Resumen: Teniendo en cuenta las principales objeciones que se le han planteado a la problematización ética de Michel Foucault, en el presente trabajo proponemos reconstruir dos motivos para pensar su dimensión afirmativa: la cultura y el “combate de las formas”. La cultura como objeto de crítica y transformación posible y las formas como relevo histórico de los universales, ideales y trascendentales, son referencias constantes en el pensamiento de Foucault que, recuperadas a la luz de los planteos y aportes teórico-metodológicos de sus últimas indagaciones, permiten reunir la faz crítica de la genealogía con la orientación propositiva del arte de vivir. Planteando la relación entre verdad y poder como disposición característica de nuestra cultura y precisando una constitución polémica del ethos que enlaza indefectiblemente con las configuraciones de la vida en común, indicaremos los aportes e inquietudes que se abren para continuar pensando la problematización ética de (y a partir de) Foucault.
Palabras clave:FoucaultFoucault,CulturaCultura,FormasFormas,Polémica del ethosPolémica del ethos,Vida en comúnVida en común.
Abstract: Taking into account the main objections posed to Michel Foucault´s ethical problematization, in the present paper we propose to reconstruct two topics that contribute to think it´s affirmative dimension: culture and the “combat of forms”. Both culture as an object of critique and possible transformation, and the forms as historical substitutes for universals, ideals, and transcendentals, constitute constant references in Foucault´s thought that, in the light of the explanations and theorical-methodological specifications provided by his lasts enquiries, allow to clarify the connection between the genealogy´s critical strand with the affirmative orientation of the art of living. Proposing the truth-power bond as a characteristic disposition of our culture, and specifying a polemical constitution of ethos which shows an indefectible bond with the configurations of the life in common, we will indicate the contributions and the questions that emerge to go on thinking (from) Foucault´s ethical problematization.
Keywords: Foucault, Culture, Forms, Polemical ethos, Life in common.
Artigos
La cultura y el “combate de las formas”. Claves para pensar la dimensión afirmativa de la ética foucaultiana
Culture and the “combat of forms”. Keys to think the affirmative dimension of foucault´s ethics
Recepción: 02 Enero 2021
Aprobación: 11 Abril 2021
Estudios recientes que replantean la discusión sobre el carácter normativo singular o no normativo de la crítica genealógica de Foucault (Lorenzini, 2020; Mascaretti, 2019; Han-Pile 2016; Mayes, 2015), dan cuenta de que las exégesis sobre su problematización ética no han dejado de atender a las objeciones que desde los ochenta –a partir de las críticas de Fraser (1981,1985), Habermas (1986, 1993), Taylor (1984) y Wolin (1986)– las han tensado entre la ausencia de fundamento para las resistencias, el retorno al Sujeto o un repliegue individualista.
Sin embargo, la publicación en los últimos años de los cursos en el Collège de France faltantes entre 1979 y 1982, Del gobierno de los vivos (1979-1980) y Subjetividad y verdad (1980-1981), así como la de otras conferencias dictadas por el profesor por la misma época, han aportado no sólo aclaraciones teórico-metodológicas para reconsiderar la articulación entre la política y la ética en su pensamiento, sino también precisiones conceptuales sobre la relación entre subjetividad y verdad. Aunque sin resolver del todo aquellas tensiones, nociones como las de “gobierno” y “régimen de verdad” adquirieron todo su espesor teórico al mostrar, precisamente, que su comprensión ya no remitía sólo a la crítica genealógica, sino que incorporaba y exigía atender a la labor afirmativa abierta por una ontología de nosotros mismos cuyo propósito es la configuración reflexiva de un bios.
En este marco, pueden recuperarse dos motivos cuya presencia es constante en el pensamiento de Foucault, aunque el profesor no los ha tematizado específicamente, que permiten a nuestro entender componer la tarea histórico-crítica con la orientación afirmativa hacia la diversificación de las formas de vida, iluminando concretamente su contenido. A saber: la cultura como objeto de crítica y transformación posible, y lo que el profesor ha mencionado como “el combate de las formas”, entendiendo éstas últimas como las maneras de ver, decir, hacer y pensar que resultan decisivas de aquello que decimos, pensamos, hacemos (FOUCAULT, [1982] 1994a, p. 220).
Motivo de crítica y apuesta, la cultura aparece como un referente continuo de las indagaciones foucaultianas: desde la inquietud que enuncia en la década del sesenta en torno a realizar “una suerte de etnología de la cultura a la que pertenecemos” (2013a, p. 86), hasta la interpelación por “crear cultura” en sus intervenciones de actualidad en los años ochenta (2013b, p. 119). El “combate de las formas” es una expresión que el profesor utiliza en un escrito de 1982, precisamente para señalar que una cultura no se apega más a sus valores que a sus formas, constituyendo éstas un “destacado objeto de disputa moral, estética y política” (1994a, p. 220). Reconstruyendo estos motivos a la luz de la práctica histórico-filosófica de Foucault, así como atendiendo a elucidaciones proporcionadas por las publicaciones antes mencionadas, nos proponemos en el presente trabajo considerar sus aportes para pensar, en el marco de la problematización ética, la reunión de la faz crítica con la disposición afirmativa. Planteando la posibilidad de concretar tal articulación en una configuración del ethos que especificaremos como polémica, precisaremos que la recreación de las formas de vida no puede desarrollarse concretamente sino en vinculación con las estipulaciones y posibilidades de la vida en común.
En la exposición que sigue, delinearemos en primer lugar una caracterización de la cultura en el pensamiento de Foucault a partir de la reconstrucción de su mención en sus planteos metodológico-problemáticos. En segunda instancia, consideraremos la idea del “combate de las formas” procurando clarificar su sentido en relación con la tarea histórico-crítica que el profesor desarrolla y su vínculo con el tema de las formas de vida. Por último, a modo de compendio de los puntos anteriores y a guisa de conclusión, puntualizaremos los aportes de la atención a la cultura y las formas para repensar la problematización ética foucaultiana en sus aspectos críticos y afirmativos a partir de una configuración del ethos que puede articularlos.
Si bien Foucault no se ha ocupado de precisar una definición de cultura hasta sus últimas indagaciones en que propone una caracterización en torno a la “cultura de sí” estoica (2008, volveremos sobre ello), algunas lecturas han indicado su consideración por parte del profesor fundamentalmente en dos cuestiones: la recepción de la filosofía de Nietzsche y la particularidad de su enfoque en relación y diferencia con el trabajo de los historiadores.
Por un lado, Milchman y Rosenberg (2007) proponen que tanto en el filósofo alemán como en Foucault, la transformación de sí en el seno de la búsqueda de nuevos modos de vida, constituye precisamente el correlato de la tarea de diagnóstico de la “crisis cultural” que ambos problematizaron en términos de la muerte de Dios y del Hombre. En la misma línea y comparando la aproximación a Nietzsche que realizan Deleuze y Foucault, Grace indica que éste último lo lee en tanto “historiador de la cultura”, lo cual se encuentra ligado a su definición de la tarea filosófica como una genealogía del presente que puede entenderse como una “ontología de la cultura” (2014, p. 114). Por otro lado, Burke (1990) señala que la crítica de Foucault a la idea empobrecida de realidad que suponen ciertos historiadores, ejerció considerable influjo en la orientación hacia la historia cultural en la escuela de los Annales; cuestión subrayada por O´Brien entendiendo que el principal interés histórico-genealógico de Foucault radicó en desentrañar la “formación cultural” a partir de la relación entre poder y saber, constituyendo su principal legado la metodología para construir “una historia política de la cultura” (1989, p. 44-46). Desde una lectura más amplia, Morey (2014) entiende que la “ficción” histórica que propone Foucault para analizar el presente de nuestra cultura, constituye una posibilidad para contradecir las ficciones del orden burgués.
Ambas cuestiones, la lectura de Nietzsche y la particularidad del enfoque histórico, se componen al considerar que la deuda teórica que Foucault reconoce respecto del filósofo alemán radica en gran medida en la perspectiva histórica que asume como hilo conductor del trabajo filosófico. Sin volver aquí sobre el tratamiento de tal recepción y ensayando en cambio una reconstrucción de la noción de cultura en las indagaciones foucaultianas, puede notarse que en las redefiniciones que va efectuando el profesor de su tarea histórica, analítica y crítica, la mención de la cultura como horizonte de referencia resulta en efecto constante.
Al recapitular en conjunto sus “experimentaciones descriptivas” de los años sesenta, Foucault aduce una misma inquietud y tarea: estudiar “los hechos que caracterizan a nuestra cultura”, “analizar sus condiciones formales para criticarla […] para ver cómo pudo efectivamente constituirse” (2013a, p. 86-87). El trabajo arqueológico buscaba exhumar las particiones fundantes de la cultura, sus exclusiones y rechazos a través de las “experiencias-límites” (1994b, p. 161-162), tanto como las posibilidades que el desgaste conjunto del humanismo, la antropología y la dialéctica abrían para una “nueva cultura no dialéctica” (2013c, p. 187). “Nueva cultura” entendida por Foucault (2013d) como un modo de pensamiento centrado en las prácticas –sus formas de racionalidad, reglas y juegos de dependencias- donde antes se recurría a necesidades ideales, a la conciencia o al sujeto en tanto operadores universales de todas las transformaciones, así como a verdades trascendentes como fondo último de la reflexión filosófica.
La “dinástica del saber”, siguiente paso entre la arqueología y la genealogía, permitía avanzar desde la perspectiva descriptiva a “la relación que existe entre los tipos de discursos que podemos observar en una cultura y las condiciones históricas, económicas, políticas de su aparición y su formación” (FOUCAULT, 1994c, p. 406), evidenciando así aquello que había permanecido “más escondido, oculto y profundamente enraizado en la historia de nuestra cultura: las relaciones de poder” (2010a, p. 502). Recuperando con la labor genealógica la contingencia histórica ínsita en lo dado como necesario, el diagnóstico de la “coyuntura cultural” que atraviesa para Foucault “las instituciones políticas, las formas de la vida social, las prohibiciones y constricciones diversas” (2013e, p. 77), se afianza en dirección crítica: “mostrar que lo real es polémico” (2012a, p. 122. Cursiva nuestra).
Finalmente, cuando la genealogía se hace ontología histórica de nosotros mismos, la relación entre verdad y modos de sujeción y subjetivación, eje “en torno al cual ha girado toda la cultura occidental” (2010b, p.1040), constituye para Foucault una trama histórica constantemente reproducida y reformulada, pero también incesantemente disputada. El ethos filosófico que interroga la relación con el presente desde “una crítica permanente de nuestro ser histórico” se define asimismo positivamente en términos de las “transformaciones bien precisas” en los modos de pensar, relacionarse y percibir la realidad que constituyen el trabajo de la libertad en las prácticas concretas (2010c, p. 986-987).
Componiendo esta serie de observaciones en una caracterización comprensiva, puede apreciarse que Foucault entiende la cultura como el conjunto de relaciones prácticas y teóricas que definen constricciones, normas y regulaciones diversas; como la configuración histórica de la articulación entre saber y poder en los discursos y modalidades prácticas que traman la existencia social, pero a su vez como modos de pensamiento, actividad, percepción, sensibilidad (2010d); formas de relacionarse y dar lugar a estilos de existencia (2013f). El diagnóstico arqueológico y la polémica genealógica de lo real, nos remiten entonces a la cultura como trasfondo en el cual se inscriben las dos grandes indagaciones problemáticas que constituyen el objeto de la tarea histórico-filosófica: la relación entre verdad y poder y la relación entre verdad y subjetividad; reunidas por Foucault en la ontología histórico-crítica al definir la experiencia justamente como “correlación, en una cultura y momento dados, entre dominios de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad” (2003, p.8. Cursiva nuestra). En la indagación de ambas relaciones puede considerarse entonces cómo y por qué tal referencia a la cultura adquiere relevancia.
Asumiendo la relación entre verdad y poder iluminada por Nietzsche, Foucault la elabora de manera propia y acabada en la idea de “régimen de verdad”. Según las dos acepciones que le ha dado, tal régimen comprende “la política general de la verdad” entendida como los mecanismos e instancias a través de los cuales se ordena socialmente la economía de los discursos verdaderos –en su incitación política, utilidad económica, centralización científica– (2010e), tanto como “lo que determina las obligaciones de los individuos en lo referido a los procedimientos de manifestación de lo verdadero” (2014, p.115). Para el profesor, en tal determinación
tocamos una cuestión fundamental y que es, diría, la cuestión de Occidente: ¿qué es lo que ha hecho que toda la cultura occidental se haya puesto a girar alrededor de esa obligación de verdad, que ha tomado todo un cúmulo de formas diferentes? Siendo las cosas como son, nada ha podido mostrar que podemos definir una estrategia exterior a ello. Efectivamente, en ese campo de obligación de verdad nos podemos desplazar, de una manera u otra, algunas veces, contra los efectos de dominación que pueden estar ligados a estructuras de verdad o a instituciones encargadas de la verdad (FOUCAULT, 2010b, p. 1040-1041)
Vinculado con ello, el análisis de la relación entre régimen de verdad y modos de sujeción y subjetivación, debe apartarse para Foucault de “la sacralización de lo social como sola instancia de la realidad” (1994d, p. 180). El debate con los historiadores en el cual discute la idea empobrecida de realidad aludida por Burke, resulta muy rico justamente en precisiones en torno al campo al que apunta una indagación histórica del saber, el poder y la constitución de los sujetos, que se diferencia de la historia de las ciencias, que no toma como eje las instituciones y que tampoco busca “entender una «sociedad» en «el todo» de su «realidad viviente»” (FOUCAULT [1978] 1982, p. 71). Aquí el profesor aclara que se trata de analizar no la sociedad sino “regímenes de prácticas”, en los cuales se articulan lo que se dice y lo que se hace, las reglas y razones, los proyectos y evidencias; pudiendo así enfocar la relación entre la codificación de los comportamientos y los discursos verdaderos ya no en clave ideológica sino en su aspecto práctico o técnico, es decir, retomando “el tema de la genealogía de la moral” desde “las transformaciones de las tecnologías morales” (ídem: p. 57-59).
Reuniendo entonces estas observaciones problemáticas con la reconstrucción de la óptica metodológica previa, puede entenderse que la cultura asume un papel de relevancia en tanto proporciona el marco concreto de referencia sobre el que se apoya y al que apunta Foucault al desplazarse de otros tipos de análisis para considerar las determinaciones histórico-actuales de la existencia social. Es decir, de la misma manera que su entendimiento relacional y productivo del poder le permitió apartarse de la centralidad del Estado y las explicaciones en términos de superestructura e infraestructura económica, la cultura como relevo de la “totalidad social” le permite interrogar los “focos de experiencia” donde se articulan las prácticas de veridicción, los procedimientos de gubernamentalidad y las pragmáticas de sí, por fuera de los análisis en términos de ideología, historia de la mentalidades o las representaciones (FOUCAULT, 2010f, p.18). De este modo, en el seno de la tarea histórica de Foucault, la cultura puede especificarse como el marco de inteligibilidad de un conjunto de estipulaciones comunes, entre las cuales se halla la relación entre verdad y poder; esto es, que la vinculación entre ambos, entre régimen de verdad y procedimientos de gobierno, puede pensarse como disposición característica de nuestra cultura – dado que no es un arquetipo ideal ni un trascendental.
La relación entre verdad y poder entendida como disposición cultural, dándose siempre históricamente configurada y especificada en dominios de experiencia, puede comprenderse entonces como hilo conductor del análisis de los modos de objetivación y subjetivación en los regímenes de prácticas que articulan diferentes dimensiones de la vida social (política, económica, legal, moral, científica), sin postular una esfera o instancia como determinante. Asimismo, en la medida en que tal disposición es estudiada por Foucault en el gobierno como “complementariedad y conflictos” entre las técnicas de coerción y las técnicas de sí ([1980] 2016a, p. 45) y considerando, según las dos definiciones de “régimen de verdad”, no sólo las estipulaciones sociales sino el lazo subjetivo con la verdad, la referencia a la cultura permite subrayar que la ética no puede plantearse como reducto aislado al agonismo de las relaciones de poder. La relación entre verdad y poder atañe a todos y cada uno, al igual que la cultura, en tanto se la entiende como trama de relaciones y configuraciones históricas de modalidades de experiencia que trazan el horizonte (plástico y en disputa) de lo común.
En el curso del Collège de 1980, Foucault introduce la indagación del “gobierno por la verdad” retomando un análisis que puede considerarse como una ejemplificación concreta de la relación entre verdad y poder entendida como disposición cultural. El profesor propone pensar tal relación justamente distinguiéndose, como señalábamos antes, de otro tipo de estudios que enfocan la relación entre arte de gobernar y juego de verdad remitiendo a “un cierto real que sería el Estado o la sociedad”, e intentando demostrar que
no fue el día en que la sociedad y el Estado aparecieron como objetos posibles y necesarios de una gubernamentalidad racional cuando se entablaron por fin relaciones entre gobierno y verdad […] estaban ligados desde mucho tiempo atrás, en un nivel mucho más profundo, y quería tratar de mostrarles –por medio de un ejemplo muy particular y muy preciso, que ni siquiera está en la órbita de la política– que no se puede dirigir a los hombres sin llevar a cabo operaciones en el orden de lo verdadero, operaciones siempre excedentarias con respecto a lo que es útil y necesario para gobernar de manera eficaz (FOUCAULT, 2014, p. 37. Cursiva nuestra).
El ejemplo en cuestión es la tragedia Edipo Rey, cuya lectura Foucault desarrolla en distintas ocasiones a lo largo de más de una década. Desde su exposición en el curso de 1970-1971 y en la conferencia “El saber de Edipo” (2012b), donde es analizada en términos de la separación entre verdad y poder que produjo la ascética filosófica de la verdad, hasta su última mención en El gobierno de sí y de los otros en el marco de “una dramática política del discurso verdadero” (2010f, p. 85), la relación entre verdad y poder es problematizada como estipulación propia de nuestra civilización2.. En la última clase de este curso de 1980, Foucault incluso subraya que “no hace falta ser Edipo” para que se nos imponga el imperativo de descubrir nuestra verdad: “ningún pueblo víctima de la peste nos lo demanda, sino simplemente todo el sistema institucional, todo el sistema cultural, todo el sistema religioso y, pronto, todo el sistema social al que pertenecemos” (2014, p. 357).
Respecto de tal imperativo, sin embargo, en las lecciones Subjetividad y verdad del año siguiente, el profesor ahonda en la cuestión de las valoraciones positivas que motivan su adopción; es decir, la relación con la verdad en lo que tiene de elegida y buscada y ya no de impuesta u obligada. Siguiendo esta línea, en el próximo apartado consideraremos el aporte de iluminar la cultura como escenario en el cual se inscribe la subjetivación ética en su doble movimiento: de crítica y desujeción al gobierno, pero también de constitución de otra relación buscada o querida con la verdad. Tal doble movimiento puede precisarse a nuestro entender en función del segundo motivo que planteamos desarrollar y que abordaremos en esta instancia: el “combate de las formas”.
En un breve texto de 1982 sobre P. Boulez, Foucault observa que solemos considerar que una cultura se apega más a sus valores que a sus formas, suponiendo que el sentido es lo único que se arraiga profundamente mientras que las formas de ver, decir, hacer y pensar pueden ser fácilmente modificadas o abandonadas. Para el profesor tal creencia se apoya en desatender cuán encarnizado ha sido en Occidente “el combate de las formas”, constituyéndose en un destacado objeto no sólo de debates estéticos sino de hostilidades morales y enfrentamientos políticos. En una perspectiva análoga a aquella desde la cual en los sesenta indicaba la emergencia de una “cultura no dialéctica”, aquí señala que más allá de los temas “de los privilegios del sentido, de lo vivido, de la experiencia originaria, de los contenidos subjetivos o de las significaciones sociales”, es posible recuperar que en el s. XX el trabajo reflexivo sobre las formas representó una de las grandes puestas en juego de la cultura:
Reconocer cómo en Rusia, en Alemania, en Austria, Europa central, a través de la música, la pintura, la arquitectura, o la filosofía, la lingüística y la mitología, el trabajo de lo formal desafió los viejos problemas y conmocionó las maneras de pensar. Habría que hacer toda una historia de lo formal en el s. XX: intentar calibrarlo como potencia de transformación, como fuerza de innovación y lugar de pensamiento, más allá de las imágenes del “formalismo” detrás de las cuales se ha querido disimularlo. Y dar cuenta también de sus difíciles relaciones con la política. No hay que olvidar que fue rápidamente designado, en los países estalinistas o fascistas, como la ideología enemiga y el arte abominable. Fue el gran adversario de los dogmatismos de las academias y de los partidos. Los combates en torno a lo formal han sido uno de los grandes rasgos culturales del s. XX (FOUCAULT, 1994a, p. 220).
Más allá de la alusión al formalismo ruso -denominado así peyorativamente por sus adversarios, según señala Todorov (1978, p. 11)-, cuyas ideas adquirieron a través del estructuralismo una extensión que sus textos no alcanzaron, para Foucault la reflexión sobre las formas constituye, como lo expone aquí, una tarea decisiva ligada a la práctica histórica-filosófica. Al igual que en el caso de la noción de cultura, el profesor no tematiza la noción de “formas”, pero su uso en una acepción análoga a “modos”, “maneras”, “modalidades”, resulta una constante como relevo de los universales, a-priori trascendentales o arquetipos ideales de acuerdo con la triple sustitución metodológica –historizante, nominalista y nihilista– que propone para analizar los “focos de experiencias”: tomar prácticas determinadas, que constituyen formas históricas singulares, las cuales no se ajustan a sistemas de valores sino que los inscriben en su juego arbitrario aunque inteligible (2010f, p. 22). Así, las formas de saber, de gobierno, de sujeción y subjetivación, designan las configuraciones históricas que se dan en los regímenes de prácticas, por fuera de todo esencialismo, ontología metafísica y determinaciones ideales.
Si, siguiendo a Falzon, la historia en la perspectiva foucaultiana puede entenderse precisamente como “el proceso práctico de emergencia y transformación de las formas” (2013, p. 283), entonces puede pensarse que la genealogía y la ontología histórica se componen y reúnen la consideración de la variación histórica de las formas en su aspecto instituyente-instituido (configuraciones creadas, que conquistaron su instauración en lucha con otras y que trascendieron como dadas, heredadas) y en su ínsita variabilidad (lo dado podría no haber sido así, podría en el futuro ser de otra manera). Dicho de otro modo, la tarea crítica y la orientación transformadora-creadora se articulan inescindiblemente en la medida en que lo dado es siempre asumido y enfocado históricamente y en el modo, manera o forma en que está dado, lo cual supone a la vez la percepción de su ínsita contingencia y posible mutabilidad –aunque no por ello resulte fácil de modificar– y la comprensión de que la innovación y creación, como bien señaló Nehamas (1998), son siempre labores situadas en una trama de condiciones en relación con lo establecido, no se efectúan ex – nihilo y no cualquier cosa es posible en cualquier momento.
En esta clave observamos, por un lado, que la atención a las formas resulta complementaria del desplazamiento teórico-metodológico a la cultura como marco de referencia, en sus dos grandes perfiles temáticos señalados: la comprensión de la relación entre verdad y poder como disposición histórica, y el análisis de los procedimientos de gobierno, sujeción y subjetivación anclados en regímenes de prácticas concretos. La cultura es el cúmulo de las formas de ver, decir, pensar, hacer, que caracterizan nuestro modo de vida en sus riquezas y limitaciones; no sólo los valores, los principios, los “contenidos” de las ideas, sino las formas o modos de percepción, comprensión, relación, comunicación, e incluso de distintas subjetivaciones (ética, política, sexual, identitaria, etc.); transmitidos pero también modificados a lo largo de la historia. El “combate” en torno a las formas está ligado a la vez a la contingencia y conflicto que descubre la óptica histórica, como a la disolución de los referentes homogéneos o uniformes producto del abandono de una idea sustancialista de realidad o verdad – si lo real es polémico, la cultura no puede asumirse en tanto referente totalizante; no se trata de recuperarla e introducirla como cancelación o resolución del agonismo minuciosamente iluminado por Foucault. Como plantea De Certeau – con quien a nuestro entender la óptica foucaultiana manifiesta notable afinidad–, en tanto la cultura expone la manera en que cada quien asume el lazo entre su relación con la verdad y su relación con los otros, vinculándose así con la política porque “retoma la tarea de fundar una sociedad sobre razones para vivir propias de todos y de cada uno”, toda expresión cultural “llama sin cesar al combate”; la cultura no puede ser predicada sino en plural (1999, p. 33-34;196).
Vinculado con esto último, por otro lado, la articulación entre la crítica genealógica y la transformación que subraya la variación histórica de las formas en el seno de la cultura, no resuelve de suyo las dificultades que han dado lugar a las críticas mencionadas al comienzo; las cuales pueden sintetizarse en la insuficiencia de la apelación a la transformación para fundamentar tanto la resistencia como la construcción de nuevos modos de subjetivación y, en conjunto, de una nueva ética. Precisamente en este punto es que consideramos que los desarrollos de los cursos de 1980 y 1981 presentan contribuciones para infundir nueva luz sobre las problemáticas en torno a la relación entre verdad y poder y los procedimientos de sujeción y subjetivación; aportes que nos interesa introducir recuperando la complejidad que ha suscitado diversas objeciones e indicando sus alcances en este marco de la atención a la cultura y las formas.
La problemática que rodea a la relación entre verdad y poder o a la noción de “régimen de verdad” que la expresa, puede condensarse en dos cuestiones centrales que se siguen de lo que podría admitirse como la ambivalencia de la verdad en los planteos de Foucault. En primer lugar, como señala Gros (2016), la verdad aparece en los análisis foucaultianos en dos lógicas o modalidades que se oponen: la verdad como obligación y obediencia -piénsese por ejemplo en la crítica a la voluntad de verdad que el profesor desarrolla en su primer curso del Collège-, pero la verdad también entendida como cuidado y desobediencia -al respecto, resulta elocuente toda la tematización de la parrhesía-; asimismo, la verdad como “estructura armónica” pero a su vez como disrupción, “escándalo intempestivo” (GROS, 2010, p.139) – contrapunto, por ejemplo, en la lectura foucaultiana de la epimeleia en el estoicismo y el cinismo. En segundo lugar, precisamente en los cursos de 1980 y 1981 cuya publicación repondría el eslabón por mucho tiempo faltante entre los análisis del poder y la tematización ética y, más específicamente, entre la sujeción-desujeción-subjetivación, Foucault introduce una oscilación que impide precisar su vínculo. Como apunta Chevallier (2013), en el lazo subjetivo con la verdad queda indefinido si se trata de una constricción externa o de una auto-constricción, ya que el profesor formula la pregunta por cómo nos hemos ligado o hemos sido conducidos a ligarnos a manifestaciones de verdad en la que estamos en cuestión (Cfr. FOUCAULT, 2014, p. 124; 2020, p. 26), dejando sin determinar si se trata de una de las alternativas o ambas, y de qué depende la actuación de una u otra.
A nuestro entender, tal ambivalencia y oscilación no conducen, en el horizonte de un entendimiento estratégico y agonístico, necesariamente a contradicción. Así como en la ocasión en que expone la primera definición de régimen de verdad, Foucault señala que “sería una quimera” tratar de liberar la verdad de todo sistema de poder, por lo cual el objetivo es separar el poder de la verdad de “las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el momento” (2010e, p. 391; cursiva nuestra); cuando en el curso de 1980 introduce la segunda acepción que atañe al lazo subjetivo que establecemos con la verdad, propone la “anarqueología” como clave. Planteando que ningún poder es absoluta y necesariamente evidente o inevitable, se orienta a considerar “cómo el rechazo del poder puede servir de revelador de las relaciones entre subjetividad y verdad y su posible transformación”, tanto como a cuestionar que lo verdadero tenga de suyo “un pleno derecho de obligación y de constricción sobre los hombres”, desplazando así la interrogación desde lo impuesto hacia precisamente la “fuerza” que le otorgamos, el poder que le concedemos (2014, p. 99-100; 123-124). De este modo, al cuestionamiento de lo dado se añade un auto-cuestionamiento, a la crítica se le acopla una interrogación por la aceptación, complejizando así -pero no por ello oscureciendo- la trama de relaciones que condensa la idea de “régimen de verdad”: se trata de una óptica que no consiste ni en la afirmación necesaria ni en la negación ilusoria del estado de cosas; ni en el simple rechazo o la aceptación absoluta del lazo con la verdad. En esta comprensión de la verdad reúne, como señala O´Leary, “la auto-crítica y la crítica cultural y política” (2002, p. 146), se propone una problematización histórica de las relaciones teórico-prácticas por la cual el mundo nos es dado y el modo en que correlativamente nos constituimos como sujetos; considerando los condicionamientos y estipulaciones impuestas que se buscan impugnar y transformar, pero también aquello que se convalida, se acepta, se refuerza en las formas de relación con el mundo, los otros y nosotros mismos.
Esto último se relaciona con el tema de la perspectiva práctica sobre las formas de sujeción y subjetivación, y los inconvenientes que se le han planteado. Si bien Foucault al considerar la complementariedad y conflicto entre las técnicas de dominación y las técnicas de sí y proponiendo que “el sí mismo es sólo el correlato de la tecnología construida en nuestra historia” (2016b, p. 94), avanza en la idea de que podemos constituirnos de otra manera si modificamos nuestra relación con la verdad, es cierto que resulta difícil colegir cuál sería su apoyo o fundamento en el mundo contemporáneo. Por un lado, porque es preciso separar el juego de verdad de la metafísica que constituye el armazón teórico de las fuentes antiguas sobre las que Foucault construye su problematización ética. Por otro, porque en tal desplazamiento, no ofrece una nueva teoría normativa. No obstante, teniendo en cuenta el énfasis diferencial que el profesor pone en las prácticas y técnicas ascéticas en sus indagaciones de la antigüedad (en tal sentido acordamos con las lecturas de LORENZINI, 2015; CUTRO, 2010; DAVIDSON, 2005; CREMONESI, 2015, ésta última apuntándolo como clave de la recepción y a la vez diferencia con el trabajo de P. Hadot), y siguiendo precisamente la pregunta por “cómo se conectan los juegos de verdad con las prácticas reales” que explicita en el curso Subjetividad y verdad (2020, p. 236), entendemos que es posible reorientar el problema.
Retomando el tema del curso anterior en torno a de qué manera “las subjetividades como experiencias de sí y de los otros” se constituyen a través de obligaciones de verdad, “de los lazos de lo que podría llamarse veridicción” (2020, p. 26), Foucault se propone estudiar en estas lecciones cómo se ha constituido nuestra moral sexual en los primeros siglos de nuestra era, lo cual lo conduce al análisis de las artes de existencia. Respecto de ellas, realiza dos paréntesis metodológicos que son los que nos interesa recuperar. En primer lugar, propone invertir la perspectiva de “la ilusión de código o la mirada jurídica” sobre la conducta, es decir: en lugar de centrarse en el extremo de las prohibiciones y cómo los individuos las interiorizan o se adecúan a ellas, atender a los principios positivos de percepción y valorización que los mueven a vincularse con la verdad para configurar cierta experiencia. En tal sentido, se trata de recuperar por detrás de los códigos y constricciones “sorprendentemente estables, continuos”, las diferencias en las “modalidadesde experiencia”, las “modificaciones en la percepción ética” (2020, p. 114-117). Segundo y vinculado con ello, tal valorización positiva se encontraba ligada en las artes de existencia precisamente a querer configurar reflexivamente la relación consigo, los otros y el mundo, tomar la vida como objeto de un trabajo ascético. En este marco, los discursos verdaderos que tienen por objeto el bios “la vida cualificable, la que podemos hacer y decidir nosotros” resultan propiamente “biotécnicas”, instrumentos de una “biopoética”3. – aquí Foucault considera las “técnicas de sí” como sinónimo de las “técnicas de vida – téchne tou bion” (2020, p. 268).
En el arte de vivir, los discursos verdaderos involucrados no se explican entonces en su función como una verificación del sí mismo o la realidad del mundo; no responden a un juego de constatación, no son “ideologías que intentan enmascarar un código ni racionalizaciones de un código” (2020, p. 268). Se trata de maneras de hacer ordenadas a los fines que se desean y buscan al circunscribir el bios como “la manera de inscribir nuestra libertad y su propio proyecto en las cosas, la manera de ponerlas en perspectiva”; los discursos verdaderos, en ese trabajo continuo de sí sobre sí, operan como la articulación entre los códigos y los comportamientos efectivos, “son procesos de subjetivación” (2020, p. 267-268).
Desde esta óptica técnica sobre la constitución de la subjetividad, se comprende que la problematización foucaultiana nos ofrece una clave de inteligibilidad para abordar el lazo entre verdad y constitución subjetiva, el funcionamiento de los discursos verdaderos en relación con la modelación de la conducta, cuyo “contenido”, es decir, la valorización positiva que determina los fines, se inscribe en una economía práctica. Foucault nos sugiere atender a lo que ocurre entre los códigos, reglas, principios y los comportamientos efectivos, donde no se trata de una mera aplicación o adecuación. Tal instancia intermedia, que es la de estas técnicas de sí que atañen al modo en que inscribimos el ejercicio de nuestra libertad y a la configuración de nuestra manera de ser y conducirnos en un juego de verdad, ilumina que el trabajo ascético no resulta secundario sino definitorio de la forma en que nos vincularemos con la verdad. Así, la ambivalencia de la verdad señalada en el punto anterior, puede comprenderse ligada a esta mediación; es decir, al régimen práctico en el cual se asume cierta relación con la verdad y es en ella en la que se juega si la configuración del ethos adoptará la forma de la obediencia o de la biopoética. Como dice en ese bello texto sobre Ph. Ariès, la “estilística de la existencia”, puede entenderse como el cúmulo de “las formas por las cuales el hombre se manifiesta, se inventa, se olvida o se niega en su fatalidad de ser vivo y mortal” (FOUCAULT, 2013g, p. 229).
La doble faz que admite el régimen de verdad, entre lo impuesto y lo buscado, así como la perspectiva práctica sobre la subjetivación, permiten destacar que el combate por las formas se encuentra precisamente en el corazón del movimiento de crítica y apuesta respecto de la cultura: las técnicas de sí no son inventadas por los individuos, “le son propuestas, sugeridas, impuestas por su cultura” como punto de partida, aunque pueden diversificarlas; la subjetividad que se modela con ellas, “no es una sustancia sino una forma, no siempre idéntica a sí misma” (FOUCAULT, 2010b, p. 1036-1037). Si bien respecto de tal apuesta, Foucault señala en más de una ocasión que no es su tarea ofrecer el programa normativo de una nueva ética sino en todo caso esclarecer, en términos de Vogelmann (2017), la orientación posibilitante o “prefiguración emancipatoria” del tipo de análisis que desarrolla, en su último curso del Collège presta especial atención al principio de un bios que reviste “poca importancia en la historia de las doctrinas, pero una importancia considerable en la historia de las artes de vivir”: la alteridad de la verdad (2010g, p. 326).
Las contribuciones de los cursos de 1980 y 1981 nos conducen entonces no ya a una recuperación de las contra-conductas que Foucault (2007) tematiza en el curso de 1978 -principal asidero, por mucho tiempo, para pensar las resistencias- sino a un enlace con la “militancia ética” que el profesor trabaja en sus últimas lecciones de 1984. Articulando las consideraciones efectuadas hasta aquí con este juego de verdad que demanda la transformación conjunta del sí mismo, la relación con los otros y la cultura (el imperativo cínico de “cambiar el valor de la moneda” apunta a las convenciones, leyes, costumbres, 2010g, p. 241), estimamos que puede perfilarse una configuración del ethos que reúne precisamente la crítica con la disposición afirmativa, en un vínculo inescindible con la esfera de la vida en común. Recuperando indicaciones sobre las artes de vivir y la cultura de sí que Foucault realiza en dos cursos de 1982 y 1983 también recientemente publicados, abordaremos dicha sugerencia a modo de conclusión en el siguiente apartado.
Como mencionamos al comienzo, es recién en las clases de Hermenéutica del sujeto de 1982 donde Foucault proporciona una caracterización más precisa de la cultura al introducir su lectura del esquema helenístico-romano del cuidado de sí. Entendiendo por cultura “una organización jerárquica de valores, accesible a todos pero al mismo tiempo oportunidad de plantear un mecanismo de selección y exclusión”, valores que sólo se pueden asumir regulando la conducta “a través de técnicas meditadas y un conjunto de elementos constituyentes de un saber”, para el profesor podemos hablar propiamente de una cultura de sí en la época imperial, ya que “el yo reorganizó el campo de valores tradicionales” (2008, p. 179).
Si bien esta definición comprende varios aspectos de la caracterización general de la cultura que antes reconstruimos, su contexto de presentación condujo a asumirla ligada estrictamente al yo como objeto de inquietud. Dado que Foucault introduce la “cultura de sí” en disyunción con el lazo entre catártica y política que proponía el esquema platónico, así como haciendo una distinción entre arte de la existencia y técnicas de sí que en Subjetividad y verdad consideraba sinónimos –aquí refiere, en cambio, que la téchne tou biou “tendió a identificarse” o “se convirtió en un arte de sí mismo” (2008, p. 177-178)–, se prestó más atención al desplazamiento al sí mismo que al elenco técnico de la ascesis que le interesaba subrayar. Sin embargo, en los debates que siguen a dos conferencias pronunciadas por Foucault en 1982 y 1983, “Dire vrai sur soi-même” y “La cultura de sí” –en la Universidad Victoria de Toronto y en Berkeley respectivamente–, se encuentran aclaraciones valiosas al respecto debido a que se plantean preguntas por las dos cuestiones que constituyeron las principales críticas a su problematización ética: el vínculo de la cultura de sí con el individualismo y la atención a la constitución del sí mismo como un narcicismo o evasión respecto del mundo circundante.
En la primera ocasión el profesor señala que, a diferencia del análisis fenomenológico, entiende que “nuestra subjetividad no es una suerte de experiencia de sí radical, inmediata”, sino que “existen muchas mediaciones sociales, históricas, técnicas entre nosotros y nosotros mismos”, por lo cual al tomar como tema la historia de la subjetividad, ha querido precisamente estudiar ese dominio de mediaciones y sus efectos (2017, p. 159). En la atención a las tecnologías de sí en la época imperial, se trata de analizar la nueva configuración de dichas técnicas, la cual no se explica por un repliegue individual ante el declive de la vida política comunitaria. La cultura de sí, subraya Foucault, estaba ligada a la reflexión y justificación de todas las relaciones sociales, familiares, sexuales; representando así no la consecuencia de una sociedad individualista, sino “un cambio en lo que se podrían llamar las instancias gobernantes de la sociedad”, haciendo referencia no sólo a la clase dirigente, sino a la organización de todas las instancias de poder: la cultura de sí constituye “la búsqueda de una nueva forma de gobierno de sí y de una nueva forma de gobierno de los otros a través de una nueva forma de racionalidad, de medios racionales” (2017, p. 250, las cursivas son nuestras).
En la conferencia del año siguiente Foucault esboza nuevamente una explicación de por qué puede hablarse de “cultura de sí” que, siendo similar a la dada en Hermenéutica, se centra sin embargo en las prácticas, enfatizando que se trata de la constitución de “un modo de experiencia individual y también un modo de experiencia colectiva con sus medios y formas de expresión”, por lo cual las relaciones consigo mismo entrañan “toda una actividad social” (2018, p.116; 140). En este marco, añade en los debates dos consideraciones de importancia en cuanto a lo que reporta tal tematización en vistas de nuestro presente. Ante la pregunta acerca de si centrarse en las técnicas de sí constituye una suerte de evasión, Foucault aclara que constituye por el contrario una vía para sumergirnos más en nuestra historia y poder poner en perspectiva el modo de la relación con nosotros mismos “que nos ha sido presentado como el mejor modelo posible” (2018, p.143). En relación con ello, añade que hoy “necesitamos una ética, que no podemos pedírsela ni a la religión, ni a la ley, ni a la ciencia” y que es en la medida en que las artes de vivir se planteaban sin esas tres referencias, que se trata no de “volver” a ellas sino de analizarlas en vistas de “hacer lugar a la imaginación ética” (2018, p. 167-168).
Foucault subraya de nuevo aquí que pertenecemos a sociedades que han inventado muy poco en términos de prohibiciones y, por tanto, no son éstas las que resultan interesantes en la historia de la moral. Por el contrario, la riqueza está en las formas que han podido adoptar las tecnologías de sí en tanto nuestra subjetividad no está dada y “no resulta suficiente decir que el sujeto se constituye en un sistema simbólico; el sujeto se constituye en prácticas reales” (2018, p. 201-206). De allí, la importancia de la cultura ya no en cuanto sistema de constricciones, sino legado de invenciones:
entre las invenciones culturales de la humanidad hay todo un tesoro de procedimientos, técnicas, ideas y mecanismos que no pueden verdaderamente reactivarse, pero que, al menos, constituyen o ayudan a constituir una especie de punto de vista que puede ser muy útil para analizar y transformar lo que pasa hoy a nuestro alrededor (FOUCAULT, 2013, p. 133, cursiva nuestra)
Tal orientación a la transformación constituye en efecto la propuesta de la matriz de experiencia del Cinismo en relación con la verdad; la cual, según la presenta Foucault, puede ser adoptada como actitud que ha trascendido más allá de la Antigüedad. Sin entrar en detalle en su exposición del Cinismo, nos interesa recuperar los rasgos que en esta modalidad de la relación consigo mismo, los otros y el mundo en función de la alteridad de la verdad –que el profesor presenta como bios, arte de vivir–, pueden destacarse como índices para pensar una configuración de ethos que, a contrapelo de la evasión y el individualismo, no puede escindirse del agonismo del gobierno y las posibilidades y límites de lo común.
Al tomar como blanco de crítica a las convenciones, costumbres, instituciones, todo el conjunto de estipulaciones que establecen modelos y normas para valorizar la existencia individual y para ordenar la vida en común, el Cinismo plantea que no puede pensarse la transformación sino en esa doble injerencia, individual y colectiva, en la cual la tarea ética se hace para Foucault “militante” (2010g, p. 298-299). La alteridad señala no a una trascendencia metafísica sino a un cambio en la inmanencia histórica, en las formas de vida: la transformación ética no conduce a otra realidad, sino a este mismo mundo transformado en la trama relacional de uno mismo, los otros y la existencia en común. La interpelación ética, desde “un armazón dogmática exigua”, apunta a las prácticas concretas que en su juego de verdad involucran a todos y a cada uno, en el sentido de que se propone cuestionar y conmover aquellas disposiciones que constituyen la articulación entre la existencia social y la vida individual (2010g, p. 218; 322-326).
En esta clave, el combate práctico por las formas (reconfiguración, transformación) y la cultura como escenario de estipulaciones legadas pero también de innovaciones posibles, muestran que la faz crítica va ligada una orientación propositiva: si entendemos la alteridad de la verdad como una postulación de experiencia o imperativo práctico que se liga a una comprensión histórica de lo instituido y a sus vínculos con el modo en que hemos constituido nuestra forma de vida individual y colectiva, podemos tomar las artes de vivir como objeto concreto de expresión de tal alteridad. Foucault (2018) indica que las técnicas de sí no se han propiamente extraviado en nuestra historia, sino que han perdido su autonomía siendo integradas en estructuras de autoridad y disciplina, en técnicas pedagógicas, médicas, psicológicas y transformadas por los medios de comunicación, de modo que siguen jugando un papel formador en nuestra actitud respecto de nosotros mismos y los otros. Tal dispersión provee entonces a nuestro entender, como contracara, la extensión e injerencia de la tarea agonística de la ética justamente en todas las dimensiones y focos de experiencia en que se encuentren tales técnicas y se juegue la definición de una verdad de lo que somos, de lo que podríamos hacer de nosotros y con los otros y del mundo que compartimos. Así, puede pensarse entonces en la configuración reflexiva del ethos como una constitución polémica y en indefectible relación con la dimensión histórica y colectiva de la vida en común.
Proponemos, en primer lugar, como polémica la constitución del ethos, en tanto no se plantea como evasión sino en vinculación con la polémica de lo real que introducía la genealogía – .lo real es polémico” (FOUCAULT, 2012a, p. 122)- en la crítica de las evidencias del régimen de verdad dado4.. Polémica y no sólo crítica, porque no se limita al aspecto del rechazo y la negación, sino que incorpora la orientación afirmativa a la diversificación de los modos de vida, disputando su inscripción en el presente como posibilidad a la vez que poniendo en perspectiva las formas hegemónicas. Tal diversificación es precisamente la que se encuentra constantemente vigilada, como señala Tazzioli (2016), por los mecanismos de gobierno que procuran recapturar las conductas y modos de existencia “irregulares” en tipificaciones que los descalifiquen y neutralicen en su potencia disruptiva. Entendemos, en segundo lugar, que dicha configuración no puede plantearse sino en necesaria relación con la dimensión histórica y colectiva, en tanto el régimen de verdad y la trama de sujeción-subjetivación articulada por el gobierno involucran a todos y cada uno, por lo cual la introducción de nuevas modalidades para los estilos de existencia excede la esfera individual, ampliando las opciones dadas y heredadas en las esferas comunes de experiencia.
Cabe explicitar que introducimos la expresión “vida en común” precisamente para dar cuenta del distanciamiento ya expuesto de la óptica foucaultiana respecto de “lo social” o “la sociedad” como objeto del análisis, tanto como para enfatizar con dicha nominación la trama relacional que supone la cultura y el motivo de las formas de vida como eje. Tal como lo entiende Foucault, un modo de vida “pueden ser compartido entre individuos de clases, estatus y actividades sociales diferentes”, habilitando “relaciones intensas que no se parecen a ninguna de las que están institucionalizadas”, ya que “un modo de vida puede dar lugar a una cultura, a una ética” ([1981] 1994e, p. 165). Atendiendo a ello, compartimos las lecturas que señalan que lo común en Foucault no se apoya sobre un retorno a un fondo previo anterior a toda singularización, sino que es el resultado a-posteriori de la articulación de las diferencias (REVEL, 2014, 2016). En esta línea, se trata de convertir el bios en la expresión de un ethos que pueda asumir el conflicto como catalizador de transformaciones subjetivas y colectivas, haciendo de la vida propiamente una praxis (FORTI, 2014); es decir, una práctica continua en la que se da su forma en la relación reflexiva consigo, con los otros y las condiciones del mundo.
La trascendencia (y actualidad) de la matriz ética del Cinismo puede asumirse entonces en esta constitución polémica del ethos, cuyo punto de partida crítico y efectos de diferenciación componen la esfera individual con la existencia en común en la clave de su mutua alteración posible. Por un lado, tomar como blanco de la crítica el funcionamiento de las técnicas de sí asimiladas en las actuales disciplinas, disputando el gobierno que ejercen desde la formulación de otra relación con la verdad. Por otro, ligar esta relación otra con el bios que se valora positivamente y que, sin necesidad de estar determinado a-priori en todas sus notas, basta para desprendernos de lo dado e impulsar la búsqueda de la forma de vida individual y colectiva que queremos y que, asimismo, ya vamos construyendo en las “transformaciones bien precisas” en los modos de pensar, relacionarse y percibir la realidad que dan forma a la libertad (2010c, p. 986-987).
A modo de conclusión, podemos recapitular entonces las contribuciones de incorporar la consideración de la cultura y el combate de las formas en la tematización ética para continuar pensando propositivamente los planteos de Foucault:
1. La remisión a la cultura sitúa decisivamente la problematización ética en la esfera histórica y colectiva de la vida en común, de la cual proceden los esquemas y técnicas de sí y donde a su vez puede impactar su diversificación. La clarificación de la relación entre verdad y gobierno como disposición histórico-cultural, permite subrayar hasta qué punto la subjetivación ética no puede plantearse sino en el marco “de una forma histórica y colectiva que se llama «régimen de verdad»” (CHEVALLIER, 2013, p. 65). Asimismo, el entendimiento de la cultura en plural, no desatiende sino que continua la perspectiva polémica y agonístico sobre el régimen de verdad. De este modo, el esquema del cuidado de sí, modulado históricamente de acuerdo con tal régimen histórico, puede seguir valiendo para pensar la ética hoy.
2. La consideración de la cultura en los términos reconstruidos, habilita un examen transversal de los distintos dominios de experiencia y permite pensar las artes de vivir en una extensión equiparable a la que habilitó la noción de gobierno para estudiar las relaciones de poder. Así como Foucault (2007) señala en el curso de 1978 que la crítica instituida en las contra-conductas se da como correlato inmanente (sin suponer un total rechazo) de las técnicas de gobierno; las artes de vivir pueden comprenderse como el correlato contra-propositivo de las tecnologías morales de individualización/sujeción operantes en diversos regímenes de prácticas. Ante el tipo de individualización y modos de sujeción que éstas requieren en relación con la verdad, puede contraponerse una elaboración reflexiva afirmativa de nuevas formas de subjetivación tanto individuales como colectivas. Como señala P. Sauvêtre, a partir de la práctica “alteradora” que Foucault recupera del cinismo, puede pensarse que las luchas contra la sujeción se hacen “luchas por lo común” en tanto restauran la pregunta por lo que podemos y tenemos que hacer juntos (2015, p. 281-285).
3. Frente a la objetivación científica y a la reducción biológica de la vida en el seno de la biopolítica, la cultura como escenario del “combate por las formas” permite mantener y ahondar la interrogación por el bios, la vida cualificada (REVEL, 2014). La biopoética que Foucault esboza en 1981 (2020), al poner el acento en la construcción de las formas y no en el concepto de vida en la expresión “formas de vida”, señala una vía diferente a aquella que vuelve sobre la vida biológica, e incluso a la lectura del cinismo como retorno de la cultura a la zoe (LEMM, 2013). Sin dejar de lado los mecanismos de sujeción iluminados por la genealogía, la inquietud ética acerca de ¿cómo vivir? y ¿cómo vivir juntos? se presenta como correlato histórico de la problematización del gobierno, recuperando aquel problema “planteado desde mucho tiempo atrás en la cultura occidental” que el nihilismo, para Foucault, repuso en lugar de cancelar: “el de la relación entre voluntad de verdad y estilo de existencia” (2010g, p. 203).
Dar un referente concreto a las artes de vivir en el mundo contemporáneo por su confrontación individual y colectiva con el régimen de verdad; articular la ética con la política subrayando la apuesta por la vida cualificada y la diversificación de los modos de vivir juntos; concebir una configuración del ethos que reúne la historia con la apertura a la variación futura: tales constituyen a nuestro entender los corolarios, que sin duda pueden profundizarse, de atender a la relación entre bios y cultura y al combate de las formas como conjunción de la crítica y la orientación afirmativa. De esta manera, quizás puede iluminarse de otra forma la relación con las teorías normativas, tanto para despejar la repetida asociación de los planteos éticos foucaultianos con el relativismo, como para avanzar hacia otras preguntas que hoy nos urgen. La perspectiva histórico-crítica en la que se apoya la constitución polémica del ethos para analizar las posibilidades y límites de la subjetivación, no esquiva sino que reintroduce las teorías normativas en el juego de las prácticas (como lo hizo Foucault respecto de las fuentes antiguas); no como fundamento pero sí como objeto de un análisis que busca iluminar la configuración ético-política de la vida en común. Es entonces en dirección de las correlaciones entre la diversificación de las formas de vida singulares y las formas de vida en común, de la invención de cultura como horizonte histórico y colectivo de una ética que no recaiga en ningún tipo de totalización, y de imaginar las formas instituyentes colectivas a las que puede dar lugar un ethos polémico, donde encontramos una vía de interrogaciones para seguir desplegando las posibilidades de una biopoética contemporánea a partir de los planteos de Foucault.