Resumen: Junto a las reprimendas de Diógenes el Perro, la filosofía de la amargura de Émile Cioran y el neo-Cinismo de Peter Sloterdijk, se conformaría –en opinión del autor- un linaje Cínico que habla por sí mismo, pese a sus diferencias “doctrinales”, de la supervivencia hasta hoy de este verdadero paria de la filosofía. La conjetura que se sigue es que la noción de animalidad es el núcleo desde donde nace cada una de estas “filosofías Cínicas”. De esta laya, el Cinismo antiguo, o buena parte de él, reaparece en el neo-Cinismo de Sloterdijk, avituallado de una crítica tecnológica emparentada con las raíces “animalescas” de la secta de Diógenes.
Palabras clave:AnimalidadAnimalidad,CinismoCinismo,FilosofíaFilosofía,Neo-CinismoNeo-Cinismo,TecnologíaTecnología.
Abstract: Alongside the reprimands of Diogenes the Dog, the philosophy of bitterness of Émile Cioran and the neo-Cynicism of Peter Sloterdijk, there would be –in the author’s opinión- a Cynical lineage that speaks for itself, despite its “doctrinal” differences, of the survival until today of this true pariah of philosophy. The conjecture that follows is that the notion of animality is the core from which each of these “Cynical philosophies” is born. From this line, ancient Cynicism, or a good part of it, reappears in Sloterdijk’s neo-Cynicism, which is supplied with a technological critique related to the “animalistic” roots of Diogenes’ sect.
Keywords: Animality, Cynicism, Philosophy, Neo-Cynicism, Technology.
Artigos
Animales Cínicos
Cynical animals
Recepción: 28 Octubre 2020
Aprobación: 15 Enero 2021
Cuenta Diógenes Laercio de su tocayo de Sínope: “Viendo al hijo de una meretriz que tiraba una piedra a la gente, le dijo: «Mira no des a tu padre»” (DIÓGENES LAERCIO, 1999, p. 23).
Siendo francos, todos hemos querido ser Diógenes el Cínico. Vestidos con andrajos y comiendo de vez en cuando, las más de las veces animalejos crudos, todos hubiéramos querido que la historia nos recuerde como sabios entre sabios: irónicos, mordaces, marginales, avituallados solo de un candil y un palo a manera de báculo, aborreciendo a los hombres, buscando la felicidad. Diógenes de Sínope –el Perro-, con su afán de comer pulpo crudo y de orinar sobre quienes le arrojaban los huesos de un banquete, se impone en nuestra fantasía como el superhéroe ideal, ícono del contrasentido y, por lo mismo, de la máxima sensatez. Provistos de capa y una moderna linterna (y seguramente con una gran «D» estampada en el pecho), quisiéramos también ir por ahí buscando hombres buenos y volver por las noches a nuestro tonel, contentos de habernos reído en la cara de los sabiondos, reyezuelos y chapuceros que nunca faltan, menos aún en estos tiempos.
Me propongo en este trabajo, primero, discurrir acerca de si el Cinismo puede ser tenido o no como una filosofía animal2,. y segundo, discutir la posibilidad de que este verdadero paria de la filosofía, tuviera que decir hoy algo más que un mero comentario anecdótico sobre el hombre contemporáneo, en especial a partir de su convivencia con la tecnología. La hipótesis tenida en mente es que el linaje Cínico ha propuesto desde siempre una desconocida filosofía animal, y que, justo en medio de la posmodernidad, la relación del hombre con la tecnología pudiera ser perfectamente Cínica. Poco se puede afirmar con certeza sobre el origen del Cinismo. La célebre Vida de los más ilustres filósofos griegos, de Diógenes Laercio, parece ser la fuente más confiable donde hallar las primeras andanzas Cínicas, aunque, en cualquier caso, sabemos que no ha tenido una aceptación universal: “En general los estudiosos coinciden en que el texto en cuestión es una amalgama de diversas fuentes, cuyas orígenes e intenciones son divergentes, incluso al punto que no se trata de borrar las contradicciones entre ellas” (JERIA, 2017, p. 66). Lo innegable es que todo esfuerzo por aclarar estas primeras ideas, choca obligadamente con la propia práctica Cínica de precisamente no teorizar sus “dogmas” principales, y esto, por una razón bastante sencilla: ser Cínico significaba, ante todo, vivir el Cinismo, no enseñarlo. Seguiré, pues, la idea generalmente aceptada de que el fundador de esta escuela fue Diógenes de Sínope, o si se quiere, Diógenes el Perro, quien, según Little (2013), “enseñaba a vivir a la manera del perro, es decir, de forma natural, acorde a sus instintos y sin ninguna especie de pudor” (p. 187). En todo caso, no quiero dejar de consignar la importancia de Antístenes –el discípulo de Sócrates- en los inicios del Cinismo (hay varias fuentes que hablan de ello, considerándolo de hecho el primer Cínico). En este punto, prefiero seguir un canon un poco más “ortodoxo”, y situar en las correrías de Diógenes el Perro el verdadero inicio del Cinismo antiguo.
El artículo se organiza de la siguiente manera: primero, una introducción que presenta los antecedentes generales del problema; en segundo lugar, se discute el corpus teórico del trabajo, formado por las posturas de tres de los filósofos que considero indispensables en la historia del Cinismo: Diógenes de Sínope, Émile Cioran y Peter Sloterdijk, pensadores que, de un modo u otro, han sido fieles al gesto Cínico de importunar la verdad del establishment de moda, a cambio de aceptar de buena gana ser expulsados del “salón de honor” de la oficialité intelectual. Desde luego, podrá objetarse esta apretada selección de Cínicos célebres, objeción a la que, para ser francos, no tengo cómo responder3.. No obstante, es esta dificultad de amalgamar en un solo díctum las “teorías” de los escogidos, pero sobre todo su rictus de acritud filosófica, lo que puede presentarse –paradójicamente- como la mejor justificación de su inclusión en este estudio. Partiré con los griegos, intentando describir un cierto órganon del pensamiento Cínico.
Ante todo, y para poner en liza lo más flagrante del Cinismo, digamos que lejos de suponer una actitud fundada en una ética del engaño o la hipocresía, el Cinismo griego literalmente se enfrentó con las pretensiones académicas de una élite que se ufanaba de haber dado con la conexión irrefutable entre physis y lógos. Así, lo que caracterizó a los Cínicos del siglo VI a.C. fue precisamente un heroico y desafiante atrevimiento social y un firme comportamiento ético (FUENTES, 2016). De entre todas las anécdotas que cuenta Diógenes Laercio de su homónimo de Sínope, seguramente una de las más decidoras sea aquella que, bien leída, deja entrever la superioridad moral que los Cínicos creían poseer sobre el común de los mortales: “Refiere Menipo en La almoneda de Diógenes que, habiendo sido hecho cautivo, como al venderlo le preguntasen qué sabía hacer, respondió: «Sé mandar a los hombres». Y al pregonero le dijo: «Pregona si alguno quiere comprarse un amo»” (DIÓGENES LAERCIO, 1999, p. 13).
No repetiré acá las tan conocidas chanzas de Diógenes con los “iluminados” de Atenas, pero quisiera sí retener que la disputa, más que ontológica o epistemológica, para decirlo en la jerga de la tradición, pareció ser más bien antropológica (hay numerosas fuentes que lo indican), centrada en la pregunta por la verdadera naturaleza del hombre, y no en la del cosmos, preocupación casi exclusiva de los “físicos” de entonces. Se diría que los Cínicos no solo aborrecieron la idea de civilización –lo que explica sus radicales formas de convivencia social y de prácticas con su propio cuerpo-, sino propiamente la de humanidad, a tal punto que el mote de “perros” les sentaba bastante bien, amén de las conductas incivilizadas que practicaban por donde se les viere, por el modo de actuar salvaje y “rabioso” que solían tener. Volviendo a lo de la anécdota como estrategia, esta se materializó públicamente en la idea de performance, una suerte de puesta en escena que permitía mostrar al mismo tiempo el conocimiento, la ética y la estética Cínica, pero, además, en un entorno político determinado (el teatro, la Academia, el ágora). En cada performance, los Cínicos mostraban su parresía, su libertad de palabra, su coraje en decir la verdad. El filósofo Pablo Oyarzún (1996) sintetiza a la perfección esta vitalidad “teórica” del Cinismo:
Es enteramente verosímil que Diógenes y los cínicos sean los primeros en encarar esta experiencia en toda su radicalidad, los primeros en proponer un plan coherente y cabal de transformación del saber. Esta transformación implica lo que gruesamente podría describirse como una subordinación del saber a la vida, a una vida que se sabe ante todo descentrada y dislocada, amenazada en su consistencia elemental de sentido, apremiada a habérselas con su propia preservación en el descobijo de las verdades que una vez dieron la medida de su residencia. (p. 257)
De entrada, cabría discutir si la “escuela” Cínica debiera ser tenida o no como filosofía, polémica que, según sabemos, se instaló ya entre los propios contemporáneos de Diógenes. Sin ir más lejos, el propio Laercio “defendía que la filosofía cínica debía ser considerada también como una escuela de pensamiento y no sólo, según pretendían algunos, como un simple posicionamiento vital, una actitud práctica ante la vida” (FUENTES, 2016, p. 105). Por cierto, creo que sí lo es.
Sin embargo, tal afirmación requiere una mayor justificación, que vaya más allá de una mera conexión entre performance y verdad en lo tocante al filosofar. De nuevo Oyarzún nos da la clave, cuando –si entiendo bien su planteamiento- relaciona el modo Cínico (la anécdota por antonomasia) con una cierta vindicación política de la filosofía, que para el caso vendría a ser su exterioridad, su roce político, jurídico, ético con el entorno: “La anécdota es la exterioridad de la filosofía, es aquello que pertenece a la filosofía misma como su exterioridad. Por ello –nuevo giro- la anécdota filosófica rubrica la pertenencia de la filosofía a la exterioridad” (OYARZÚN, 1996, p. 44). La de Diógenes parece ser, más que cualquier otra cosa, una filosofía de la insolencia4.. ¿De qué otro modo comprender esta forma de vida –digámoslo derechamente- de mendicidad, que haría ver como aristócratas a los eremitas de Atenas, y que, si por un lado hacía de la indigencia su hábitat natural, por otro, daba a quien quisiera escuchar lecciones de sabiduría y máxima virtud?
Ahora, si en Diógenes prevalece la idea de una naturaleza primitiva que se constituye al mismo tiempo como libertad (y esto es una cuestión de suyo problemática, especialmente para las filosofías de la dualidad, como la kantiana o la hegeliana), queda claro que es el cuerpo y no la pólis el lugar de esta experiencia. Por eso Sloterdijk llamará a Diógenes “el patético de la naturaleza”, aludiendo justamente a lo formidable de su modelo de “abstención”: “Al contraponer Diógenes, según se dice, «la naturaleza a la ley», anticipó el principio de la autorregulación y limitó las intervenciones activas a una medida «natural»” (SLOTERDIJK, 2003, p. 754).
Lo que hizo el Cinismo antiguo fue reformular el registro del saber ateniense, mediante la invocación de una “nueva” relación entre animalidad y naturaleza. De ahí que surja como la mayor amenaza para la hegemonía del lógos y, por tanto, para el negocio de la sofística y de la administración política de la dialéctica. Dicha adhesión a la naturalización de la norma y la razón, definiría a la actitud Cínica como una especie de razón animal, fundada en una especialísima forma de apropiación del sentido del lógos. Forzando los términos: desde un lógos universal a un lógos particular. De nuevo me apoyo en Oyarzún (1996): “Si calibramos el alcance de lo dicho por Diógenes, el interés del rescate ontológico que éste promueve, se endereza a la singularidad del ser, que tiene su «marca distintiva» antes que nada en la corporeidad” (p. 288-289). Son varios los autores clásicos que comulgan con esta idea de animalidad radical:
Según Filodemo de Gadara, Diógenes defendía que los habitantes de la república cínica que imagina en su Politeia “se alimenten… de los que mueran… y disponen, no obstante, que no hay diferencia entre que sean enterrados o que queden sin sepultura…” (en Filodemo, Sobre los estoicos: Papiro Herculanense, nº 339, Col XI, 3, recogido en Los filósofos cínicos I, p. 273-276, § 191). (CASTANY, 2015, p. 239)
No sería exagerado decir que cuando hablamos de Cinismo, debemos abstraernos no solo de cómo se entendía el conocimiento, la política o la “estética” en la Grecia clásica, sino –dramáticamente- de cómo hasta ahora se había entendido qué cosa era el hombre en cuanto zoon politikón. Y esto incluye desde luego la propia imagen de Diógenes como hombre: “Seguir la definición aristotélica del animal político implica concluir que a Diógenes no podemos considerarlo un ser humano; y el hecho de que fuera un hombre, pero decidiera vivir al margen de lo político nos llevaría a considerarlo una bestia (¿un perro tal vez?), o un dios” (BAQUERO, 2019, p. 50). Aunque es una idea en la que los comentaristas no han profundizado, lo que habría detrás de este modo de vivir Cínico parece ser la pretensión de alcanzar la divinidad, de ahí que la noción de bien y de virtud esté siempre presente en sus reprensiones: «Lo divino es no necesitar nada, lo más próximo a lo divino el necesitar lo menos posible», pondrá Laercio en boca del Diógenes sinopense. Al respecto sostiene De Freitas (2012): “Pero la manera cómo el cínico intenta conseguir esta autosuficiencia, característica propia de la divinidad, es imitando a Heracles, el héroe que siendo hombre conquistó para sí la naturaleza divina” (p. 305). Por su parte, Onfray verá en el Cinismo la propagación de una idea privada de lo divino, una síntesis entre ascesis y divinidad: “La divinidad ya no mantiene una relación esencial con la Ciudad, sino con el individuo: ineficaz en cuanto al macrocosmos, es apropiada cuando se trata del microcosmos. Lo divino ya no es exterior al hombre sino consustancial a él” (ONFRAY, 2002, p. 74-75).
Probablemente, este perfil del Cinismo como filosofía animal quede mejor prefigurado en la versión de la muerte del propio Diógenes que reseña Oyarzún, y que presume la retención del aliento. “Este adelantarse a la muerte, que por supuesto no es su preparación, tampoco parece ser un anticiparla en la decisión –ésta, en vez de madrugar al destino, lo asume, lo apropia-, sino que tiene el aspecto de ser algo así como un ganarle las espaldas” (OYARZÚN, 1996, p. 395).
Aunque estudió filosofía, Cioran nunca se interesó por una vida académica de ningún tipo, y, si bien vivió de algunos de sus escritos, su mentalidad disonante, lindando en la amargura existencial, lo obligó a estar siempre lejos de los franceses (Derrida, Foucault, Deleuze, Barthes), con quienes compartió el plató de la filosofía continental. Como observa Espejo (2011), “Cioran nunca adoptó los gestos de ‘Filósofo’: se declaraba incapaz de constituir un pensamiento determinado, por más caótico que fuese al modo nietzscheano” (p. 1).
De entrada, digamos que Cioran, al igual que los Cínicos griegos, aunque guardando todas las diferencias filosóficas del caso, hizo del desarraigo y la libertad la condición esencial de su filosofar. Pocos pensamientos han sido tan negativos como el suyo: “El gran sí es el sí de la muerte. Puede uno preferirlo de varias maneras…” (CIORAN, 1998, p. 90). Romero lo plantea con una claridad encomiable: “Pero el denominado ‘vitalismo’ de Cioran reposa, en sentido estricto, sobre un mortalismo” (ROMERO, 2018, p. 92), refiriéndose al pensamiento de un joven Cioran, que ya consideraba a la muerte como un principio inmanente a nuestra vida. Curiosamente, al igual que muchos de los paladines Cínicos, en Cioran hallamos una marcada misantropía: “Quien no ha muerto joven, merece morir” (CIORAN, 1998, p. 134); o: “Mi divisa ha sido siempre y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad” (CIORAN, 1985, p. 138). En efecto, acota Lamfers (2017): “Cioran este străin de lume, ba chiar doreşte distrugerea ei. Ce se întâmplă în jurul lui nu îi pasă, pentru că fuge mereu de răspundere. El vrea să aibă parte numai de linişte, să nu fie deranjat” [Cioran es un extraño al mundo, incluso quiere destruirlo. No le importa lo que pasa a su alrededor, huye siempre de la responsabilidad. Quiere tener solo paz, no ser perturbado] (p. 303).
De cualquier manera, Cioran sí parece haber considerado a Diógenes digno de admiración filosófica, lo que ya es mucho decir del rumano. El siguiente es un fragmento de una conversación entre Cioran y Georg Carpat Focke, publicada originalmente en el Neuer Weg de Bucarest en abril de 1992:
Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los Cínicos en general. Esa unidad desapareció posteriormente. Yo me digo que la Universidad liquidó la filosofía. […] La filosofía debería ser algo personalmente vivido, una experiencia personal. Debería hacerse filosofía en la calle, imbricarse la filosofía y la vida. (cit. en BAQUERO, 2019, p. 38)
Ahora, si hacemos caso a Sloterdijk cuando dice que “el pensar cínico sólo puede aparecer allí donde han sido posibles dos puntos de vista de las cosas, uno oficial; otro no oficial; uno cubierto y otro desnudo…” (SLOTERDIJK, 2003, p. 328), el pensamiento de Cioran pareciera perfectamente Cínico. Leemos en La tentación de existir:
Tras tanta impostura y tanto fraude, es reconfortante contemplar a un mendigo. Él, al menos, ni miente ni se miente: su doctrina, si la tiene, la encarna él mismo; no le gusta el trabajo y lo prueba; como no desea poseer nada, cultiva su desprendimiento, condición de su libertad. Su pensamiento se resuelve en su ser y su ser en su pensamiento. (CIORAN, 1972, p. 3)
Mas, el pensamiento trágico de Cioran, aquel que lo hace avergonzarse de existir, que lo lleva a sentirse preso, por lo mismo, de una doble miseria ontológica, por un lado, la de no poseer como minúscula partícula del universo la omnipresencia del ser, y, por otro, la de no poder participar de la absoluta insignificancia de la nada, ese pensamiento que pone en el centro de la condición humana la idea de enfermedad, parece en todo caso transformar, a su vez, la propia transvaloración Cínica ejecutada sobre el concepto de naturaleza. Dirá en Breviario de podredumbre: “Pues nuestro destino es pudrirnos con los continentes y las estrellas, pasearemos, como enfermos resignados, y hasta el final de las edades, la curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano” (CIORAN, 1998, p. 146). Vista así, la naturaleza de Cioran sobrepasa la condición humana. La existencia que le preocupa, sobre la que discurre en las noches de insomnios, es la existencia cosmológica, bastante más cercana a la religiosidad pagana prehelénica. No es, pues, de extrañar la observación de Cuesta, de que por mucho que coincidan Cioran y los Cínicos en la noción de una felicidad animal que se enfrenta a la desdicha humana, en el filósofo de Rășinari prima la idea de una felicidad irracional mucho más radical todavía:
El rumano, en su negatividad, va aún más allá y considera más perfecto al ser que no sólo carece de conciencia, sino también de sensación; el modelo no es ya el animal, sino la planta o el mineral, de acuerdo con la visión búdica de la aniquilación del “yo” y del dolor, y de la salvación en el vacío. (CUESTA, 2009, p. 129)
¡De modo que mejor lo haríamos en este mundo siendo un pedazo de mineral! Lejos de cualquier pretensión de unificar su pensamiento, Cioran es consciente de que sus ideas sobre la vida solo pueden ser capaces de expresar, con suerte, lo insignificante de esa fracción de existencia. En él aflora una filosofía del instante, alejada de cualquier afán de continuidad o movimiento, como pudiera ser, por ejemplo, la noción nietzscheana de devenir: “En cuanto se dejaba arrastrar demasiado por una experiencia que no expresara la nada, se denunciaba, culpable de haber caído en pretextos e ilusiones para vivir” (ESPEJO, 2011, p. 3). Pero lo decisivamente Cínico en Cioran, aquello que logra emparentarlo de verdad con el Cinismo antiguo –creo yo-, es su desprecio por una condición humana que fagocita lo animal, por la arrogancia de un ser humano que se ha puesto en un escalafón superior en la escala de la vida. Un ser humano “en descomposición”. Lo que quiero decir es que, así como en Diógenes, la idea de animalidad debiera entenderse en Cioran como fundamento de lo viviente, donde no hay cabida, salvo a partir de lógicas de dominación o de exterminio, para elevar al hombre como cabeza de ningún reino o de ninguna especie. La referencia a lo animal es literal:
Así, plantea diversas imágenes de convivencia con la animalidad en la propia subjetividad, desde estados de ánimo como el aburrimiento (“ese león marino abúlico soy yo. Por eso me persigue y me obsesiona”), pasando por la desolación que expresan los ojos de un gorila (“desciendo de su mirada”), hasta el deseo de querer adoptar cada día una forma diferente de vida animal o vegetal. (ROMERO, 2018, p. 106)
De modo que incluso en el corazón de la animalidad, Cioran se verá a sí mismo como un espécimen ajeno a la manada, experimentando –o al menos intentando hacerlo- la mayor y la peor de las descomposiciones: preferirá deambular “por la periferia de la Especie como un monstruo temeroso” (ROMERO, 2018, p. 106). Sobre Diógenes, dirá que Platón debió llamarle mejor «Sócrates sincero» (CIORAN, 1998, p. 108). Y agregará: “Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre” (CIORAN, 1998, p. 108). Estas bellas palabras de Romero parecen hacer justicia a la recepción de Diógenes en su meditación: “(…) podemos referirnos a Cioran en términos similares a los que éste usaba sobre Diógenes. Pero el monstruo ahora es un lobo, y los aullidos del lobo Cioran atraviesan toda su obra” (ROMERO, 2018, p. 98).
Quisiera concluir esta breve exégesis incorporando el interesantísimo comentario de Porte (2010), para quien, viendo en la filosofía del rumano-francés una especie de paralelismo invertido con los Cínicos antiguos, Cioran habría elegido separarse de su tarea “frente a la ciudad” para dedicarse a existir en la prueba del ascetismo cualquier episodio de la vida, por muy anecdótico o insignificante que pudiera parecer. Cito en extenso:
Le choix assumé de suspendre tout choix, pour ce qui est de Cioran, choix existentiel dépourvu de concept préalable, inaugure la volonté d’incorporer le vouloir dans l’éthique. Par le saut d’un stade à l’autre, de l’esthétique à l’éthique puis de l’éthique à la mystique, l’individu anonyme, assumant le choix de l’éthique, donne sa chance à l’absolu de s’épanouir dans son propre destin [La supuesta elección de suspender cualquier elección, en lo que se refiere a Cioran, una elección existencial desprovista de cualquier concepto previo, inaugura la voluntad de incorporar el querer a la ética. Saltando de un estadio a otro, de la estética a la ética, luego de la ética al misticismo, el individuo anónimo, asumiendo la elección de ética, da al absoluto la oportunidad de florecer en su propio destino]. (PORTE, 2010, p. 77)
Aun cuando el ensayo Ira y tiempo (2006) pudiera encasillarse dentro de la filosofía del derecho, el tratamiento que Sloterdijk hace ahí de la ira, como concepto central, que cruza desde Homero hasta el fundamentalismo islámico actual, lo perfila con cierta claridad en la línea de una exégesis del Cinismo. Lo que hace aquí Sloterdijk es restituir a la emoción de la ira el lugar central en la historia del hombre, lugar que habrían usurpado, entre otros, el platonismo y el psicoanálisis, y a los que yo agregaría la phrónesis aristotélica por la vía del lógos. De esta manera, la ira, o thymos, es vista por Sloterdijk como un movimiento genuino de libertad y de desenvolvimiento político. Correspondería, además, al pathos del héroe antiguo, esa especie de ícono de las virtudes político-guerreras que paulatinamente fueron transformándose en cualidades ciudadano-burguesas de la pólis. Al igual que en Cioran, para Sloterdijk la figura de Diógenes tampoco pasa desapercibida. De hecho, habría en el sinopense una evidente vindicación del binomio verdad/razón:
Diógenes inaugura el diálogo no-platónico. Aquí Apolo, el dios de las iluminaciones, muestra su otra cara, la que Nietzsche no percibió: como sátiro pensante, como verdugo, como comediante. Las flechas mortíferas de la verdad penetran allí donde las mentiras se ponen a cubierto tras autoridades. (SLOTERDIJK, 2003, p. 177)
Precisamente es en su ensayo Crítica de la razón cínica (1983), donde Sloterdijk entregará, por así decir, una genealogía más propia del Cinismo. Leemos ahí:
Es preciso haber tomado primero en serio y sin reservas estos ideales para poder llevar a cabo el drama de su revocación satírica a través de la resistencia quínica, así como la tragicomedia de su autonegación a través del cinismo serio de la voluntad de poder y de beneficio. (SLOTERDIJK, 2003, p. 760)
El texto es una crítica a la posmodernidad, a la que Sloterdijk describe como transida de prácticas deformatorias del Cinismo antiguo. Este “falso” Cinismo, dice el filósofo de Karlsruhe, muestra a un establishment económico, político y mediático en un intento por practicar en la vida privada cierta forma de autarquía (su supuesto Cinismo), pero al mismo tiempo, comportándose “para las cámaras” con disimulado oportunismo. No es de extrañar, pues, que para Kudriavtseva (2014) el Cinismo actual tenga tintes de una mala broma:
But in modern society Cynic is massive and, in fact, finds a ready response: all kinds of “humorists, satirists,” have an enormous success, through humor, “below the belt”, joking about gluttony, sex, physiological release, using obscene language, which is entirely tied to the physiology of “below the belt” [Pero en la sociedad moderna, el cinismo es masivo y, de hecho, encuentra una respuesta lista: todo tipo de “humoristas satíricos” tienen un enorme éxito, a través del humor “debajo del cinturón”, bromeando sobre la gula, el sexo, la liberación fisiológica, usando un lenguaje obsceno, completamente atado a una fisiología “debajo del cinturón”]. (p. 1285)
El cientificismo post helénico, al que el filósofo llama metonímicamente Gaya ciencia, inaugura la “falsa seriedad de la filosofía”: “Con ello comienza la resistencia satírica de la existencia instruida conceptualmente frente al concepto pretencioso y a la enseñanza que se ha hinchado hasta hacerse forma de vida” (SLOTERDIJK, 2003, p. 746). Como sea, la filosofía también es culpable de esta transgresión del modelo Cínico. A decir de Sloterdijk: “El pensamiento filosófico se ofrece hoy en un mercado de autointegraciones superadoras y se precipita en su celo por dar satisfacción a los realismos irónicos, pragmáticos y estratégicos” (SLOTERDIJK, 2003, p. 747). Ahora, una conexión más eminente de Sloterdijk con esta “animalidad Cínica”, la encontramos en su idea de antropotécnica. Si esta es la “verdadera naturaleza del hombre”, en el sentido de que lo que nos define es nuestra relación con la técnica como sistema de entrenamiento, especializado en la tarea de sobrevivencia, no queda, piensa Sloterdijk, sino aspirar a la “mejora de uno mismo”. En efecto, la hipótesis antropotécnica le permite a Sloterdijk armar una completa teoría de la biotecnología (un híbrido entre biopolítica y antropología), cuyo punto más controversial ha resultado ser la noción de mejora genética, sugerida en sus Reglas para el Parque Humano (1999). Allí sostuvo el alemán:
Si el desarrollo a largo plazo llevará también a una reforma de las propiedades de la especie, si una antropotecnología venidera ha de avanzar hasta un planeamiento explícito de los caracteres, o si llegará la humanidad como especie a una inversión del fatalismo del nacimiento que lleve al alumbramiento opcional y la selección prenatal, son todas éstas preguntas que, como siempre vaga e inseguramente, el horizonte de la evolución comienza a alumbrar ante nosotros. (SLOTERDIJK, 2007, p. 16)
Según esto, la teoría antropotécnica parece fundarse en una idea de materialización de la autoafirmación del individuo, idea que, hasta donde vemos, no descartaría la tesis de la crioconservación. Lo que intento decir es que el humanismo que rescata Sloterdijk, como bandera de su proyecto posthumanista, parece ser en realidad una inusitada filosofía animal, en el sentido de un reconocimiento expreso de que el hombre (quien se las ha tenido que ver con la naturaleza por medio de una serie de dispositivos inmunitarios que Sloterdijk llamará esferas) ha debido conectar cuerpo humano y cuerpo textual para la construcción del cuerpo político (MORAÑA, 2019, p. 29). De este modo, contra lo “políticamente correcto”, Sloterdijk verá en el humanismo no un conjunto de ideas, valores y repertorios canónicos, sino una serie de prácticas, un proceso metodológico, una tecnología (MORAÑA, 2019, p. 29), que permitirá nada más y nada menos que la conservación de la especie. Aquí radica justamente su talante Cínico: en el atrevimiento –mordaz o no- de dar al traste con la idea de humanismo como Sanctasanctórum de la modernidad. Sloterdijk propone algo parecido a una nueva genealogía de los valores, que intenta resolver por medio de su antropogénesis la cuestión nietzscheana pendiente. Escribe en Reglas para el Parque Humano:
Cuando Zaratustra cruza la ciudad en la que todo se ha vuelto pequeño, descubre el resultado de una política de buena crianza hasta entonces exitosa e incuestionada: le parece que, con la ayuda de una unión destinada de ética y genética, los hombres se las han arreglado para criarse en su pequeñez. (SLOTERDIJK, 2007, p. 14)
La trampa se cierra, parece decir el filósofo, solo en la medida en que el proyecto humanista –el de cuño heideggeriano- nos aparezca como el único posible y verdadero. En palabras de Triviño (2018):
Se trata de una reflexión de antropología histórica desde la incipiente formación de los invernaderos pre-humanos hasta el advenimiento monstruoso y peligroso en el claro del mundo en perspectiva onto-antropológica, por más extraño que esto nos pueda sonar. (p. 180)
Subrepticiamente, su filosofía animal queda convertida en una moderna filosofía de la técnica. Como sostiene el mismo Triviño (2018) asociando mundo primitivo y artificialidad:
Sloterdijk aborda el problema en el mundo primitivo en clave antropogenética, es decir, quiere pensar el tránsito de un entorno natural al mundo mediado por el distanciamiento causado por la técnica, un entorno artificialmente producido. La función de este mundo artificial no es otra que la crianza y domesticación de seres humanos. (p. 181)
Sin embargo, las Reglas para el Parque Humano dejan planteada una serie de preguntas. ¿Hasta qué punto la posibilidad de una antropotécnica liberal que permita el mejoramiento de nuestra especie vía manipulación genética u otro procedimiento responde efectivamente al ideal Cínico? ¿Puede hablarse de Cinismo bajo la idea de una eugenesia liberal, siguiendo el principio de una ética de la compasión, como lo propone Hans Jonas? ¿Y, de esta laya, la protésica nazi o el sistema de formación orgánica de Theodor Lüddecke –ambos bien documentados en la Crítica de la razón cínica-, pueden ser tenidos como prácticas aceptables en el Cinismo antiguo?
Se puede o no tomar partido por la ofensiva pragmática de Sloterdijk, pero ese no es el punto. Lo que habría que zanjar es si detrás de sus arcabuces contra el “semi-socialismo” de la “cleptocracia estatal”, se parapeta o no un cierto linaje Cínico. Todo indica que sí, que su propia crítica al pretendido “Cinismo de consorcios” es la mejor prueba de ello. Si el Cínico griego era extravagante y provocador, algo así como un striper de la virtud ateniense, la desinhibición psicopolítica de Sloterdijk parece ser, si no lo mismo, algo muy parecido. Como subraya Meaney (2018): “He celebrated the direct way that Diogenes made his points –masturbating in the marketplace, defecating in the theatre- and suggested that the answer to his generation's malaise was to repurpose the spontaneous currents of sixties counterculture” [Celebró la forma directa en que Diógenes expresó sus puntos –masturbándose en el mercado, defecando en el teatro- y sugirió que la respuesta al malestar de su generación era reutilizar las corrientes espontáneas de la contracultura de los sesenta] (p. 3).
Hay, sin embargo, otro aspecto que parece conectar el pensamiento del ensayista de origen neerlandés con la doctrina Cínica y que usualmente pasamos de largo: el impacto de su crítica en el entorno. En efecto, en el último lustro son pocos los grupos o sectores de la sociedad que han resultado “ilesos” ante su fuego no convencional. El Estado acreedor, las élites políticas, los yihadistas, buena parte del periodismo, la misma Unión Europea, Trump, Bolsonaro, el “creditismo”, en fin, dondequiera que abunde “l’embrassade entre des menteurs qui se défendent contre des attaques terroristes et des cyniques qui professent la violence comme s’ils commettaient des actes sacrés” [el abrazo entre mentirosos que se defienden de ataques terroristas y cínicos que profesan la violencia como si estuvieran cometiendo actos sagrados] (DE RUBERCY, 2019, p. 10).
He querido sugerir hasta aquí, mediante una breve exégesis del pensamiento de los tres “ilustres” Cínicos considerados en este estudio, que el Cinismo, como forma de pensar, sentir y vivir el mundo “como un perro”, es decir, como símbolo de lealtad y de exterioridad a la pólis, no solo no ha desparecido del espectro filosófico mundial, sino, muy por el contrario, reaparece en el neo-Cinismo de Sloterdijk, avituallado de una crítica tecnológica emparentada con las raíces “animalescas” de la secta de Diógenes. El Cinismo antiguo se expresó “técnicamente” a través de una performance destinada a horadar la hipocresía y convencionalismos de la pólis (podríamos decir hoy, su doble estándar). De este modo, las chanzas burlescas, las artes amatorias y masturbatorias, y los comportamientos semejantes a los de las alimañas con las que vivían sus adeptos, transforman al Cinismo antiguo en una filosofía de la insolencia. Al mismo tiempo, el bestialismo Cínico alcanzó literalmente cada una de las dimensiones de la ascesis de los filósofos perros: la ético-estética, la política y la epistémica, pero especialmente la antropológica. Así, los Cínicos delimitaron las necesidades humanas básicas a través del sentido común y de un proceso de comparaciones interculturales y entre especies, deseos considerados perversos por la Atenas civilizada, pero que sin embargo se practicaban ampliamente entre otros pueblos u otras especies (SHEA, 2010, p. 116). Esta performance Cínica coincide con el instante de vacío de Cioran, quien, al igual que los seguidores de Diógenes, consideró el desarraigo y la libertad como expresiones primordiales de su filosofía de la amargura, o si se queremos ser más punzantes, de la catástrofe. Para el filósofo rumano-francés, la animalidad es la esencia de lo viviente, a tal punto que, parafraseando a Romero (2018), el hombre de Cioran es básicamente el animal que no quiere dejar de ser animal. Sin embargo, queda enredado en la filosofía de Cioran un cierto tufillo de inverosimilitud. Y esto no tiene nada que ver con las críticas recurrentes a su decisionismo retórico o a su repulsión a la argumentación. Más bien conecta con esa idea de la verdad como acción, propia de los Cínicos antiguos y que, en el caso de Cioran, parece no funcionar del todo, al menos si concordamos con Alcoberro (2011) en que si uno no cree en el sentido de nada no puede creer tampoco en el lenguaje, y si es honesto, solo le queda la opción de callar. En cuanto a Sloterdijk, a propósito de su reformulación ontológica y antropogenética, sería más apropiado hablar de una filosofía animal sofisticada, donde la tecnología parece asumir la potencialidad de ser una prolongación artefactual o artificial de nuestro cuerpo. Sin embargo, el neo-Cinismo de Sloterdijk también ha dejado ver a la pólis contemporánea, y con ella, a los modernos sofistas de Atenas y Corinto. Cabría mejor, entonces, tildar al neo-Cinismo de Sloterdijk como Cinismo mediático, el mismo que, como apunta Kudriavtseva (2014), acorraló a los europeos modernos, quienes, pontificando sobre las teorías de la Ilustración y una ética universal, en la práctica actúan como si fueran dueños de un conocimiento superior.