Dossiê
La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones
The rhetoric in Laclau: perspective and tensions
A retórica em Laclau: perspectiva e tensões
La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones
Simbiótica. Revista Eletrônica, vol. 6, núm. 2, pp. 51-73, 2019
Universidade Federal do Espírito Santo

Resumen: Este trabajo analiza el papel central que Ernesto Laclau otorga a la retórica dentro de su teoría de la hegemonía. Además, se consideran ciertos problemas que se han derivado de la concepción del lenguaje en Laclau y de su idea de “retoricidad total” que impiden el análisis crítico del uso de las figuras retóricas y cierta limitación para pensar la agentividad de los sujetos, en particular en su papel de retor. Finalmente, postulamos la necesidad de pensar en grados de retoricidad y en el reconocimiento de cierta base de significaciones sedimentadas, que permitirían la crítica, sin exigir la literalidad de un lenguaje “objetivo”, ni implicar la búsqueda de una sutura imposible.
Palabras clave: Laclau, Retórica, Hegemonía, Crítica.
Abstract: This paper analyzes the central role that Ernesto Laclau gives to rhetoric within his theory of hegemony. In addition, certain problems that have been derived from the conception of language in Laclau and from his idea of “total rhetoricity” are considered. These problems constrain the critical analysis of the use of rhetorical figures and some limitation to think about the agentivity of the subjects, particularly in their role of retor. Finally, we postulate the need to think about degrees of rhetoric and the recognition of a certain base of sedimented meanings, that would allow criticism, without demanding the literality of an “objective” language, nor imply the search for an impossible suture.
Keywords: Laclau, Rhetoric, Hegemony, Critic.
Resumo: Este artigo analisa o papel central que Ernesto Laclau atribui à retórica em sua teoria da hegemonia. Além disso, são considerados certos problemas que derivam da concepção de linguagem em Laclau e de sua ideia de “retoricidade total” que impedem a análise crítica do uso de figuras retóricas e alguma limitação para pensar a agentividade dos sujeitos, em particular em seu papel de retor. Finalmente, postulamos a necessidade de pensar em graus de retoricidade e no reconhecimento de uma certa base de significações sedimentadas, que permitiriam a crítica, sem exigir a literalidade de uma linguagem “objetiva”, nem implicar a busca de uma sutura impossível.
Palavras-chave: s: Laclau, Retórica, Hegemonia, Crítica.
La retórica en Laclau: perspectiva y tensiones
Introducción
Uno de los grandes aportes de Laclau a una teoría de la hegemonía es el lugar que le reserva a la retórica. Sin embargo, sorprendentemente esta cuestión ha sido muy poco desarrollada por sus seguidores. De hecho, en el que podría considerarse el libro con la mayor sistematización teórico-metodológica elaborada por integrantes de esta escuela, Glynos y Howard (2007) no les dedican casi ningún lugar a las figuras retóricas. Consideramos que esto se debe a ciertos déficits en la concepción del lenguaje en Laclau, y a una idea de “retoricidad total” que impiden el análisis crítico del uso de las figuras retóricas y cierta limitación para pensar la agentividad de los sujetos, en particular en su papel de retor. En este trabajo avanzaremos sobre estas tres cuestiones, pero antes reseñaremos el papel de la retórica en la teorización de Laclau.
1. La retórica en Laclau
1.1. Hegemonía y figuras retóricas
52
En los primeros textos de Laclau no hay un abordaje de la retórica. Así, en Política e ideología en la teoría marxista, el uso del término “retórica” era claramente negativo, como algo de poco valor: “un mero concepto retórico” (LACLAU, [1977] 1978, p. 193), o “en un mero nivel emocional o retórico” (LACLAU, 1977, p. 214); obsérvese que también lo
“emocional” era planteado como algo no importante. Tampoco en el primer trabajo en el que le dedica un lugar central a lo discursivo, una ponencia presentada en Montreal en 1979 (LACLAU, [1979] 1985a), aparece la retórica. Y lo mismo acontece con las participaciones en los encuentros de Morelia de 1980 (LACLAU, [1980] 1985b) y Oaxaca de 1981 (LACLAU, [1981] 1986).
Laclau recién aborda la cuestión de la retórica en Hegemonía y estrategia socialista, y su emergencia se da a partir del concepto de “cadena de equivalencias” como un elemento clave en la construcción de la hegemonía. El concepto de hegemonía supone un campo teórico dominado por la categoría de articulación, en la que a través de operaciones discursivas se procura construir un centro que detenga el flujo de las diferencias, por medio de la fijación de cadenas de equivalencias, pero que siempre es desestabilizada por un constante enfrentamiento entre prácticas articulatorias antagónicas.
La equivalencia entre significantes es algo que parece una identidad, pero no lo es, y, sin embargo, precisa subvertir el carácter diferencial que, justamente, distingue a dos términos. De este modo, “la ambigüedad [...] penetra a toda relación de equivalencia” (LACLAU y MOUFFE, [1985] 1987, p. 148). Y, para Laclau y Mouffe, esta ambigüedad solo se la puede lograr a partir del uso de las figuras retóricas, ya que establecer una equivalencia implica vincular muy estrechamente dos significantes, de modo que su vínculo se presentará como necesario, aunque sabemos que es contingente. Los términos así articulados parecerán indisociables, e incluso idénticos o, al menos, intercambiables.[1] Para ello, las figuras retóricas cumplen una función ineludible.
En particular, Laclau y Mouffe agregan que la hegemonía “es esencialmente metonímica: sus efectos surgen siempre a partir de un exceso de sentido resultante de una operación de desplazamiento” (LACLAU y MOUFFE, [1985] 1987, p. 163). La metonimia es la operación de designar una cosa mediante el nombre de otra que tiene con ella una relación de causalidad o de dependencia. La metonimia presenta diversas variantes: la causa por el efecto, el efecto por la causa, el instrumento por quien lo maneja, el autor por la obra, el símbolo por la cosa simbolizada (FERNÁNDEZ, 2009, pp. 91-92). De todos modos, como 53 Laclau ha aclarado en otros textos, él está recuperando, más específicamente, la idea de contigüidad sintagmática presente en la idea de metonimia. Así, ejemplifica que si uno dice
“la pava está hirviendo”, lo que está hirviendo es el agua y no la pava; no hay analogía, sino una relación de continuidad, una relación metonímica (LACLAU, 2003b, p. 2). Esta operación se diferenciaría, analíticamente, de la metáfora, que se basa en relaciones paradigmáticas o de analogía. En el caso de la metonimia se mantiene la visibilidad del desplazamiento sintagmático, mientras que la metáfora tiende a eliminar esa visibilidad. Sin embargo, luego de realizar esta diferenciación analítica, Laclau va a pensar estas dos figuras como un continuum, en el cual el polo metafórico y el polo metonímico son sus dos extremos, y en el cual tenemos siempre el movimiento de uno a otro.[2]
O, como Laclau dirá más adelante, las nociones de “analogía” y “contigüidad” (que son, respectivamente, las bases definitorias de los tropos de la metáfora y la metonimia) “lejos de ser completamente diferentes en naturaleza, tienden, al contrario, a solaparse una a otra”.
Esto es así ya que “ambas son transgresiones del mismo principio; a saber, la lógica diferencial asociada al eje sintagmático del sistema de significación” (LACLAU, [2008] 2013,
p. 79). Y, agrega, que es esencial a la operación hegemónica “el movimiento de la metonimia hacia la metáfora” pues constituye un desplazamiento “de la articulación contingente a la pertenencia esencial” (LACLAU, [2008] 2013, p. 80).[3]
Esta cuestión, Laclau la ejemplifica en la relación entre lucha antiracial y sindicalismo. Un sindicato puede, metonímicamente, hacerse cargo de esta acción. Si esta acción perdura en el tiempo y esta actividad se regulariza, finalmente sindicato y lucha antiracial se pueden terminar asociando, de forma metafórica (LACLAU, 2003b, p. 2).
Laclau fue profundizando sus reflexiones sobre estas cuestiones para terminar concluyendo que no es posible trazar distinciones claras entre ambas figuras e, incluso, que la propia construcción de la hegemonía va a basarse en los deslizamientos entre las figuras retóricas.4 En “Política de la retórica” Laclau complejiza este análisis. Por un lado, retoma a 54
De Man, cuando afirma que hay un “patrón más general de sustitución que todos los tropos tienen en común. Es el resultado de un intercambio de propiedades hecho posible por una proximidad o una analogía tan cercana e íntima que ella hace posible que una sustituya a la otra sin revelar la diferencia introducida necesariamente por la sustitución. El vínculo relacional entre las dos entidades implicadas en el intercambio pasa entonces a ser tan estrecho que puede ser calificado de necesario: no puede haber verano sin moscas, ni moscas sin verano” (LACLAU, [1998] 2002, p. 71).
A esto Laclau va a agregar una profundización del vínculo entre las figuras retóricas.
Es difícil establecer límites entre las figuras, ellas tienden a diluirse una en la otra. Sostiene que “las fronteras entre figuras y tropos en la retórica clásica son subsidiarias de las principales distinciones objetivas de la ontología antigua”. Pero es justamente esta distinción la que es puesta en cuestión por el giro deconstructivo (LACLAU, [1998] 2002, p. 73). Por esto mismo, sostiene que muchas veces no es posible distinguir una catacresis (cuando un término describe trasláticamente una cosa que carece de nombre específico: “la hoja de la espada”) de una metonimia, pues la catacresis pura requiere de la existencia una (imposible) frontera incontaminada entre lo propio y lo figural (LACLAU, [1998] 2002, p. 77).
Es que, como aclarará en Articulación y límites de la metáfora, Laclau sostiene que la retoricidad es constitutiva de la significación: “sin un desplazamiento tropológico la significación no podría encontrar su propio fundamento (LACLAU, [2008] 2013, p. 81). Pues no es que las figuras retóricas vienen a “adornar”, ni siquiera a complejizar una literalidad primera, ajena a estos juegos retóricos. Para Laclau no existe una literalidad primera, todo discurso es retórico. Y “la posibilidad misma de una relación hegemónica depende de [...] un equilibrio inestable entre [...] catacresis y metonimia” (LACLAU, [1998] 2002, p. 77).
Además, agrega que “toda cadena de sustituciones metafóricas estará fundada, en última instancia, en (reversibles) desplazamientos metonímicos” (LACLAU, [1998] 2002, p. 83).
Gracias a todas estas operaciones retóricas se construyen, en la dinámica textual, 55 permanentes deslizamientos que expanden la cadena equivalencial logrando evadir retóricamente la rigurosidad de la lógica. Al tiempo que, en la medida en que sedimentan las analogías en metáforas en el sentido común, cambian las formaciones discursivas. Y, a través de la catacresis, se consolidan las identidades políticas, como ejemplificaremos más adelante.
Y todo esto lo vincula con la propia construcción de la hegemonía. Laclau afirma que
[…] la posibilidad misma de una relación hegemónica depende de esta puesta en cuestión, de mantener un equilibrio inestable entre heterogeneidad y contigüidad, entre catacresis y metonimia –un equilibrio cuyas condiciones de extinción serían, o bien una heterogeneidad sin medida común entre los elementos de un cierto conjunto, o bien una contigüidad que pasa a ser exclusiva y de tal modo transforma, en el interior de un espacio implícitamente asumido, las posiciones contiguas en diferencias internas, [nota a pie:] con esto, desde luego, el movimiento tropológico sería eliminado (LACLAU, [1998] 2002, p. 77).
Es por eso que “toda hegemonía intenta retotalizar y hacer tan necesarios como sea posible los vínculos contingentes en que su poder articulador está basado. En tal sentido, ella tiende a la totalización metafórica”, aunque conservará las huellas de su contingencia metonímica. “La hegemonía está siempre suspendida entre dos polos imposibles” (LACLAU, [1998] 2002, p. 78).
De todos modos, unas páginas más adelante, Laclau aclara que
[…] la metonimia es, en cierto sentido, más ‘primordial’ que la metáfora (o, como en otro de los análisis de De Man, la alegoría toma precedencia sobre el símbolo): porque en una situación de contingencia generalizada ningún criterio de analogía es estable; una tal situación está gobernada por cambiantes relaciones de contigüidad que ninguna totalización metafórica puede controlar. La metáfora –y la analogía- es cuanto más un efecto ”superestructural” de una parcial estabilización de relaciones de contigüidad que no están sometidas a ningún principio literal de determinación a priori (LACLAU, [1998] 2002, p. 92).
Sin embargo, más allá de esta jerarquización de la metonimia, la clave en la construcción de la hegemonía estaría en que ninguno de los tropos retóricos, ni metáfora, ni metonimia, ni sinécdoque, ni catacresis, funcionan de forma pura. En cambio, acontece un proceso de “retorización general”, que tiene lugar “en la medida en que no se cumple ninguna de las condiciones en que cada uno de los tropoi podría realizar lo que, literalmente, pretende ser”. De este modo, la metonimia se contamina con la analogía; la analogía no llega a ser total, pues se habría reducido a una identidad, con lo cual “el movimiento tropológico habría cesado”; la sinécdoque no llega a sustituir al todo por la parte, y la catacresis tampoco resulta completa, pues “esto sólo se verificaría si la distinción entre lo homogéneo y lo heterogéneo pudiera establecerse con entera precisión”. Habría, entonces, una “imposibilidad de aceptar la definición literal de cada uno de los tropoi”, y “cada uno de ellos tiende a diluirse en el otro. 56 Lo mismo ocurre con la hegemonía: las condiciones de su plena operatividad son las mismas que las condiciones de su extinción” (LACLAU, [1998] 2002, pp. 92-93).
Laclau ejemplifica esta perspectiva analizando un discurso de Palmiro Togliatti definiendo la estrategia del Partido Comunista Italiano en 1957: “el proletariado pasa a ser una clase nacional en la medida en que soluciona los problemas del conjunto de la sociedad”; “tenemos que expandir la actividad de una vanguardia organizada […] que debe adherirse firmemente a las condiciones de la vida colectiva y dar, por consiguiente, fundamentos, reales posibilidades y perspectivas al movimiento de las masas populares…” (TOGLIATTI apud LACLAU, [1998] 2002, pp. 94-95).
Laclau encuentra que en este texto hay “un espacio tropológico en el que cada una de las figuras tiende a diluirse en la otra”. Citaremos a Laclau en extenso, ya que aquí es posible observar en acción esta imbricación entre los tropos y su pretendido efecto hegemónico:
Las diferentes luchas e iniciativas democráticas no están unidas entre sí por vínculos necesarios, es decir, que nos enfrentamos con relaciones metonímicas de contigüidad. Pero la operación hegemónica intenta, sin embargo, hacer que la condensación de esas luchas sea tan firme y estable como sea posible; aquí las metonimias tienden a transformarse en totalización metafórica. La relación hegemónica es sinecdóquica en la medida en que un sector particular –el partido de la clase obrera, en este caso- tiende a representar un todo que lo excede. Como, sin embargo, este todo carece de límites definibles con precisión, nos encontramos con una sinécdoque impura: ella consiste en el movimiento indecidible entre una parte que intenta encarnar un todo indefinible, y un todo que sólo puede ser nombrado a través de su alienación a una de sus partes. Finalmente, la heterogeneidad sólo puede ser relativa –con el resultado de que la línea que separa a la catacresis de la metonimia es también indecidible. Pienso que todas las categorías centrales de la teoría gramsciana –guerra de posición, voluntad colectiva, intelectuales orgánicos, Estado integral, bloque histórico, hegemonía- pueden ser leídas retóricamente: ellas circunscriben un espacio de movimientos tropológicos que aporta una nueva flexibilidad estratégica al análisis político (LACLAU, [1998] 2002, pp. 95-96).
1.2. El componente afectivo y lo identitario
Laclau incorpora a estos deslizamientos retóricos, la cuestión de la afectividad. Afirma que “los componentes afectivos del discurso [...] también desempeñan un papel esencial en los movimientos retóricos” (LACLAU, [2004] 2008, p. 380). Por lo cual concluye, especialmente en La razón populista, que las formaciones discursivas o hegemónicas “serían ininteligibles sin el componente afectivo” y esto limita el peso de la voluntad en el marco de la contingencia (LACLAU, [2004] 2005, p. 143).[4]
Es que para Laclau, sería un error pensar que el afecto se agrega a la significación, 57 como si fueran dos tipos de fenómenos diferentes, separables. Como las asociaciones están dominadas por el inconsciente “no hay ninguna posibilidad de un lenguaje en el cual las relaciones de valor se establecieran solamente entre unidades formalmente especificables. Así, se requiere el afecto si la significación va a ser posible”. Mirado el fenómeno desde el lado del afecto, podemos ver que tampoco el afecto “es algo que exista por sí solo, independiente del lenguaje, sino que sólo se constituye a través de la catexia diferencial de una cadena de significación”. Y a esto lo denomina “investidura”. Por lo tanto, “los complejos que denominamos ‘formaciones discursivas o hegemónicas’, que articulan las lógicas de la diferencia y de la equivalencia, serían ininteligibles sin el componente afectivo (LACLAU, [2004] 2005, pp. 142-143).[5]
Todo esto tiene claros impactos sobre la constitución de los actores colectivos. Los movimientos entre los tropos resultan claves en los procesos de construcción de los sujetos políticos, ya que “toda identidad se constituye en el interior de la tensión entre equivalencia y diferencia” (LACLAU, [1998] 2002, p. 68). “El nombre –de un movimiento social, de una ideología, de una institución política- siempre es la cristalización metafórica de contenidos cuyos vínculos analógicos son el resultado de ocultar la contigüidad contingente de sus orígenes metonímicos” (LACLAU, [2008] 2013, p. 80).
1.3. Un ejemplo: kirchnerismo y peronismo
Solo para aclarar estas ideas, desarrollemos brevemente un ejemplo, vinculado a la dinámica política argentina. Un apellido (Kirchner) le da un nombre a un espacio político que carecía del mismo (el kirchnerismo). Y, además, se instaura un vínculo afectivo entre el líder (Néstor y luego Cristina) y sus seguidores, que incluso pasan a autoconsiderarse
“kirchneristas” y a adherir con gran pasión a esta nueva identidad.
Antes de tener un nombre (ese nombre) no podemos decir que este espacio ya 58
existiera, su autoreconocimiento le fue esencial. Podría decirse que existía un progresismo de cariz nacionalista-popular y, también, un sector de izquierda (o centro-izquierda) dentro del peronismo, pero solo cobró alguna consistencia, y una relativa unidad de ambos, a partir de su agregación como “kirchnerismo”. No existía antes del nombre, de allí la entidad catacrética del “kirchnerismo”, dándole un nombre a algo que antes no lo tenía. Al mismo tiempo, este nombre procura presentarse como equivalente a un todo (el peronismo), pero no es tampoco una equivalencia plena. Pues, por un lado, procura ser incluso más amplio que el propio peronismo, e incluir a sectores de izquierda y centro-izquierda dentro del mismo nombre. Pero, por otro lado, muchos/as peronistas quedan fuera del kirchnerismo pues se ubican a su derecha (ya sea que ellos/as no se siente incluidos dentro de este nuevo colectivo, ya sea que el propio kirchnerismo los excluye). Entonces el kirchnerismo es como una metáfora del peronismo, pero también es una sinécdoque (parte-todo) que no es completa, una catacresis (nombra algo que no podría ser nombrado de otro modo, ¿el progresismo del peronismo?, ¿su izquierda?) y una metonimia, en términos de que sería un efecto del peronismo, su reactualización, aunque también sería la causa de su revitalización, e incluso, es la forma en que se ha reactivado la identificación política en la Argentina (pues ser “peronista” hacia el año 2000, luego de una década en que esta identidad estuvo fuertemente asociada con el neoliberalismo menemista, significaba muy poco).
Ahora bien, cabría preguntarse porque se han mantenido estas imprecisiones luego de más de una década de existencia del kirchnerismo. Creo porque cualquier intento de borrar las ambigüedades que estas operaciones de deslizamiento provocan, puede terminar reduciendo la amplitud interpelativa del término. Su precisión, en términos de una ideología o propuesta política de centro-izquierda, podría “regalar” una importante porción del peronismo (aquella que no gusta identificarse con el centro-izquierda) a las fuerzas vinculadas a la derecha peronista que se han abierto del kirchnerismo y han negociado con las fuerzas neoliberales. Por el contrario, una identificación clara del kirchnerismo con el peronismo, podría expulsar a las fuerzas no peronistas del espacio. Pareciera que la ambigüedad es inherente a la construcción de identidades políticas amplias, aunque, como veremos, esto no deja de generar problemas a estas mismas identidades.
2. Limitaciones de la conceptualización de la retórica en Laclau
Como señala Kaplan, en un texto que retomaremos repetidas veces, asombra que, a pesar de la centralidad que la retórica tiene en la teoría de Laclau, sus discípulos/as hayan 59 realizado un escaso uso de la misma en sus estudios concretos y sean muy pocos los análisis sistemáticos que la emplean (KAPLAN, 2010, p. 254). También acordamos con este autor, en que esta situación se debe a problemas teóricos que se derivan de la propia concepción de la retórica que posee Laclau: esta concepción “es inadecuada para la difícil tarea política que a ella le es asignada” (KAPLAN, 2010, p. 255). Pero, tal como espero que haya quedado claro en la primera parte del presente artículo, y como también señala Kaplan, la solución no podría ser eliminar la retórica de la propia teoría laclausiana, ya que constituye un elemento indisociable de la misma.
El mayor inconveniente es que de estas dificultades se derivan otros tres problemas: una cierta incapacidad para analizar el empleo concreto de las figuras retóricas y el uso de los razonamientos retóricos; una dificultad para reconocer el papel activo del enunciador o retor; y, en el plano político, serias limitaciones a la hora de diseñar las intervenciones colectivas.
Vamos a abordar estos problemas y procurar encontrarles alguna solución tentativa.
2.1. Retórica, lenguaje y discurso
Claramente, la retórica, tanto en su tradición “clásica” como en la “nueva”, no se reduce al uso de las figuras retóricas, que es el único aspecto que pareciera recuperar Laclau en sus teorizaciones. La retórica también incluiría otra serie de operaciones claves como el empleo de razonamientos retóricos o entimemas, la construcción de complejos de cláusulas y la utilización del discurso epidíctico. Personalmente, considero que estas operaciones juegan un papel clave en la construcción de la hegemonía, pero por problemas de espacio no podré desarrollarlo ahora.[6]
Sin embargo, acuerdo con Kaplan en el sentido de que esta limitación de la retórica a sus figuras encierra un problema más profundo que se vincula al mantenimiento de una concepción estructuralista del lenguaje. Kaplan afirma que “el problema con la teoría de Laclau de la retórica no es que ‘reduce’ la retórica a los tropos […] sino que el residuo estructuralista de Laclau se mantiene en sus modificaciones deconstructivas y lo conduce a situar a la eficacia retórica en el lugar equivocado” (KAPLAN, 2010, p. 277). Por el contrario, para este autor debería jerarquizarse el papel de lo que él llama la “forma”, o el locus discursivo del nexo entre las funciones pragmáticas y metapragmáticas del lenguaje. Kaplan piensa que no debe abandonarse la teorización de Laclau que le otorga centralidad a la catacresis, pero que “su teoría debe ser suplementada”, en especial considerando la forma discursiva. “Por lo cual hay que revisar el pasaje entre las dimensiones ontológicas y ónticas 60 de la retórica en la teoría de Laclau” (KAPLAN, 2010, p. 267).
Es decir, que las objeciones sobre el lugar de la retórica se vinculan con la crítica a la relación entre lo ontológico y lo óntico en las teorizaciones de Laclau. Recordemos que Howarth (2008) ha criticado a Laclau el haberse centrado demasiado en el nivel ontológico y dejado indeterminado el plano óntico. Ante lo cual Laclau simplemente ha respondido que sí, que esa era su preocupación (LACLAU, [2004] 2008, pp. 396-398).[7]
Entonces, habría que repensar la teoría del lenguaje en Laclau, pues no termina de romper con el estructuralismo. Pienso que sería más coherente con el conjunto de teorizaciones de Laclau una concepción de la realidad lingüística que negase su realidad por fuera de lo discursivo, en tanto realizaciones ónticas donde el lenguaje es empleado concretamente. En este sentido, podemos decir que la realidad discursiva no es solo una cuestión ontológica, sino que el propio ser del lenguaje implica su concreción discursiva (óntica). Y estas concreciones son inescindibles del sujeto que las emite y de sus intencionalidades comunicativas. No hay lenguaje por fuera del discurso y la comunicación.
Cabe aclarar que reconocer el papel del sujeto no implica pensar al mismo como consciente de las limitaciones que le genera estar inmerso en determinadas formaciones discursivas, o tampoco creer que puede controlar la totalidad de los efectos de sus enunciaciones (no debe confundirse intencionalidad con omnipotencia).
Por lo tanto, necesitamos de una concepción del lenguaje alejada del estructuralismo en tanto fundamento último del mismo. Creo que, tal como Laclau y Mouffe ([1985] 1987) plantean, es más fructífera la concepción de Wittgenstein de que “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (WITTGENSTEIN, [1953] 2008, p. 61). Personalmente, considero que esta concepción del lenguaje resulta más clara en las teorizaciones (antisaussurianas) de Voloshinov y Bajtín. Esta perspectiva permite pensar al lenguaje como una permanente lucha por las significaciones, lo cual también posibilita conceptualizar a la hegemonía no como una mera presencia (o ausencia) sino como constantes luchas por la hegemonía. De este modo, evitamos un enfoque estructuralista-ontológico del lenguaje como pre-existente a las disputas concretas-ónticas (y subjetivas e intencionales) que se dan en el discurso. Adicionalmente, este enfoque se puede articular con las elaboraciones de la retórica, tanto clásica como “nueva”. Como ha planteado Pistori (2013), del mismo modo que la 61 retórica, Voloshinov y Bajtín proponen considerar el lenguaje en tanto discursos situados y pensando cada género en su especificidad y sus finalidades (BAJTÍN, 1985).[8] Además, como retoma esta autora, explícitamente ellos sostienen que “un enunciado de la vida real en cuanto un todo pleno de sentido se compone de dos partes: 1) de una parte realizada verbalmente y 2) del sobreentendido. Es por eso que se puede comparar un enunciado de la vida real con un
‘entimema’” (VOLOSHINOV/BAJTÍN, [1926] 1997, p. 115).
A la perspectiva de Voloshinov/Bajtín, proponemos complementarlas con las elaboraciones de Foucault y de Halliday, junto con las observaciones de Fairclough vinculando esta perspectiva con las teorías de la hegemonía.[9] Hemos elaborado esta perspectiva en un texto reciente (BALSA, en prensa_c). Aquí, simplemente rescataremos que de las teorizaciones de Halliday, retomamos la concepción del sistema lingüístico como una amplia serie de opciones léxicas y gramaticales que están abiertas para que el/la hablante opte por unas, y deje de lado otras, otorgando una particular significación a su enunciación (HALLIDAY, 2004).
Ahora bien, no todas las opciones resultan igualmente percibidas por los/as oyentes o lectores/as. Existen formas típicas de nombrar determinadas cosas y también modos relativamente comunes de construir sintácticamente la descripción de determinadas situaciones. Desde la denominada “Nueva Retórica”, Perelman y Olbercht-Tyteca (1989, p. 270) afirman que las figuras retóricas implican un empleo que se aleja de la forma normal de expresarse. En cuanto a la sintaxis, Halliday ha planteado la existencia de “metáforas gramaticales”, cuando un tipo de proceso asume la realización gramatical típica de otro (HALLIDAY, 2004, cap. 10). Por lo tanto, lo opuesto a las figuras retóricas no sería lo literal (en tanto, “reflejo” de la realidad), sino la enunciación típica sobre un objeto y, por lo tanto, lo que no es percibido como “marcado”.
Gracias a esta concepción de las figuras retóricas y de las “metáforas gramaticales” como formas típicas de enunciación, podemos arribar a una idea de retórica que evite caer necesariamente en el concepto de “retoricidad total” en el que termina Laclau, como imprescindible contrapunto con la posibilidad de un lenguaje “literal”.
2.2. Retórica, objetividad y ambigüedad 62
De este modo, podemos diferenciar las figuras retóricas de las formas típicas, en tanto hegemónicas, de nombrar y construir discursivamente la realidad. Todas las operaciones discursivas están preñadas de la lucha por el poder, tanto las que reproducen el status quo al describir la realidad con los significantes más típicos, como las opciones que emplean nuevas formas (que pueden ser percibidas como metafóricas o metonímicas). Ninguna es neutral, más allá de que el éxito hegemónico sea que solo estas segundas formas sean percibidas como
“politizadas” o “ideologizadas”.
De este modo, el lugar de la retórica sería el de intervenir en la lucha por las significaciones. Y, analíticamente, podemos diferenciar esta intervención en dos tipos de acciones (aunque en la dinámica sociodiscursiva ambas acciones se encuentran yuxtapuestas). Por un lado, están aquellas acciones que procuran persuadir acerca de cuál es la mejor posición sobre un asunto controversial (este ha sido el lugar original de la retórica, vinculada a la argumentación sobre cuestiones en debate político y/o judicial). Y, por otro lado, la retórica despliega operaciones que buscan modificar la percepción sobre qué existe en la realidad, poniendo en discusión la descripción de los “hechos”.
En términos de la teoría de la “nueva retórica”, habría dos tipos de objetos en los acuerdos en torno a lo que se acepta como punto de partida de los razonamientos, que son la base de los procesos argumentativos. Por un lado, están los acuerdos acerca de lo que se considera lo real, que comprendería los hechos, las verdades y las presunciones. Cabe aclarar que este concepto de “lo real” de la “nueva retórica”, no tiene ninguna relación con el concepto lacaniano de “lo Real”, que es retomado por Laclau. Y, por otro lado, estaría lo preferible, que englobaría los valores, las jerarquías y los lugares comunes (topoi).
La primera cuestión implica sostener que existirían “hechos” que “se sustraen, al menos provisionalmente, a la argumentación” (PERELMAN y OLBRECHTS-TYTECA,
1989, p. 122). De modo similar, se precisa el concepto de verdad: “se habla de hechos cuando se alude a objetos de acuerdo precisos, limitados; en cambio, se designará preferentemente con el nombre de verdades los sistemas más complejos, relativos a enlaces entre hechos, ya se trate de teorías científicas o de concepciones filosóficas o religiosas que trascienden la experiencia” (PERELMAN y OLBRECHTS-TYTECA, 1989, p. 124). También existen presunciones, que del mismo modo gozan de acuerdo universal, pero con una adhesión no extrema, por lo cual requieren de otros elementos que las refuercen, y que están vinculadas a lo normal y a lo verosímil (PERELMAN y OLBRECHTS-TYTECA, 1989, pp. 125-127).
Por otro lado, estarían los juicios de valor. Aunque, como los propios Perelman y 63
Olbrecht-Tyteca reconocen, “los juicios de valor, e incluso los sentimientos puramente subjetivos, pueden transformarse, por artificios de presentación, en juicios de hecho”. Por ejemplo, la frase nominal puede utilizarse para sugerir el estatuto de hecho (PERELMAN y OLBRECHT-TYTECA, 1989, p. 286).
Visto desde una perspectiva foucaultiana, como hemos analizado en otro trabajo (BALSA, 2017), los discursos forman sistemáticamente los objetos de los que hablan y este conjunto de objetos es la base de cada formación discursiva. Estas consideraciones presentan múltiples puntos de contacto con la idea de “objetividad” de Gramsci, como aquello que ha sedimentado sentido común y, por lo tanto, queda fuera de discusión, y es percibido como “realidad”. A través de la hegemonía, lo arbitrario se vuelve “objetivo”, es decir, que queda fuera de discusión, y los sujetos lo consideran descripciones verdaderas del mundo que, por lo tanto, resultan operativas para guiar la conducta. Y al funcionar de modo intersubjetivo tienen eficacia no solo individual, sino social, tanto en el presente como guía para la acción futura.[10] Si bien Laclau no parece haber prestado atención a estas elaboraciones de Gramsci, sus conceptualizaciones sobre la objetividad presentan muchos puntos de contacto con ellas. Así, sostiene que “lo instituido tiende a asumir la forma de una mera presencia objetiva. Este es el momento de la sedimentación” (LACLAU, [1990] 1993, p. 51). Pero, “las huellas de esta exclusión [de alternativas] estarán siempre presentes de un modo u otro”. En el caso en que la sedimentación es muy completa, “el carácter contingente de este privilegio, su dimensión originaria de poder, no resulta inmediatamente visible.” De este modo, “las formas sedimentadas de la ‘objetividad’ constituyen el campo de lo que denominamos ‘lo social’”.
Por el contrario, “el momento del antagonismo [...] es lo que constituye el campo de ‘lo político’” (LACLAU, [1990] 1993, pp. 51-53).
En fin, aquello que, por un triunfo en la lucha por la hegemonía, ha sedimentado como sentido común y, por lo tanto, ha queda fuera de discusión, es al mismo tiempo lo que se aparece como no metafórico, como no retórico. Es decir, se podrían distinguir entre enunciaciones típicas (formas de describir la realidad que son percibidas como “no marcadas”) y otras enunciaciones que se interpretan como “retóricas”. Y, si el objetivo fuera modificar la base de objetos instaurados por una formación discursiva como fuera de debate, las operaciones retóricas resultarían de suma utilidad para producir las desestabilizaciones y los deslizamientos semánticos necesarios para esta tarea. Pero, a su vez, esta base objetual, en la medida en que se la quiera, estratégica o tácticamente, aceptar (no poner en cuestión), 64 puede convertirse en el punto de apoyo para criticar las operaciones retóricas de los/as dominadores. No toda operación retórica tendría la misma legitimidad. Obviamente, no hablamos de una legitimidad en abstracto, sino desde una crítica política emancipatoria, que podría contar con cierta base lógico-argumentativa para impugnar los “excesos” retóricos que, en su límite, se convierten en abiertas “fake news”. Pensar en grados de retoricidad y en el reconocimiento de cierta base de significaciones sedimentadas (que quedarían relativamente fuera de la retoricidad) que pueden no ponerse en discusión, habilita la crítica, al tiempo que no requiere postular ni la literalidad de un lenguaje “objetivo”, ni implica la búsqueda de una sutura imposible.
Con cierta vinculación con esta capacidad crítica, encontramos una importante diferencia en el lugar de las figuras retóricas en las elaboraciones de Gramsci y de Laclau. En este último, la idea de “retorización total” le ha impedido postular un análisis crítico del uso de las metáforas. En cambio, si bien Gramsci reconoce el carácter metafórico del lenguaje, por lo cual no corresponde invalidar el uso de metáforas en el discurso crítico, va a proponer procurar controlar su sentido y la utilidad de su empleo. Gramsci critica a Bujarin su idea de un empleo metafórico de los términos “inmanencia” e “inmanente” por parte de Marx y de Engels como algo que puede dejarse de lado, pues según Bujarin su uso era “solo en sentido metafórico”. Esta cuestión motiva a Gramsci a reflexionar en torno de “la cuestión de las relaciones entre el lenguaje y las metáforas”, destacando que la cuestión “no es simple, sino todo lo contrario”. Gramsci sostiene que “el lenguaje es, entre tanto, siempre metafórico”, tal como lo ha analizado (IVES, 2009, pp. 534-535). Como mínimo se puede plantear que “el lenguaje actual es metafórico con respecto a los significados y al contenido ideológico que las palabras han tenido en los anteriores períodos de la civilización”. Y concluye que “es imposible […] quitar al lenguaje sus significados metafóricos y extensivos” (GRAMSCI, 1999, CC 11 (24) pp. 285-286).
Sin embargo, Gramsci no deja de señalar que el analista crítico no debe confundir las metáforas con los conceptos que intenta desarrollar para dar mejor cuenta de la realidad. Se debe procurar controlar sus orígenes. Así, Gramsci plantea que “la expresión tradicional de que la ‘anatomía de la sociedad está constituida por su ‘economía’ es una simple metáfora tomada de las discusiones que tuvieron lugar en torno a las ciencias naturales y a la clasificación de las especies animales”. Incluso reconoce que “la filosofía de la praxis, proponiéndose reformar intelectual y moralmente a estratos sociales culturalmente atrasados, recurre a metáforas a veces ‘groseras y violentas’ en su popularidad”. Por todo lo cual, sentencia que “es útil precisar los límites de la metáfora misma, o sea para impedir que ésta se 65 materialice y se mecanice” (GRAMSCI, 1999, CC11, 50, p. 322).
Esta perspectiva se distancia del análisis de Laclau excesivamente centrado en la efectividad de las operaciones retóricas como único elemento de su valoración. Pareciera, por ejemplo, que si un significante vacío es eficaz como eje de la construcción de hegemonía, esto lo convierte en algo valorable, independientemente del efecto político que tenga en términos emancipatorios. En otros trabajos (BALSA, 2011 y BALSA, en prensa_b), hemos analizado como ya en Marx está presente la interpretación de la capacidad interpelativa en términos de significantes vacíos (MARX, [1850] 1973, pp. 89-90). Sin embargo, en Marx este análisis se combina con una crítica a las falsas ilusiones que esto genera. Por este motivo, tendrían un impacto negativo sobre las dinámicas emancipatorias.
Ahora bien, en el extremo opuesto de esta cuestión, ni Marx ni Engels pudieron extraer las consecuencias políticas que se derivarían del abandono del uso de algunos significantes ambiguos, como “pueblo”, con su enorme capacidad interpelativa, tanto para construir una unidad de los sectores populares, como para disputar la legitimidad democrática.[11] Esto conduce a una cuestión más general: cómo abordar el problema de emplear significantes ambiguos de gran capacidad interpelativa para construir colectivos mayoritarios, sin perder por ello capacidad de análisis crítico acerca de la diversidad de intereses que se aglutinan en torno a ellos. Una problemática que, a su vez, se vincula con el papel del sujeto de enunciación en la retórica: el retor, en general ausente en las elaboraciones de Laclau.
2.3. Agentividad, retórica y exterioridad relativa del sujeto
Kaplan plantea que “la determinación de las políticas como luchas hegemónicas parecen requerir de un tipo de agentividad retórica que la propia teoría el discurso de Laclau explícitamente impide” (KAPLAN, 2010, p. 255). Personalmente, pienso que Laclau ha procurado dotar al sujeto de cierta agentividad, aunque en la mayoría de sus obras esta cuestión se encuentra ausente. En Hegemonía y estrategia socialista, señalan que “el sujeto hegemónico debe ser parcialmente exterior a lo que articula –de lo contrario no habría articulación alguna–; pero, esa exterioridad no puede ser concebida como la existente entre dos niveles ontológicos diversos” (LACLAU y MOUFFE, [1985] 1987, p. 155). En 66
particular, en “Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo”, Laclau guarda todo un lugar para el sujeto, en tanto que es el sujeto el que, en el marco de una determinada estructura, toma una decisión que cancela diversas alternativas y establece la “objetividad” de una de ellas (LACLAU, [1990] 1993, p. 47).13 Sin embargo, en debate con Butler y Zizek,
Laclau establece “distancias con el ‘decisionismo’: el sujeto que toma la decisión es sólo parcialmente un sujeto; él también es un escenario de prácticas sedimentadas que organizan un marco normativo que opera como una limitación sobre el horizonte de opciones” (LACLAU, [2000] 2003a, p. 90).
Lo cierto es que Laclau no le otorga al sujeto en sus teorizaciones sobre la retórica el lugar que se desprendía de estas reflexiones. Es que, como señala Kaplan, el ubicar a “la catacresis como el tropo paradigmático de la retoricidad ontológica” deriva en la pasivización. Por lo tanto, por ejemplo, un elemento clave de la teoría de Laclau, como es el enemigo,
“emerge radicalmente de operaciones discursivas impersonales fuertemente y necesariamente
‘pueblo’.” Esto explicaría “por un lado, la nebulosidad verbal de la mayor parte de los antiguos demócratas sobre el problema social; pero, por el otro, también la apasionada energía que tenía unidos bajo una sola bandera democrática a obreros y campesinos, artesanos y estudiantes” (ROSENBERG, [1938] 1981, p. 164)
13 “[…] el sujeto no es otra cosa que esta distancia entre la estructura indecidible y la decisión”; y “la decisión tiene, ontológicamente hablando, un carácter fundante tan primario como el de la estructura a partir de la cual es tomada, ya que no está determinada por esta última” (LACLAU, [1990] 1993, p. 47).
indiferentes de los intentos estratégicos para acelerar lo que puede o no puede suceder en cada caso” (KAPLAN, 2010, p. 264).[12]
Podemos concluir que no hay un retor en Laclau. Nunca aparece un sujeto que, desde cierta exterioridad, ejecuta operaciones retóricas para persuadir, para construir identidades que consoliden su posición dominante. Formular esta crítica no implica pensar en operaciones sencillas, transparentes y que permitirían al sujeto mantenerse completamente al margen de las mismas. Es que esta exterioridad no es algo fácil de construir y, menos aún, de mantener. Así, por ejemplo, en su análisis sobre Luis Bonaparte, Marx analiza la dificultad de la exterioridad en relación con estas operaciones retóricas. Como dicen Fairclough y Graham
(2002, p. 39), Bonaparte logró ver la “performance”, la farsa mítica, de los políticos burgueses y se aprovechó para manipularlos. Sin embargo, para Marx, Bonaparte cayó finalmente en su propia trampa al terminar creyéndose el papel que se había reservado, fue víctima de sus propias frases, de los elementos de su propia retórica:
En un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más completa, pero con la mayor seriedad del mundo [...], tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo después de eliminar su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y 67
cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, solo entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal (MARX, [1852] 1973, p. 81).
El problema que emerge es que para que estas operaciones sean persuasivas, tiene que existir cierta creencia en las mismas por parte del orador, y, por lo tanto, es difícil mantener esta exterioridad (incrédula, casi cínica), tal como le termina pasando a Luis Bonaparte. Y este problema es mucho mayor en el caso de sujeto políticos colectivos, que tienen que compartir y consustanciarse con estas creencias. Por ejemplo, existiría una tensión entre la eficacia interpelativa del significante “pueblo” y un conocimiento más ajustado de la dinámica social, si se la conceptualiza en términos de “clases” (pero que puede resultar menos convocante).
El interrogante sería cómo construir operaciones retóricas que persuadan de determinadas creencias y, más específicamente, de la universalidad de intereses que los enunciadores saben que son particulares de su propio grupo. Creemos que la carencia de una teorización al respecto ha derivado en la ausencia de elaboraciones laclausianas acerca de la organización política (y una excesiva centralidad de la figura del líder) y sobre las formas de elaboración colectiva de una discursividad/propuesta populista de izquierda. Es decir, cómo lograr cierta claridad argumentativa (lo que requeriría menores niveles de ambigüedad retórica) y una dinámica de debate democrático (menos centralidad de las “genialidades” retóricas del/la líder) al interior de una fuerza política que permita diseñar una estrategia emancipatoria.
Reconocer la dificultad de la posición de exterioridad, no implica negar el requisito de la idea de estrategia o, al menos, de tácticas retóricas de persuasión. La concepción de la retórica, tanto clásica como de la “nueva retórica”, requiere de la existencia de un sujeto que maneje tácticamente, desde cierta exterioridad relativa, los recursos retóricos. Y ese es un problema para la acción política. Justamente, sería importante recuperar de la retórica su papel en el lenguaje entendido como discursividad intencional, en un juego comunicativo y persuasivo a la vez (no como dos intensiones que puede separarse claramente, como podría interpretarse de la propuesta de Habermas). Una cuestión que, en términos de Frosini, nos
coloca en “los límites de la hegemonía”. Así, 68
[…] la inestabilidad de la hegemonía está en que surge positivamente del reconocimiento del hecho de que el ‘sujeto real’ son las relaciones sociales (ausencia de jerarquías dadas de antemano, de allí la extrema productividad de la dinámica social –en una palabra-: la modernidad), pero es al mismo tiempo obligada a reducir la subjetividad a un solo lugar de las relaciones sociales, determinando una incoherencia constante entre lo que ella solicita y lo que ella tolera, un excedente constante del sujeto real respecto al sujeto representado (FROSINI, 2009, p. 119, traducción propia).
Considero que Gramsci podría ayudar a trascender esta tensión o, al menos, a transitarla. Por una cuestión de espacio no podemos abordar esta cuestión aquí, simplemente diremos que este tránsito podría procurar la construcción un lenguaje compartido por todos, que combine eficacia en hablar el lenguaje y el “sentir” populares, con el objetivo de lograr una conciencia crítica que describa la realidad de maneras más correctas y emancipatorias. Y todo ello en procura de lograr una dinámica política, primero al interior de la fuerza política propia, pero luego hacia el conjunto de la sociedad, en la que se tienda a disolver la dicotomía entre dirigentes y dirigidos. De modo que, las ambigüedades e imprecisiones que surgen de las operaciones retóricas deberían de reducir su papel a lo largo del proceso emancipatorio, sin por ello negar la efectividad interpelativa que podrían tener inicialmente. Obviamente, por los motivos que hemos analizado, todas estas cuestiones no han podido ser conceptualizadas por Laclau.
Reflexiones finales
Como hemos podido ver, la retórica ocupa un lugar central en las teorizaciones de Ernesto Laclau, especialmente por la necesidad de las figuras retóricas (usadas de modo desplazado) para construir las cadenas equivalenciales y para potenciar el componente afectivo del vínculo político. Sin embargo, existen una serie de problemas en la precisión del papel de la retórica en sus elaboraciones que han determinado un escaso uso de la misma en los análisis desarrollados por la tradición laclausiana de investigación y también han dificultado incorporar estas reflexiones sobre la retórica a la hora del diseño de propuestas políticas emancipatorias.
Para avanzar sobre estas dificultades hemos propuesto revisar dos cuestiones. En primer lugar, postulamos la incorporación de una concepción del lenguaje que consideramos más acorde con la perspectiva de Laclau y que retoma las elaboraciones de
Voloshinov/Bajtín, de Halliday y de Foucault. Esto nos conduce a pensar el lenguaje como un acontecimiento social de interacción discursiva, llevada a cabo mediante la enunciación y plasmada en enunciados, considerados como elecciones dentro de un sistema de opciones. Y, 69 en esta línea, la significación es concebida como un proceso que recién se termina de construir en el proceso de interacción.
Específicamente, estas concepciones del lenguaje posibilitan pensar en grados de retoricidad y, sin necesidad de postular un grado cero o una literalidad básica, permiten distinguir entre enunciaciones típicas (formas de describir la realidad que son percibidas como “no marcadas”) y otras enunciaciones que se interpretan como “retóricas”, y que pueden ser, por su exceso y por su intencionalidad dominadora, criticadas desde una posición política emancipatoria.
Además, esta perspectiva conduce a reconocer la presencia de un/a agente o retor que emplea estos recursos como tácticas en el marco del despliegue de una estrategia persuasiva. Y, esta idea de estrategia posibilita conceptualizar la tensión que surge entre la elaboración de una retórica persuasiva que hace uso de la ambigüedad y su posible eficacia interpelativa, y la necesidad de la participación conciente de colectivos políticos que procuren un conocimiento más ajustado de la dinámica social para el diseño de una estrategia emancipatoria. Considero que esta es una tensión ineludible, pero que solo su reconocimiento permitirá su progresiva reducción.
Creemos que con estas correcciones y agregados será posible una mejor teorización sobre el papel de la retórica en una teoría de la hegemonía. Además, esperamos que estos aportes permitan reflexionar sobre los problemas y las virtudes de las operaciones retóricas dentro de una estrategia política emancipatoria.
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[1] Así, por ejemplo, se puede plantear que “la estabilidad” solo podrá obtenerse a través de un “ajuste fiscal”, y en sucesivos enunciados, o en textos subsiguientes, directamente se procurará que la asociación sea tan fuerte que no pueda postularse una “estabilidad” ajena al “ajuste”.
[2] Para continuar con el ejemplo planteado en la nota anterior, si es posible establecer una relación de causa (“ajuste”) y efecto (“estabilidad”) en el marco de una teoría neoliberal, el discurso procurará que se borre su marco teórico (y por lo tanto, discutible) e, incluso, que desaparezca la idea de que es una posible causa (que permitiría pensar en otras causas), para deslizarse a una relación de equivalencia-identidad, en la que toda idea de “estabilidad” remita necesariamente a un “ajuste”, al punto que se constituya como una analogía. De todos modos, nunca este reemplazo será total, pues todo/a lector/a, en un punto, sabrá que no son dos significantes idénticos.
[3] Continuando con el mismo ejemplo de las notas anteriores, la relación metonímica y, por lo tanto, contingente entre la realización de un “ajuste fiscal” y el logro de una “estabilidad económica”, se procurará presentar como una relación esencial y metafórica, que permitiría presentar ambos significantes como idénticos y reemplazables. 4 En 2000, en su intervención en el libro Contingencia, hegemonía, universalidad, frente a la noción de Judith
Butler de “actuación paródica”, Laclau va a plantear que, para él, “la parodia es constitutiva de toda acción social”, aunque prefiere no usar ese término, sino la idea de que todo lo social se organiza como un espacio retórico. Reconoce que “toda acción política [...] tiene un componente paródico, en tanto un cierto significado que estaba fijado dentro del horizonte de un conjunto de prácticas institucionalizadas es desplazado hacia nuevos usos que subvierten su literalidad.” Ahora bien, “este movimiento es tropológico por cuanto el desplazamiento no está gobernado por una lógica necesaria dictada por lo que está siendo desplazado, y catacrético por cuanto los agentes constituidos a través del desplazamiento no tienen ningún significado literal fuera de los mismos desplazamientos de los cuales emergen.” Por lo cual prefiere no hablar “de parodia sino de lo social organizado como un espacio retórico...” (LACLAU, [2000] 2003a, p. 85).
[4] También para Voloshinov ([1929] 1992, p. 143) no sería posible diferenciar un plano descriptivo de otro valorativo, pues la palabra misma, en tanto que es efectivamente enunciada, tiene siempre una carga valorativa.
Del mismo modo, Gramsci vinculó el plano del “sentir” con el del “saber”. Si bien ubica al sentir en tensión con el saber, esta es una falsa antinomia, pues no se puede saber sin sentir: “El error del intelectual consiste <en creer> que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir y ser apasionado (no solo del saber en sí, sino por el objeto del saber) o sea que el intelectual puede ser tal (y no un puro pedante) si es distinto y separado del pueblo-nación, o sea sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y en consecuencia explicándolas y justificándolas en esa situación histórica determinada, y vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una concepción superior del mundo, científica y coherentemente elaborada, el ‘saber’; no se hace política-historia sin esta pasión, o sea sin esta conexión sentimental entre intelectuales y pueblo-nación” (GRAMSCI, 1999; CC11§67, pp. 346-347).
[5] Esto se parece a la idea de valoración en Voloshinov, aunque Laclau nunca lo citó.
[6] En El arte de la retórica de Aristóteles (2005) era muy claro el papel central de los razonamientos retóricos y del discurso epidíctico. En relación con el papel de la utilización de los complejos de cláusulas, puede consultarse Balsa (2014). En próximos trabajos abordaremos más específicamente el lugar de los entimemas y del discurso epidíctico.
[7] Para una distinción analítica entre estos dos niveles, y un tercero referido a las identidades sociales, véase Retamozo (2011). Personalmente, no acuerdo en la distinción de este tercer nivel.
[8] De todos modos, es posible encontrar también en Bajtín varias valoraciones críticas acerca de la retórica. Sobre estas tensiones y su posible resolución, puede consultarse Pistori (2013).
[9] De Foucault retomamos especialmente sus sistematizaciones presentes en La arqueología del saber (1969), y en El orden del discurso (1973). Un análisis del uso del concepto de hegemonía en el análisis del discurso, y de Fairclough en particular, puede encontrarse en BALSA (en prensa_a).
[10] Para más detalles sobre la concepción de objetividad en Gramsci puede consultarse Balsa (2018).
[11] Arthur Rosenberg va a analizar cómo con una excesiva crítica al concepto de “pueblo”, el marxismo va a terminar regalando este significante a la burguesía. Según el agudo análisis de Rosenberg, “la fuerza y la debilidad del antiguo movimiento democrático se hallaba en el hecho de que había sido una movilización del
[12] Incluso, señala Kaplan (2010, p. 272) que es muy difícil comprender qué quiso plantear Laclau con las ideas de “intervención” y de “estrategia” en uno de los pocos párrafos donde hace referencia a la agentividad: “[...] porque hay Narrativa (Récit) hay estrategia. Pero como la identidad de los agentes de la estrategia no es dada de antemano, siempre tendremos movimientos estratégicos a corto plazo, no anclados en ninguna escatología” (LACLAU, [2008] 2013, p. 97).
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