Resumen: En este artículo se describen y analizan los diferentes tipos de violencia que se presentaron entre los reclusos del Establecimiento Penitenciario de Mediana Seguridad y Carcelario -EPMSC- de la ciudad de Buga durante el año 2013. La investigación evidenció que en el centro penitenciario de Buga ocurren hechos violentos de diverso tipo que, por la fuerza de su recurrencia, han terminado por naturalizarse como una forma de relacionamiento intramuros lo que obstaculiza la resocialización de quienes están privados de la libertad y potencia el perfeccionamiento del perfil criminal. Este fenómeno resulta de la confluencia del orden legal y el orden alterno que se manifiesta en la confrontación, la desfiguración de la identidad del yo, la aculturación, la degradación personal y los múltiples hechos de discriminación y segregación.
Palabras clave: Instituciones totalesInstituciones totales,Orden alternoOrden alterno,Subcultura carcelariaSubcultura carcelaria,ViolenciaViolencia,Proceso de resocializaciónProceso de resocialización.
Abstract: This article describes and analyzes the different types of violence that occurred among prisoners of Medium Security Penitentiary of the Buga city during 2013. The investigation showed that in Buga’s prison occur multiple violent events that by force of recurrence have ended naturalized as a form of intramural relationship, hindering re socialization of persons deprived of the liberty and improving their criminal profile. This phenomenon is given by the confluence of the legal order and the alternate order reflecting through confrontation, defacement of ego identity, acculturation, personal degradation and multiple acts of discrimination and segregation.
Keywords: Total institutions, Alternating order, Prison subculture, Violence, Re-socialization process.
Artículos
Violencia en el establecimiento penitenciario de mediana seguridad y carcelario de Buga, Valle del Cauca: entre el orden alterno y la legalidad
Violence in the medium-security prison of Buga-Valle del Cauca: Between alternating order and illegality
Recepción: 25 Febrero 2016
Aprobación: 01 Septiembre 2016
En el presente artículo se describen y analizan, desde la perspectiva de sus propios actores, las diversas formas de violencia carcelaria que se presentaron entre los reclusos del Establecimiento Penitenciario de Mediana Seguridad y Carcelario de la ciudad de Buga (EPMSC) durante el año 2013. La violencia carcelaria no es un fenómeno novedoso ni propio de las penitenciarías colombianas, por el contrario, ha constituido una constante a lo largo de la historia de los sistemas punitivos mundiales presentando especificidades en función de los preceptos que han justificado la imposición de la pena en cada época de la historia de la humanidad (Valverde, 1991; Rusche y Kirchheimer, 1984; Pavarini, 1983; Foucault, 1979). En las últimas décadas se han dado importantes transformaciones jurídicas y se han creado modernos códigos que pretenden velar por el bienestar de los reclusos y asegurar el respeto de sus derechos humanos. Sin embargo, desde finales del siglo XX las condiciones de vida de éstos en lugar de mejorar se han venido recrudeciendo en los centros penitenciarios de toda América Latina (Mathews, 2011; Conforti, 2010; Castro, 2009; Moráis, 2009; Antony, 2007; Bergman y Anzola, 2007; Antony, 2003). En el caso del Sistema Penitenciario y Carcelario colombiano es posible observar un proceso histórico relacionado con situaciones de abandono, deficiencias del sistema penal, falta de recursos y manejo inapropiado de la normatividad que han generado las condiciones idóneas para que reine un clima caótico propicio para la ocurrencia de hechos violentos (Ariza e Iturralde, 2011; Fajardo, 2011; Acosta, 2009; Peláez, Strawn, Ariza, Iturralde y Lagos, 2000). Es así como hacia finales del siglo XX, se produjeron 60 amotinamientos en penales colombianos, lo que causó ocho internos muertos con aproximadamente un centenar de heridos graves (CIDH, 1999). Una década después, para el año 2010, las penitenciarías colombianas no habían alcanzado la erradicación de la violencia carcelaria, de modo tal que en dicho año, las prisiones nacionales presentaron un balance total de 151 internos fallecidos (11 de ellos por suicidio y 19 sin motivo esclarecido), 1.288 heridos, 108 fugas de internos y 880 riñas entre reclusos (INPEC, 2010). En el caso del EPMSC de la ciudad de Guadalajara de Buga, Valle del Cauca, se presentaron 20 riñas durante el año en que fue realizado el estudio -total de casos conocidos por la guardia- que dejaron un balance final de 9 heridos, 16 de los cuales fueron atacados con arma contundente, uno con arma corto punzante y los demás con diferentes partes del cuerpo, producto de peleas en los patios. De igual manera, la prisión fue testigo de un intento de suicidio público, cuando un recluso amenazó con quitarse la vida lanzándose del solar de su patio, situación que no era tan explícita desde el año 2007 cuando un interno se suicidó en el patio número 5 (INPEC,2013). Esta forma de autoagresión, también considerada como una forma de violencia, se ha convertido en un problema neurálgico en el país en la medida en que la tasa de suicidio en los penales fue de 30 internos por cada 100 mil habitantes para finales de la primera década del siglo XXI, mientras que la tasa general para Colombia era sólo de 6 fallecidos. Según estadísticas de la Oficina de Planeación del INPEC (2011), 11% de las muertes en establecimientos penitenciarios en los últimos 10 años se deben a suicidios (168 muertes). Teniendo en cuenta este contexto, el presente artículo pretende analizar los diversos tipos de violencia que se han presentado en el establecimiento carcelario de Buga y sus posibles agentes causales, entendiendo ésta como un fenómeno amplio, complejo y multidimensional, que no sólo afecta la integridad física y emocional del ser humano que vive intramuros, sino que además constituye una forma de relacionamiento entre pares que comparten una cotidianidad y una territorialidad en función de lograr la supervivencia intramuros.
Usualmente la dinámica relacional sostenida por los reclusos en prisión ha estado matizada por el ejercicio de la violencia carcelaria, entendida ésta como el empleo de un poder coercitivo, bien sea físico, psicológico o contra las pertenencias, cultura o creencias, que amenaza la vida de otro interno o la persona misma del agresor, presentando consecuencias como lesiones, muertes o traumas emocionales al recluso víctima de la agresión (Michaud, 1978). La violencia carcelaria es un fenómeno complejo por las múltiples situaciones que cruzan la vida cotidiana en los penales involucrando así una combinación de factores de orden externo e interno, estructural y subjetivo. En primer lugar, los hechos violentos son una consecuencia de los limitados recursos que se invierten en las penitenciarías y el abandono estatal, fenómenos que se expresan a su vez en deficiencia de las estructuras físicas, hacinamiento, escaso personal de guardia, inexistencia de un equipo psicosocial y degradación continua de las condiciones de vida (Conforti 2010; Moráis, 2009; Foglia 2009; Bergman y Azaola, 2007), todo lo cual crea un caldo de cultivo perfecto para que estallen amotinamientos y situaciones anárquicas al interior de las reclusiones por la permanente vulneración de los derechos fundamentales. En el caso específico de Colombia, Castro (2009), Vásquez (2009) y Zaragosa, Barba y López (2010) han demostrado en sus estudios que a pesar de que las cárceles del país declaran estar regidas por lineamientos nacionales e internacionales en materia de derechos humanos, en la realidad no se ajustan a cabalidad a la normatividad.
En segundo lugar, se ha hecho evidente que existe un manejo inapropiado de la normatividad y una deficiente administración del orden legal en los penales que deja espacio para la emergencia de una subcultura carcelaria y la formación de un orden alterno (Fajardo, 2011; Crespo, 2009; Crespo y Bolaños, 2009; Acosta, 2009), cuyas creencias, valores y normas para regular las interacciones y relaciones sociales están articuladas al ejercicio del poder y la violencia como una de sus formas. Al respecto, algunos estudios como el de Álvarez (1999), Atilio (2009) y Dechiara (2000), afirman la existencia de reglamentos y normas que hacen parte de una cultura dominante al margen de lo legal donde se construyen formas de socializar o habitus cargados de subjetividad y modos de vida particular. Estas normas o códigos, pueden considerarse como pactos implícitos que reglamentan las prácticas que a su vez se establecen como “contratos sociales informulados”, con componentes éticos (que presuponen el compromiso de los privados de la libertad) y prácticos (que da cuenta de las estrategias de adaptación en las que éstos buscan seguridad).
En tercer lugar, y aunado a los anteriores factores, debe tenerse en consideración que las instituciones totales (Goffman, 1961) crean una dinámica propia y rutinaria que termina por degradar a los internos y desfigurar la identidad del yo a partir de la exposición continua a innumerables actos de humillación, mortificación sistemática, aculturación y contaminación personal. Las instituciones totales provocan en el sujeto un desprendimiento total de su mundo habitual, su rol, cultura, estatus y todo cuanto éste era mientras se encontraba en libertad, produciéndose lo que Goffman (1961) ha denominado como mutilación del yo. En su nuevo mundo el interno es reducido a una estructura de poder que intenta evitar que éste se identifique con la sociedad en la que se encontraba. La degradación del yo no sólo constituye una forma de violencia psicológica y simbólica sino que además da lugar a otras formas de violencia que funcionan como mecanismos de protección y/o adaptación a las nuevas condiciones del entorno. Al respecto, Goffman (1961) identificó tres formas en las que el recluso intenta hacer frente a su nueva situación: en primer lugar, se puede presentar la regresión situacional, mediante la cual el interno retira su atención de todo aquello que no tenga que ver con él, es decir, se abstiene de participar en la vida social del mundo carcelario; en segundo lugar, puede adoptar una actitud intransigente, donde se niega a cooperar con el personal; finalmente, puede asumir una actitud de colonización, que lo lleva a mantener una estadía cómoda y placentera al interior del centro penal. Muy relacionada con esta perspectiva, autores como Arroyo & Ortega (2009) y García-Borés (2003) plantean que es factible que los reclusos se resignifiquen a sí mismos transformando su conducta en 3 niveles: el primero consiste en un comportamiento regresivo, inmaduro, ansioso, e inestable desde el punto de vista afectivo como respuesta a la entrada a la institución; el segundo daría paso a verdaderos desórdenes de conducta marcados por comportamientos agresivos, y el tercero, constituiría un proceso de deterioro con brotes psicóticos y trastornos agresivos severos. Así mismo Galue (2012) y Prieto y Suárez (2010) han planteado que en la cárcel se transforma la identidad del interno, pues éste se vivencia como débil y para mantener unos mínimos niveles de autoestima, se ve obligado a autoafirmarse en ese medio hostil generalmente adquiriendo características agresivas.
A partir de esto se concluye que las dinámicas de funcionamiento de los sistemas punitivos y de control social, a lo largo de la historia han generado escenarios favorables para que la violencia se instale como una condición inherente al desenvolvimiento de las relaciones sociales en las instituciones totales. Para Daroqui (1998) la cárcel es y se define por la violencia pues ésta atraviesa las relaciones sociales que se dan en las penitenciarías manifestándose en prácticas muy diversas. De igual forma, debe notarse que la violencia carcelaria existente en un momento dado termina engendrando más violencia en un segundo momento. Día a día, a las prisiones llegan cientos de personas que se ven envueltas en una dinámica interna regida por conductas violentas con base en las cuales los sujetos (sin desconocer las trayectorias de vida particulares) adquieren otros elementos cognitivos, físicos, mentales y pautas de comportamiento como reacción adaptativa a las exigencias del ambiente carcelario y los efectos del encierro.
En un entorno violento, todo se vuelve violento y quienes por capacidad de liderazgo, por fortaleza física, porque “no tienen nada que perder” o por cualquier otra causa, están en condiciones de dominar a los demás lo van a hacer, circunstancia ésta, que va consolidando la evidencia de una situación psicológica y social permanentemente tensa (Valverde 1991, citado en Aguirre y Rodríguez 1994, p. 104).
Se realizó un estudio de corte descriptivo-exploratorio de carácter sincrónico que tuvo como referente los hechos de violencia ocurridos durante el año 2013 entre los internos que se encontraban recluidos en el EPMSC de la ciudad de Buga. Se trabajó mediante la integración metodológica en la medida que se pretendía entender la violencia desde una perspectiva cualitativa y cuantitativa. En el primer caso, se llevaron a cabo 6 entrevistas semi-estructuradas siendo escogidos los reclusos que hubiesen sido víctimas, victimarios o espectadores de los actos de violencia, y como filtro secundario, la adscripción étnico-racial, la pertenencia a la comunidad LGBTI y el sexo. En el segundo caso, se aplicó una encuesta a 122 de 1031 reclusos teniendo en cuenta un nivel de confianza del 95%, una probabilidad esperada del 0,10 y un margen de error de 5%. Para la selección de los sujetos por encuestar se utilizaron dos estrategias de muestreo no probabilísticas, el juicio experto y las cuotas, mediante las cuales se escogieron personas que tuviesen relación con los hechos de violencia así como características sociodemográficas particulares.
La vida de los privados de la libertad obedece a un conjunto de normas impuestas por el plantel carcelario, sin embargo, éstas no son las únicas rectoras del comportamiento de los internos en su cotidianidad. En medio de la interacción con su grupo de pares, se gesta una cultura diferente a la institucionalmente establecida que permite el surgimiento de “un sistema social propio, más o menos explícito, mediante el cual los internos, regulan sus relaciones sociales” (Aguirre y Rodríguez, 1994, p. 103). Dicho sistema permite que los reclusos se desenvuelvan según los rasgos propios de un orden alterno que internalizan y en el cual crean y mantienen patrones o costumbres inducidos con el carácter de normas (Wolfgang y Ferracutti, 1971). A su vez, este sistema suele estar atravesado por el deseo de acceder, ya sea a una posición social, o a recursos materiales o simbólicos dentro del penal (Fajardo, 2011, p. 5), siendo el poder3, el conflicto y la violencia los medios idóneos para la consecución de estos fines y los soportes que regulan la vida social intramuros.
El Establecimiento Penitenciario y Carcelario de la ciudad de Buga no escapa a esta realidad: allí fue posible identificar una organización interna definida, estratificada y propia, desde la cual se erigen figuras de autoridad que determinan las lógicas de la vida cotidiana en cada uno de los patios. En este sentido, existen normas generales compartidas por todos los internos del plantel, que de no ser cumplidas pueden convertirse en detonantes de violencia -como de hecho ha ocurrido. Estas normas giran alrededor de cinco valores principales que son: el manejo de una distancia adecuada con la visita de los demás, respeto por el espacio de los otros, prudencia con las declaraciones que se dan a la guardia del INPEC, aceptación de los castigos que el patio decida imponer tras la comisión de una falta, y finalmente, el respeto por la figura de los líderes.
El orden alterno observado hacia el año 2013 en este penal no siempre fue así, se estructuró a partir del año 2011 cuando una confrontación de grandes proporciones entre los reclusos modificó las formas de vida en la prisión y dio lugar a una reorganización de las estructuras de poder. Hasta ese año cada patio era controlado por un grupo de internos que sectorizaban la prisión y mantenían fronteras invisibles entre los reclusos de acuerdo con sus características étnicas, lugar de procedencia y delito cometido. Para esa época el hurto e irrespeto por las posesiones de los demás, la venta y consumo de sustancias psicoactivas y cobros relacionados con dicho negocio, eran prácticas cotidianas que quedaban al descubierto diariamente. Después de la “gresca” de 2011 las cosas cambiaron porque los líderes o “plumas”4 que controlaban el patio 6, el más grande y el que albergaba la mayor cantidad de internos, asumieron el control de toda la cárcel imponiendo la disciplina y la violencia como principio rector de convivencia; esto fue así porque entre las figuras más representativas de este patio se encontraban personas ligadas a grupos organizados al margen de la ley que tendían a basarse en los lineamientos ideológicos propios de su organización para establecer los mecanismos de ordenamiento en la cárcel tal como lo hicieron en libertad. No obstante la predominancia que tenían ciertos “plumas” para controlar la penitenciaría, es necesario señalar que las relaciones de poder continuaban movilizándose en todas las direcciones y cada interno seguía siendo titular de una cierta capacidad de coerción que podía orientar según sus necesidades y expectativas. La imposición de este nuevo alterno, como lo señalaron varios de los reclusos entrevistados, en lugar de pacificar la vida carcelaria engendró nuevas y variadas formas de violencia en la reclusión.
La violencia entendida como “una situación de interacción, donde uno o varios actores actúan de forma directa o indirecta, masiva o dispersa, dirigiendo su ataque contra uno o varios interlocutores en grado variable, sea en su integridad física, integridad moral, en sus posesiones o en sus participaciones simbólicas y culturales” (Michaud, 1978 citado en Aróstegui, 1994, p. 24), es un fenómeno que no ha sido muy estudiado en las penitenciarías colombianas, de un lado, porque constituye un tema bastante delicado cuando evidencia la violación flagrante de los derechos humanos, y de otro, porque tiende a ser relacionado con el empleo de la fuerza física como uso extremo del poder, de modo que al no haber riñas, heridos o muertes diariamente, pasa a un segundo plano de la reflexión.
En el caso específico del EPMSC de Buga, la violencia ha tendido a pasar inadvertida, tanto para los habitantes del penal, como para la administración y personal de guardia, de modo tal que llega incluso a considerarse que no existe pese a que ha llegado a afectar un porcentaje significativo de reclusos en todas sus dimensiones: física, emocional, psicológica, rasgos simbólicos y culturales. Esta aparente invisibilidad o tal vez negación estratégica -pues esto contribuye a la reducción de la pena- se vio reflejada en la percepción de los reclusos pues 45,1% afirmó no estar “ni de acuerdo ni en desacuerdo” con que dicha prisión fuese violenta, mientras que sólo un 27% aseguró estar totalmente de acuerdo con el mismo postulado y 9,8% de acuerdo. En el otro extremo 18,1% de los reclusos manifestó que estaba en desacuerdo con afirmar que existía violencia en la penitenciaria de la ciudad señora. La percepción de los reclusos también está relacionada con la debilidad de los lazos de solidaridad pues cuando los hechos de violencia no los tocan directamente parecen no verse afectados significativamente, de hecho 49,2% de los presos aseguró que ante un acto violento la reacción más común es la indiferencia, lo que evidencia que este fenómeno ha tendido a naturalizarse y legitimarse como mecanismo de regulación de la vida social carcelaria.
Al indagar por los tipos de violencia que los reclusos han vivenciado en su vida cotidiana dentro del plantel, se encontró que una de las problemáticas más recurrentes eran la violencia psicológica y las afectaciones emocionales que alcanzan al 47,5% de la población encuestada. De otra parte, 23% aseguró que le han propinado daños físicos y 4,9% fue objeto de atentados contra sus pertenencias, cultura o creencias. La violencia de tipo físico deriva de peleas donde los internos emplean sus cuerpos por medio de puños, patadas (siendo común el denominado “masaje” o fuerte golpiza propinada por un grupo de 8 o 9 internos) así como armas corto punzantes como herramientas de agresión generando heridas leves y graves, a lo que suelen sumarse, los intentos de autoagresión por medio del suicidio. Las internas por su parte, tienden a tirar del cabello a sus compañeras o usar las uñas para causar heridas superficiales como respuesta a los inconvenientes que tienen en su vida diaria, detonados en su mayoría por la falta de espacio, privacidad y recursos. Así mismo y aunque dar cuenta de ello transgrede la norma del silencio y prudencia de su orden alterno, los reclusos declaran que se propinan “puntazos” o se “encuella” a los compañeros, amenazándolos con cuchillas cuando consideran que el cuerpo no es arma suficiente para la situación y se encuentran en profundos estados de ira o “cólera”.
Casi la totalidad de los reclusos coincide en afirmar que los hechos de violencia en el penal se ejecutan de manera individual, obedeciendo usualmente a reacciones inmediatas causadas por las agresiones de otros compañeros o provocaciones de diversa índole que no tienen un horario específico porque en cualquier momento del día puede presentarse gracias a las dinámicas de la penitenciaría. Los reclusos son vigilados entre las 5:00 a.m. cuando inician su día fuera de la celda hasta las 4:30 p.m. cuando terminan las actividades (momento en el que reciben el desayuno, almuerzo y su última comida del día), y después de un conteo final, se dirigen nuevamente a los alojamientos destinados para el descanso. Una vez allí la figura del INPEC se desdibuja en gran medida, pues la vigilancia se pone en manos de aproximadamente dos guardias para sectores que abarcan espacios amplios del establecimiento. De esta manera, entre las 4:30 p.m. y las 5:00 a.m. del día siguiente, las dinámicas relacionales de los internos se desenvuelven con mayor libertad en relación al orden legal pero bajo total vigilancia del orden alterno donde la posibilidad del/os recluso/s de imponer su propia ley se incrementa exponencialmente al punto que los actos se vuelven impredecibles, repentinos y en muchas ocasiones toman por sorpresa al sujeto y al patio.
Algunos de los hechos que más generan propensión a la violencia son precisamente las fallas en materia de seguridad que tienen su origen en el desajuste en la relación reclusos-guardia, (por lo que resulta casi imposible estar presente en todas las situaciones que pueden desencadenar actos de violencia), pues el número de personas dedicadas a la custodia (91) es superado en cifras abismales por la población reclusa (1.031). Esta situación además de visibilizar la imposibilidad logística y operativa de la guardia para regular la vida carcelaria, devela uno de los motivos por los que, a pesar de los múltiples operativos de requisa y las cifras de incautaciones, no logra erradicarse por completo el contrabando en prisión, principalmente de armas. De esta manera, los objetos o sustancias prohibidos pueden entrar los fines de semana a través de la visita o ser construidos al interior de la prisión, de modo que en las celdas del lugar se encuentran continuamente sustancias o elementos que potencializan la violencia. En el año 2013, fueron adelantados un total de 161 operativos donde se incautó una cantidad importante de elementos prohibidos: cocaína 164 (gr), marihuana 1788 (gr), chicha 10810 (L), licor 600 (L) y 159 armas blancas. A su vez, se decomisaron herramientas, dinero y elementos de comunicación, entre los que se encontró un total de 145 teléfonos celulares, 125 tarjetas SIM, 98 plugs5 113 baterías de celular, 4 carcasas, 6 memorias micro, 10 memorias USB, 1 Ipad, 8 llaves, $ 294900 y 20 sobres de medicamentos para personal psiquiátrico (que son empleados como sustancias alucinógenas).
Se conoció, además, que existía un dinámico tráfico de armas de fabricación casera, principalmente armas blancas, las cuales según el 83,6% de los internos, constituyen el objeto más común con el que se pueden ejercer actos de violencia física. De igual forma, se hizo evidente la existencia de otros objetos que eran convertidos en materia prima para la elaboración de armas, tales como cepillos de dientes, lapiceros, metales fundidos, varillas de las paredes de la cárcel y filtros de cigarrillo. Cualesquiera que sean los materiales de los que esté construida un arma, resulta interesante anotar que su adquisición es relativamente sencilla si se tiene en cuenta que 49,2% de reclusos planteó que era fácil conseguir una en el plantel, mientas que 34,4% asumió una percepción neutral (no están ni de acuerdo ni en desacuerdo). Pese a que para algunos reclusos, la consecución de armas al interior del penal resulta tan sencilla como en la vida extramuros y la tenencia de las mismas no representa una cuestión extraordinaria, se resalta que no se hace necesario el porte de un arma para que la cotidianidad se torne violenta, pues es bastante común que se den las peleas usando como instrumento de agresión al cuerpo, dejando puños, patadas y golpes a su paso.
En cuanto a la violencia psicológica o emocional, resaltada por los internos como la principal forma de agresión de la que son objeto, aparece como resultado de la imposición del orden alterno, la subcultura carcelaria y la respectiva desfiguración personal de la cual es víctima todo nuevo recluso. El interno que recién ingresa en la penitenciaría se enfrenta a un contexto agreste, hostil y en un alto grado diferente al que ya conocía en su vida extramuros; desconoce las normas y reglas de la prisión y su adaptación termina realizándose al costo de un marcado desgaste y desequilibrio emocional. Dicho de otro modo, “el interno llega a la institución con una cultura de presentación derivada de un mundo habitual y un estilo de vida, que hace parte de un marco de referencia amplio que le genera una concepción tolerable del yo” (Goffman, 1961, p. 26), pero una vez allí debe asumir unas reglas y modos de conducta contrarios a los que manejaba, que generalmente causan estrés y son precursores de actos violentos dentro del penal6. A su vez, muchos y muchas de las internas adquieren rasgos pasivos y son ellos quienes prefieren optar por mecanismos alternativos de escape de su realidad como las drogas (para alterar la percepción o entrar en somnolencia), la televisión o el dormir constantemente. Estos sujetos se caracterizan por el retraimiento y el llanto no es ajeno a su cotidianidad, como tampoco lo son la depresión y el considerar la posibilidad de acabar con la propia vida para no afrontar su situación. Goffman (1961) hablaría en estos casos de una “regresión situacional”, mediante la cual el interno retira su atención de todo aquello que no tenga que ver con él, es decir, se abstiene de participar en la vida social del mundo carcelario. Además de la tensión generada por la “contaminación carcelaria”, otro aspecto fundamental que incide en los hechos de violencia, son las pésimas condiciones en las que vive el interno marcadas por el hacinamiento, la insalubridad, el trato inhumano por parte del personal, la subordinación femenina y las conductas negligentes por parte de la guardia, todos los cuales configuran un caldo de cultivo para la afectación del estado de ánimo de los reclusos y la perpetuación de los actos violentos en la reclusión de Buga.
Los reclusos manifestaron que la violencia psicológica o emocional que se presenta en el EPMSC de Buga aparece principalmente en forma de discriminación (82% opina esto). De otro lado, 61% afirmó que ha sido víctima de ofensas, 56,6% de humillaciones y 43,4% de amenazas, siendo todas formas de atentar contra la salud emocional de los internos de esta cárcel. Finalmente, se denota la presencia de mecanismos alternos de maltrato como las calumnias y el estigma. Al haber establecido que la discriminación es la representación más clara de la violencia psicológica o emocional, es importante resaltar que, en general, en este centro penitenciario se encuentra latente una sensación de segregación que al proyectarse contra poblaciones con características sociodemográficas particulares, como los sujetos afro descendientes o pertenecientes al colectivo LGTBI, violentan cuestiones tan propias de la persona como su cultura y su identidad. Es así como 48,4% de los internos manifestó que existen señalamientos por cuestiones raciales, 26,2% por lugar de procedencia y 30,3% por orientación sexual, por lo que sólo una mínima parte los miembros de la comunidad LGTBI se ha reconocido abiertamente como tal por temor a represalias. En este sentido algunas prácticas carcelarias como el “modelaje en ropa interior” al que se sometía a algunos reclusos, aunque ha tendido a disminuir por resultado del endurecimiento de las leyes que protegen los derechos humanos de los internos, sigue presentándose en la prisión.
Finalmente otro tipo de violencia del que se asegura, son víctimas los reclusos, es aquel que arremete contra las posesiones. De acuerdo con presos entrevistados han ocurrido innumerables casos de destrozo a la propiedad ajena como sinónimo de venganza, pero principalmente porque no se está exento de ser víctima del hurto, sobretodo de elementos de uso diario como la ropa, la droga y el dinero. Teniendo en cuenta que en prisión los objetos adquieren un valor económico y simbólico mucho mayor del que poseen extramuros, el robo no sólo pasa a ser un acto en el que sólo se perjudica a la víctima, sino que a partir de ello se genera la desconfianza constante (incluso entre las personas más cercanas), las discusiones, riñas y demás situaciones que finalmente desembocan en actos de violencia carcelaria.
El ingreso a un centro penitenciario no representa el inicio de la etapa de resocialización para el privado de la libertad, como se ha postulado, sino el comienzo de una etapa de degradación del ser en sus diferentes dimensiones. Desde la perspectiva de Goffman (1961, p. 13), la cárcel es una “institución total” que se caracteriza por desfigurar al interno a partir de una mortificación sistemática ejercida en virtud de una cotidianidad rutinaria administrada por medio de imposiciones respaldadas en un sistema de normas formales institucionales explícitas y un cuerpo de funcionarios. Para autores como Baltard (1829 citado en Foucault 2002, p. 216) estas instituciones son completas y austeras de modo que deben ocuparse de todos los aspectos del recluso desde su educación física y trabajo hasta su conducta y actitud moral que en últimas le otorga un poder casi total sobre los detenidos mediante mecanismos de represión y disciplina despótica.
A partir de lo anterior, es importante considerar que para cualquier persona el ingreso a un centro penal le significa una inminente ruptura de aquello que fue construido cuando se encontraba en libertad, un desprendimiento de su mundo habitual que no sólo va a denotar la fragmentación de los lazos familiares sino, además, la pérdida sistemática de los soportes sociales que configuraban su personalidad y su rol en la sociedad. Esta situación no es ajena a los privados de la libertad del EPMSC de Buga, en quienes fue factible evidenciar las múltiples afectaciones emocionales vivenciadas al interior del penal, ya que además de experimentar el desprendimiento de la sociedad, en especial de la familia, debieron someterse a las directrices de una institución que degrada progresivamente los aspectos más significativos de su ser como, por ejemplo, la intimidad. Actividades importantes en la rutina diaria de cualquier ser humano en libertad se ven alteradas dentro del centro penal, pues en Buga al igual que en los demás centros de reclusión del país, la rutina diaria es impuesta de modo unilateral y sin posibilidad de apelación o contestación. Un día en la vida carcelaria inicia a las 5:00 a.m. cuando los reclusos son llamados a desayunar y llega prematuramente a su fin a las 3:30 p.m. cuando deben pasar a cenar siendo ésta la última comida del día. Una situación como ésta evidencia la pérdida de autonomía y autoconcepción del ser humano, produciéndose lentamente y progresivamente un proceso de “desculturización”7 donde el interno asume una nueva forma de vida, aprendizajes y comportamientos que son disímiles a los adoptados en libertad.
A pesar del discurso institucional que reivindica el respeto de los derechos fundamentales de los reclusos y desde el cual se sostiene que estos “son inherentes a las personas privadas de la libertad, en tanto seres humanos no pierden su dignidad por el hecho de encontrarse en prisión como lo sostiene la constitución de 1991, la Ley 65 de 19938 y el acuerdo 001” (Manual Básico de derechos humanos para el personal penitenciario 2006), en el EPMSC de Buga se evidencian tratos infrahumanos y degradantes que se ven reflejados en asuntos como calidad y cantidad de alimentación, requisas inapropiadas y para el caso de las reclusas, la imposibilidad de participar en espacios recreativos ya que esto depende más de la disposición de la dragoneante de turno que de los mismos preceptos de la norma legal en materia de tratamiento y, que en últimas, afectan las condiciones de vida de los privados de la libertad. Un hecho importante que contribuye a esta dinámica es el hacinamiento carcelario. El centro penal de Buga tiene capacidad para albergar alrededor de 936 internos, sin embargo, para el año 2013 tenía un total de 1031, lo que dificultaba no sólo el goce efectivo de los derechos sino la calidad de vida de los reclusos. Por otro lado, de acuerdo con algunos de los reclusos entrevistados, los tratamientos brindados por esta institución y su cuerpo de funcionarios, (excepto algunos dragoneantes que brindan un trato acorde a los preceptos de la Ley y los derechos humanos) denotan manejos inapropiados que violan abiertamente la normatividad contemplada en el código penal y de paso mortifican al interno en el transcurso del cumplimiento de la pena. Así por ejemplo, a pesar de los pronunciamientos de la Corte Constitucional referente a la prohibición de tratos inhumanos y degradantes, pero también la facultad del Estado para la realización de requisas razonables y proporcionadas, algunos dragoneantes realizan inspecciones en las habitaciones de manera inadecuada demostrando poco respeto por las pertenencias de los internos. A su vez, se resaltó la existencia de actitudes negligentes por parte de estos funcionarios ya que en ocasiones se permite que al interior de los patios los internos realicen actividades prohibidas -como por ejemplo el consumo de sustancias psicoactivas- según los estatutos institucionales. Con ello se pone al descubierto un sistema de privilegios otorgados a una minoría de población, (proporcionalmente relacionado con el estatus social y el rol desempeñado en libertad) donde se brindan algunas gratificaciones al recluso que le permite ambientar aspectos de su vida en libertad y así contrarrestar y evitar el sufrimiento y la degradación experimentada intramuros. En este sentido, es posible encontrar que algunos reclusos tienen el privilegio de transitar libremente por todas las instalaciones del centro penal como también la adopción de comportamientos propios del orden alterno para la regulación de su orden social. Un ejemplo de ello es el manejo autónomo que tienen los plumas9 para dirigir los patios ya que ésta pretensión es comunicada al personal de guardia quienes no objetan dicha regulación. A su vez hay permisividad cuando se presentan riñas entre dos internos que no impliquen la presencia de cuchillos o puntas como una forma de permitir la canalización de los estados de ira y cólera.
Por otra parte, la investigación hizo evidente la persistencia de las desigualdades de género a través de la forma como la institución aplica los procedimientos a hombres y mujeres. Así, se advierte de acuerdo con los relatos de algunas de las mujeres de este centro penal, que las reclusas reciben más imposiciones de poder y autoritarismo por parte de la institución carcelaria que los reclusos, hecho que no les permite acceder de manera privilegiada a los servicios que ésta ofrece en materia de tratamiento. Desde su perspectiva, los hombres tienen el privilegio de contar con un área de talleres y una educativa que les permite rebajar la pena y mitigar el encierro, por el contrario, las internas permanecen recluidas todos los días en el patio realizando algunas manualidades sin posibilidad de traslado a otro lugar donde se puedan recrear y educar agudizando así los niveles de tensión y estrés que dificultan la adaptación al penal y la posible resocialización (85,2% de los reclusos se quejó de sufrir de estrés). En la EPMSC de Buga también se observó una “forma de mortificación ulterior propia de las instituciones totales que se manifiesta en el ingreso y que va a dar cuenta de una especie de exposición contaminadora (…) donde se violan los límites personales y se traspasa el linde que el sujeto ha trazado entre su ser y el medio ambiente” Erving Goffman (1961, p. 35). Esto es así porque en esta penitenciaría es posible que la ubicación del recluso en el momento de ingresar pueda darse en cualquiera de los patios de forma indiscriminada, así por ejemplo, hay miembros de la población LGTBI que cohabitan en el mismo espacio con adultos mayores, situación que genera incomodidad entre ambas poblaciones debido a las diferencias en el ciclo vital y la orientación sexual. Además, porque el hecho de tener inclinaciones homosexuales, comportamientos y tendencias femeninas, genera estigmatizaciones y agresiones emocionales por parte de otros reclusos al interior del penal. Así, es factible que la institución penitenciaria, en función del manejo y tratamiento que está dando a los internos, este incidiendo de manera contundente en las interrelaciones carcelarias.
La degradación del sujeto, la exposición contaminadora y el sometimiento a las normas no sólo institucionales sino del orden alterno, ha llevado a que los internos del centro penitenciario de Buga adopten varios de los mecanismos adaptativos planteados por Goffman (1961, p. 70). Así, algunos internos que han optado por la “regresión situacional” pasan largas horas del día durmiendo tal vez como forma de sublimar lo vivido en prisión. Otros, han optado por una “actitud intransigente” negándose a cooperar con la institución y el personal de guardia y cubriendo los comportamientos prohibidos que algunos compañeros efectúan en el patio, como por ejemplo, el consumo de sustancia psicoactivas; de esta manera ante la llegada de un funcionario o dragoneante, los internos avisan al consumidor en un gesto de solidaridad con el orden alterno. Se encontró además que los actos de violencia no son comunicados al personal de guardia, demostrando así los límites existentes entre el orden alterno y el institucional. Finalmente, también se presenta la actitud de “colonización” que da cuenta de una vida cómoda y placentera al interior del penal por parte del interno. Dicha personalidad es común en reclusos que en libertad, pertenecieron a grupos organizados al margen de la Ley como las Bacrim, para quienes los barrotes son una cuestión de orden mental que manejados adecuadamente, les posibilita sobrellevar de una manera diferente el cautiverio. Estos internos, se caracterizan porque han ostentado una posición social tanto en libertad como dentro del penal, en tanto cuentan con un nivel educativo superior que les permite mayor acceso a las actividades educativas de la prisión.
Desde la percepción de los internos del EPMSC de Buga existe un conjunto de motivos centrales que estarían detrás de la violencia carcelaria, aunque se reconoce que en prisión los causantes de ésta pueden llegar a ser variados. Inicialmente se habla del exceso de tiempo libre que en combinación con la monotonía del encierro causa situaciones de estrés que terminan agravadas por el hecho de que en el contexto carcelario cada detalle de la convivencia tiende a ser magnificado10 (a causa del aislamiento ya que se altera la percepción del tiempo, el uso del espacio al organizarse las actividades formales y en general al haber un sometimiento de las personas), por lo que en últimas, todo confluye en situaciones de confrontación constante, incertidumbre, angustia y predisposición que conllevan fácilmente a reacciones agresivas. La convivencia forzada a la que son sometidos los reclusos, agravada por el hacinamiento, que llevan a una pérdida de la intimidad y la privacidad, termina por hacer la vida en cárcel aún más compleja. En ese contexto cualquier comportamiento puede ser interpretado como ofensivo o desafiante, generando una riña: “Hay presos que se encuentran a la defensiva y sólo reaccionan con la agresión” (López, 2008, p. 7). Así, por ejemplo, sucede que las palabras o miradas son consideradas como desafiantes llegando a generar altercados intramuros.
Otro aspecto tiene que ver con la limitación del espacio, que es considerado como un agente promotor de violencia debido a la organización y funcionalidad que éste le proporciona al privado de la libertad. Para cada recluso su lugar de reposo tiene un significado muy importante tras ser prácticamente lo único que tiene, de manera que al tratarse de un lugar reducido, los reclusos que tienen el título de su posesión luchan por defenderlo y hacerlo respetar, pues además, un territorio o espacio propio representa hasta cierto punto su privacidad e intimidad. Esta situación se agudiza en gran medida en la reclusión de mujeres que es un espacio de dos pisos el cual cuenta con 20 alojamientos para albergar a las 74 reclusas (5 internas por alojamiento) y un patio de aproximadamente 12 metros de ancho por 30 metros de fondo, donde las internas permanecen la mayor parte de su tiempo.
La violencia también tiene sus orígenes en la lucha por la supervivencia, pues la cárcel es un espacio donde los recursos son escasos, insuficientes y están distribuidos desigualmente lo que ocasiona una lucha extrema por su control. Según López (2008), la violencia carcelaria se presenta como una parte fundamental del estilo de vida hostil necesario para sobrevivir en los centros penitenciarios, pues de otro modo no se contaría con los bienes básicos para subsistir. En el centro penal de Buga, artículos como jabones, cepillos, crema dental o lápices, adquieren un valor significativo alto en comparación con el que se le da en la vida extramuros. Un asunto como éste evidencia la existencia de una estratificación social, por lo que algunos internos disfrutan de comodidades, mientras que otros que tienen menos solvencia económica, bienes y, en general, un estatus inferior, viven en condiciones que llegan a tocar la degradación humana al carecer de estos y otros elementos básicos para la realización de las actividades cotidianas.
Otro elemento alrededor del cual gira la producción de violencia en la penitenciaria de Buga -resaltado por algunos privados de la libertad como el principal- es el mercado de estupefacientes, principalmente por dos cuestiones. En primer lugar, por las confrontaciones que se dan a la hora de hacer el cobro de las drogas, es decir, por los mecanismos para cobrar las deudas. En segundo lugar, por las luchas adelantadas en torno al establecimiento y mantenimiento de las líneas invisibles11 necesarias para el tráfico de los estupefacientes, en otras palabras, por los enfrentamientos que sostienen los expendedores para controlar el negocio. La defensa de la “línea” del mercado de estupefacientes desencadena frecuentes actos violentos al interior de este establecimiento que van desde aquellos que permanecen ocultos y son de baja intensidad hasta otros que son más visibles y de gran impacto (que son los que llegan a ser conocidos por la guardia).
Las normas informales dentro del penal también se configuran como precursoras de violencia al punto que pueden poner al recluso en una posición de peligro. La transgresión de los parámetros fijados y la insubordinación al orden alterno acarrean consecuencias importantes, por eso no se puede delatar los negocios ilícitos, irrespetar la visita del otro, o en el caso del patio 6 donde sus líderes promueven el orden, pretender implantar la anarquía. Es de resaltar que casi todos los patios de este penal son permisivos y promotores del ejercicio de la violencia y lo ilegal, lo que hace factible la aplicación de castigos duros a los transgresores de sus normas, ejemplo de ello, el castigo denominado “el masaje” y la expulsión del patio al denominado “sapo” el cual puede tener una relación cercana con el personal de guardia.
Estos elementos que promueven y motivan la violencia se potencian en función de ciertas características socio-demográficas, que para autores como Urricchio (2009), constituyen agravantes del relacionamiento carcelario. El autor afirma que la discriminación prolifera en las prisiones y en muchas se denota la presencia de racismo y exclusión, pues según la zona geográfica en la que se encuentre ésta, las minorías étnicas deben dormir en lugares retirados, fríos, húmedos e incómodos. En la penitenciaría de Buga se resalta que el lugar de procedencia de los internos llega a constituir un agente generador de discriminación, así el 26,2% de la población interna considera que el provenir de otros lugares del país es motivo de señalamiento. Esto resulta paradójico si se tiene en cuenta que sólo el 10,7% de los reclusos encuestados son oriundos del municipio, mientras que el resto proviene de ciudades como Santiago de Cali, Tuluá, Bugalagrande, Andalucía y San Pedro, entro otras, e incluso un 31,9% son de otros departamentos del país, tales como Chocó y Cauca.
Llama la atención que 48,4% de los internos asegura que existe discriminación por asuntos de tipos racial, cuando el departamento del Valle del Cauca se encuentra una región caracterizada por el alto nivel de mestizaje. Finalmente, un factor que también agrava la violencia en el penal se relaciona directamente con la orientación sexual, puesto que el 30,3% de reclusos considera que existe discriminación por ser de la comunidad LGBTI, siendo éste un elemento muy marcado, principalmente en el pabellón del sexo masculino donde los sujetos de dicha población aseguran haberse convertido en objeto constante de abusos -sobre todo a nivel psicológico- por sus compañeros, mientras que en la reclusión de mujeres existe un nivel mayor de tolerancia respecto a este tema.
A finales del siglo XX, las condiciones de vida de los privados de la libertad en el país evidenciaron situaciones de abandono y desprotección estatal que dejaron entrever las fallas en materia de tratamiento y resocialización del sistema penitenciario y carcelario colombiano (deficiencia de las estructuras físicas, hacinamiento, escaso personal de guardia, inexistencia de equipo psicosocial, entre otros). Este contexto creó las condiciones propicias para la producción y reproducción de múltiples formas de violencia carcelaria en la penitenciaria de La Ciudad Señora que van desde las afectaciones a la integridad física, emocional y psíquica hasta el irrespeto por las pertenencias y la cultura del ser humano intramuros. Así, la violencia entre pares tendió a naturalizarse como una forma de relacionamiento particular y el medio más común a través del cual los internos regulaban sus relaciones sociales en la cotidianidad penitenciaria. La violencia emocional o psicológica es la más común por lo cual este fenómeno tiende a pasar desapercibido tanto para los reclusos, como para las directivas penitenciarias. Esto es así, porque el privado de la libertad adopta una postura natural e indiferente ante los hechos de degradación del yo y otras formas de mortificación, sea ésta física, emocional o simbólica. A su vez, el personal de guardia se muestra ciego y permisivo ante la presencia de una riña puesto que la concibe como un medio por el cual el interno puede canalizar sus estados de cólera (mientras no exista la presencia de armas contundentes de por medio) e incluso como parte de la condena.
El ingreso al EPMSC de Buga no representa necesariamente el inicio de un verdadero proceso de resocialización como forma de control social y modificación de la conducta criminal, sino por el contrario el comienzo de una nueva etapa de degradación del ser humano en diferentes dimensiones.
Por un lado, por la adaptación a la norma legal y estatutos del INPEC por parte del recluso, los cuales vienen dados por tratos inhumanos, degradantes y coercitivos que violan flagrantemente los derechos de las personas privadas de la libertad quedando al descubierto una imposición de poder considerable sobre las internas en relación a los internos. En un segundo lugar, por la asimilación de nuevos códigos o pactos informales propios de un orden alterno que constituye un caldo de cultivo para el perfeccionamiento del perfil criminal y la violencia carcelaria.
Por esta situación el reto para los profesionales de las ciencias sociales y humanas, en especial, para los Trabajadores Sociales, es consolidar proyectos integrales que posibiliten una intervención oportuna por parte del INPEC. Inicialmente, postular la obligatoriedad de personal psicosocial en todas las prisiones del país que coadyuven en un acompañamiento y tratamiento integral desde diferentes fases. De este modo, en la medida que los profesionales se encuentran involucrados en la optimización de distintos procesos que conciernen el mejoramiento de la calidad de vida del interno como trabajo, educación, gestión de redes de apoyo, acompañamiento individual y familiar e integración comunitaria, es factible hablar de una incidencia positiva en el contexto. Por otro lado, se debe mejorar la aplicabilidad de las disposiciones y mecanismos legales existentes tanto en el orden nacional como internacional de forma tal que la vida intramuros no se regule por medio de la violencia. Finalmente, el proceso de aprendizaje en prisión podría enfocarse más en otro tipo de actividades, tal como el área ocupacional, que podría ser pensada e impulsada de manera que logre representar un verdadero proyecto de vida para el recluso una vez que se encuentre extramuros, teniendo en cuenta sus destrezas e intereses.
Autor de correspondencia: Fanor Julián Solano-Cárdenas. Universidad del Valle. Cali, Colombia. Correo electrónico: quiamanoes@hotmaill.com