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Horizontes trágicos del cuerpo: la invención en Aimé Césaire y Frantz Fanon
Carlos Aguirre Aguirre
Carlos Aguirre Aguirre
Horizontes trágicos del cuerpo: la invención en Aimé Césaire y Frantz Fanon
Tragic horizons of the body: the invention in Aimé Césaire and Frantz Fanon
Griot: Revista de Filosofia, vol. 21, núm. 2, pp. 271-292, 2021
Universidade Federal do Recôncavo da Bahia
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Resumen: El trabajo aborda los problemas de la tragedia, la invención y el cuerpo colonizado en las escrituras de los pensadores martiniqueses Aimé Césaire y Frantz Fanon. Para ello, en un primer momento nos detenemos en el vínculo que existe entre la tragedia de las experiencias de los cuerpo negros aludidos en las escrituras de los mentados autores con los controles y reificaciones de la modernidad colonial. En un segundo momento, discutimos la invención de la imagen poética de Cuaderno de un retorno al país natal de Césaire y cómo desde ella sobresale la agencia de un cuerpo propio en una reescritura crítica del Triángulo Atlántico. A continuación, en un tercer apartado, reflexionamos sobre la experiencia vivida de Fanon en su trabajo Piel negra, máscaras blanca con el objetivo de rastrear su talante trágico, autodestructivo, y su potencia inventiva. Finalmente se concluye que Césaire y Fanon hacen de la invención una posibilidad de construir otra imaginación histórica del cuerpo por fuera de los ordenamientos raciales de la modernidad colonial.

Palabras clave:TragediaTragedia,CuerpoCuerpo,InvenciónInvención.

Abstract: This text addresses the problems of tragedy, invention and the colonized body in the writings of the martinican thinkers Aimé Césaire and Frantz Fanon. To do this, at first we stop at the link that exists between the tragedy of the experiences of the black bodies alluded to in the writings of the aforementioned authors with the controls and reifications of colonial modernity. In a second moment, we discuss the invention of poetic image in Césaire's Notebook of a Return to Native Land and how the agency of a body of its own excels out from it through a critical rewriting of the Atlantic Triangle. Next, in a third section, we reflect on Fanon's lived experience in his work Black skin, white masks in order to trace his tragic, self-destructive nature, and his inventive power. Finally, it is concluded that Césaire and Fanon make the invention a possibility of constructing another historical imagination of the body outside of the racial orders of colonial modernity.

Keywords: Tragedy, Body, Invention.

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Horizontes trágicos del cuerpo: la invención en Aimé Césaire y Frantz Fanon

Tragic horizons of the body: the invention in Aimé Césaire and Frantz Fanon

Carlos Aguirre Aguirre1
Universidad Nacional de Córdoba; Universidad Nacional de San Juan, Argentina
Griot: Revista de Filosofia, vol. 21, núm. 2, pp. 271-292, 2021
Universidade Federal do Recôncavo da Bahia

Recepción: 19 Marzo 2021

Aprobación: 15 Mayo 2021

1. Introducción

El título de este trabajo evoca dos cuestiones centrales en las escrituras de los escritores martiniqueses Aimé Césaire y Frantz Fanon: tragedia e invención. Lo que quizá resulta extraño es hablar de tragedia en ambos pensadores, no así de invención. Es legítima la pregunta acerca de qué es lo trágico en escrituras y poéticas en las que su talante crítico es la superación de los colonialismos históricos, el racismo y la dependencia cultural del sujeto colonizado. En varios tramos de sus escrituras, Césaire y Fanon subrayan la dimensión del cuerpo, su epidermización y confinamiento, en el marco del racimo anti-negro. Para intentar sobreponerse a los controles que sufre el cuerpo, ambos exploran la invención de otro tipo de ser humano a contrapelo del concepto ilustrado de Hombre. La incautación de la existencia del cuerpo negro por parte del mundo blanco desnuda lo infructuoso y trágico que es la planificación prospectiva de ese otro “ser humano”; de ese “otro cuerpo”.

Dicho esto, la tragedia se revela como puntapié inicial de la invención, como una génesis de la misma; configuración de un abismo sacrificial desde el cual tiene que emerger un “nuevo comienzo”; una nueva (auto)creación del cuerpo. En un primer momento, la razón moderna se le revela al cuerpo en la forma de un caldero de mitos, imágenes, fantasías que apresan su existencia “condenada y maldita, sin anclaje ni referencia, a merced de las máscaras blancas” (EIFF, 2020, 72). El mundo moderno articula un imaginario del ser humano universal abstracto que de manera satisfactoria sortea identidades fijas y determinaciones esenciales en las que lo “no-blanco” es relegado al ámbito de lo “no-moderno” y lo infra-humano: modalidad civilizatoria que domina en términos reales sobre otros principios estructuradores de la vida social, la cultura y la humanidad, y que define lo humano de aquello que aparentemente no lo es; de aquello que al parecer no tiene historia. Esto es lo que advierte Achille Mbembe cuando señala que en virtud de esas determinaciones, de esa radical diferencia, o, inclusive, de ese ser-aparte, es que se justifica la expulsión del hombre negro de la esfera de la ciudadanía humana plena: “Los negros no tenían nada con que contribuir al trabajo del espíritu y al proyecto universal” (MBEMBE, 2016, 148).

Es cierto que la tragedia hilvana algo familiar para la existencia de un cuerpo racializado. El inesquivable destino de tener que sortear las infaustas y mortuorias programaciones raciales de la modernidad remite de un modo directo al carácter trágico de la experiencia de Césaire y Fanon. Respecto a la tragedia, autores como René Girard y Eduardo Grüner coinciden en el resorte sacrificial de la experiencia trágica. Para el primero, el sacrificio de la tragedia almacena una violencia “que se desborda y se esparce por los alrededores con los efectos más desastrosos” (GIRARD, 1995, 17). El ejemplo que da Girard es el de Medea, tragedia de Eurípides, quien, como se sabe, mata a su hijos como una forma de acto ritual para canalizar su odio. Por otra parte, Grüner entiende el sacrificio trágico como la conjuración y la metáfora de una violencia reciproca entre los hombres, “esa violencia mimética que hace del otro, del semejante, un enemigo arcaico por definición” (2002, 305). En ambos autores, la cultura y la historia es un espacio donde la tragedia funda un orden que encuentra su plexo originario en un rito sacrificial; es decir, si en Césaire y en Fanon es posible advertir una tragedia, solo es en la medida en que ésta toma la forma de una experiencia propia y subjetiva que en algún punto se tiene que disolver, para así fundar otro orden y otro sentido de la cultura.

No hay núcleo epistemológico-alegórico que explique mejor el porqué de una inesquivable tragedia en las experiencias de Césaire y Fanon. Grüner, asimismo, argumenta que la tragedia se da en el orden de la experiencia, y eso, por lo menos para nosotros, no resulta menor. Hay un desgarramiento entre un “universal” y un “particular” que tiene su más acabada manifestación en el cuerpo convertido en cosa y en una experiencia particular convertida en objeto. Desde los aportes de George Simmel, Grüner dice que el atolladero de la tragedia resuena “[e]n la pérdida de control de los sujetos sobre las tensiones de una cotidianidad ´objetivada´, de una modernidad solo inteligible en los pequeños, casi imperceptibles fragmentos de dramaticidad urbana” (2017, 307). El cuerpo negro colonizado no resuena de forma explícita acá, aunque si se sugiere, en tanto es un cuerpo situado por la modernidad en las vértebras de lo infra-humano.

En consecuencia, el cuerpo colonizado no posee analogía o lugar en el dictum temporal, histórico y existencial de la razón moderna, convirtiéndose en una corporalidad fracturada que no encuentra espacio las racionalizaciones y asignaciones homicidas de Occidente sino siendo trágicamente racializado. Esto da cuenta de una consistencia agónica de la modernidad: su falla trágica, catastrófica y constitutiva, agrega Grüner (2010). La animalización del cuerpo negro y sus casi fijos vínculos con la servidumbre por medio de la colonización es una coronación de este proceso. El bien Absoluto por sobre la heterogeneidad no hace más constituir una sujetidad en el supuesto sustrato de la natu­ralidad bestial, animal, infra-humana trágica del negro, la cual trae consigo la tendencia del Sujeto moderno a “perseverar en su ser”, a repetirse como idéntico a sí mismo en situaciones diferentes en el curso del tiempo y en la exten­sión del espacio.

Volviendo a la tragedia, remarcamos que en el marco del poder racista de la modernidad colonial y sus límites adaptativos aquella es algo a lo que los cuerpos racializado de maneta inesquivable se enfrentan. Combatir una modernidad dividida consigo misma es luchar contra el imaginario de una Totalidad que paradójicamente busca someter y diferenciar a otro cuerpo en su lógica de dominio. Dicho esto, sostenemos que la tarea de rastrear el talante trágico del cuerpo colonizado en Césaire y Fanon posibilita explorar la complejidad de su negación y alterización en los marcos de la modernidad -dentro “de esa omnipotencia de la razón instrumental” (GRÜNER, 2002, 314)- fundamentalmente cuando ésta labra dicotomías sostenidas en una lógica racial de la identidad (“blanco” / “negro”, “civilizado / “bárbaro”, “Mismo” / “Otro”), la cuales, en el caso de los autores que acá trabajamos, buscan ser desmontadas radicalmente en la idea de la invención.

2. Invención de la imagen poética, reescribir trágicamente el Triángulo: Aimé Césaire

No resulta asombroso conjeturar que Césaire en su extenso poemario Cuaderno de un retorno al país natal de 1939 pacta con una afirmación universalista de la cultura del mundo negro. Posiblemente tampoco advertir que dicho pacto sufre diversas metamorfosis constatadas no solo en las innumerables ediciones de este extenso poema, sino también en otros de sus trabajos. Antes que todo vemos imperioso apuntar una pequeña advertencia: durante todo el escrito cuando empleamos el término “negro”, por un lado, lo hacemos en el sentido como lo entiende Stuart Hall (2010); a la manera de una connotación de las experiencias, las historias y los cuerpos de sujetos “de color” que han sido violentamente distinguidos y ordenados en relación a un “significante” opuesto: el “blanco”. Por otro, cuando decimos “color negro” lo utilizamos en clave cromática; es decir, en un orden semántico que alude a lo “no-blanco”, lugar, por lo demás, desde el que parte la afirmación cesaireana de la negritud. Tal como agrega Hall, “negro” tiene connotaciones múltiples que varían según su operatividad histórica y discursiva dentro de un determinado saber poder. Por lo tanto, ciertamente “negro” aparece en Cuaderno de un retorno… como figura vinculada con la historia del negro y de su cuerpo: afirmación relacionada con el concepto de negritud. Una noción que siempre se encuentra en una relación de irresoluble tensión con la modernidad y la esclavitud fundada por su ideología racista.

En la negritud de Cuaderno de un retorno… es posible advertir una imagen poética, un tropo inventivo. Insistimos en esto, pues Césaire fragua una escritura que corre riesgos en todo momento. Idea imágenes poéticas y narrativas en las que figuran aquello que en la modernidad se encuentra en peligro de desahucio. La negritud, bajo esta exégesis, trama la imagen de un cuerpo atrapado en los clivajes coloniales del mundo moderno. Y si esto puede a simple vista parecer evidente, se complica cuando dicha imagen se convierte, al mismo tiempo, en una canal para repensar críticamente la tragedia de vivir bajo los controles del imaginario racial del colonialismo metropolitano.

Algo notorio de las retículas críticas de la negritud de Césaire es situarse paradójicamente en un lugar que marcha en una rendija contraria a la de una pretensión totalizante en términos históricamente abstractos. No intentamos decir que su efecto es nulo cuando intenta ser reflejo de una inquietud cultural, estética y política de las poblaciones negras africanas y diasporizadas del Caribe, sino pretendemos advertir que en su tentación precoz de tramarse como un universal por más de un motivo finalmente fracasa. Y aquí radica su potencial crítico: la negritud en su versión cesaireana es un neologismo que tiene fuerza solo y exclusivamente para un determinado sujeto. Posiblemente se puede entender mejor este riesgo en los momentos en que Césaire habla de los nombres y de los cuerpos para decir no el Concepto, no lo universal, sino la inclemente y trágica imposibilidad de esos nombres y cuerpos de ser Concepto y universales mientras el colonialismo y el racismo sigan fungiendo su poder político, cultural y administrativo. Es en este conflicto donde la negritud se desplaza de la tentación de convertirse en un universal abstracto. Así, se puede hurgar en el Cuaderno de un retorno… la presencia de un cuerpo negro que, si bien al principio rotundamente no sabe quién es, “[…] en cuanto se apropia de su ´esencia´, ya no la necesita: sencillamente la vive, la da por sentada.” (GRÜNER, 2010, 467).

En esta línea de análisis, la complejidad histórico-textual de la negritud, la cual con cierta ligereza ha sido juzgada y acomodada en las vestimentas de un sustancialismo del universo negro, finalmente es la resultante de una manifestación donde la palabra literaria, y en este caso la imagen poética, se hace cargo de un conflicto trágico consignado en los límites del cuerpo negro: su no-existencia histórica y cultural. Por eso, Césaire ve en la imagen el camino hacia un razonamiento enriquecedor de otra sintaxis; quizá más abierta y posiblemente más laberíntica que las clausuras del Concepto. La negritud inventa y trama un objeto/imagen poética que presupone un sentido amplio de la cultura capaz de sobrevivir –al igual que sus poemas dedicados a naturaleza vegetal de las Antillas– a las tempestades de la Historia, y también “preñado de futuro, o de futuridad” (ORTEGA, 2010, 8). En efecto, el proceso poético-estético-político pone en marcha una imagen urgida en el vértigo por desarticular la idea de que la configuración de los cuerpos es un patrimonio exclusivo de Occidente.

Cabe recordar que la imagen posibilita para Césaire, en un sentido muy parecido al planteado por el cubano José Lezama Lima en su ensayo Las imágenes posibles, esa futuridad de la que habla Julio Ortega. La imagen, dice Césaire, “equivale a una superación de sí mismo; en la imagen avanzo, no retrocedo” (LEINER, 2008, 399). No se trata de una simple reflexión sobre la construcción de la imagen poética. Es, más que nada, una teoría de la cultura en la que el cuerpo racializado del negro está imbricado en una trama geoespacial que nada tiene de racional u objetiva, pues lo racional y la objetividad es algo que funciona en el orden del Concepto; y el Concepto limita la imaginación y la experimentación. Estas conjeturas del autor de Cuaderno de un retorno… tienen lugar en una entrevista realizada por Jacqueline Leiner, específicamente cuando le pregunta qué piensa del señalamiento de Jean-Paul Sartre acerca de que la imagen es una degradación del saber. La repuesta de Césaire es taxativa: “En lo absoluto; para mí es al contrario, la imagen no es una degradación, la imagen es cautivadora” (LEINER, 2008, 399). O como agrega en otra entrevista hecha por Françoise Vergès, “[e]l poema es lo que me descubre, y también la imagen poética” (2020, 48).

Va de suyo, entonces, notar que el protagonista, hablante poético, el joven negro de Cuaderno de un retorno… despliega el recuerdo de la trata moderna de esclavos negros. La manera de subvertir este trauma pareciera ser la de dejar que la naturaleza penetre en el cuerpo para que trastoque su inercia cultural e histórica. Si el delirio político racista anidado en los encauces civilizatorios de la colonización busca controlar la naturaleza, Césaire reacciona, definiéndose a sí mismo como un hombre de árbol, “y su poesía como un grito vegetal, tan vegetal como puede salir de la madera y el tam tam de los tambores” (ARANCIBIA RODRÍGUEZ, 2008, 37). El corsé ontológico del negro como un “ser” vaciado de humanidad y análogo del orden natural no-humano es fisurado cuando por la vía de una negritud que se mezcla con el cielo, el suelo y la tierra, y se enfrenta a cualquier tipo de esencialismo. En Cuaderno de un retorno… se lee:

mi negritud no es una mancha de agua muerta

en el ojo muerto de la tierra

mi negritud no es una torre ni una catedral

se zambulle en la carne roja del suelo

se zambulle en la carne ardiente del cielo

agujerea el agobio opaco de su erguida paciencia

(CÉSAIRE, 1969, 97).

Este derrotero no absolutiza una lectura histórica acerca del comercio esclavista acantonado en aquello que la literatura abolicionista ha nombrado como el Middle Passage (Pasaje del medio), inclinándose, por el contrario, hacia una tematización crítica que gravita en la imagen de la negritud y su autonomía inventiva. El Middle Passage murmura en la creación poética sin jamás estatizarse y estetizarse. Es cierto que en esto hay una inversión de la jerarquía del binarismo cromático “blanco” / “negro” que se afirma en su extremo negativo —el negro—, pero también no es menos cierto que el hecho de que dicha afirmación sea posible no se debe por una pretenciosa sustancialización ontológica del negro, sino porque combate ese hecho histórico cultural y psicológico analizado en detalle por Fanon en su trabajo Antillanos y africanos: el negro se ve y se siente blanco (FANON, 1955).

Así, Cuaderno de un retorno… es una de las expresiones poéticas y ensayísticas latinoamericanas y caribeñas que más consigue dar cuenta de cómo el Triángulo Atlántico –aquello que Juan Bosch conceptualiza como la “frontera imperial” o Paul Gilroy llama Atlántico negro– sigue trazando un “síntoma” cultural y existencial que acecha al cuerpo colonizado del negro: tematiza e instituye, siguiendo a Christopher L. Miller, el fundamento de un viaje y un retorno que, en cierto sentido, reescribe “el Atlántico francés desde el punto caribeño del triángulo” (2008, 328). En efecto, el trayecto de este cuerpo es, valga la redundancia, “triangular”: de la ciudad colonial a la metrópolis y de ahí al “país natal”. Césaire se entusiasma en resolver la “no-existencia” del cuerpo; su trágica desfamiliaridad para consigo mismo, y así inventa una travesía que pone en juego un sinnúmero de espacios, situaciones y sentidos ilustradores de cómo el cuerpo racializado no pertenece a la esfera “común” de los principios universales de Occidente. Sobresale entonces a primera vista la pregunta de a dónde pertenece el cuerpo negro; interrogante, por lo demás, paradójica, cuando su camino parte en la cuidad de origen, o sea, Fort-de-France.

En el primer movimiento del poema, la descripción famélica de Fort-de-France, la luz sombría sedimentada en sus calles, la desesperanza angustiante del espacio, todos estos elementos que pueblan la palabra poética surten una imagen que, por un lado, pretende desafiar una descendencia cultural relacionada con el proceso de aculturación sufrido por las colonias antillanas, y, por otro, exorciza los espectros históricos refugiados en los cuerpos. Aquí el desafío es poder sostener un proceso de construcción poética en el cual la consternación generada ante la tristeza colonial evite no solamente una nueva petrificación del espacio social y de los cuerpos, sino también una desolación existencial que detenga la crítica. Considerando este doble asunto, uno de los problemas principales que se le aparece a Césaire es que la desarticulación de los confinamientos del cuerpo racializado y de los supuestos occidentales sobre “lo humano” tiene como requisito indispensable e inesquivable transitar trágicamente las degradaciones físicas, culturales, históricas y existenciales del racismo anti-negro. Sortea situaciones que parecen absolutas —que muestran una supuesta inalterabilidad—, al mismo tiempo que se localiza el contexto en el que puede emerger una subversión del cuerpo para destrabar las eternizaciones de lo real:

Al final del amanecer, esta ciudad llana –expuesta, caída de su sensatez, inerte, sofocada bajo su fardo geométrico de cruz que eternamente recomienza, indócil a su suerte, muda, contrariada de todas maneras, incapaz de crecer conforme al jugo de esta tierra, perpleja, cercenada, menoscabada, en ruptura de fauna y de flora.

Al final del amanecer, esta ciudad llana –expuesta… (CÉSAIRE, 1969, 25).

Nuestro autor ve la negligencia metropolitana personificada en la muerte en las cabañas y en la insalubridad de pueblos que crecieron alrededor de las plantaciones de azúcar y pone de manifiesto “la degradación física y la fealdad moral resultante de tres siglos de abandono colonial” (Arnold, 2013, XII). La ciudad sitiada de múltiples contradicciones albergadas en el diario vivir de una muchedumbre “desolada bajo el sol, sin participar en nada de lo que se expresa” (Césaire, 1969, 27) a primera vista no ofrece refugio seguro para una ilusión crítica y emancipadora. Este primer movimiento de Cuaderno de un retorno… surte una descripción sombría de la ciudad que funciona como analogía de la sociedad colonial. Tal elección, se puede entender en la clave de un retorno de la conciencia trágica y del miserable dolor de la colonización. Como lo señala el hablante, “[…] y este país gritó durante siglos que somos unos brutos; que las pulsaciones de la humanidad se detienen ante las puertas de la negrería; que somos un estercolero ambulante horriblemente prometedor de cañas tiernas y de algodón sedoso” (Ibid., 81). En esta secuencia, el negro se enlaza con una postración moral y un sentido disminuido del Yo directamente relacionados con el proceso colonial y sus instituciones culturales. Si en el cuerpo acontecen los eventos y las prácticas culturales del colonialismo, lo interesante es advertir cómo también en él aparece un claro deseo por destrabar las sedimentaciones sociales supuestamente inalterables del mundo en el que habita; es decir, cómo en esa ciudad menoscabada, sellada por el hambre y la miseria, sobresale desde el cuerpo mismo una resistencia al racismo. Esto último se ve de manera parcial en la breve secuencia de la Navidad, donde, en palabras de A. James Arnold, la población se desarticula productivamente “en partes del cuerpo (bocas, manos, pies, glúteos, genitales)” (ARNOLD, 2013, XII).

Un conjunto de signos corporales vive en función de la textura comunitaria y liberadora figurada en el precoz recuerdo del espacio hogareño. Césaire escribe que en la Navidad “no cantan únicamente las bocas, sino las manos, sino los pies, sino las nalgas, sino los sexos, y la criatura toda que se licúa en sonidos, voz y ritmo” (CÉSAIRE, 1969, 39). El hogar se dibuja a la manera de un espacio que por momentos no se integra a la vida agónica que puebla las calles. Césaire cree esto a sabiendas de que en el recuerdo de la infancia de una Navidad antillana germina una afectividad vibrante, intensa y rica en subversiones corporales: única imagen que por el momento se opone a la trágica vida devastada de la ciudad. No obstante, el recuerdo infantil no aminora los efectos del diluvio apesadumbrado y protagonizado por las podridas aguas del colonialismo. Y así el hablante parte a la metrópolis, iniciándose de esta forma la reescritura del Triángulo Atlántico:

Al final del amanecer, el viento de antaño que se levanta, fidelidades traicionadas, el deber incierto que se esquiva y ese otro amanecer de Europa...

Partir.

Como hay hombres-hienas y hombres-panteras, yo seré

un hombre-judío

un hombre-cafre

un hombre-hindú-de-Calcuta

un-hombre-de-Harlem-que-no-vota (Ibid., 1969, 45).

Es en esta nueva secuencia del poema donde se enuncia una posible reconexión con el mundo africano; con aquellos valores perdidos por la trata de esclavos. Césaire traza una inversión del Triángulo Atlántico constatada no solamente a partir de lo que Grüner define como un retorno indirecto –“vuelta a África, pero vía Francia, sus instituciones, su lengua, su literatura; retorno que se resume en la formula Caribe > Francia > África´”(GRÜNER, 2010, 464)–, sino también, y más importante aún, desde lo que Miller entiende como una “corrección” de la condición hasta ese entonces inalterable y establecida por el comercio de esclavos: “(…) la represión de África en la cultura francesa del Caribe, la imposibilidad de retorno” (2008, 329). De la misma forma, si observamos con atención la cita anterior del poema, resulta oportuno notar que cuando el hablante dice: “[…] como hay hombres-hienas y hombres-panteras, yo seré / un hombre-judío / un hombre-cafre / un hombre-hindú-de-Calcuta / un-hombre-de-Harlem-que-no-vota” (Césaire, 1969, 45) no solamente ocupa lugar un evidente juego lingüístico-textual hábil en parodiar el capricho tipográfico de la filosofía existencialista –“estar-en-el-mundo” (el in-der-Welt-sein de Heidegger) y “hombre-en-el-mundo” (l’homme-dans-le-monde de Sartre), por ejemplo–, sino, asimismo, una novedosa acentuación de variadas significaciones geoculturales que tensionan el sistema de representación que fija a las diferencias en fuertes fronteras identitarias homogéneas: una figuración de existencias y experiencias múltiples histórica y culturalmente desplazadas por el racismo moderno –el negro que vive en el Harlem de los años 20 o el judío que se encuentra en la Europa de entreguerras, entre otros sujetos–.

El joven negro que ha escapado de la isla se moverá por distintos terrenos y transfiguraciones que van de lo personal a lo colectivo: de hiena a hindú de Calcuta, de pantera a hombre de Harlem que no vota. Lo señalado por Miller acerca de la “corrección” hecha por Césaire sobre la noción de retorno guarda estrecha relación con estas diversas transfiguraciones. Cuando éstas aparecen se fracturan las demarcaciones de Identidad, lo cual habría sido imposible si el cuerpo no transitaba un viaje “de retorno” en la búsqueda de su pertenencia, que en el caso particular de este momento del poema aparece como múltiple. En este momento de Cuaderno de un retorno… se observa la modulación cesaireana del retorno a partir de la cual se ven dos cosas: exterminar la sedentarización cultural impuesta por la metrópolis y reelaborar el trágico trayecto triangular del cuerpo esclavo. Haciendo un contrapunto con la primera secuencia del poema, si en ella abundaban las imágenes de un reino embrujado por la inmovilidad y el estancamiento, en este otro movimiento, en cambio, se despierta lo polimorfo y lo múltiple; un “regreso al Caribe como la nueva conciencia Atlántica que surge de ese retorno” (MILLER, 2008, 332). La conciencia se transforma en trascendencia cultural en el momento mismo de la rememoración y restauración del recorrido histórico de un cuerpo socialmente asesinado por la modernidad blanca: cuerpo que alberga la promesa de una reivindicación política, cultural y existencial. Dice Césaire:

Partir. Mi corazón zumbaba de generosidades enfáticas. Partir... yo llegaré liso y joven a ese país mío y diré a ese país cuyo barro entra en la composición de mi carne: "He vagado durante mucho tiempo y vuelvo hacia el horror desertado de tus llagas."

Iré a ese país mío y le diré: "Abrázame sin temor...

Y si sólo sé hablar, hablaré para ti."

Y le diré todavía:

"Mi boca será la boca de las desdichas que no tienen boca; mi voz, la libertad de aquellas que se desploman en el calabozo de la desesperación."

Y viniendo me diré a mí mismo:

"Y sobre todo cuerpo mío y también alma mía, guardaos de cruzar los brazos en la actitud estéril del espectador, porque la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un proscenio, porque un hombre que grita no es un oso que baila..." (CÉSAIRE, 1969, 49).

Aquella nueva conciencia Atlántica que Miller localiza en el retorno de Cuaderno de un retorno… sugiere una reescritura del Triángulo en la cual el ejercicio de rememoración, abarcando todo el Atlántico y más allá, no es posible sellarlo en una simple vuelta a África. La relevancia particular de la negritud en es este momento la de convertirse en una imagen subversiva, en la que su énfasis crítico radica en su fuerza como tropo más que en su explícito significado “racial” (MARRIOTT, 2016, 41). Por consiguiente, la idea de un “mito” negro rápidamente es puesta en cuestión por una noción de retorno donde la negritud asume la potencia del signo y no del mito, del tropo y no del origen, de la imagen y no del Concepto. Su horizonte es, más que nada, des-sustancializar el pasado de la diferencia colonial sin evadir, por un lado, la angustia trágica y sacrificial de reencontrarse con aquel –con el Middle Passage– y, por otro, el afán de proyectar un porvenir de lo múltiple sin las determinaciones hechas en nombre de las dicotomías raciales. La complejidad que subyace en esta secuencia del poema se sintetiza en un intento por entroncar la epopeya poético histórica de un sujeto que intenta familiarizarse con África con un cuestionamiento de la imagen racial a la que ha sido atado dentro del imaginario blanco. Sobre esto último, consiste principalmente la célebre escena del negro en el tranvía que el hablante poético ve en la metrópolis: “Un negro sin pudor y los dedos gordos de sus pies reían burlonamente de una manera bastante hedionda en el fondo del cubil entreabierto de sus zapatos” (CÉSAIRE, 1969, 85).

Aquí hay un intento por desdoblar los lugares de la negritud dentro de un cuerpo “otro” que el mismo hablante mira. La degradación de la mirada, por lo tanto, adopta un signo particular, el cual resulta indisociable de una negritud, en el sentido como la entiende Hall, que se muestra como una construcción “compuesta de manera compleja, siempre se construye históricamente. Nunca está en el mismo sitio sino que siempre es posicional” (HALL, 2010, 327). Parafraseando a Arnold, Césaire, entonces, “multiplica los significantes de la negritud que denotan claramente su ser físico y moral. Siglos de deshumanización han producido una ´obra maestra de la caricatura´” (ARNOLD, 2013, XII). Al despliegue de un cuerpo histórica y socialmente ausente se le agrega ahora la terrible bofetada trágica de ver el cuerpo de “su hermano de color” a partir de las referencias del mundo blanco. Lo que se revela así es una experiencia en la que el cuerpo que mira –el del hablante; el de Césaire–, inclusive habiendo protagonizado un viaje por el Atlántico; habiendo hecho la ruta esclavista de sus antepasados, se encuentra por momentos preso de la educación colonial; de la aculturación antillana.

El papel poético e histórico desempeñado por el cuerpo de Cuaderno de un retorno… no se agota acá, pues en un posterior momento, al contrario de la secuencia antes mostrada, se convierte en protagonista de una metamorfosis político cultural desde la cual sobresale la faceta más radical de la negritud: la estructura decadente de la ciudad colonial y el apresamiento de la mirada blanca resultan interrumpidos por un desplante poético que ilustra una renovación -una fundación proyectada por la tragedia del periplo del cuerpo- primero introspectiva y espiritual, y luego colectiva: la imagen debe encontrar al cuerpo para así renovarlo y salvarlo de su trágico asedio colonial. Las ilusiones mitológicas y el escenario de una cataclismo monumental y sacrificial refuerzan una visión “mágica” de las Antillas (o África) y una dirección por la cual el cuerpo se convierte una invención original frente al dictum racializador de Occidente:

[…] y la determinación de mi biología, que no es prisionera

de un ángulo facial, de una forma de cabellos, de

una nariz suficientemente chata, de una tez suficientemente

melánica, y la negritud, que ya no es un índice

cefálico, o un plasma, o un soma, se mide con el compás

del sufrimiento

y el negro cada vez más ruin, más cobarde, más estéril,

menos profundo, más disperso hacia fuera, más

separado de sí mismo, más astuto con sí mismo, menos

inmediato con sí mismo

acepto, acepto todo esto

y lejos del mar de palacios cuyas olas rompen bajo

la sicigia supurante de las ampollas, maravillosamente

acostado el cuerpo de mi país

en la desesperación de mis brazos, con sus huesos agitados y, en las venas,

la sangre que vacila como la gota de leche vegetal en la punta herida del bulbo... (CÉSAIRE, 1969, 113).

No deja de sorprender cómo en esta secuencia de Cuaderno de un retorno… los componentes del cuerpo y sus secreciones –la nariz, la melanina “negra”, las ampollas, los huesos, las venas, la sangre, la herida– se entrelazan con la geografía, haciendo evidente la costura real de ese “país natal” al que retorna el hablante. La renovación del cuerpo negro es pensada en alianza con sus órganos dispuestos finalmente en un escenario aparentemente no coartado por el imaginario colonial: “Y para mí mis danzas / mis danzas de mal negro / para mí mis danzas / la danza rompe-argolla / la danza salta-prisión / la danza es-hermoso-y-bueno-y-legítimo-ser-negro” (Ibid., 127). Este autorreconocimiento de un “ser negro” ilustra de qué manera el poema va de lo visual a lo táctil, para después volver nuevamente a lo visual. El cuerpo sobresale ya no como propiedad esclava de un Otro, ni preso de la vergüenza. Sobresale como propio y fuente de orgullo: devenir de un cataclismo trágico y profético de la diferencia.

Al final del poema la negritud abre una nueva deriva crítica frente a los binarismos de identidad al distanciarse de su génesis y arribando a otro lugar, inclusive cuando sigue manteniendo el carácter estratégico de la cromaticidad “oscura” en su lucha contra el imaginario blanco. La fragmentación de las imágenes con la que se “cierra” el trayecto aparentemente resuelve el problema de la alienación, pues la conciencia del hablante se libera encaminado hacia una fuerte identificación con su “país natal”, lo que perfectamente habla de un “cierre” inconcluso o una apertura inmóvil rubricada por el fin del poema. Un claro ejemplo de esto es la abrupta conclusión con la que termina: “Yo te sigo, impresa en mi atávica córnea blanca / sube lamedor de cielo / y el gran agujero negro donde yo quería ahogarme / en la otra luna / es allí donde quiero pescar ahora la lengua maléfica / de la noche en su inmóvil vidriación.” (Ibid., 127).

Acá vidriación o veerición son traducciones del neologismo verrition que crea Césaire, el cual también ha sido interpretado como “balanza”. En tanto neologismo, ha sido difícil lograr una traducción “exacta”, ya que, como convincentemente argumenta James Clifford, “la indeterminación radical es la esencia del neologismo. Ningún diccionario de etimología puede desentrañar el significado, ni lo puede la intención (rememorada) de un inventor” (CLIFFORD, 1998, 216). Veerición se puede entender, siguiendo a Clifford y también a Grüner, como un ejercicio de escapar, a la manera de barrer o revolotear (Clifford), o, en cambio, como abarcar de un lado a otro con la mirada (Grüner). Digámoslo sin rodeos: “cimarronear”. Veerición es el piso de una huida epistemológica del racionalismo occidental y el sostén de una Identidad más amplía –identidad de lo alterno, no de lo idéntico– entrelazada con la fuerza de la naturaleza. Dicho neologismo da cuenta de una huida de los saberes absolutos sobre el “ser negro” y su cuerpo. Insistiendo en la potencia inventiva de la imagen en Césaire, esta huida, por consiguiente, toma la cara de una proyección existencial y cultural hacia lo inventivo, circundada, al mismo tiempo, por una visión profética, donde la imagen puede y debe construir nuevas configuraciones en las que el lenguaje colonial se convierta en algo en vías de perecer. La agencia del sujeto y su cuerpo dentro de Cuaderno de un retorno… destrona su quietud pretérita y se abre en una violencia trágica como antesala de una creación multitemporal e indeterminada.

3. Experiencia vivida y el salto (inventivo) en la existencia: Frantz Fanon

Ubicarse en el intersticio de dos ontologías, de dos narcisismos -el “blanco” y el “negro”- no significa extraerse de la Historia. Es, muy por el contrario, asumirla y pasarle el bisturí crítico a los arquetipos que cosifican al cuerpo. En ese trayecto, verse maniatado por la piel, aceptando el irrecusable destino de tener que enfrentar su propia imagen, una imagen que lo saca y lo integra al mundo, que lo hace “morir en vida”, que lo coloca en la fluctuación de “presencia/ausencia”, no puede tratarse más que de una tragedia protagonizada por un cuerpo que inadecua los cálculos de todo “ser”. La experiencia vivida del negro, capítulo V de Piel negra, máscaras blancas de Fanon, consiste, en términos generales, en una interrogación fenomenológica trágica dirigida por desnudar y destronar esas imágenes conjugadas en esquemas, mitos, fantasías e historias sobre el negro. Dicho acápite abre con el grito de una niña espantada que mira a Fanon: “´¡Sucio negro!´ o simplemente, ´¡Mira, un negro!´” (2015, 111). Es como si el paso de una existencia a la inexistencia no pudiera ser conceptualizado de otra forma que no sea mostrando el crudo espesor de un grito de espanto que funda una pérdida irreparable para el cuerpo. Fanon ahí sigue:

Yo llegaba al mundo deseoso de develar un sentido a las cosas, mi alma plena del deseo de comprender el origen del mundo y he aquí que me descubro objeto entre otros objetos.

Encerrado en esa objetividad aplastante, imploraba a los otros. Su mirada liberadora, deslizándose por mi cuerpo súbitamente libre de asperezas, me devolvía una ligereza que creía perdida y, ausentándome en el mundo, me devolvía al mundo. (Ibid., 111)

Fanon escribe La experiencia vivida…en 1951, un año antes de la publicación de Piel negra…, como un ensayo incluido en el número especial de la revista francesa Esprit titulado El lamento del negro (La plainte du noir). No resulta desacertado decir que este trabajo de Fanon perfectamente se puede leer como una zona insular dentro de Piel negra… y de El lamento negro: es escrito antes de la publicación del primero y es el único escritor negro del segundo. Robert Bernasconi señala que esta particularidad La experiencia vivida… habla de un primer fracaso, a pesar de su lucidez, “al menos en términos de formular una respuesta eficaz al racismo” (2012, 40). Esta anotación no resulta menor porque leer La experiencia vivida… es indagar en la auscultación de un fracaso: el del reconocimiento. Este fracaso, aun así, se muestra revestido de una enorme paradoja: el cuerpo es “exiliado” del mundo afectivo y a la vez fijado dentro del mismo. Con lo cual, la siempre tan socorrida afirmación fanoniana de que “para el negro no hay más que un destino. Y es blanco” (FANON, 2015, 44) tiene en La experiencia vivida… un efecto complejo y trágico: el camino del cuerpo hacia la desalienación solo es posible por la vía del lamento, del llanto, para de ahí abrirse a la invención.

Como se puede constatar, lo extraño, lo ajeno, ese cuerpo convertido en “falla” por el simple grito de “´¡Sucio negro!´”, es condenado al ostracismo por una identidad blanca convencida de que el negro trasluce una amenaza, un agujero del “ser”, una desviación de la cual el mundo debe desprenderse. Al decir de Gordon, “[e]n presencia de un hombre blanco, un hombre negro se erige como un enorme agujero negro del ser para ser llenado por la presencia blanca” (2000, 125). Lo que esto trae como consecuencia es el ejercicio de una razón de dominio enfrentada al severo problema de en todo momento y lugar tener que producir y reproducir los privilegios de algunos cuerpos y la desposesión de otros. Fanon recuerda en Piel negra… que “[l]a colonización es la atenuación de los sentidos, el establecimiento del cuerpo en muerte social, en tanto que cuerpo experimenta y respira su potencialidad como muerte, que por lo tanto trabaja y reproduce su fuerza en el ámbito somático y afectivo.” (2015, 209).

El cuerpo en la experiencia de Fanon entra en un primer momento movilizado por un deseo: “develar el sentido de las cosas”. Busca participar de la realidad consagrándose a la tarea de ejercer la pasión de su conciencia, de explicitar el sentido de del mundo espacial, de transitar la epifanía de su existencia subjetiva, pero, ni bien desea esto, rápidamente se ve objeto, cayendo preso, sin quererlo, de una verdad objetiva y aplastante: para los otros es solo un negro. Este proceso —que es la experiencia del mismo Fanon— remite a la idea de un cuerpo habitado por una alteridad casi radical, y ello se puede ver en la medida en que nuestro autor propone una experiencia alternativa del cuerpo; es decir, inventa una experiencia fenomenológica que para los cuerpos negros paradójicamente no es nada nueva. La explicitación de los momentos en los que el cuerpo es marginado de su encuentro afable con los otros con el grito de “´¡Sucio negro!´” no hace sino mostrar la constitución de un cambio en el propio cuerpo para que no acontezca cambio alguno en su espacio extracorporal.

Lo que ha sucedido, más bien, es una dilatación del cuerpo: este ha sido abruptamente fijado cuando creía no estarlo; se ha visto a sí mismo como negro cuando sospechaba no serlo (“me devolvía una ligereza que creía perdida”, dice Fanon). Se ha constituido en el elemento privilegiado de la mirada del Otro cuando pensaba que era uno más, y, aun así, es devuelto al mundo. Todo esto confirma que el espacio colonial no muta, sino se reproduce trágicamente. Fanon parte con una actitud ilusa —obra engañado—, el mundo lo expulsa y después lo “acoge”. La dilatación comandada por este proceso se entronca con lo que decíamos antes sobre la imposibilidad del reconocimiento: es desterrado del mundo, se ausenta, y después es devuelto. El cuerpo, por consiguiente, sufre lo que Emanuela Fornari define como inclusión excluyente o inclusión diferencial (2017, 138). Desnudar los engranajes del proceso por el cual el cuerpo no es convertido en una exterioridad absoluta, sino reducido a una función de falta constitutiva —sale y vuelve a entrar del mundo—, advierte que los desplazamientos y postergaciones son siempre procesos atrofiados, lo cual, en un sentido estricto, tiene relación con el temor del colonialismo de que dicho cuerpo devenga en la forma de una exterioridad absoluta. El blanco, desde luego, es producto acá de un juego en el que su estabilidad depende de su necesario contraste con aquello que le “falta”, de modo tal que el grito “´¡Sucio negro!´” no solo devela una exclusión, sino también una inclusión; no solo una ausencia, sino también una presencia, convertida en indispensable en el marco de un juego perverso. Le debemos a Homi Bhabha concentrarse en la complejidad de esta operación:

No es el Yo colonialista o el Otro colonizado, sino la perturbadora distancia ínter-media [in-between] la que constituye la figura de la otredad colonial: el artificio del hombre blanco inscripto en el cuerpo del hombre negro. Es en relación con este objeto imposible que emerge el problema liminar de la identidad colonial y sus vicisitudes (BHABHA, 2002, 66)

Que Fanon vea esto desde el lugar del excluido, desde el subordinado de la dicotomía “blanco” / “negro”, desde lo diferido, confirma un posicionamiento radicalmente antiesencialista que, en muchos casos, coincide con el rechazo de toda posición metafísica. Insistimos que es su propia experiencia la que está en juego, es la construcción racial de su piel la que está puesta en entredicho, es su construcción como hombre negro la que busca ser puesta en cuestión desde un lugar diferencial, o desde la otredad, como apunta Bhabha.

No resulta menor que la entrada del cuerpo del colonizado negro al mundo es algo que el mismo Fanon nos obliga a pensarlo en una clave fenomenológica, pero, paralelamente, nos muestra que la fenomenología tradicional es incapaz de explicar críticamente la liminalidad del cuerpo racializado y los vaivenes de su identidad: es negro, pero cree tener derecho de trazar el mundo con sus otros, esos mismo que los excluyen y después lo fijan en una identidad inferior, en una cosa sobredeterminada desde el exterior. “[T]ropiezo y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fija, en el sentido en el que se fija una preparación para un colorante. Me enfurezco, exijo una explicación ... Nada resulta” (FANON, 2015, 111). En el orden de la representación racial, el cuerpo negro es asimilado por los otros como una cosa —en en-sí, en lenguaje sartreano— sometida a los bastardeos de sus mirada y a la historicidad del odio que se conjuga en ella. Este descenso del cuerpo hacia una suerte de identidad consumada de antemano —la del negro— contiene un lamento existencial capaz de abrigar la pregunta sobre si es posible trazar una experiencia vivida cuando él mismo se ve como objeto. Fanon entiende que verse negro es mirarse desde el punto de vista de un Otro, cuestión que no deja de ser inquietante por más obvio que esto parezca en los marcos de la alienación. Que siempre sea un descubrimiento perturbador significa no naturalizar la jerarquía binaria, y es por eso que Fanon exige una explicación que nunca llega. Se podría decir, haciéndonos valer del lenguaje existencial, que “desocultar” no se convierte acá en una estrategia que pretende reparar los escollos entre el Ser y el mundo —es decir, la búsqueda de un vínculo ontológico originario capaz de informarnos sobre la verdad—, sino es un descubrirse a sí mismo como objeto entre los otros.

Lo que salta a la vista en La experiencia vivida..., entonces, es una suerte de “excepcionalidad” fenomenológica a partir de la cual la intencionalidad para Fanon no puede obrar si no es haciendo ingresar al objeto-cuerpo a las tramas históricas del colonialismo. No obstante, hay algo que sigue resultando enigmático en este ejercicio. Y es que el cuerpo mismo de Fanon es el que se interroga. Pareciera no haber otra posibilidad para informarse de su propia realidad y de los efectos históricos de la dicotomía racial si no es la de asumirse y verse como un cuerpo negro, aun a sabiendas que esto implica por momentos descansar en una mirada de sí mismo que lo perturba, que no se corresponde con lo que desea y quiere ser, o de quedar atrapado en la trampa ontológica del esquema binario. Gordon entiende esto bajo la estela de un corte epistemológico radical caracterizado por idear una opción crítica en un contexto donde parece no haber más alternativas disponibles: una aproximación poscolonial/fenomenológica que se compromete con suspender las ontologías (GORDON, 2009, 152).

La afirmación de Gordon no deja de ser relevante para nuestros propósitos, pues si bien lo primero que aparece en el ejercicio fanoniano es un lanzarse a la existencia histórica, para desde ahí retraerse y mirar a su alrededor en la clave de una fenomenología, también es un trayecto crítico donde, en sus palabras, “la tara debe ser expulsada de una vez por todas” (FANON, 2015, 77). La particularidad exegética de esta operación se hace notar de inmediato cuando es el cuerpo tallado en el grito de “´¡Sucio negro!´” lo que se transmuta en espacio y detonante de la interrogación, y no un “ser del negro” que por fuera de la Historia se arroja en el colonialismo buscando un resguardo ontológico. El peligro de la ontología, podemos decir, ya está explicitado en Fanon cuando el punto de partida de la experiencia vivida es su propio cuerpo, y no otro, ubicado precisamente en el intersticio de una vida articulada en las taxonomías de lo Mismo y lo Otro, y lo Blanco y lo Negro, las cuales se deslizan en la forma pares jerárquicos virtualmente incomunicados entre sí.

Por otro lado, notemos que en la experiencia de Fanon la aporía de la presencia/ausencia del cuerpo no acontece en el terreno de una dialéctica progresiva, sino en el de una interrupción del binarismo racial; es decir, en una especie de dialéctica suspendida. Aquí, poner en juego la diferencia entre lo históricamente posible y lo históricamente imposible cifra un rechazo a lo que ha sido aceptable para un continuum histórico donde el pasado sobrevuela un esquema teleológico fundado en un sentido civilizatorio, colonial y moderno. Por lo mismo, a pesar del papel que desempeña la Historia en las prácticas de sujeción colonial, Fanon se arriesga en todo momento a no aferrarse a su sentido de verdad intentando trascenderlo por medio de la interrupción y el quiebre temporal “traumático” / trágico que tiene límites en su propio cuerpo.

Resucitar viejas quemaduras para armonizarlas y convertirlas en la médula consciente de una experiencia que choca brutalmente con el ahogo constante de la situación colonial, da cuenta, entonces, de un movimiento que, a primera vista, puede ser definido desde lo que el filósofo Francis Jeanson en su prólogo de Piel negra… llama “experiencia-límite”: “reproducir, ante todo, de una u otra manera, la fase de desintegración: paso por la nada, descendimiento a los verdaderos Infiernos” (1970, 15). Como se puede vislumbrar, no hay situación que no sea la de escollos y trampas; la de verse tenazmente preso en un mundo poblado de fantasías, artificios y mitos. “¿Dónde situarme? O, si lo prefieren: ¿dónde meterme?”, dice Fanon (2015, 113). Despertar sorpresivamente del estéril sueño de una comunión humana en un contexto donde el sentido de lo humano se encuentra en permanente desahucio se convierte en un trauma inesperado para el évolué antillano. Fanon, de manera pormenorizada, asume las complejidades de esto, llevándolas hasta el punto de la incomprensión; caída abismal del cuerpo en el suelo dilacerado de una inhumanidad sellada en una falsa existencia —una existencia que no es tal— difícil de conceptualizar si no es por medio del lenguaje “teriomórfico destinado a describir animales” (GORDON, 2015, 242). “Llego lentamente al mundo, acostumbrado a no pretender alzarme. Me aproximo reptando. Ya las miradas blancas, las únicas verdaderas, me disecan. Estoy fijado.” (FANON, 2015, 115).

Desde este punto de vista, veamos primero cómo el pasado para Fanon no es un núcleo estático. Al contrario, es un suceso, un movimiento, un proceso que reviste el presente de las situaciones analizadas por Fanon, y cuya aparición introduce algo completamente nuevo en la experiencia vivida: una reinvención política “que comienza con la interrupción o la fractura, no con la memoria o el recuerdo, y no puede sino parecer violenta para el uso en la política, la negación y la afirmación.” (MARRIOTT, 2018, 238). En los límites establecidos por signos raciales congelados históricamente, el pasado aparece difuso, distorsionado y en muchos momentos ininteligible. Por lo tanto, Fanon abraza un sentido existencialista del pasado, como si este le impidiera, de una vez y para siempre, autocrearse; inventarse. Precisamente porque entiende —similar a Jean-Paul Sartre— que existir en un presente no es dejarse determinar por el pasado, sino es hacer que un futuro se anuncie y anuncie qué somos, que solo este último es lo que finalmente descubre el sentido tanto del presente como del pasado.

Esto último se ve con más claridad cuando en el orden de la fenomenología de Fanon interrogar el cuerpo es interrogarse a sí mismo, al mismo tiempo que es, insistimos, preguntarse por lo “otro” “de sí mismo” de la autofundada identidad del blanco. Todo ello asoma que a los engranajes de una experiencia que intenta no tomar la actualidad como definitiva se le hace muy difícil sostener la búsqueda de un origen pretérito perdido del negro —la ontología de un “ser” negro—. Aquí reside para nosotros el profundo nexo entre afirmaciones como “[n]o tengo derecho a dejarme enviscar por las determinaciones del pasado” (2015, 189), advertida por Fanon al final de Piel negra…, con una experiencia vivida donde uno de los centros neurálgicos de su pulsión trágica es una fusión entre el presente y el pasado imposible de operativizar si, por un lado, no se sacrifica la imagen ontológica del negro y, por otro, no se vincula con una descripción de la atmosfera sinsentido del espacio colonial:

Mientras que el negro este en su tierra, no tendrá, excepto con ocasión de pequeñas luchas intestinas, que poner a prueba su ser para los otros. Tendrá, por supuesto, el momentos de “ser para el otro” del que habla Hegel, pero toda ontología se vuelve irrealizable en una sociedad colonizada y civilizada. Parece que esto no ha llamado lo suficiente la atención de los que han escrito sabre la cuestión. Hay, en la Weltanschauung de un pueblo colonizado, una impureza, una tara que prohíbe toda explicación ontológica (Ibid., 111).

Ato Sekyi-Out define este momento de la experiencia como un “realismo visionario” por el hecho de que Fanon evita caer tanto en una hipostatización de la raza como en su evasión excesiva. Según este autor, Fanon “rechaza la tentación reactiva de sacar de la opresiva racialización de la experiencia una ontología social y moral centrada en la raza” (2011, 57). Tal aspecto toma relevancia en la experiencia fanoniana al momento de detenerse en los problemas de la mirada y los esquemas-corporales. Oportunamente podemos advertir que cuando Jeanson habla de una bajada a los verdaderos infiernos cimenta una argumentación encaminada por mostrar cómo Fanon exhibe que no alcanza con que el negro “esté entre los suyos”, pues “[u]n negro se comporta de forma distinta con un blanco que con otro negro.” (FANON, 2015, 49). Con particular dureza, se consigue calibrar la mirada del Otro con un proceso en el que la alienación del cuerpo se engarza con un autodescubrimiento, digamos por el momento, “vergonzoso”: quiere ser Otro porque se ve “feo” en un fuego que no es otra cosa la mirada ajena. A lo largo de Piel negra… Fanon juega con el analogía “Negro=Feo” para mostrar no solo el poder de un “maniqueísmo delirante”, el cual según Bhabha es puesto en cuestión mediante una “performance de autoimágenes” (2002, 63), sino también de qué forma el cuerpo es convertido gracias a la mirada en el envés negativo — “falla”— de lo “Blanco=Bello”. No obstante, esto siempre es a destiempo; es decir, se da con un ritmo discontinuo, porque inclusive en el complejo y difuso vozarrón de verse negro el cuerpo está igualmente pagándole una membresía a la mirada del blanco, pues, hemos dicho, aun cuando él se ve así mismo, lo hace desde una mirada ajena; desde un mirar que se desprende cultural e ideológicamente desde otro cuerpo.

“Feo” o “Negro”, el cuerpo es visto, ordenado y administrado en un espacio donde la entereza del binarismo cromático se vuelve nociva y fantasmática. Según Bhabha, un lugar que “ningún sujeto puede ocupar singularmente o con fijeza, y en consecuencia permite el sueño de la inversión de papeles” (2002, 65). El análisis de este autor galvaniza el problema de la mirada en Fanon con la cuestión del deseo, y esto no deja de ser relevante. Pero no el deseo de proyección —el existencialista hacerse a sí mismo retrasado en la experiencia vivida que sufre un destino trágico—, sino el deseo psíquico de querer ocupar el espacio del Otro. Bhabha recurre a la célebre observación fanoniana de la mirada de lujuria del colonizado en Los condenados de la tierra: “La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo. Todos los modos de posesión: sentarse en la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso” (FANON, 1965, 34). De acá se desprende una mirada la identificación en la clave de analítica del deseo. La identificación del cuerpo con el cuerpo del Otro siempre es incompleta y se da en el orden de una desarticulación del esquema corporal del primero. Por eso que se le demanda una justificación.

Sin embargo, hay una cuestión que Bhabha pierde considerablemente de vista, y esto pasa, quizá, por no detectar que en la escritura de Fanon mora otro deseo: el de hacerse así mismo. Como dice en la experiencia vivida, “quería simplemente ser un hombre entre otros hombres.” (FANON, 2015, 113). La lucha, entonces, adquiere un talante casi partisano, pues, si bien resulta sumamente acertado reconocer que desde Fanon se desprende un quiebre de “la metáfora de la visión cómplice de la metafísica occidental del Hombre” (BHABHA, 2002, 63), no obstante, el campo visual configurado por el binarismo cromático es fracturado fundamentalmente debido a que la experiencia vivida muestra el perverso movimiento por el cual dicho campo niega algo que necesita, excluye algo que integra, clausura algo que vuelve presencia; es decir, la única manera de que mantenga su entereza es consiguiendo que la identidad que lo organiza no solo excluya hacia una especie de inexistencia social a un cuerpo ensamblado en la figura de lo inhumano al haber sido medido por su color de piel —o sea, medido a través de lo que se puede mirar, de su apariencia—, sino también lo incluya, pues el cuerpo que mira para construirse a sí mismo como patrono del orden visual necesita paradójicamente de la presencia del cuerpo mirado; cuestión que no hace otra cosa que revelar la naturaleza parasitaria de la autofundada identidad blanca.

En este punto es donde cobran relevancia la relación trágica con esquemas-corporales. Insistimos en esto, porque que la experiencia fanoniana cala un destino trágico. Se tiene que disolver —la “experiencia límite” que describe Jeanson— no sin antes forzar sus representaciones, llevándolas hasta un punto donde lo absurdo de la raza se vuelva invivible. En un primer instante, el cuerpo racializado no encuentra una familiaridad cinestésica con el cuerpo del Otro ni tampoco habita un mundo en el que “aparentemente” la percepción del “ser-mundo” jalona indistinciones corporales. La distinciones y los arrojos son muchos, tantos que se tornan invivibles hasta la náusea, hasta la explosión, tal y como evidencia Fanon al principio de la experiencia vivida: “Exploto. He aquí los pequeños pedazos reunidos por un otro yo.” (FANON, 2015, 111). Con lo antedicho, podemos ahora ingresar al corazón del primer esquema propuesto por Fanon. El esquema histórico-racial:

Yo había creado, por encima del esquema corporal, un esquema histórico-racial. Los elementos que había utilizado no me los habían proporcionado ‘los residuos de sensaciones y percepciones de orden sobre todo táctil, vestibular, quinestésico y visual’, sino el otro, el blanco, que me había tejido con mil detalles, anécdotas, relatos (Ibid., 112).

Fanon muestra la presencia abrumadora de un velo histórico-racial que frena la constitución plena de su esquema corporal en clave de como Maurice Merleau-Ponty lo reflexiona en su Fenomenología de la percepción. La potencial comunión fenomenológica cuerpo-mundo es destrozada por mitos, historias y fantasías racistas alojadas en el cuerpo. Las posibilidades de escapar de este organigrama histórico-racial son, a simple vista, escasas, o casi nulas en el orden de lo accional, pues su huella es la efectividad latente de la potencia paralizadora de los encuentros negrofóbicos y la violencia concentrada en los imperativos dicotómicos de la raza. La conciencia actuante se angustia, ya que se ve presa de la Historia de los otros; una Historia que lo deshumaniza; que le impide entrelazarse con los cuerpos de esos otros. La experiencia, por lo tanto, adviene como un cúmulo de interrupciones que asedian al esquema corporal, impiden su constitución, convirtiéndolo en un desecho fantasioso del mundo real y un sostén de mitos históricos que no hacen más que estimular el freno constante de sus acciones positivas: no hay un “ser-social”.

En consecuencia, como siempre es un cuerpo insuficiente para el mundo, la única manera de confirmar dicha insuficiencia es, a partir de su propia y (nuevamente) paradójica presencia, planificar codificaciones históricas capaces no solo de reproducir el arco gigantesco de abyecciones raciales, sino también de aceitar la oposición maniquea erigida por el dominio colonial. Como sintetiza Gilroy, “[e]n el dominio colonial, Fanon presenta la oposición maniquea de esos enormes agregados codificados por colores ´negro´ y ´blanco´ como una catástrofe (…) Toda la violencia original de ese evento se concentró entonces en una forma condensada y suspendida pero no obstante traumática, dentro del lenguaje de los imperativos raciales” ([destacado nuestro] 2004, 42). El cuerpo, estando completamente encerrado sin posibilidad de proyectarse, sufre una abolición radical de toda iniciativa autónoma. La tematización de la angustia tiene en este momento un pliegue que resulta central, ya que la epidermis misma sobreviene como un ordenador global del mundo colonial. En ese lugar, el contacto con el mundo se vuelve agudamente agresivo, el cuerpo es arrastrado a una especie de no-lugar y la piel se convierte en una especie de veneno capaz de fraguar una obliteración existencial literalmente extrema. La idea de “experiencia limite” no se demora y se complejiza aún más, revelando finalmente todo un espacio extracorporal asediado por un esquema epidérmico-racial que se sobrepone al anterior esquema:

Entonces el esquema corporal, atacado en numerosos puntos, se derrumba dejando paso a un esquema epidérmico racial. En el tren, no se trataba ya de un conocimiento de mi cuerpo en tercera persona, sino en triple persona. En el tren, en lugar de una, me dejaban dos, tres plazas. Ya no me divertía tanto. Ya no descubría las coordenadas febriles del mundo. Existía triple: ocupaba sitio. Iba hacia el otro... y el otro evanescente, hostil, pero no opaco, transparente, ausente, desaparecía. La náusea… (FANON, 2015, 113).

En este pasaje pareciera ser tan amarga la sensación del mismo Fanon frente a las representaciones, los confinamientos y las miradas externas, que, inclusive alejado del mundo y de los otros, su cuerpo concretamente explota, literalmente no existe y de ahí su desconsuelo existencial: su propia explosión nauseabunda; única marca autónoma, única reposera trágica de lo propio en un mundo horadado por el color. David Marriott avizora algunas precisiones no menores de este momento de la experiencia vivida en el que tiene lugar la epidermis. El cuerpo dentro del esquema epidérmico-racial, dice Marriott, “forma una superficie imaginaria velada (o desfigurada) por las hostilidades” (2018, 67). Siguiendo este análisis, el racismo aparece no solo como un aspecto formativo de la noción fanoniana de una experiencia encarnada, vivida y corporizada, sino también se transfigura en la forma de un organizador con el poder de proyectar sobre ese cuerpo protagónico valores, actitudes y sentimientos cuyos significados propician su desfiguración. En otras palabras, es la superficie misma de lo corpóreo —la piel— la que se transforma en una metonimia para la historicidad del colonialismo. “La racialización aquí significa una ruptura entre el cuerpo y el mundo, entre el sentido y la simbolización. Fanon habla de su cuerpo al revés, y de sucumbir a una impureza o defecto” (Ibid., 68). En este sentido, viéndose afectado el esquema histórico-racial, la epidermis toma el centro de la escena “epidermizando” —valga la redundancia— el cuerpo e instituyendo frente a él —y en él— un odio extracorporal contra aquel que lo epidermiza; contra ese Otro que no puede verlo más allá de su piel. Los sugestivo de este momento es que el cuerpo no puede resistir la epidermis, lo que explica sus nauseas, explosiones y odios socioafectivos, los cuales, en un sentido amplio, no van dirigidos hacia un Otro por el hecho de ser blanco, sino al lugar ocupado por este dentro del campo visual, existencial e histórico. De ahí que el hecho de que la conciencia se vea “asaltada” desde afuera muestra de manera cristalina el proceso que intenta desnudar la sociogenia que Fanon argumenta al principio de su estudio: la interiorización de la inferioridad impuesta por la cultura europea.

El cuerpo descubre al mundo solamente en su maldad y autoengaño, y en cada paso que da intentando ser reconocido no sabe quién es, quedando estupefacto ante una piel que se descubre como condena. En la epidermis, la corporalidad aparece desnuda frente a significados que la penetran para ser integrada de forma racializada al mundo, los cuales, al mismo tiempo, paradójicamente la aíslan y anulan como ser crítico (Ibid., 104). La piel por la vía de la epidermis se convierte en un significante ordenador de la vida interior y exterior del cuerpo, emprendiendo así un proceso en el cual la disociación entre ambos territorios es prácticamente imposible. No hay otra manera de enlazar a un Yo corporal desmembrado con el mundo histórico si no es convirtiendo a la frontera que hay entre ambos —lo que hay entre la carne y el mundo— en un receptáculo de las hostilidades desprendidas de la mirada racista. Esa frontera no es otra que la piel, entendida como el significante más visible desde el cual se organiza no solamente la escala biológica antropomórfica del esquemas histórico-racial, sino también un trauma vuelto intolerable y potenciado por el presente detenido. En el marco de esta ordalía, el cuerpo, por consiguiente, no encuentra lugar y a la vez tiene múltiples lugares —existe en triple persona, dice Fanon—, confirmando cómo el conocimiento del cuerpo propio es convertido en una actividad únicamente negadora y en una práctica que siempre depende de la historicidad configurada por la presencia de un Otro en el orden de un espacio fantasmático, como antes señalaba Bhabha. Al más mínimo intento de ocupar un lugar propio —incluso el del Otro— la epidermis rápidamente lo ordena, no sin antes obturarlo. “Llega usted demasiado tarde, demasiado, demasiado tarde. Habrá siempre un mundo —blanco— entre vosotros y nosotros…”, dice Fanon (2015, 119).

Ahora bien, en una sociedad asediada por el doble narcisismo “blanco” / “negro” la proyección corporal de quien habita la parte sojuzgada de la polaridad colapsa, de manera similar quizá que la proyección corporal del amputado. A ambos se las hace imposible ese “sentir” al que se refiere Merleau-Ponty con la imagen de un cuerpo comunicado con un mundo que “se hace presente como un lugar familiar de nuestra vida” (1984, 73). A diferencia del amputado, la relación entre el cuerpo negro y el mundo se encuentra epidermizada. Por lo tanto, la solución protésica es menos que probable. A su vez, la prótesis de este último no es otra que la máscara blanca, reflejando una descomposición más que una recomposición de su proyección corporal. La proyección, es la del deseo de convertirse en un ser accional, de inventarse, lo cual, para ser más precisos, marca cómo la epidermis aguijonea dicha proyección. Fanon tiene que retardarla trágicamente. No hay otra salida en su propio intento de mostrar los apresamientos del cuerpo. La experiencia misma cede al colapso y se autodestruye. Dice Fanon: “Sin embargo, con todo mi ser, me niego a esa amputación. Me siento un alma tan basta como el mundo, verdaderamente un alma profunda como el más profundo de los ríos, mi pecho tiene una potencia infinita de expansión” (FANON, 2015, 132). El ademán fanoniano de hallar y construir la acción corporal se calibra en la autodestrucción trágica de la experiencia —la negación final de la amputación es prueba de esto—, como también en un deseo de no seguir retrasando su proyección; cuestión sincerada en un gesto político encaminado no por desear el color del Otro, sino por encontrarse con él sin estar preso de un pasado que no es suyo. Grüner señala que el mayor infierno es la indiferencia (2005, 27). Fanon combate esa indiferencia infernal mostrando que aún hay razones suficientes para saltar, trascender y tramar la invención en la existencia. ¿Cómo entonces se cumple en esto la máxima final de “tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro”? (FANON, 2015, 190).

El proyecto fanoniano de la invención entiende que la libertad en el plano cultural e histórico es indisociable de la acción del cuerpo, de su despliegue en una contingencia llena de contigüidades o yuxtaposiciones, de impurezas y cruces, experimentadas procesualmente, sin alcanzar un estado definitivo y ontológicamente unívoco. La experiencia vivida confirma que la única manera en la que el cuerpo del negro puede habitar las verdades universales, e incluso alguna especie de ontología, es siendo reconocido como negro, es decir, siendo racializado. Desde esa perspectiva, lo que está en juego en la noción de invención es justamente un enfrentamiento con las asimetrías que refuerzan las asignaciones raciales y que procuran presentarse como diferencias metafísicas. No es ni el pasado ni el futuro experimentados en la forma de dos núcleos temporales que determinan la acción. Es, por el contrario, un presente donde la compleja relación entre los cuerpos se resiste a las esencias culturales fijas, sedentarias y homogéneas. Se trata fundamentalmente de “estar abierto a lo que queda fuera de lo que podría tomarse para dictar o prescribir verdades finales” (MARRIOTT, 2018, 245).

Dicho esto, se puede perfectamente anotar que en la invención se direcciona al deseo retrasado, siempre recordando, dice Fanon, que “en todo momento que el verdadero salto consiste en introducir la invención en la existencia.” (2015, 189). Fanon muestra que el cuerpo en el plano de la interrogación tiene la posibilidad de autoconferirse no ya una identidad homogénea, sino una nueva dignidad que deslumbra lo imposible en su contacto con un Otro que ya no es lo Mismo. Y posiblemente ese lugar de indeterminación que hace trastabillar “el andar seguro de la dialéctica empuñando su diferencia” (EIFF, 2020, 77) supone un lugar que erosiona las pulsiones de un mundo que se edifica postergando a los cuerpos. Espacio donde rigideces binarias se desploman para “cambiar la piel”, como dice Fanon al final de Los condenados de la tierra. Y para que ese reclamo, interpelación y autointerpelación final de Piel negra… no deje de tener sentido de súplica para un cuerpo que, aunque destruido, sigue avanzando a saltos hacia lo venidero con deseos de existir e inventar entre los demás: “¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mi un hombre que interroga!” (Fanon, 2015, 190).

4. Conclusiones

Creemos que en Césaire y Fanon hay que pensar un trayecto donde lo inventivo —aquello que mira hacia el futuro— se ofrece como la perforación y la descomposición del presente, y no como un momento terminado y sancionado del mismo. En ambos autores, el levantamiento de un discurso sobre el presente, la actualidad y el estado actual de las cosas, se inscribe y hunde sus condiciones de posibilidad en abrazar ese presente e ir contra él, dentro del cual unos se figurarán a favor y otros en su contra. En sus planteos, la invención resulta indisociable de un presente aciago y, por sobre todo, de un modo de leer que no se encuentra sancionado por la sensibilidad racista de los discursos civilizatorios de Occidente y su horizonte lineal de comprensión.

Así, hablar del presente trágico en la clave de la invención presupone un mínimo de autonomía desde donde leer catastróficamente su actualidad. Y no nos referimos a una simple indagación sobre el éxito del factum temporal moderno colonial, sino de ejecutar un roce crítico con el mismo, para así traicionar su odisea. Si el presente colonial se encuentra hegemónicamente administrado por un horizonte de comprensión donde algunos pueden hablar y otros no, y donde la filosofía eurocentrada pretende someter a determinadas existencias y a sus cuerpos al trayecto universal de un Espíritu Absoluto, la invención interrumpe la inmanencia de ese horizonte cuando deja que el presente hable por sí mismo, y cuando las críticas de Césaire y Fanon se dejan infectar y afectar por las escenas de la vida cotidiana, su Historia, sus poéticas, sus imágenes, donde toma forma una administración racial en la que los cuerpos “no-blancos” no tiene capital representacional mínimo para que acontezca aún un salto en la existencia. Mientras la experiencia del cuerpo es reprimida en las narraciones teleológicas, la invención, ni más ni menos, las desmonta y las trastorna compulsivamente, en tanto que vuelve al presente un sitial desde donde se puede destruir el tímpano de una actualidad sumamente perversa.

El paso por ese presente se vuelve fatal, pues la invención exhuma su génesis y, en la perspectiva de mirar un futuro donde los confinamientos se disuelven, teje el colapso de su actualidad: es su afianzamiento el que está en juego y es por eso que Césaire y Fanon descreen en toda salvación ilusoria desde la cual dibujar el espesor de otra historicidad, pero si creen en otra historia. Y es en las escenas coloniales donde el umbral de la ideología racista muestra todo su espesor y la conciencia negativa se lanza hacia el vacío y hacia lo inverosímil. De lo que se trata es de advertir la descomposición de un mundo que busca, a toda costa, oxigenarse, pero que, aun así, no logra contener, en cada paso que da, las perforaciones y las rupturas, los saltos y los sobresaltos. La actualidad del racismo ha llegado a ser lo que es y ambos autores se enfrenta a esto, dejando que aparezca, en toda su magnitud, la cruel superficie de ese despliegue totalitario que apresa al cuerpo. Por eso, Césaire y Fanon hacen de la futuridad una estrategia para descubrirse más allá de su propia condena. Bien notamos en los antes, el primero con la negritud y el segundo con su experiencia, dibujan una revelación poética, un paso por la ilusión —la de sentirse negro—, pero solo con el objeto de trazar otro futuro en el que la descolonización y desracialización del cuerpo, como así también la destrucción de los viejos y añejos significados, sea algo más que probable.

En Los condenados de la tierra Fanon apunta que politizar al cuerpo, a las masas colonizadas, es despertar el espíritu, “[e]s como decía Césaire: ´inventar almas´” (1963, 180). Los músculos del cuerpo colonizado, su rigidez, son claras prueba del efecto de una autoridad colonial, detalla Fanon, que hay que subvertir por medio de un movimiento desintegrador; es decir, “cambiar la piel”: “[H]ay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo”, dice al final de Los condenados de la tierra (Ibid., 292). La imagen del cuerpo racializado, recordemos, está del lado del deseo, del querer ser algo, de llenar un cierto vacío de ser allí donde se le dice que sea algo que no es. A diferencia del esquema corporal del blanco, el del negro tiene que luchar en todo momento por una valorización que rápidamente adviene en la forma de una desvalorización, creándose así un deseo disociado de la invención: desea ser blanco, o sea, quiere estar aún preso del sistema binario racial. La invención, por consiguiente, implica una des-narcisización, ya que el deseo se encamina, en cambio, hacia el salto; hacia lo imprevisto; hacia la conjuración, dice Césaire, de nuevas almas. La pulsiones predominantes emanadas de los esquemas corporales del negro en la búsqueda del contacto humano con el Otro, bien muestran Césaire y Fanon, son, así, radicalmente violentas en el colonialismo y en el racismo anti-negro: la vitalidad orgánica con lo circundante es prohibitiva, siempre imparcial, como si fuera parte de una experiencia sensorial donde formar parte de una comunidad es algo censurado por las asignaciones de color.

Por eso, Césaire en su poemario Cuerpo perdido revela todo lo que significa la palabra negro para su cuerpo: “vibra / vibra esencia misma de la sombra / en la garganta de puro morir / es la palabra negro / surgida del aullido enteramente en armas / de una flor venenosa / la palabra negro / toda asquerosa” (CÉSAIRE, 2008, 127). Hemos insistido que el paso a la invención implica para ambos escritores transitar dicha condena donde la piel es la depositante de una historicidad del odio. De ahí, como dice Marriott (2018), el salto de la invención es una especie de intemporalidad radical, en la cual es imposible resucitar un mito de perfectibilidad —un “ser negro”—, ya que se inventa desde restos, o ruinas en un sentido benjaminiano, de una Historia en vías de perecer, al mismo tiempo que el ejercicio descolonizador se ancla en la palabra poética: ¿Cómo se cambia de piel?, al decir de Fanon en Los condenados de la tierra o ¿cómo darle “a las islas el orden de existir”? al decir de Césaire en Cuerpo perdido. La tarea consiste en transfigurar lo a simple vista incomprensible en algo distinto a lo que vino antes: reinvención política del cuerpo que no puede ser sino violenta con la existencia real; es decir, inaugurar el “fin del mundo”, el nuevo comienzo; un hacerse a sí mismo que parece posible, trágico, extraño e infinito en el orden de la poesía, la experiencia vivida y la política descolonizadora.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas de autor
1 Doctorando en Filosofía, Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Córdoba, Argentina. Becario doctoral CONICET en el Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional de San Juan (IDEF-UNSJ), San Juan, Argentina.
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