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Embrujo y desencanto del derecho. Reflexiones para emprender o no la formación jurídica
Rodrigo Vieira Puerta
Rodrigo Vieira Puerta
Embrujo y desencanto del derecho. Reflexiones para emprender o no la formación jurídica
NOVUM, revista de Ciencias Sociales Apliacadas, vol. I, núm. 6, pp. 91-107, 2016
Universidad Nacional de Colombia
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Resumen: El presente artículo se propone, suministrar a los lectores el registro de un panorama fundamentalmente doctrinal, reflexiones, anécdotas, ejemplos, suficientes con el propósito inicial de generar elementos hacia un criterio de amplio espectro, frente a la práctica adecuada de los dictados que gobiernan la justicia y el sentido de las normas jurídicas, que avalan la vigencia secular de sus valores.

Con este se pretende que los lectores reflexionen frente a elementos del Derecho que se deben conocer a fondo, de un lado, el desarrollo histórico de sus contenidos, la perennidad de sus valores presidenciales, la nobleza que lo distingue como directriz de su vocación científica; Y, de otro lado, la visión imperativa de la noticia de su desprestigio por una equívoca interpretación, dolosa actuación de servidores y funcionarios que ha estado dirigida a la obtención de un lucro indebido.

Palabras clave: Historia, derecho, juristas, Jurimetría.

Abstract: The present article is suggested, to supply the readers with the register of a panorama fundamentally doctrinal, reflections, sufficient anecdotes, examples with the initial purpose of generating elements towards a criterion of wide spectrum, in the face of the adequate practice of the dictations that govern the justice and the sense of the legal norms, which answer for the secular validity of their values.With this one it is intended the readers to reflect in the face of elements of the Law that must be known in depth, of a side, the historical development of contents, the perpetuity their presidential values, the nobility who distinguishes it as direction of this scientific vocation; And, on the other hand, the imperative vision of the news of their discredit by an equivocal interpretation, deceitful performance and civil servants that has been directed to the obtaining of an improper profit

Keywords: History, Law, Jurists, Jurimetry.

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Embrujo y desencanto del derecho. Reflexiones para emprender o no la formación jurídica

Rodrigo Vieira Puerta
Universidad de Caldas, Colombia
NOVUM, revista de Ciencias Sociales Apliacadas, vol. I, núm. 6, pp. 91-107, 2016
Universidad Nacional de Colombia

Recepción: 01 Marzo 2016

Aprobación: 30 Octubre 2016




Prefacio

Es tradicional, y al parecer de indiscutida aceptación docente en los Liceos de Jurisprudencia, el ofrecimiento a los incondicionales novicios de la diosa vendada, de contenidos programáticos signados por la imagen amable, paternal, y lógica del Derecho; y ello, por cuanto en los cánones del deber ser, calamitoso e irreverente sería inficionar la incontaminada mentalidad del postulante a jurisperito, con el tósigo luciferino de una realidad insultante que, con insidiosa impudicia, le convocara al desaliento que genera la veleidad normativa; la utopía del juzgador angelical; la no pocas veces falsa y evanescente figura del advocatus, redentor del condenado; la infalible autoridad del doctrinante librero, la coruscante liturgia procesal, en fin, el embargo de un sendero hacia Oz tapizado de ofendículos, contradicciones, quimeras, contrastes, espejismos.

Docto o profano, el sujeto experimenta perplejidad cuando advierte que, en torno a una idea universal, v.gr. la justicia, sobre la cual gravita unánime aceptación, constituya, a su vez, el contenido de mayor discrepancia, de enfrentada estimativa, cuando de la vivencia y atribución personal de ella se trata.

La idea del Derecho

Desencanto inicial para el joven jurista, o desprevenido espectador, surge cuando a esa Inefable sensación de plenitud espiritual, que suscita la proposición definitoria del Derecho, concebida por Radbruch (1959, p. 19) como "…la realidad que tiene el sentido de servir al valor jurídico, a la idea del derecho. La idea del derecho no puede ser otra que la justicia", o la recatada y celestial definición de Kant: “El derecho es el conjunto de condiciones por las cuales el arbitrio de cada cual puede coexistir con el arbitrio de los demás según una ley universal de libertad”; subsigue el impiadoso escepticismo de J.J. Von Kirchmann (1999, pp. 20-21):

Los juristas se ocupan sobre todo de las lagunas, las contradicciones dc las leyes positivas de lo que en ellas hay da falso, de anticuado, de arbitrario. Su objeto es la ignorancia, la desidia, la pasión del legislador... En cuanto a la ciencia hace de lo contingente su objeto, ella misma se hace contingencia. Dos palabras rectificadoras del legislador, convierten bibliotecas enteras en basura.

El desacierto se hace mayúsculo cuando la idea de justicia, colocada en la obra de Rudolf Stammler, como arquitrabe da todo conocimiento jurídico y como principio prototípico de un idearium de la colectividad; cuando presentada por Domicio Ulpiano para universalizar el concepto: “Jus est ars boni et aequi”, estimulando la creencia en la predisposición del hombre de derecho al culto y acato de sus preceptos, es tratada por Rudolph von Ihering (1921, p. 3) con acento bakuniano:

El Derecho no es una idea lógica, sino una idea de fuerza; he aquí porque la justicia, que sostiene en la mano una balanza, en donde pesa el Derecho; sostiene; en la otra la espada que sirve para hacerlo efectivo. La espada sin balanza es la fuerza bruta, y la balanza sin la espada, es el derecho en su impotencia. Se completan recíprocamente, y el derecho no reina verdaderamente más que en el caso en que la fuerza desplegada por la justicia para sostener la espada, iguale a la habilidad que emplea en manejar la balanza.

Igualdad jurídica

Con prescindencia de los condicionantes que convocan al ser humano a la realización discrecional de un destino privativo y singular, a la participación de unos valores trascendentales que lo caracteriza y hace diferente del congénere, por la mismidad y unicidad, el Derecho, por siglos, ha predicado la igualdad del sujeto frente a sus mandamientos; ha consagrado unas mismas oportunidades traducidas y expresadas en moldes normológicos, situación que Max Scheler (2001) rubricara con fina ironía al expresar que la aristocracia del cielo no excluye la democracia de la tierra.

Empero, esa igualdad como lábaro demoliberal, canonizada urbi et orbis, en la Declaración de las Naciones Unidas: “Toda persona tiene derecho en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un Tribunal, independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”; principio declarativo válido como enunciado directriz para los inconcusos beneficios de la paz, el orden, la seguridad, la asistencia estatal, la libertad individual y otras sensaciones caleidoscópicas de la programática legislativa, con no poca frecuencia es enjuiciada por una dolorosa realidad que afinca y eterniza el imperio del privilegio, de la sinecura; del vitando atípico romano do ut des; la recurrida distinción en la interpretación de la hipótesis normativa al servicio de caso sub-lite; la impunidad institucionalizada, el infame cesarismo del poder jurídico político.

Spengler (1952, 53) en la “Decadencia de Occidente” enfatiza como reproche a la pretendida igualdad: “Todo derecho ha sido creado siempre por una sola clase social en nombre de la generalidad”, al paso que, Cánovas del Castillo (1871, en Gil, 2006, 385), la anatematiza: “Tengo a la igualdad por antihumana, irracional y absurda, y a la desigualdad, por derecho natural”. En una palabra, y al margen del consabido expediente de las excepciones, el Derecho parece trasuntar y centrar el estrato del poderoso sobre el débil, del señor sobre el siervo, del dirigente sobre el administrado, de lo nominado sobre lo innominado. Es el magíster dicit de abolengo positivista “Sic volo, sic iubeo, stet pro ratione voluntas”: Este es mi querer, este es mi mandato, no se indague razón, es mi voluntad”.

Ese instrumento de coercibilidad que en la terminología Kelseniana se escalona como norma primaria, es suficiente para que, en el ámbito de la jurislogía se legitime el imperium, la discrecionalidad dispositiva de un régimen, de un marco artístico y soberbio para gobernar al administrado, con eliminación capital de la publicitada igualdad. George Orwell (1983, p. 572), traza la efigie sombría de ese poder:

(…) Winston, cómo afirma un hombre su poder sobre otro? No basta con la obediencia. Si no sufre, cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus, y volverlos a construir, dándoles nuevas formas elegidas por ti. Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario a esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de razón y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado (…) Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el auto-rebajamiento… Pero siempre, no lo olvides Wiston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente.

Seguridad jurídica

Exteriorización de esta específica telesis de la ciencia jurídica, en su significación axiológica, lo es por excelencia, el proferimiento de esa pieza trascendental que es la sentencia, como decisión que, en formidable plumbatura, funde lo mejor de los componentes éticos, científicos y vivenciales y sobre la cual se hace descansar la certidumbre, la estabilidad de los mandatos legales, los que, una vez aplicados al caso sub-judice, revisten para el destinatario la incontrastable infalibilidad de la res iudicata pro veritate habetur.

Al auxilio del poder suasorio que como deber ser se predica de la decisión judicial, concurre todo el aparato jurídico de formas y contenidos:

Un caso judicial siempre se resuelve por la totalidad del ordenamiento jurídico y no por una sola de sus partes, tal como todo el peso de una esfera gravita sobre la superficie en que yace, aunque sea uno solo el punto por el que ha tomado contacto (Cossio en Torre, 1991, p. 458).

Pero, en el anverso de la página, el trazo es de comprometedora e intimidante incertidumbre y hesitación, cuando no, objeto de ridiculizante befa doctrinal.

La inseguridad del Derecho, nace de la veleidad de sus leyes. El impenitente procurador prusiano, ya identificado (Von Kirchmann, 1999, p. 18), vociferaba:

Todas las ciencias tienen leyes, y las leyes son su finalidad suprema. Todas las ciencias, en todos los tiempos tienen, además de las leyes verdaderas, otras falsas. Pero la falsedad de éstas no ejerce fuerza alguna sobre su objeto. La tierra siguió girando alrededor del sol, aunque Tolomeo convirtiera en ley lo contrario. Otra cosa ocurre con las leyes positivas del Derecho. Respaldadas por la fuerza, se imponen, verdaderas o falsas al objeto… Si en todos los demás campos, el saber deja incólume el ser, retrocediendo con veneración ante él; la ley positiva, en el derecho, consigue todo lo contrario.

El saber, aún el falso y deficiente, se sobrepone al ser… sus reglas, sus conceptos, no han encontrado desde entonces expresiones más agudas. No hay en ellos menos controversias, sino más. Incluso allí conde la investigación más paciente creía haber llegado por fin a un resultado seguro e inconmovible, apenas transcurre una década sin que vuelva a iniciarse la discusión desde un principio”.

Más allá del urticante sarcasmo, y como síndrome preocupante de una pérdida real de la confiabilidad de los institutos jurídicos, generada, por quienes, por su ministerio, se hallan convocados a su incondicional respeto y acatamiento, los transgreden y pretermiten, el Derecho se asoma al escenario del saber con el marbete del arte mutable. En su ensayo “El Derecho del Porvenir”, Carlos Sánchez del Río (en Sánchez, 1957, p. 70), al comentar la crisis de esta disciplina, expone:

(…) Salvo excepciones donde la doctrina y la experiencia se han orientado ya sin reparo hacia los tratamientos sociológicos, lo general es, en el mejor de los casos, hallarse en pleno período de lamentaciones y desencantos. Cualquier sistema de normas está lanzado, en la mayoría de los sitios, con el buen ánimo del ver si, por casualidad, prende con suerte, pero sin la menor seguridad precautelada. La dogmática por otra parte, cada vez más revestida de preciosismos literarios, viene complicando las cosas a placer, pero sin eficacia real; esto es, sin llegar, entre distanciados destellos, de innegable talento, a otra cosa que un modo patológico de ir dando tumbos sobre el ingrato y profundo océano de las eternas discusiones sin acuerdo.

El juez

En el orden de ideas que precede, y por lo que dice relación al elemento personal que define y otorga la seguridad jurídica, el juzgador, ha sido secular sujeto de elogio, modelo de la probidad, paradigma de virtudes; ensalzado en obras de imperecedera vigencia, como el “Elogio a los Jueces” de Piero Calamandrei (1936, p. 35), quien lo caracteriza en uno de los acápites del texto:

(…) No me es dado encontrar en la calle que recorro, hombre entre hombres, en la realidad social, el derecho abstracto que vive únicamente en la regiones sidéreas de la cuarta dimensión; pero sí que me es dado encontrarte a ti juez, testimonio corpóreo de la Ley, de quien depende la suerte de mis bienes terrenales.

¿Cómo no amarte, sabiendo que la asistencia continua a todos mis actos que el derecho me promete solo puede actuarse en la realidad a través de tu obra?

Cuando me encuentro en mi camino y me inclino ante ti con reverencia, hay en mi saludo, un dulzor de reconocimiento fraterno. Yo sé que de todo lo que me es íntimamente más caro, tú eres custodio y fiador; en ti saludo la paz de mi hogar, mi honor y mi libertad.

Y las Partidas:

Los jugadores han nombre de jueces, que quiere tanto decir como ‘homes bonos’ que son puestos para mandar ‘et facer’ derecho.

No obstante, un asomo de desconsuelo se prefigura en el escenario de los juicios, cuando la mofa hace blanco de tan sagrado ministerio. Jerome Frank (2008, p. 22), jurista norteamericano , preconizador del movimiento conocido como “realismo jurídico”, quizás con el propósito de concurrir con otras escuelas al demérito final del método tradicional de silogismo, como especie de argumento para la solución de los conflictos de interpretación, cuestionado como labor hermenéutica paralizante, y técnica de deshumanización; señala como víctima propiciatorio de la enmienda proyectada, al fallador, a la persona del juez, a quien particulariza con freudiano diagnóstico:

Las decisiones judiciales están influidas por la dieta del juez, sus preferencias y aborrecimientos, sus prejuicios y sus estados de ánimo. La opinión de que el derecho es deber ser estable, fijo, firme, es un complejo paterno. ¿Por qué buscan los hombres una certeza jurídica imposible de lograr? Se responde: Porque no han superado la necesidad infantil de un padre autoritario y han tratado inconscientemente en encontrar en el derecho, un sustituto de aquellos atributos de firmeza, certeza e infalibilidad, que se confieren en la infancia al padre.

No siempre el juez, ungido en el santoral del album iudicium selectorum, encarnó la prudencia, ecuanimidad y equilibrio que, secularmente, se predicaran como notas distintivas de su nobilísima misión. El abuso de poder, la concusión, el contubernio, el protagonismo narcisista de una togada infalibilidad, ha sido fuente de célebres fallos y novelados episodios jurisdiccionales.

No hace mucho tiempo un juez colegiado, en estos burgos de vindicaciones políticas, en alguna prolación de fondo y palmaria translimitación del petitum demandatario, decidió motu proprio, revivir en la parafernalia escénica la justicia del siglo XVII, tal como aconteció, mutatis mutandi, con la sentencia que ordenó la exhumación de Cromwell y sus compañeros sepultados en la Abadía de Westminister: “Los regicidas debían ser castigados aún en sus tumbas (…). El 30 de enero de 1661, los ataúdes de Cromwell y de sus asociados fueron retirados de sus sitios y los cadáveres descompuestos fueron llevados a Tyburn. Allí se los dejó colgados hasta el anochecer y en que fueron decapitados y enterrados bajo el patíbulo. Naturalmente, este raro espectáculo atrajo considerable público” (Tabori, 1995, p. 174).

En el caso sub-lite, la resucitación obra en el tinglado de la comedia bufa, cuando con la liturgia de un auto de fe inquisitorial dispone, la aludida providencia, que la defensa armada de la República, suplique en concurrida plaza del ajusticiado, como redentora penitencia, la absolución de hechos ya juzgados y ajenos a la verdad real del acontecimiento. En derecho, comporta un Inri único: infame atentado a la dignidad de la justicia; en la literatura jurídica, un capítulo más de la Historia de la Estupidez Humana.

El abogado

Y del otro protagonista del drama judicial, el advocatus, el enfoque doctrinal, laudatorio o denigrante, abunda en el pensamiento jurídico.

Ciurati, ofrece como tipo del abogado:

Dadle a un hombre todas las dotes del espíritu, dadle toda las del carácter, haced que todo lo haya visto, todo lo haya aprendido y retenido, que haya trabajado durante treinta años de su vida, que sea un literato, un crítico, un moralista; que tenga la experiencia de un viejo y la infalible memoria de un niño y tal vez con esto formaréis un Abogado completo (En Universidad de Chile. Facultad de Derecho, 1997, p .11).

Más cerca de la realidad humana y al fáctico acontecer, hállase la imagen descriptiva que del abogado trazara, con reconocida autoridad, el Dr. Ricardo Hinestroza Daza (1955, p. II):

Quien se dedica con vocación y amor,-sin los cuales nada se logra que embellezca y dignifique una vida al estudio del Derecho y al ejercicio de la abogacía o a la misión de administrar justicia, noble si las hay, ha de resignarse a vivirla angustiosamente, asaltado con cruel constancia por el dolor de la perplejidad, desvelado en la búsqueda del sendero cierto y de la solución precisa, poseído del sagrado temor de equivocarse, que siempre está vigilando alerta en la conciencia del hombre de bien.

Por su parte, en insultante representación, y en el tono hiriente del dicterio, Vásquez de Mella (1933, pp. 4-5), habla del “Abogado” como:

El abogado, padre del curial, que es además, el que se ha infiltrado en toda nuestra administración, es por naturaleza un fetichista de la ley escrita ; padece el prurito legalista de resolverlo todo con leyes y decretos, llegando a ver la realidad deformada y obscurecida al mirarla al través de esos decretos y de esas leyes ; es apriorista, porque pasa del articulo al hecho, y no penetra en su entraña buscando una relación interna que los enlace; es casuista, porque estudia los hechos aislados, prescinde de sus relaciones, y no sabe abarcar las cuestiones en conjunto; es el que engendra los covachuelistas de los consejos; es el Sísifo de Negociado que lleva sobre sus hombros la roca de los Reales Decretos y Reales Ordenes y Reglamentos, y no llega nunca a la cumbre de una cuestión sin arrojarla sobre los infelices contribuyentes. i Dios nos libre de que el Poder civilista se concrete en el abogadismo¡ Este abogadismo es el que concreta en sí todos los odios que lleva la curia, a quien engendra, cuando llega a la administración, pues ensancha la burocracia, irradia el expediente, dilata la centralización, porque lleva dentro de su alma la levadura cesárea del “quod principi placuit”.

Formalismo jurídico

Como regulador de la conducta humana, converge el Derecho a penetrar al sujeto destinatario, en la totalidad intersticial de su destino político y relacional, partiendo, empero, de su individualidad incomparable. Por ello, no es el ritual normativo el ara donde oficia la justicia, para reconocer sus derechos o imponer sus deberes, sino su comportamiento, su vivencia, su sentir existencial el objeto que, antes de concluir en una legitimidad o antijuridicidad de la actuación humana, reviste la hipótesis legal de la “humanidad” que reclama su génesis, su razón de ser.

En este plano de ideas, Carlos Cossio (1950) excluye el mandamiento positivo, como ratio materiae, de la tarea interpretativa, para centrarla en la conducta del sujeto. Por esta vía se reafirma la procedibilidad de una significación contextual y sistemática que reniega el culto místico del término legal, la autonomía per se, de un trozo de la regla de derecho, llámese inciso o parágrafo; la autarquía del vocablo solemne.

Empero, no son pocos, ni menos ilustres los adoradores del texto legal, dentro de cuyo marco cautivan todo el significado y contenido aplicacional del derecho. Así, con masónica reverencia, exclamaba Demolombe:

Mi divisa, mi profesión de fe, es también: los textos, antes que nada. Publico un curso del Código de Napoleón mismo, considerado como ley viva; como ley aplicable y obligatoria; y mis preferencias por el método dogmático no me impedirán el tomar por fundamento siempre los artículos mismos de la ley (En Moisset de Espanés, 1992, p. 80).

Y con neurótico fervor, coreaba Bugnet “No conozco el Derecho Civil, no enseño más que el Código de Napoleón” (En Moisset de Espanés, 1992, p. 80).

Y a la secular y dionisíaca verbena de la exégesis del texto, coadyuva el ingenio de Shakespeare (1999, pp. 102-11), con la leyenda de la “libra de carne” en la que se somete a Sylock a la ordalía insalvable de renunciar a su derecho, si de su ejercicio se derivare u efecto que es fatal, inevitable. Frente a la férrea decisión del judío, que empecinado reclama una libra de carne del cuerpo del garante incumplido, vocifera:

(…) esa libra de carne que os pido me pertenece, la he comprado a buen precio, y la quiero. Si me la negáis caiga el baldón sobre vuestras leyes.

Porcia responde y profiere sentencia:

Silok podrá sacar una libra del cuerpo de Antonio, pero si en la operación derrama una gota de sangre o corta más carne de la estipulada, Silok deberá morir y todos sus bienes serán confiscados.

Agnado próximo de esa especie de piedracelismo normativo y, ab origine, concebido como mecanismo limitante de la primitiva solución de conflictos, centrada en la venganza privada, el proceso, como serie coordinada de actos necesarios para el proferimiento final de una decisión, por la autoridad jurisdiccional, en relación con la tutela o controversia sometida a su conocimiento, cimentó su estructura en las sólidas bases de la jurisprudencia romana y, su télesis antropocéntrica en los inmutables apotegmas del ius honorarium; summum ius, summa iniuria; bona fides praesumitur y la lex Paetelia Papiria, por cuyo efecto se prohibió la ejecución personal del deudor, ejemplos que predican su secular vigencia.

En la actualidad, un laberinto de encontradas decisiones, conflictos de competencias sin soluciones de fondo; tutelas de prevalente aplicación sobre sentencias; concierto de beneficios para el impúdico delator; protección estatal para testigos de acusación; opción de autoincriminación para el acusado sin posibilidad absolutoria; migajas de libertad en el bazar decretal del do ut des; acomodadas excepciones a la norma y, en veces, a las más necesitada de una excepción a la excepción, cecinan la apetitosa vianda del menú procesal.

No es diferente la imagen de éste, es decir, del proceso, en el tapete del albur, de la incertidumbre que se sucede en el tiempo sin horizonte definido, sin posibilidad diferente al álea de resultados. Así lo advirtió Carlos Sánchez del Río (1964) en su obra “El Derecho del Porvenir”:

Cuando un célebre jurisconsulto romano de los primeros siglos de nuestra era, nos explica la tragedia de un ciudadano que perdió un pleito teniendo la razón, por haber cambiado una palabra en un planteamiento, no hace más que exagerar lo que siglos después ha seguido sucediendo ‘normalmente’ hasta nuestros días. Si no es una palabra mal empleada, será un plazo transcurrido, un trámite olvidado, una vía jurídica errónea (…). Hoy es cosa bien notoria las dificultades en que se mueve, en gran parte de los países todo el que administra justicia, y también las angustias que muchas, muchísimas veces, tiene que sentir el buen juez al ver , sin poderlo remediar, que la razón se extravía en las frondas legales, o en las de la doctrina, y que el ‘caso’ se ha convertido en juguete de habilidades o de torpezas sobre el tablero de una partida de ajedrez entre abogados en la que la inteligencia y suerte actúan con alterna fortuna (…).

Derecho subjetivo

El secular postulado: “El Derecho para el hombre”, obró como causa de la exigencia del sujeto al comportamiento tutelar del Estado, concretada aquélla en el derecho subjetivo, sacralizado en la doctrina por Federico Carlos de Savigny (en García, 2013, p. 115), como:

El derecho es considerado en la vida real, abrazando y penetrando por todos lados nuestro ser, nos aparece como un poder del individuo. En los límites de este poder, reina la voluntad del individuo, y reina con el consentimiento de todos. A tal poder o facultad lo llamamos nosotros derecho, y algún derecho subjetivo.

La piadosa exaltación pretoria de este instituto, como modificación y enmienda al rigorístico imperio del mandato heterónomo, predicable para todo suplicante: “…cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición”, padece en la actualidad doctrinal el severo enjuiciamiento del positivismo de Kelsen, y para beneplácito de la marcialidad política, del aporte afín del positivismo analítico. Con fina ironía, el prenombrado filósofo dictamina la capitis deminutio máxima del derecho subjetivo, último refugio del proletario que con fervor revolucionario grita: “mi derecho”.

Hablar del interés o la voluntad, como contenido del derecho subjetivo, puede compararse a la falta en que incurriría un estudiante de geometría al definir la esfera, diciendo que puede ser de bronce, madera o cartón; o a la de un soldado que habiendo sido enviado como espía para examinar las fortificaciones de una ciudad enemiga, se limita a describir ante sus jefes, la belleza de los parques o edificios de dicha urbe, o a hacer el elogio de la cultura de sus habitantes (En García Maynez (1974, p. 192).

Jurimetría

Para aludir a su desilusión, el bardo bohemio la refería, como causa, a las “complicaciones arduas del corazón humano, misterios insondables de la naturaleza, la vida es un problema, la vida es un arcano…”[1], y de todo ese sombrío contenido existencial, la Escuela Positiva, modeló el principio de la responsabilidad penal, como basada en la actividad psico-física del delincuente; la capacidad de la conducta, como plano obrante de la imputabilidad; la intervención de la voluntad como elemento integrante del dolo; la estructuración de la culpa, levantada sobre la previsibilidad.

La lógica privatista, por su parte, prohijó el error de conducta, con profundidad tratado por los Hermanos Mazeaud (1947), como parámetro o marco de confrontación para la deducción de la noción de la culpa civil. El principio de la buena fe irrigó todo el ámbito institucional y demandó el respeto general:

(…) la noción jurídica de la bona fides, con el cristianismo, se impregna de ideas morales y religiosas, desconocidas en la antigüedad (Gorphe, en García, 2000, p. 43).

Por modo que, las tradicionales disciplinas de la ciencia jurídica, en grado mayor o menor, rescataron al hombre del vórtice del apodictismo, de las plúrimas ficciones jure et jure, de la responsabilidad objetiva, y una impronta de valoración y atención en la actuación del sujeto, pareció presidir el desideratum del legislador, el objeto de la interpretación y el debate mismo de la contención en sede jurisdiccional. En términos de Werner Goldschmidt, el “mundo jurídico” como base de la dikeología, descansa sobre los capiteles de una conducta humana, de un esquema normativo que describe y capta esa conducta y, un valor, la justicia que permite su mensura y significación axiológica.

La misión judicial no consiste ni se apoya sobre el conocimiento; su faena se realiza y cumple en el mundo de las valoraciones, de los actos de voluntad. Sobre el punto sub-exámine, comenta Recasens Siches (1972, p. 176):

El Juez juzga. El juzgar del juez entraña siempre un juicio estimativo. Con su juicio estimativo el Juez expresa lo que se debe hacer en el caso controvertido. El meollo de su fallo es una norma, una norma singular, concreta, pero norma al fin y al cabo, tan norma como una regla general. Ahora bien, toda norma implica una estimación, supone un juicio de valor. Quiero decir que la sentencia en su parte sustancial, esto es, un fallo, no es una declaración de realidades, no es una descripción de hechos, no es una narración, sino que es una estimación normativa… cierto que la sentencia contiene declaraciones de hechos, como contiene también constataciones de reglas jurídicas; pero lo uno y lo otro son miembros inseparables o ingredientes esenciales de la estimación o juicio de valor que efectivamente da lugar al fallo… El juez no es un historiador de hechos, ni es tampoco el historiador de una legislación, de las costumbres jurídicas… al Juez no le interesa determinar puras realidades, sino decidir lo que se debe hacer frente a determinados aspectos de ciertas realidades.

No obstante, las actuales perspectivas de la praxis jurídica, desheredan poco a poco el “logos” de lo humano, la razón vital del derecho. Insinúase el imperio de la jurimetría, de los servomecanismos, de la tecnocratización. Ese proceso de oxidación espiritual que ha penetrado en la cultura occidental, y de cuya secuela patológica diera cuenta Virgil Gherghieu en la “Hora Veinticinco”, Valtin en “La Noche Quedó Atrás”, y Curzio Malaparte en “Kaput”, inocúlase hoy en el organismo de la justicia. Ha comenzado por la informática.

Pues bien. Un Juez consciente de su responsabilidad, debe procurar en el ámbito de sus poderes discrecionales, atenerse a criterios uniformes de comportamiento, con el fin de tratar a los sujetos procesales bajo su poder con los mismos parámetros, en casos iguales, evitando así la arbitrariedad, el favoritismo o, peor, el despotismo judicial. Nada mejor que precaver estos riesgos y peligros que formar bancos de datos donde están memorizados los antecedentes respectivos, con el fin de juzgar en tales casos, de idéntica manera, afirmándose cada vez más el principio de la seguridad jurídica… 5. Finalmente, es preciso tener en cuenta que por medio del computador podremos hacer de la administración de justicia una verdadera casa de vidrio, que permite la transparencia, nitidez y claridad de los fallos judiciales, como lo es la informática documental, para conocer la exactitud de las vigencias legislativas…. Lo anterior explica porque en todos los países, las mentes más iluminadas miran el computador, por lo mismo a la informática como uno de los instrumentos más confiables para mejorar la eficacia y la cualidad del trabajo judicial[2].

La genialidad de Papini (1999, p. 13) en el Libro Negro había divisado esta fosca en el horizonte de la justicia. En el imaginado “Tribunal Electrónico”, expone:

En estos días se realizaron en Pittisburg, los primeros experimentos para utilizar máquinas en la administración de justicia. Después de haberse construido, los cerebros electrónicos, matemáticos y dialécticos, estadísticos y sociológicos, ya se ha fabricado en esta ciudad, fruto de dos años de trabajo el primer aparato mecánico que juzga.

Tal aparato gigante con un frente de siete metros, se alza en la pared de fondo del aula mayor del Tribunal. Los jueces, abogados y oficiales, no ocupan sus lugares habituales, sino que se sientan como simples espectadores, entre las primeras filas del público.

No tuve voluntad ni fuerza para asistir a otros cuatro procesos que debían resolverse aquella misma mañana. No me sentía bien, una sensación de náusea amenazaba hacerme vomitar… regresé al hotel y me tendí en la cama pensando lo que había visto. He sido siempre entusiasta de los prodigiosos inventos debidos a la ciencia moderna, pero aquella horrible aplicación de la cibernética, me confundió y perturbó profundamente. Ver aquellas criaturas humanas – quizás más infelices que culpables- juzgadas y condenadas por una lúcida y gélida máquina, era una cosa que suscitaba en mí una protesta sorda, tal vez primitiva e instintiva pero a la que no lograba acallar… un complejo conjunto mecánico, animado únicamente por la corriente eléctrica, pretendía ahora resolver, en virtud de cifras, los misteriosos problemas de las almas humanas. La máquina se convertía en Juez del ser viviente; la materia sentenciaba cosas del espíritu (…).

Ese cuadro circular, de sorpresivo cambio, de la faz contraria en el pensamiento jurídico; el contraste interpretativo del valor y el disvalor en el mundo del derecho; la apología de unos principios rectorales, en frente de una palpable mutabilidad; el elogio, en el carril paralelo de la burla; la megalopia del deber ser, la hipérbole de la justicia, con cara a la miseria del hombre en su condena de Sísifo de hacer lo que no quiere; ese centrar la dignidad del sujeto en el monoideísmo genitivo de “mi derecho”, con desmedro y despectivo silencio de “mi deber”; la ciencia cautivada por la habilidad, la realidad de los contenidos, por la vanidad de las formas, en verdad, asombra y desconcierta; pero a la vez, estimula y convoca al espíritu a una incondicional introyección en la subjetividad de quien padece el conflicto, plantea la controversia, reclama la justicia, para coadyuvar en su pretensión, o en su caso, disuadirle de la justicia intrínseca e improcedencia de su reclamo.

Es la proyección del derecho en la dimensión del amor, comunión que no se agota en los claustros monacales, ni en el oratorio de la contemplación. Luypen (1967, pp. 234-235) en su “Fenomenología Existencial” sustenta la relación:

(…) Al sentir del [sic] hombre destinado al “otro” y al mismo tiempo un lobo para el otro, el hombre se da cuenta que la exigencia mínima del amor consiste en no permitir que el lobo que lleva adentro devore al otro, lo que el amor prescribe como “deber” fundamental está formulado como derecho fundamental del otro, de manera que al satisfacer esta demanda mínima soy justo… una vez que me doy cuenta que el amor me exige por lo menos, no asesinar al otro, mi entendimiento me abre la posibilidad de ver que el otro también tiene derecho a una parte de nuestro mundo, a la vida, al trabajo, a facilidades para el auto-desarrollo etc. En efecto, el amor quiere la autidad y la subjetividad del otro, y esta subjetividad no es lo que es sin el cuerpo y sin el mundo en que está implicada…”. Y obra el párrafo pre transcrito como premisa de su definición de justicia, “… que no es una Especie de sentimiento o idea en la interioridad de mi conciencia, sino un modo de coexistencia, un modo de acompañar al otro en el mundo respetando sus derechos.

Si como parece incuestionable, el valor de la justicia difiere del amor, en el sentido de exigir aquélla el reconocimiento de dar a cada cual lo que le pertenece; cuando éste, lo que entrega de sí excluye el título de exigencia por parte del amado, también es cierto que, si el sentido del amor se le despoja por un momento de uno de sus plúrimos revestimientos de iridiscencia, amabilidad y belleza y se le reviste entonces con el argumento de razón y exigencia de reconocimiento, frente a la verdad que lo reclama, el amor sustancialmente penetra, se introyecta en la justicia. De esa formidable experiencia ofrece testimonio el mandato evangélico: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, basado en una razón de ser para otro, no en un marco exclusivo de afecto, de agrado o de atracción.

Una versión “psicológica” de lo que ahora se plantea como amor en el Derecho, lo es la solución que el Dr. Emilio Mira y López (1932, p. 85) consigna en su obra “Manual de Psicología Jurídica”.

Cuál habrá de ser la fórmula psicológica de la justicia? Precisamente lo que se deduce de su profundo sentido de compensación. Si alguien arrebata una vida, es preciso estimularle a que salve otra de la muerte; si alguien sustrae dinero, es preciso enseñarle no solo a ganar y restituir la cantidad que sustrajo, sino a ganar otro tanto y a donarlo a quien robó en compensación por el perjuicio habido; si alguien hace sufrir a alguien, es preciso darle los medios para que pueda luego darle una alegría equivalente al sufrimiento que le provocó.

Colofón

La vocación de quien, como discente de una Facultad de Jurisprudencia, descansa sobre la expectativa que suscita el conocimiento de los principios que presiden la filosofía, como la ciencia jurídica, revitaliza su expectación cuando informados ya, de su significado y esencia: justicia, norma, seguridad, proceso, igualdad, etc.; y de su expresión humana: juez, abogado, jurisperito, magistrado, culminan por seducir al jurista.

Empero, cuando la formación académica gravita sobre una finalidad competitiva de un azar económicamente bondadoso, positivista, propia de una educación instrumentalizada, válido para el egreso de un profesional empresario, diestro en el ejercicio de intereses personales obtenidos al amparo de la fórmula romana do ut des, entonces, todo el andamiaje axiológico de seguridad, orden, paz, buena fe, justicia, etc., así como los contenidos programáticos de una racionalidad ética, sucumben.

Material suplementario
Información adicional

Cómo citar este artículo: Vieira Puerta, R (2016) Embrujo y desencanto del Derecho. Reflexiones para emprender o no la formación. NOVUM, (6), pp. 91- 107.

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Notas
Notas
[1] Poema “Ingratitud” de Cecilio Gómez Gómez
[2] Conclusión del III Foro de Informática Jurídica y Gestión Judicial en 1985. Bogotá.



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