Editorial
Intolerancia ideológico-política y la PAZ en su laberinto…
Ideological-politic intolerance and Peace in its labyrinth
Recepción: 14 Febrero 2016
Aprobación: 25 Agosto 2016
Hace algunos años un premio nobel alternativo de economía Max-Neef (1996)1, afirmaba con razón, que una de las más grandes tragedias de América Latina es la ausencia de una cultura política democrática, por esa razón, en el actual contexto que viven las sociedades latinoamericanas, anotaba que nuestro primer y desesperado esfuerzo ha de ser el de reencontrarnos con nosotros mismos como pueblos y como culturas, para poder afirmar nuestras identidades individuales y colectivas.
Para el caso colombiano esta afirmación es plenamente válida, ya que no existe una tradición y una práctica de una cultura política democrática en el sentido riguroso del término, es decir, como realidad teórico-conceptual y realidad socio-histórica. En otras palabras, nuestro drama ha sido infinitamente mayor porque carecemos de una memoria histórica colectiva; la historia de la guerra y de la violencia como un conflicto particular, se ha repetido incesantemente unas veces como tragedia, otras veces como comedia, sin que el pueblo colombiano haya podido aprender la lección del pasado y del presente, avanzando así, en la construcción de una visión compartida de nación, afirmando la memoria colectiva y la identidad nacional. Esto no ha sido posible en la medida en que no se ha podido insertar la experiencia personal de los colombianos en una narración colectiva, que haga acceder el uso recurrente de la violencia para resolver los conflictos políticos o sociales existentes, al estatus de drama colectivo política y socialmente reconocido por el Estado y por la sociedad.
Colombia nunca pudo cerrar la herida ocasionada por la confrontación armada bipartidista que se produjo durante el siglo XX y menos sus consecuencias inmediatas como fue el fenómeno del desplazamiento forzado durante ese período, y tampoco ha podido hasta ahora resolver el desplazamiento que se produjo en el contexto del actual conflicto armado interno que se está negociando. Según Pécaut (2001),
La violencia de los años cincuenta es el origen de un traumatismo que no ha encontrado jamás un lugar en una historia colectiva que le habría dado sino una justificación, al menos un sentido. El riesgo que suceda lo mismo con la violencia actual es grande, porque los factores que la alimentan y las interacciones entre los actores son más heterogéneos y complejos que los de los años cincuenta (…) Resolver el problema de los desplazados, implica nada menos que rehacer una nación, lo quiere decir, a la vez una sociedad y sus instituciones. La nación ha permanecido siempre incompleta; hoy está hecha pedazos (Pécaut, 2001, pp. 276-277).
En estas condiciones aunque en Colombia se han llevado a cabo nueve procesos de desmovilización con grupos armados, en ninguno de ellos se pactaron algún tipo de reformas, ni se establecieron acuerdos de paz basados en el Derecho Internacional y en el Derecho Internacional Humanitario, que permitiera incorporar, el tema de las víctimas mediante la justicia restaurativa o transicional, lo que ha hecho imposible hasta ahora la aplicación de una auténtica política de paz fundada en la verdad, la justicia, la reparación y la garantía de no repetición2.
En esta perspectiva adquiere notable importancia el trabajo de investigación de los académicos e intelectuales, en un país que carece de memoria histórica colectiva y de visión compartida de nación, nuestra contribución y nuestro esfuerzo ha de ser como lo planteará Febvre (1986), llevar a cabo “Combates por la historia” 3 para que impere la memoria frente al olvido. Hoy es este el gran desafío para las Ciencias Sociales y en particular para la Ciencia Política o los Estudios Políticos. En este sentido, según Sartori (1996), se dirá por supuesto, que el oficio del politólogo y de la ciencia política no es hacer historia, tarea que se debe dejar sin lugar a dudas a los historiadores; pero al estudiar los fenómenos políticos, los procesos de cambio y el desarrollo político de una sociedad, no se puede prescindir de la imperiosa necesidad de recurrir al llamado control histórico.
Queda claro que una cosa es el método historiográfico del que se vale el historiador para conocer la historia, es decir, para hacer historiografía; y otra muy distinta es el control histórico que interesa al politólogo para hacer ciencia política y al sociólogo para hacer sociología. El politólogo no es un historiador, y no hace historiografía. Le interesa únicamente el control histórico, vale decir un “tratamiento de la historia” apropiado para comprobar las leyes o para generar hipótesis generalizadoras. Por eso resulta ociosa toda polémica entre historiadores y politólogos. A lo sumo, el historiador podrá dudar que el politólogo llegue a obtener éxito en su empresa, y en esto podemos estar de acuerdo (Sartori, 1996, p. 263).
Sin embargo, el hecho incontrovertible es que la historia política del siglo XIX y gran parte del siglo XX, ha sido escrita por cronistas y funcionarios oficiales de turno, los cuales se dedicaron de manera sistemática a escribir la historia de los vencedores sobre los vencidos, han instaurado el mito del héroe sin ninguna relación con el contexto en que actuaron y vivieron, han sobredimensionado la personalidad extraordinaria más constitutiva de la historia que constituido por ella, han desestimado la comprensión y el análisis de los procesos sociopolíticos y socio-históricos. A la historia así concebida se le despoja de todo contenido, puesto que no aparece en su verdadera dimensión el origen, la estructura, los actores, los intereses, las motivaciones y la dinámica de los conflictos políticos o sociales; en otros casos, se ha escrito con relativa independencia desde una perspectiva histórica y sociológica, pero sin lograr superar ciertas limitaciones. En este sentido González en el prólogo de la obra más importante de Guillen (1996) “El Poder Político en Colombia” plantea la gran contribución que hizo este autor al desarrollo de la sociología histórica de la cual fue uno de sus pioneros más importantes.
Este trabajo representa una excelente síntesis interpretativa de las investigaciones realizadas sobre la historia política de Colombia hasta entonces; por otro lado, abre caminos para futuras investigaciones en un campo bastante virgen de la reflexión académica colombiana: el de la sociología histórica, de la que Guillén fue un auténtico pionero. Como precursor de esta disciplina su trabajo representó una triple ruptura: se separaba tanto de la historia política acartonada, caracterizada por una lista interminable de próceres y presidentes interrumpida por unas cuantas guerras civiles, como de la lectura economicista de la historia política, que se veía casi como un simple reflejo de las condiciones -nacionales e internacionales- del desarrollo económico. También se distanciaba de la lectura meramente ideológica de la vida política, más centrada en el desarrollo de las ideas políticas y en el influjo de éstas en la historia, para acercarse a la búsqueda de las raíces sociales del poder político en Colombia. (…)
Además de estas rupturas, su obra representa un intento de dar sentido de proceso a la historia colombiana, al señalar las continuidades entre las instituciones coloniales como la encomienda y la hacienda y las luchas sociales y políticas del siglo XIX y XX (…) En otras palabras, Guillén buscaba explorar cómo los tipos de sociabilidad prepolítica, heredados de la encomienda y de la hacienda coloniales, iban a incidir en las sociabilidades propiamente políticas, que constituirían la base social de los llamados partidos tradicionales durante todo el siglo XIX y buena parte del XX (Guillen, 1996, pp. 11-12).
En el siglo XX como lo ilustra Tirado (1989),la situación no cambió radicalmente, en la medida en que se continuó haciendo abstracción deliberada sobre ciertos hechos importantes de la historia nacional, los cuales no han sido explicados ni interpretados de manera satisfactoria.
De la historiografía colombiana podría decirse que a pesar de sus notorios avances ha tenido temor a lo contemporáneo. Tal vez el trauma violento de los últimos decenios haya influido para que en aras de la convivencia se hiciera silencio sobre hechos importantes de la vida nacional o, tal vez, la permanencia de los principales actores de la vida política durante el último medio siglo influyó para que el estudio de nuestra sociedad fuera percibido inmediatamente con tintes de politización. Así, lo que en otras latitudes se abrió para el análisis desprevenido del investigador, entre nosotros siguió cubierto por el velo del silencio temeroso, no obstante que nuestra sociedad en muchos aspectos es abierta y que no se trataba de una censura oficial sino de una especie de compromiso privado para crear una especie de amnesia colectiva (Tirado, 1989, p. 11).
En esta perspectiva muchas de las miradas que se han construido sobre los hechos o acontecimientos, más significativos de nuestra historia política nacional, se han realizado desde una dimensión histórica ó sociológica, renunciando al uso de conceptos, categorías o presupuestos metodológicos propios del análisis político. Este desinterés por la política y lo político resulta comprensible por la tardía institucionalización académica de la Ciencia Política como disciplina en nuestro medio. Por esa razón, lo político como lo ilustra Sartori (1996), ha terminado casi siempre subsumido en el ámbito de lo social y por lo tanto de la sociología, una especie de “pan-sociologismo” ha imperado y ha hecho carrera durante mucho tiempo en los análisis, en la medida en que lo político ha venido siendo incluido y diluido en el análisis de lo social.
Hoy estamos habituados a distinguir entre lo político y lo social, entre el Estado y la sociedad. Pero estas distinciones y contraposiciones se consolidan en su significado actual en el siglo XIX. A menudo se oye decir que mientras en el pensamiento griego la politicidad incluía la socialidad, hoy nos sentimos inclinados a invertir esta díada, e incluir lo político en lo social y la esfera de lo político en la esfera de la sociedad, vulnerando de esta manera la identidad y la autonomía de la política [...] La nueva ciencia de la sociedad -la sociología- tiende a reabsorber en su propio ámbito a la ciencia política, y por tanto a la política misma. El “reduccionismo sociológico” o la sociologización de la política van indudablemente unidos a la democratización de la política, pero aunque no constituye la única forma extrema de negación de la autonomía de la política, sí es y ha sido un serio obstáculo para su desarrollo (Sartori, 1996, p. 222).
La falta de rigor conceptual y metodológico pero también la ausencia de un enfoque interdisciplinario, ha condicionado sin duda alguna, los tipos de investigación y particularmente los análisis políticos, que se han llevado a cabo desde la perspectiva de la historia o de la sociología sobre la conflictiva historia nacional. En esa dimensión hay que destacar que la mayoría de los análisis realizados han quedado atrapados casi siempre en la rigidez de sus propios parámetros académicos; otras veces, han asumido una postura ideológica que los ha convertido en el papel de simples cronistas oficiales de turno. Por esta razón, es fundamental explorar la posible relación teórica que puede existir entre sociología e historia. De este modo, Guillen (1996, p. 26) citando a Marías, (1955) plantea que
Son dos disciplinas inseparables porque una y otra consideran la misma realidad, aunque en perspectivas distintas. La historia se encuentra en el seno mismo de la sociedad y ésta es sólo históricamente inteligible; a la inversa, no es posible entender la historia más que viendo a qué sujeto acontece, y este sujeto es una unidad de convivencia y sociedad, con una estructura propia, tema de la sociología. Sin claridad respecto a las formas y estructuras de la vida colectiva la historia es una nebulosa; sin poner en movimiento histórico la sociología, ésta es un puro esquema o un repertorio de datos estadísticos inconexos, que no llegan a aprehender la realidad de las estructuras y, por tanto, la realidad social (Marías, 1955 citado en Guillen, 1996, p. 26).
Liévano (1986), sostiene que algunos historiadores se han dedicado en unos casos a mostrar el discurrir institucional como un discurrir tranquilo e inalterable y en otros casos, se han dedicado a construir ficciones históricas. En este sentido plantea que
El discurrir republicano de Colombia durante el siglo XIX y gran parte de siglo XX, se muestra como un discurrir tranquilo e institucional; en otros casos, se han dedicado a construir la visión histórica que los partidos tradicionales se nutren con el mito de su origen, legitimando su existencia y su accionar en Bolívar y Santander, con postulados reales o supuestos, emanados de los fundadores de la “Nacionalidad”, de la patria y por lo tanto válidos porque proceden de estos y se confunden con aquella (Liévano, 1986, p. 36).
Desde otro ángulo, Múnera (1988), muestra claramente que creada apenas la República en la Gran Colombia, comenzó la elaboración de una historia nacional. En esta dimensión va a mostrar con un sentido profundamente crítico, el papel que ha jugado la Historia y particularmente los historiadores en la construcción de una versión acomodada y ficcionada de los principales acontecimientos que se produjeron durante este período.
José Manuel Restrepo en su “Historia de la Revolución de la República de Colombia”, dejaría fijados los mitos fundacionales de la nación. Ciento sesenta y un años después algunos de ellos, quizás los más sustanciales, siguen vigentes. Tres de esos mitos en especial me parece que han sido de una u otra forma repetidos por generaciones de historiadores, a tal extremo que hoy son aceptados como verdades indiscutibles y constitutivas de los orígenes de la nacionalidad. El primero de ellos, (…) predica que la Nueva Granada era, al momento de la Independencia, una unidad política cuya autoridad central gobernaba el virreinato desde Santa Fe. El segundo consiste en la idea que la élite criolla dirigente de la Nueva Granda se levantó el 20 de julio de 1810 en contra del gobierno de España impulsada por los ideales de crear una nación independiente. Desgraciadamente, “el genio del mal” introdujo la división entre los criollos federalistas y centralistas, lo cual llevó al fracaso de la primera Independencia, y la fortaleza militar y puerto comercial de Cartagena fue la mayor culpable de dicho fracaso al iniciar la división. El tercero sostiene que la Independencia de la Nueva Granada fue obra exclusiva de los criollos. Los indios, los negros y las “castas” se aliaron con el imperio o jugaron un papel pasivo bajo el mando de la élite dirigente (...). Es sorprendente, pero no hay una sola versión de la historia colombiana que contradiga estas ficciones creada por Restrepo más de siglo y medio atrás (Múnera, 1988, pp. 13-14).
Por supuesto, tampoco han faltado quienes se han dedicado a ver durante la Independencia luchas internas partidistas, o confrontaciones personalistas partidistas en sociedades tradicionales, religiosas, confesionales, jerarquizadas, heterogéneas, analfabetas, sin derechos civiles y políticos, sin sufragio universal, fuertemente escindidas por un proyecto de discriminación racial y con un sistema electoral indirecto sumamente complejo y discriminatorio. En semejantes condiciones no tiene ningún sentido plantear la existencia de luchas partidistas en el sentido estricto del término y menos aún sostener la tesis de la supuesta existencia de partidos; éste desenfoque ha sido una forma inadecuada de abordar el problema, ya que no tiene ningún fundamento teórico-conceptual, ni tampoco ningún fundamento con el contexto como realidad histórico-social, teniendo en cuenta los principales conflictos socio-políticos que efectivamente vivieron estas sociedades.
En esta perspectiva, anota Guillen (1996) que
El partido aparece como un gremio con “intereses generales” que se suponen representativos del bien común, pero es posible tan sólo en virtud de las experiencias seculares de los gremios particulares. La noción de asociación voluntaria y de gobierno por representación (condiciones esenciales del partido), surgió en el seno de burguesía ciudadana, aunque luego desbordara ese marco y en cierta manera lo destruyera para afirmarse a sí misma en un ámbito más extenso; el de la nación.
Desde luego, el partido aparece ostensiblemente como un contradictor, como un destructor de los particularismos de las asociaciones económicas, religiosas o simplemente regionales, pero existe porque se apoya orgánicamente en las expresiones y en “vivencias estructurales” de esos grupos que los precedieron y que luego se le subordinaron. El partido no es un gremio “ideológico” sino una asociación que tiene por vínculo y por objeto el poder público. Aunque las ideologías y los intereses de clase o de afiliación religiosa pueden reflejarse y en efecto se reflejan en la dinámica partidista, no limitan por entero su acción, puesto que en el contexto del “universalismo burgués”, el Estado adsorbe y abarca y condiciona -al menos en teoría- esos intereses y actitudes particulares (Guillen, 1996, pp. 38-39).
Es una opinión compartida por los estudiosos de la ciencia política que los partidos surgen como organizaciones con identidad propia, cuando una sociedad cerrada se logra transformar en una sociedad abierta y el sistema o el régimen político ha alcanzado cierto grado de autonomía y de diferenciación estructural, de complejidad interna y de división y especialización del trabajo, que conlleva también a un proceso complejo de formación y secularización en la toma de decisiones políticas. En esta perspectiva los partidos se constituyen en el nexo o mediación entre la sociedad y el Estado, su función es la de tramitar y servir de vehículo a las distintas demandas y necesidades sociales existentes, interpretarlas y transformarlas en proyectos y propuestas políticas que cuenten con un amplio consenso; las cuales pueden llegar a ser susceptibles de ser adoptadas en un momento histórico determinado por un Estado o un Gobierno.
Antes que partidos políticos en el sentido preciso del término, tuvimos en el período de 1810-1830, grupos o más precisamente facciones políticas, esta situación fue definida con gran precisión política por el propio Libertador con el término de “espíritu de partido o de facción 4.” Estas facciones se enfrentaron fratricidamente de manera destructiva por el control del poder político y el control territorial en el espacio regional y local, sumiendo a éstas “jóvenes repúblicas áreas” en una permanente situación de inestabilidad política, lo cual generó profundas repercusiones negativas desde el punto de vista político y militar, haciendo más difícil y complejo el proceso por la Independencia de España; al mismo tiempo que debilitó por un lado, los esfuerzos en la creación de un gobierno unitario fuerte y estable; de otro lado, hizo colapsar la posibilidad de fundar, construir y consolidar un Estado-Nacional.
Este proyecto fracasaría en más de una oportunidad no sólo en el proceso de la Independencia, sino también a lo largo de casi todo el siglo XIX, hasta cuando la “Regeneración” -vencedora de la guerra civil de 1885-impulsó por la fuerza a través de la Constitución de 1886, la “ficción” de un Estado-Nación, fundamentado en una constitución de corte centralista, autoritaria y confesional, la cual tuvo una vigencia de ciento cinco años hasta que fue modificada por la Constitución de 1991.
Pero una nueva manera de hacer historia va a surgir tardíamente en nuestro país después de la primera mitad del siglo XX, que buscó darle sentido al presente, centrando su interés en la comprensión de los procesos sociales y económicos, dejando de lado su preocupación por estudiar los problemas relativos a la nacionalidad. Sin embargo, Múnera (1988) plantea que
La llamada Nueva Historia Colombiana, de las décadas de 1960 y 1970, estuvo demasiado preocupada por entender los grandes procesos sociales y económicos, de tal modo que mostró poco interés por los asuntos de la política y de la cultura. No hubo mayor discusión durante este período en torno a la formación de la nación y casi que ninguna preocupación por el tema de la Independencia (Múnera, 1988, p. 15).
Tal vez, uno de los principales obstáculos para el estudio y comprensión de los procesos y de los conflictos políticos y sociales, que ha vivido la sociedad colombiana desde su Independencia, pasando por la constitución de la República hasta nuestros días, como se planteó antes ha tenido que ver con la tardía profesionalización de la Ciencia Política en Colombia, lo cual se constituyó en una seria limitación para la producción de conocimiento y por tanto para el análisis político y para la formulación de teorías propiamente políticas, que dieran cuenta del conflicto político, del desarrollo y del cambio político, que se ha venido produciendo en el sistema o en el régimen político colombiano. Esta limitación que está siempre presente en la mayoría de las investigaciones, que se han realizado sobre la conflictiva historia política nacional, no ha permitido construir un conocimiento que privilegie y logre explicar la condición y la estructura de los conflictos políticos existentes y avanzar así en la construcción de un conocimiento propiamente político, que dé cuenta de los cambios políticos registrados. Esta situación se hace hoy mucho más compleja y difícil de superar, dada la crisis de identidad y de autonomía de la política.
De allí la importancia que tiene hoy definir y hacer la distinción, sobre qué se entiende por “la política” y qué se debe entender por “lo político”. Mouffe (2009) plantea que
Algunos teóricos como Hannah Arendt perciben lo político como un espacio de libertad y deliberación pública, mientras que otros lo consideran como un espacio de poder, de conflicto y antagonismo. Mi visión de “lo político” pertenece claramente a la segunda perspectiva. Para ser más precisa, esta es la manera en que distingo entre “lo político” y “la política”: concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político (…)
Mientras que el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes. Esto significa que, aunque en conflicto, se perciben así mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto. Podríamos decir que la tarea de la democracia y de la construcción democrática es transformar el antagonismo en agonismo (Mouffe, 2009, pp. 16-27).
Esta distinción entre “lo político” y “la política” nos permite entender cómo el Acuerdo final de paz alcanzado por las dos partes en el proceso de negociación, constituye la base para iniciar en la actual coyuntura de transición política la construcción de un proceso de paz, que permita transitar políticamente hacia la profundización en la construcción democrática del Estado y de la sociedad en Colombia. Un buen ejemplo, que nos permite ilustrar esta transformación del antagonismo entre dos partes que se combatieron a muerte durante cincuenta y dos años, es la consecución agonista de un acuerdo final de paz con su renegociación incluida; ello indica que es posible comenzar a compartir un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto, en el que las dos partes se reconocen, legitiman, comprometen y asumen la responsabilidad política de avanzar a partir de la firma de un acuerdo final de paz, iniciar la construcción de un proceso de paz, aunque de hecho mantengan sus diferencias ideológico-políticas sobre otros aspectos que tiene que ver con el promover un determinado proyecto político de Estado o de sociedad.
Indagando sobre la razón de ser de los complejos militarismos existentes hoy en la sociedad colombiana, se encuentra que la naturaleza de este fenómeno no puede ser comprensible ni explicada adecuadamente en el contexto de la actual dinámica del conflicto armado interno, como un conflicto particular, ni en la existencia de las diversas tipologías de violencias sociales diseminadas en la sociedad. Según Vélez (1998), dos referentes pueden iluminar este tipo de análisis: el primero, la guerra de Independencia con sus respectivas guerras civiles y luego las sucesivas guerras civiles que libran los caudillos regionales durante casi todo el siglo XIX; el segundo referente es la llamada guerra civil ínter-partidista que se produjo a mediados del siglo XX (1930-1957). Estos acontecimientos constituyen el telón de fondo que puede permitir ubicar algunos de los conflictos sociopolíticos más importantes, más no para explicar en su contenido específico los militarismos existentes en la sociedad civil; sin embargo, algunos de estos conflictos pueden ser asumidos como la principal fuente de intolerancia política e ideológica, como consecuencia de la no existencia de un auténtico pluralismo ideológico, político, social, cultural etc., en la sociedad colombiana.
Tal vez, en ese contexto se pueda entender la razón de ser de la intolerancia ideológico-política, como rasgo característico de la cultura política colombiana, lo que se puede observar como persistencia histórica es la tendencia a que los conflictos sociales y en particular los conflictos políticos terminen desembocando casi siempre en conflictos violentos. En esa dimensión se podría afirmar que ni el Estado, ni la sociedad en Colombia, han logrado generar una cultura política democrática fundada en el pluralismo, en la tolerancia para la convivencia democrática, en la que los conflictos políticos o sociales se puedan tramitar, resolver o transformar por la vía política, sin tener que recurrir al uso de la fuerza extrema de la violencia como un fin en sí mismo para resolver las diferencias.
Algunos autores y sobre todo ciertos medios de comunicación en Colombia, ante la contundencia de que los hechos violentos simplifican el problema, cuando construyen visiones equivocadas como las siguientes: “los colombianos somos por naturaleza violentos” y no falta quienes afirmen aún en términos de metáforas que los “colombianos son una mala raza”, por esta vía se termina biologizando, psicologizando y patologizando el problema de la violencia, en la medida en que no aparecen los orígenes, contextos, actores, motivaciones, valores y sus intereses. Es por esa razón, que la violencia debe ser asumida ante todo como un fenómeno complejo y fundamentalmente como una construcción socio-cultural. Según Sampson (2000) la violencia es una noción compleja y polisémica.
El término mismo de “violencia” es de una imprecisión considerable: de ahí sin duda su abundante empleo periodístico. Probablemente no sea propiamente un concepto, es decir que designe un orden de objetividad rigurosamente válido. Pues se habla de violencia física, psicológica, moral, verbal, e incluso económica. La “violencia” es más bien, como lo señala Francoise Héritier (1996) una temática. Pero el término se vuelve aún más confuso en la situación colombiana por el hecho que el sangriento periodo -conservadoramente fijado- entre 1949 y 1958 es comúnmente denominada “La Violencia”, con V mayúscula.
La violencia se origina en una disposición específicamente humana para la agresividad. Esta agresividad básica es inherente a, y constitutiva de, la condición humana. Así postulamos un nivel primario de agresividad a partir del cual se “progresa” -ayudado socialmente, por la organización simbólica cultural- hasta la agresión y eventualmente la violencia5 (Sampson, 2000, pp. 71-72).
En ese sentido es preciso señalar que no se puede seguir soñando con la existencia de sociedades idílicas, es decir, con sociedades que aseguren una absoluta “convivencia pacífica”, puesto que de la condición humana no se puede anular y menos eliminar la agresividad y la agresión. Lo que sí puede y debe hacer un Estado o una sociedad, es generar una cultura política democrática en la que los conflictos políticos, sociales y culturales se puedan gestionar, resolver y transformar de tal manera que la agresión pueda ser canalizada y no termine desembocando en el odio irrefrenable y en el uso reiterado de la violencia para resolver las diferencias; es éste rasgo característico lo que permite diferenciar a las sociedades de baja y alta conflictividad.
La sociedad de baja conflictividad no es aquella en la que no hay diferencias ni disputas, sino aquella en la que cuando aparecen diferencias son manejadas de tal manera que se evita el rencor extremo, la polarización y la violencia irrefrenable. (…) Las disposiciones psico-culturales y las condiciones estructurales presentes en las sociedades de baja conflictividad facilitan el manejo constructivo de los conflictos porque promueven la comunicación efectiva y la identidad compartida y contribuyen por tanto, a la resolución de diferencias sustanciales de intereses (Ross, 1995, pp. 256-264).
En estas condiciones resulta imprescindible para el caso colombiano indagar sobre las razones que caracterizan a esta sociedad como una sociedad altamente conflictiva. Sin embargo, puede servir como referente tomar en cuenta a Ross (1995) cuando plantea que
Las situaciones de alta conflictividad raramente son constructivas y a menudo se caracterizan por una escalada de las acciones hostiles que hacen que la comunidad se polarice, se radicalicen los líderes y que haya poco espacio entre los extremos para que se coloque un grupo intermedio (Coleman, 1957; Pruitt y Rubin, 1986; p.7). Diferencias sustanciales abiertas a la negociación con anterioridad son frecuentemente transformadas en diferencias de principios que hacen que cualquier compromiso al que se llegue dé la sensación de derrota. En tales circunstancias los contendientes creen que hay pocas cosas que les impidan llevar a cabo sus acciones y recurren con facilidad a la violencia (Ross, 1995, p. 264)6.
En una sociedad como la colombiana caracterizada por una alta conflictividad política y social, es necesario tener en cuenta la formulación de Zuleta (1998) cuando plantea que para combatir la guerra y la violencia es necesario aprender a vivir en el conflicto creando un espacio social para su gestión, resolución y transformación.
Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos. La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es una meta alcanzable, ni deseable, ni en la vida -personal, en el amor y la amistad- ni en la vida colectiva. Es preciso por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo (…).
Sí alguien me objetara que el reconocimiento previo de los conflictos y las diferencias, de su inevitabilidad y su conveniencia, arriesgaría paralizar en nosotros la decisión y el entusiasmo en la lucha por una sociedad más justa, organizada y racional, yo le replicaría que para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Qué sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz (Zuleta, 1998, p. 111).
Es cierto que en la sociedad colombiana hay demasiadas historias acumuladas de violencias y guerras, y que en el presente sigue constituyendo una dura realidad, pero es justamente, en el contexto de violencias exacerbadas donde se registra la aparición de las personalidades violentas. No es que seamos “violentos” y “una mala raza por naturaleza”; por el contrario, hay que estudiar la formación de la personalidad, a través de una cultura, para entender por qué la gente es o no violenta. Tal vez en ese contexto se podría afirmar que la cultura política existente en nuestro país, en la cual se ha ido configurando y practicando ciertos tipos de sociabilidad política, fundados en la intolerancia ideológica y política y, en la negación permanente de la diferencia, sustentada en una lógica de amigo-enemigo, constituye la más clara expresión de la no existencia de un pluralismo ideológico, político, social, cultural, etc. En este sentido durante mucho tiempo se privilegió los estudios socio-históricos dejando de lados los estudios culturales sobre las violencias. En esta dimensión Barbero en el prólogo a Rojas (2001) plantea que
Y contra el “malentendido antropológico” que durante años impedía hablar de cultura de la violencia -como si ese concepto hablará de una natural predisposición de los colombianos a la violencia cuando de lo que habla la cultura es siempre de la historia-, Cristina Rojas investiga la trama cultural de las violencias colombianas del siglo XIX, y con ello emprende por primera vez en este país el proyecto de pensar las violencias desde la cultura. El déficit de historia cultural y de sociología de la cultura que padecemos ha sido evidenciado por Jorge Orlando Melo en la “Introducción” de Colombia Hoy en 1995 (Rojas, 2001, p. 9).
Tal vez ubicados desde esta perspectiva pueda ayudar a comprender el por qué esta sociedad es altamente conflictiva y por qué su población está más “predispuesta a recurrir al uso de la violencia” que en otros países del mundo. En esta dimensión para poder comprender las violencias de hoy hay necesariamente que privilegiar el ámbito estratégico de la investigación histórica, política, social, cultural, etc.; el priorizar este enfoque interdisciplinario, tal vez pueda ayudar a comprender, interpretar y explicar el porqué de la existencia de unas prácticas reiteradas del uso de la violencia, la cual es convertida casi siempre en un fin en sí mismo para resolver las diferencias. Cortina (1998) plantea que
En la violencia estamos ya y hemos estado siempre, por eso las soluciones al problema de la violencia no pueden consistir en regresar a un supuesto estado de naturaleza originaria, si no en conformar de tal modo nuestra civilización que reduzca las relaciones de violencia entre los seres humanos y nos permita superarlas, que nos permita “des-hacernos” de ella (Cortina, 1998, p. 168).
Esta formulación parece condensar de manera precisa la historia de la violencia y de la guerra en Colombia. Desde el preludio de la Independencia los colombianos no hemos tenido una paz estable y duradera, en los catorce años que duró la guerra de Independencia 1810-1824 -se produjeron paradójicamente durante ese período diez guerras civiles, siendo una de las más importantes la guerra entre federalistas y centralistas- terminada la guerra de Independencia en 1824, vivimos más de cincuenta revoluciones internas en los Estados federados, ocho guerras civiles generales, catorce guerras civiles locales, dos guerras internacionales con Ecuador y tres golpes de cuartel a lo largo del siglo XIX. Esta historia de confrontaciones militares reiteradas ilustra de manera clara y precisa, que no se pudo tener un período de sosiego, de paz y de estabilidad política significativo durante ese siglo.
Terminamos el siglo XIX y comenzamos el siglo XX en medio de una guerra civil, la “Guerra de los MIL DIAS”, conocida también como la llamada “Guerra Larga”. Tal vez una de las guerras civiles más sangrienta y atroz, no sólo por el número de pérdidas en vidas humanas, sino también por la destrucción casi total de la economía. Es curiosamente el siglo XIX un siglo en donde se proclamaron numerosas constituciones políticas, pero todas ellas -hasta la centenaria Constitución política de 1886- tuvieron un denominador común: fueron antecedidas de guerras civiles, donde los vencedores militarmente terminaron imponiéndole políticamente e ideológicamente a los vencidos un tipo de Estado, de gobierno, de sociedad, de educación, de religión, etc. Por esta razón, los vencidos siempre encontraron justificaciones políticas y éticas para hacer nuevamente la guerra o para llevar cabo la venganza de la sangre. Con razón, algunos estudiosos de nuestra historia se han referido a estos acontecimientos calificándolos como de “verdaderas guerras constitucionales”, así, por esta vía se impuso la centenaria Constitución de 1886, con un carácter centralista, autoritario y confesional.
Esta historia de permanentes confrontaciones políticas y militares, lo que evidencia, es la existencia de un problema político de mayor trascendencia, la imposibilidad de fundar o construir un “pacto político nacional”, con la participación de todos los actores armados, de todos los sectores políticos y sociales para avanzar en la construcción de un proceso de paz, que permitiera avanzar en la construcción del Estado-Nación y por lo tanto en la definición de un proyecto nacional; éste camino quedó cerrado o mejor clausurado durante todo el siglo XIX y parte del siglo XX, ya que las élites locales y regionales sin voluntad política y sin capacidad política para tranzar, se dedicaron indistintamente a hacer la guerra hasta vencer o ser derrotado.
En el siglo XX las élites liberales y conservadoras tranzaron por primera vez pactando el Frente Nacional en 19577, para tratar de detener la llamada “Guerra Civil Interpartidista”, o lo que impropiamente historiadores y sociólogos designaron con el término de “La Violencia”, este pacto se firmó con la intencionalidad de frenar o poner fin a la violencia, lo cual logró de manera parcial, ya que permanecieron los remanentes de una “guerrilla “social” en el campo, que actuaba en la periferia y que luego se transformó en una guerrilla con un proyecto revolucionario pero marginal en términos geográficos y políticos, iniciando así el desarrollo de la guerra y la violencia desde la periferia y promoviendo su expansión en las regiones; allí está situado el origen del conflicto político armado interno que ha venido viviendo Colombia.
Sin embargo, como anota Pécaut (2003)
La fórmula del Frente Nacional ofreció un epílogo político, que se puede juzgar bueno o desastroso, pero que fue un acuerdo para imponer silencio sobre los años recientes. Ningún tribunal se constituyó para juzgar a quienes iniciaron La Violencia: las clases populares fueron las únicas enjuiciadas. Hubo unanimidad entre las élites sociopolíticas para acusarlas por su falta de educación, por su “barbarie”, etc. Así las víctimas tuvieron que asumir toda la responsabilidad por la tragedia que habían vivido Más aún, no pudieron insertar su experiencia personal en una narración colectiva que hiciera acceder La Violencia al status de drama colectivo y socialmente reconocido, como aconteció con dramas que acompañaron la historia de otros países.
En semejantes condiciones, la memoria no puede sino tomar caminos más problemáticos. Para muchas personas se trata del recuerdo de una humillación que no ha encontrado hasta ahora ninguna expresión política (Pécaut, 2001, pp. 268-269)
No se puede negar que en la sociedad colombiana actual pervive una cultura generalizada militarista muy difundida a nivel de los civiles, que se caracteriza por la existencia de un exacerbado fundamentalismo, expresión de la más radical intolerancia, lo cual no constituye un rasgo o patrón de comportamiento de un grupo o clase social en particular. Si así fuera se podría plantear la existencia de una subcultura de la violencia. En ese sentido como plantea Vélez, (1998) se puede afirmar que
El fundamentalismo en la concepción doctrinaria del poder y la “alienación” de los rifles, constituyen los dos rasgos más definitorios de todos los militarismos, se trate del que se refiere a los actores militarmente confrontados (guerrilleros, militares y autodefensas), o el de sus “pares ideológicos orgánicos” ubicados en la “derecha” o en la “izquierda” política civil. (…) Las ideologías de la intolerancia históricamente socializadas por los colombianos; la también histórica apelación de la clase política a los militares para que acudiesen a enfrentar, las coyunturas más críticas de conflictos sociopolíticos o a darle salida a las contradicciones entre sus partidos y las representaciones e imaginarios que los colombianos han construido al recorrer, desde la niñez, un oscuro panorama cruzado por la permanente confrontación armada, constituyen el telón de fondo que permite ubicar, más no para explicar, la irrupción e importancia efectiva de los militarismos civiles. (…) Casi (cincuenta y dos años) ininterrumpidos de confrontación armada han sido otra importante fuente de consolidación de los militarismos civiles. En ese juego contradictorio entre aceptación o rechazo, entre identificar o no identificarse con las guerrillas, se han venido consolidando y cualificando los militarismos civiles de derecha y de izquierda (Vélez, 1998, pp. 60-63)8.
En este contexto Sánchez (1991), sostiene que se podría formular a manera de hipótesis el siguiente planteamiento: los colombianos en el siglo XIX entraron a la política a través de la guerra y se quedaron en la guerra haciendo política. Allí está el origen del drama nacional actual, heredamos del pasado una cultura militarista fundada en la sacralización de las armas y en el uso del recurso a la violencia para resolver las diferencias, en la exclusión política y social del adversario convertido en enemigo hasta llegar a su aniquilamiento; los colombianos fueron interiorizando valores, patrones culturales y políticos fundados en la intolerancia ideológica y política que potenciaron y ha permitido continuar recreando una cultura militarista basada en la apelación recurrente al uso de la fuerza y de la violencia.
Frente a esta realidad de confrontación armada reiterada con un contenido fundamentalmente sociopolítico, es esencial formular algunos elementos de cómo se ha venido asumiendo el tema de la paz a nivel mundial y el cómo se ha venido construyendo este campo como objeto de reflexión intelectual, para que podamos orientar los esfuerzos en esta dirección en Colombia, ante la posibilidad de iniciar un proceso de construcción de paz a partir de un acuerdo final de paz, lo cual exige de manera perentoria un replanteamiento epistemológico y ontológico.
En términos generales se puede afirmar que el tema de la paz y una historia de la paz hay que ligarlo a los orígenes mismos de la humanidad. En este sentido hay varios autores que como Jiménez (2011) plantea y fundamenta desde la perspectiva de la historia una noción de Paz Homínida9.
A lo largo de los últimos epígrafes hemos discurrido por la violencia (deconstruyéndola) y la paz (reconstruyéndola). Igualmente, hemos visto que los comportamientos cooperativos y altruistas contrastados son mucho mayores que los comportamientos en que se infringe daño. Así, la propuesta que se hace desde aquí es que la inmensa mayoría de los conflictos en los que participaron nuestros ancestros fueron resueltos de manera pacífica. La paz era la forma más común en la que nuestros antepasados resolvieron-regularon-gestionaron sus conflictos con ellos mismos y con la naturaleza. Durante este tiempo no fue necesaria la paz como concepto simplemente porque la violencia, en el sentido en que la hemos definido en este trabajo, no existía (…) Sea como fuere, si nuestra evolución comenzó hace aproximadamente seis millones de años podríamos considerarlo un accidente muy reciente (Jiménez, 2011, p. 92).
Ahora bien, desde una perspectiva política según Harto de Vera (2004), el campo de interés se ha centrado más recientemente en tratar de rastrear en el mundo occidental el origen de esta preocupación intelectual sobre la violencia, la paz y el conflicto, ubicando su origen en los inicios mismos de la historia de la filosofía en la antigüedad grecolatina. Las primeras reflexiones sistemáticas acerca de la paz, está asociada a las dimensiones y manifestaciones del poder. Por lo tanto si se asume la paz y se reconstruye el origen de esta noción en una perspectiva histórica, la reflexión va unida a los primeros intentos de sistematizar un pensamiento ordenado acerca de la política; por lo tanto hay que partir de la premisa de considerar a la paz como un fenómeno ligado al poder, perteneciente a la categoría de los fenómenos políticos, entendido éste como aquel tipo de fenómeno que se caracteriza por estar relacionado con el ejercicio del poder a nivel del Estado y al conjunto de la sociedad. En ese contexto es que hay que situar el origen de un proceso socio-político de reflexión y construcción de la paz como “artesanía intelectual”10; este período está comprendido desde los inicios clásicos grecolatinos hasta comienzos del siglo XX. Sin embargo, es necesario destacar que la reflexión sobre la paz, el comienzo de la etapa propiamente científica como campo autónomo de conocimiento no se produce sino hasta después de la segunda Guerra Mundial, en el período comprendido entre la década del cincuenta-sesenta.
En estas circunstancias, el proceso de reflexión sobre la paz como campo no autónomo, es un período bastante extenso en el que la reflexión sobre la paz, está ligado a una meditación filosófica y también al pensamiento religioso. En el 2004, Harto de Vera plantea que este período de reflexión comienza con los griegos pasando por los romanos y se extiende hasta finales del medioevo, así en el mundo griego hubo defensores del belicismo como Platón y Aristóteles, pero no faltaron en Grecia discursos pacifistas que aunque minoritarios enfrentaron las posturas belicistas, por ejemplo, los Cínicos proclamaron la “inutilidad de las armas” (Philodemus De Stoicis) y Diógenes se había proclamado ciudadano del mundo. Estas concepciones fueron posteriormente retomadas y desarrolladas por los Estoicos.
Los primeros intentos de fundamentar la posibilidad de una paz duradera en cambios y reformas en la estructura del Estado se producen en la Ilustración con la propuesta Kantiana de paz perpetua. Según Harto de Vera (2004), se puede ver cómo con estos antecedentes los primeros intentos de enfrentar desde una perspectiva científica (en sentido positivista) a una reflexión científica sobre la paz y a la problemática de la paz, se produce posteriormente a la I Guerra Mundial y tiene como escenario fundamental a los Estados Unidos. Los momentos previos al estallido de la primera Guerra Mundial dio lugar a la existencia de un movimiento pacifista, que vio con impotencia como fracasaban sus esfuerzos para impedir la conflagración. Este fracaso impulsó el desarrollo de una “ciencia de la paz”, con el fin de buscar sobre bases sólidas y científicas la búsqueda y realización de la paz, en el período de entreguerras comprendido entre 1915 y 1945. Este es un momento rico en experiencias de lucha contra la guerra y la violencia. Es en ese contexto donde se comienza a posicionar y a perfilarse los estudios y la investigación para la paz, se establece así, los cimientos y se inicia la construcción como un campo disciplinar autónomo de conocimiento.
Finalmente, Harto de Vera (2004) establece un balance de los estudios sobre la paz en este período destacando que tres son las características más sobresalientes de este momento.
En primer lugar, se trató del esfuerzo individual y escasamente coordinado de una serie de científicos sociales. La institucionalización no se produciría sino hasta el período siguiente ya en la década de los años cincuenta del siglo XX.
En segundo lugar, la empresa intelectual de fundar un campo de estudio científico sobre la paz se originó en aportaciones provenientes desde diversos ámbitos de la Ciencias Sociales. Así estos primeros precursores venían de la Ciencia Política, la Sociología, las Relaciones internacionales, la Psicología o el Derecho (ignorando deliberadamente igual que lo han hecho otros autores el aporte del Trabajo Social al estudio y la construcción de paz). A partir de ese momento, la multidisciplinariedad se convirtió en señal de identidad, herencia cuya impronta se prolonga hasta nuestros días. Desde los inicios, la reflexión científica sobre la paz y el conflicto fue una empresa intelectual en la que confluían los esfuerzos de diversas disciplinas.
La tercera, de las características señaladas muy relacionada con esta perspectiva multidisciplinar, consistió en que el impulso a la investigación para la paz no sólo provino del mundo académico. Un aporte significativo provino de activistas pacifistas orientados por un sentimiento religioso muy marcado. En concreto, nos referimos a la repercusión del pensamiento de figuras individuales como Gandhi y de movimientos religiosos como los Quáqueros, los Menonitas o el Budismo. Dentro de las iniciativas estrictamente académicas, los primeros estudios empíricos se deben a figuras como Pitirim Sorokin, Lewis F. Richardson o Quincy Wright, los cuales son considerados como los fundadores de la investigación para la paz (Harto de Vera, 2004, p. 44).
Sin duda alguna los efectos y el impacto negativo de la primera Guerra Mundial y sobre todo de la segunda Guerra Mundial, en cuanto a la escandalosa cifra en pérdidas de vidas humanas y la destrucción casi total de las economías de las naciones enfrentadas, incidió no sólo en la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 por la ONU, sino también, estimuló el debate y la reflexión en torno a la necesidad de construir un campo de conocimiento académico sobre el problema de la paz. Según Harto de Vera, (2004) la primera mitad de los años sesenta del siglo XX puede ser calificada de extraordinaria desde el punto de vista de la institucionalización de los estudios sobre la paz y el conflicto. En efecto el poderío militar de los Estados Unidos, indiscutido durante la década anterior, aparecía ahora desafiado por el poder nuclear de la Unión Soviética. Por primera vez, después del genocidio sucedido en Hiroshima y Nagasaki, la amenaza de una confrontación nuclear se convertía en una posibilidad real.
Así, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de la década de los sesenta del siglo XX, el protagonismo sobre la investigación para la paz, fue enteramente norteamericano, la primera Fundación dedicada a la investigación fue creada en Saint Louis (Missouri) en 1945. Europa no se incorpora de modo significativo sino hasta finales de la década de los sesenta. A partir de este momento la investigación para la paz va a confluir hasta el punto de constituirse en un solo movimiento intelectual.
En la conceptualización sobre la paz se va a avanzar notablemente cuando es posible pensar la Paz desde la Paz, por supuesto sin descontextualizar este concepto de las nociones de conflicto y violencia. Estamos frente a tres conceptos que podemos y debemos relacionar con un contenido profundamente polisémico. No existe un único concepto de paz, que nos permita designar un orden objetivamente de manera rigurosa, pues en la realidad existe una gran variedad de nociones sobre la paz, probablemente por esta razón, más que un concepto estamos frente a una temática que puede ser abordada y conceptuada de múltiples maneras.
Sin embargo, según Harto de Vera (2004), históricamente este debate y está reflexión de conceptualización sobre la paz se produce en el marco de una aguda discusión entre dos posturas que escindió la disciplina durante un tiempo entre dos posiciones dicotómicas. Los autores que representan estas dos tendencias también geográficas, son el norteamericano Kenneth Boulding (1960), defensor de la noción de la paz negativa y el noruego Johan Galtung (1964) defensor de la noción de paz positiva11.
El hecho más significativo que hay que destacar en ese momento es el surgimiento primero de la noción de paz negativa y luego el surgimiento de la noción de paz positiva; en ese contexto el origen de la noción de paz negativa se construye pensándose en relación con la noción de violencia y guerra, y esta no se conceptualiza de manera autónoma; la paz asume un giro epistemológico, ontológico y axiológico, cuando se empieza a pensar la paz en relación con el conflicto y no con la violencia como se había venido construyendo en su conceptualización.
Por su parte, Molina y Muñoz (2004), plantean que
Aunque pueda parecer contradictorio, además la Paz es una síntesis polisémica, porque alberga los diversos significados reconocidos por cada cultura. También es polivalente, ya que puede ser utilizada en distintos ámbitos, escalas y circunstancias personales y sociales. Y, asimismo, está dotada de cierta plasticidad, ya que se adapta en cada uno de estos ámbitos sin perder su significado central de regulación pacifica de los conflictos. La Paz es por tanto una idea muy vigorosa operativa transversalmente a todos los espacios humanos (Molina y Muñoz, 2004, p. 32).
Es en el contexto de Europa donde se produce la obra más importante sobre el tema de la Paz, elaborada por el noruego Galtung (2003), publicada primero en inglés y luego aparece editada en español, donde desarrolla una teoría de la paz, del conflicto y del desarrollo, en este trabajo se avanza en la conceptualización de la paz positiva, violencia directa, violencia estructural y luego en la noción de violencia cultural12. Gutiérrez plantea en el prólogo de la obra de Galtung (2003) que
Este autor denomina paz positiva al “despliegue de la vida” y paz negativa a la superación de las tres formas de violencia, directa, estructural y cultural. Partiendo de la concepción tradicional de la paz como superación de la guerra, este giro en la concepción de la paz le ha dado un sentido nuevo, ha abierto nuevos territorios mostrando nuevas relaciones, que hoy son compartidos por todos los investigadores. La violencia pasa a ser la clave de la definición de la paz positiva, queda sí encajonada y reducida sin más espacio que el que cabe en el marco de la Noviolencia (Galtung, 2003, p. 11).
Explicados los tipos de violencia directa, estructural y cultural, es necesario que comencemos por deconstruir y cuestionar críticamente estos tipos de violencia que permitan deslegitimar políticamente el uso de la violencia, advirtiendo de sus consecuencias, del daño irreversible que puede producir y lo más importante renunciando a usarla. Para que ello sea posible es necesario promover la institucionalización de la teoría y la práctica de la Noviolencia. Según López (2004), es necesario establecer una correlación entre los tipos de violencia directa, estructural y cultural y el despliegue respuesta en que se puede expresar la denominada No violencia.
Para los casos concretos expuestos existe un mayor despliegue. En el primer caso, frente a la violencia directa, la no violencia se expresa como pacifismo, -no a la guerra-, objeción de conciencia -no matar en nombre del Estado a otros seres humanos-; como despliegue de métodos de lucha político-social no armados, como el autocontrol. Esto implica todo un conjunto de técnicas que son muy conocidas -sentadas, manifestaciones, protestas, marchas o huelgas- y que deben conducir a reducir al máximo los niveles de violencia de todo tipo, así como el daño físico o el sufrimiento del adversario.
En segundo lugar, en lo que se refiere a la violencia cultural, denunciando la cultura de la guerra y de la violencia: armamentismo, militarismo, sexismo, etnocentrismo, competitividad destructiva, entre otras, y construyendo, articulando, reforzando y difundiendo una cultura de la paz -derechos humanos, solidaridad, reparto de la riqueza, derecho a la paz- que abarcaría la educación, la socialización, los medios de comunicación y otros aspectos civilizatorios.
Y, en tercer lugar, en lo que respecta a la violencia estructural se habla de un proceso de toma de conciencia profundo para reconocer cuáles son -y por qué- las víctimas que va dejando tras de sí todo sistema político, económico y social. Se trata de darle a todas estas situaciones remedio y solución, aquí y ahora, no esperando a hacer la revolución para liberar a los necesitados y a los desheredados, a los hambrientos a los sin techo (López, 2004, pp. 218-219).
Ahora bien, desde el Instituto para el Estudio de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada, Jiménez y Muñoz (2012) plantean instalados desde otra perspectiva radicalmente opuesta que la Paz es la partera de la historia. Estos autores parten de subvertir la conocida frase de Marx que pensaba justamente lo contrario: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Asumen una lectura distinta de la historia en la que dan preeminencia a la gestión pacífica de los conflictos en las dinámicas diacrónicas y sincrónicas de las sociedades humanas y plantean una entrada epistemológica y ontológica distinta relacionada con la temática de la paz.
Por eso es importante abordar la segunda posibilidad porque la Cultura de la paz y la Investigación para la Paz, pueden incorporar o contribuir a renovar presupuestos metodológicos, epistemológicos, ontológicos y, si queremos axiológicos que, sin duda, enriquecerían la posibilidad de la historia como ciencia de lo social.
Evidentemente, la incorporación de una perspectiva abierta de los conflictos, la coexistencia de diversos proyectos e intereses en relación con el desarrollo de las capacidades, el papel de las mediaciones, la paz negativa, positiva o imperfecta, la búsqueda de equilibrios dinámicos, el poder de los actores que defienden la paz o la deconstrucción de la violencia, y todo ello en el marco de la complejidad, son algunas ideas que pueden enriquecer las perspectivas sobre la historia. La Paz, la regulación pacífica de los conflictos, sin duda una de las grandes preocupaciones del siglo XX y XXI, es punto de interés de políticos, religiosos, gentes de diversas culturas y estatus sociales, mujeres, jóvenes, hombres, empresarias/os, o trabajadores/as, en definitiva de la opinión pública y política en general. (Jiménez y Muñoz, 2012, pp. 12-14).
En esta mirada Jiménez y Muñoz, (2012) le apuestan a colocar la Paz como categoría de análisis, situada en el centro de los debates epistemológicos y ontológicos. No obstante las perspectivas “violentológicas”, muy extendidas por cierto en el mundo y particularmente en Colombia, contribuyen a pensar que es la violencia la que marca las dinámicas de la historia. Sería necesario por tanto, hacer un giro epistemológico, y ontológico, para reconocer y recuperar el papel central de la Paz en las dinámicas sociales. La propuesta de un giro epistemológico supone pensar la Paz desde la Paz. La historia de la paz debe aspirar a interpretar el pasado en clave de paz, una paz mayoritariamente silenciada y que es necesario recuperar para que ocupe los mayores espacios públicos y políticos, y para que ayude a tomar conciencia de las capacidades que tenemos los seres humanos para la regulación pacífica de los conflictos y para avanzar en la construcción de una paz imperfecta o paz positiva13.
Es imposible pensar la Paz en términos absolutos, total o completa, es decir, como una realidad terminada, de allí la importancia de retomar la noción de paz imperfecta relativa o paz positiva, Molina &. Muñoz (2004), plantean que
A estas situaciones de regulación pacífica de conflictos, las podríamos incluir dentro de un concepto denominado Paz imperfecta, que incluiría también la interrelaciones entre cada una de estas situaciones y sus determinaciones causales. Este concepto, a su vez, nos dotaría de una nueva capacidad movilizadora al facilitarnos las conexiones con las realidades y experiencias conflictivas y pacíficas particulares, vínculos y posibilidades no sólo teóricas sino también reales. También podrían ser proyectadas sin duda hacía el horizonte de la Paz positiva, que de esta forma adquiere unas nuevas dimensiones (Molina y Muñoz, 2004 p. 39).
El conflicto político armado interno que ha vivido Colombia puede catalogarse como un conflicto particular de la larga duración. Este conflicto que tiene una existencia de más de cincuenta y dos años (1964-2016) el cual se articuló a la denominada “Guerra civil Interpartidista” (1930-1957), impropiamente definida por sociólogos e historiadores con el eufemístico “La Violencia”; se ha constituido en el plano Latinoamericano como el conflicto más largo, más complejo del continente, uno de los más viejos de todo el mundo y uno de los más difíciles de concluir mediante una negociación política. De este modo, Ross (1995) plantea que
No todos los conflictos son violentos, si bien la violencia es una característica de los conflictos políticos. No hay sociedad que se escape de la violencia o la amenaza de su utilización (…) Los conflictos aquí tratados son acciones colectivas (no acciones individuales intrapersonales o interpersonales) que emprenden las partes cuando se enfrentan a intereses divergentes u objetivos incompatibles (Ross, 1995, p. 39).
Este es el caso del conflicto político armado interno colombiano, el cual ha tenido como origen la lucha por la cuestión del poder y fundamentalmente la exclusión política y social preexistente desde el Estado y la sociedad. Después de muchos intentos frustrados de encontrar una vía política negociada, que permitiera lograr el “silencio de los fusiles”, para hacer política sin armas, que incluyera a las dos más importantes organizaciones insurgentes en armas contra el Estado, sólo fue posible en el pasado avanzar en un proceso parcial de negociación política con otras organizaciones armadas de menor importancia; que terminaron únicamente en procesos de desmovilización sin pactar ni negociar ningún tipo de reformas parciales; las élites colombianas o al menos un sector significativo de ellas siempre han pensado la negociación con las Farc-Ep y el ELN en el mejor de los casos como un proceso donde se “pacta” su desmovilización y las condiciones de su reinserción.
Sin embargo, en la negociación de las dos agendas, quedo claro que estas dos organizaciones no estaban dispuestas en tanto no habían sido derrotadas militarmente (empate militar negativo)14 simplemente a pactar las condiciones de su desmovilización y reinserción. De esta manera las colombianas y colombianos tuvieron que experimentar una y otra vez la desesperanza y la frustración generalizada, que se fundamentaba en la imposibilidad de lograr una salida política negociada definitiva, que le pusiera punto final a la guerra y a la confrontación violenta.
Después de seis años de negociación con las Farc-Ep, finalmente se anunció el 24 de agosto de 2016, por las dos partes, que se había logrado un acuerdo final y también se anunció el cese bilateral de fuego; luego fue firmado por las dos partes con presencia de la comunidad internacional el 26 de septiembre en Cartagena de Indias, de allí en adelante quedaban pendientes los resultados del plebiscito nacional para la refrendación del acuerdo final de paz. Este acuerdo final que significa ponerle punto final a la confrontación violenta y al ejercicio de la política con armas, implica desactivar o transformar parcialmente las condiciones originarias de la existencia de un conflicto armado interno particular; de ninguna manera representa la conclusión y la desactivación de los conflictos económicos, sociales, políticos, culturales, ambientales, etc. existentes a nivel de la sociedad colombiana.
De allí la importancia de conceptuar el proceso de construcción de paz como un proceso complejo, multifacético y pluralista que tiene y debe permitir la profundización de la construcción democrática en Colombia; en este sentido lo primero que hay que distinguir es la diferencia entre lo que es un acuerdo final de paz firmado entre actores armados que se hayan confrontados militarmente y un proceso de construcción de paz a nivel de la sociedad que implica construir y consolidar un pacto político de convivencia social, que permita superar las causas originarias del conflicto armado, involucrando e incluyendo a todos los actores sociales y políticos sin ninguna distinción.
En este sentido la noción de posconflicto que se ha venido usando de manera oficial y por los medios de comunicación masivos es inadecuada o imprecisa, ya que aunque hoy contamos con un acuerdo final de paz firmado, que significa ponerle punto final a un conflicto armado particular, no estamos en la sociedad colombiana ante el final de los conflictos políticos, sociales, económicos, culturales, ambientales, etc.; por el contrario, se espera que al acordar el final del conflicto armado, continúen manifestándose incluso en nuevas expresiones la compleja conflictividad política y social, lo cual implica promover la construcción de un proceso de paz, en el marco del cual se debe avanzar en la construcción de post-acuerdos, que permita hacer realidad las reformas económicas, políticas, sociales, culturales, ambientales, institucionales, etc. En estas condiciones la construcción de un proceso de paz que involucre al conjunto de la sociedad con sus múltiples actores sociales y políticos, debe avanzar en pactar acuerdos que permitan construir equidad y justicia social; por lo tanto se espera que este proceso de construcción de paz territorial se inicie en las regiones y en los territorios locales, proceso que seguramente tomará muchos años e implicará avances y retrocesos.
Es en este nuevo contexto que debemos preguntarnos por el papel que debe jugar la Universidad colombiana y en particular la Universidad pública; también es imperativo que nos preguntemos ¿Qué papel y cuál debe ser el aporte que deben hacer las Ciencias Sociales y Humanas y en particular el Trabajo Social en la actual coyuntura? Y, además, hay una pregunta central: ¿Cuál debe ser el rol protagónico que debe jugar el movimiento social y político en la construcción de la Paz y el papel de la resistencia civil y la No violencia? La paz no es una concesión y tampoco es un “estado”, hay que conceptualizarla como un proceso político, social, económico cultural, etc., es un proceso complejo y un proyecto plural de construcción, es decir, hay que pensarlo como un continuum abierto, contradictorio y complejo, por esa razón, la construcción de paz hay que abordarla desde diferentes perspectivas teóricas, porque la paz es un campo de construcción inter y transdisciplinar. Aunque se ha logrado un acuerdo final entre las dos partes el impase generado por el resultado negativo del plebiscito sobre la refrendación del acuerdo final, muestra que hemos entrado a depender del proceso de renegociación política de un nuevo acuerdo, cuyas posibilidades y desenlaces son todavía inciertos; sin embargo se confía que en estas nuevas realidades el Estado abandone la política que ha sido permanente de militarizar las luchas sociales o cualquier manifestación de protesta social, por mejores condiciones de calidad de vida; para darle lugar a un espacio y un tratamiento político en la construcción de consensos-disensos, que incluya a los distintos actores políticos y sociales en los territorios y en las regiones.
Si bien las Ciencias Sociales y particularmente la Historia y la Sociología, han privilegiado como objeto de estudio en Colombia el tema de la violencia, la guerra y el conflicto armado interno, existiendo al respecto una vasta producción académica que llena nuestras bibliotecas; paradójicamente, la investigación para la paz en nuestro medio, no ha tenido ni se ha privilegiado su comprensión, interpretación y explicación; particularmente, las experiencias de comunidades de paz, de neutralidad y de resistencia civil de comunidades campesinas, indígenas, afrocolombianos y de mujeres, que se han venido gestando en todo el territorio nacional; aún en medio del conflicto armado interno, no se les ha dado la misma importancia como objeto de estudio y de producción de conocimiento por parte de las comunidades académicas.
Situados en este nuevo contexto, uno de los aprendizajes para fortalecer la paz y poder asumir plenamente lo dilemas y desafíos, es propugnar desde la academia, pero también desde las prácticas profesionales por una ruptura epistemológica, ontológica y axiológica, que le dé prioridad a la Paz y al conflicto como objeto de estudio para poder prosperar y avanzar en la construcción de la paz, si no se hace y no se logra dar este salto cualitativo en el desarrollo de una investigación para la paz, no habrá desarrollos significativos que posibiliten darle contenido a la promoción de una cultura y de una pedagogía para la paz. En estos términos el eje central de la reflexión y de la investigación para la paz, debe tomar como referente fundamental el estudio dela relación Paz-conflicto, asumiendo que éste es el motor de la sociedad y del cambio social; su gestión, resolución y transformación pasa por dos alternativas que son igualmente políticas: o se resuelve por la vía de la negociación pacífica, es decir, a través de la construcción del empoderamiento pacifista o toma la vía de la confrontación y la violencia.
En ese contexto hay que situar el origen de un proceso socio-político de reflexión y activismo político que se ha venido dando en Colombia en la construcción de paz, esta situación permite que caractericemos el estado de la cuestión, afirmando que nos encontramos todavía en un proceso de “artesanía intelectual” en la construcción de paz, que debemos superar en un mediano plazo; la superación de esta realidad nos debe permitir avanzar en el futuro inmediato, en la medida en que seamos capaces de realizar una investigación para la paz, construyendo un conocimiento desde una perspectiva inter y transdisciplinar, que posibilite constituir y consolidar la reflexión sobre la paz como un campo de construcción autónomo.
Antes de proceder a analizar los resultados que se derivan de lo sucedido en el plebiscito por la refrendación del acuerdo de paz realizado el 2 de octubre de 2016, es conveniente dejar planteado el costoso impacto negativo que ha tenido en términos de pérdidas de vidas humanas, destrucción de la infraestructura y afectación de la economía,que ha dejado este largo, complejo conflicto armado interno, durante los 52 años de existencia. Según Sarmiento (2016),
El registro oficial de la Unidad de víctimas de la Presidencia de la República, los mártires de esta guerra civil suman ocho millones durante el período 1985-2015. Los datos institucionales referencian 260.000 asesinatos, 45.000 desaparecidos, 6.8 millones de desplazados por la violencia y el despojo de 4.2 millones de hectáreas a los pobladores pobres del campo. Además de los campesinos y pueblos indígenas y afros, la guerra afectó de manera directa a comunidades populares urbanas, defensores de derechos humanos, sindicalistas, líderes populares, ambientalistas, militantes de partidos de izquierda e intelectuales demócratas (Sarmiento, 2016, p. 1).
En esta perspectiva es importante intentar hacer un análisis de la coyuntura por la que se encuentra atravesando el país, después de conocer los resultados del plebiscito sobre la refrendación del acuerdo de paz. Una vez que se cerró la votación y las distintas cadenas de radio-televisión comenzaron a transmitir los resultados de la consulta del plebiscito, lo primero que se empezó a hacer notorio era que las diferencias entre los partidarios del SI y del NO eran muy estrechas y que cualquiera de las dos opciones se podría imponer por un estrecho margen de diferencia, como efectivamente sucedió al final de los escrutinios. El resultado dejó al conjunto de los votantes en un estado de conmoción, perplejidad e incertidumbre, incluidos por su supuesto a los promotores partidarios del NO, que realmente no esperaban el triunfo; las declaraciones emitidas por algunos de los voceros del “Centro Democrático” durante los días previos a la consulta así lo confirman, incluidas por supuesto sus denuncias sobre un supuesto fraude y las demandas jurídicas que fueron establecidas antes de la consulta en los respectivos estrados judiciales por sus agentes. Estos corrieron presurosos los días siguientes al plebiscito a retirarlas; sin embargo, les fue notificado que estas demandas continuarían su curso.
Políticamente el resultado final electoral se puede catalogar como un “empate técnico” entre las dos tendencias que se expresaron de manera directa, en la cual los votantes por el NO lograron una exigua ventaja de 53.894 votos (0.4%) sobre los votantes por el SI. Este acontecimiento político sintetiza muchas de las limitaciones que ocurren en el funcionamiento de la democracia realmente existente; en un sistema democrático, las decisiones electorales en sentido formal se toman por mayoría simple, es decir, por la mitad más uno de los electores, acá queda reflejada la tensión política que se genera cuando los resultados se expresan como diferencias estrechas entre la mayoría y las minorías, sobre todo cuando la legitimidad de una elección o una consulta como era el caso, no se expresa de manera contundente por la existencia de una amplia y abrumadora mayoría. Esta realidad confirma lo que algunos autores denominan como la “tiranía” de una mayoría sobre una minoría respetable o representativa, esto fue lo que sucedió con los resultados obtenidos; sin embargo, este empate técnico constituye la expresión de un problema estructural más profundo que hay que destacar y es la existencia de un profundo e histórico antagonismo existente en la sociedad colombiana. Según Sarmiento (2016)
El número de votos válidos en el plebiscito por la paz sumó 12.808.859, con la mínima diferencia de 53.894 sufragios (0.4%) respecto al total de votantes habilitados, el NO resultó triunfador. Estadísticamente la diferencia entre los resultados de las dos opciones es espuria.
El empate técnico no obedece a un relativismo cultural, según el cual la percepción del conflicto social depende de la pertenencia del observador a uno u otro grupo, en favor o en contra de refrendar los acuerdos Gobierno-insurgencia. La división entre las dos percepciones “relativas” implica una referencia oculta a una constante, a un núcleo traumático, un antagonismo fundamental que la sociedad colombiana es incapaz de simbolizar, explicar o asimilar, un desequilibrio crónico en las relaciones sociales que impide que la ciudadanía se estabilice en un todo armonioso. Las diferentes percepciones expresadas en el plebiscito, incluidos quienes se abstuvieron de acudir a las urnas, son tres intentos mutuamente excluyentes de lidiar con este antagonismo traumático, de sanar la herida histórica mediante el consenso democrático de construir colectivamente una estructura simbólica equilibrada, incluyente y justa. Lo “Real” no es el fenómeno expresado en los resultados del plebiscito por la paz, sino el núcleo traumático del histórico antagonismo entre las clases sociales que distorsiona la visión del individuo frente a quienes, de una parte, tienen intereses en prolongar una guerra de la cual obtienen réditos y, de otra, a los que defienden el anhelo de paz con igualdad, democracia, trabajo digno, justicia social y soberanía (Sarmiento, 2016, pp. 4-5).
Formalmente, hay que admitir que los votantes por el NO obtuvieron la mayoría y aunque este resultado no constituye una expresión política homogénea (estaba constituido por un disciplinado, belicoso contingente en coro de católicos integristas, cristianos, evangélicos y por el uribismo), no le da tampoco la absoluta legitimidad política, como lo señalan algunos periodistas quienes convertidos en “analistas” de oficio, hacen gala de la más profunda ignorancia y miopía política; sin embargo, el resultado final deja a ambas tendencias en una situación que se puede expresar como un “empate político negativo”, en el cuál el problema fundamental no es jurídico sino fundamentalmente político. En todas las circunstancias electorales resulta importantísimo tener en cuenta que para el funcionamiento de las democracias, es indispensable la existencia de la tolerancia política15. A propósito de los resultados del plebiscito, dónde una mayoría muy relativa por cierto decide la no refrendación del acuerdo final de paz, convendría recordarles sobre todo a los dirigentes políticos que promovieron el NO, el siguiente planteamiento, según, Fetscher (1999).
Los miembros de las agrupaciones mayoritarias no pueden tener la “absoluta certeza” de que sus decisiones son las más correctas. Deben reconocer, por principio, su propia capacidad de error, así como la posibilidad de que la opinión de la minoría sea la acertada. Por encima de esto, la mayoría tiene una especie de responsabilidad con respecto a la minoría derrotada por el voto. Por eso sólo puede y debe promover la aceptación de sus decisiones dentro de un marco de competencia política para la legislación, que no anule la autonomía de las minorías. Eso significa que el contenido y naturaleza de la decisión tomada bajo tales condiciones no deben implicar el intento de arrancar por la fuerza la aprobación incondicional de la minoría. A la minoría se le puede exigir el respeto legal a la decisión; pero no se le puede pedir la aprobación de la totalidad del contenido. Por consiguiente, las decisiones deben ser de naturaleza tal, que puedan ser toleradas, sin que la aprobación sea imprescindible” (Fetscher, 1999, pp. 137-138).
Este problema lo que muestra es que un sistema democrático no puede funcionar, ni se puede consolidar sin la existencia del pluralismo y la tolerancia; es necesario que se confronten ideas, tesis, programas para que los electores puedan elegir y responder consultas libremente. La personalización de la política es la negación del pluralismo, de la tolerancia y de la esencia de la construcción democrática. Es preciso por ésta razón, analizar de manera particular algunas situaciones en relación con el plebiscito:
Sin embargo, como lo anota Ospina (2016)
La afirmación más frecuente y más falsa, de la jornada histórica del 2 de octubre, en labios de políticos y periodistas fue que medio país estaba por el sí, y medio país y un poco más estaba por el no. Pero esa ceguera es una de las causas de la guerra y de todas las violencias que padecemos. Sumados los seis millones largos que rechazan los acuerdos y los seis millones que los aprueban, no se hace un país. Colombia no son 12 millones de personas: queda por saber lo que piensan los 20 millones de ciudadanos que no votaron y los 18 que no pueden votar.
La anémica democracia colombiana muestra ostentosa sus 12 millones de votos, los ganadores muestran triunfales sus seis millones, proclamando “esto ha dicho Colombia”, y todos se esfuerzan por ignorar esos 20 millones de ciudadanos que resultaron inmunes a la esperanza, a la propaganda, al soborno y a la amenaza.
Pero en los 20 millones no sólo están los problemas del país sino que están también las soluciones. Allí está la sociedad no formalizada, la que no tiene empleo ni propiedades, la que no tiene acceso más que a un sistema enfermizo de salud y a un sistema incompetentede educación (Ospina, 2016, p. 44).
Sin embargo, hay que señalar que la mayor parte de la población abstencionista no tiene una conciencia crítica ni un grado elevado de consciencia política, es una población marcada por una profunda indiferencia política y el desencanto social, es un conjunto de población que el Estado debe comenzar por incluir con propuestas de políticas públicas, para que se sientan coparticipes en la construcción del destino del país y de la nación. Sólo un sector muy reducido de ella se abstiene de participar porque realmente posee un elevado nivel de conciencia política, social y no cree ni confía en el régimen político. Según Sarmiento (2016)
Dos pruebas deberían superar el plebiscito en las urnas para ser vinculante: 1. Ganar por una mayoría simple el SÍ; 2. Superar el Umbral aprobatorio del 13% del censo electoral, esto es, alcanzar como mínimo cuatro millones y medio de votos.
El total de la población habilitada para participar en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 alcanzó la cifra de 34.899.945 personas (51.7% mujeres y 48.3% Hombres). El número de votantes que se abstuvieron de ejercer su derecho político sumó 21.833. 898, esto es, 62.6%. El 37.4% que acudió a las urnas se distribuyó de la siguiente forma: votos inválidos (votos no marcados y nulos) 257.189 (0.7%); votos por el SI, 6.377.482 (18.3%), votos por el NO 6.431.376 (18.4%) (Sarmiento, 2016, p. 2).
Da vergüenza que el país siga discutiendo si los campesinos tienen alma, si sus derechos se deben respetar o ignorar, si la tierra debe seguir secuestrada en pocas manos y si esos rentistas que viven a expensas de los demás no deben pagar impuesto predial. Son debates políticos superados en el mundo civilizado, que aquí promueven los últimos defensores del feudalismo agrarioy lo ofrecen como aportes constructivos para un tratado de paz. Tradición, familia y propiedad, lemas viejos de la nueva derecha colombiana en auge, que prefiere el exterminio y sus daños colaterales a la paz negociada para conservar los privilegios de los señores de la tierra (Reyes, 2016, p. 76).
El distrito Capital concentra una alta proporción del voto libre, informado y consciente de Colombia. Independientemente del estrato socioeconómico, en todas las localidades de la ciudad el porcentaje de abstención fue inferior al promedio nacional y mayoritariamente gano el SI Sólo en tres localidades, las que concentra la población que vive bajo condiciones de extrema pobreza y los desplazados por la violencia, ganó el NO: Bosa, Ciudad Bolívar y Usme. Este fenómeno combinado de rechazo y abstención, en las localidades más excluidas y pobres de Bogotá, se explica por siete razones: i) el resentimiento en contra de las políticas antipopulares y neoliberales del gobierno de Santos; ii) las mentiras y manipulaciones publicitadas desde las campañas del NO (en particular sobre los supuestos y exagerados beneficios económicos que recibirían los excombatientes); iii) la incomprensión referente a la figura jurídica y al contenido del plebiscito; iv) ignorancia política; v) desesperanza aprendida en cuanto la persona se siente indefensa, cree no tener control sobre la situación y piensa que cualquier cosa que se haga será inútil; vi) considerar que era una continuidad del enfrentamiento Santos-Uribe; vii) apego a una cultura que ha permeado desde arriba a todas las capas sociales de solucionar los problemas mediante la violencia y el exterminio.
Estas siete razones que explican la alta abstención y el voto negativo a la refrendación de los acuerdos de paz no son exclusivas de los sectores poblacionales que viven en condiciones de miseria y desplazamiento forzado; atraviesan a la sociedad colombiana en todos sus espacios territoriales de hábitat (Sarmiento, 2016, pp. 6-7).
Sin embargo, lo que llama poderosamente la atención es el hecho de el mapa electoral que registró la victoria por el NO y que se concentró en el centro del país, incluye los siguientes Departamentos: Antioquia, Arauca, Caldas, Caquetá, Casanare, Cundinamarca, Huila, Meta, Norte de Santander, Quindío, Risaralda, Santander y Tolima (con la excepción de Bogotá donde triunfó el SI), se contrapone abiertamente al mapa de los resultados de los votos por el SI alcanzados en la periferia. Se puede entonces inferir que la población que votó mayoritariamente por el SI en la periferia, que ha sido tradicionalmente el escenario de la guerra, no sólo está cansada de sufrirla, sino también de haber sido su principal víctima, de haber sido la principal receptora de las consecuencias directas de la degradación del conflicto armado; con su voto aspiran y quieren cerrar este capítulo de horror, terror y muerte. Si algo ha caracterizado al conflicto armado interno colombiano, es que éste se origina en la periferia y a partir de su existencia en la periferia, se fue dando la expansión de la guerra y de la violencia en las regiones. Finalmente, comparando el mapa territorial de la guerra que han venido librando los diversos actores de la confrontación armada, coincide plenamente con el mapa de la votación en los territorios de la periferia donde gana el SI por la refrendación del acuerdo de paz.
En nueve de las regiones más afectadas por el conflicto armado con mayor pobreza y menos institucionalidad, ganó el voto por el SI: Amazonas, Choco, Cauca Nariño, Putumayo, Guainía, Guaviare, Vaupés y Vichada. No obstante en estos departamentos el nivel de abstención fue del 68%.
En uno de los principales centros agrícolas, industriales, comerciales y financieros del país, el Valle del Cauca ganó el apoyo a la refrendación de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC-EP por parte del 18.6% del potencial de ciudadanos habilitados; el NO fue refrendado por el 16.9% y la abstención alcanzó el 63.9%. En la Capital Cali, votaron 589.451 ciudadanos, el 54.3% lo hicieron por el SI y el 45.7% por el NO. En otros centros importantes de la economía y el turismo del país, Boyacá y San Andrés igualmente salió triunfador aunque con escaso margen el SÍ.
Los rezagos de la república señorial, el latifundio ganadero, las economías extractivas dominadas por empresas transnacionales, una clase media rural fundamentada en el tipo patriarcal y católico de la familia antioqueña, la vigorosa influencia conservadora del partido del clero que subyuga la conciencia popular, el principio crematístico para medir la funcionalidad de toda actividad social fundamentado en el individualismo egoísta y la contra ética del “fin justifica los medios” y el escalamiento del paramilitarismo como poder político, social y cultural en la mayoría de municipios que integran estas regiones explican estos resultados adversos al fin del conflicto armado y a la construcción de paz (Sarmiento, 2016, p. 8).
Muchos analistas y columnistas en la coyuntura se han dedicado a destacar la existencia del odio, como una expresión coyuntural de la confrontación política, Sin embargo, hay que resaltar que esta emoción es una manifestación más compleja de un fenómeno estructural, que tiene sus raíces en la existencia de confrontaciones sociopolíticas anteriores y en la construcción de sociabilidades políticas. El odio irrefrenable, el fanatismo, el resentimiento, el sectarismo político, el miedo son pasiones y emociones que constituyen la más clara expresión premoderna de la intolerancia ideológica-política, que hemos heredado del pasado yque asume la vida en términos de la lógica amigo-enemigo. Así plantea Ospina (2016)
Lo que en el fondo quieren impedir es que Colombia se sienta dueña de sí misma. Nunca se ha visto una situación más incomprensible: la guerrilla quiere dejar de hacer la guerra, y los dueños del país no se ponen de acuerdo para aceptarlo (…) Hace 68 años murió Jorge Eliécer Gaitán. Fue la última vez que el pueblo colombiano tuvo esperanza. Con esas largas guerras se han logrado tres cosas: que tuviéramos miedo de tener esperanzas; que aprendiéramos a odiarnos y a recelar los unos de los otros, y que ya no nos creyéramos capaces de reemplazarlos, para construir de verdad la grandeza de este país. Sin las tutelas de las castas guerreras, del Santanderismo leguleyo, del fanatismo que no ve la religión como un ejemplo de moral para la convivencia, sino como una escuela de intolerancia (Ospina, 2016, p. 42).
Una de las implicaciones más importante en la aplicación de la justicia transicional y en la aplicación del Derecho Internacional y del Derecho Internacional Humanitario, es que los actores involucrados en un conflicto armado interno respondan sin excepción algunapor los crímenes de guerra y por los crímenes de lesa humanidad; también lo es que haya una reparación integral de las víctimas, lo cual pasa por el resarcimiento político y social de las víctimas que debe hacer el Estado y la sociedad, para que sea posible alcanzar la reconciliación nacional e intentar cerrar las profundas heridas.
Colombia se encuentra hoy en una verdadera encrucijada política, originada por la no refrendación del acuerdo final de paz, que evidencia
como problema estructural de fondo la tensión antagónica entre los defensores de un viejo país: agrario, premoderno, que defiende el latifundio y la existencia de una aristocracia semifeudal y una República señorial, que ha consolidado la gran propiedad agraria mediante el despojo, la promoción de la violencia y el exterminio; de otro lado, están los defensores que hacen parte de las nuevas fuerzas democráticas, que comparten la visión de un nuevo país: transmoderno, pluralista, incluyente, con un justicia, que aplique para todos y que avance en la construcción de justicia social con inclusión, pero que además, combata la corrupción rampante; si algo caracteriza a la transición política que estamos viviendo, es el comenzar a develar estas dos realidades, que están presentes hoy en el imaginario colectivo, eso por sí mismo, ya constituye un gran acontecimiento que tiene un inmenso valor político en perspectiva de presente y de futuro.
Aunque no se puede confundir la paz política con la paz social, ambas han sido históricamente esquivas, desde el momento mismo en que concluyó la lucha por la Independencia de España hasta nuestros días; Colombia no ha podido cohesionarse como un Estado-Nación, proyecto que ha permanecido siempre inconcluso, es un país de regiones pero también es un país de exclusiones, de diferenciaciones sociales muy profundas en el acceso a la riqueza y en la inequitativa distribución de los ingresos (cuarto país en el mundo sólo superado en su orden por Haití, Honduras y Suráfrica), con regiones fragmentadas y escindidas desde el punto de vista económico, político, social, cultural e institucional; tampoco han podido lo colombianos desde el punto de vista socio-histórico conquistar la paz política y social, construirla y mantenerla. Lo sucedido en el plebiscito es la confirmación de la existencia de un complejo antagonismo que genera una inmensa perplejidad, sobre todo para los sectores que no tienen una clara comprensión de los conflictos existentes en la sociedad colombiana.
Lo sucedido significa la renegociación política del acuerdo final de paz y no simplemente “un ajuste”, esto implica por supuesto correr serios riesgos. Se espera que la renegociación mantenga la columna vertebral del acuerdo final de paz y que se cumplan los estándares mínimos internacionales señalados por el Derecho Internacional y el Derecho Internacional Humanitario en materia de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, que Colombia ha incorporado en el ordenamiento constitucional; también se espera que se mantenga la aplicación de la Ley de Restitución de tierras16 a las víctimas del conflicto armado interno.
Sin embargo, según Sarmiento (2016)
El principal miedo que tiene la ultraderecha en Colombia es que se conozca la verdad; esto es, que un día la sociedad colombiana y la opinión pública mundial conozcan la verdad sobre los autores del genocidio ocurrido en el país durante los últimos sesenta años. Los líderes de estos partidos políticos, movimientos sociales, iglesias, militares y grupos paramilitares, intelectuales de derecha, burócratas, empresarios, dueños de los medios de comunicación y representantes de las transnacionales buscan por todos los medios enterrar la verdad y evitar ser juzgados por crímenes de lesa humanidad (Sarmiento, 2016, p. 13).
De este modo, estos sectores tratarán de sellar otro pacto político de “Frente Nacional” por arriba, como un acuerdo de las élites, para establecer un nuevo “pacto de silencio” y arrojar las llaves de la paz al mar y dejar nuevamente a la Paz en su laberinto… El pacto buscará excluir a las fuerzas democráticas que quieren y desean que este país doble la página de la historia de guerra, de violencia y del exterminio, convertida como un fin en sí misma para resolver los conflictos y las diferencias. De hecho los partidarios del NO buscan influir y hacer cambios profundos que alteren la estructura del acuerdo final, estas propuestas se sintetizan en:
Que lo pactado no se incorpore al bloque de constitucionalidad, que la implementación se dé vía Congreso y no con facultades extraordinarias al presidente, que haya sanción efectiva con privación de la libertad para los responsables de crímenes atroces o de lesa humanidad, que el narcotráfico no sea delito conexo al político, que el sistema de justicia transicional esté articulado al Poder Judicial y que la reparación a las víctimas sea de verdad efectiva y se haga con recursos obtenidos de los bienes de la guerrilla (El Espectador, 2016, Noviembre 6. p. 4).
Algunos de estos puntos seguramente pueden ser incorporados, otros nada tienen que ver con los contenidos del acuerdo y otros tocan la estructura del acuerdo final y posiblemente serán rechazados. Sin embargo, sí se supera esta coyuntura política de manera positiva en el corto plazo, con un nuevo acuerdo de paz, la sociedad colombiana debe tener claro que la implementación de este acuerdo, como el proceso de construcción de paz es un proyecto plural muy complejo, contradictorio y seguramente tendrá que enfrentar profundas tensiones políticas y conflictos, que implicará avances y retrocesos en el inmediato futuro, entre los defensores de un viejo país premoderno, semifeudal y los promotores de un nuevo país transmoderno, pluralista y democrático.
En este contexto, las nuevas fuerzas progresistas empeñadas en la construcción democrática del Estado, de la sociedad y, en particular los jóvenes y sectores sociales que después de conocer el resultado del plebiscito, han venido promoviendo el “Acuerdo de paz ya” han logrado llenar algunas plazas del país en favor de la Paz, deben permanecer presentes como actores políticos de primer orden,para buscar incidir en el contenido del nuevo acuerdofinal de paz. Alcanzar este acuerdo político dependerá del desenlace que tenga la renegociación y por supuesto de las nuevas correlaciones de fuerzas políticas que se encuentran en tensión y confrontación. Se espera que el nuevo acuerdo final de paz, logre re-pactar a los colombianos y colombianas en un “Gran acuerdo nacional” que permita irnos deshaciendo de la guerra y de las múltiples violencias, que nos permita avanzar en la construcción de una paz estable y duradera.
Autor de correspondencia: Víctor Mario Estrada-Ospina. Universidad del Valle. Cali, Colombia. Correo electrónico: viestrad.o@gmail.com