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Recepción: 11 Octubre 2019
Aprobación: 05 Enero 2020
DOI: https://doi.org/10.31977/grirfi.v20i1.1442
Resumen: La obra De revolutionibus orbium coelestium (1543) instaló la piedra fundacional de una nueva mentalidad que concibió un nuevo modelo de racionalidad. La hipótesis heliocéntrica ideada por Nicolás Copérnico ha ingresado en la narrativa contemporánea como una de las batallas libradas en contra de la cosmología medieval, lo que se traduce como un enfrentamiento a la hegemonía socio-política que la iglesia católica proyectaba sobre las cuestiones más decisivas de la humanidad. No obstante, la cosmología, vista a través de una mirada hermenéutica propuesta por Ernst Cassirer, nos permite suspender la condición ascendente de la historia para dirigir nuestra atención a la filiación neoplatónica, pitagórica y gnóstica de ciertas cualidades que finalmente jugaron a favor de la aceptación de la nueva imagen del mundo. Estas doctrinas fueron clave en la articulación de aquella nueva cosmología, y sin embargo, nuestra modernidad no ha sabido reconocer sus aportes a una historia de la ideas. Por estos motivos pondremos en relación la obra con algunos preceptos cosmológicos en el contexto epistemológico del Renacimiento, lo cual arrojará luz sobre ciertas zonas desconocidas de la obra, y también, porqué no, sobre ciertas zonas ignotas del espíritu de nuestra modernidad.
Palabras clave: Copérnico, Modelo heliocéntrico, Cosmología, Fenomenología del cosmos.
Abstract: The work De revolutionibus orbium coelestium (1543) installed the foundation stone of a new mentality that conceived a new rationality model. The heliocentric hypothesis devised by Nicolas Copernicus has entered the contemporary narrative as one of the battles fought against medieval cosmology, which translates into a confrontation with the socio-political hegemony that the Catholic Church projected on the most decisive questions of humanity. Nevertheless, cosmology, seen through a hermeneutic gaze proposed by Ernst Cassirer, allows us to suspend the ascending condition of history in order to direct our attention to the neoplatonic, Pythagorean and Gnostic filiation of certain qualities that finally played in favour of the acceptance of the new image of the world. These doctrines were key in the articulation of that new cosmology, and nevertheless, our modernity has not known how to recognize its contributions to what could be a history of ideas. For these reasons we will relate the work with some cosmological precepts in the epistemological context of the Renaissance, which will shed light on certain unknown areas of the work, and also, why not, on certain unknown areas of the spirit of our modernity.
Keywords: Nicolas Copernicus, Heliocentric model, Cosmology, Phenomenology.
La institución de un mito
La obra De revolutionibus orbium coelestium (1543) es considerada como la responsable de instalar la piedra fundacional de una filosofía que edificó la mentalidad de vertiente pragmática y racionalista que se reflejó en una nueva forma de concebir la historia y la naturaleza. El nombre del autor es célebre, Nicolas Copérnico (1473 - 1543), aunque el conocimiento general las nociones de su teoría son apenas esquemáticas, al igual que las trascendentales repercusiones en la configuración de una nueva actitud hacia la naturaleza y el mundo. La forma más habitual de divulgación de esta teoría, al menos la narrativa convencional, es para destacar como aquella hipótesis tendió un puente desde un plano cosmológico hacia la esfera sociopolítica. Dicho en otros términos, la hipótesis heliocéntrica habría sentado las bases para consolidar un modelo filosófico que trazó una línea divergente a la hegemonía de la iglesia católica en las cuestiones relativas al hombre y al cosmos.
Sin embargo, hay una multitud de cuestiones referidas a esta obra que pueden ser revisados para revelar algunos rasgos que nuestra modernidad no ha sido capaz de visibilizar, pero que conformaron una pieza fundamental en la articulación de factores que desencadenó la aceptación de un modelo heliocéntrico en detrimento del sistema geostático, sistema que había sido la forma de imaginar el cosmos desde la Antigüedad. Este asunto es decisivo: el cosmos reubicado en torno al sol provocó un giro epistemológico que dio paso al desarrollo del empirismo y, junto con ello, se agregó una nueva tonalidad que la voz Razón, lo cual se consolidó en una percepción del mundo, de la naturaleza y de la historia que hemos conocido a través de la formula Siglo de las Luces. Por nuestra parte, creemos que algunas de las cuestiones que llevaron a Nicolás Copérnico a proponer una alternativa al modelo geocéntrico merecen ser exhumadas para enriquecer el espectro cromático comprendido por la transición de un modelo de filosofía natural, en la cual la realidad físico del cosmos estaba determinada por un sistema de cualidades, a una concepción cartesiana, que describe un universo gobernado por leyes mecánicas abstractas. En este sentido, este texto no añadirá más aportes a las estudios realizados por autores como Thomas Kuhn, Alexandre Koyré, Juan Vernet o M. A. Granada. Tampoco realizaremos una exposición que explaye largamente el valor histórico de la astronomía en el Renacimiento, o si es efectiva la superposición de la astronomía y la filosofía el un plano gnoseológico.
El tema de este ensayo es distinto, y está dirigido por una idea especular: dar cuenta de algunos aspectos que jugaron a favor en la aceptación de la nueva imagen del mundo, lo cual otorgará visibilidad a un espectro intelectual que quedó oculto detrás la luminosa idea dieciochesca de la Razón:
el heliocentrismo es todavía hoy el símbolo central del triunfo de la modernidad sobre la antigüedad: pretendemos saber más y estar más cerca de la verdad que quienes vivieron en la antigüedad porque podemos probar que la Tierra gira alrededor del Sol. (HARPUR, 2010, 250)
Uno de los alcances más gravitantes para nuestra cultura ha sido la consideración que la idea de racionalidad es un producto original del siglo XVIII, y que los hombres anteriores vieron en un mundo regido por las leyes fantásticas, en el cual la relación del hombre con la naturaleza estaba mediada por el espesor infranqueable de los productos imaginarios de la fantasía mítico-religiosa. Esta retrospectiva coincide con un modo de sentir la historia teñida por una consigna romántica que fue testigo de la llegada del hombres y de sus ideas a una edad adulta, y que prescindió de las adolescencias de las etapas anteriores. Así, los preceptos filosóficos del mecanicismo cartesiano conformaron el músculo principal de un momento en la historia que «ha tenido el valor de sublevarse el primero contra el poder despótico y arbitrario, y que, preparando una revolución resonante, echó las bases de un gobierno más justo y más feliz» (D’Alembert 1984:109). Todo lo anterior configuró el marco de concepciones acuñadas a lo largo del siglo XVIII que sedimentó el «carácter emancipatorio del racionalismo cartesiano» (Ors, Sanfélix, 2017:119) que hizo propia la nueva narrativa moderna, lo cual quedó nítidamente reflejado en el Discurso preliminar de la Enciclopedia cuando D’Alembert instó a los hombres a dirigir su atención a los contenidos más edificantes para la sociedad moderna. Así, se habría solapado el plano de la moral junto con una hipótesis progresista de la ciencia operativa fue un síntoma de una nueva era, y «ajeno a la ética tanto antigua como medieval».(Ors, Sanfélix, 2017:120) como las matemáticas y las ciencias naturales. Esta nueva concepción realizó el proyecto de «enseñar a las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opinión, de la autoridad; en una palabra, de los prejuicios y de la barbarie, y con esta rebelión cuyos frutos recogemos hoy». (D’Alembert 1984:109) Aquello frutos señalados por D’Alembert obtuvieron sus nutrientes gracias a la senda abierta por Copérnico:
advertimos en seguida el uso que podemos hacer de la Geometría y de la Mecánica para adquirir sobre las propiedades de los cuerpos los conocimientos más variados y profundos. Este es, aproximadamente, el modo en que han nacido todas las ciencias llamadas físico-matemáticas. Se puede poner en primer lugar la Astronomía, cuyo estudio, después del de nosotros mismos, es el más digno de nuestro esfuerzo por el magnífico espectáculo que nos ofrece. Uniendo la observación al cálculo, iluminando el uno con el otro, esta ciencia determina con una exactitud digna de admiración las distancias y los movimientos más complicados de los cuerpos celestes, e incluso las fuerzas mismas que producen o alteran estos movimientos. Por eso se la puede considerar justamente como la aplicación más sublime y más segura de la Geometría y de la Mecánica reunidas, y sus progresos como el monumento más incontestable de las victorias que puede obtener con sus esfuerzos el espíritu humano (D’ALEMBERT, 1984, 130).
La Modernidad, proclamada en estos términos, concibió que la producción de saber debía estar fundamentada por las garantías proporcionadas por los cálculos aritméticos, lo cual produjo un detrimento de las disciplinas relacionadas con la estética, la memoria, y las doctrinas que cubren cuestiones espirituales. Sin embargo, aquellas cuestiones que fueron relegadas a una segunda categoría tuvieron especial relevancia en la conformación de las nociones de humanidad, historia, ciencia, durante el Renacimiento, y por su puesto, conformaron la sustancia más sutil del sistema de nociones implicadas en el heliocentrismo.
Por todos estos motivos queremos oponer a continuación una óptica fenomenológica capaz de contestar al planteamiento triunfalista del Siglo de las Luces, lo cual lo haremos de la mano de Ernst Cassirer. Nos interesa especialmente cuando señaló que la cosmología, es decir, la forma y el orden que el hombre confiere el mundo a través de sus elaboraciones conceptuales, ha sido desde los inicios una fuente inagotable de pensamiento mítico, ya sea para los hombres del pasado o para aquellos que ejecutaron la transición a la Modernidad. Así, Cassirer habría dibujado los márgenes epistemológicos de una era a través de una perspectiva susceptible de analizar ciertas las ideas del pasado, pero sobre todo, también constituye un instrumento para visualizar los mitos generados por las necesidades modernas, y así otorgarles un nuevo emplazamiento dentro del sistema de ideas que define el espíritu de una época.
Es cierto que Nicolas Copérnico cooperó con la modificación del paradigma epistemológico gracias a una nueva relación entre el cuadro interpretativo y la interpretación de los fenómenos naturales. Es verdad también que la revolución copernicana que fue posible de llevar a cabo gracias a que «resistió exitosamente el cotejo de los datos arrojados por la observación y la posición de los astros en los cielos» (VERNET, 2000, 7).
Sin embargo, hemos caídos en el error de comprender a los hombres del pasado a través de los valores de una trama cultural que pertenece a un momento histórico distinto puede llevarnos a crear simplificaciones y reduccionismos cuyo efecto más comprometedor es el adelgazamiento del espesor simbólico del espíritu de una época. Por estos motivos, la lectura directa de algunos pasajes de la obra de Copérnico tiene el potencial de desembarazar las simplificaciones románticas, y así poner en primer plano algunos aspectos de las transformaciones de la psique y el imaginario que derivó en aquello que se conoce bajo la nomenclatura de ciencia y conocimiento científico.
Hoy en día se sostiene ya que no puede llevarse a cabo una clara separación lógica entre mito e historia antes bien, se sostiene que toda concepción histórica tiene que estar impregnada de elementos míticos y necesariamente ligada a ellos. Si esta tesis está en lo justo, entonces no sólo la historia sino todo el sistema de las ciencias del espíritu que se fundan en ella tendría que ser arrebatado a la ciencia para entregado al mito (CASSIRER, 2013, 14).
Es habitual la utilización de la voz mito para describir aquellas producciones de la fantasía, que tienen su asidero fuera de la realidad fáctica de las cosas. Este mito correspondería con una actividad propia de la imaginación, que es la facultad que habría permitido a los hombres primitivos imprimir un semblante reconocible al mundo les rodeaba, y cuya naturaleza estaba descrita por símbolos, esencias, pneumas y un sin fin de sustancias animadas que distan mucho de nuestra actual concepción comteana de la mundo fáctico.
Es cierto que el mundo mitológico es un mundo de convenciones y «meras representaciones», pero el mundo del conocimiento científico también se hace verosímil para nosotros a través de la legitimación de un sistema de condiciones y del sesgo de otras, las cuales componen en un cuadro interpretativo de los fenómenos, de la historia y del hombre, a fin. Lo que más nos interesa: estos modernos mitos se expresaron en una polarización que otorga verosimilitud al binomio moderno/primitivo como una solución (demasiado) provisional para ilustrar las complejidades de los empalmes de los períodos históricos, así también de sus continuidades y discontinuidad de sus ideas. Es cierto que una de las grandes transformaciones en la psique del hombre occidental quedó descrita por el arco abierto entre la noción gnoseológica de la cosmología copernicana y las meditaciones de René Descartes, más, cabe señalar que en ese segmento dispuso los materiales necesario para construir un nuevo mito, dotado de nuevas reglas y animado por unas nuevas necesidades.
La observación cósmica como una re ligatio
Hasta el siglo XV el instrumento utilizado para calcular las efemérides eran las Tablas Alfonsinas, que eran un compendio de observaciones astronómicas realizadas en Toledo durante el reinado del Alfonso X el sabio (1221 - 1284). El diseño de los calendarios realizados bajo el antiguo sistema geocéntrico tenia vicios que obligaba a los astrólogos a realizar complejas operaciones trigonométricas para explicar el errático transito de los planetas a través de los cielos. Esos derroteros planetarios era veleidosos y desafiaban uno de los principios de la cosmología antigua que inscribía los planetas en un sistemas de esferas concéntricas, duras como el diamante y claramente diferenciadas, y cuya rotación en torno a una Tierra fijo en el centro (no un planeta) da como resultado el eterno fluir circular de los cielos que constituían la machina mundi.
En aquella época la aritmética y la astronomía eran ciencias que estudian, por decirlo de alguna manera, la apariencia del cielo, pero estas disciplinas nunca osaron transgredir los principios de la filosofía natural a través de una formulación de un modelo real o físico del cosmos. En aquella época se consideraba que los planetas se movían a velocidad constante en círculos perfectos, pero cuando la observación contradecía los supuestos «se imaginaban hipótesis para justificar las desviaciones. Se proponían diferentes hipótesis, por ejemplo, en función de que se aceptara que los planetas se movían alrededor de la Tierra o alrededor del Sol. […] Los árabes utilizaron las hipótesis tolemaicas para fabricar modelos de nuestro sistema planetario. Pero usaron los modelos simplemente para el cálculo.»(HARPUR, 2010, 245) Esto quiere decir que todas las observaciones y consideraciones extraídas a partir de la configuración del cielo están sujetas a los fundamentos filosóficos descritos por Aristoteles en el libro del Coelo, obra que describe el orden el cosmos a través de un naturalismo cualitativo, en el cual la Tierra se ubica en el orden mas bajo de la creación, y el cielo, es hogar de los elementos mas sutiles. El núcleo del cosmos era hasta este entonces el hogar del hombre, la Tierra era una mole formada por la mezcla de los elementos (tierra, agua, aire y fuego) incapaz de moverse por los cielos, y era también el lugar más bajo del cosmos, cualitativamente distinta de los planetas, que eran cuerpos formados por luz y fuego, y que surcaban los astros gracias a la sutileza de su composición. Esto quiere decir que la readecuación física del cosmos de Copérnico constituía una amenazaba para las diferencias ontológicas categorizaban la naturaleza del cosmos, el cual trazaba una línea ascendente que recorría de lo bajo material, el hogar del hombre, hasta lo alto espiritual, hábitat de los espíritus más estilizados. De ahí que la hipótesis de la Tierra dotada de movimiento (anual o diario) altera por completo el sistema gnoseológico y aquella forma de percibir el mundo.
No obstante, seria irresponsable señalar que Copérnico pretendió liberar a la astronomía de las directrices filosóficas que habían dominado las concepciones cosmológicas hasta entonces. Por el contrario, él vivió cautivo en la idea de que todo el aparato cósmico que sirve de hogar para todas las cosas de la creación «ha sido construida por Dios para nosotros». (Copérnico 1982:93) En ese sentido, para Copérnico su modelo heliocéntrico fue concebida una hipótesis, es decir, «un supuesto desde el cual se derivan una serie de consecuencias (relativas a las distancias y los tamaños de las órbitas planetarias) cuya legitimidad está justificada por criterios estrictamente astronómicos» (CAÑAS, 2014, 12).
El optimismo epistemológico demostrado por Copérnico estaba teñido la doctrina pitagórica, el saber antiguo de Arquímedes de Siracusa y sus meditaciones cosmológicas. En este escenario las matemáticas ocupaban una posición subalterna a la física en el curriculum de estudios, y en ningún caso podía competir con la filosofía natural de corte aristotélico a la hora de proporcionar explicaciones para la ontología de los fenómenos. Esto quiere decir que los cálculos aritméticos la matemática es una disciplina eminentemente descriptiva, que poseía numerosas aplicaciones y usos, pero fútil como medio de investigación del ser de la naturaleza, pues con ella nada puede decirse de las causas, ni de las esencias de los seres (estamos refiriéndonos al plano estrictamente astronómico, y dejamos fuera de esta discusión las doctrinas heterodoxas al cristianismo como la cábala o la aritmología pitagórica).
En grandes rasgos el modelo heliocéntrico concuerda con los principios elementales de un cosmos finito, esférico, dotado de un centro estacionario, y con el con el el axioma de la rotación uniforme y eterna de los cielos. Esto señala que el astrónomo demostró una fidelidad absoluta al principio de uniformidad que Ptolomeo y Aristóteles atribuyeron a los cielos, lo cual, finalmente fue lo que lo impulsó a superar el complicado sistema de excéntricas y epiciclos por estos atentaban en contra del principio de la uniformidad del movimiento circular con respecto a su centro, pues «lo más importante, esto es, la forma del mundo y la exacta simetría de sus partes» (COPÉRNICO, 1982, 92).
Estos aspectos guardan fidelidad con morfología del cosmos en la antigüedad: «el universo es esférico, ya sea porque esta forma es la mas perfecta de todas, por ser un todo completo que no precisa uniones, ya sea porque constituye la forma que contiene mayor espacio, siendo así la más apropiada para contener y retener todas las cosas, o bien porque todas las partes discretas del mundo, me refiero al Sol, la Luna y los planetas, se presenten, como esferas» (KOYRÉ, 1999, 34). La digresión lírico-científica sobre la esfericidad del universo adquirió una dimensión arquetípica que se imprimió también en la forma circular que las gotas adoptan cuando están en reposo, lo cual debe ser interpretado como un tributo innegable a prestigio de las formas esferoides, que es una matriz que además rige el movimiento propio de la esfera, que consiste en girar en redondo, ya que el movimiento circular es el único movimiento uniforme que puede seguir de modo indefinido en un espacio finito.
La cosmología heliocéntrica, desde este punto de vista, vuelve su mirada hacia al pasado para revestirse de «un cierto carácter de renacimiento de una verdad profunda y sagrada perdida en el curso del tiempo» (GRANADA, 2000, 330) gracias a la cita de la autoridad filosófica los pitagóricos, para quienes el corazón y centro del cosmos coincide con un fuego central en torno al cual la Tierra gira en un circulo oblicuo, y también afirma que la Tierra tiene un giro diurno como una rueda fija en su eje que gira de oeste a este en torno a su propio centro. Esto quiere decir que la observación de los fenómenos celestes a través de un prisma aritmético no estaba enteramente reñida con el principio de la revelación religiosa, y al igual que los antiguos, Copérnico consideraba que toda la machina mundi existe para ser admirada, y a través de la contemplación astronómica «descubra su verdadera configuración física» (COPÉRNICO, 1982, 93).
Las resonancias metafísicas del heliocentrismo llamaron la atención de algunos matemáticos eminentes como Thomas Digges quien demostró entusiasmo por el proyecto de restauración de la antigua concepción de un cosmos armonioso en el cual la rotación de los cielos respeta el axioma de eternidad y perfección, pues el cosmos de Copérnico es, en resumen, más armónico ya que todos los planetas cruzan el cielo describiendo círculos perfectos y se desplazan a velocidad constate.
No seria heterodoxo suponer que la ausencia de un desarrollo ulterior del neoplatonismo se debió a las recomendaciones de su discípulo Georg Joachim Rheticus (1514 - 1574) y del editor de Revolutionibus, Andreas Osiander (1498 - 1552), quienes aconsejaron otorgar un carácter eminentemente trigonométrico que privilegie la exposición de cuadros y tablas que lo asimilen a las Tablas alfonsinas, en lugar de constituir una discurso como lo había hecho Ptolomeo en el pasado, o como lao haría después Johannes Kepler, con la esperanza de que el tecnicismo aritmético le pusiera a buen recaudo de las objeciones por parte de los filósofos y religiosos, especialmente por parte del ala luterana. De esta manera, las tablas aritméticas ofrecieron un valioso instrumento para construir un modelo que explique mas exactamente los movimientos de los astros, al mismo tiempo que un lenguaje aparatosamente técnico, que además, tributaría del principio pitagórico según el cual la filosofía debe practicarse de tal modo que sus secretos más íntimos queden reservados a los verdaderos sabios.
Con todo lo anterior, el intento por desarrollar las doctrinas heliocéntricas de la Antigüedad dándoles un soporte matemático alzó un puente hacia la aritmosofía neoplatónica y a su concepto de los dígitos y sus cómputos como una metáfora de la arquitectura cósmica. Este relato reserva un emplazamiento especial para el legado sapiencial de Hermes Trismegisto cuyas lecturas se sucediendo gracias a la traducción latina de los escritos herméticos realizada por Masilio Ficino (1433 - 1499), y, seguramente, «por obra de la tradición árabe asimilada a la cristiandad en los monasterios de Toledo y en las ediciones latinas de Albumasar.» (VERNET, 2000, 55) La fuente de estas ideas nos llevan hasta las páginas del Timeo, que es un dialogo cosmológico escrito por Platón en el cual los dígitos son dispositivos agentes, llenos de sentido, y que pueden explicar los misterios relativos a la cosmogonía y sobre el origen del universo. Además, a proporción y correlación numérica es análoga a la disposición física del mundo y la ley que gobierna la estructura a la materia.
Así, Copérnico considera que la función primordial de la astronomía es elevar al hombre hasta Dios mediante la contemplación de las cosas celestes, lo cual recuerda al programa de meditación extática como los ejercicios espirituales de San Ignacio del Loyola (específicamente la compositio loci) y las excursiones siderales descritas en el Somnium Scipionis de Marco Tulio Cicerón (106 a. C. - 43 a. C.), y también el afamado comentario a ese texto realizado por Macrobio (390 - 440 d. C.). Este ultimo es el que nos parece mas adecuado citar aquí, pues su obra fue escrita en una glosa de la exhortación moral de mayor nitidez que el diálogo ciceroniano, quién «acostumbra a disimular un profundo conocimiento del tema bajo la concisión de su estilo» (Macrobio 2006:1,12,7), y así, poner en articulación con ciertos elementos del ideario filosófico expresados por el Timeo platónico considerado por el Macrobio «arcano de la verdad misma». (Macrobio 2006:I,6,23) Así, el texto despliega sobre aquellos fundamentos las cuestiones relativas al papel morfogenerativo de las proporciones numéricas, y como estas modelan la forma al cosmos, al Anima Mundi, y se articulan en los fundamentos la armonía musical. La tradición a la que apela Macrobio se expresa mediante las siguientes palabras:
Después de que Platón, como heredero de la doctrina pitagórica y con la hondura divina de su propio talento, se percató de que ninguna combinación podría resultar duradera sin estas relaciones numéricas, construyó en su Timeo el Alma del Mundo entretejiendo tales relaciones numéricas según la inefable providencia del divino Creador (MACROBIO, 2006, II,1,1).
En este relato el número «es el nudo de casi todas las cosas» (MACROBIO, 2006, V, 2), y su plenitud mide la vida de los hombres y los ciclos de los cielos, ademas de explicar como el cielo es la cede celestial del alma y lugar de procedencia de la luz intelectual. Todas estas nociones florecieron en el seno Europa gracias al papel de Marsilio Ficino, quien alimentó el ambiente cultural europea del s. XV con las nociones provenientes del gnosticismo con la finalidad de restaurar la significación de religión: re ligatio, es decir, restablecer los lazos entre los hombres con el cosmos. Este rasgo de la espiritualidad medio oriental se comprendió como la doctrina del microcosmos y macrocosmos, cuyo axioma fundamental se expresa en un sistema de correspondencias que une todas las cosas, y especialmente a los hombres, que está enlazado por una cadena que lo emparienta espiritual y físicamente con las estrellas. Ficino, apenas años antes que Copérnico, había desarrollo el simbolismo del astro solar en su libro De Sole et Lumine.
La piedad de Copérnico y el noción del papel de astro solar en a Antigüedad encontraron articulación gracias a que Copérnico ignoró la estricta demarcación de las tareas concernientes a la astronomía y la cosmología. En efecto, sin haber sido un hombre que profesó abiertamente la fe, fue canónigo, médico y astrólogo, tuvo a su cargo la administración de una diócesis. Todo esto le permitió realizar un ejercicio exclusivamente vocacional de la astronomía, lo cual lo mantuvo al «margen de la obligación respetar la jerarquía disciplinaria en cuestiones cosmológicas.» (GRANADA, 2000, 331). Se hace necesario recordar que durante el medioevo los matemáticos estaban en un escalafón inferior respecto del sitial reservado para la filosofía, y la matemática sólo podía referirse a ciertas cuestiones accidentales; pero que de ninguna manera era capaz de responder a cuestiones de índole ontológica. Esta situación dio un giro en el Renacimiento, cuando se destinaron importantes recursos a las cuestiones técnicas como el cálculo aplicado intercambios mercantiles, la construcción cartas de navegación, la confección de mapas y estudios topo-geográficos, a lo que hay que añadir las nuevas aplicaciones en el campo de batalla, especialmente en el desarrollo de armamento, de la balística y la fortificación de ciudades. La burguesía, que poco a poco le fue ganando terreno a la aristocracia, vieron con sus ojos que los cálculos aritméticos fueron capaces de conformar el humus necesario para empalmar nuevas lineas teóricas como la geometría descriptiva o la mecánica. Para Copérnico, esto le permitió postular una «nueva relación entre la física y la astronomía cuyos principios epistemológicos yacen en el «principio operativo del movimiento de la tierra» (GRANADA, 2000, 331).
Esto coincide con lo señalado por Eugenio Garin, quien señaló que las nuevas condiciones socioculturales y el auge del los círculos intelectuales consolidaron una nueva raza de hombres y mujeres instruidos en la Humanitas que, a distancia de las focos tradicionales de institucionalidad filosófica, contaron con todos los instrumentos conceptuales necesarios para utilizar y reelaborar los aparatajes conceptuales tratados por los gramáticos clásicos y los filósofos de la Antigüedad que fueron exclusivos de la escolástica. Esto explica porqué que muchos humanistas trazaron un derrotero divergente del estricto marco que defina la discusión filosófica, lo cual abrió las puertas a un nuevo repertorio de problemas y modos de tratar los tópicos que hasta ese momento habían sido materias no aconsejables para los hombres de fe. En efecto, es característico del Renacimiento como la actitud que algunos hombres demostraron hacia la concepción integral humana en tanto que sujeto de la vida cívica política, lo que sumado a una eclosión de círculos intelectuales que desarrollaron una discusión erudita sobre las cuestiones esenciales al margen de las escuelas de filosofía. Esto dio lugar a la escritura de un sinnúmero de diálogos y comentarios que arrojaron luz a las obcuritas o enseñanzas de la tardoantiguedad con fines a renovar la fibra espiritual de unos hombres que se sintieron en la necesidad de alejarse de la mentalidad medieval. Esto permitió que las nociones crípticas provenientes del hermétismo, de los pitagóricos y del gnosticismos de los primeros siglos de nuestra era fueran desplegadas a través de un comentarios, cuyo ejercicio no seria erróneo como identificar como uno de los elementos más importantes de las Humanitas.
La heliolatria vino acompañada de la egiptomanía, y dibujo en la mente de aquellos hombres las grandezas de una sabiduría sepultada por el paso de las eras, la cual salió a la luz gracias a las excavaciones de obeliscos y templos megalíticos en Roma. Este perdido esplendor restituyó la importancia que la Heliopolis descrita por Jámbico de Calsis tuvo para el antiguo imperio. Ya sea por la lecturas hechas por Copérnico de aquellos textos de una antigua sabiduría, por ser testigo en su viaje por la Citá Eterna, o simplemente por constituir una parte constitutiva de la idiosincracia general de aquella época, el astrónomo coopero con aquella restauración de la antigua figura del astro solar para llevarle a un nuevo estatuto cosmológico: «la condición de estar en reposo se considera más noble y más divina que la de cambio e inestabilidad; ésta ultima es, por tanto más adecuada para la Tierra que para el Universo» (KOYRÉ, 1999, 35). Esto explicaría el porqué se ubica al Sol el lugar de privilegio correspondiente con la suprema estimación de los atributos solares: perfección y valor, como fuente de luz, vida, y punto de referencia inconfundible de la imagen del mundo.
Una conjunción entre canon estético y un precepto ideológico
El valor del cosmos de Copérnico, como hemos visto, no puede ser calculado exclusivamente según un indice de originalidad, y, al margen de las proyecciones que dirigen hacia una concepción mecanicista entre los cuerpos que habitan un espacio, creemos que hay una porción de aquella teoría que, como un diagrama de Venn, entra en contacto con estratos que son el sitio de residencia de cuestiones que tienen que ver con una interioridad de las ideas o un sentido profundo de los enunciados. Esto quiere decir que habría una intima relación conjugada en el heliocentrismo, entendido como una explicación sistemática en lugar de un conjunto de operaciones especificas para cada uno de los problemas planteados, y la necesidad de reunir en torno a una única concepción universal la dispersión social, política y religiosa de la cultura europea del siglo XV. Todo lo anterior señalaría que estamos ante un problema que traza lineas de fuga que comunican un esquema ideológico, una voluntad política y un canon estético. Todo lo anterior señala que el heliocentrismo puede ser considerado como el reflejo especular de una época marcada por una profunda fragmentación ideológica, donde la restitución del foco y el corazón del cosmos a su sitial originario podría alumbrar el camino del hombre perdido en las vicisitudes del mundo terrenal. Así, abraza las doctrinas de la Antigüedad para restituir a la la figura solar como el emblema de una luz interna en torno a la cual gira la vida humana, a través del diálogo sostenido entre microcosmos y macrocosmos, es decir, entre el hombre y el universo, a través de un sistema de nociones heredadas de la aritmosofía. En efecto, la noción general de armonía como uno de los fundamentos de la nueva imagen del cosmos fue la cualidad que le impidió a Copérnico abandonar el marco general de concepciones que le dieron forma a los cielos en la Antigüedad. Koyré señala:
Pienso, por mi parte, que si Copérnico no se detuvo en el estadio tycho-brahiniano —admitiendo que lo hubiera considerado alguna vez—, fue por una razón de estética o metafísica, por consideraciones de armonía. Siendo el Sol la fuente de la luz, y siendo la luz lo más bello y mejor del mundo, le parecía conforma a la razón que rige el mundo y que lo crea, que esta luminaria estuviera colocada en el centro del universo que se encarga de iluminar (KOYRÉ, 1999, 78).
Esta proyección de la morfología copernicana junto con la acentuada tonalidad neoplatónica jugaron un rol decisivo en la divulgación del heliocentrismo, lo cual podría explicar pronta adopción España por obra de Felipe II y del claustro de la Universidad de Salamanca. En sus aulas la doctrina copernicana expuesta por el Rovulutionubus fue impartida sin sufrir de intromisiones por parte de La Corona ni de la Inquisición, y su método se enseño junto con Euclides, Tolomeo, y el musulmán Geber.
El ascetismo que se desprende del soliloquio llevó a muchos Padres de la iglesia en España a admitir que en las Sagradas Escrituras no hay ningún pasaje que diga claramente si la Tierra se mueve o no, y que algunos de los pasajes demuestran que la sabiduría y el poder divino pueden hacer surcar la Tierra a través del cielo sin que el enorme peso de la mole la mantenga anclada en lo más bajo de la escala de la creación. Estas expresiones siguieron suscitando aún después de la condenación de Galileo por el Santo Oficio en el año 1616, todas sobre las recomendaciones de Andreas Osiander, quien señaló que
no es necesario que estas hipótesis sean verdaderas ni si quiera verosímiles. Basta con una sola cosa: que permitirán realizar cálculos que concuerden con la observación. (…) . Es sabido que este arte ignora por completo la causa de los movimientos irregulares de los fenómenos celestes. Y si inventa algunos en la imaginación, como ciertamente inventa un gran número, no lo hace en modo alguno para convencer de que tal es la realidad sino para fundar en ellos un cálculo exacto. (…) Dejemos, pues, que estas nuevas hipótesis se conozcan junto con las antiguas, no porque sean más verosímiles, sino porque son admirables, fáciles y vienen acompañadas de un tesoro inmenso de observaciones (VERNET, 2000, 109).
Esta tensión dio origen a un problema descrito por la estructura esotérica/exotérica que quedó reflejada, por ejemplo, en la actitud del jesuita Giovanni Battista Riccioli (1598 - 1671), quien confesó que las proporciones y los movimientos celestes descritas por el copernicanismo componen la hipótesis más bella y simple que la mente humana ha podido crear. Así, el problema de la predicción más exacta del calendario fue el detonante de un nuevo paradigma epistemologico: «The principal and most controversial thesis is that the early history of heliocentrism, since its adoption by Copernicus and up to, at least, Galileo and Kepler, is framed within contemporary debates on as- trology and astrological prognostication» (TESSICINI, 2013, 220).
Lo cierto es que a pesar de las objeciones levantadas por la iglesia al movimiento planetario de la Tierra se fundamentaron en un naturalismo cualitativo en la cual todas las esferas de la creación se articulan en una escala de perfección que va del bajo terrestre material a lo alto celeste intelectual, lo cual constituyó una estructura desecha por el sistema de reglas matemáticas que comprendió al universo como un espacio homogéneo, y que sus cálculos podían aplicarse indiferenciadamente para resolver problemas astronómicos y al servicio de cuestiones técnicas o domesticas. Aquí abrimos lugar a una explicación ensayada por Thomas Kuhn y M. A. Granada cuando señalan que la batalla decisiva en el plano cosmológico se libró en la demostración que dice que el recién denominado planeta Tierra está dotado de un movimiento diario, es decir, que gira sobre su propio eje, y traslación anual, cuyo centro orbitante coincide (a veces) con el Sol. Así, fue la movilidad del globo terrestre lo que amenazó a Galileo, y cuyo corroboración definitiva llegó con demostración de que la Tierra gira gracias al experimento realizado por León Foucault en el Panteón de Paris en 1851, y algunos años antes, la descripción de la órbita terrestre señalada por el paralaje de la estrella 61 descrita por Bessel en el 1838.
Apuntes para una crítica de la razón simbólica
Todos los elementos señalados hasta ahora explicaron porqué se señala a Copérnico como el progenitor de un modelo de racionalidad que cimentó las bases del conjunto de teorías y técnicas que llevaron al hombre a su madurez, gracias al despojo del yugo que las concepciones medievales quedaron abiertas las puertas a un modelo de racionalidad que modificó la imagen del cosmos a través de una síntesis de funciones puramente mecánicas entre los cuerpos celestes. Este hecho ha sido interpretado cierta fibra del sentir popular como una batalla librada en contra de la cosmología medieval, lo que se traduce como una oposición a la hegemonía sociopolítica que la iglesia católica proyectaba sobre las cuestiones más decisivas de la humanidad. Esto se ha sedimentado una narrativa en la cual Copérnico se transforma en la pieza que permitió el paso del mito al logos, y por eso hemos citado a Ernst Cassirer, especialmente cuando señala que la cosmología ha sido desde siempre una fuente inagotable de mitos que sobreviven en nuestra modernidad a través de una serie de imágenes agentes. Es verdad cuando se señala que el detrimento de la autoridad de la iglesia católica se puede comprender como una eclosión de actividades y disciplinas desprovistas del horizonte transversal que otorga orientación teleológica. Aunque, por otra parte, no podemos desatender que por debajo del desconcierto y la mentada autonomía de las disciplinas se extiende de manera subterránea una trama hermenéutica firmemente anclada a sus focos de irradiación filosófico, político, estético e ideológico.
Consideramos que no hace falta profundizar en la antigua sentencia de Parmenides con la cual señaló el canon cultural representado por el paso del mito al logos (λóγος), lo cual es en sí misma un otro mito. Citamos la acepción que utilizó Cassirer para definir más cabalmente la voz mito: una necesidad del espíritu que busca las interconexiones entre los efectos y las causas, entre las cosas y sus nombres, entre las realidad profunda de las cosas y su apariencia, en el cual las elucubraciones encuentran su realización material y crea así, entrelazados, aquel único y coherente conjunto de ideas.
Esto quiere decir que la ciencia posee un firme lazo con el marco general marco su pensamiento, lo cual haría imposible imposible escindir los aspectos filosóficos que estructuran las ideas cosmológicas de una época de aquellos que son puramente científicos que sistematizan la percepción, la observación y el tenor de las explicaciones. Esta atadura estaría determinada por una noción que Aby Warburg llamó «voluntad selectiva», es decir, un filtro hermenéutico que administra el imaginario de una época, cuyos aspectos más relevantes quedaron revelados en la metamorfosis intelectual que eclipsó la cultura de la Antigüedad para dar paso a nuestra sociedad, cuyo motu se equipara con aquel mandato del progreso científico.
En vista de todo lo anterior no sería peregrino afirmar que una época cultural no puede definirse por el contenido de sus ideas, sino más bien por el cedazo interpretativo que dispone ahí en la coyuntura de las eras. El portal que se abre entre el mecanicismo cartesiano y la definición de los tres estado de la materia concebidos por Gustave Comte se consumó en experiencia del mundo cuyo rasgo más identitario es el empirismo, lo cual condenó al olvido gran parte del las experiencias que se volvieron obsoletas para la mentalidad moderna. Pueden dar cuenta de ello astrónomos posteriores a Copérnico, como por ejemplo Johannes Kepler, quien, para explicar el transito de los planetas imaginó al Sol como el radiador de una fuerza invisible llamada anima motrix. Aquí hay que adjuntar a todos quienes estudiaron el magnetismo en el siglo XVI y XVII, como William Gilbert (1544 - 1603) o Athanasius Kircher (1600 - 1680), quienes dedicaron un numero considerable de publicaciones a una ontología del magnetismo, junto con conjunto de aplicaciones practicas para aquellas fuerzas invisibles.
La ciencia teórica libró en esa oportunidad otra de sus batallas en pos de una depuración del concepto de fuerza de todos los componentes metafísicos para transformarlos en un puro concepto funcional que encaje con comodidad dentro del esquema de comteano. En este programa, claro está, confinó a una segunda categoría a quienes aún se desenvolvían en esquemas culturales en lo que el animismo, la espiritualidad y la religión son expresiones de las mentes ingenuas que pueden calcularse según su índice de primitivismo. De todo esto dieron cuenta los noveles antropólogos cuando señalaron una equivalencia entre el primitivismo del hombre y la edad infantil de los niños: «las emociones reflejadas en los impulsos del hechicero son como los deseos de un niño que aprende a expresar sus necesidades primarias para que sean satisfechas por sus mayores, quienes se corresponden a los dioses.»(Esther Medina 2014:50). Estos pueblos que viven alejados de la civilización fueron discriminados según un índice de primitivismo, el el cual el rito mágico juega un papel fundamental. Magia, cabe decir, está asociada etimológicamente al latín imago que es imagen, y esos hombres crearon pinturas, máscaras y efigies que les permitieron comunicar, al igual que los niños, sus necesidades mediante expresiones rudimentarias al mundo de cual ellos son los descendientes.
Por nuestra parte, adivinamos que que detrás de la antropología y de la astronomía un carácter que fue su progenitor, llámese el «empirismo», «positivismo lógico», «ideología de progreso», y que llevo a considerar que era adecuado renovar la efigie del cosmos, y así convertir al heliocentrismo en el símbolo del triunfo de la razón sobre la ingenuidad del hombre medieval. Esto quiere decir que la adopción del heliocentrismo se llevó a cabo en una época que asignó sus esperanzas en las garantías que pudieron ofrecerle algunos métodos concentrados que aseguraron un entendimiento perceptivo del mundo, pero que forman parte de conceptos especulares como por ejemplo el meridiano de Greenweitch, los grados celsius y los anemómetros.
Todo lo que hemos expresado hasta ahora debe ser comprendido como un nuevo material que sostiene la hipótesis que la cosmología ha sido una reserva inagotable de recursos para la mente mítica, ya sea para avatares cosmogónicos de los antiguos o para el frío lenguaje de las formulas de matriz algebraica que dotan de los elementos necesarios a nuestra mente para otorgar una forma verosímil a una noción reconstituida en el espacio abstracto de nuestra imaginación. Como lo dijo Ernst Cassirer: «el mundo mitológico es y sigue siendo un mundo de “meras representaciones”, pero tampoco el mundo del conocimiento es otra cosa en cuanto a su contenido y su mera materia»(CASSIRER, 2013, 32).
Por lo tanto, podríamos señalar que hay un equilibrio lógico entre los antiguos y los modernos, y que ambos dos había sido capaz de encontrar la medidas de todas las cosas siempre que seamos capaces de ubicar con exactitud el trazo perimetral y las condiciones en que se lleva a cabo el acto del conocimiento. Claro está, existen algunas disimetrías, pues para los hombres de la Antigüedad «las hipótesis eran estratagemas para «salvar las apariencias». Por ejemplo, se creía que los planetas se movían a velocidad constante en círculos perfectos. Cuando la observación contradecía esta creencia, se imaginaban hipótesis para justificar las desviaciones. Se proponían diferentes hipótesis, por ejemplo, en función de que se aceptara que los planetas se movían alrededor de la Tierra o alrededor del Sol.» (HARPUR, 2010, 245) Para los griegos y para los árabes, los custodios de gran parte de su patrimonio intelectual, habrían considerado extravagante utilizar como recurso argumentativo las presentación el presentar sus hipótesis como hechos comprobables, lo cual los salvaguardó de confundir el mapa con el territorio como lo hacemos nosotros.
Sería adecuado dar el acabado final a nuestras conjeturas trayendo una vez más el prisma fenomenológico señalado por el editor de Revolutionibus Andreas Osiander, quien presentó el heliocentrismo como un modelo teorético, como una hipótesis, lo cual es beneficioso por que ofrece una vía alternativa y que nos permite soslayar la tensión antagónica sostenida en el modelo de tesis/antítesis y sobre todo, la disimulación del problema histórico que se oculta bajo esa formula. En otras palabras, la oposición entre quienes desataban por un cosmos organizado en torno a la Tierra o en torno al Sol es, antes que nada, un conflicto cuya dimensión es ideológica antes que un hecho científicamente comprobable. En efecto, la discusión astronómica acaecida entre los siglos XV y XVII omite el facto de que para declarar, finalmente que no goza de mayor centralidad la Tierra que el Sol, no físicamente, al menos. Es cierto que Copérnico acertó cuando dotó de movimiento diario y anual a la Tierra, pero su modelo apenas logró simplificar un problema geométrico, es decir, en aquellos años, la predicción de la posición de los planetas en el cielo es más exacta a través del modelo de copernicano, y subrayamos esa proposición en aquellos años, pues al día de hoy, un sistema informativo domestico no tendría mayores inconvenientes en construir un modelo del sistema solar centrado en el Sol, en la Tierra, o en cualesquiera de los otros planetas arbitrariamente y a nuestro antojo, lo cual es una labor que los hombres del pasado tuvieron que realizar a través de fustigosos cálculos. Un modelo geocéntrico o heliocéntrico, en su realidad física, sólo varían en la cantidad de excéntricas y epiciclos que deban calcularse según el punto de referencia desde el cual se antoje estructurar el cielo. Esta dimensión relativista no es un juego retórico, y se fundamenta sobre el experimento de Michelson-Jylorley, cuyos mediciones les fue imposible determinar un centro en reposo absoluto, lo que quiere decir, en otras palabras, que la Tierra no gira en torno al Sol, ni lo contrario, y que la fijeza de un punto fijo en el espacio depende más bien de las del aspectos cualitativos que quieran atribuirse a tal a cual modelo. Todo lo anterior se resume en: al día de hoy no hay ninguna experiencia de laboratorio que permita afirmar que existe una centralidad en nuestro sistema solar. Esto había sido intuido por el mecanismo planetario de Johanes Kepler, pues describía un sistema de proporciones y fuerzas actuaban sobre los cuerpos independientemente de la ubicación, y que ese modelo físico había vuelto innecesaria la necesidad de un centro. En este estricto sentido Osiander estaba muy en lo cierto, pues un modelo matemático puede ser útil para describir el cosmos sin afectar la realidad física del cosmos.
Podemos aceptar la idea de que para los antiguos el modelo de esferas cristalinas dispuestas al rededor de la Tierra haya sido una proyección de la mente gobernada por una imaginación fantástica. No obstante, en lo que respecta a la configuración del nuestro sistema solar, el modelo Copernicano es apenas otra imagen cuya raigambre científica debe comprenderse como una decisión de cuáles de esos modelo será utilizado para consensuar los parámetros de nuestra realidad cósmica. No nos importará demasiado la compleja trama de interacciones que llevaron al copernicanismo a convertirse en ortodoxia, más si cabe atender al hecho de que conformó una pieza fundamental en la institución de un sistema de coordenadas de naturaleza cartesiana, es decir, una síntesis de la naturaleza de las cosas a través de las formulas abstractas señaladas por extensiones, pesos y medidas, que se encuentran en la base del nuevo método científico y en lo más intimo del espíritu de la sociedad burguesa.
Por consiguiente, se concluye que aún en la modernidad las inmensas extensiones del espacio están provistas de matices cualitativos, lo cual se manifiesta como un llamado a prestar atención al semblante de las metáforas en las que queda cristalizado las condiciones y los límites de nuestro saber. Dicho de otra manera, todo lo que hemos revisado a propósito del astrónomo polaco estaría en conjunción con la hipótesis de Cassirer, puesto que no existiría una dimensión alguna en el espacio que no provista de una estructura bipartita en la que participan un aspecto cualitativo, además del puramente cuantitativo, y que en realidad se comporta como un compuesto físico y arquetípico que está ejerciendo su presencia «sin nuestro consentimiento» (CASSIRER, 2013, 122).
Este razonamiento permitiría salvar la oposición primitivo/moderno; o mito/ciencia, y en el fondo, la formula tesis/antítesis, lo cual poseería un valor inestimable de desarrollarse dentro de contextos educativos, pero también para el conocimiento del hombre común. Este sendero ha sido recorrido por algunas mentes como Aby Warburg, cuyo legado ha sido celebrado en las paginas de la obra de Cassirer que hemos citado, lo cual, creemos que constituye un relato necesario para una época como la nuestra, en la cuál, el adelgazamiento del la fibra simbólica (y a la vez su insistente aparición por doquier en todos los aspectos de nuestra cultura) encuentren una marco de concepciones que nos permita visualizar un retrato fidedigno y rico en matices de nuestra humanidad, y del lugar que ostentan nuestras ideas en la realidad del mundo. Para este conflicto sobre la figura central en la discusión cosmológica de aquellos siglos, los símbolos, es decir, sus referencias, «cambian incesantemente, pero el principio que se halla en su base, la actividad simbólica como tal, permanece la misma» (CASSIRER, 2013, 115).
Es decir, se hace necesario que los estudios astronómicos y su avasalladora especialidad cedan a dialogar dentro de una perspectiva transdisciplinaria que sea capaz de trascender el contenido teórico para acompañar con un correlato que sea capaz de interpretar el código interno de aquellas ideas, con la finalidad de investigar el valor simbólico dentro del espíritu de una época. De esta manera, el contexto ampliado de la cultura podría ser enriquecido si aceptamos lanzar una mirada frontal al símbolo, que «parece ser la marca distintiva del ser humano. Los múltiples y constantes episodios del hombre con el mundo están mediados por un proceso bastante complejo de pensamiento identificado por Cassirer como sistema simbólico» (MORENO, 2016, 95). Esto permitiría crear espacios de diálogo interdisciplinario que pongan en tensión la epistemología, la filosofía y la estética para construir, por fin, un sistema de conocimientos que nos permita administrar nuevos materiales, y que permitan ampliar la noción de «pensamiento crítico», que se menciona como uno de los ejes más relevantes en los programas educativos y finalidad de la teoría pedagógica, en la formación de sujetos-ciudadanos, y, en fin, a proporcionar un sistema de herramientas que le permitan al hombre conocer más de si mismo y de su cultura.
Referencias
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CASSIRER, E. Filosofía de las formas simbólicas. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2013.
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FERNANDEZ MEDINA, La magia morisca entre el Cristianismo y el Islam. Granada: Editorial de la Universidad de Granada, 2014.
GRANADA, M.A. El umbral de la modernidad. Estudios sobre filosofía, religión y ciencia entre Petrarca y Descartes. Barcelona: Herder, 2000.
HARPUR, P. El fuego secreto de los filósofos. Girona: Atalanta, 2010.
KOYRÉ, A. Estudios de la historia del pensamiento científico. México D.F.: Siglo XXI, 1977.
KOYRÉ, A. Del mundo cerrado al universo infinito. México D.F.: Siglo XXI, 1999.
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MORENO HERNANDEZ, G. Ernst Cassirer: hacia una comprensión simbólica del lenguaje. AGORA - Trujillo, v.19, n.37, p. 89-119, 2016.
ORS MÁRQUES, C.; SANFÉLIX VIDARTE, V. Descartes: moral y política. Ingenium. Revista Electrónica de Pensamiento Moderno y Metodología en Historia de la Ideas v.11, p.119-133, 2017.
TESSICINI, D. Astrology, heliocentrism and the copernican question. Galilæana Journal of galilean studies, X, p. 219-236, 2013.
VERNET, J. Astrología y astronomía en el Renacimiento. Barcelona: El acantilado, 2000.
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Autor(a) para Correspondência: Alvaro Patricio JiménezVargas, Universidad de Barcelona.Carrer de Montalegre, 6, 08001 Barcelona, España. alvaro.jimenezvargas@gmail.com