Dossiê
Política del antagonismo, política de la hospitalidad. Derivas de la teoría del discurso em Laclau y Derrida
Politics of antagonism, Politics of hospitality. Laclau and Derrida readings on theory of discourse
Política de antagonismo, política de hospitalidade. Derivações da teoria do discurso em Laclau e Derrida
Política del antagonismo, política de la hospitalidad. Derivas de la teoría del discurso em Laclau y Derrida
Simbiótica. Revista Eletrônica, vol. 6, núm. 2, pp. 136-160, 2019
Universidade Federal do Espírito Santo

Resumo: O artigo apresenta duas possíveis derivações políticas configuradas a partir dos pressupostos básicos da Teoria do Discurso. Desse modo, após descrever as diretrizes fundamentais que compõem a matriz discursiva comum às abordagens teóricas de Jacques Derrida e Ernesto Laclau, caracterizamos o que chamamos de “política de hospitalidade” e “política de antagonismo”. A primeira, característica do pensamento do filósofo franco-argelino, coloca no seu centro a promessa de justiça e uma hospitalidade incondicional oferecida ao outro; enquanto o pensador argentino apóia a necessidade de uma política hegemônica baseada na configuração de antagonismos. O artigo se concentra em mostrar as complexas relações que podem ser estabelecidas entre eles (apesar de suas diferenças), sem afirmar sua complementaridade absoluta ou apresentálas como alternativas exclusivas.
Palavras-chave: Política, Discurso, Hospitalidade, Antagonismo.
Resumen: El artículo presenta dos derivas políticas posibles configuradas a partir de los presupuestos básicos de la teoría del discurso. De este modo, luego de describir los lineamientos fundamentales que conforman la matriz discursiva común a los enfoques teóricos de Jacques Derrida y Ernesto Laclau, caracterizamos lo que denominamos una “política de la hospitalidad” y una “política del antagonismo”. La primera, propia del pensamiento del filósofo franco-argelino coloca en su centro la promesa de Justicia y una hospitalidad incondicional ofrecida al otro; mientras que el pensador argentino sostiene la necesidad de una política hegemónica basada en la configuración de antagonismos. El artículo se centra en mostrar las complejas relaciones que pueden establecerse entre ambas (a pesar de sus diferencias), sin afirmar su absoluta complementariedad ni presentarlas como alternativas excluyentes.
Palabras clave: Política, Discurso, Hospitalidad, Antagonismo.
Abstract: This article presents two possible political drifts configured from the basic assumptions of the Theory of Discourse. In this way, after describing the fundamental guidelines that make up the discursive matrix common to the theoretical approaches of Jacques Derrida and Ernesto Laclau, we characterize what we call as “politics of hospitality” and “politics of antagonism”. The first, characteristic of the French philosopher's thought, places at its center the promise of Justice and unconditional hospitality offered to the other; while the Argentinian thinker supports the need for a hegemonic policy based on the configuration of antagonisms. The article focuses on showing the complex relationships that can be established between them (despite their differences), without affirming their absolute complementarity or presenting them as exclusive alternatives.
Keywords: Politics, Discourse, Hospitality, Antagonism. 160.
Política del antagonismo, política de la hospitalidad. Derivas de la teoría del discurso em Laclau y Derrida*
Introducción
El siglo XX comenzó con tres ilusiones de inmediatez, de la posibilidad de un acceso inmediato a las ‘cosas mismas’. Estas ilusiones fueron el referente, el fenómeno y el signo, y fueron el punto de partida de tres tradiciones: la filosofía analítica, la fenomenología y el estructuralismo. (…) En algún momento, en las tres, la ilusión de inmediatez se desintegra y da paso a una u otra forma de pensamiento en el que la mediación discursiva se hace primaria y constitutiva.
(Ernesto Laclau, 2003, p. 80).
Los vínculos entre el pensamiento de Ernesto Laclau y la filosofía deconstructiva de Jacques Derrida son claros y han sido reconocidos por el teórico argentino en más de una ocasión. No obstante, también sus diferencias, a veces profundas, pueden advertirse con cierta facilidad. En este sentido, quizás el vínculo entre la deconstrucción y la teoría de la hegemonía deba ser considerado menos bajo la imagen de la “complementariedad”, utilizada 137 por Laclau con relativa frecuencia para señalar el hecho de que ambas representan, a sus ojos,
“las dos caras de una operación única”[1] (LACLAU, 1996, p. 155), que a través de la figura del quiasmo. La disposición cruzada de esta figura, que al mismo tiempo promete ligazón y ofrece ruptura, ha interesado mucho a Derrida:
Todo pasa por este quiasmo, toda la escritura está atrapada ahí –lo practica. La forma del quiasmo, del χ, me interesa mucho, no como símbolo de lo desconocido sino porque hay una especie de bifurcación (…) desigual, por otra parte, una de cuyas puntas extiende su alcance más lejos que la otra: figura del doble gesto y del cruce (DERRIDA, 2001, p. 174).
Relación disimétrica (quiasmática): “una de cuyas puntas extiende su alcance más lejos que la otra”. Unión y separación; fidelidad infiel. Complicidad en conflicto. Tal vez sea ese el mejor modo de trabajar el vínculo entre dos pensamientos que han intentado escapar a la totalización y la síntesis[2]. Es a partir de esta premisa que en el presente trabajo nos proponemos, en primer lugar, delinear la matriz discursiva en la que se asientan ambos pensamientos; pues es allí donde el entre-cruce resulta manifiesto y donde se presiente una mayor complicidad entre ambos. A continuación, nos centraremos en el “momento” de la bifurcación; esto es, el modo en que Laclau y Derrida, cada uno a su manera, modulan las contribuciones de la teoría de discurso en el campo de la política. Como veremos, ello nos conducirá, por un lado, a presentar lo que consideramos “una política del antagonismo” y, por otro, lo que presentaremos como “una política de la hospitalidad”. Postular estas dos derivas políticas divergentes resulta relevante puesto que permite, por un lado, reconsiderar la tesis laclausiana de una “despolitización” del pensamiento de Derrida producto de su viraje ético de los años ’80; mientras que por el otro, pretende destacar el hecho de que ciertos rasgos de la política de la hospitalidad pueden resultar estratégicamente útiles para un proyecto hegemónico de izquierda y/o populista; por último la hipótesis de la relación quiasmática –es decir, de la no complementariedad– entre ambas construcciones teórico-políticas invita a reflexionar sobre cada una de ellas a la luz de la otra sin necesidad de optar por una y/o desechar otra.
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La deconstrucción de la estructura y la noción de discurso
De acuerdo con Ernesto Laclau (2004) las raíces de la noción de discurso deben buscarse en lo que denomina “el giro trascendental en la filosofía moderna”; el cual se caracteriza por llevar adelante un tipo de análisis dirigido, en lo fundamental, a las condiciones de posibilidad de los objetos –y no a los objetos mismos–. Este tipo de análisis habría encontrado sus modelos paradigmáticos en las filosofías de Kant y Husserl. Sin embargo, para Laclau, las teorías contemporáneas del discurso difieren de estos enfoques clásicos en dos aspectos fundamentales. El primero es que en la filosofía trascendental de Kant, las categorías del entendimiento y las intuiciones de la sensibilidad escapan, en tanto estructuras a priori, a las variaciones históricas; mientras que por el contrario las teorías contemporáneas se constituyen como históricas y atienden a variaciones temporales a pesar de
perspectiva del propio Ernesto Laclau, véase Laclau (1998; 1996). El intelectual argentino entabló una rica y extensa polémica en torno al modo de establecer los nexos entre dichas teorías con Simon Critchley (2002; 2008); además de los textos de Laclau mencionados anteriormente, los puntos centrales del intercambio pueden rastrearse en Laclau (2014b) y Critchley (2008); Una síntesis detallada de esta polémica puede consultarse en Vergalito (2016). Por otra parte, un examen general de las relaciones entre la deconstrucción y la teoría laclausiana de la hegemonía puede encontrarse en Norval (2004) y Mendez (2014). Este último autor también ha explorado el vínculo entre espectralidad y hegemonía em Mendez (2015); mientras que Barros (2006) y Melo (2013) se han focalizado en la posible relación entre espectralidad y populismo.
su rol (cuasi)trascendental. En segundo lugar, los enfoques contemporáneos asumen el carácter dislocado (descentrado) y eminentemente abierto de toda estructura discursiva (en tanto su clausura o cierre definitivo es considerado imposible).
Como ha señalado Jacob Torfing (1999, p. 85), poniendo el foco en el segundo de los aspectos mencionados, se puede arribar al concepto de discurso en Laclau por dos vías diferentes: a través de la deconstrucción de la noción de estructura totalizante, o a través de la deconstrucción de la concepción que parte de la existencia de elementos sociales atomizados.
En lo que respecta a la primera de esas vías, Laclau retoma el camino trazado por Jacques Derrida en sus textos de los años ‘60. Especialmente su artículo de 1966, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”[3] (DERRIDA, 1989, donde el filósofo franco-argelino realiza una crítica profunda del estructuralismo. Por un lado, Derrida trata de mostrar, como afirma en otro texto de la época, la pertenencia del estructuralismo a la metafísica de la presencia: “se trata aquí de la metafísica implícita de todo estructuralismo o de todo gesto estructuralista” (DERRIDA, 1989, p. 11); mientras que por el otro se aboca a desmontar el concepto de estructura cerrada y centrada.
Es por referencia a estos dos motivos que Laclau retoma los análisis derrideanos para 139 construir su concepción de discurso. La teoría del discurso de Laclau ha sido plasmada de la manera más acabada, sin duda, en Hegemonía y estrategia socialista (escrito en colaboración con Chantal Mouffe). Una de las premisas básicas de las que parte el libro es la crítica filosófica al esencialismo. Como recuerda Chantal Mouffe en su último trabajo, el principal obstáculo a vencer a la hora de realizar una relectura de la tradición marxista (como la que emprendieron junto a Ernesto Laclau y que daría lugar al llamado “posmarxismo”) “provenía de la perspectiva esencialista dominante en el pensamiento de izquierda” (MOUFFE, 2018, p.
2). De acuerdo a esta perspectiva, que Laclau y Mouffe denominan “esencialismo de clase”, las identidades políticas son la expresión de la posición que los agentes sociales ocupan dentro de unas relaciones de producción determinadas; posición a partir de la cual son también definidos sus intereses (político-económicos).
Los autores de Hegemonía y estrategia socialista entienden que “la esencia de algo es el conjunto de características necesarias que constituyen su identidad” (LACLAU; MOUFFE, 1993, p. 129). A partir de esta definición, el esencialismo es concebido, al menos de manera esquemática, como la afirmación respecto de la existencia a priori de una serie de características necesarias que configuran el ser de los objetos o, dicho de otro modo, la estructura de lo real, de la realidad o de la objetividad en general. En este sentido, la “idea de un mundo organizado a través de un conjunto estable de formas esenciales” es la presuposición central de la filosofía, al menos desde Platón y Aristóteles (LACLAU; MOUFFE, 1993, p. 134). Es aquí donde la deconstrucción de la noción de estructura cerrada y centrada se anuda con la crítica al esencialismo, pues como ha mostrado Derrida, estas formas esenciales que constituyen lo que es tal cual es, se sustraen al proceso de configuración que inauguran y gobiernan. Situándose por fuera o más allá de aquello que constituyen, esas formas han ocupado en la historia de la metafísica el lugar de centro fundante y dador de sentido de toda estructura científica, epistemológica y social:
Este centro tenía como función no sólo la de orientar y equilibrar, organizar la estructura –efectivamente, no se puede pensar una estructura desorganizada– sino, sobre todo, la de hacer que el principio de organización de la estructura limitase lo que podríamos llamar el juego de la estructura” (DERRIDA, 1989, p. 383)[4].
De este modo, el concepto de esencialismo queda estrechamente vinculado a la idea de un juego fundado, “constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza 140 tranquilizadora” (DERRIDA, 1989, p. 384). Dada esta certeza inmutable e indubitable, las repeticiones, las sustituciones o las transformaciones que puedan aparecer quedan siempre inscriptas en una historia del sentido que puede tanto recordar su origen como adelantar su fin. En otras palabras, las nociones de esencialismo, estructura centrada y teleologismo se entrelazan formando esa compleja red que es la metafísica occidental.
Dicho en otros términos, en toda estructura centrada aquello que funciona como centro organizador escapa a la estructuración que él mismo gobierna. De manera tal que se ubica a la vez dentro y fuera de la estructura. Ello pone de manifiesto que el centro no es un lugar fijo, sino más bien un no-lugar en el cual se suceden un número infinito de desplazamientos y sustituciones. Ahora bien, esa “presencia central” no ha sido nunca “ella misma”, en la medida en que “desde siempre ha estado deportada fuera de sí en su sustituto” (DERRIDA,
1989, p. 385). De allí que pueda afirmarse que “el sustituto no sustituye a nada que de alguna manera le haya pre-existido”:
A partir de ahí, indudablemente, se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente-presente, que el centro no tenía lugar natural (…) Este es entonces el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es entonces el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso (DERRIDA, 1989, p. 385).
El discurso es entonces definido como un sistema de diferencias dentro del cual, en ausencia de un significado trascendental, el juego de la significación se extiende infinitamente. Dada la falta de un centro que detenga y funde el juego infinito de sustituciones, el campo del discurso excluye la posibilidad de la totalización. No es porque se trate de un campo inagotable, demasiado grande para ser abarcado en su totalidad, sino porque le falta algo (un centro) que el juego de desplazamientos y sustituciones se extiende infinitamente (DERRIDA, 1989, p. 397). El discurso puede entonces ser considerado como una estructura descentrada que constituye la condición de posibilidad del ser de los objetos, y en seno de la cual el sentido/significado (el ser) se éstos debe ser constantemente construido y (re)negociado (justamente en virtud de su carácter descentrado).
Para terminar de delinear la noción laclausiana/derrideana de discurso en toda su dimensión resulta necesario realizar algunas especificaciones adicionales. En primer lugar, 141
“discurso” no se limita a hacer referencia a las prácticas lingüísticas, sean éstas orales o escritas, sino que por el contrario remite a la idea de que “todo objeto se constituye como objeto de discurso” (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 144), en tanto ningún objeto puede emerger más allá de una superficie discursiva. En este sentido, Laclau y Mouffe rechazan explícitamente la distinción foucaultiana entre prácticas discursivas y no discursivas o entre aspectos lingüísticos y extra-lingüísticos (LACLAU; MOUFFE, 1993, p. 114; 2010, p. 146); por lo tanto, como afirma Derrida: no hay afuera del texto[5]. De ello podemos concluir que el
discurso no puede ser comprendido como una región de lo social rodeada por estructuras extra-discursivas que definirían sus límites. Por el contrario, si el discurso se manifiesta como el horizonte de constitución del ser de los objetos, entonces no es posible diferenciar, en términos de ser, lo discursivo de ninguna otra área de la realidad. El discurso, por lo tanto, no es ni una superestructura, ni un área específica de lo social, sino la forma de constitución de lo social. En este sentido, cuando Derrida señala que no hay afuera del “texto” aludiría al hecho de que en éste están implicadas “todas las estructuras denominadas ‘real’, ‘económica’,
‘histórica’, socio-institucional, en pocas palabras: todo posible referente” (DERRIDA, 1988, p. 148)6.
Ahora bien, a partir de este marco general de coincidencia, puede advertirse como las posiciones de Laclau y Derrida tienden a bifurcarse. Si bien a simple vista este distanciamiento podría parecer una diferencia respecto del énfasis puesto por cada uno de los autores en distintos aspectos de una matriz común, esta divergencia no dejará de acentuarse con el correr del tiempo (sobre todo desde la óptica de Laclau) ni de tener importantes consecuencias en sus respectivas derivas políticas. De este modo, mientras que Derrida concibe la operatoria de la deconstrucción a partir de la lógica de la diseminación, es decir, 142 como un juego infinito de diferencias, como una remisión incesante de unas huellas a otras (lo que hay es huella de huella, sin origen pleno o, dicho en otros términos, huella originaria o archihuella) sin recolección última de sentido, lo que efectivamente posibilita la apertura irreductible de la estructura, de lo social; Laclau, Por el contrario, pone el acento en la necesidad de fijar, al menos parcialmente, el flujo continuo de las diferencias: “incluso para diferir, para subvertir el sentido, subraya, tiene que haber un sentido” (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 152). Puesto que un discurso en el que ningún sentido pudiera ser fijado no sería otra cosa que un discurso psicótico. En consecuencia, “lo social [lo político] no es tan solo el infinito juego de las diferencias, es también el intento de limitar ese juego, de domesticar la
clasificatorio. Una vez más, esto no pone en cuestión el hecho de que esta entidad que llamamos “piedra” exista, en el sentido de que esté presente aquí y ahora, independientemente de mi voluntad; no obstante, el hecho de que sea una “piedra” depende de un modo de clasificar los objetos que es histórico y contingente [por ejemplo, depende del discurso de la mineralogía]” (LACLAU; MOUFFE, 1993, p. 116).
6 Otra de las conclusiones que pueden extraerse de esto, es que se abandona –en verdad, se deconstruye– la dicotomía pensamiento/realidad y se extiende el campo de categorías que pueden dar cuenta de la construcción del espacio social; lo cual deriva en lo que Laclau denominará modelo retórico de las relaciones sociales, ya que: “sinonimia, metonimia, metáfora no son formas de pensamiento que aporten un sentido segundo a una literalidad primaria a través de la cual las relaciones sociales se constituirían, sino que son parte del terreno primario de constitución de lo social” (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 126). En este sentido, como se lee desde el título de la última obra de Laclau, publicada póstumamente, se trata de los fundamentos retóricos de la sociedad. Para esta concepción, que continúa el camino abierto entre otros por Nietzsche y de la cual Jacques Derrida es quizás el mayor exponente, la literalidad es la primera de las metáforas.
infinitud” (LACLAU, 1993, p. 104). En este sentido, como destaca Agustín Méndez, el punto de partida desde el cual reflexionar acerca del desencuentro entre la deconstrucción y la teoría de la hegemonía, tiene como base el siguiente reconocimiento fundado en la divergencia arriba señalada:
La teoría de la hegemonía es un enfoque cuyo interés central está dado en pensar cómo es posible que una sociedad exista, a partir de una descripción antiesencialista, antes que en indagar sobre los modos de su desestructuración. Su real preocupación será identificar los procesos que operan en la conformación del “uno”, antes que indagar las grietas sobre las que se erige (MENDEZ, 2015, p. 97).
Como veremos en los siguientes apartados, esta divergencia respecto de los objetivos va a decantar en dos perspectivas disimiles a la hora de pensar la política, articuladas cada una de ellas sobre ejes vertebradores bien diferenciados: el antagonismo y la hospitalidad. Sin embargo, como indicamos más arriba, no hay que desconocer que –con todo lo significativa que es– esta diferenciación entre las posiciones de Laclau y Derrida siempre podría reinscribirse bajo el signo de una “diferencia de énfasis o de acento”; puesto que Derrida también reconoce la necesidad de la fijación y estabilización de sentido:
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Todo lo que un punto de vista deconstructivo trata de mostrar es que, dado que la convención, las instituciones y el consenso son estabilizaciones (…) esto significa que hay estabilizaciones de algo esencialmente inestable y caótico. (…) Porque hay inestabilidad es que la estabilización se vuelve necesaria; porque hay caos es que hay necesidad de estabilidad. Ahora bien, este caos e inestabilidad, que es fundamental, fundador e irreductible, es al mismo tiempo naturalmente lo peor que debemos enfrentar con leyes, reglas, convenciones, política y hegemonías provisionales, pero al mismo tiempo es un suerte, una posibilidad de cambiar, de desestabilizar. Si hubiera una estabilidad continua no habría necesidad de política (DERRIDA, 1998b, pp. 162-163).
Antes de avanzar hacia la caracterización de las diferentes derivas políticas que adelantamos anteriormente, nos detendremos brevemente en la segunda manera de acceder a la noción de discurso en la teoría de Laclau, pues a partir de allí también se introduce una bifurcación entre ambas posiciones. Como hemos señalado, la deconstrucción de la noción de estructura totalizadora y la idea a ella asociada acerca de la existencia de relaciones preestablecidas entre los elementos dentro de la misma (tal como se desprende, por ejemplo, del postulado clásico del marxismo acerca del lugar asignado a la economía como centro organizador de la estructura y las relaciones sociales), no implica asumir que la relación entre dos elementos sea completamente externa. Pues esa perspectiva tiende a invocar una especificidad ilegítima de los elementos, de acuerdo a la cual los mismos se constituirían con independencia de sus relaciones mutuas. Es decir, cada elemento no se vería de ningún modo afectado o modificado “en su ser” por la acción de ningún otro. Esto conllevaría que la concepción de estructura cerrada y centrada se repita en cada uno de los elementos que serían entonces comprendidos como micro-totalidades sin un afuera constitutivo. En tal situación, asistiríamos al paso de un esencialismo de la totalidad a un esencialismo de los elementos (TORFING, 1999, p. 86). De acuerdo con Torfing, la noción de discurso permite escapar a esta última posibilidad, en la medida en que aquel es comprendido como una “totalidad relacional” de secuencias significantes que determinan la identidad de los elementos sociales sin totalizar ni clausurar las mismas ni el campo en el que se constituyen[6].
Laclau aborda este problema en relación con la cuestión del sujeto. El intelectual argentino se desmarca de la concepción esencialista del sujeto que penetra todo el pensamiento moderno, para la cual el sujeto es concebido – a la manera del cogito cartesiano – como una instancia previa a las relaciones sociales. Más específicamente, se trata de deconstruir la posición marxista (dependiente en ello de la tradición moderna) que postula el privilegio político de un sujeto – para encarnar la lucha revolucionaria o por la emancipación
– a partir de una determinación a priori. Por el contrario, el postulado del que parte la teoría 144 de la articulación hegemónica es que los objetos tanto como los sujetos, las relaciones y las prácticas sociales, esto es, lo social en cuanto tal, son constituidos por y a través de estructuras discursivas.
Dentro de este marco general, en Hegemonía y estrategia socialista el sujeto es comprendido bajo la noción de “posiciones de sujeto”[7]. Además, cada posición de sujeto es constituida a través de sus relaciones diferenciales respecto de otras posiciones de sujeto. De modo que sería erróneo deducir del carácter discursivo, precario y contingente de toda posición de sujeto, la absoluta dispersión y/o separación de las mismas. Ya que sostener una separación y dispersión absoluta de las posiciones de sujeto es lo que conllevaría la reintroducción de un esencialismo, en este caso, de los elementos. Por lo tanto, Laclau y Mouffe sostienen que si toda posición de sujeto es una posición discursiva, entonces el análisis no puede prescindir de las formas de sobredeterminación de unas posiciones por otras. En sus propias palabras:
Todo esto nos hace ver que la especificidad de la categoría de sujeto no puede establecerse ni a través de la absolutización de una dispersión de “posiciones de sujeto” ni a través de la unificación igualmente absolutista en torno a un sujeto trascendental (…) El momento de cierre de una totalidad discursiva, que no es dado al nivel “objetivo” de dicha totalidad tampoco puede ser dado al nivel de un sujeto (…) Por esa misma falta de sutura última es por lo que tampoco la dispersión de las posiciones de sujeto constituye una solución: por el mismo hecho de que ninguna de ellas logra consolidarse finalmente como posición separada hay un juego de sobredeterminación entre las mismas que reintroduce el horizonte de una totalidad imposible (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 164).
Por otro lado, lo que hace posible que un sistema relacional de diferencias – es decir, una totalidad discursiva – se constituya es una exclusión; algo que esté por fuera, más allá de los límites del sistema pero en virtud de lo cual justamente se impone como una limitación. Pues si ello no fuera así estaríamos en presencia de una totalidad discursiva que se manifestaría como una positividad plena, simplemente dada y delimitada, esto es, 145 completamente cerrada y clausurada. Pero, por el contrario, Laclau entiende que toda totalidad discursiva se configura a través de una lógica relacional incompleta y penetrada por la contingencia. Esto es, establecen el carácter constitutivamente abierto de toda formación discursiva. De ello se sigue que no hay identidad social que no esté atravesada por un exterior discursivo que la constituye pero que a la vez la deforma y le impide suturarse completamente. La existencia de ese exterior “es la condición de posibilidad de todo discurso porque le permite fijar parcialmente las identidades; pero a la vez, es su condición de imposibilidad, al subvertir toda identidad e imposibilitar cualquier cierre definitivo” (DAÍN, 2011, p. 52).
Esto resulta relevante para el propósito de este trabajo en tanto permite dar cuenta de cómo la teoría de la hegemonía es, en buena medida, una teoría del sujeto que va más allá de lo que a este respecto puede desprenderse de los postulados de la deconstrucción tomados al pie de la letra. En este sentido, Derrida privilegiaría, al contrario de Laclau, los momentos de desidentificación; ya que si la decisión es solamente identificación, “entonces se destruye a sí misma” (DERRIDA, 1998b, p. 164). De este modo, el filósofo franco-argelino desconfiaría de las limitaciones o exclusiones que una teoría del sujeto como la de Laclau podría llegar a producir, en tanto implicarían una reducción de la responsabilidad ante el otro. Sin embargo, también puede encontrarse en los textos de Derrida un espacio abierto a la posibilidad de una reinscripción no metafísica del sujeto, que como afirma en más de una oportunidad, nos sigue resultando indispensable:
Pienso en aquellos que querrían reconstruir hoy en día un discurso sobre el sujeto que no fuera pre-deconstructivo, sobre un sujeto que no tuviera más la figura del dueño de sí mismo, de la adecuación a sí, centro y origen del mundo, etc., sino que definiera más bien al sujeto como la experiencia finita de la no identidad consigo, de la interpelación inderivable en tanto ésta viene del otro. (DERRIDA, 2005, p. 159).
Incluso ante la apertura de esta posibilidad, y sin poder decidir de manera concluyente si la teoría de la hegemonía podría satisfacer por completo los requerimientos derrideanos (nuestra sospecha, como se desprenderá de los siguientes apartados, es que no), Derrida deja plasmada su vacilación: “¿con qué derecho, se pregunta, apelar a este sujeto? ¿Con qué derecho, inversamente, prohibirnos apelar a este ‘sujeto’?” (DERRIDA, 2005, p. 159).
3. Una política del antagonismo
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Lo que nos interesa por sobre todo destacar en este apartado es la deriva política que el pensamiento de Laclau toma a partir de compresión de la noción de discurso explicitada más arriba. Esta construcción teórico-política se centra, desde nuestro punto de vista, en aquello que Slavoj Žižek caracterizara como el gran logro de Hegemonía y estrategia socialista: el concepto de antagonismo. Ya que a través de él, “lejos de reducir toda la realidad a juegos de lenguaje, el campo socio-simbólico es concebido como estructurado en torno a una cierta traumática imposibilidad, en torno de una fisura que no puede ser simbolizada” (ŽIŽEK, 1993, p. 257). Efectivamente:
Si la lengua es un sistema de diferencias, el antagonismo es el fracaso de la diferencia y, en tal sentido, se ubica en los límites del lenguaje y sólo puede existir como disrupción del mismo – es decir, como metáfora – (…) El antagonismo escapa a la posibilidad de ser aprehendido por el lenguaje, en la medida en que el lenguaje sólo existe como intento de fijar aquello que el antagonismo subvierte[8] (LACLAU; MOUFFE, 2010, pp. 168-9).
De manera que nos encontramos ante la presencia de una negatividad constitutiva:
“por antagonismo, señala Laclau, se entiende una relación entre fuerzas de modo tal que la negatividad pasa a ser un componente interno de esa relación” (LACLAU, 2014a, p. 133); lo cual conlleva que cada fuerza niega la identidad de la otra. Atribuir a la negatividad este papel constitutivo en la configuración de las relaciones antagónicas, implica aceptar que el orden social no puede estructurarse nunca como un todo objetivo, homogéneo y sin fisuras, es decir, completamente “reconciliado” consigo mismo.
En la medida en que se encuentra habitado o asediado (como diría Jacques Derrida) desde su interior por relaciones antagónicas (por una negatividad) constitutivas que impiden su clausura definitiva, todo orden social se revela como una “objetividad fallida”. Como afirma Laclau (2013) en su conferencia “La construcción discursiva de los antagonismos sociales”[9]:
Lo que hace posible que un sistema de diferencias se constituya como tal es una exclusión, algo que esté por fuera, más allá de los límites y en virtud de lo cual justamente hay límites. Pero eso crea un problema: el elemento excluido es una diferencia respecto del sistema de todas las diferencias que, por consiguiente no es tal; y por otro lado, todas las diferencias interiores al sistema son equivalentes respecto de esa diferencia. Por lo cual aquello que hace posible el cierre del sistema es aquello que lo hace imposible. Esa diferencia exterior es, en verdad, una fractura 147 interna y constituye un antagonismo social. (LACLAU, 2013).
Dicho en otros términos, “el antagonismo constituye los límites de toda objetividad” (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 168). Es decir, por medio de este movimiento se destruye la aspiración de constituir la objetividad bajo el signo de una presencia plena. En virtud de ello, toda objetividad debe ser considerada en términos de procesos de objetivación siempre parciales y precarios, esto es, fallidos. Esto vale tanto a nivel de la estructura social como de las identidades (los sujetos) que forman parte de ella. En conclusión: “es porque lo social está penetrado por la negatividad – es decir, por el antagonismo – que no logra el estatus de la transparencia, de la presencia plena, y que la objetividad de sus identidades es plenamente subvertida” (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 172).
Ahora bien, es a partir de esta noción de fractura interna que la teoría laclausiana de la hegemonía (y del populismo) puede ser considerada como una política del antagonismo. Como puede apreciarse en el texto citado, los límites de un sistema significativo – de una estructura discursiva – tienen que mostrarse como una interrupción o quiebra del proceso de significación. Es decir, como algo que no puede ser asimilado por el sistema o estructura. La consecuencia que Laclau extrae de lo anterior es, justamente, que los límites auténticos nunca pueden ser neutrales sino que presuponen una exclusión antagónica, dado que:
Un límite neutral implicaría que él es esencialmente continuo con lo que está a sus dos lados, y que estos dos lados serían simplemente diferentes el uno del otro. Pero como una totalidad significativa es precisamente un sistema de diferencias, esto significa que ambos lados son parte del mismo sistema y que, en consecuencia, los límites que separan a uno del otro no pueden ser los límites del sistema. Por el contrario, en el caso de una exclusión tenemos auténticos límites, dado que la realización de lo que está más allá del límite de exclusión implica la imposibilidad de lo que está de este lado del límite (LACLAU, 1996, p. 72).
En buena lógica, la conclusión que se deduce de esta afirmación es que los límites de un sistema deben ser necesariamente antagónicos. Esto ha sido materia de controversia para los estudiosos del pensamiento de Laclau. Urs Stäheli (2008), por ejemplo, ha cuestionado el hecho de que todo límite deba ser antagónico, abriendo la posibilidad de que sólo algunos tipos particulares de límites lo sean. Para este autor “la suposición de que existen límites discursivos necesariamente antagónicos tiende a despolitizar la construcción discursiva de los 148
antagonismos” (STÄHELI, 2008, p. 282); señala, asimismo, que el principio para el esclarecimiento de esta cuestión debe buscarse en la distinción, realizada por Laclau con posterioridad a Hegemonía y estrategia socialista, entre dislocación y antagonismo. Puesto que distinguir entre estas dos nociones conduciría “a pensar la articulación antagónica como un resultado histórico contingente” (STÄHELI, 2008, p. 291) mientras que la dislocación indicaría la imposibilidad de cierre de todo sistema. De este modo, la categoría de dislocación sería lógicamente anterior a la de antagonismo, y no habría que confundirlas. Por momentos el propio Laclau parece acordar con esta caracterización, al sostener que “el antagonismo ya es una forma de inscripción discursiva (…) de algo más primario que, desde Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo en adelante, comencé a llamar
‘dislocación’. [En consecuencia] No todas las dislocaciones necesitan ser construidas de manera antagónica” (LACLAU, 2008, p. 394). Por el contrario:
(...) Se puede experimentar una dislocación en la experiencia y atribuirla a la ira de Dios, atribuirla al castigo de los pecados, atribuirla a la intervención de algunos agentes misteriosos que están operando en esa sociedad, atribuirla a los judíos o a cualquier otro grupo victimizado. La idea de construir, de vivir esa experiencia de la dislocación como antagónica, sobre la base de la construcción de un enemigo, ya presupone un momento de construcción discursiva de la dislocación, que permite dominarla, de alguna manera, en un sistema conceptual que está a la base de cierta experiencia (LACLAU, 2002, p. 81).
En un sentido similar, Yannis Stavrakakis (2010, p. 93) sostiene que el antagonismo se sitúa en el orden simbólico de la realidad, “denotando la relación entre proyectos discursivos diferentes, pero ya articulados, que compiten por la hegemonía”; mientras que la dislocación pertenecería al orden de lo real (en sentido lacaniano). Podría decirse, entonces, que la dislocación es, tanto analítica como ontológicamente, anterior al antagonismo; de ahí que pueda afirmarse que aquella es la condición de posibilidad no sólo del antagonismo sino de la política en general, entendida ésta como práctica hegemónica. En palabras del intelectual argentino: “hay política porque hay subversión y dislocación de lo social” (LACLAU, 1993, p. 77). No obstante lo cual, el antagonismo presentaría un carácter enteramente contingente, dado que es posible “expresar” la dislocación a través de inscripciones discursivas que no impliquen una relación antagónica[10].
Es sobre esta matriz conceptual que a partir de la reintroducción de la temática del populismo como categoría central de análisis teórico, el concepto de antagonismo gana, desde nuestra visión, en protagonismo. Específicamente, en tanto el establecimiento de una frontera 149 antagónica se torna indispensable, en el esquema de La razón populista, para la conformación del pueblo. En este sentido, la construcción de una hegemonía populista tiene como uno de sus requerimientos fundamentales la producción de una fractura antagónica del espacio social que separe un “nosotros, el pueblo” de los poderosos, de los opresores, en definitiva de los enemigos del pueblo. De esta manera, los discursos populares equivalenciales se caracterizan por dividir lo social en dos campos antagónicos: el poder o “los de arriba” y “los de abajo”. Aquí estaría operando de manera clara una intensificación o radicalización política del antagonismo, pues a partir de la noción de frontera antagónica se concibe a la sociedad como
dividida en “dos campos irreductibles estructurados alrededor de dos cadenas equivalenciales incompatibles” (LACLAU, 2005, p. 110).
En este sentido, la posición de Laclau da un giro de 180° respecto de lo sostenido en Hegemonía y estrategia socialista: pues a pesar de que ya en ese texto era claramente reconocida la centralidad política de los efectos de frontera, en tanto el núcleo de la apuesta política de entonces estaba puesto en las “luchas democráticas” – y no en las “luchas populares” – las cuales requerían para su establecimiento y efectividad de la multiplicidad y proliferación de puntos de antagonismo. De este modo, consideramos que el pasaje al populismo como referencia central de una política emancipatoria que tenga por objetivo subvertir el orden institucional vigente se cifra, en buena medida (aunque, por supuesto, no exclusivamente), en la intensificación del antagonismo y que, por lo tanto, puede ser concebida como una política del antagonismo. Esta intensificación del antagonismo no dejará de tener consecuencias, puesto que a partir de ella ese Otro exterior a través del cual el sujeto popular se constituye solo podrá ser considerado bajo la figura del enemigo antagónico. Es por ello que vale la pena examinar, a continuación, la otra de las puntas del quiasmo presentado al comienzo, que hará referencia a una política de la hospitalidad. 150
4. Una política de la hospitalidade
En el apartado anterior se abordó el modo en que a partir de la concepción discursiva de lo social procedente de la deconstrucción del estructuralismo, Laclau configura lo que denominamos una “política del antagonismo”. Es por ello que el autor argentino entiende que es en los textos de los años ´60 (en los que la política no constituye un tema explícito) donde se encuentran, sin embargo, los mayores aportes de Derrida – y la deconstrucción – para pensar la política. Esto se debe a que al mostrar la inestabilidad o indecidibilidad estructural de todo sistema significativo, Derrida hace patente que toda estabilización es producto de una institución arbitraria, “de una fuerza que tiene que ser parcialmente externa a la estructura” (LACLAU, 2004, p. 15), es decir, de una decisión ético-política[11]. De este modo, todo acto de institución es político, pero por lo mismo, resulta también contingente y precario. Como indica Emmanuel Biset “pensar la política en esta tensión entre la dimensión conflictiva propia de la indecidibilidad y la estabilización parcial de un sentido, conlleva una radicalización de la política como relación con la alteridad no pacífica” (BISET, 2009, p. 122). Esa irreductibilidad del poder y/o de la fuerza, que Derrida tematiza, a la vez, a partir de la afirmación de la imposibilidad de una relación absolutamente pacífica con la alteridad, es uno de los aspectos en los que Laclau reconoce la dimensión profundamente política de los primeros textos de Derrida.
Ahora bien, ya en esos mismos textos de Derrida puede encontrarse la alusión a una apertura hacia la alteridad absoluta del otro, más allá de toda referencia a fuerza o a la violencia[12]. El lugar central que en ellos ocupa la noción de “huella” – tomada del pensamiento de Emmanuel Levinas – se revela como un índice inequívoco de la importancia de esta cuestión. De acuerdo con Derrida, la huella “pertenece al movimiento mismo de la significación”; es “la apertura de la primera exterioridad en general, el vínculo enigmático del viviente con su otro y de un adentro con un afuera” (DERRIDA, 2008, pp. 91-92). La huella es la marca de “la no-presencia de lo otro inscripta en el sentido del presente” (DERRIDA, 2008, p. 92). Así, la temática de la huella remite a un Otro que ya siempre “habrá sido” pero que abre, al mismo tiempo, a lo por-venir. Esta futura anterioridad habrá sido irreductible a la
ontología. 151
De esta forma, Derrida propone pensar la apertura en general, esto es, la apertura irreductible de toda estructura significativa, a partir de la hospitalidad o de la acogida debida al otro. De la respuesta o, mejor dicho, de la promesa de respuesta. Es a partir de este gesto inicial que, años después, puede acoger las palabras de Levinas casi sin reticencias, y citarlo con aprobación cuando éste último dice: “la relación con Otro o el Discurso (…) es una relación ética” (DERRIDA, 1998a, p. 45); y más adelante: “el Discurso se presenta como Justicia [imposible] ‘en la rectitud de la acogida hecha al rostro’” (DERRIDA, 1998a, p. 47).
Sin embargo, este pensamiento derrideano de la acogida y la hospitalidad no conduce a la utopía o la aspiración ingenua de una relación absolutamente pacífica con el otro. Mucho menos a un irenismo político. “Lo que estoy sugiriendo aquí, afirma Derrida, no carece de violencia, (…) la herida no simbolizable viene, antes de toda fractura, de la huella anterior del otro” (DERRIDA, 2016, p. 211). En el marco del simposio “Deconstrucción y pragmatismo” organizado en 1993 en el College International de Philosophie por Chantal Mouffe, el filósofo franco-argelino se detiene sobre este motivo paradójico o aporético de su pensamiento, casualmente o no, en el momento en que examina algunos postulados sostenidos por Ernesto Laclau; motivo por el cual merece ser citado en extenso:
Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dijo Ernesto Laclau sobre la cuestión de la hegemonía y el poder, y también concuerdo en que en la discusión más segura y pacífica están presentes la fuerza y la violencia. No obstante, creo que hay, en la apertura de un contexto de argumentación y discusión una referencia (…) al desarme. Concuerdo en que ese desarme no está nunca simplemente presente, incluso en el momento más pacífico de la persuasión, y por lo tanto que es irreductible a una cierta fuerza y violencia, pero sin embargo esa violencia sólo puede (…) aparecer como tal sobre la base de una no violencia, una vulnerabilidad, una exposición. No creo que la no violencia sea una experiencia descriptible y determinable, sino más bien una promesa irreductible de la relación con el otro como esencialmente no instrumental. No es este el sueño de una relación beatamente pacífica, sino el de cierta experiencia de amistad tal vez impensable hoy…” (DERRIDA, 1998b, pp. 161-2).
Esto que Derrida enuncia como impensable hoy, es lo imposible mismo: una experiencia de la hospitalidad sin condición; una relación no violenta con la alteridad. Ahora 152 bien, la pregunta que debería formularse a los fines del presente ensayo es la siguiente: ¿Cómo pensar esta apertura incondicional, esta hospitalidad absoluta, en términos políticos? Y paralelamente: ¿Qué relación existe entre una ética de la hospitalidad (de cuño levinasiano) y una política de la hospitalidad que Derrida quisiera afirmar como política por-venir? O dicho en otros términos: ¿Puede la ética de la hospitalidad fundar una política o un derecho?
Las respuestas a estos interrogantes no son sencillas, requerirían largos rodeos y minuciosos análisis; sin embargo, en vistas a los objetivos planteados en estas páginas pueden trazarse los contornos preliminares de las mismas. De acuerdo a las premisas de su planteo, Derrida parecería más bien reacio a subordinar alguno de los dos ámbitos, sea el ético o el político, al otro. De este modo, habría que desistir respecto de la posibilidad de fundar una política en la ética; pero no porque la contraria sea la opción elegida (como en efecto sucede en la teoría de Laclau). Sino porque se trataría más bien de pensar una apertura no ética de la ética, así como una apertura no política de la política.
Por otro lado, no debería verse en ello una debilidad o una insuficiencia; por el contrario, el hecho de que “no haya paso asegurado, según el orden de la fundación, (…) según la jerarquía fundador/fundado, originariedad principal/derivada” entre una ética de la hospitalidad y una política, que haya un hiato insalvable entre ellas: ¿no abriría “la posibilidad de otra palabra, de una decisión y una responsabilidad (jurídica y política, si se quiere), allí donde éstas deben ser tomadas sin la seguridad de un fundamento ontológico” (DERRIDA, 1998a, p. 38). Esa otra palabra, ese otro camino, es sin duda el que ha elegido Jacques Derrida. Y ese camino conduce a la otra de las cuestiones planteadas: si la relación entre la ética de la hospitalidad y una política hospitalaria no es del orden de la fundación o de la derivación, entonces ¿de qué tipo de relación se trata?
Para abordar esta problemática es necesario remitirse al particular modo en que Derrida plantea el vínculo entre la justicia y el derecho, ya que de éste se desprende, al menos en su lógica, el tratamiento de la temática de la hospitalidad. Aquel se encuentra elaborado fundamentalmente en su conferencia “Del derecho a la justicia”. Desde las primeras páginas, el texto anuncia la posibilidad de pensar la Justicia como heterogénea respecto del ámbito del derecho; heterogeneidad que, a la vez, indicaría un desborde de dicho ámbito o, lo que es lo mismo, revelaría la excedencia de la Justicia respecto del ordenamiento jurídico legal[13]. Sin embargo, de acuerdo con Derrida, “todo sería todavía simple si esta distinción entre justicia y derecho fuera una verdadera distinción” (DERRIDA, 1997, p. 51); pero lo que ocurre es justamente lo contrario: el derecho pretende ejercerse en nombre de la justicia, mientras que 153 ésta requiere instalarse en el derecho para no correr el riesgo de devenir en una instancia meramente utópica. De esta forma, a pesar de tratarse de ámbitos heterogéneos, derecho y justicia son, en verdad, indisociables. Esta relación resulta, sin duda, sumamente paradójica: pues mientras que la justicia deconstruye y excede el derecho, sólo puede darse – aunque de manera imperfecta e inadecuada – efectivamente en ese marco.
Esta condición paradójica o aporética rige también, en el pensamiento de Derrida, para la cuestión de la hospitalidad. En efecto, entre la hospitalidad condicionada, esto es, las leyes positivas del derecho, las normas y reglas que forman parte del corpus jurídico bajo las cuales toda hospitalidad es “efectivamente” concedida, y la Ley de la hospitalidad absoluta, ofrecida sin condición alguna, existe a la vez una heterogeneidad y una indisociabilidad irreductible. Dicho en otros términos, la Ley incondicional y las leyes condicionadas se limitan y desplazan mutuamente; estas últimas, al imponer derechos y deberes, trasgreden y pervierten la ley de hospitalidad absoluta, pero a la vez:
La ley incondicional de la hospitalidad necesita de las leyes, las requiere. Esta exigencia es constitutiva. No sería efectivamente incondicional, la ley, si no debiera devenir efectiva, concreta, determinada (…) Correría el riesgo de ser abstracta, utópica, ilusoria, y por lo tanto transformarse en su contrario. Para ser lo que es, la ley necesita así de las leyes que sin embargo la niegan, en todo caso la amenazan, a veces la corrompen o la pervierten. Y deben siempre poder hacerlo.
Porque esta pervertibilidad es esencial, irreductible, además, necesaria. Es el precio de la perfectibilidad de las leyes. (…) Recíprocamente, las leyes condicionales dejarían de ser leyes de la hospitalidad si no estuvieran guiadas, inspiradas, aspiradas, incluso requeridas, por la ley de la hospitalidad incondicional (DERRIDA, 2006, p. 83).
Estos breves análisis respecto de las nociones de la justicia, el derecho y la hospitalidad parecen sugerir, sin temor a exagerar, la idea de una política de la hospitalidad. Esta política parecería restar aún como una tarea imposible, y pertenecería por entero al orden de lo por venir. Sin embargo, ¿qué sería de una política que no estuviera inspirada, requerida, por esa hospitalidad incondicional y por la promesa de Justicia? Sin duda, no otra cosa que el reino del cálculo y de la violencia desesperada y desesperanzada. Por otra parte, la estructura de la promesa, tal y como Derrida la tematiza, no es puro retraso indefinido ni conlleva la inacción o la parálisis. Al contrario, la promesa debe prometer siempre poder ser cumplida, y el hecho de anunciarse como tal ¿no es ya un modo de estar aquí y ahora? De este modo, a fin 154 de que sea “efectiva” – aún en su imposible realización – la política de la hospitalidad debe producir acontecimientos, irrumpir en la arena político-jurídica deconstruyendo el derecho y las formas sedimentadas de la política: “es decir, no [debe] limitarse sólo a ser ‘espiritual’ o ‘abstracta’, sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc.” (DERRIDA, 2012, p. 103)
Observaciones finales
A lo largo de estas páginas, hemos intentado dar cuenta de dos derivas políticas posibles que se siguen de una matriz discursiva para pensar lo social. Las mismas dialogan entre sí, tan pronto se acercan y entrecruzan, se alejan y se distancian según ritmos y velocidades diversas. No se trata de reducirlas en una síntesis dialéctica, ni de articularlas tomando “lo mejor” de cada una ellas. Pues son irreductibles la una a la otra. Tampoco se trata de oponerlas o de realizar una elección entre ambas. Quizás entre una política de la hospitalidad y una política del antagonismo no se produzca sino un juego en el que quien gana pierde y donde se gana y se pierde cada vez.
En este sentido, luego de haber presentado las bases teóricas de la noción de discurso que sustenta tanto la posición de Derrida como la de Laclau, hemos querido resaltar el gran mérito que la teoría de la hegemonía presenta al repolitizar la teoría del discurso a través de la introducción de la categoría de antagonismo, mostrando que no se trata, como muchas veces se cree, sólo de juegos de lenguaje. En este sentido, la construcción discursiva de los antagonismos sociales (que rompe con el esencialismo de clase) ha logrado revitalizar la tradición marxista poniendo nuevamente de relieve el carácter inerradicable del conflicto y del antagonismo, pero afirmando la imposibilidad de un cierre definitivo de la sociedad (que rompe con la ilusión metafísica de una comunidad plena, armónica, y el consecuente peligro de un devenir totalitario) y señalando, en consecuencia, la necesidad de un cierre hegemónico, esto es, parcial, precario y sometido a renegociaciones periódicas. Por otro lado, esta revitalización del marxismo, que es también una radicalización de lo político, deviene en los últimos trabajos de Ernesto Laclau en una apuesta por el populismo como estrategia política emancipatoria; en tanto aquel representa de la manera más cabal lo que denominamos una política del antagonismo, que fractura el espacio social en dos campos dicotómicos: el pueblo y sus enemigos. De manera tal que, como reza el título de uno de sus trabajos: construir al 155 pueblo es la principal tarea de toda política radical hoy.
Ahora bien, esta radicalización de lo político y de su carácter antagónico colisiona, hasta convertirse en un rechazo explícito – es necesario “evitar enredarse en todos los problemas de una ética levinasiana” (LACLAU, 1996, p. 142) –, con lo que Laclau considera una eticización de la ontología por parte de Derrida o, lo que es lo mismo, una fundamentación ética de lo político. Dado que para el pensador argentino, una política de la hospitalidad, inspirada por una acogida incondicional, no violenta, de la alteridad, sería prácticamente un contrasentido pues negaría, al menos en principio, el carácter incuestionablemente antagónico de la política o de la operación hegemónica.
Sin embargo, como hemos señalado en el apartado anterior, Derrida no aboga por una fundamentación ética de la política, sino más bien por una contaminación entre ambas esferas. De manera tal que no sería posible trazar una frontera prístina entre ellas. Esto le permite por un lado reconocer la irreductibilidad de la violencia, del cálculo económico-político, sin renunciar a la promesa de la justicia, de una relación no violenta con la alteridad; y, por el otro, le da la posibilidad de afirmar la incondicionalidad de una hospitalidad absoluta siempre por venir, en nombre de la cual resulta sin embargo indispensable calcular, ejercer algún tipo de fuerza por medio de leyes y normas que regulan y establecen las condiciones de una hospitalidad efectiva. Es decir, construir hegemonías. Esa es la aporía a la que se enfrenta, sin retroceder ni renunciar en su empeño, una política de la hospitalidad. Esa es la aporía que constituye la política de la hospitalidad.
Como hemos anticipado, no se trata de elegir entre estas dos derivas políticas. Si una política del antagonismo, que fracture el espacio social entre el pueblo y sus enemigos, parece hoy día necesaria para un pensamiento de izquierda que pretenda oponerse a los poderes del capitalismo financiero que reduce a la pobreza a poblaciones enteras con el único fin de maximizar sus ganancias; también resulta indispensable para un populismo que se quiera de izquierda pensar en una política de la hospitalidad que resista al repliegue xenófobo de quienes intentan refugiarse en criterios inmunitarios para combatir la crisis. Pues, en definitiva, ¿aquellos que rechazan el principio de hospitalidad, y con ello la promesa de Justicia, no deberían constituir el enemigo antagónico de un populismo de izquierda, radical y emancipador?
Sin embargo, esto último no haría más que poner de manifiesto que la política de la hospitalidad pura, absoluta, es lo imposible mismo; lo impracticable, dado que implicaría la 156 posibilidad de una sociedad plenamente reconciliada. Por lo que incluso un populismo de izquierda que se articulara en torno a un principio de hospitalidad requeriría, para su puesta en práctica efectiva, de una política del antagonismo que logre plasmar una hegemonía parcial. De este modo, esta aporía política podría conducir a la pregunta/objeción que alguna vez lanzara Žižek:
¿No implica la postura resignada/cínica de “aunque sepamos que fracasaremos, deberíamos persistir en nuestra búsqueda”, de un agente que sabe que (…) su esfuerzo supremo fracasará necesariamente, pero no obstante acepta la necesidad de ese Espectro global [aquí la Hospitalidad o la Justicia] como un aliciente necesario para darle la energía que lo haga empeñarse en resolver problemas parciales? (ŽIŽEK, 2003, p. 98).
Lejos de aceptar lo que pretende insinuar Žižek, creemos que no se sigue de lo expresado en estas páginas ningún tipo de resignación política. Por el contrario, y para finalizar, como sostiene Laclau en su respuesta al filósofo esloveno: dado que no se trata de un proceso acumulativo lineal (similar a la Idea reguladora en sentido kantiana) no habría lugar para un cinismo acerca del carácter inalcanzable de la emancipación. De manera tal que:
Para los actores históricos que participan en las luchas concretas no existe ningún tipo de resignación cínica: sus objetivos reales son todo lo que constituye el horizonte dentro del cual viven y luchan. Decir que la plenitud final es inalcanzable no implica de ningún modo defender una actitud de fatalismo o resignación: es decirle a la gente “eso por lo que están luchando es todo lo que hay” (LACLAU, 2003b, p. 198).
Y, sin embargo, hay también un resto que se sustrae a ese horizonte de lo posible; lo socaba y lo inspira. Ese resto no es silencio.
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______. (2003). “¿Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”. In: BUTLER, Judith, LACLAU, Ernesto y ŽIŽEK, Slavoj (Orgs.). Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda. Buenos Aires: F.C.E. pp. 95-140.
[1] De acuerdo con Laclau esa complementariedad se produciría, como veremos más adelante, debido a que la deconstrucción pone al descubierto y amplía el carácter indecidible de toda estructura, lo cual conlleva postular la necesidad de una decisión ético-política contingente que no puede deducirse de las relaciones estructurales; la otra cara de estos desarrollos es la comprensión de la hegemonía como una teoría de la decisión tomada en un terreno indecidible.
[2] Para una revisión de los vínculos y/o puntos de contacto entre la deconstrucción y la teoría de la hegemonía, así como también de los reparos frente a una asimilación demasiado rápida entre ambas posiciones desde la
[3] Otro texto importante donde Derrida emprende una deconstrucción del estructuralismo es Fuerza y significación (DERRIDA, 1989, pp. 9-46).
[4] “[Este] centro recibe, sucesivamente y de una manera regulada, formas o nombres diferentes. La historia de la metafísica, como la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias. Su forma matriz sería (…) la determinación del ser como presencia en todos los sentidos de esa palabra. Se podría mostrar que todos los nombres del fundamento, del principio o del centro han designado siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ousía [esencia, existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.)” (DERRIDA, 1989, p. 385).
[5] Esto último ha generado numerosas incomprensiones y controversias a pesar de que Laclau y Mouffe han insistido en señalar que el hecho de afirmar que todo objeto se constituye discursivamente, no implica la formulación de una concepción idealista que niegue la “existencia real” de dichos objetos. Una posición semejante sólo puede sostenerse, para los autores, partiendo de un prejuicio – el cual debe ser rechazado – que asigne a la estructura discursiva un carácter específicamente mental. Frente a esta posibilidad, Laclau y Mouffe reivindican el carácter material del discurso. Para nuestros autores, se trata de redefinir el materialismo comprendiéndolo como aquella posición que sostiene que el discurso (entendido como prácticas lingüísticas y extra-lingüísticas) construye la realidad, pero que al mismo tiempo reconoce la imposibilidad de la totalización, señalando un límite a toda objetividad – es decir, que se produzca el “agotamiento” total del objeto –. En este sentido afirman que un terremoto, por ejemplo, es un hecho existente independientemente de mi voluntad, pero que el mismo se constituya como objeto en términos de “fenómeno natural” o de “expresión de la ira de Dios” depende enteramente de su estructuración dentro de un campo discursivo. La consecuencia que se extrae de ello es que los “hechos naturales” son construcciones discursivas tanto como los “hechos sociales”: “Y lo son por la simple razón de que la idea de naturaleza no es algo que esté allí simplemente dado, para ser leído en la superficie de las cosas, sino que es ella misma el resultado de una lenta y compleja construcción histórica y social. Denominar a algo como un objeto natural es una forma de concebirlo que depende de un sistema
[6] Como afirma Torfing (1998, p. 40) el “discurso” puede ser definido como una “totalidad relacional” de secuencias significantes en la medida en que: 1) este “aspecto relacional se refiere al relacionalismo radical que sostiene que las relaciones entre identidades sociales” son constitutivas de esas identidades; 2) las comillas que rodean la noción de totalidad indican que el sistema relacional puede concebirse como una totalidad sólo en relación a una cierta exterioridad; 3) la expresión “totalidad relacional de secuencias significantes” hace referencia a todo tipo de procesos por los que lo social se construye como significativo.
[7] “Siempre que en este texto, afirman Laclau y Mouffe (2010, p. 156), utilicemos la categoría de ‘sujeto’, lo haremos en el sentido de ‘posiciones de sujeto’ en el interior de una estructura discursiva”. Posteriormente, y a raíz de una serie de críticas realizadas por Slavoj Žižek, Laclau abandona la noción de posiciones de sujeto para pasar a comprender el sujeto como la distancia entre la estructura indecidible y la decisión. Esta cuestión merecería un análisis detallado que excede los límites de este trabajo. Para una caracterización de la nueva posición que adopta Laclau respecto del sujeto con posterioridad a Hegemonía y estrategia socialista, véase Laclau (1993), Topuzian (2015) y Retamozo (2011).
[8] En consecuencia, los autores señalan que el antagonismo “muestra” –en el sentido en que para L. Wittgenstein lo que no se puede decir se puede mostrar– los límites de toda objetividad, es “testigo” de la imposibilidad de una sutura última del espacio social (LACLAU; MOUFFE, 2010, p. 169).
[9] Ernesto Laclau brindó la conferencia “La construcción discursiva de los antagonismos sociales” el martes 23 de julio de 2013 en el aula 108 de la Facultad de Filosofía y Letras. La misma puede consultarse en: <http://mediateca.filo.uba.ar/content/ernesto-laclau-la-construcci%C3%B3n-discursiva-de-los-antagonismos sociales>. Última consulta: 4/7/2019.
[10] Quien más sistemáticamente se ha opuesto a esta lectura es Oliver Marchart. Como destaca en su último trabajo, Marchart nunca ha estado convencido de este giro hacia la dislocación como algo más primario que lo político. De hecho, sostiene que en la teoría laclausiana de la significación, “tomada seriamente”, el antagonismo “debe ser la última fuente de dislocación social, dado que cada sistema [estructura discursiva] es no solo instituido sino que también será destituido por un exterior amenazante [threatening outside]” (MARCHART, 2018, p. 25). La tesis que sostiene esta interpretación es que en la teoría de Laclau, “antagonismo” es el nombre para “lo político” en tanto tal, que Marchart entiende en un sentido ontológico. La lectura de Marchart se sostiene sobre lo que se conoce como “la diferencia política”, esto es, la diferenciación entre la política (aspecto óntico) y lo político (aspecto ontológico). Un análisis crítico y riguroso de las tesis de Marchart merecería un ensayo completo, que excede largamente los límites de estas páginas. Nos limitamos a señalar aquí nuestras reservas respecto de esta lectura. Para una crítica del tópico de la diferencia política véase BISET, Emmanuel
(2010). “Contra la diferencia política”. Pensamiento plural, n° 7. Pelotas, pp. 173-202.
[11] Strictu sensu, para Laclau la “verdadera” decisión será siempre una decisión política, es decir, hegemónica; y no una decisión ética.
[12] Aquí entra en juego la cuestión referida a la existencia o inexistencia de un giro ético-político en el pensamiento de Derrida. Como indica E. Biset “pensar el giro implica construir un esquema en el cual los textos relevantes para el pensamiento de lo político son localizados en los escritos de fines de la década del ´60 [como sostiene Laclau] o en aquellos de la década del ´90” como han afirmado otros intérpretes, entre ellos Simon Critchley (BISET, 2013, p. 23). Como puede deducirse en parte de las afirmaciones aquí vertidas, y que por cuestiones de espacio no podemos profundizar, nos inclinamos a rechazar la hipótesis del giro en favor de la interpretación del propio Biset (2013) para quien lo que existe en los textos de Derrida es un desplazamiento de acento desde la violencia a la justicia, pero no un giro.
[13] “Quiero insistir inmediatamente, señala Derrida (1997, p. 16), en reservar la posibilidad de una justicia, es decir de una ley que no solo excede o contradice el derecho sino que (…) mantiene [con él] una relación tan extraña que lo mismo puede exigir el derecho como excluirlo”.