Resumen: El objetivo de esta investigación es identificar el impacto de las reformas borbónicas en el espacio urbano de Guadalajara al finalizar el siglo XVIII. La secularización del espacio público pretendió impactar en la manera que se comprendió y vivió la ciudad. Los gobernantes ilustrados promovieron la organización en cuarteles, circunstancia que rompe con la distribución tradicional por barrios, escenario en el que la iglesia ocupaba un papel central. Esta investigación parte de los trabajos de 87 Van Young (1989), Carmen Castañeda (2000) y David Brading (1993) para establecer un panorama general sobre la conformación espacial de la ciudad, que se contrastó con la información localizada en el Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara (1750-1798) y al Archivo Histórico Municipal de Guadalajara (17941797). A partir de ello fue posible establecer un análisis comparativo entre fuentes que permitió alcanzar el objetivo planteado. De manera general se concluye que la división de Guadalajara en cuarteles permitió desde la secularización imponer una nueva forma de organizar al espacio público; sin embargo, fueron manifiestas algunas resistencias y prácticas entre los vecinos de la ciudad que buscaron la supervivencia de las unidades barriales, y que coexisten informalmente ambas formas de organizar el espacio.
Palabras clave: Barrio, Cuarteles, Reformas Borbónicas, Urbanismo.
Resumo: O objetivo desta pesquisa é identificar o impacto das reformas Bourbon no espaço urbano de Guadalajara, no final do século XVIII. A secularização do espaço público pretendia ter impacto na maneira como a cidade era compreendida e vivida. Os governantes iluminados promoveram a organização em quartéis, uma circunstância que rompe com a distribuição tradicional de bairros, um cenário onde a igreja desempenhou um papel central. Esta investigação parte da obra de Van Young (1989), Carmen Castaneda (2000) e David Brading (1993) para estabelecer uma visão geral da configuração espacial da cidade, o que contrastou com as informações localizadas nos arquivos da Royal Audiência de Guadalajara (17501798) e no Arquivo Histórico Municipal de Guadalajara (1794-1797). A partir disso, foi possível estabelecer uma análise comparativa entre as fontes que permitiram alcançar o objetivo proposto. De um modo geral, conclui-se que a divisão de Guadalajara em quartéis permitiu a secularização para impor uma nova maneira de organizar o espaço público; no entanto, algumas resistências e práticas foram evidentes entre os moradores da cidade que procuraram a sobrevivência das unidades do bairro e ambas as formas de organização do espaço convivem informalmente.
Palavras-chave: Bairro, Quartel, Reformas Bourbon, Urbanismo.
Abstract: The objective of this research is identify the impact of the Bourbon reforms in the urban space of Guadalajara at the end of the 18th century. Secularization of public space tries to impact on the way the city was understood and lived. The enlightened rulers promoted the organization in cuarteles, breaking with their traditional distribution by barrios, scenario in which the church played a central role. This research is based on the works of Van Young (1989), Carmen Castañeda (2000) and David Brading (1993) to establish a general panorama on the spatial conformation of the city, which was contrasted with the information located in the Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara (1750-1798) (Archive of the Royal Audience of Guadalajara) and the Archivo Histórico Municipal de Guadalajara (1794-1797) (Municipal Historical Archive from Guadalajara). From this it was possible to establish a comparative analysis between sources that allowed reaching the proposed objective. In a general way, it is concluded that dividing Guadalajara into cuarteles allowed imposing from secularization a new way of organizing the public space; however, some resistances and practices were evident among the residents of the city who sought the survival of the barrios, informally coexisting both ways of organizing the space. Key Word: Neighborhood, Barracks, Bourbon Reforms, Urbanism. INTRODUCCIÓN
INTRODUCCIÓN
La presente investigación atiende al proceso de secularización temprana del espacio urbano que vivió la ciudad de Guadalajara al finalizar el siglo XVIII. Dicho fenómeno es atendido a través de las políticas urbanas impulsadas por las autoridades borbónicas. El gobierno de Guadalajara compuesto por hombres ilustrados, buscaron promover la división de la ciudad en cuarteles para romper con la organización de la ciudad en barrios, lógica configurada desde el campo de las prácticas religiosas.
Para estudiar la evolución de la ciudad de Guadalajara y su traza urbana, se atenderá al siglo XVIII, específicamente al periodo que va entre 1760 y 1821, pues durante éstos años se han rastreado las principales transformaciones en lo demográfico, en lo económico, en lo político y en lo administrativo que dieron, a esta
“época una personalidad propia”. (Florescano, 1976, p. 473).
Durante este periodo, algunos pobladores de la ciudad, en especial los miembros de las élites, fueron permeados por las ideas de la Ilustración. Se trató de una Ilustración española (Pérez, 1993 p.69-73) que llegó con los españoles que arribaron a la Nueva Galicia para ocupar cargos en el gobierno civil y eclesiástico, como los obispos fray Antonio Alcalde y el Dr. Juan Cruz Ruiz de Cabañas, los Intendentes Antonio de Villaurrutia y Jacobo Ugarte y Loyola, así como hombres cultos que aunque no necesariamente pertenecían a la elite, pudieron viajar a la península y formarse en ella (Pérez, 1993 p. 69-73).
CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO
Durante el siglo XVIII el reino de la Nueva Galicia experimentó un crecimiento demográfico generalizado. Según el Censo General de la Intendencia de Guadalajara, realizado por de José Menéndez Valdés, para 1793 las jurisdicciones más pobladas de la Nueva Espala fueron Guadalajara (24,249 habitantes), Aguascalientes (25,715 habitantes), La Barca (33,037 habitantes), la Villa de Lagos (37,048 habitantes) y Sayula (47,360 habitantes) (Menéndez, 1980 Pp.149-150, 152,153, 161).
Así, Guadalajara experimentó un crecimiento poblacional sostenido desde el siglo XVII y se intensificó con el transcurso del XVIII[2] al grado que entre 1700 y
1814, sus moradores se sextuplicaron. El aumento en la población resultó del crecimiento natural de la población, principalmente la indígena, a lo que se le sumó la inmigración (Connaughton, 1992 p.40).

Como puede apreciarse, la inmigración se registró en dos sentidos; el primero externo, de personas provenientes de lugares fuera de la Nueva Galicia, sobre todo de las regiones centrales de la Nueva España, y el otro interno, compuesto por vecinos de localidades cercanas (Gálvez Ruiz, 1996, p.86-87). Autores como Van Young insisten en que para la década de 1790 la capital neogallega se consolidó como la cuarta urbe más poblada de la Nueva España, solo por debajo de las ciudades de México, Puebla de los Ángeles y Guanajuato( Van Young, 1989, p. 47).
El crecimiento poblacional en Guadalajara impactó en la configuración de su núcleo urbano, pues para finales del siglo XVIII los pueblos de San Juan Bautista de Mexicaltzingo y San José de Analco fueron absorbidos por la ciudad[3]


En la primera imagen, que data de 1745, se evidencia cómo el barrio de Analco y Mexicalzingo se encontraban separados de la cuadrícula central de la ciudad; por su parte, en la segunda panorámica, de 1800, se evidencia cómo ambos pueblos fueron incorporados al conjunto urbano, separados únicamente por los ríos San Juan de Dios y El Arenal respectivamente. Estos obstáculos naturales complicaron el ir y venir de las personas, lo que se solucionó con la construcción de un sistema de puentes que agilizaron el tránsito de personas y mercancías.
COMPOSICIÓN SOCIAL Y FORMAS DE DIFERENCIACIÓN
David Brading sostiene que, para finales del siglo XVIII, los tapatíos se dividían en tres grupos “aproximadamente iguales de españoles, indígenas y castas” (Brading, 1993, p.33). En el Censo General de la Intendencia de Guadalajara, de 1793 se señaló que los grupos mezclados (mestizos, mulatos y otras castas) representaban el 43.03%; los españoles (tanto peninsulares como americanos) constituían el 39.49%; y los indígenas sólo alcanzaban el 17.48% (Menéndez, 1980: 161). Por tanto el 60.51% de la población de la ciudad eran pertenecientes a castas mestizas y población indígenas.
En los padrones levantados por las autoridades seculares de Guadalajara, durante el siglo XVIII, la designación de la calidad étnica durante el siglo XVIII se hacía a partir de elementos que incluían los rasgos fenotípicos, bajo la influencia de lo que el empadronador consideraba. Un ejemplo es el de “mulato” que desde el siglo XVII fue el nombre asignado a aquellos quienes por sus rasgos, “aparece en cualquier encrucijada [étnica], ya que puede ser producto del blanco y el negro, del amarillo y el negro y de todas las medias tintas existentes” (Calvo, 1992, p. 240). Ello explica el alto número de ellos en las estadísticas antes citadas.
Los tapatíos se dividían en indígenas, negros y grupos hispanizados – es decir, españoles, europeos y americanos, y grupos mezclados- denominados “gente de razón”(Céspedes, 1989, p.187). Este ultimo grupo se conformaba por europeos y sus descendientes, quienes ejercían el monopolio comercial y de control social (eclesial y civil) lo que permitió que se impusieran los parámetros de la cultura hispana.
El nivel de ingresos fue otro criterio para la diferenciación social, pues la gente decente, mayoritariamente eran personas acaudaladas y por lo general, no se aceptaba a ninguno perteneciente a grupos étnicos distinto al español ”(Céspedes, 1989, p.187). Por su parte, la plebe, se constituyó por la mayoría de la población, en la que “se concentraba una cierta confusión de razas y ocupaciones” (Anderson, 1983, p.149); se componía de nativos y de migrantes que llegaban a la ciudad con diversas prácticas culturales, lo que se tradujo en desajustes y conflictos sociales. Además de la gente decente y la plebe, en la sociedad tapatía se registró la presencia de grupos sociales intermedios, constituidos por mestizos y criollos, que engrosaron los puestos secundarios del clero y de la burocracia colonial. La cultura ilustrada del S. XVIII se caracterizó por su sentido regalista, sus deseos de implementar ciudades ordenadas e higiénicas, así como atender a los problemas sociales mediante el uso de la razón. Específicamente en Guadalajara, este interés se hizo patente a partir de la década de 1740, cuando la gente decente ilustrada buscó imponer parámetros de comportamiento “modernos” a los tapatíos. Uno de estos esfuerzos se materializó en la división de la ciudad en cuarteles.
POBLACIÓN TAPATÍA Y ESPACIO COTIDIANO
La distribución de la población en el espacio urbano de Guadalajara, reprodujo el esquema de segregación social (Castañeda y Gómez, 2000, p.57). Al igual que en otras sociedades preindustriales, los “más ricos y poderosos viven cerca del centro y los pobres y más pobres viven cerca de las orillas de la ciudad”, modelo que sería imitado en cada uno de los barrios y localidades (Anderson, 1983, p.117). El corazón del conjunto urbano, además de ser centro comercial, político, administrativo, cultural y religioso, se reservó para la elite. Hacia las inmediaciones de la ciudad, decreció el porcentaje de la población española al tiempo que aumentó el mestizaje y las castas, para finalmente encontrarse en barrios situados en la periferia y pueblos vecinos, donde los indios fueron la población predominante (Anderson, 1983, p.137).
Los pueblos aledaños no estaban desvinculados a la ciudad; a menudo sus habitantes se trasladaban al primer cuadro de Guadalajara, para realizar sus actividades laborales, y gastar su tiempo de ocio; en sus calles, plazas y portales, ocupación, productos de consumo y la posibilidad de diversión y esparcimiento. En realidad, para la segunda mitad del siglo XVIII, la separación espacial entre barrios, pueblos y el centro de la ciudad no era tan firme: que en un barrio predominara una población con ciertas características fenotípicas o socioeconómicas, no descartaba la posibilidad de que habitaran otros grupos.
En el primer cuadro de la ciudad, por ejemplo, al constituirse arquitectónicamente por grandes las casas, sus dueños rentaban uno o varios cuartos a personas de escasos recursos (Olveda. 2000, p.135). Era común que sirvientes y empleados vivieran en los negocios o casas donde trabajaban; pero también que en pueblos como Analco y Mexicaltzingo vivieran no sólo indígenas pobres, sino también gente de recursos económicos importantes (Anderson, 1983, p.125). Fue así que en un barrio, una calle, y aún más, en una misma casa tapatía, transitaran al mismo tiempo, personas de diferente origen, color de piel y prácticas sociales distintas (Anderson, 1983, p.31-32, 136-138).
Este fenómeno de multiculturalidad se puede observar en un informe elaborado en 1791 por Félix María Calleja quien fue enviado por el virrey para conocer la situación de Guadalajara y levantar un Padrón Militar. En sus registros se señala cómo una misma casa era usada por gente con distintos orígenes sociales. El Real Palacio resulta ejemplar, pues era compartido por:
Jacobo Ugarte y Loyola, “el intendente ilustrado” de origen vasco, el clérigo, fray Josef Reynaga, capellán; don Francisco de la Garza, español de 40 años, casado con doña Josefa de Castro, tiene un hijo menor. Don Melchor Núñez, español, soltero, de 26 años, amanuense, […]; don Mariano Valdez, de 24 años, español, ayuda de cámara, […], casado con doña Vitoria de Aro, un hijo menor; Josef Morales, castizo, de 56 años, cochero, casado con Rafaela Hernández, con una hija; Rosalío González, castizo, de 30 años, cochero, soltero, […]; Marcelino González, cocinero, castizo de 40 años, soltero, […] Josef González, castizo de 25 años, soltero, ayuda de cocina, […] Bernardo y Josef Loyola, indios apaches, lacayos, solteros (Castañeda y
Gómez, 2000, p.51-52)
Otro caso fue el de la casa del “número 14 de la calle del Relox”, del comerciante Don Alejandro Castro, oriundo de Castilla la Vieja. En ella vivían Doña Rosalía Marín, su hijo, dedicado a manejar las cuentas del negocio familiar, y una hija un criado mestizo, llamado Cipriano Rubio, y dos criadas mulatas. Pero la
“unidad doméstica”[4] no terminaba ahí, pues compartían el techo su cuñado, el comerciante Juan Camberos, y su esposa Marcela de Castro, con sus dos hijos menores y una hija. Este Juan Camberos había contratado a dos cajeros provenientes de España, uno nacido en Castilla la Vieja y el otro en la Villa de
Enestosa, así como a un criado mestizo, pero además tenía a “una agregada”, también española (Castañeda y Gómez, 2000 (a), p.49).
Un ultimo ejemplo es de la Don Juan Alfonso Sánchez Leñero, cuya casa ubicada en la calle del Consuelo número 1, era habitada por catorce españoles, unos dedicados al comercio, otros eran empleados o estudiantes; y seis criados mulatos, de los cuales dos eran hombres y cuatro mujeres (Castañeda y Gómez, 2000, p.50).
El uso simultáneo de los espacios, no fue hecho en igualdad de circunstancias, sino siempre acorde a “la relación dominado-dominante”(Anderson, 1983, p.138-139). Situación que también se reprodujo en la forma de organizar el espacio urbano en Guadalajara. José Antonio Sánchez Villaseñor, al escribir acerca de la visita que realizó a la capital neogallega, resaltó que muchas viviendas eran de una sola planta, sus calles estaban hechas “a la moderna, por ser todas rectas, dilatadas y anchas, unas de doce, y otras de catorce varas”, y además había “ocho plazas repartidas en la ciudad”, en donde las construcciones religiosas dominaban el paisaje.
Matías de la Mota Padilla en uno de sus escritos insistió en la buena traza de la ciudad, su limpieza y nivelado de calles; una descripción que contrastó con la de Félix María Calleja, quien en su informe al virrey destacó que:
“las calles están en línea recta, cortadas perpendicularmente, sin empedrar, sucias, desiguales y sin un farol en todas ellas, la plaza principal es de igual y regular arquitectura, uno de sus frentes ocupa el palacio de no mui buena fábrica, mal repartido y de poco gusto la pintura de su fachada; la catedral es alegre y bonita, pero pequeña, poco descollada y su fachada de ninguna hermosura, el pueblo en general es poco lucido, malas las salidas sin más paseo público que una Alameda mui mal cuidada; el teatro en un xacalón cubierto de paja y en todo mui indecente y las posadas son pobres y sucias [...]”. (Castañeda y Gómez, 2000, p.1)
Al margen del río San Juan de Dios, (principal cuerpo de agua de la ciudad), se formaban lodazales considerados focos de enfermedades al ser nido de insectos
(Solís, 1986, p.16). A ello se sumó la “desigualdad y barrancos que hay en algunas de sus calles” lo que dificultaba el tráfico y generaba polvo causante de “fiebres éticas y físicas y otros gravísimos perjuicios consiguientes”[5].
Por su parte, Luis Pérez Verdía describió a la ciudad con casas que en su mayoría eran de una sola planta y contaban con uno o varios patios y un corral.
Desde su visión, el aspecto de Guadalajara era “triste y desagradable”, pues la mayoría de las calles carecían de empedrado y algunas hasta de banquetas; por otro lado, las fachadas de las casas se caracterizaban por “la irregularidad de las ventanas” y sus rejas de madera. La plaza principal, rodeada por frondosos fresnos, estaba empedrada y en su centro se encontraba una fuente, mientras que las plazuelas estaban “cubiertas de zacate” lo que imprimía a la capital un “aire melancólico, que revelaba el poco movimiento que en ella había” (Iguíniz, 1989, p.92).

Sin pretender hacer un análisis exhaustivo de las diferentes impresiones de la ciudad, es posible señalar que estas descripciones permiten pensar, de una manera parcial, el espacio donde los tapatíos se movían, de modo que enfrentaban problemas como seguridad y los relativos a higiene. Estas problemáticas, que bajo las ideas de la ilustración, se buscaron resolver con la creación de reglamentos de Policía y con la división de la capital neogallega en cuarteles.
LA MODERNIZACIÓN DEL ESPACIO URBANO: DE BARRIOS A CUARTELES
La capital de la Nueva Galicia se organizó en barrios, donde se construía “la identidad de sus moradores”, quienes compartían prácticas y valores particulares, distinguiéndolos de otras unidades barriales (Olveda, 2000, p. 78).
Los barrios organizaron el espacio de los tapatíos consolidados en la misma medida que se extendían los límites de Guadalajara y que luego formaron parte de la ciudad (Anderson, 1983, p.44). El barrio más antiguo fue el de San Juan de Dios por donde pasaba el camino a San Pedro Tlaquepaque y a la Nueva España. En sus calles y edificios confluían distintas formas de vida y prácticas culturales pues indios, mulatos, negros y criollos convivían en los múltiples establecimientos comerciales, cantinas y mesones, de modo que fueron caracterizados por la organización de partidas de naipes y lo disoluto de su vida (Lomelí, 1982, p.34).
A finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, Guadalajara se convirtió en centro de atracción, por lo que migrantes de distintos lugares se instalaron de manera diversa por distintas zonas cercanas de la ciudad. Los inmigrantes fueron, de acuerdo con las designaciones mencionadas en líneas anteriores, gente decente y plebe: muchos de ellos trabajadores agrícolas que buscaron en la urbe oportunidades laborales (Connaughton, 1992, p.40-42). Esta oleada de personas generó demanda de empleo, vivienda y servicios, y provocó una serie de mutaciones urbanas, sociales, económicas y culturales, que se reflejó en la erección de nuevos barrios, como el del Pilar, de Jesús María, del Santuario, del Retiro y el de la Capilla de Jesús (Lomelí, 1982, p.34).
Junto al crecimiento de la ciudad, se registró un aumento en la “inseguridad social” (Olveda, 2000, p.78), aspecto que los grupos ilustrados vieron con preocupación y temor. Calleja al entregar su informe final al Virrey señaló que a principios de la década de 1790, Guadalajara fue un centro de inmigración de indios y mulatos por lo que un gran número de personas “habitan constantemente en la calles sin ningún domicilio”(Castañeda y Gómez, 2000, p.50). Estos recién llegados, buscaron contrarrestar un posible rechazo al integrarse en barrios donde muy posiblemente había gente de su misma tierra. Para finales del XVIII, el barrio del Santuario se convirtió en un foco de atracción de inmigrantes pobres, gracias a la oferta habitacional de las cuadritas (Olveda, 2000, p.78) construidas por auspicio del Obispo Alcalde desde la década de 1780 y que ocuparon 16 manzanas, sumando 158 viviendas en las que se acomodaron múltiples unidades domésticas (Lomelí, 1982, p.100). Quienes tenían un caudal más o menos importante les permitía comprar o pagar renta de viviendas mejor ubicadas para asentarse en el centro de la ciudad, en el Barrio del Sagrario, o en el Carmen y del Pilar (Anderson, 1983, p.38-39, 59, 132).
Otros barrios, como el de la Capilla de Jesús, iniciaron su consolidación en 1810, formado por familias que arribaron a la capital neogallega, provenientes principalmente de Zacatecas (Olveda, 2000, p.133). El barrio de Santa Mónica; el de Jesús María; el de Santo Domingo; el de San Francisco; Analco y Mexicaltzingo se integraron a la ciudad a lo largo del siglo XVIII (ver Plano 3).
Los barrios se organizaron en torno a las iglesias y conventos lo que se constituyó como polos de crecimiento de la ciudad. Los edificios religiosos ordenaron la vida cotidiana y la identidad barrial; siendo las fiestas patronales fueron uno de los principales elementos integradores. Un caso excepcional fue el barrio de la Estrella (ubicado al noroeste de la ciudad), el cual no se organizó entorno a una edificación religiosa; en su lugar, se caracterizó por lo accidentado de su terreno, en él se instalaron tenerías, y durante la segunda mitad del siglo XVIII se fundó el Paseo de la Alameda (López, 1992, p.69-85).

El centro de los barrios fue el espacio fundamental para la vida social; se constituyó por la parroquia (o un edificio religioso) con atrio y plazuela. En este espacio los moradores acudían a las funciones religiosas, festividades patronales y actividades de esparcimiento, que consolidaron identidades barriales entre sus habitantes.
Durante la época borbónica (segunda mitad del siglo XVIII), la mayoría de espectáculos y diversiones se organizaron en el centro de la capital[7]. Las autoridades consideraron que al centralizar estas actividades podrían controlar los contenidos y comportamiento de los asistentes, al tiempo que se facilitaba la transmisión de valores culturales hispanizados.
El centro urbano se extendió de la calle de la Merced hasta el Convento de
San Francisco, y de la calle del Real Palacio a la plazuela de la Compañía (ver Plano 4) (Olveda, 2000, p. 116) polígono que constituyó el “núcleo gravitacional” de la vida (López, 1992, p. 45). Así, al centro de la ciudad no sólo se acudía a vender o comprar mercancías, pues era un espacio de sociabilidad, y de cohesión social. Es entonces que en este espacio convivieron múltiples identidades de los habitantes: como tapatíos, neogallegos, novohispanos, súbditos de la corona y católicos.

El núcleo gravitacional tenía “una imagen monumental y compacta” del poder religiosos, regio y mercantil (Olveda, 2000, p. 117) (ver Imagen 2). En la Plaza Mayor se ubicó el mercado, que en 1797 se trasladó a la plazuela de San Agustín espacio donde los moradores de la ciudad adquirían todo tipo de productos[8]. La plaza estaba rodeada por la Catedral, la sede de la Audiencia, la casa del Cabildo Municipal, el Palacio Episcopal y las casas comerciales más importantes. En sus arcos, además se instalaron comercios, entre los que destacaban las pulquerías, donde la gente acudía para conversar y embriagarse.

En el corazón del conjunto urbano tuvieron lugar las festividades y conmemoraciones más importantes para la ciudad, su relevancia resultó de su “carácter colectivo integrador”(Mínguez, 1995, p. 24) que posibilitó la transmisión de valores y significados de manera transversal entre los distintos grupos sociales. El entorno urbano fue fundamental para las fiestas públicas, pues en ellos se hacía visible la grandeza de la Iglesia y la Corona.
La organización de la ciudad en barrios, evidencia que la construcción del espacio tapatío, fue resultado de un sistema de significados con marcados valores religiosos. Las unidades barriales, muchas veces se organizaron sin orden territorial aparente, sino que se adaptaron a las condiciones territoriales y de crecimiento vecinal diverso, en muchos casos improvisados; su extensión no mostraba orden ni
comerciantes vendían sus productos, así como de arrieros que, a la vista de los sectores ilustrados, hacían poco lucido el aspecto de la Plaza Mayor. Ver: Archivo Histórico Municipal de Guadalajara (en adelante AHMG), Actas de Cabildo, 1794, fs. 133,142, 148; y Actas de Cabildo, 1797, fs. 200, 217.
regularidad, menos una delimitación definida y geométrica, lo que los sectores ilustrados trataron de modificar (Castañeda, 2000, p. 3-4).
En 1786 se promulgó una Real Ordenanza de Intendentes (Florescano,
1976, p. 57) que dividió el virreinato en doce intendencias, las cuales serían regidas por un intendente que intervendría en las cuatro causas del proyecto reformador borbónico[9]. Las cuatro causas fueron: la Justicia, que incluía la legislación y su administración; la de Policía, que consistía en el cuidado y seguridad pública; la inspección y designación de funcionarios públicos; la higiene y orden público; la de Hacienda, donde entraba el cobro y manejo de impuestos; y la de Guerra, relacionada con la creación, organización y administración del ejército
(Pietschmann, 1996, p.34). La intendencia fue una corporación con la que los Borbones se apoyaron para lograr su proyecto (Brading, 1993, p. 49-50, 60).
La llegada de los intendentes a Guadalajara significó la aplicación de la ideas ilustradas en la ciudad, tras lo que se iniciaron cambios administrativos, militares, educativos, hacendatarios, comerciales, urbanos y de policía (Castañeda y Gómez, 2000, p. 3-4).
Los intendentes, inmersos en la cultura ilustrada, al observar el aspecto de la capital neogallega y las prácticas culturales locales, emprendieron un programa para su transformación. La ilustración de los tapatíos incluyó “el saneamiento tanto físico como moral” (Gálvez Ruiz, 1996, p.108) de la ciudad, crearon reglamentos de Policía, empedraron calles, construyeron un acueducto, erigieron puentes, y entre otras cosas, remozaron plazas y edificios, para imponer nuevas formas de utilizar los espacios públicos y modernizar la sociedad.
El interés de los funcionarios borbónicos, inspirados en la ilustración fue implementar una política urbana que respondiera a su forma de organizar el mundo y la búsqueda de someter al orden el comportamiento popular en los espacios públicos, trajo la urgencia de reorganizarla la ciudad por lo que Guadalajara fue dividida en cuarteles, con los que se buscaba reemplazar la forma de organizar el espacio urbano en barrios.
Entre 1790 y 1809, el conjunto urbano de Guadalajara se dividió en tres ocasiones. En la primera división, 1790 (ver Plano 5), se erigieron catorce cuarteles, que aunque partían de la estructuración del espacio hecha desde la cultura local, no la respetaba de manera total (ver Cuadro 3). Al mismo tiempo se realizó la primera nomenclatura de la ciudad, se rotularon los nombres de calles, plazas y edificios civiles y religiosos, de forma que pudo designarse a cada casa un número (Castañeda y Gómez, 2000, p. 48) lo que muestra el interés ilustrado por secularizar los lugares públicos. Además, se registraron cada una de las fondas y mesones de los cuarteles, así como talleres, comercios u otros negocios (Castañeda, 2000, p.11)


Al año siguiente, en 1791 la ciudad volvió a dividirse. En esta ocasión Félix María Calleja, organizó cuatro grandes cuarteles cuyos ejes principales partieron de la plaza mayor, espacio que se identificó como el núcleo gravitacional del conjunto urbano (Gálvez Ruiz, 1996, p.48).
El Cuartel I, comprendía la parte sureste de la ciudad y en él se incluía el Real Palacio, los conventos de San Agustín y San Francisco, así como el barrio de San Juan de Dios y el Pueblo de Analco. El Cuartel II en la zona noreste, comprendía la Catedral y el Sagrario, el templo de Nuestra Señora de la Soledad, Santa María de Gracia, la Alameda, Santo Domingo, el Real Hospital de San Miguel de Belén y su panteón. En el Cuartel III, al noroeste, quedaron inmersos el Palacio Episcopal, la Merced, Santa Mónica y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Mientras que en el Cuartel IV, en el suroeste, estaba la Plaza Mayor, la Universidad, el convento del Carmen, la Parroquia del Pilar, la casa de Recogidas y el pueblo de Mexicaltzingo (Castañeda, 2000, p. 48). Sus límites los marcaban cuatro calles, hacia el oriente, la de San Agustín, hacia el poniente la de Santa María de Gracia, hacia el sur la de San Francisco y el norte la de Santo Domingo (ver Plano 6).
La tercera división de la ciudad se realizó en 1809, en la que se establecieron veinticuatro divisiones; algunas de ellas atendían a unidades barriales, aunque en realidad fueron pensados desde la cultura ilustrada (Anderson, 1983, p. 27). Es importante resaltar de esta reorganización del espacio que el Cuartel I incluía el Real Palacio, la Plaza Mayor, la Catedral y el Sagrario. Por su parte los pueblos de Analco y Mexicaltzingo, ya absorbidos por la mancha urbana, constituyeron cuarteles independientes, el 9 y el 10 respectivamente. De igual forma el barrio de San Juan de Dios se designó como el número 8, mientras que el barrio del Santuario quedó dividido en los cuarteles: 6, 7, 20, 21 y 22 (ver Plano 7).


La división de la ciudad debe considerarse como la cristalización por parte de los grupos ilustrados como una forma moderna de organizar el mundo; mientras que la cultura local lograba se resistía al mantenerse entre los individuos la identidad de pertenencia a las unidades barriales. Dividir a la ciudad en cuarteles no se limitó a la ordenación del conjunto urbano en unidades delimitadas geométricamente; pues cada una era administrada por un encargado de justicia y asuntos relacionados al ramo de Policía, tales como: fomentar la higiene, la educación y el trabajo entre los habitantes; perseguir el ocio, la vagancia y la mendicidad, así como también, evitar la desnudez, la embriaguez y holgazanería de los tapatíos Castañeda (2000, p. 56, 9-13, 15).
En consecuencia, el establecimiento de los cuarteles en Guadalajara, debe entenderse como una manifestación de los grupos ilustrados para imponer sus prácticas y parámetros culturales a los que vivían inmersos en la cultura local (Gálvez Ruiz, 1996, p. 126-128).
Con el establecimiento de los cuarteles los grupos ilustrados, aspiraron a solucionar los problemas de administración y seguridad de la ciudad que resultaron del aumento de la población. Además fue un intento de los grupos ilustrados por controlar la forma de organización y uso del espacio urbano. Dividir Guadalajara en cuarteles no generó la desaparición de los barrios, sino que ambas formas de organización del espacio coexistieron (ver Plano 8).

EL ORDEN ILUSTRADO: POLICÍA Y BUEN GOBIERNO
Ante el crecimiento poblacional las autoridades locales consideraron necesario regular el uso del espacio urbano. Se promovieron medidas de higiene, que estipulaban en qué deberían de emplearse las calles, plazas, paseos y portales; asuntos de tránsito y alumbrado público (Hernández, 1994, p. 122). Además se desarrollaron disposiciones dirigidas a regular el comportamiento de los tapatíos, como “las músicas en las calles, la embriaguez y los juegos” (Castañeda, 2000, p. 10). Se creó la Junta de Policía, encargada de promover el buen proceder y vigilar el comportamiento de los vecinos; además, atendió la publicación de bandos que dictaban pautas de convivencia y de uso del espacio urbano (Gálvez Ruiz, 1996, p.11o-165)
El Bando para la conservación del empedrado general de esta ciudad, su aseo y limpieza, publicado por el Intendente Jacobo Ugarte y Loyola en 1797, se presentan las posturas de Policía ilustradas[10]; el texto tenía como objetivo lograr “el bien general en la comodidad y salud pública”, lo que buscó que los habitantes de la ciudad aprendieran a utilizar el espacio urbano y cuidaran las obras de empedrado realizadas.
Este Bando, se compuso por dieciocho artículos, donde se asignaron los espacios en que se venderían determinados productos. Por ejemplo, en las plazuelas del Carmen y San Agustín, se distribuirían maderas, mientras que la leña y carbón se comerciarían en “la plazuela que llaman de toros, situada al concluir la calle desde este Real Palacio, hasta cerca del Hospital Nuevo de Belén”[11]. Igualmente el Bando marcaba el itinerario que debían seguir las carretas en su camino a la Alhóndiga y prohibía que se desviaran de su ruta. Se obligaba a los carreteros que guiaran sus bestias a pie “al frente de los bueyes o a su costado, para que de este modo quede franco el paso al público” [12], esto con la finalidad de evitar que sus coches pisaran los “enlosados por pretexto alguno, atropellando con insolencia al público y destruyendo el suelo destinado al tránsito cómodo” [13]. Este bando también condenaba que las carretas sin carga se estacionaran en las calles y portales, y se sancionaba a quienes corrieran los carros “dentro de la ciudad y paseos públicos” [14]. Se estipuló que los herreros, herradores, carroceros y zapateros ya no ejecutaran su oficio en las calles, de modo que tuviesen que hacerlo en las plazuelas donde llegaban las carretas. De igual forma, a los tenderos se les prohibía que exhibieran sus productos “fuera de los umbrales de sus puertas” con el din de evitar incomodidades a los transeúntes.
Entre las ideas higienistas ilustradas destacaron las medidas para mantener limpia la ciudad, a través del barrido de las calles, del cuidado y manejo de la basura y del agua sucia. Se prohibió que se tiraran desechos en las calles o en sus esquinas, y se obligó a conservar la basura en el interior de los hogares; se sancionó a quienes derramasen aguas sucias durante el día. También se exigió a los tapatíos barrer “los frentes y los costados” de sus posesiones, teniendo que dejar “cada uno su barrido amontonado en medio de la calle, de suerte que pueda recogerla […] el carretón de la basura”, mismo que debería de pasar en distintos días de la semana anunciándose con “un cencerro, en las esquinas, y en medio de cada quadra”[15]. Con todo ello se hace evidente que la ilustración no solamente fueron ideas de cómo organizar a la sociedad, sino también de marcar al espacio público como una forma de llevar a los pobladores hacia prácticas modernas, que reflejaran el tipo de sociedad peninsular a la que se aspiró emular.
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Los grupos ilustrados se caracterizaron por tener un sentido regalista así como por el deseo de construir una sociedad moderna donde la razón y la ciencia solucionaran los problemas sociales. Se promovió entre los súbditos de la corona española la dedicación al trabajo y el alejamiento de la ociosidad, la vagancia y el desorden (Guerra, 1992, p. 22-26, 31, 56, 79-85). La cultura local paulatinamente integró a la elite social: clérigos, hacendados, comerciantes y autoridades; y a los grupos populares: carpinteros, zapateros, panaderos, obrajeros, etcétera, quienes, sin estar alejados de manera absoluta de las prácticas de la lectura y escritura, les unía era su apego a la tradición como vía para explicar el mundo y a la Iglesia para organizar su vida. Ambas subculturas, representaron formas de vivir en el mundo, encontraron en los lugares públicos de Guadalajara el espacio para su construcción, diferenciación e interacción (Monteagudo, 2004, p. 322, 348).
A partir de 1745 se percibieron múltiples cambios en Guadalajara, entre los que destacan: el crecimiento de la población y de la cuadrícula urbana; y las reformas impulsadas por los funcionarios borbónicos. En ello se puede evidenciarse un interés por secularizar la forma de organizar la ciudad por parte de los grupos ilustrados.
En el siglo XVIII la sociedad de Guadalajara contaba con múltiples formas de diferenciación, como las características fenotípicas --indígenas, negros, españoles y todas las mezclas posibles--, y el nivel de ingresos. Estos elementos en conjunto definieron a la gente decente, cuyas filas se engrosaban por las personas más acaudaladas e influyentes de la ciudad, grupo que no aceptaba generalmente a ningún otro grupo distinto a los españoles. Por su parte la plebe en la que “se concentraba una cierta confusión de razas y ocupaciones”, constituía la inmensa mayoría de la población (Anderson, 1983, p. 149).
Los tapatíos se ocupaban especialmente en marcar sus diferencias, de modo que había un reflejo de ello en todos los niveles de la vida cotidiana, desde la forma de vestir hasta en su distribución en el espacio urbano, reproduciendo el esquema de segregación existente en el orbe hispano, que perduró hasta los primeros años del virreinato (Castañeda, 2000, p. 57). Fieles a los patrones de residencia del Antiguo Régimen, las personas más influyentes, económica y políticamente, vivían en las zonas céntricas de la ciudad, mientras que la población más pobre vivía hacia las orillas, y esto se reproducía en el interior de cada barrio (Anderson, 1983, p. 117). Hacia las orillas, decreció el porcentaje de la población española al tiempo que aumentó el mestizaje y las castas, para finalmente encontrarse con los barrios situados en la periferia de la ciudad, donde predominaban los indios (Gálvez Ruiz, 1996, p. 102). Sin embargo, esta distribución no impedía su contacto ni movilidad. Para la segunda mitad del siglo XVIII, esa separación dejó de ser clara, pues que en un barrio o localidad predominara determinada población con ciertas características fenotípicas o socioeconómicas, no descartaba la posibilidad de que habitaran otros grupos. Fue así como los tapatíos del XVIII, se enfrentaron a múltiples problemas urbanísticos, de seguridad e higiene, que las autoridades de la ciudad, inspiradas por la ilustración, buscaron resolver con la puesta en marcha de un programa urbanístico en el que destaca la división de Guadalajara en cuarteles. Al final, se concluye que, la división de Guadalajara en cuarteles, entendida como la búsqueda por parte de los ilustrados por imponer una forma moderna (secular) de organizar el mundo, no significó la desaparición de la cultura local, misma que logró resistirse, lo que se afirma gracias a la pervivencia de las unidades barriales. Es así que coexisten ambas formas de organizar el espacio, lo que permite reafirmar el deseo de los sectores ilustrados por construir una sociedad moderna a través de la secularización del espacio urbano. Sin embargo, en Guadalajara no fueron alcanzados estos objetivos, pues en Guadalajara no alcanzó sus objetivos, pues las prácticas populares pervivieron, lo que muestra que la cultural cambia a ritmo distinto que los decretos y disposiciones de las autoridades.
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Notas