sus formas de organización o de gerencia incluso el personal formando y con experiencia en sus prácticas (Mises, 1974: 72).
Mises siempre tuvo una concepción acertada de la naturaleza instrumental, técnica y neutral de la burocracia. Una lección que varios de los especialistas y defensores de la nueva gerencia pública que creían encontrar en él no pudieron comprender. Señala que “hemos de responder de nuevo a estas objeciones que la burocracia, en sí misma, no es buena ni mala. es un método de gestión que puede aplicarse a diferentes esferas de la actividad humana. Existe un campo, el del manejo del aparato del gobierno, en el que los métodos burocráticos son imprescindibles (Mises, 1974: 66).
Ante tal situación, Ezra Suleiman (2003: 18). llega a preguntarse si las reformas neogerenciales suponían el final de la burocracia y además, cuál es el efecto que ejerce en la democracia. Este autor llega a la conclusión de que se trata de un severo daño a las instituciones políticas de la democracia; más aún, tal ha sido el desprestigio que se le ha asignado a la burocracia que lo llevan a sostener que “las sociedades democráticas han estado siguiendo un camino que las lleva a socavar, o incluso a destruir, una de las instituciones centrales en las que la comunidad política democrática depende”.
El problema consiste en que la burocracia, como el instrumento del Estado o gobierno no posee más la importancia que otrora tuvo en los gobiernos democráticos. Más bien, ahora se le considera una institución prácticamente dispensable. A tal grado que, señala Suleiman (2003: 19) sin dudar, “ninguna institución política ha sufrido el tipo de ataques virulentos como la burocracia”.
A pesar de los intentos por difundir globalmente la reforma neogerencial, ésta ha encontrado una aceptación variada. No todos los gobiernos de los países adoptaron de forma acrítica el paquete de recomendaciones de los organismos multinacionales. De hecho, se puede afirmar que aquellos propios de una cultura administrativa fuerte fueron los más reacios a reformarse a partir de esta moda impulsada por la corriente neoliberal. Con ello no debe entenderse que hubo un rechazo absoluto igual de radical, más bien que los gobiernos analizaron el contenido y utilidad de las propuestas y sólo tomaron aquellas que consideraron útiles y pertinentes, pero sobre todo compatibles con su cultura política y organizacional del sector público.
Guerrero (2003: 235). lo sintetiza de la siguiente manera: “la reforma de la administración pública en los países desarrollados ha seguido líneas diversas, aunque con algunos patrones comunes, entre los cuales el neogerencialismo no necesariamente ha sido prioritario” Pero no se trata una única voz. En realidad, comenzó a surgir un consenso dentro de los especialistas en la administración pública formados dentro de la disciplina, de que la reforma neogerencial fue limitada y que en muchos casos sus efectos fueron contraproducentes. Un ejemplo muy representativo es el realizado por Christopher Pollitt y Geert Bouckaert (2000), autores del libro de texto quizá más influyente sobre reformas neogerenciales. Con base en un análisis comparativo también llegaron a la conclusión de que su adopción fue en realidad variada. Esto dependió de una serie de variables que van desde la cultural y la propiamente política.
Para citar el caso más emblemático de la administración burocrática weberiana. En Alemania la reforma administrativa se realizó con la participación de los políticos y funcionarios. Por lo tanto, a partir de la última década de 1990 comenzaba a ser evidente que, en sentido contrario a lo que sucedió en los países anglosajones, el neogerencialismo no fue tan perceptible, ni los funcionarios fueron criticados por los políticos ni por el público en general. Una vez más, como señala Guerrero (2003: 241) “la burocracia, por 30 años en adaptación constante, permaneció esencialmente weberiana en el sentido más puro del término, pues el concepto de sistema político legal-racional con un equipo burocrático es todavía dominante”.
Tal fue y ha sido la capacidad de resistencia y adaptación de la burocracia que Guerrero atinadamente emplea la paráfrasis de que “Max Weber es duro de matar” debido a que “a pesar de los cambios y las adaptaciones del periodo que corre desde el principio de los años de 1980 a la fecha, el modelo clásico de administración pública permanece inmaculado en sus características esenciales (Guerrero, 2003: 244).
Para Suleiman pone el énfasis en el aspecto político de las consecuencias de la desburocratización que suponían las reformas. Para él es muy evidente que todos estos cambios sociales afectan a nuestras instituciones políticas, y estos han claramente afectado al modelo weberiano de organización del Estado. Nuestro interés en ellos deriva de las formas en que las burocracias estatales en diferentes sociedades se adaptan a nuevos métodos de organización, de reclutamiento y de la relación con los funcionarios. No obstante, debilitar la burocracia, ya sea mediante la transferencia de sus funciones a cuerpos privados o mediante la simple abolición de agencias o por medio de la reintroducción de sistemas de cuasi-patronazgo, no es solamente un asunto de ‘racionalización administrativa’ o ‘eficiencia administrativa’. Si esto afecta la capacidad del Estado para producir o implementar políticas públicas y para otorgar los servicios una efectiva y relativamente justa manera, entonces los asuntos de la burocracia se vuelven en asuntos de la democracia (Suleiman, 2003: 20).
A partir de lo expuesto por Suleiman debería quedar claro el fallo en la estrategia neogerencial de desmantelamiento del Estado burocrático: “en realidad, un Estado confía en su aparato burocrático para el desarrollo e implementación de sus políticas” (Suleiman, 2003: 31)
El saldo negativo de la nueva gerencia pública fomentó el replanteamiento de la importancia de las organizaciones burocráticas para el Estado. Por citar un caso, Johan Olsen (2005) dedicó un artículo a explorar justamente la respuesta a la pregunta de si es tiempo de redescubrir a la burocracia. En éste cuestiona las ideas que se pusieron de moda de que las organizaciones burocráticas ya eran obsoletas y de que había tomado lugar un cambio paradigmático por organizaciones basadas en el mercado y en la redes.
Olsen (2005: 2) comenta que “para aquellos interesados en cómo está organizada, funciona y cambia la administración pública, vale la pena el reconsiderar y redescubrir la burocracia como una forma administrativa, un concepto analítico y un conjunto de ideas y observaciones sobre la administración pública y las instituciones formalmente organizadas”.
En este sentido, la burocracia tiene un impacto positivo en la vida colectiva. Uno de ellos es la capacidad que tienen las reglas de posibilitar la acción y la eficiencia; es decir, pueden hacer posible la coordinación entre varias actividades que se desarrollan simultáneamente, al grado de volverlas consistentes entre ellas y de reducir la incertidumbre. Las reglas hacen valer los acuerdos y alejan los conflictos (Olsen, 2005: 8).
De una forma mesurada Olsen (2005:18) afirma que no se trata de señalar que la burocracia sea la panacea y la respuesta para todos los problemas de la administración pública; tampoco que la burocracia sea la forma de organización para todo tipo de tareas y en bajo todas las circunstancias. Más bien, considera que “la organización burocrática es parte de un repertorio de formas que coexisten, se sobreponen, complementan y compiten en las democracias contemporáneas, como lo son también las organizaciones de mercado y las redes”.
Envuelto en el entorno del debate de la nueva gerencia pública, el publiadministrativista estadounidense Laurence Lynn emprendió un serio análisis del contenido del paradigma burocrático. A partir de una lectura detenida de su artículo se pueden extraer varias conclusiones importantes. Una que deseo resaltar para los propósitos del ensayo es que contrario a lo que la gran mayoría de especialistas piensan, el llamado paradigma burocrático no es en sentido estricto weberiano, es decir, no fue construido o identificado con base en la tipo ideal desarrollado por Max Weber. Más bien está asociado a la etapa fundacional de la ciencia de la administración pública en Estados Unidos, a lo que se le como la era de la “vieja ortodoxia”, derivado de la pluma de autores como Woodrow Wilson, Frederick Taylor, y Luther Gullik, Frank Goodnow, Leonard White y William Willoughby.
Aunque Max Weber escribe sus principales trabajos entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, por lo que cronológicamente es contemporáneo de los autores referidos, en realidad la recepción de Max Weber en las ciencias sociales norteamericanas tuvo lugar cuando se aproximaba la mitad del siglo; momento en el cual Waldo y Simon ya comenzaba a realizar sus críticas del paradigma tradicional.
A partir de esta situación se desarrollarán otras interpretaciones erradas que no hay espacio para detallas. En todo caso, se procederá a delinear en términos generales que era lo que el sociólogo de Heidelberg entendía por burocracia y comenzar por desmantelar esta mitología fuertemente arraigada alrededor de la burocracia weberiana.
Una de las afirmaciones más comunes es la alta valoración que posee Max Weber (1999) de la burocracia moderna. No es casual que se hable de la burocracia “weberiana” como aquella forma de administración característica del Estado moderno. La razón de ello estriba en que nadie ha desarrollado una mejor exposición y explicación del funcionamiento así como de las características de la burocracia moderna que el sociólogo de Heidelberg. El tratamiento más amplio y detallado del tema se puede encontrar en sus trabajos sobre la sociología de la dominación, específicamente cuando abarca la forma de dominación legal-racional.
De acuerdo con Weber las características específicas de la burocracia moderna son las siguientes. Se rige por “el principio de las atribuciones oficiales fijas, ordenadas, por lo general, mediante reglas, leyes o disposiciones del reglamento administrativo”. Dicho de otra forma, existe una clara distribución de los deberes oficiales necesarios para cumplir con los fines que tiene la organización burocrática. También los poderes de mando necesarios para lograr los objetivos establecidos están determinados de un modo fijo, incluyendo los medios coactivos de que dispone. Asimismo, se toman las medidas necesarias para el correcto nombramiento de las personas que serán las encargadas de cumplir con los deberes señalados y el ejercicio de los derechos otorgados (Weber, 1999: 716-717).
Otra de sus características es que se rige por el principio de la jerarquía funcional, es decir, por un sistema claramente establecido de relaciones de mando y obediencia. En este tipo de relación lo normal es que se presente una inspección por parte de las autoridades superiores hacia sus subordinados. Cabe señalar que también cabe la posibilidad de que una autoridad inferior pueda apelar hacia una instancia superior (Weber, 1999: 717).
Por otro lado, la administración burocrática moderna trabaja con expedientes conservados ya sea en borradores o minutas. De igual forma, se distingue por el aprendizaje profesional además con la exigencia de que su desempeño se realice con el máximo rendimiento sin importar las circunstancias. En este sentido, el desempeño del funcionario debe efectuarse con base en normas generales claramente establecidas, y que por ello mismo, son susceptibles de aprendizaje (Weber, 1999: 718).
En cuanto a la naturaleza de los funcionarios Weber apunta lo siguiente: El cargo es una profesión en el sentido de que se exige una serie de conocimientos firmemente prescritos que implican una intensa actividad a lo largo del tiempo junto con una serie de pruebas indispensables para obtener el cargo (Weber, 1999: 718). Más aún, deber resaltarse que la ocupación de un cargo no constituye de hecho ni de derecho la fuente de emolumentos o rentas por el cumplimiento de determinadas funciones, tal como sucedía en la Edad Media. Tampoco debe ser vista como el intercambio por las funciones realizadas como sucede en una relación fundamentada en un contrato. Más bien, señala Weber, “la ocupación del cargo es considerada […] como la aceptación de un deber específico de fidelidad al cargo a cambio de la garantía de una existencia asegurada”. De tal forma, el funcionario moderno “se pone al servicio de una finalidad objetiva impersonal” (Weber, 1999: 719).
Asimismo, la posición del funcionario en el cargo tiene una serie de ventajas en considerables para el ejercicio de sus funciones. La primera de ellas, a decir de Weber, es que el funcionario goza de una estimación social estamental. Un funcionario de una burocracia típica, a su vez, es nombrado siempre por una autoridad superior. La importancia de ello radica en que “el funcionario no elegido, sino designado por un jefe, desempeña su función con más exactitud desde un punto de vista técnico, pues en las mismas circunstancias, los puntos de vista puramente profesionales y las aptitudes técnicas determinan con mayor probabilidad su elección y su carrera” (Weber, 1999: 720). Finalmente hay que añadir el hecho de que los funcionarios disfrutan de la “perpetuidad del cargo” al menos potencialmente sin importar la posibilidad de su destitución o el hecho de que se halle sujeto a ratificaciones periódicas. No obstante, aclara Weber que “esta perpetuidad de hecho o de derecho no es considerada, como ocurría en muchas formas de dominio aun del pasado, como un ‘derecho de posesión’ al cargo”. Básicamente lo que se quiere referir es que hay medidas que protegen al funcionario de la destitución o el traslado arbitrario (Weber, 1999: 721).
El progreso de la organización burocrática reside, para Max Weber, en su superioridad técnica sobre cualquier otro tipo de organización. En este sentido, “la precisión, la rapidez, la univocidad, la oficialidad, la continuidad, la discreción, la uniformidad, la rigurosa subordinación, el ahorro de fricciones y de costas objetivas y personales son infinitamente mayores en una administración severamente burocrática”. Visto así, “desde el momento en que se trata de tareas complicadas, el trabajo burocrático pagado es no sólo más preciso, sino con frecuencia inclusive más barato que el trabajo honorífico formalmente exento de remuneración” (Weber, 1999: 731).
Una vez dicho lo anterior resulta totalmente comprensible la idea de que Max Weber valora positivamente a la burocracia moderna. En efecto, la burocracia representa una serie de ventajas innegables, principalmente cuando se halla dentro de una sociedad cada vez más compleja. No obstante, en la burocracia también se presentan otra serie de características que pueden ser, en determinado caso, riesgosas. Tal es el caso de la concentración de los medios materiales que corre aparejada con las estructuras de tipo burocrático (Weber, 1999: 736). No es casual, por lo tanto, que el propio Weber advirtiera que “una burocracia muy desarrollada constituye una de las organizaciones sociales de más difícil destrucción”. Ello se debe a que “la burocratización es el procedimiento específico de transformar una ‘acción comunitaria’ en una ‘acción societaria’ racionalmente ordenada” y por lo tanto, concluye Weber, “como instrumento de la ‘socialización’ de las relaciones de dominación ha sido y es un recurso de poder de primera clase para aquel que dispone del aparato burocrático” (Weber, 1999: 741).
Ahora bien, no se debe caer en el extremo de pensar que la forma de organización burocrática pueda ser desechada como ingenuamente algunos autores lo sostienen (Osborne y Gaebler, 1992) o en todo caso su superación hacia una etapa posterior, esto es, “post-burocrática” (Barzelay, 1998). Para el sociólogo de Heidelberg, los riesgos inherentes de la burocracia no deben resolverse por otras formas de organización menos efectivas, sino que deben balancease por mecanismos de control más democráticos.
A partir de la revisión de la literatura que se realiza en este artículo se está en una mejor posición para comprender que la recuperación del papel del Estado como actor por derecho propio requiere, además del estudio de su autonomía decisional, un análisis profundo sobre las capacidades efectivas para concretar esas decisiones.
En particular, la literatura de la construcción del Estado se ha concentrado en la recuperación de la importancia de la administración pública como el instrumento encargado de realizar esta función. De manera paralela, este renovado interés por el Estado se ha visto acompañado por un redescubrimiento de la necesidad de la organización burocrática como una manera que aún sigue siendo efectiva para gestionar los asuntos colectivos.
Finalmente, para una recuperación conceptual y teórica adecuada de la burocracia es necesario comprender en qué consistió en realidad el llamado paradigma tradicional dentro de la ciencia de la administración pública estadounidense, así como el tipo ideal legal racional en donde se desarrolla la burocracia de acuerdo con una lectura más apegada a la obra de Max Weber.
Cómo citar: Lazcano Gutiérrez, Iván “Capacidades estatales y burocracia” Revista Buen Gobierno No. 26. Enero – Junio 2019 E-ISSN: 2683-1643 Fundación Mexicana de Estudios Políticos y Administrativos A.C. México
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