Palabras clave: Violencia, Subversión, Traducción
Editorial
Silenciar la voz en el manchay tiempo
El sociólogo Nelson Manrique ha contribuido muchísimo con el análisis de lo que él bautizó como “tiempo del miedo”; esto es, de aquel periodo de violencia política que aconteció en el Perú entre 1980 y el 2000. Periodo que a lo largo de las dos décadas fue adquiriendo, y aún lo hace, múltiples nombres o significantes que tienen que ver con lo jurídico, lo militar, las ciencias sociales e históricas, la información periodística, etc. Tenemos por ejemplo:
Guerra Popular/lucha popular (SL)
Guerra revolucionaria (MRTA)
Guerra (Fuerzas Armadas del Perú/ Comandos Político Militares que gobernaban en las zonas de estado de emergencia.)
Guerra interna (CVR)
Guerra civil (Cecilia Méndez y Granados 2012)
Brotes/acciones guerrilleras (Acción Popular-APRA)
Subversión armada de carácter terrorista (AP-APRA; justificando el accionar contrasubversivo)
Terrorismo (AP-APRA-Fujimori)
Conflicto armado interno (CVR)
Tiempo del miedo (Nelson Manrique 1989)
Estado de miedo (Pamela Yates 2007)
Ninguno de estos “nombres” fue y es potencialmente tan incisivo como el consignado por Manrique. El libro El tiempo del miedo. La violencia política en el Perú (1980-1996) (2002) reúne los ensayos del sociólogo peruano. En éste hallamos el ensayo “La década de la violencia”, el cual fue escrito en 1989. En dicho ensayo, Manrique nos ofrece una narrativa, exhaustivamente documentada, sobre el origen, desarrollo y proyección del accionar de Sendero Luminoso (así como del MRTA desde 1984) después de diez años en el que dicha agrupación apareciera en la arena político-militar peruana. Mientras vamos leyendo el análisis que Manrique realiza con datos estadísticos, geográficos y periodísticos nos vamos dando cuenta de la dimensión que había tomado, para aquel año, 1989, la violencia política en la invasiva búsqueda/conservación del poder central.
El deseo de detentar la administración de la violencia y consecuentemente de los cuerpos por parte de los actores armados – el Estado y los grupos sublevados – condujeron al país a una escalada de crisis estructural que terminó desbordando los “nombres” que le fueron atribuidos y le contenían. Ningún significante daba cuenta cabal de aquella experiencia hasta que fue formulado el de “tiempo del miedo” que expresaba de manera certera la emoción colectiva que reinaba en ese entonces entre la población peruana. La frase que acuñara Manrique en realidad, como él mismo lo describe, fue la traducción al español de una expresión mestiza ayacuchana: manchay
tiempo. Vocablo con una raíz del quechua y otra del español[1]. Manchay: como sustantivo significa susto, sobresalto. Como adjetivo significa cuantioso, multitud; y como verbo, temer. Entre algunas palabras formadas por aglutinación tenemos:
Manchachi: Hacer asustar, amedrentar Manchachicuy: Temer
Manchachina: Atemorizar
Manchachina: Espantapájaros
Manchacuna: Miedo
Manchana: Temible, Terrible.
Manchariy: Asustarse, sobresaltarse
Manchaskiri: Asustadizo
Manchax: Medroso, timorato, asustadizo.
Lo interesante de los procesos de hibridación y traducción de esta frase en el contexto de la tragedia peruano-andina es la pérdida de la voz quechua, manchay.
El que se elaboren productos académicos y estéticos en los que prevalece la traducción[2], esto es, que la representación y comunicación lingüística de dicha emoción sólo sea posible en los parámetros lingüísticos de la lengua dominante en el mundo andino no quiere decir que dicho término quechua y con él la episteme que éste encierra, así como la población representada en la misma, no exista, no esté ahí.
Si bien la traducción al español transformó el vocablo quechua haciéndolo inrepresentable, en lo gráfico, en lo sonoro y en la cognición del lector peruano. El significante quechua, “manchay”, se hace presente, solitario, en aquel artículo académico de más de 53 páginas. Ocupando entre las líneas del ensayo de Manrique una posición sub-versiva[3] puesto que no es el significante hegemónico, que vendría a ser “tiempo del miedo”, y al no serlo su posición es subterránea o subalterna; por poco, y, prescindible, pero en razón al contexto material que se tematiza en el ensayo (la violencia política en el país andino) su localización periférica (por cierto, la frase está ubicada en el párrafo final del artículo de Manrique) es fundamental para poner en tensión lingüística desde un extremo la representación hegemónica del pathos andino de este hecho histórico.
Para nosotros, la naturaleza de dicho vocablo es sub-versiva porque expresa un “querer decir”, un discurso, una versión particular, menor, diferente, alterna, quechua; pero versión a fin de cuentas.
Las voces silenciadas, silenciadas están, y no obstante vuelven para demoler nuestros recuerdos, nuestra memoria. Sabemos que nuestro pasado ya se fue, pero cuando vuelve y lo (re)interpretamos nada nos asegura que lo vivido siga ahí, inmutable. Nuestra memoria, además de ser nuestra es la memoria de los otros a los que les hicimos un lugar.
La potencialidad de la sub-versión no radica en el retorno en sí, sino en el trayecto seguido para este retorno, donde su “versión” entra en conflicto con la del otro y en especial con la del gran Otro; por lo que invita a la duda. Este encuentro con la duda lleva a reformular, reelaborar las construcciones discursivas o versiones. Reelaboración que se alienta no desde el dogma o la memoria hegemónica, no desde quien disparó primero, sino desde quien pudo ser el primero pero no lo fue; desde la potencialidad del que recibió la bala y no desde la eficacia de quien mató.
En sucesos traumáticos no es solo dolor y morbo lo que vuelve con el recuerdo, sino también, formas diferentes de realizar trazos de escritura, fragmentos epistemológicos disparatados con los cuales significamos formas primarias de construcciones ideológicas y utópicas. En esta perspectiva aunque el “uni-verso” fulmine las voces disidentes y subalternas; la producción biológica, la fuerza de los cuerpos que exige el capitalismo mantiene vivo el renacer de las utopías, alentando el retorno de las subversiones que procuran hacerse de la memoria tanto física como intersubjetiva. De ahí que el imperativo sea no cesar, no cesar de escribir: de inscribir en los cuerpos los afectos de los silenciados.
jyangali@uncp.edu.pe