Reseñas
La semiosfera (2018), de Iuri Lotman
Lotman Iuri. La semiosfera. 2018. Lima. Universidad de Lima, Fondo Editorial. 144pp. |
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Iuri M. Lotman desarrolló su carrera académica en la República Soviética de Estonia, en la Universidad de Tartú. Ahí creó una de las más gravitantes escuelas semióticas de nuestro tiempo. Entre sus obras destacan El universo de la mente (1966), Estructura del texto artístico (1978), Estética y semiótica del cine (1979), Semiótica de la cultura (1979), La semiosfera I (1996), La semiosfera II (1998), La semiosfera III (2000). El libro que aquí reseñamos no está comprendido en ninguno de los tres volúmenes anteriores. Corresponde, más bien, a la segunda parte del libro El universo de la mente.
En la presente recensión haremos apretados comentarios y paráfrasis de los tres primeros capítulos, aquellos en los que se condensa y concentra la propuesta epistemológica envuelta en la categoría semiosfera. Estos son “El espacio semiótico”; “La noción de frontera” y “Los mecanismos del diálogo”. Los capítulos cuarto y quinto, titulados respectivamente “La semiosfera y el problema de la intriga” y “Los espacios simbólicos”, responden a ensayos metodológicos de aplicación a fenómenos literarios, históricos, geográficos y urbanísticos, así como a los respectivos ajustes teóricos que de esa praxis se desprenden. No los tocaremos aquí. Más bien, cerraremos la reseña con algunas sugestiones filosóficas abiertas por las conclusiones.
Desde la pertinencia de la semiótica, la cultura es un conjunto de sistemas de significación que envuelven nuestras formas de vida. Ese conjunto de sistemas condiciona los diversos procesos de comunicación que, en la vida, se actualizan. Toda cultura es, así, una esfera de significaciones que puede o bien estar en potencia en uno o varios sistemas, o bien estar en acto en determinados procesos. Esa esfera de significaciones (o semiosfera) es el resultado y, al mismo tiempo, la condición del despliegue de la cultura. Energía y dinamismo. Acto y potencia de ser y de no ser. La semiosfera, en términos de Desiderio Blanco, “se presenta, ante todo, como una dinámica topológica que se esfuerza por captar la transformación de las formas semióticas en el curso del intercambio intercultural”.
Ahora bien, un sistema que se componga de un enunciador y de un enunciatario conectados por un canal no constituye un sistema operatorio suficiente. Es necesario, para que funcione, que esté sumergido (o inmerso) en un “espacio semiótico”. Chora semiótica, diría Julia Kristeva. Esos participantes del acto de comunicación deben tener alguna expe-riencia que los familiarice con la semiosis como incesante mediación corporal entre interior/exterior de simultáneas y sucesivas esferas. Así, paradójicamente, la experiencia semiótica envolvente precede al acto semiótico envuelto en ella. Lotman, haciendo una analogía con la noción de biosfera (Vernadsky), postula la semiosfera entendida como espacio semiótico necesario para la existencia y funcionamiento de los diferentes lenguajes, y no como mera suma de los lenguajes existentes. La semiosfera, como condición de posibilidad de esos múltiples lenguajes, existe antes que ellos y se encuentra en interacción con ellos. Se caracteriza, pues, por su carácter delimitado y por su irregularidad. Por lo tanto, una lengua (o cualquier código) es una función, es decir, un conjunto de espacios semióticos dotados de sus respectivas fronteras corroídas e invadidas por formas transicionales. En el exterior de la semiosfera no puede haber ni comunicación ni lenguaje. A todo esto, los signos existentes en una cultura humana son, en diversos grados, a la vez convencionales y figurativos. La forma dual es la forma mínima de organización de un sistema semiótico activo.
La binaridad y la asimetría son las leyes que aseguran la cohesión de un sistema semiótico. La binaridad es un principio que se realiza a través de la pluralidad: cada lenguaje nuevamente constituido se subdivide siguiendo ese principio. En el dominio del arte constatamos una multiplicación de lenguajes. En los primeros años del siglo xx, el cine dejó de ser una mera diversión de feria para convertirse en arte mayor. Apareció en medio de un cortejo de espectáculos tanto tradicionales como nuevos. En el siglo xix, nadie hubiera considerado seriamente el circo, los espectáculos de feria, los juguetes tradicionales, la publicidad y los anuncios callejeros como otras tantas formas artísticas. Una vez que se convirtió en arte, el cine se dividió en cine documental, cine de diversión, cine de autor, cine comercial, cada categoría con su propia poética. Y, en nuestros días, otra división ha tenido lugar: cine “para sala” versus cine “para tele-visión” versus cine para “plataformas digitales”.
La asimetría aparece en el vínculo que se establece entre el centro de la semiosfera y su periferia. En el centro de la semiosfera se forman los lenguajes más desarrollados y más estructuralmente organizados, y, en primerísimo lugar, la lengua natural de esa cultura. Más allá de esa lengua, modelante primario, centro organizador de la semiosfera, nume-rosos lenguajes parciales, modelantes secundarios, pueblan la semiosfera. Gracias a la lengua natural, el sistema semiótico se describe a sí mismo y describe a otros sistemas. La lengua es el interpretante de la sociedad, diría Benveniste. Surgen las gramáticas, las costumbres y las leyes codificadas (órdenes ético, jurídico, político). Este fenómeno de descripción y regularización hace que el sistema tenga mejor organización estructural, pero a cambio pierde las reservas internas de indeterminación que lo hacían flexible, más apto para recibir nueva información y para desarrollarse dinámicamente. La etapa de autodescripción/descripción y codificación es una reacción necesaria contra la amenaza de una diversificación demasiado grande en el interior de la semiosfera: el riesgo es que el sistema pierda su unidad, su identidad y se desintegre. Trátese de la lengua, de la política o de la cultura, el mecanismo es el mismo: una parte nuclear de la semiosfera crea su propia gramática en el proceso de autodescripción y se esfuerza luego por extender esas normas al conjunto de la semiosfera. En la periferia, mientras tanto, esas normas tienden a desestabilizarse por la cercanía que tiene la periferia con las fronteras, espacios porosos de paráfrasis, de usos incesantes y de traducción. El centro, en cuanto metanivel de descripción y de control, presenta la imagen de una unidad semiótica, lisa, uniforme. La periferia, en cuanto objeto de nivel inferior, es tornasolada, recorrida por numerosas fronteras que se entre-cruzan (la cristianización de Carlomagno, en la p. 18, es un claro ejemplo).
Paradójicamente, el espacio interno de la semiosfera es, a la vez, desigual, asimétrico, y unificado, homogéneo. Aunque se compone de estructuras en conflicto, no por eso deja de tener individualidad. La frontera es uno de los primeros mecanismos de la individualización semiótica. Puede ser definida como el límite exterior de una forma en la primera persona: ese espacio es “el nuestro”, está cultivado, sano, armoniosamente organizado; por contraste con el “otro espacio”, el de “ellos”, hostil, peligroso, caótico. Nosotros y los Otros, diría Todorov. Toda cultura comienza por dividir el mundo en “mío”, espacio interno, y “suyo”, espacio externo. Esa frontera puede separar a los vivientes de los muertos, a los sedentarios de los nómadas, a los habitantes del campo de los de las ciudades; puede ser estatal, social, nacional, regional, confesional o cualquier otra. La frontera suele ser muro, es decir, selección y exclusión; pero, también, membrana porosa; a saber, mezcla y participación.
En esa circunstancia impregnada de diferencias semióticas, el diálogo, condicionado por la asimetría, es el mecanismo elemental de la traducción. Del diálogo emana la concepción polifónica de la enunciación, característica típica de la semiótica rusa. Los participantes del diálogo no solo intercambian mensajes; sobre todo, intercambian posiciones. Oscilan así entre la “transmisión” y la “recepción”. La condición semiótica precede, pues, a los instrumentos de la semiosis. Sea como fuere, los participantes quedan recíprocamente implicados en la comunicación y, en esa medida, están dispuestos a saltar las inevitables barreras semióticas que suelen separarlos. Por lo demás, en la perspectiva de un observador exterior, la información circula a intervalos en segmentos discontinuos. No obstante, en un nivel estructural, diferentes grados de intensidad se manifiestan al momento de la realización material de una continuidad. Dice Lotman:
Si aislamos un segmento de la historia de la cultura mundial, como ‘la historia de la literatura inglesa’ o la ‘historia de la novela rusa’, obtendremos una línea continua en el tiempo, a lo largo de la cual periodos de intensidad alternan con periodos de calma relativa. (p. 37)
A continuación, adoptando la posición receptora, Lotman da cuenta de las cinco etapas que sigue el proceso de aprehensión de la información (pp. 40-41).
Despliega, luego, didácticas y minuciosas lecturas de lo que significaron el Renacimiento en la cultura italiana y las Luces en la cultura francesa; además, explora las intrincadas peripecias del cristianismo en Rusia. Precisamente, es momento de destacar la impecable faena de traducción realizada por Desiderio Blanco y de rendirle un homenaje rememorando la bella lectura que, basada en la metodología de Lotman, hace de la aventura histórica de la Democracia (2009, p. 54). Esta, como forma de vida, brilla en la cultura francesa al principio como algo extraño, innovador y deslumbrante, cuyo origen reside en la Carta Magna firmada en tierra de “ellos” por Juan sin Tierra; pero a la vez es recibida como una amenaza al statu quo del orden feudal. Luego, poco a poco, con el humanismo, es difundida como algo familiar, imitada, reproducida y traspuesta en función de lo “propio”, de lo “nuestro”, integrada en el espacio interior, a la vez que pierde su brillo, su carácter sorprendente e inquietante. La Ilustración la consagra como noción propia de una cultura que ya no se siente amenazada por ella. Hasta que, excluyendo sus especificidades originales, los líderes de la Revolución Francesa se apropian de ella y la convierten en motor de la transformación. Finalmente, en nuestro tiempo, se despliega como valor universal a partir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Las conclusiones, aunque breves, dan cuenta de la constitución esférica proyectada desde el espacio cultural de la coexistencia humana. La precedencia de la coexistencia frente a la mera existencia ha sido categó-rica a lo largo del libro: todo comienza y termina con la comunicación. Vivir es dejarse impregnar e implicar en representaciones ideológicas, en modelos semióticos, y, en general, en cualquier actividad creativa. Cada actor semiótico está situado en una mediación más o menos compleja, razón por la cual resulta altamente permeable. Sloterdijk diría que vivir, formar esferas y pensar son expresiones diferentes para lo mismo.
De nuevo con Lotman, entendemos que los límites de mi capacidad de traducción y de diálogo son los límites mismos de mi mundo. El movimiento existencialista puso en evidencia la prioridad que tiene, para los seres humanos, el saber dónde están frente al saber quiénes son. Como si la identidad estuviese condicionada por una previa coloca(liza)ción. El “dónde” se dirige a la incesante creación de “nuestros lugares”, los que, juntos, articulan un sitio en el que podemos existir como realmente somos. Lotman asienta su prodigiosa elaboración teórica y metodológica sobre una venerable tradición en torno a la esfera. Habitar significa, ya desde siempre, formar esferas, erigir mundos redondos y mover la mirada dentro de horizontes. De ahí que la teoría de los medios y la teoría de las esferas convergen necesariamente. Los modelos espaciales son construidos sobre un continuum icónico.
Sus bases son textos icónicos perceptibles visualmente, y su verbalización es secundaria. Esa imagen del universo se danza mejor que se dice; se dibuja, se esculpe, se construye, mejor que se explica lógicamente. El trabajo del hemisferio derecho del cerebro es aquí primordial. Aunque las primeras tentativas de autodescripción de esa estructura apelan inevitablemente al nivel verbal, y aportan con él la tensión semántica que se produce entre las imágenes semióticas continuas y discretas del mundo. (p. 121)
Sea continua o discreta, la imagen espacial del mundo está tensada entre dos polos: humanidad y mundo; transita sin cesar de una a otro. Mientras que esa imagen es siempre universal, la experiencia solo revela el mundo de modo parcial. Aunque esos aspectos entran en inevitable contradicción, hacen semiosis, esto es, forman los planos universales del contenido y de la expresión (con la advertencia de que “el reflejo del contenido en la expresión jamás es completamente fiel”).