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La Producción de la (in)Disciplina: Tensiones entre la obediencia y los procesos de singularización

THE PRODUCTION OF THE (IN)DISCIPLINE: TENSIONS BETWEEN OBEDIENCE AND PROCESSES OF SINGULARISATION

A PRODUÇÃO DA (IN)DISCIPLINA: TENSÕES ENTRE A OBEDIÊNCIA E OS PROCESSOS DE SINGULARIZAÇÃO

Estela Scheinvar
Universidade do Estado do Rio de Janeiro / Universidade Federal Fluminense, Brasil
Valeria Llobet
Universidad Nacional de San Martín, Argentina

La Producción de la (in)Disciplina: Tensiones entre la obediencia y los procesos de singularización

Sisyphus — Journal of Education, vol. 5, núm. 1, pp. 50-68, 2017

Universidade de Lisboa

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Recepción: 15 Diciembre 2016

Aprobación: 21 Febrero 2017

Publicación: Febrero , 27, 2017

Resumen: El artículo problematiza la centralidad que ha tomado la indisciplina en la escuela y en los órganos de protección de derechos para niños y adolescentes en Argentina y Brasil. Analiza la producción de la normalización como efecto de la disciplinarización (Foucault) de los cuerpos. Utilizando el concepto de flexibilización (Fraser) tales relaciones son pensadas en sus modos de actualización, que producen intervenciones orientadas a la clásica traducción de la interioridad del sujeto mediante la palabra, que es adoptada como un modo más de producción de violencia. Con las contribuciones de Guattari, el texto se propone a pensar en el desplazamiento de las totalizaciones que las producciones subjetivas han operado, entendiendo la desviación de la norma no como trasgresión, sino como ruptura producida por “procesos de singularización”.

Palabras clave: Escuela, Derechos, Infancia y Juventud.

Abstract: The paper problematises the centrality of indiscipline in school and in agencies for the protection of children’s rights in Argentina and Brazil. We analyze the normalization as an effect of the discipline (Foucault) on the body. Using Fraser’s notion of “flexibilization”, these relations of discipline are considered in their modes of actualization, which produce interventions that are oriented to “translate”, “producing” the subject’s interiority through the efficacy of the “word”, another way of producing violence. Following Guattari’s contributions, the article proposes to consider the displacement of totalizations created by subjective productions, and understanding the deviance of norms not as a transgression but as a rupture produced by the processes of singularisation.

Keywords: School, Rights, Childhood and Youth.

Resumo: O artigo problematiza a centralidade que tem adquirido a indisciplina na escola e nos órgãos de proteção de direitos para crianças e adolescentes na Argentina e no Brasil. Analisa a produção da normalização como efeito da disciplinarização (Foucault) dos corpos. Utilizando o conceito de flexibilização (Fraser) tais relações são pensadas em seus modos de atualização, que produzem intervenções orientadas à clássica tradução da interioridade do sujeito mediante a palavra, que é adotada como um modo mais de produção de violência. Com as contribuições de Guattari, o texto propõe-se pensar no deslocamento das totalizações que as produções subjetivas têm operado, entendendo o desvio da norma não como transgressão, mas como ruptura produzida por “processos de singularização”.

Palavras-chave: Escola, Direitos, Infância e Juventude.

Introducción

En el nombre de la buena educación de niños y adolescentes hemos asistido, desde finales del siglo XX, en los espacios pedagógicos, a una creciente insistencia en prácticas cada vez más incisivas de control no sólo de los estudiantes, sino también de las familias. El discurso generalizado de gestores de la escuela y de órganos de protección de derechos en ambos países coincide en afirmar como uno de los grandes problemas institucionales la indisciplina de las nuevas generaciones, entendida como una cuestión de responsabilidad de la familia que no les pone límites a sus dependientes, o bien propia de la dimensión psicopatológica de niños y jóvenes, a partir de lo cual florecen los diagnósticos de desajustes conductuales, atencionales, cognitivos o emocionales.

Así, las familias y los propios estudiantes son responsabilizados por las situaciones vividas como problemáticas, lo cual contrasta con un escenario de tensiones, conflictos, abandono de las relaciones pedagógicas, que no se pone en cuestión. Un discurso en el que se afirma que no se puede más trabajar, porque niños y adolescentes no obedecen, no tienen respeto, no tienen límites, ofusca toda la gama de relaciones que compone los espacios pedagógicos. Por esa vía, las relaciones institucionales dejan de ser consideradas como una cuestión a problematizar, recayendo la interpretación de “lo indeseado” sobre el comportamiento de los estudiantes. Las condiciones de trabajo, las concepciones de aprendizaje, recreación, diversión, enseñanza, creatividad, los principios morales, las condiciones de vida, los conflictos afectivos, en suma, todo lo que compone el campo político-pedagógico es sustraído y reemplazado por una visión comportamental que ilumina sólo gestores o usuarios[1].

Al escuchar a los equipos de escuelas, así como a los trabajadores de órganos de protección de derechos, un conjunto heterogéneo de comportamientos denominados sistemáticamente como indisciplina y atribuidos a “falta de límites” o “vínculos violentos” emerge como la mayor dificultad que tienen que enfrentar. Frases como “la escuela es para aprender y no para educar. No soy su madre!” se repiten en la certeza de que lo que pasa en los establecimientos pedagógicos nada tiene que ver con lo que se produce allí, viéndose los trabajadores como rehenes de las “familias desestructuradas”, con “vínculos violentos”, a cuyos hijos se ven obligados a retener en sus espacios laborales.

Bajo la misma perspectiva, los responsables por los niños y jóvenes definidos como indisciplinados declaran en los consejos tutelares[2]y en las reuniones pedagógicas que no son capaces de controlar a sus hijos, y aún cuando aceptan la responsabilidad que se les atribuye, no dejan de quejarse de la escuela, que no consigue enseñarles como comportarse. Entre estos argumentos, el discurso del “conflicto familiar” prevalece tanto en la escuela, cuanto en el consejo tutelar, en donde se muestran preocupados con la “estructura familiar” y con los hábitos familiares. De manera complementaria, en numerosos ámbitos las explicaciones sobre el desborde y la indisciplina se desplazan hacia el discurso de la patologización del comportamiento, induciendo así tratamientos medicamentosos o, cuando menos, psicoterapéuticos.

En suma, ya se trate de un problema de orden moral, como las transformaciones familiares y la falta de respeto por las autoridades institucionales y las que emergen de las relaciones intergeneracionales, o de un problema de orden psicopatológico, donde tales transformaciones contemporáneas son leídas en clave de desórdenes de los sujetos, las discusiones sobre las relaciones pedagógicas y la política educativa no suelen ser convocadas al abordar y tratar de comprender las situaciones de conflicto.

Tal escenario se hizo presente tanto en proyectos de investigación en escuelas y en consejos tutelares en Brasil, cuanto en escuelas y programas sociales en Argentina. A partir de ambos estudios, el presente artículo no procura ser un análisis comparativo, sino un contrapunto a partir de investigaciones en escenarios institucionales brasileños y argentinos, que permita iluminar la gramática del control social basado en los dispositivos de disciplinamiento. En el caso argentino, se trata de la observación participante en reuniones entre directivos, maestros/as y padres/madres de una escuela pública de sectores medios y medios-altos en la ciudad de Buenos Aires, durante un año y aún en proceso. En la misma, el enfoque se centró en los conflictos entre definiciones de problemas de niños/as y sus derechos, y las formas de intervención escolar, a partir de una demanda vinculada precisamente con problemas disciplinarios. Las relaciones pedagógicas brasileñas fueron registradas por dos medios: en las rutinas de consejos tutelares de la ciudad de Niteroi y en el discurso de trabajadores de la escuela (profesores, supervisores pedagógicos, psicólogos y asistentes sociales) presentes en cursos de extensión universitaria realizados en la Facultad de Formación de Profesores de San Gonzalo, de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro. En ambos, el control disciplinario por parte de las familias fue la demanda que prevaleció, en un primer momento, frente a todos los problemas existentes en las escuelas.

La insistencia en la necesidad de que las familias “eduquen” a sus hijos para que el trabajo en escuelas sea posible nos instigó a analizar las prácticas institucionales, en el sentido de investigar no hechos a ser constatados, sino las lógicas que subyacen a la lectura de los acontecimientos. En términos de Foucault (1995) un acontecimiento “es siempre efecto, perfecta y bellamente producido por cuerpos que se entrechocan, se mezclan o se separan; pero este efecto no pertenece nunca al orden de los cuerpos” (pp. 11-12), sino a una formación discursiva que produce sujeciones. Así, entender las situaciones como acontecimiento es entenderlas como “una relación de las fuerzas que están en juego en la historia, que obedecen más al azar de la lucha que al destino de una mecánica” (Lechuga, 2007, p. 197), desplazando la idea de fatalidad para instaurar la perspectiva de la posibilidad, sea de diálogo, de aprendizaje, de comprensión de las tensiones y de los sentidos presentes en las relaciones.

Salir de los juicios morales y de la voz de mando de un “deber ser” que define a priori como tienen que ser los comportamientos y lo que puede y no puede suceder en una relación, es una propuesta que obliga a pensar en la composición histórica y política de las relaciones.

Insulto. Hecho cotidiano moralmente inaceptable cuando viene de un estudiante hacia un maestro y convertido en una infracción. Hecho que también puede ser convertido en un acontecimiento y, como tal, una provocación para que colectivamente se piense en significaciones más allá del juicio moral. Preguntas simples que no aceptan respuestas obvias, naturalizadas. Intervenir, como propone Lourau (1993), a partir de análisis colectivos de los que participan del espacio en cuestión: ¿qué produce tal comportamiento? ¿Qué hace que sea recurrente? ¿Cuál es la relación de los estudiantes y de los trabajadores en ese y con ese espacio pedagógico? ¿Por que una palabra hace estremecer una institución?

Instituciones sociales como orden, disciplina, palabras, entre otras nos ayudarán, en este texto, a pensar la producción de la indisciplina como eje analítico de los incómodos que se presentan a diario en el espacio escolar.

La indisciplina como problema

La indisciplina es definida, en este texto, como todo movimiento, actitud, deseo, acto, que huye del control de los responsables por hacer funcionar relaciones instituidas, en los establecimientos que prestan servicios de escolarización. La insistencia por parte de los actores escolares en la indisciplina como problema social relevante y obstáculo externo a la relación pedagógica es una afirmación sustentada, de un lado, por una producción de acuerdo con la cual el joven tiene una naturaleza rebelde o una familia incapaz y, por el otro, una afirmación cargada de un deseo de obediencia, que restituya un orden de autoridad específico. Vista de modo determinista, la indisciplina adquiere un carácter absoluto que impide que los proyectos se lleven a cabo. Cuando la desobediencia es acusada por lo que genéricamente se denomina “problema social”, las prácticas pedagógicas, las relaciones familiares, los contenidos de los medios de comunicación, las políticas públicas, en suma, todas las relaciones más allá del comportamiento institucional están eximidas de los análisis de los llamados “problemas disciplinarios”. Entender a la indisciplina como factor decisivo frente a las innumerables problemáticas que incomodan y afligen a la población, es un modo de aumentar la fuerza de los segmentos acusados de actuar así, como si su comportamiento individual pudiese ser responsable por poner en riesgo a las estructuras instituidas.

La centralidad que ha adquirido la categoría indisciplina ha contado con el soporte de algunos especialistas del área humana y social, cuando la atribuyen a la existencia de “familias desestructuradas”, a la “negligencia familiar” o, de forma genérica, a problemas familiares. Conjugados con la creencia en una naturaleza rebelde del joven inducen a la exigencia de mayor rigor en el orden familiar, así como a la actualísima demanda por “poner límites” a niños, adolescentes y jóvenes, en los lugares en los que conviven sistemáticamente,como en sus casas, en sus escuelas o en los proyectos sociales, convirtiendo los problemas domésticos y pedagógicos en escalas comportamentales. Se trata de una producción compuesta por incontables hilos de la historia que cuenta la emergencia y la actualidad de la sociedad moderna y que requiere ser discutida. Para hacerlo, la perspectiva genealógica puede auxiliarnos, por ser una propuesta de “ver históricamente como son producidos los efectos de verdad en el interior de discursos que no son en si ni verdaderos ni falsos” (Foucault, 1982, p. 7), pero traen un saber histórico que se actualiza, naturalizando las relaciones.

La centralidad de la categoría disciplina en el espacio pedagógico

Michel Foucault denomina a la sociedad moderna como “sociedad disciplinar”, destacando como una de sus características relevantes las innovaciones en los sistemas jurídico y penal, que traen una nueva lectura de los conflictos y de las infracciones, diferente de la que prevaleció hasta los siglos XVIII y XIX, en Inglaterra y en Francia (Foucault, 2003). Basada en la perspectiva positivista, la ley, en la sociedad industrial, pasó a ser entendida como una reglamentación de las relaciones dichas naturales y, así, la infracción se transformó en un enfrentamiento a la naturaleza. A partir de tal lógica, el poder político se convirtió en una instancia esencial para reglamentar el orden natural, propuesto como si fuese apenas un aparato administrativo, defensor de la ley; de la ley de la naturaleza. Los transgresores, por lo tanto, pasaron a ser vistos como elementos antinaturales, perturbadores y enemigos sociales.

Percibe Foucault (2003), y con él una serie de investigadores, que las relaciones sociales en la modernidad tienen, como mayor virtud, la enseñanza de la obediencia, de la afirmación del orden y de la disciplina como elementos esenciales para “convivir en sociedad”. Como si siempre hubiera sido así; como si otros modos de organizarse no cupieran en la historia. Las instituciones centrales a la organización de la sociedad Moderna como el ejército, la fábrica, los hospitales, los juzgados, las escuelas, entre otros, tendrán a la disciplinarización como fundamento para sus prácticas. En el caso de la escuela, ella no solo depende de la disciplina de los cuerpos para funcionar, pero tal vez sea – de entre todos – el espacio por excelencia responsable por garantizar el orden necesario a la cohesión de la sociedad burguesa, instalando, más allá de la disciplina, la lógica disciplinar entre los estudiantes y sus familiares, para lo cual el propio cuerpo pedagógico, gestor de la escuela, tiene que funcionar bajo la lógica disciplinaria, asumiéndola como la única forma adecuada de conducirse. En una sociedad fundamentada en el autoritarismo, no solo requiere la escuela la obediencia en su interior, sino que cabe a ella interiorizar la normalización, para que sea asumida como necesaria y natural para la convivencia y el aspirado “progreso”. Destaca así Foucault la productividad de las relaciones de normalización, que no operan apenas por la contención, sino que destacan el incentivo a adherir a las normas, positivando el orden, las jerarquías, la obediencia, en la certeza de que son esenciales para la vida social.

No es una casualidad que la escuela tenga una historia de enclaustramiento –forma preponderante con la que emerge. Alvarez-Uría y Varela (1991), en su estudio arqueológico, muestran que la construcción del espacio cerrado, en la forma de convento, es el espacio privilegiado para instalar los mecanismos de gobierno del siglo XIV al XVII, en los que la implantación de los mecanismos disciplinarios es el objetivo prioritario. Más aún, estos son colocados como precondición para que haya enseñanza. El conocimiento escolar pasa a ser entendido a partir de reglas de orden, a las que todo conocimiento técnico y científico se subordina. Sin embargo, no se trata de reglas universales – aunque sean enunciadas como tales – pues en la práctica son diferenciadas en función de la inserción o condición de los alumnos, o como dicen los documentos que organizan la educación escolar, inclusive hasta el siglo XX, de su naturaleza social.

Así, el confinamiento en el espacio escolar es un mecanismo de control eficiente para la introducción de las nuevas normas producidas en la sociedad burguesa, que se inicia con el distanciamiento de la familia de los pupilos. Práctica fundamental, matizada, no obstante, por la condición de clase, observando que los más pobres fueron más distanciados de sus familias, no solo en función “de contenidos y actividades sino que la dureza del encierro, el rigor de los castigos, el sometimiento a las órdenes, el distanciamiento de la autoridad” (Álvarez-Uría & Varela, 1991, p. 32) siempre varió de acuerdo con el medio social. Si bien es cierto que van instituyéndose los contenidos académicos, de los cuales también hacen parte las normas, estos se diferencian desde temprano de acuerdo con la inserción de clase. Como presentan los referidos autores en su investigación, los nobles son los que más van a la escuela y son menos contenidos, aprendiendo los fundamentos de la llamada “vida culta”, mientras los pobres son sometidos a controles disciplinarios mucho más rígidos, orientados a servir con el aprendizaje técnico de los oficios.

La vigilancia cotidiana y minuciosa a la que es sometido el estudiante (así como todos los que trabajan en los espacios disciplinares) hace con que se aprenda una noción fundamental: que la proximidad física no significa proximidad afectiva, sino afirmación de las jerarquías que se internalizan, demarcando la diferencia entre convivencia cotidiana familiar y convivencia cotidiana formal. Producción (o estudio, como preparación para la producción) y relaciones comunitarias se distancian, demarcando la separación entre la vida privada y la vida productiva. Lógica que cimentará a la escuela con el enclaustramiento y el distanciamiento de los estudiantes de sus familias. La demarcación entre la escuela, el trabajo, el hospital, la fábrica o cualquier espacio de actividad formal y los espacios familiares es imperiosa, pasan a ser escindidos. Como señala Max Weber (1977), la separación entre el trabajo remunerado y la familia es un elemento fundacional del capitalismo moderno.

El espacio pedagógico como mecanismo de biopoder se organiza con el advenimiento del modelo escolar, utilizando técnicas disciplinares para los más ínfimos rincones y momentos de la escuela, desconstruyendo el sentido de las relaciones sociales precedentes, basadas en lazos comunitarios, y afirmando jerarquías y normas propias de los tiempos modernos. La subjetividad-individuo será uno de los efectos del proceso de disciplinarización que la práctica pedagógica producirá, utilizando métodos de estímulo, tales como la competitividad. Subjetividad esta fundamental para la lógica privada de la sociedad capitalista, el funcionamiento del proceso productivo y, con él, el proceso de control político. No se trata de despertar una curiosidad sobre un tema y tener un afán por su profundización, sino de que los alumnos se destaquen al cumplir tareas, por ser los primeros en conseguir, individualmente, los hechos que indiquen que los efectos de la normalización operan eficientemente. Coherente con las nuevas demandas del mundo moderno, la escuela no garantiza tanto un saber, cuanto técnicas de domesticación y de internalización de normas utilizando mecanismos que en nada se asemejan a los rudos métodos tradicionales de control. La tecnología del poder pasa a ser una estrategia esencial al ejercicio de la dominación. Para ello, la sociedad moderna “tiene una ambición pedagógica: el conjunto de instituciones que consolidan la vida urbana tiene la perspectiva de corregir para formar, de tejer una subjetividad domesticada, no para inhibir sus fuerzas, sino para multiplicarlas y normalizarlas” (Rocha, 2005, p. 3).

No cumplir con las metas es entendido como un boicot, como una incapacidad del individuo o un reto al orden establecido asumido como natural y no como una opción. La normalización es la referencia para pensar las relaciones y evaluar los comportamientos que caerán en las redes de la infracción y serán sometidos a las normas disciplinarias que castiguen al individuo con el fin de evitar la repetición del “desvío” e inhibir a los que por ventura piensen seguir los pasos del “trasgresor”. La producción del trasgresor se da como un reto a la sociedad y no como una relación de discordancia, demandando el castigo como un compromiso en favor tanto de la persona indisciplinada, cuanto de la sociedad. El castigo es asumido como corrección de los daños provocados por la indisciplina, definidos por escalas que van de la confesión de arrepentimiento y vergüenza, humillación, pago de los daños a los bienes colectivos, a la exclusión de cierto espacio (suspensión) e inserción en otros destinados a los indeseados (cambio de grupo o escuela). Tales prácticas presentan un modo de definir y de comprender lo que se delimita como “necesidades” pedagógicas, asumiéndolas como condición para la vida colectiva civilizada. Es un modo naturalizado de afirmar una sociedad basada en jerarquías que se organizan para la funcionalidad de un sistema de vida en serie sin dejar trasparecer los sentidos que se le da a la vida cuando adoptados mecanismos que contribuyen a mantener el orden instituido.

Frente a comportamientos imprevisibles o amenazadores a los poderes instituidos, la mirada disciplinaria opera por medio de contención, coacción, inhibiendo cualquier movimiento singular, creativo, evitando cualquier movimiento de lucha y, en esa medida, de reterritorialización de las relaciones. Los mecanismos disciplinarios son los que organizan las relaciones pedagógicas en escuelas o en espacios no formales, como los proyectos sociales, construyendo la certeza en todos de que un cuerpo obediente es un cuerpo con mayor acceso a las estructuras. La sociedad moderna instaura la lógica disciplinaria a partir de la positividad de parámetros de verdad, sostenidos en naturalizaciones presentadas en forma de reglas que operan a favor de lo establecido como normal. La lógica de control es producida como fundamental para la vida, vedando otras posibilidades de ser, sentir, mirar, relacionarse, vivir…

Orden? Qué orden?

La lógica de las relaciones sociales, en la sociedad industrial, obedece al ritmo del capital, que es ininterrumpido y elemento dinamizador de la producción en serie. Es una producción mecánica, basada en la tecnología, para la cual la producción maquínica de los sujetos es condición esencial. Cuando Marx (1974) define el modo de producción y, en él, la correlación entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales engendradas en su contexto, permite pensar que, de la misma forma que se desarrolla una tecnología-máquina, es absolutamente indispensable que se desarrolle un individuo-máquina para el proceso productivo.

Pensar en un individuo libre, pero circunscrito a relaciones de trabajo en las que se inserta de modo fragmentado – sea porque el trabajador asalariado no posee los medios de producción, sea porque participa apenas de uno de los momentos del proceso de producción sin condiciones de dominarlo como un todo, o sea, aún, porque su condición de trabajador no le asegura ni la propiedad ni el acceso a los bienes que produjo – es pensar en la producción de un individuo-máquina que se acepte y se reconozca desposeído, fragmentado y explotado. Un trabajador forjado por un proceso de subjetivación, desde temprano, que naturalizará la sujeción – un fundamento esencial a la producción capitalista. Para la producción industrial y el correlativo consumo en serie, es necesario producir cuerpos dóciles en serie. Son movimientos concomitantes, vinculados, engranajes de la misma máquina que escupirá objetos repetitivos, absorbiendo movimientos repetitivos, orientados al ideal de la sociedad del capital, que es la reproducción del capital; a su reproducción, tan rápida cuanto posible. Tal agilidad, básica para la realización del ciclo del capital tiene como condición la eficiencia que, a su vez, depende de la capacidad de inserción de la fuerza de trabajo a la lógica y al ritmo con el que las máquinas operan.

Personas obedientes y ordenadas tal vez sea el producto más precioso e indispensable para la realización del capital. No se trata apenas de obedecer por una relación de sometimiento, sino de confundirse con una pieza, de ser un engranaje de forma tan imantada que en el fluir del montaje no se reconozca en donde acaba el trabajador y en donde empieza la materia inerte: un proceso de sujeción que incita a todos a desear ser cada vez más productivos, y a confiar en el funcionamiento del sistema a partir del simple gesto de aceptar las reglas.

Discursos que desde temprano niños y jóvenes oirán, en el sentido de “sumarse a los procesos” y no alterar el orden, para efectivamente “contribuir”, indican el silenciamiento necesario al funcionamiento del mundo moderno; a la producción de la vida en serie. Un silenciamiento que no es una omisión, sino una adhesión a la vida por medio de reglas que son internalizadas no sólo como correctas, sino sobre todo como necesarias. Como dice Jorge Ramos do Ó (2006) el buen alumno “es aquel que sabe medir las consecuencias tanto de sus actos como de las formas de comportamiento a través de reglas interiores que resultan de sus experiencias personales, o sea, de una adaptación espontánea a la vida escolar” (p. 15).

La normalización característica de la sociedad capitalista, presente en los procesos pedagógicos y condición para su realización, ha producido cada día más tensiones cuando se constata que las normas disciplinarias construidas y defendidas sea en las escuelas o en los proyectos sociales no garantizan el “éxito individual” prometido con el discurso de la obligatoriedad de la educación institucionalizada. Participar de la educación escolar o extra-escolar no ha garantizado el llamado “suceso” o “integración social”, comprendidos como el acceso a medios que garanticen ingresos financieros que den capacidad de consumo. La justificación de que obedecer las reglas es condición para la educación colectiva se ha tornado cada vez más cuestionable, vista por muchos como un engaño, una mentira y, como toda mentira, una violencia.

Sistemáticamente, los estudiantes que son conducidos a los consejos tutelares por su comportamiento en la escuela o porque abandonaron los estudios argumentan que ese lugar no tiene sentido para ellos, que no se sienten respetados y que muchos de los que salen de la escuela no consiguen modificar sus condiciones de vida. Una de las mayores demandas que llega a los consejos tutelares es la acusación de insubordinación, indisciplina, desobediencia, en la figura del “mal comportamiento de niños y jóvenes”, para los que se ha revertido la responsabilidad (para ellos y sus familias) por estar en un lugar que es obligatorio, en el nombre de su bien.

Un aporte interesante a este debate es la idea de Guattari (Guattari & Rolnik, 1986) sobre la infantilización en cuanto función de la economía política y de la economía subjetiva, para cimentar la condición de dependencia del Estado. Para este autor, tal proceso se da a través de la segregación producida por sistemas jerárquicos fijos y de la culpabilización, a partir de modelos totalitarios de modos de ser, pensar, actuar, sentir. Son modelos fijos de control de cuerpos y mentes en un sistema mutante, que depende de su capacidad de circulación y de actualización para sobrevivir. Una paradoja, la de fijar modelos de comportamientos sin espacios formales para que sean actualizados o, más bien, sin el reconocimiento formal de las actualizaciones que son operadas, en un mundo cuya marca es la actualización permanente de las verdades, de las tecnologías y de las potencialidades. Cuando los jóvenes no responden a cierto modelo, no quiere decir que tengan algo de menos, algún defecto orgánico, sino que operan por otras lógicas que una perspectiva pedagógica patronizada no puede entender.

Si por un lado la lucha por la supervivencia es clara cuanto a la necesidad de que cada quien construya sus salidas personales, espontáneas, por el otro, la demanda de un comportamiento único por parte de todos es nítidamente producida como forma de control. No obstante, los espacios cerrados, tales como las escuelas, fundamentales en la emergencia de la sociedad disciplinar, se tornan inhábiles para acompañar los movimientos intensos y cada vez más dispersos del siglo XX.

Los medios de comunicación, por ejemplo, pasan a ser fundamentales en la afirmación de reglas y formas de vida reconocidas como correctas, basadas en la potencialización de la individualización y, por ende, de la familia como responsable por nutrir su vena superpotente de responder ante el poder público por el orden social. Al mismo tiempo que el individuo occidental se va individualizando cada vez más, los mecanismos de control van expandiéndose para alcanzarlo en los rincones del espacio abierto. Conforme indican Foucault (1988) y Deleuze (1992), se trata de la sociedad de control, que opera por totalizaciones, cuyo ideal es la anulación de otras virtualidades. Entre tanto, no se puede perder de vista que, como señala Guattari (Guattari & Rolnik, 1986), las totalizaciones, en sus producciones, van creando “márgenes” y “mecanismos corrosivos” que huyen del ideal de universalidad.

Cuando definido un único modelo de ser (niño o joven), una identidad que pasa a ser exigida para poder participar de los lazos comunitarios, también se está definiendo una naturaleza para la relación social “juventud” o “infancia”, esperando que esta se paute por una única norma, bajo pena de ser interdictada y coaccionadas las personas, caso ensayen formas singulares de existir. Una de las formas de violencia es definir, por ejemplo, niños como “curiosos” y jóvenes como “rebeldes” por naturaleza. Al definirles una naturaleza es inhibida la posibilidad de pensar en otras formas de ser niño o joven, de que ellos piensen de otras formas y de dar sentidos diferentes a los que fueron instituidos en relación a lo que hacen, dicen, sienten, quieren. Lo que se distancia de la norma pasa a ser anormal. Muchos estudios en áreas como medicina, psicología, servicio social, sociología, historia, antropología, pedagogía, en las ciencias de manera general, definen a los niños y a los jóvenes minuciosamente en sus diversas etapas, con rigor técnico[3]. Si seguidos tales abordajes metodológicos, no habría mucho para inventar frente a las verdades consagradas. Apenas habría que seguir las escalas, los modelos, y buscar medios para ajustar las desviaciones.

Bajo tales perspectivas, la familia es convocada a “colaborar”, como si la cuestión de la educación/formación de las jóvenes generaciones fuese técnica y no un fundamento político esencial al ejercicio del poder. Aliada fundamental para articular los conocimientos que van invadiendo los cuerpos, la familia se convirtió en un blanco para las quejas por las “desviaciones” de sus hijos, sin pensarlos como los o sus estudiantes. Poco se construye en términos de espacios para escuchar a estudiantes y sus responsables, para que los trabajadores de las escuelas y de los proyectos sociales formulen sus cuestiones y analicen su realidad, para la formación de colectivos, lo que vemos es el destaque a relaciones individualizadas, basadas tanto en modelos comportamentales y académicos, cuanto en amenazas que, en Brasil, salen del ámbito escolar para instalarse en los consejos tutelares, los cuales invaden cada vez más la vida de las familias en nombre de cumplir su deber de garantizar los derechos establecidos en la ley.

La experiencia de los cursos de extensión realizados en la Universidad del Estado de Río de Janeiro con trabajadores de la escuela muestra que el debate abierto, destituido de los modelos y metas institucionales, lleva a que elementos que van mucho más allá de las relaciones interpersonales sean aportados para entender los disgustos del trabajo cotidiano. Al hablar de las dificultades de la escuela, sin tener que hacer evaluaciones, sin tener que localizar culpables, la organización interna del trabajo, los programas y los criterios que son impuestos por la administración gubernamental, las dificultades académicas de los profesores, entre tantos otros elementos, trajeron enorme densidad a algo que parecía tan obvio y hasta ajeno, cuando localizado como un problema fuera de la escuela.

La práctica individualizada no se da sólo en relación a los estudiantes. Los trabajadores aprendieron desde los bancos escolares a vivir sus cuestiones como problemas personales y tampoco cuentan con espacios para compartir, dividir, producir colectivamente. La rigidez coactiva se acentúa a medida que los conflictos avanzan: reglas más duras, penas más dolorosas y amenazadoras, entendidas como símbolo de dedicación y empeño. La demanda por dar límites a los más jóvenes es un clamor que atraviesa simultáneamente a la familia y a los espacios pedagógicos. El poder discrecional emerge con tanta potencia, que vemos desde finales del siglo XX en Brasil y Argentina la construcción de legislaciones dedicadas a nivelar las formas de coacción, obligando a las familias y a los trabajadores del ámbito pedagógico a adoptarlas, premiándolos por el alcance de metas, cueste lo que cueste. Tareas, pruebas, formas de vestirse, cantidad y tipo de alimentación, entre tantas otras prácticas, pasaron a ser cada vez más sometidas a juicio a partir de modelos definidos como ideales. Seguirlos es un modo de obedecer y mantener cierto orden que, como toda relación definida a priori, produce violencia.

La palabra y la violencia

Para iluminar la relación entre la legislación y los campos comportamentales de niños/as y familias, especialmente de sectores populares, el trabajo académico ha recurrido a la noción de gobierno, en tanto conducción de conductas. En particular, las formas subjetivas promovidas por dispositivos escolares y saberes hegemónicos han sido analizadas en su vinculación con moralidades y sensibilidades que, para el caso de Argentina, se vinculan con el modelamiento de un tipo de ciudadano particular (Corea & Lewkowicz, 1999; Narodowsky, 1999). Estos estudios han enfocado la relación del Estado con las familias de sectores populares, y han señalado el carácter totalizador de la disciplina, encarnada en la escuela, y a partir de él, han permitido comprender la vinculación entre la escolarización y las aspiraciones civilizatorias del naciente Estado nacional. La racionalización de las relaciones y prácticas sociales mediante la interconexión de aparatos de control social permitía la sujetación de individuos autoregulados.

En la mayoría de los trabajos que analizan el carácter disciplinar del dispositivo escolar se atiende en especial la relación de clase y en muchos momentos es posible pensar, con ciertas lecturas, que es determinante. Por lo mismo, colocar la mirada en sectores medios y altos resulta de interés para analizar las particularidades de las relaciones normalizadas no sólo cuando vinculadas a la pobreza. Al mismo tiempo, permite abrir preguntas sobre la transformación de las gramáticas de control y gobierno que, aún concentrándose en la disciplina, se encuentran en un contexto histórico que Fraser (2003) denominó de “flexibilización”, en el que presupuestos centrales del gobierno disciplinar (la organización de la regulación social con base en el Estado nación y el papel de “lo social”) van adquiriendo otras significaciones en función de las nuevas configuraciones de las relaciones disciplinares, en una sociedad que ya no se centra en el modelo del fordismo con base en los Estados nacionales y con un espacio social no mercantilizado. En el trabajo de observación realizado en una escuela pública de Buenos Aires a la que asisten sectores medios y altos, vinculados mayormente con las fuerzas armadas, de un barrio de sectores acomodados y de familias tradicionales, detectamos que la “indisciplina” de un grupo de niños de 4to grado resultó el tema central de conflicto en el año lectivo (2016). En este proceso, diversas interpretaciones fueron puestas en juego, y con ellas, estrategias de intervención y formas de conflicto entre maestros/as, directivos y madres/padres.

El “problema” fue presentado en la primera reunión anual por la maestra: “con estos chicos no se puede trabajar, son violentos”. Esto es, niños y niñas jugaban de modos “excesivamente físicos”, hablaban demasiado en el aula, utilizaban insultos para comunicarse, y en general, hacían caso omiso a la presencia de la maestra. Frustrada, la maestra dijo no saber ya qué hacer. Uno de los niños en particular, que dice de sí mismo, casi con orgullo, que “la psicóloga me dijo que tengo problemas para aceptar los límites”, dijo en clase que la maestra “no era quién para decirle qué hacer”.

Un par de reuniones luego, y después de algunas notas colectivas de un grupo de madres/padres solicitando alguna intervención externa, se produjo una reunión en la que se iba a presentar el programa de intervención del Ministerio de Educación de la Ciudad, denominado “Vínculos Saludables”. La intervención de este programa consistía en una asamblea periódica en la que se proponía “conversar, reemplazar la violencia por la palabra”. Ante la pregunta retórica de un padre, “¿por qué hay tanta violencia?”, el psicólogo responsable por el Programa respondió “bueno, esto es un problema de falta de respeto a la autoridad que viene desde los hippies”. La respuesta causó malestar visible entre algunos padres, a los que la directora de la escuela admonitoriamente señaló “ustedes se portan peor que los chicos”.

Algunas madres propusieron actividades específicas para lidiar con el problema. Una de ellas mencionó que “yoga y meditación, hace milagros con los chicos”. Otros adultos, por el contrario, señalaron que era necesario que madres y padres enseñaran a sus vástagos a respetar las reglas, otros/as mencionaron problemas relativos al manejo de los tiempos de la clase y las contradicciones entre el programa de intervención basado en los acuerdos, y una política de castigos que no era reconocida por la escuela. Sin poder llegar a un acuerdo, al momento en que escribimos este artículo (noviembre de 2016) el conflicto ha escalado a una tensión desembozada entre madres y padres y cuerpo directivo, que no acuerdan el mejor modo de intervención.

Tres ejes de discusión surgen de esta situación: el papel del discurso psi en la individualización y familiarización del conflicto y su extracción del espacio institucional; el tratamiento de los comportamientos disruptivos como violentos, comprendiendo a la violencia como carente de significación, y a la acción como una “falta de palabra” para resolver los problemas y, finalmente, la falla de los dispositivos de gobierno, y la producción de sujetos cuyo comportamiento cae sistemáticamente por fuera de las demandas institucionales de sumisión y orden.

El discurso psi es central al campo de infancia. Para Rose (1996), es así porque permite la traducibilidad entre el campo científico y el campo de intervención profesional, a partir de la psicologización de dominios, problemas, prácticas y actividades (que van desde educar a un niño, a criar un bebé o reformar un delincuente); opera mediante la constitución de nuevos objetos y problemas, especialmente aquellos de la normalidad y del riesgo, y finalmente permite la construcción de la “persona” como un sujeto calculable, motivado, social y cognitivo. En efecto, en el caso argentino, a finales del siglo XX los saberes psi dotaron de sentidos y campos de acción a la protección de derechos de niños y niñas, y construyeron una imagen al “niño-sujeto-de-derechos” (Llobet, 2014). Un proceso análogo se vive en Brasil, a partir de 1990, cuando se decreta como ley el “Estatuto del Niño y del Adolescente”, y la referencia a tales sectores pasa a ser vinculada a la condición de los derechos. Tal imagen era movilizada por los actores de los sistemas de protección de derechos[4] en nombre de alejar y deslegitimar concepciones sobre la infancia de índole moralista, atribuidas centralmente a los actores del denostado “paradigma tutelar”.[5]

Derivado de esta centralidad del discurso psi, paulatinamente se dio una traducción de la conflictiva social e institucional a síntomas subjetivos derivados de la inadecuación familiar de niños y niñas atendidos en los organismos de protección de derechos. En ese marco y con fuerza a partir de la década de 2000, la violencia intrafamiliar y el maltrato (Grinberg, 2010; Schuch, 2009) configuraron con mayor intensidad las intervenciones con carácter medicalizantes y se tornaron preocupaciones centrales. El discurso psi, con su distribución de explicaciones y causas cumple así un papel institucional de relevancia, en tanto permite colocar fuera de las relaciones y dispositivos político-pedagógicos el problema del comportamiento infantil. La indisciplina, ya diagnosticada como violencia es, entonces, antes que una relación, un síntoma que el individuo expresa en el contexto escolar.

El discurso psi y patologizante tiene también un papel en las novedosas formas de intervención vinculadas con la pacificación. Los sujetos de los bordes institucionales (Das & Poole, 2004) son concebidos como “escasamente socializados” en la ley, según esta antropóloga, o bien pueden ser pensados como insuficientemente civilizados. Así, nociones de déficit simbólico y de desubjetivación vienen en auxilio de las instituciones escolares y educativas de manera general, para proveer de una lectura subjetivista de las dinámicas que dificultan el quehacer docente.

Híbrido entre la disciplina fordista y la flexibilización (Fraser, 2003), las intervenciones buscan tanto la clásica traducción de la interioridad del sujeto mediante la palabra, como la reducción de la indescifrabilidad que representan los niños, la modulación de la incertidumbre que presentifican. Las tecnologías de mejoramiento del self y las formas de “pacificación” mediante la palabra, parecen encontrar un sujeto indócil al que ofrecer técnicas de autocontrol, pero al mismo tiempo, un sujeto extraño que presentifica un riesgo, que muestra el carácter fluido, provisional, frágil, de los acuerdos que hubieran podido mantener la normalización disciplinar. La violencia es así más que sólo indisciplina. En su viejo costado de peligrosidad y riesgo (Castel, 1986), aparece como una amenaza intergeneracional que se vincula con la ruptura de la trama de lo social. El reemplazo de las estrategias disciplinares de la escuela por entrepreneurs del mejoramiento del self permite considerar como estas lecturas individualizantes del conflicto producen “zonas de rezago” y formas des-estatalizadas de gobierno (Fraser, 2003) en donde actores mercantiles y cuasi-mercantiles disputan o complementan con los dispositivos estatales la “conducción de la conducta” de los individuos con “incapacidades personales” o en busca de un mejoramiento de las capacidades que poseen.

Para Fraser, los modos de subjetivación del presente renuncian al universalismo fordista para abrazar formas de gubernamentalidad segmentadas en las que coexisten la autoregulación con la represión brutal. Bajo esta racionalidad, algunas estrategias ensayadas en los espacios pedagógicos se vinculan precisamente con la convocatoria a la “voz infantil”, apelando a la curiosidad y el manejo singular del interés y el deseo de aprender. No obstante, frente al silencio o a la vocinglería que enuncia lo que no se espera, frente al desinterés y la autogestión del aburrimiento de niños cuyo lugar social los coloca en el contexto global de los que podrían sumar a la hipercompetitividad y la hiperconectividad, la escuela y muchos proyectos sociales no saben qué hacer, y recurren a la familiarización y a la individualización psi de lo que nombran “indisciplina” y juzgan como “violencia”.

Así, se visualiza un carácter relativamente “fallido” de los efectos de control articulados en la escuela, pero persistente de los efectos de verdad en tanto su eficacia en la producción de sujetos sobre los que no sea necesaria la constante y desgastante intervención se ve cuestionada, lo que hace a la necesidad de integrar estas dudas a un marco de comprensión que las visibilice.

Será necesario comprender si las lecturas provistas por el discurso patologizante e individualizante no se ubican, precisamente, en el campo de eficacia del reemplazo de lo social[6]por modulaciones mercantilizadas que articulan mejor en este momento histórico las formas de segmentación y perfilamiento de los individuos. Bajo tal perspectiva, las relaciones intensamente mercantilizadas se expresan, para aquellos que ya no serán interpelados como “ciudadanos” ni como “trabajadores”, en un proceso de exclusión de posiciones subjetivas legitimadas, y/o encuadrándolos en relaciones de intensa represión (llegando al exterminio). Al mismo tiempo, esta segmentación y el perfilamiento ya no parecen encontrar en la escuela su instancia privilegiada de clasificación. Las dificultades que encontramos en nuestro trabajo, en Buenos Aires, relativas a los encuadramientos, interpretaciones y procesamiento de los comportamientos que desde la escuela se procura nombrar como violentos para reconducirlos al espacio de la trama biográfica y subjetiva, parecen permitir una interpretación provisional. Esto es, la trama de modulaciones en las que en este momento histórico se vehiculizan los proyectos de gobierno, encuentran en la escuela una instancia más, que ya no provee un tipo de tratamiento sustantivo requerido a la gramática de la gubernamentalidad.

La producción de otras miradas – la construcción de otras prácticas

No cabe la menor duda de que la norma disciplinar es subjetivada como una necesidad para regular las relaciones sociales. Sin embargo, Guattari (Guattari & Rolnik, 1986) aporta contribuciones para pensar en movimientos desplazados de las totalizaciones que las producciones subjetivas han operado, entendiendo la desviación de la norma no como trasgresión, sino como ruptura producida por “procesos de singularización”. Una propuesta que positiva las normas no solo por sus efectos de obediencia, sino también por los efectos múltiples que escapan a su previsibilidad. Desconstruye la lógica dicotómica positivista que demarca el bien y el mal, el obediente y el desobediente, como verdades cristalizadas, asumidas como naturales. Terrenos inusitados construyen nuevos horizontes.

Como dice Kátia Aguiar (1997), “la transformación de lo existente solo es posible a través de la ruptura con el modo de subjetivación hegemónico, o sea, tal transformación se da al operar revoluciones permanentes” (p. 96). Modulaciones de las lógicas disciplinarias pueden producir rupturas cuando la mirada hacia la transgresión de las normas sea de interrogación y no de rechazo. Son transformaciones sutiles pero intensas, que dejan pistas para otras estrategias de sociabilidad basadas en las interrogaciones (Aguiar, 1997) y no en los juicios.

Los actos definidos como indisciplinados, bajo la perspectiva de Guattari (Guattari & Rolnik, 1986), no cargan una preocupación con su regularidad, sino instalan un debate sobre el sentido de las relaciones, el funcionamiento de las prácticas, las lógicas de poder instituidas, dando visibilidad a procesos instituyentes que pasan desapercibidos cuando capturados bajo la forma de trasgresión, de indisciplina. Rotular es capturar, sin permitir colocar en análisis lo que está siendo producido con actitudes que incomodan, que huyen a la regla, pero que hablan de muchas otras lógicas y posibilidades de vida.

Un pensar colectivo, con dimensión histórica, sin lugares comunes salvadores de la incomodidad, puede convertir a los espacios habituales, íntimos, en territorios extraños y necesarios de ser explorados para que las respuestas listas y certeras que instrumentalizan las prácticas suenen como un discurso difuso e inconsistente. Una propuesta instituyente. Toda respuesta, toda certeza, pasa a ser un reto a ser enfrentado con lentes que presenten perspectivas inusitadas.

Por no tener un espacio instituido y, aún más, por sufrir coacción cuando tornados evidentes o incómodos, los procesos de singularización tienden a ser movimientos espontáneos e incluso, a veces, individuales. En general son poco visibles por escapar de las formas instituidas – por eso mismo singulares – aunque indiquen fuerzas presentes, vivas, en la búsqueda por espacios de creación. Hay que observar la emergencia de fuerzas que, si no sofocadas, inventan mecanismos para intervenir en las relaciones establecidas, afirmando procesos de singularización; potencializando su expresión instituyente. Por esta mirada la indisciplina no es un error, sino un embate, potencia, posibilidad de nuevas virtualidades y, como señala Heckert (2004) en relación a la experiencia en la escuela:

en los modos de gestión que están en acción en la escuela se expresa la multiplicidad de líneas y será en la composición de estas líneas que se gestarán maneras que aprisionen y expandan las posibilidades de crear prácticas educativas que faculten ejercicios de autonomía. (p. 16)

Es así que la escuela parece requerir hoy una doble torsión. Por un lado, aquella largamente reclamada en relación con la construcción de autonomía y la capacidad de transformación de las lógicas de control en función de “hacer lugar” a lo singular. Pero por otro, parece necesario que se reconstituya como un lugar en sí misma, que sea capaz de anudar horizontes de deseo y de ilusión, capaces de reconstituir algo del orden de lo universal como promesa de igualdad, alejándose de un contexto de multiplicación de lo individual[7] que anula tanto lo singular como lo común.

REFERENCIAS

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Notas

[1] Gestores, en este texto, es la referencia a todos los que trabajan en los establecimientos pedagógicos y de asistencia, sea como profesores, instructores, porteros, cocineros, supervisores, directores, consejeros tutelares etc. Los usuarios son los que van a los establecimientos en busca de un servicio, sea voluntariamente u obligados, como es el caso de los primeros grados de escolaridad.
[2] El consejo tutelar es un órgano instituido en Brasil por una ley federal en 1990 (Estatuto del Niño y del Adolescente), para que produzca los movimientos necesarios para garantizar los derechos. Cada ciudad debe tener por lo menos un consejo tutelar con cinco consejeros que deben vivir en tal circunscripción, en la que son elegidos por el voto popular.
[3] Un importante texto que cuestiona el abordaje esencializado sobre la juventud es él de Cecília Coimbra y Maria Lívia Nascimento (2003). En sociología Durkheim ofrece en su obra una base importante sobre las características naturales de los estudiantes. Algunos elementos están presentes en su texto A Evolução Pedagógica (1995). En psicología elementos de la obra de Piaget han sido utilizados en el curso de pedagogía para determinar etapas naturales de los estudiantes.
[4] Esto es, una red de instituciones que implementan las normativas de protección de derechos nacionales adoptadas a partir de la suscripción de la Convención Internacional de los Derechos de los Niños (CDN). Para el caso argentino, por ejemplo, se trata de oficinas de recepción de denuncias de situaciones de violencia, malos tratos o “negligencia” hacia niños y niñas menores de 18 años, junto con escuelas, centros de salud, etc., esto es, toda institución que provea servicios que garanticen el acceso a derechos para niños y niñas.
[5] En la década de 1990 hay un movimiento tanto en Argentina cuanto en Brasil de “superar” la perspectiva tutelar caracterizada por lógicas de protección basadas en la subordinación de los asistidos, y construir políticas de garantía de derechos, pensando en la lucha por la autonomía de las familias. Una referencia en relación a tal debate es el texto de Esther Arantes (2009).
[6] Para Arendt y Donzelot, retomados por Fraser, lo “social” constituye un denso nexo en el que se interconectan las instituciones de control social, compartiendo una misma reserva de prácticas de racionalización y una gramática de gobernamentalidad común. En el planteo de Fraser, “lo social” se vincula orgánicamente con el estado-nación y en particular, con la disciplina fordista, en tanto la regulación social en la zona de “lo social” componía una contraparte no mercantilizada del régimen de acumulación capitalista. En el contexto contemporáneo, Fraser plantea que se evidencia una “global tendency to destructure the zone of the (national) social formerly the heartland of fordist discipline. Decreasingly socially concentrated, and increasingly marketized and familialized, postfordist process of social ordering (…) globalization is generating a new landscape of social regulation, more privatized and dispersed” (200, p. 166)
[7] Nos referimos metafóricamente también a la transformación de los modelos productivos, en el que a la producción Just-in-Time que reemplazó al fordismo, se sobreagrega un perfilamiento de los patrones de consumo de modo de llegar a producir para un consumidor individualizado.
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