Igreja e Estado em contextos de (des)secularização
Recepción: 25 Enero 2019
Aprobación: 19 Junio 2019
DOI: 10.24220/2447-6803v44e2019a4632
RESUMEN: Este artículo reconstruye y analiza la historia de una capilla familiar, sede de una vice-parroquia del obispado argentino de Córdoba, que a fines del siglo XIX fue expropiada por la curia junto con todas sus propiedades. Por un lado, por tratarse de un caso de desamortización, se relaciona con los vínculos entre el Estado y la Iglesia Católica y con el proceso de secularización. Por otro, nos habla elocuentemente de los cambios que se produjeron en el siglo XIX en las relaciones entre la Iglesia y las familias que detentaban derechos de patronato sobre templos y otras instituciones. El texto apunta a poner en evidencia una vez más que la desamortización de propiedades afectadas al culto no siempre perjudicó a la Iglesia y favoreció al Estado. En efecto, en más de un caso relevado en Argentina, el Estado desamortizó las tierras y otros inmuebles y se apropió de ellos, pero a la vez transfirió a la Iglesia los templos, imágenes, ornamentos y otros bienes que se hallaban bajo patronato familiar. Estos ejemplos nos hablan de un proceso desamortizador en el que, a la postre, Estado e Iglesia salieron beneficiados en detrimento de las familias patronas.
Palabras clave: Argentina, Estado, Iglesia, Secularización.
ABSTRACT: This article reconstructs and analyzes the story of a family chapel, home to a vice-parish of the Argentinian diocese of Córdoba, that was expropriated by the curia along with all its properties, towards the end of the 19th century. The significance of this event is two-fold: On one hand, as a case of disentailment, it relates to the links between the State and the Church as well as to the process of secularization. On the other hand, it speaks eloquently of the changes that took place in the 19th century in the relations between the Church and the families that held patronage rights over temples and other institutions. This essay aims to disprove the assessment that the confiscation of properties reserved to worship would always harm the Church and favor the State. In Argentina, more than one case shows that the State confiscated lands and other properties while benefitting the Church with temples, images, ornaments, and other goods under family patronage. These instances exemplify disentailment processes in which both the State and the Church would benefit, to the detriment of the patron families.
Keywords: Argentina, State, Church, Secularization.
Introducción
Este artículo reconstruye y analiza la historia de una capilla familiar, sede de una vice-parroquia del obispado argentino de Córdoba, que a fines del siglo XIX fue expropiada por la curia junto con todas sus propiedades. Por un lado, por tratarse de un caso de desamortización, se relaciona con los vínculos entre el Estado y la Iglesia Católica y con el proceso de secularización. Por otro, nos habla elocuentemente de los cambios que se produjeron en el siglo XIX en las relaciones entre la Iglesia y las familias que detentaban derechos de patronato sobre templos y otras instituciones 2. El texto apunta a poner en evidencia una vez más, a través del estudio de un caso singularmente rico por la cantidad y la calidad de la documentación disponible, que la desamortización de propiedades afectadas al culto no siempre perjudicó a la Iglesia y favoreció al Estado para luego, a través de él, beneficiar a quienes las adquirieron en pública subasta. En efecto, en más de un caso relevado en Argentina – pero es de sospechar que situaciones similares no faltan en otros países –, el Estado desamortizó las tierras y otros inmuebles y se apropió de ellos, pero a la vez transfirió a las curias episcopales los templos, imágenes, ornamentos y otros bienes que se hallaban bajo patronato familiar. Estos ejemplos son interesantes porque nos hablan de un proceso desamortizador en el que, a la postre, Estado e Iglesia salieron beneficiados en detrimento de las familias patronas. El caso de Punta del Agua es además significativo porque las propiedades inmuebles fueron adjudicadas al obispado de Córdoba por vía judicial, a través de sentencias cuyos considerandos resultan reveladores de la naturaleza de las relaciones entre el Estado y la Iglesia en la Argentina del siglo XIX.
Aunque los debates sobre ella parecen destinados a no tener fin, hay consenso entre historiadores, sociólogos y otros estudiosos en que la secularización no es un proceso lineal, unidireccional e irreversible de extinción de la religión, ni necesariamente conduce a su exclusión de la vida pública y a su consecuente refugio en las conciencias individuales. Si la secularización existe fuera de nuestras cabezas –lo que en más de una oportunidad ha sido puesto en cuestión –, se trata de cambios en el lugar que ocupa la religión en la vida colectiva y en las formas que asume lo religioso en el plano individual. Hay consenso, además, en que las vías de la secularización difieren de país a país, e incluso de región a región. Es decir: hay distintas secularizaciones, no una única secularización, y en consecuencia hay laicidades, no una única laicidad.
La Argentina y Costa Rica son los únicos dos países latinoamericanos que nunca separaron jurídicamente la Iglesia Católica y el Estado. En el caso argentino, la razón puede rastrearse en la singularidad de su tradición liberal decimonónica, preocupada por garantizar el triunfo de la “civilización” sobre la “barbarie” en un territorio casi desierto y frente a una sociedad percibida por las elites dirigentes como atrasada e ingobernable. Mientras otros liberalismos iberoamericanos buscaban hacer tabula rasa de su pasado colonial y católico para alcanzar el anhelado progreso de cara al futuro, el argentino buscaba en la Iglesia Católica – y más genéricamente en el cristianismo –, un aliado eficaz en la prosecución del mismo fin ( HALPERIN DONGHI, 1998, 2005; DI STEFANO; ZANATTA, 2000). Así, mientras en México se llevaba adelante un proceso de reforma que comprendía la separación de la Iglesia y el Estado y un vasto programa desamortizador, en la Argentina se avanzaba en la parcial estatización de la financiación de la Iglesia. El presupuesto de culto nacional, creado en 1862 para el país unificado, incluía partidas para salarios de obispos, canónigos y otros funcionarios eclesiásticos; para los seminarios conciliares, para la construcción y refacción de templos y para las misiones entre los indios “infieles” ( DI STEFANO, 2017, 2018b).
En otras palabras: en la Argentina la construcción del Estado comprendió la construcción de la Iglesia Católica Romana nacional. A pesar de los inevitables motivos de conflicto que comportaba la relación jurídica entre el “Estado liberal” y una Iglesia Católica en la que el ultramontanismo ganaba adhesiones siempre menos reticentes, entre ambas entidades prevalecieron el consenso y la armonía en torno a algunos puntos fundamentales. Por ejemplo, en la idea de que la “civilización” tenía mucho que ver con el cristianismo – religión de los “pueblos cultos del mundo”–, y en que para lograr el imperio de la “moral cristiana” eran necesarios un clero nacional idóneo, seminarios para formarlo e iglesias en las que pudiera ejercer su ministerio, a la vez religioso y patriótico. Las elites gobernantes, las jerarquías eclesiásticas locales y la Santa Sede coincidieron en el proyecto de reformar y fortalecer a la Iglesia nacional. Aunque existieron rispideces en relación con algunos puntos, estuvieron de acuerdo en la necesidad de centralizar el poder religioso en consonancia con la centralización del poder político, en darle una Iglesia nacional al Estado nacional en formación. Para gestionar la naciente esfera religiosa, la galaxia de instituciones eclesiásticas coloniales debía fundirse en una institución unitaria (en la medida de lo posible) capaz de implementar con eficacia las políticas consensuadas 3.
El artículo se divide en cuatro parágrafos. El primero ofrece algunas consideraciones sobre la desamortización en la Argentina, sobre todo en relación con los patronatos laicos. El segundo reconstruye la historia del patronato de Punta del Agua, mientras el tercero aborda específicamente su evolución patrimonial. El último narra y analiza los conflictos que a partir de la década de 1850 enfrentaron a dos miembros de la familia Vásquez que aspiraban a ejercer el derecho de patronato con la curia episcopal, que a la postre logró apropiarse de la capilla y de todos los bienes gracias a los fallos a su favor de dos tribunales civiles.
La desamortización argentina y los patronatos laicos
Fuera de la incautación de las propiedades de los jesuitas, que en 1767 eran la orden más rica y poderosa del área rioplatense, los procesos de desamortización en los actuales territorios argentinos son apenas dignos de mención. La expresión en plural obedece a que se trató de políticas implementadas dentro de cada ámbito provincial, de manera que su historia varía de una jurisdicción a otra. La política desamortizadora más importante fue la de Buenos Aires en la década de 1820, que sin embargo aportó al Estado provincial sumas muy cortas, no solo si se las compara con las que medidas similares reportaron en España o México, sino también en términos absolutos. Ello se debe, en buena medida, a que las instituciones eclesiásticas eran en el Río de la Plata marcadamente pobres en relación con las de otras áreas. A ello hay que agregar el bajo costo de la tierra en la campaña bonaerense. A fines del siglo XVIII, según los estudios disponibles, varias órdenes religiosas habían tratado de desprenderse de sus propiedades rurales, juzgadas insuficientemente redituables ( MAYO, 1991; BARRAL, 2009; CILIBERTO, 2010). Si se exceptúa algunas de las pertenecientes a los jesuitas y expropiadas luego de la expulsión, la gran propiedad rural eclesiástica no era lo habitual en el Río de la Plata. De hecho, los mayores ingresos para el Estado por propiedades incautadas y vendidas entre 1822 y 1828 son fincas urbanas, no rurales. Estudios como el de Ciliberto (2010) ponen en evidencia la limitada relevancia para las arcas públicas del producto de la venta de las propiedades confiscadas. Los cálculos de los mismos historiadores católicos, que han defendido contra toda evidencia la idea de que los bienes expropiados le aportaron al Estado “pingües ganancias”, no llegan a los $300.000 en total ( LEVAGGI, 2010). Nada, si se tienen en cuenta el presupuesto del Estado y los gastos referidos al culto, que variaron entre un promedio anual de $83.413 entre 1822 y 1825 y $203.321 entre 1850 y 1853 ( BINETTI, 2009). Ello implica que cada año, entre 1822 y 1825, el Estado provincial gastó en el culto más de un 25% de todo lo recaudado en concepto de ventas de propiedades eclesiásticas. En otras palabras: para esa última fecha ya había erogado más de lo que obtendría por la totalidad de los bienes expropiados. Ese limitado alcance de la política desamortizadora porteña se debe en parte al hecho de que fue implementada tempranamente, cuando el valor de la tierra y de las propiedades urbanas era relativamente bajo. En términos generales, el valor de la tierra no dejó de aumentar a partir de la década de 1820, pero cuando alcanzó valores significativos la desamortización ya se había realizado.
En diferentes momentos del siglo y en diferentes provincias, sin embargo, se produjeron otras desamortizaciones, incluidas tierras pertenecientes a patronatos laicos. Hasta el siglo XIX, numerosas iglesias pertenecían a esos patronatos y eran administradas por una familia. Algunas eran sedes de vice-parroquias e incluso de parroquias, en las que desempeñaban su ministerio sacerdotes nombrados por el obispado. Nombrados, aunque no siempre elegidos, porque a veces la designación, en los hechos, era prerrogativa de la familia propietaria. En las ciudades, altares laterales de iglesias e incluso templos enteros se compraban y vendían, y diferentes familias eran propietarias de imágenes dentro de una misma iglesia, mientras otras detentaban el derecho de presidir y financiar una fiesta. Esas iglesias a veces contaban con tierras que pertenecían a los personajes celestiales a las que estaban dedicadas, no a la “Iglesia diocesana”, como ha interpretado erróneamente María Elena Barral (2009). Se las solía llamar “tierras del santo” o “tierras de la Virgen”. Se trataba de bienes de mano muerta, pertenecientes al patrono o a la patrona celeste, pero administrados por el patrono terreno. En ocasiones, además de las tierras esas instituciones de patronato laico contaban con capellanías para la financiación del culto o para la manutención de un capellán.
En el siglo XIX esas propiedades de mano muerta y esas capellanías también se vieron afectadas por las políticas de desamortización o de redención de bienes vinculados ( LEVAGGI, 1998). Las “tierras del santo” pasaron poco a poco a ser propiedad ejidal, o fueron vendidas a particulares. Los templos, las imágenes, los paramentos litúrgicos, los ornamentos y otros objetos, a menudo valiosos, fueron en cambio expropiados a favor de la Iglesia Católica, a menudo en sede judicial. El artículo 2.345 del primer Código Civil argentino, puesto en vigor el 1 de enero de 1871, afirmaba que los templos y todos sus vasos, ornamentos y útiles pertenecían por derecho a la Iglesia Católica. A partir de la sanción del Código, el Estado argentino puso en manos de la Iglesia los templos y los objetos dedicados al culto, incluidos aquellos que siempre habían sido considerados propiedad de los dos patronos, el celestial y el terrenal. En caso de litigio, la justicia falló a favor del obispado y en contra de la familia propietaria, en todos los casos que conocemos hasta ahora 4.
De esa manera, el Estado hería de muerte una de las instituciones que la Iglesia Católica había intentado por todos los medios posibles eliminar desde el Concilio de Trento. Desde el siglo XVI la política eclesiástica había buscado “liberar” esas iglesias de sus relaciones de dependencia respecto de las familias patronas. Por diferentes razones, sin embargo, esos intentos habían dado resultados magros o nulos. En algunas áreas de la Europa católica, como el país vasco y el señorío de Vizcaya, los patronatos sobrevivieron hasta el siglo XIX, cuando se vieron afectados por las políticas desamortizadoras, por la absorción por parte de los poderes públicos y por el proceso de centralización de la Iglesia 5. En la Argentina decimonónica, código civil mediante, el Estado nacional y los Estados provinciales actuaron en consonancia con la política eclesiástica tendente a eliminar los patronatos supérstites. Esa política no solo afectó materialmente a las familias patronas, que se consideraban, a la luz de la legislación antigua, propietarias de las iglesias y de los demás bienes sujetos a su patronato. Además, las privó del lugar que habían ocupado tradicionalmente en la comunidad religiosa local, desde el momento que desmontó sus mecanismos de intervención en la vida eclesiástica.
El caso de la capilla vice-parroquia de Punta del Agua, a la que dedicamos este trabajo, ofrece un ejemplo más y sumamente ilustrativo, dado que el patronato de la familia Vázquez se extendió a lo largo de más de un siglo y los conflictos en torno al ejercicio del derecho y a la posible redención de los bienes duraron varios decenios más. El caso es digno de estudio, además, porque contamos con una cantidad de documentación extraordinaria, no solo en cuanto a su cantidad, sino también a la calidad de los datos que aporta. El acervo, conservado en parte en el Archivo del Arzobispado de Córdoba (AAC) y en parte en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba (AHPC), incluye correspondencia, actas de visitas episcopales, inventarios de bienes, libros de cuentas, recibos, escrituras de compraventa, procesos judiciales, actas de reuniones y otros documentos de valor. Lo más importante, sin embargo, es que constituye un caso en cierto sentido singular, porque, a diferencia de los demás que conocemos hasta el momento, las tierras del patronato no pasaron al Estado y el templo y sus ornamentos a la Iglesia de Córdoba, sino que el obispado se quedó con las tierras y las propiedades urbanas también. La desamortización, enseña el ejemplo de Punta del Agua, no siempre la realizó el Estado.
La capilla vice-parroquia de Punta del Agua
La noticia más temprana del templo de Punta del Agua proviene de un documento de 1758 que establece su origen en 1733 e identifica como su fundador a don Francisco Vázquez, padre de Santiago Vázquez de Oporto 6. En 1752 Santiago solicitó al obispo Pedro Miguel de Argandoña (1745-1762) que la capilla que “desde el t[ie]mpo de mis progenitores” había en su estancia fuese reconocida formalmente como vice-parroquia. Según el solicitante, la capilla, dedicada a la Virgen del Rosario, había funcionado en un tiempo como tal, lo que podía inferirse del hecho de que el obispo Joseph de Zevallos (1731-1740) la hubiese eximido del pago de la composición de Cruzada 7. Como Vázquez no encontraba el título, y deseaba que el obispo le expidiera uno (“asi p[ar]a su maior firmesa, como también p[ar]a evitar qualquier controversia”), propuso al prelado que se recogiera el testimonio de los antiguos curas de la parroquia, empezando por el entonces maestrescuela del obispado, Antonio Suárez. Lorenzo Ferreyra Abad, cura propietario y vicario “del partido de Río Tercero, y sus anexos”, interrogó a Suárez, quien declaró que en el tiempo en que había servido como cura la capilla había sido vice-parroquia. El párroco, de cualquier modo, le pidió al obispo que permitiera que el templo funcionase como vice-parroquia, lo hubiese sido o no en el pasado,
por ser Capilla muy necessaria, por estar edificada en parage muy distante dela parroquia, y rodeada de numerosa feligresía, q[u]e repetidas veses clama por los S[an]tos Sacramentos, y además de esto, por tener todos los aliños, y aseos, q[ue] se requieren en una Iglesia bien alajada, lo[s] q[ue] tal ves aun la parroquia no los tiene, y lo q[ue] es mas de notar, es, q[ue] en todo el sobre dicho Curato, no ai otra Capilla q[ue] lo pueda ser […] 8.
Sobre la base de tales consideraciones, el obispo Argandoña le otorgó el título de vice-parroquia y les otorgó a Santiago Vázquez y a su hermano Bartolomé, y tras su muerte a sus descendientes, el patronato de la capilla con todos los privilegios, gracias espirituales y exenciones temporales correspondientes, “en atencion àla emulable aplicacion del Cap[itá]n Santiago Bazquez, y su exemplar familia, en haber construido, adornado, y costeado d[ic]ha Capilla, y sus Ornamentos desus propias expensas, y caudal” 9. Santiago Vázquez era un propietario opulento que al morir dejó en herencia, entre otras cosas, deudas a su favor, un buen número de esclavos y una inmensa cantidad de ganado. Sus bienes fueron tasados en 1759 en $16.265 10.
Santiago y Bartolomé reedificaron la iglesia ese mismo año de 1752. En el título el prelado afirma que la capilla estaba a punto de ser “estrenada” y en un epígrafe al margen se hace referencia a la “nueba Capilla de la Punta del Agua”. Además, el pase del gobernador y Real Patrono expedido en Salta autoriza al suplicante a “lebantar y perfeccionar” el templo. Este último documento nos informa además de los problemas de seguridad que vivía la zona, puesto que ordena a los Vázquez rodear la capilla de una fortificación “para que en el caso de ymbas[ió]n recoxiendose dentro del fuerte todos los Pobladores circunvezinos sedefiendan y embarazen que la Iglesia de Dios sea profanada por los enemigos infieles” 11. En 1753 la capilla tenía su coro alto, su sacristía, su torre “con un [h]arnero para depositar en el los huesos de los difuntos” y los suficientes vasos sagrados, ornamentos y útiles como para que el obispo agradeciera a los patronos porque “asus espensas, y devota aplicazion se deben no solo, el costo dela material obra, mas asimismo todos los adornos, y ornamentos que enella seallan” 12. Es posible que haya habido una segunda reedificación en los primeros años de la década de 1770, porque en 1774 el cura, fray Isidoro Anselmi, notificó al provisor que la iglesia ya “está concluyda” y es improbable que las obras se hayan extendido a lo largo de 22 años 13.
Convertido en vice-parroquia, el templo podía ofrecer a los vecinos del paraje los mismos servicios que la sede del curato, con lo que los libraba de tener que trasladarse a Río Tercero para “desobligarse” en el período de Pascua. Además, la iglesia contaba con su cementerio, donde los primeros patronos se hicieron enterrar. Así lo dispuso por lo menos Santiago Vázquez en un poder para testar que firmó en 1759 14. Servía el templo un capellán vice-párroco y el cura lo visitaba periódicamente. Así, en la carta de fray Isidoro Anselmi al provisor que hemos citado, el cura anunció su próxima visita a Punta del Agua para ver en qué estado se hallaban las obras y pidió facultades para celebrar y administrar los sacramentos porque, según sabía, aquellos feligreses hacía más de un año que no veían a su pastor 15. En 1778 esos feligreses eran 138, de los cuales “catorce españoles casados: ocho Naturales libres y tres de esclavos: diez, y seis Adultos españoles: Adultos Naturales libres veynte y cuatro; y veynte Adultos esclavos: diez y nueve Parvulos españoles, veynte y tres Parbulos libres, y ocho párvulos esclavos”. Los Vázquez eran claramente la familia más importante. El censista fue Joseph Antonio Vázquez y la primera casa censada fue la del “Maestre de campo d[o]n Bart[olom]e Bazq[ue]z de 68 a[ño[s casado con d[oñ]a Juana Gonzalez de 46 a[ño]s”, padres de cinco hijos y dueños de nueve esclavos. Los Vázquez aparecen representados en muchas de las unidades domésticas, como cabezas de familia o como cónyuges 16.
La sucesión patronal
Como vimos, tras el deceso del fundador Francisco Vázquez el patronato de la vice-parroquia recayó en 1752 en sus hijos, los hermanos Santiago y Bartolomé. El obispo Argandoña los confirmó en su derecho durante la visita pastoral de 1753 17. Sin embargo, por algún motivo, la capilla aparece inventariada en la testamentaría de Santiago, fallecido en 1759, pero no en la de Bartolomé, que murió en 1782 18. Santiago en su testamento expresó su deseo de que el templo pasase en herencia a todos sus hijos, “para que todos gocen del fruto espiritual” 19. En 1761, dado que los hijos del finado Santiago eran todavía menores, el obispo le otorgó el título de patrono a su yerno Francisco Xavier Molina, esposo de Catalina Vázquez 20. Es decir que el patronato, a pesar de ser concedido por Argandoña a los dos hermanos, en los hechos recayó en Santiago y en sus descendientes. Probablemente ello se explique por el hecho de que la capilla se encontraba situada en tierras de Santiago, “contigua ála Cassa en que bibiendo moraba d[ic]ho difunto” 21. Cuando el sucesor de Argandoña, Manuel Abad e IIlana (1763-1770), visitó la capilla en 1769, Francisco Xavier Molina había fallecido y Joseph Antonio Vázquez, hijo de Santiago, había alcanzado la edad necesaria para hacerse cargo del título, que le fue conferido en el auto de visita 22.
En algún momento, el patronato pasó al Dr. José Gabriel Vázquez, canónigo tesorero de la catedral de Córdoba, quien a su vez nombró como su sucesor, en una de las cláusulas de su testamento, a su sobrino Francisco Ignacio Vázquez, hijo de su hermano mayor José Ramón Vázquez y de doña Margarita Juimés 23. El obispado le expidió al nuevo patrono el título correspondiente y reconoció su derecho al goce de todas las honras y preeminencias inherentes al cargo sin poner el menor reparo 24. El patronato se heredaba entonces entre los varones de la familia Vázquez y cada patrono elegía a su sucesor, probablemente con el criterio de traspasar el derecho al varón más cercano y prefiriendo al mayor, siempre, por supuesto, que fuera idóneo. Como vimos, en su testamento Francisco Ignacio declaró que su tío José Gabriel lo había elegido patrono por ser el hijo mayor de su hermano mayor.
Según un documento ya citado, el desempeño de Francisco Ignacio como patrono se extendió desde 1836 hasta su fallecimiento en 1858 25. En su testamento, como era costumbre, designó como nuevo patrono a su hijo mayor Galo. Pero al ser Galo todavía menor, eligió como patrono interinamente a su hermano Máximo Vázquez, hasta que Galo alcanzara la mayoría de edad 26. El provisor Ramírez de Arellano expidió el título a favor de Máximo el 10 de noviembre de 1858, exigiéndole la presentación en breve de un inventario de los ornamentos, útiles necesarios y temporalidades del patronato 27. Pero Galo no llegó a hacerse cargo del patronato, que permaneció en manos de Máximo durante décadas. En 1876 su derecho será puesto en cuestión, como veremos, por una mujer de la familia que no llevaba el apellido Vázquez. Es que, además del prestigio que proporcionaba la calidad de patrono, a esa altura la capilla había acumulado propiedades codiciables, según se explica a continuación.
La evolución patrimonial
Los inventarios de la capilla en el siglo XVIII registran el edificio, los muebles, los vasos, los ornamentos, los paramentos y los útiles. Pero a partir de la década de 1820 la familia, en la persona del canónigo tesorero Dr. José Gabriel Vázquez, puso en marcha una estrategia de adquisición de propiedades inmuebles que sumó al cuerpo de los bienes tres casas en la ciudad de Córdoba y tres suertes de tierras en Punta del Agua. La estrategia de expansión patrimonial se fundaba en la convicción del Dr. Vázquez de que era “mas conveniente afincar, q[u]e dar a censo, ó intereses el dinero perteneciente a la Capilla […]” 28.
Así, en 1824 José Gabriel le compró en $612 al capitán don Francisco Bengolea, esposo de Juana Bautista Vázquez, una casa en la ciudad de Córdoba de veinte varas de frente y cuarenta y ocho de fondo que Bengolea había adquirido en 1821 a $965 . Entre 1832 y 1834, en su calidad de administrador de los bienes de sus sobrinos Narciso, Tomasa y Lucas Vázquez, el canónigo adquirió en $1.000 una esquina con dos trastiendas, un cuartito, cocina y lugar común en el patio, con dos frentes de trece varas y otro de trece y media, situada en la calle de la Merced con la esquina de Arredondo 30. En 1834 les compró a los sobrinos la misma finca para la vice-parroquia, alegando que de cualquier manera la propiedad habría de venderse en breve “no sin notable quiebra” 31. En 1838 le compró a doña Petrona Gigena, viuda del vecino de la Punta del Agua, don Manuel Vázquez, “un derecho de veinte y cinco p[eso]s” en el lugar del To[to]ral”. El precio convenido fue de $18 plata, suma que la vendedora consideró conveniente porque ningún otro oferente estaba dispuesto a pagarle más. José Gabriel estaba atento a las oportunidades que se le presentaban. En este caso, la necesidad de Petrona, madre de siete menores, que había perdido la totalidad de la fortuna familiar a causa de las incursiones de los “indios salvages” y el deceso de su marido, lo que la había obligado a recorrer “varios puntos de la campaña hasta q[u]e el mayor de mis hijos se ha puesto a trabajar una chacra en el molino de Ormeche sin mas recurso q[u]e su trabajo personal” 32.
En 1839 el canónigo, siempre alerta, le compró a José María Vázquez, hijo legítimo de don José Manuel y nieto de don José Antonio Vázquez, un terreno de “tres cuadras poco mas ó menos de tierra” que su abuelo le había dejado en herencia en 1785. Las tres generaciones habían poseído pacíficamente la propiedad “hasta quedar sin un besino la vice Parroquia p[o]r mas de siete años”, sin duda a causa de las frecuentes invasiones indígenas. Por motivo de esa circunstancia y teniendo en cuenta el hecho de que los fundadores no le habían dado al templo “mas suelo, q[u]e el que ocupa el edificio”, José María aceptó venderle el terreno al patrono en $6 de plata sellada corriente 33. En 1848 el sucesor de José Gabriel en el patronato de la capilla, Francisco Ignacio Vázquez, le compró a Petrona Gigena, siempre indigente, otro terreno de sus hijos situado en Punta del Agua en la suma de $ 30 34. Al año siguiente Francisco Ignacio, por medio de Lucrecio Vázquez, le compró por $550 a doña Juana Quiroga una casa de la testamentaría de su esposo situada dos cuadras al norte de la iglesia de la Merced, poniendo de manifiesto que lo hacía “para la Vice=Parroquia del Rosario en el lugar dela Punta dela Agua” 35. Enseguida Francisco Ignacio les compró en $250 a don Tomás Cabrera y doña Socorro Borton un derecho sobre una casa, quizás la misma adquirida precedentemente, y otro por $143 a José Borton y Juana Quiroga, seguramente sobre la misma propiedad 36.
Como resultado de esa estrategia expansiva, en 1858 los bienes de la iglesia, según informaba el patrono interino Máximo Vázquez al provisor, consistían “en su mayor parte en intereses de campo” 37. Tierra y animales: el 6 de octubre de 1859 Máximo acordó con la curia que en adelante percibiría la mitad de los machos que anualmente produjeran los rebaños de la capilla “en recompensa de su trabajo”, que incluía el cuidado y la reparación de las “casas fincas” que pertenecían a la iglesia. Pero la tierra no parece haber sido bastante o adecuada para la cría, porque en la misma carta Máximo explica que “la Iglesia no tiene campo ni útiles con que apacentar ganados” 38. En ese año de 1859, además obviamente del edificio con sus vasos, imágenes y ornamentos, la capilla era propietaria de los tres terrenos, las tres casas en Córdoba, ganado caprino (ocho cabras y dos cabrillonas), ganado vacuno (110 vacas con cría al pie, 75 vacas de dos años para arriba sin cría, 24 bueyes, 50 novillos grandes, 29 novillos de dos años, 8 toros grandes, 9 toros de dos años y 92 terneros de año, machos y hembras), $1.699,7 en plata sellada y deudas a favor por $184,1 39.
A partir de entonces, el aumento del patrimonio fue espectacular, como ilustran un inventario detallado y las cuentas del patronato entre 1858 y 1877 40. En este último año, la capilla tenía un saldo a favor de $6.223,45. Su ingreso más importante eran los alquileres de las casas, que entre 1858 y 1877 habían aportado $11.116,25, equivalentes a casi el 70,0% de las entradas totales. El segundo ítem de ingresos en importancia – muy por debajo de los alquileres, pero muy por encima de todos los demás–, era la venta de ganado, que superaba el 19,0% de las entradas. El resto contribuía muy poco: limosnas de vecinos para la reedificación (2,6%), derechos de sepultura (2,2%), ventas de cueros (2%), plata puesta a interés (2,0%), fábrica de velas (1,2%), cabras y cueros caprinos (0,3%). Los gastos más relevantes eran los referidos al mantenimiento de la capilla y de las fincas urbanas alquiladas, a la función de Nuestra Señora del Rosario, a la manutención del cementerio, a la compra de ornamentos y al traslado de hacienda. El patronato era entonces propietario del templo y del cementerio, de las tres fincas urbanas en Córdoba y de las tres suertes de tierras en Punta del Agua, pero las vacas habían aumentado a 400 y las cabras eran 108. Sumando la deuda del patrono a favor de la capilla y el dinero disponible en caja, se alcanzaba la cifra nada desdeñable de $8.840,45. El producto anual de las fincas urbanas entre 1858 y 1876 demuestra que el canónigo José Gabriel y su sucesor Francisco Ignacio Vázquez habían invertido sabiamente los dineros de la capilla: los alquileres se habían incrementado notablemente con el correr del tiempo, de modo que si en 1858 las tres casas redituaban $288,62, en 1876 contribuían $913, es decir, más de tres veces más. Buenas inversiones, además, porque los Vázquez habían buscado comprar en todos los casos bienes de testamentarías, de menores y ausentes, a fin de maximizar los beneficios.
Téngase en cuenta, además, que las cifras que consignamos son las presentadas por Máximo Vázquez y que fueron cuestionadas por el perito de la curia, que observó la falta de algunas páginas de los libros contables y se mostró desconfiado por la exigüidad de los réditos informados, así como por el fiscal, que pidió separar a Máximo de la administración mientras durase el juicio al que enseguida nos vamos a referir. En suma: el patronato de la Punta del Agua se había transformado en un recurso codiciable. Basta decir que en 1892, cuando las propiedades ya estaban en poder de la curia episcopal, la mismísima Santa Sede solicitó usarlos “para otros fines” 41.
El conflicto por el patronato y la expropiación final
En 1876, Rosario Alba interpuso ante la curia del obispado de Córdoba una demanda en reclamo de la titularidad del patronato de la capilla. El pedido se fundaba en los siguientes hechos: casi 18 años atrás, Máximo Vázquez se había hecho cargo del patronato interinamente, hasta tanto alcanzara la mayoría de edad Galo Vázquez, su sobrino y patrono designado por el último titular. Pero, por algún motivo, – negligencia u ocultamiento de su derecho por parte de Máximo –, Galo nunca había ejercido su derecho y había fallecido sin nombrar sucesor. De manera que, argumentaba Rosario, con el derecho de Máximo fenecido y con el último patrono legítimo muerto, el patronato había recaído de hecho en el ordinario diocesano, que tenía que elegir a un nuevo patrono en la persona con mejor derecho. Acatando un decreto de la curia, Rosario presentó una serie de documentos que testificaban su relación de consanguinidad con Santiago Vázquez, el primer patrono, y postuló su “habilidad jurídica para gestionar en juicio el mismo patronato si su constitucion no obsta á la calidad de mi sexo” 42. Aduciendo que no parecía ser tal el caso y que su grado de consanguineidad era idéntico al de Galo, Alba pidió que se declarase vacante el patronato desde la mayoría de edad de Galo, desde su matrimonio o desde su muerte y que se le acordase el título de patrona. La demandante era un miembro a pleno título de la familia Vázquez, pero de humilde condición: hija legítima de Liborio Alba y de doña Laura Álvarez, hija a su vez de una hermana del canónigo José Gabriel Vázquez, Rosario había quedado huérfana y sin herencia alguna siendo menor de edad 43. En 1864 tenía alrededor de 30 años, era soltera, no poseía bienes ni ingresos de ningún tipo y vivía de la generosidad de una tía que la había criado 44. Máximo, por su parte, convocado por el mismo decreto curial, presentó documentación con el fin de acreditar su derecho a retener el patronato, con lo que el conflicto quedó planteado 45.
Fue un conflicto a tres bandas porque, además de Máximo y de Rosario, la curia eclesiástica intervino en el litigio como juez y parte. Es que a esa altura del siglo XIX la Iglesia Católica estaba comenzando a cosechar resultados exitosos en su antigua lucha por eliminar los patronatos, o cuanto menos limitarlos en número y reducir el derecho al reconocimiento de privilegios meramente honoríficos. En un extenso escrito que Máximo Vázquez elevó al provisor en defensa de su gestión como administrador de los bienes, puso en cuestión las pretensiones de la curia al control de las cuentas. La capilla de Punta del Agua, adujo, había sido edificada por los Vázquez sin que ni la Iglesia ni ningún particular ajeno a la familia hubiese aportado un solo peso. Con qué derecho la curia pedía razón de las entradas y los gastos de una institución familiar? Los administradores anteriores a su gestión no habían llevado cuentas por partida doble, ni los prelados se las habían pedido. Había sido él, Máximo Vázquez, el primer patrono que se había tomado el trabajo de organizar la contabilidad. Cada patrono había designado libremente a su sucesor y todos habían sido dueños legítimos de los bienes familiares que administraban. En consecuencia, él también se había considerado dueño de las fincas urbanas de la capilla y de los réditos que sobraban una vez cumplidas las obligaciones de la fundación:
Sabido es, Discreto Señor, que todos los Patronos de capellanias, cumpliendo con las cargas de la fundacion, hacen propias las demas utilidades q[u]e produzen las fincas vinculadas […] para q[u]e los Patronos subsiguientes, tengan como cumplir con las cargas de la fundacion, y al propio tiempo persivan alguna utilidad y recompensa p[o]r su trabajo, pero, el Perito contador intenta capitalizar los productos de la finca con tal estrictes, que no quede ninguna utilidad al Patrono, y solo reporte la carga de conservar y adelantar las fincas vinculadas; de trabajar p[ar]a que produscan á fin de tener fondos p[ar]a costear la funcion; y el remanente acreser al capital de la fundacion, sin persivir utilidad p[o]r aquel improvo trabajo 46.
Es decir, la capilla y sus bienes no eran propiedad de nadie más que de los Vázquez, por lo que los patronos eran legítimos dueños de lo que producían las fincas. Si los réditos no alcanzaban a cubrir los gastos, el patrono debía cubrir el déficit de su bolsillo; si sobraban, retenía para sí el excedente. Con ese espíritu, explicó Máximo, en algunas oportunidades había debido ceder a la iglesia réditos que en realidad le correspondían. Su postura era clara: ‘[...] yo no soy un socio habilitado, sino Patrono de una Vice Parroquia fundada y sostenida con bienes mios propios, por serlo[s] de mi familia; en cuyo caracter no tengo deber ni obligacion de abonar intereses á nadie, por mas q[u]e lo pretendan’. El patrono encarnaba al linaje de los Vázquez, verdadero propietario de la capilla y de sus bienes: “Este Patronato nos pertenece esclusivamente à los Vasquez, de hecho, y de d[e]r[ech]o, como lo declaran las reiteradas resoluciones de los Prelados Eclesiasticos [...]” En ese sentido, al defender su interés personal, Máximo estaba resguardando el de toda su familia.
Tras rebatir de ese modo las pretensiones de la curia, Máximo pasó a discutir las de Rosario Alba. Antes que a ella, arguye, les correspondería el patronato a sus otros sobrinos, hijos también de Francisco Ignacio, dado que Rosario “es muger soltera, é inhabil por consiguiente para obtener este Patronato, q[u]e hasta ahora no se ha dado a ninguna de su sexo, y que seria dudoso y cuestionable si podrian servirlo, habiendo varones q[u]e lo ejerzan”. Pero no tuvo éxito con su alegato. La curia tenía suficientes elementos como para presionarlo: la ilegitimidad de su gestión como interino a partir de la mayoría de edad o bien de la muerte de Galo, y, por tanto, estado de vacancia del cargo, las irregularidades en las cuentas, sus deudas a favor de la capilla.
El 13 de agosto de 1878 se celebró una reunión entre Máximo, el provisor y el fiscal. El prelado informó que para no extender infinitamente el juicio habían acordado con el patrono interino la aprobación de las cuentas, en las que había un cargo en su contra de $9.859,45 bolivianos a los que era preciso sumar otros $999 que Vázquez había reconocido haber cargado de menos, equivocadamente, en la cuenta de venta de hacienda. Acordaron, además, que Máximo renunciaba al patronato para que fuese provisto de un nuevo patrono a arbitrio del prelado. Es decir, el derecho de designación del patrono, que durante más de un siglo había detentado la familia Vázquez, pasaba a convertirse en prerrogativa de la curia. Rosario Alba, excluida de las negociaciones y resignada a no poder acceder al patronato, exigió una recompensa por haberle entregado a la curia las temporalidades del patronato: “[...] he podido conseguir para la Iglesia el capital que representa dicha capellania” 47. Se trataba a esa altura de un capital de al menos $30.000 en fincas urbanas, suertes de estancia y ganado (más de 600 cabezas), sin contar las alhajas, $2.000 en depósitos y casi $10.000 a devolver por el administrador. “Todo esto, dijo en su escrito Alba, puedo asegurar pertenece á la Iglesia para el sosten del culto en la capilla de “Punta del Agua”, y todo esto ha sido adquirido y asegurado con el trabajo y constante voluntad que he prestado y dinero que he gastado [...]” 48. Su pretensión era que la curia la compensase con al menos la séptima parte del capital que había asegurado “para la Iglesia”. Rosario era consciente de que gracias al juicio que había iniciado, y a los datos que había aportado, el obispado de Córdoba se había hecho con las propiedades del patronato, que hasta entonces habían sido consideradas bienes de la familia Vázquez. El 9 de septiembre de 1878 se celebró un nuevo acuerdo por el que el obispado le confió a Moisés Vázquez la tarea de administrar las cuentas de la producción de hacienda, a cambio de lo cual percibiría la mitad del producto del ganado o bien una compensación de $50 mensuales en el caso de que la autoridad eclesiástica decidiera vender los animales antes de dividirse el producto. Un acuerdo meramente económico, en el que la curia, que nunca antes había tenido intervención en la administración de los bienes, asumía ahora el papel de parte contratante.
Un nuevo capítulo de esta larga historia se inició en 1878, cuando el gobierno de la provincia promulgó una ley de redención forzosa – el 26 de octubre –, a la que siguió un decreto reglamentario – el 31 de diciembre 49. Dos miembros de la familia patrona, Inocencio Vázquez y la inagotable Rosario Alba, entablaron entonces un juicio ante el Crédito Público de la provincia por el mejor derecho a la redención, para lo cual Inocencio obtuvo de Moisés y Máximo Vázquez la cesión de los que pudieran corresponderles 50. Inocencio definió la fundación como una capellanía “puramente laical, mercenaria”, fundada por su bisabuelo, y ofreció depositar en la caja de la Junta de Crédito Público $5.200 fuertes en fondos públicos, o sea $7.000, capital que a su juicio superaba el valor de los bienes vinculados. Vázquez se oponía a la redención que había solicitado simultáneamente Rosario, tataranieta del fundador, porque su parentesco era más próximo –era biznieto del primer patrono –, y porque el orden de sucesión, al no estar establecido en la fundación, se debía regir, a su juicio, por el de los mayorazgos, en que el varón se prefiere a la hembra, tanto más cuando se trataba de una parienta más lejana 51.
Pero la curia se opuso a reconocer la existencia de una capellanía e intentó demostrar que los bienes pertenecían a la vice-parroquia, lo que le confería el derecho a su administración. Por su parte, Rosario e Inocencio, si bien enfrentados por la pretensión al mejor derecho, intentaron demostrar que la fundación de Punta del Agua era efectivamente una capellanía y que como tal era redimible en los términos que definía el decreto. José Vicente Olmos, representante de su suegro Inocencio Vázquez, pidió al juez de primera instancia que ordenase al secretario del obispado y al notario eclesiástico informar:
1° si durante los ciento veinte y cinco años q[u]e van corridos desde la fundacion de la vice-parroquia de la ‘Punta del Agua’, alguna vez la administración de los bienes pertenecientes á la Capellania fundada p[o]r Dn Santiago Vazquez, ha corrido p[o]r cuenta de la Iglesia, ó ha estado á su cargo- y 2° si alguno de los patronos anteriores á D[o]n Macsimo Vasquez ha rendido cuentas de esa administración á obispos ó gobernadores del obispado en sede vacante, ó si de alguna manera la Iglesia, á titulo de dueña ó propietaria de los indicados bienes, se ha ingerido alguna vez en dicha administración, y finalmente, si tanto el penultimo patrono, D[o]n Francisco Ignacio Vasquez, nombrado p[o]r su antecesor el canónigo Dr D[o]n José Gabriel Vasquez, como todos los demas patronos q[u]e desde el fundador D[o]n Santiago le precedieron, tomaron p[o]r si mismos y como de cosa propia, sin anuencia ni permiso previo de la Iglesia, la posesión y administración de los bienes de la Capellania, y sin presentar á la curia, ni esta ecsijirles, cuenta, inventario ó razón alguna de ellos, limitándose los dichos patronos á inventariar unicam[en]te los ornamentos, vasos sagrados, y demas objetos pertenecientes al culto divino, con absoluta precindencia de los bienes temporales […] 52.
Sería interminable – y ocioso –, narrar el desarrollo de las múltiples instancias de un juicio que se extendió a lo largo de varios años. La postura de la curia fue negar la existencia de una capellanía y reconocerles a los Vázquez el solo derecho de patronato sobre la capilla, lo cual implicaba que no existían bienes vinculados a redimir. La diferencia, según expuso en un escrito presentado el 3 de diciembre de 1880 el fiscal ad hoc nombrado por el obispado, era que:
El Patronato de Iglesia lo crea y lo confiere la Iglesia, y como creacion de la Iglesia es ‘siempre’ espiritual. El Patronato de vinculacion lo crea y lo establece la voluntad del testador y ‘no siempre’ es espiritual, sino que tambien puede ser laical […] [U]na vinculacion puede ser Eclesiastica, Laical ó Mixta. Eclesiastica si se fundó con bienes eclesiásticos, y Laical si lo ha sido con bienes patrimoniales, y en caso de duda se presume eclesiástica según Berardi […] 53.
En suma: el patronato de una iglesia, concluía el fiscal, “es siempre honorifico”, mientras que el de una vinculación o capellanía “puede ser oneroso y no siempre es honorifico”. Los bienes de una iglesia, por el hecho de serlo, eran eclesiásticos y no laicos, como en cambio pretendía la señora Alba. Las propiedades adquiridas por los sucesores del fundador lo habían sido a nombre de la vice-parroquia, lo que implicaba su condición de bienes eclesiásticos. Es curiosa la versión de la historia del patronato que proponía la curia:
[…] D. Santiago Vazquez, á mediados del siglo pasado, reconstruyó y paramentó la Iglesia de la Punta del Agua (Vice Parroquia) y […]la Autoridad Ec[lesiásti]ca sin que él lo pidiera le concedió el derecho de Patronato de la dicha Iglesia (sin constituirlo por eso dueño de sus bienes), […] desde esa época, algunos de sus descendientes, que la curia nombraba, vienen ejerciendo el Patronato de dicha Iglesia, y administrando tambien las entradas del ramo de ‘fábrica’. Con los ahorros de ese producido se empezó á adquirirse [sic] por primera vez, para la Vice-Parroquia algunos bienes temporales, lo que sucedio recien durante la administracion del Dr. D. Gabriel Vazquez (casi á mediados de este siglo) […]; y si bien es cierto que miembros de la familia Vazquez han ejercido el patronato de la Vice Parroquia y han administrado esos bienes […] no ha sido ‘jure próprio’ ni ‘animo domini’, sino á nombre de la Iglesia y como encargados por ella […] 55.
El obispado estaba dispuesto a reconocerles a los Vázquez el derecho de patronato, “[p]ero lo que es la administracion de los bienes no corresponde al Patrono segun la terminante disposicion del Tridentino […] sino a la autoridad Ec[lesiásti]ca” 56. El fundador de la iglesia, don Santiago Vázquez, había hecho donación de sus bienes a la vice-parroquia, por lo que tales bienes pertenecían a la Iglesia Católica y ya no a la familia.
En respuesta, Rosario Alba discutió punto por punto los argumentos del fiscal ad hoc de la Iglesia con otros muy atendibles y con profusión de citas de autores y de leyes españolas y nacionales. Para la querellante se trataba pura y simplemente de un robo:
Si bien convendria mucho a la curia que el fundador de una Iglesia y sus sucesores, solo tengan lo que llama patronato honorifico y que ella se apodere de los bienes de la fundacion, si le convendria tambien reconocer á los Vazquez ese patronato honorifico, que como en este caso no hay presentación [de capellán], estaria reducido á precidir procesiones, á sentarse en la Iglesia en lugar especial y á que le echen humo de incienso por la cara, agarrandose ella los bienes dela fundacion, acrecentados por los Vazquez, para volver á agarrase mas tarde otros bienes, que la piedad de estos adquiriese para cumplir y llenar la voluntad de su antecesor Don Santiago Vazquez, ni yo estoy dispuesta á aceptar esas conveniencias de la curia, ni hay ley alguna ni doctrina que las autorice 57.
La Sala en lo Civil falló a favor de la curia el 21 de junio de 1881: Rosario no había probado la existencia de la capellanía “y menos que los bienes que reclama pertenezcan á dicha vinculacion” 58, por el contrario, la prueba instrumental y testimonial demostraba que Santiago Vázquez no había fundado capellanía alguna y que los bienes pertenecían a la vice-parroquia. Además, el patronato que reclamaba Rosario no era bastante para exigir a la curia la entrega de las temporalidades, porque el título de patrono no acordaba el derecho a la administración de los bienes. Bienes que, recordaban los magistrados, la misma querellante había reconocido como propiedad de la vice-parroquia y del obispado al cobrar una gratificación de $ 500 “por haber contribuido eficazmente á que la Curia Eclesiástica recuperase dichos bienes” 59.
Pero el 30 de junio Rosario interpuso un recurso de revisión y nulidad y la causa fue elevada al Superior Tribunal de Justicia, cuya sentencia definitiva fue también favorable al obispado: los jueces hacían suya la idea de que los bienes disputados pertenecían a la vice-parroquia de Punta del Agua “y por tanto á la Virgen á cuya advocacion fue fundada”. Siendo así, “su administracion corresponde á la Curia Eclesiástica 60. Lo más significativo de la sentencia, sin embargo, es la afirmación del principio de que los “privilegios, honores, exenciones, provechos y demás” 61, que se acordaban a los patronos debían ser “explicitamente espresados, puesto que siendo contrarios á la libertad de la Iglesia, deben siempre restringirse en vez de ampliarse” 62. Así, los derechos de los Vázquez debían circunscribirse a los “honores y preminencias acordadas [por la Iglesia] á los patronos” 63. El máximo tribunal provincial acudía a argumentos teológicos y canónicos para fallar a favor de la curia y contra los intereses de la familia patrona, al asumir la defensa de la “libertad de la Iglesia”. Libertad respecto de vínculos que el obispado había entablado en el siglo XVIII y que hasta mediados del XIX no había puesto en cuestión.
Conclusiones: los ángulos ciegos del esquema Estado-Iglesia
En los últimos años, se ha avanzado en la reflexión historiográfica referida a las políticas desamortizadoras, en el intento de “[…] salir de un esquema de evolución histórica lineal – pré-fabricado –, que nos ha impedido muchas veces formular las preguntas adecuadas para contextualizarlas, analizarlas y comprenderlas” ( BODINER, CONGOST; LUNA, 2009, p.17). Mi intención con este trabajo, que se suma a otros de mi autoría dedicados a los mismos problemas, ha sido contribuir a ese loable esfuerzo. El modelo clásico para la interpretación de las desamortizaciones, que está siendo objeto de revisión, las concibió como un proceso de traspaso de propiedades inmuebles, sobre todo agrarias, de la Iglesia al Estado y por su intermedio a un determinado sector social, básicamente la burguesía. Desde esa perspectiva, las motivaciones de los Estados habrían sido dobles: autofinanciarse, a menudo para hacer frente a déficits estructurales o coyunturales del tesoro, e imponer una nueva forma de propiedad, la “propiedad liberal”, que reunía la triple característica de ser “plena, libre e individual” ( TOMÁS Y VALIENTE, 1978, p.19).
La tarea de complejizar esa visión esquemática, creo, debería avanzar en el cuestionamiento de algunos de los supuestos que a ella subyacen y que permanecen intactos. Se ha advertido sobre la necesidad de incluir en los estudios formas de propiedad eclesiástica que a veces fueron mucho más importantes que la tierra, como las propiedades urbanas o los censos capellánicos. Pero no se ha considerado que el mismo concepto de “propiedad eclesiástica” merece mayor reflexión. Cuando se dice que las propiedades incautadas pertenecían a “la Iglesia” se incurre en una inconveniente generalización y se habla con excesiva vaguedad. A lo sumo se distingue entre las distintas instituciones de “la Iglesia” que eran propietarias de los bienes expropiados: la “Iglesia secular” – o peor aún: el “clero secular”–, las órdenes religiosas, las cofradías y hermandades, etcétera. No se tiene en cuenta la enorme difusión, en las sociedades llamadas de antiguo régimen, de los derechos de patronato ejercidos por familias y corporaciones “civiles”. El problema es que el esquema bipolar Iglesia-Estado no es capaz de explicar la enmarañada trama de derechos de esas sociedades, en las que no existían ni el Estado ni la Iglesia, al menos en las formas en las que ambas entidades se definieron en el siglo XIX. En un estudio citado en este texto se afirma que las “tierras del santo” de una parroquia rural porteña “formaban parte de la donación inicial que los benefactores y notables locales habían cedido para la erección de la parroquia” y se las asimila a los bienes de la “Iglesia diocesana” por descarte, simplemente porque no pertenecían a ninguna orden religiosa ( BARRAL, 2009, p.114). Es un error: esas tierras no pertenecían a la “Iglesia diocesana”, sino a San Isidro, a quien fueron cedidas muchos años antes de la creación de la parroquia. Como el santo, por estar en el Cielo, no podía administrarlas, se ocupaba de ello la familia patrona. En una de las cláusulas de la escritura fundacional que no fue cuestionada ni por la curia ni por el poder civil durante más de un siglo, el primer patrono prescribía que en la administración de los bienes no podía inmiscuirse ninguna autoridad eclesiástica ni laica ( DI STEFANO, 2013, p.81). No infrecuentemente se caracteriza a las capellanías como “bienes de la Iglesia”, con lo que se pierde de vista que en muchos casos se trataba de capitales y de fincas que eran propiedad de familias. En otras palabras: el esquema bipolar Iglesia-Estado crea ángulos ciegos, uno de los cuales es el papel de los seglares en la financiación del culto. Cuanto más hurgo en la documentación eclesiástica argentina más propiedades de patronatos encuentro, por lo que me parece que es el caso de preguntarse si el fenómeno no es también muy generalizado en otros países católicos. No será que el binomio Iglesia-Estado mantiene en la invisibilidad una multitud de propiedades rurales y urbanas vinculadas a regímenes de patronato laical?
El caso argentino es muy interesante porque la riqueza eclesiástica fue por lo general exigua y porque las propiedades agrarias de tal naturaleza, en particular, fueron relativamente poco importantes. Salvo excepciones, se trataba de chacras o estancias de menor extensión que las “laicas” ( BARRAL, 2009). Eran, además, como vimos, poco rentables, razón por la cual varias órdenes habían tratado de desembarazarse de ellas en el siglo XVIII. Después de la expulsión de los Compañía de Jesús, que fue la única orden propietaria de grandes extensiones de tierra en el Río de la Plata, quedaron pocas y por lo general poco valiosas posesiones agrarias por desamortizar. Vimos que la reforma desamortizadora de Buenos Aires de la década de 1820 proporcionó al tesoro provincial magros ingresos, porque los bienes a subastar eran escasos y de poco valor. Cuando la tierra aumentó significativamente su precio, en Buenos Aires ya no quedaba qué expropiar en términos de posesiones agrarias. Distinto es el caso de las capellanías, que durante mucho tiempo fueron mucho más valiosas que las tierras, pero no se trata de bienes de mano muerta.
Por otro lado, el caso argentino muestra una tendencia a la estatización de las rentas eclesiásticas a lo largo del siglo XIX. Como vimos, mientras en otros países latinoamericanos se desamortizó en vasta escala, en la Argentina se sustituyeron parcialmente los ingresos eclesiásticos tradicionales por un presupuesto estatal de culto que existe hasta el día de hoy. El esquema bipolar Iglesia-Estado crea también en este caso un ángulo ciego, porque impide observar que ese sistema comportó una transferencia de recursos a favor de las instituciones del clero secular. Los obispados fueron los verdaderos beneficiarios, mientras las órdenes, cuyos bienes fueron expropiados en varias provincias, no contaron con partidas regulares ni en el presupuesto de Buenos Aires primero, ni en el de la Confederación Argentina después, ni en el presupuesto de culto nacional a partir de 1862. Si recibieron subsidios, fue siempre por vía extraordinaria. El caso que mejor conocemos es el de la reforma eclesiástica de Buenos Aires que incautó bienes conventuales y de otras corporaciones y creó el presupuesto de culto provincial para financiar al obispado, además de entregar a la curia recursos de las órdenes y de otras instituciones (frailes secularizados, templos conventuales y de la Hermandad de la Caridad convertidos en parroquias, control sobre la Casa de Ejercicios. La reforma suprimió los diezmos, institución problemática por variados motivos cuyo provento, siempre irregular, se había reducido a migajas después de la Revolución, y les asignó a los obispos y miembros del cabildo eclesiástico sueldos fijos a pagar por el erario público. El Estado, de esa manera, reducía a la unidad la galaxia institucional eclesiástica y a la vez modelaba una Iglesia sobre la base del clero secular.
El caso de Punta del Agua aporta un ejemplo al que por su singularidad, claridad y riqueza valía la pena dedicarle este artículo. Es un caso singular, porque no responde a esa suerte de división de los beneficios entre Estado e Iglesia que solía caracterizar las medidas desamortizadoras argentinas: las tierras de mano muerta para el Estado, los templos, ornamentos, imágenes y demás para la Iglesia. Es claro, porque la apropiación fue resistida por parte de la familia patrona y dio lugar a escritos en los que fue denunciada como una expropiación lisa y llana. Es rico, porque lo es la numerosa documentación disponible. Pero es por otro lado típico, porque, al igual que otros casos que hemos estudiado anteriormente, nos muestra al Estado interviniendo a favor de la Iglesia en el despojo de la familia patrona. Como dice la sentencia del Supremo Tribunal de Justicia que puso fin a la resistencia de Rosario Alba, los patronatos eran “contrarios a la libertad de la Iglesia” y, por lo tanto, debían ser restringidos en lugar de ampliados. Tenemos a un tribunal civil que utiliza argumentos canónicos y teológicos para fundamentar la decisión de poner en manos de la curia los bienes del patronato, no solo el templo y los vasos sagrados, como en otros casos, sino también las fincas urbanas y rurales, el ganado y el dinero puesto a interés.
Las políticas desamortizadoras deben ser estudiadas en el marco de las variadas y cambiantes relaciones entre esas dos instituciones nacidas en el siglo XIX que son el Estado y la Iglesia Católica. En México, el Estado nacionalizó las propiedades, rurales y urbanas, y también los templos. En la Argentina, por regla general, el Estado en sus diferentes niveles – nacional, provincial, municipal – se apropió de las tierras para su uso o para venderlas a particulares, pero puso en manos de la Iglesia los templos y otros recursos. Los bienes materiales implicaban, además, recursos intangibles. Las familias patronas no perdieron solamente tierras, casas, templos y vasos sagrados, sino su lugar en el entramado religioso local. El poder secular y el espiritual, al expropiar y redistribuir las propiedades dedicadas a la religión, destruyeron antiguas formas de vida religiosa y desposeyeron a determinados actores de sus mecanismos de intervención en el terreno espiritual.
Referencias
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