Resumen: En este artículo se aborda el tema del conflicto social desde la epistemología de los “desacuerdos profundos”. A diferencia de otros tipos de desacuerdos, los profundos generan inconmensurabilidad y no pueden ser subsanados a través de la argumentación racional, precisamente porque ésta puede amplificar el desacuerdo y agudizar el problema. En la base de estas divergencias subyacen dos posicionamientos epistemológicos irreconciliables: el infalibilismo y el falibilismo. El estilo de argumentación infalibilista se encarna en los intentos por hallar la verdad objetiva mediante evidencia última y concluyente. Tal postura induce a defender las propias creencias a través de ciclos viciosos que Carlos Pereda ha denominado “vértigos argumentales”, generando sobre el interlocutor distintas estrategias de silenciamiento y devaluación basadas en prejuicios identitarios (una suerte de “agravio” que, en palabras de Miranda Fricker, constituye un acto de “injusticia epistémica”). La argumentación vertiginosa puede incluso propiciar una aniquilación epistémica del Otro como interlocutor válido. Este fenómeno es presentado como “epistemicidio” (adaptado del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos). En este trabajo, el análisis de las fricciones, tensiones y disputas que se pueden activar en el transcurso de la producción y validación de conocimiento es llevado más lejos, para sondear las condiciones bajo las cuales puede ocurrir que la devaluación y aniquilación lleguen a ser perpetradas contra sí mismo. Denomino a este fenómeno “autoepistemicidio”, y trazo una comparación entre dicho concepto y su concomitante en el ámbito clínico: el de “Gaslighting”. Finalmente, extraigo las reflexiones más importantes del artículo, abriendo nuevos horizontes de investigación futura.
Palabras clave:Desacuerdo ProfundoDesacuerdo Profundo,InfalibilismoInfalibilismo,FalibilismoFalibilismo,Injusticia EpistémicaInjusticia Epistémica,EpistemicidioEpistemicidio,Gaslighting.Gaslighting..
Abstract: This article addresses the issue of social conflict from the epistemology of “deep disagreements”. Unlike other types of disagreements, deep ones generate incommensurability and cannot be corrected through rational argumentation, precisely because it can amplify the disagreement and exacerbate the problem. At the base of these divergences lie two irreconcilable epistemological positions: infallibilism and fallibilism. The infallibilist style of argumentation is embodied in attempts to find objective truth through final and conclusive evidence. Such a position induces them to defend their own beliefs through vicious cycles that Carlos Pereda has called "argumentative vertigos", generating different silencing and devaluation strategies based on identity prejudices (a kind of "grievance" that, in Miranda's words Fricker, constitutes an act of "epistemic injustice"). Dizzying argumentation can even lead to an epistemic annihilation of the Other as a valid interlocutor. This phenomenon is presented as "epistemicide" (adapted from the Portuguese sociologist Boaventura de Sousa Santos). In this work, the analysis of the frictions, tensions and disputes that can be activated in the course of the production and validation of knowledge is taken further, to probe the conditions under which devaluation and annihilation may be perpetrated. against himself. I call this phenomenon “autoepistemicide”, and I draw a comparison between this concept and its concomitant in the clinical setting: that of “Gaslighting”. Finally, I extract the most important reflections of the article, opening new horizons for future research.
Keywords: Deep Disagreement, Infallibilism, Fallibilism, Epistemic Injustice, Epistemicide, Gaslighting.
Artigos
La ecología epistémica del desacuerdo profundo: un análisis reflexivo sobre la discusión interpersonal
The epistemic ecology of deep disagreement: a reflective analysis of interpersonal discussion
Recepción: 12 Abril 2021
Aprobación: 16 Mayo 2021
Pocos dudarían de que la facultad humana de argumentar (o “dar razones”) es indispensable para resolver nuestras diferencias sin tener que apelar al uso de la fuerza bruta. La capacidad de argumentar constituye, claro está, una operación cognitiva tan importante como sofisticada, ya que supone procesos de formación de creencias, comprensión de conexiones lógicas (deductivas, inductivas, abductivas), ponderación de evidencias y procedimientos de toma de decisiones acerca de la confiabilidad del interlocutor. Todo esto ocurre, por supuesto, de forma muy rápida y sin poner tales procesos en el foco de atención.
Ahora bien, la pregunta que se desea plantear en este artículo es la siguiente: cuando la argumentación falla (en el sentido de no conducir a una solución racional del conflicto) ¿se retorna necesariamente al punto cero? La respuesta será negativa: la argumentación puede no resultar simplemente infértil sino constituir, ella misma, la fuente de un desacuerdo que se va estirando a medida que avanza.
El espacio conyugal funciona como un observatorio privilegiado para constatar con qué facilidad la argumentación misma puede devenir el nudo mismo del problema. Muy lejos de regresar a los interlocutores al momento inicial de la tensa interacción, es posible atestiguar cómo el conflicto va escalando y aumentando precisamente a raíz de los argumentos esgrimidos (y no a pesar de ellos). Lo que en un principio marcaba un disenso sobre alguna cuestión de contenido (como la queja por los gastos de la tarjeta de crédito o por el coqueteo en las redes sociales) puede convertirse precipitadamente en una batahola de acusaciones sobre cómo argumenta la contraparte (“Siempre quieres ganar”, “Oyes, pero no escuchas”, “Ya te cerraste”, “No quieres entender”, “Estás hablando por mí”, “No tiene sentido lo que dices”, “Estás divagando”, etc.). En ese nivel, a mayor argumentación, mayor desacuerdo, mayor frustración, y mayor conflicto.
Esto impele a preguntarse si no es demasiado simplista (e inocente) mantener la ilusión de que la argumentación es siempre la via regia para resolver a fortiori cualquier disputa. El polemista Robert Fogelin (2005/1985) no ha titubeado en acusar a la clásica teoría de la argumentación, a la lógica formal e incluso a la informal, de cierta idealización deductivista que no da cuenta de la “defectuosa pero real” forma en que las personas usan las argumentaciones en sus interacciones cotidianas. En esos diversos usos, hay contextos conversacionales en el que los hablantes no comparten un trasfondo de compromisos, creencias y preferencias, llegando a discrepar sobre proposiciones que son estructurales para cada uno de ellos (MEJÍA SALDARRIAGA, 2019). Suscribiendo a los señalamientos de Ludwig Wittgenstein, Fogelin afirma que, en tales escenarios, las condiciones para la argumentación lisa y llanamente no existen, abriendo auténticos “desacuerdos profundos”. Fogelin no asocia esto con un desacuerdo necesariamente enérgico, encendido e impetuoso; tampoco se refiere a que, inexorablemente, una de las partes sea obstinada o testaruda. Lo que para este autor lo hace irresoluble (“profundo”) es que dicho desacuerdo se origina por un choque entre principios subyacentes: “Bajo estas circunstancias, las partes pueden ser imparciales, libres de prejuicio, consistentes, coherentes, precisas y rigurosas, y aun así discrepar; y discrepar profundamente, no ligeramente” (FOGELIN, 2005, p. 94). La colisión se da a nivel de lo que Wittgenstein se inclinó a llamar “reglas”, por lo que tales desacuerdos terminan siendo inmunes a las apelaciones a los hechos.
Una de las dificultades más agudas con la que se topará quien intente darle solución al desacuerdo profundo es que, al indagar en las creencias básicas que lo detonan, se encontrará con que dichas creencias no son enunciados aislados sino “un sistema completo de proposiciones que se apoyan mutuamente (y paradigmas, modelos, formas de actuar y pensar) que constituyen […] una forma de vida”) (FOGELIN, 2005, p. 96).
Es cierto que las personas participamos simultáneamente en varias formas de vida que se superponen y entrecruzan, y el hecho de que el desacuerdo profundo emerja en un ámbito, no contamina indefectiblemente los otros ámbitos. Es posible tener discusiones y argumentos razonables sobre una amplia gama de temas con una persona que, sin embargo, tiene algunas creencias que nos parecen disparatadas e inaceptables. Por ejemplo, una persona podría generarnos suspicacia por las creencias políticas que tiene, y aun así resultarnos confiable para que repare nuestros electrodomésticos. En alusión a ciertos parágrafos wittgenstenianos en Sobre la Certeza, Fogelin nos recuerda que, ante los desacuerdos profundos, no hay procedimientos racionales de resolución. Cita a Wittgenstein cuando afirma: “Más allá de las razones, está la persuasión”, que bien podría hacer eco de la postura de Thomas Kuhn acerca de la insondable brecha que se abre entre paradigmas inconmensurables, “intraducibles” (KUHN, 2002). Fogelin pone el énfasis en que la insolubilidad de la disputa tiene que ver con que se discute justamente la posición moral de las partes. Esto supondría que, de no existir un trasfondo valorativo compartido, la argumentación se volverá imposible toda vez que se estrellen dos o más valores considerados como fundamentales. En este trabajo, quiero proponer que esos valores irreconciliables pueden ser no sólo morales sino también epistémicos (es decir, rupturas insoldables acerca del valor de la verdad, la coherencia, la objetividad, la racionalidad, la precisión, entre otros).
La mayor cantidad de los desacuerdos existentes (entre ellos los conyugales) no son desacuerdos profundos, y, cuando sí lo son, las partes no lo perciben como tal, e insisten en seguir discutiendo para finalmente lograr un acuerdo. En ese proceso discusional, donde afloran los distintos posicionamientos recíprocos, puede acontecer un fenómeno en el cual una parte deja de considerar a la otra como sujeto de conocimiento, es decir, lo construye como inexistente, ocasionándole una suerte de “muerte epistémica”, o epistemicidio. En lo que sigue, exploraré el alcance de dicho concepto hasta sus últimas consecuencias.
El concepto de epistemicidio fue acuñado por el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos (2014, 2005)2 y en este artículo lo he adoptado (y adaptado) para referirme al fenómeno de anulación o aniquilación de una persona como sujeto de conocimiento (y, por ende, como un interlocutor válido). Tal acto (que, como todo homicidio, puede ser doloso o culposo) tiene como resultado la pérdida de credibilidad del epistemicida hacia el interlocutor, ya que desconfía de su sinceridad o de su solvencia argumentativa. Incluso puede desconfiar de ambas condiciones, lo cual conduce al interlocutor al peor escenario, puesto que será evaluado como alguien extremadamente débil en su capacidad de argumentación y, además, insincero.
Esa doble desconfianza rompe con la importantísima condición de paridad epistémica, dado que impide que sendos argumentadores se observen y se traten como iguales en su capacidad racional básica de “dar y entender razones”. Más bien adviene una “dis-paridad”, que convierte a una de las partes en menos creíble, incluso desde antes de que hable. Esto último puede ocurrir cuando el déficit de credibilidad se produce en virtud de creencias estereotipadas que inferiorizan al que habla, pero no por lo que dice, sino por quien es epistémicamente. La invalidación de sus creencias puede no tener que ver estrictamente con el contenido y la forma de sus argumentos (lo cual sería comúnmente esperable en cualquier conversación), sino con características personales del argumentador que, por el motivo que fuere, lo demeritan. Cuánto se confíe en el Otro (el grado de fiabilidad que se le adjudique) depende fuertemente de cómo se lo clasifique epistémicamente (muy confiable/ medio-confiable/nada confiable), y dicha clasificación estará, a su vez, condicionada por creencias frecuentemente incuestionadas y generalizadas sobre la clase de persona a la que el interlocutor pertenece. En definitiva, lo que lo hace confiable o no confiable es cómo lo percibe su contraparte, más allá de lo que esa persona pueda decir sobre sí misma. Por ejemplo, la condición de ser negro puede ser epistémicamente desventajosa en el contexto de un grupo de blancos que comparten el prejuicio de que los negros son menos inteligentes y/o menos honestos (y ello podría acontecer aun cuando no existan evidencias en contra de la fiabilidad de la persona negra e incluso aunque dicho individuo haga desmesurados esfuerzos por dar prueba de su veracidad y sus competencias racionales). Otro ejemplo: el estilo suave, poco fluido y dócil de una mujer en las discusiones con su marido podría ser desfavorable para ella dada la superioridad epistémica que nuestra cultura le atribuye al estilo asertivo, racional, analítico y objetivizador. Su empeño en parecer creíble podría quedar fácilmente diluido por la premisa subyacente y soterrada de que las mujeres son dubitativas e hipersensibles, tienden fácilmente a la dramatización, confían demasiado en la intuición y son inhábiles para enfocarse en “los hechos”.
Los estereotipos inferiorizantes operan constriñendo la observación de un modo irreflexivo (dado que la observación es ciega de sí misma, como afirma Heinz von Foester3). La pregunta relevante es de dónde provienen esas estereotipificaciones que configuran inadvertidamente nuestras expectativas perceptuales sobre el interlocutor (es decir, por qué lo vemos como lo vemos).
Es innegable que las influencias e ideologías dominantes dentro de una cultura promueven marcos descripcionales que alientan a mirar desde ciertas lentes la “realidad” social en la que participamos junto con aquellos con quienes dialogamos y entramos en conflicto. Si bien los horizontes culturales no determinan las formas de observar, crean posibilidades que permanecen latentes, y que luego, al ser usadas, se sentirán como “espontáneas y naturales”. Al observar un fenómeno como “siendo X”, se lo deja de observar como “siendo Q”. Ilustremos este fenómeno con un ejemplo que nos será bastante familiar. La cultura terapéutica ha alentado la observación, descripción y explicación de las conductas y las relaciones en términos de la existencia de “personas tóxicas” (hombres tóxicos, parejas tóxicas, familias tóxicas, emociones tóxicas, hijos tóxicos, “historias” tóxicas, esposas tóxicas, etcétera). Tomemos algunos libros famosos como emblemáticos de esta moda. El psicólogo y sexólogo clínico argentino Bernardo Stamateas, en un best seller llamado Gente Tóxica. Cómo identificar y tratar a las personas que te complican la vida para relacionarte sanamente (2008), da consejos encaminados a reconocer a esas “personas problemáticas” (“tóxicas”), diferenciando trece perfiles a los que les dedica, en su libro, un capítulo por separado: el mete-culpas, el envidioso, el descalificador, el agresivo verbal, el falso, el psicópata, el mediocre, el chismoso, el autoritario, el neurótico, el manipulador, el orgulloso y el quejoso. Además de experto mediático en terapia de pareja y familiar, Stamateas promete explicar por qué las personas tóxicas actúan como lo hacen, cómo deberíamos protegernos de ellas y cómo ponerles límites. Según el autor, la lectura del libro puede ayudar a tener relaciones personales más saludables, positivas y felices. En otro libro que Stamateas denominó Más Gente Tóxica. Cómo son los que te quieren mal para sentirse bien (2015), extiende la lista de personas tóxicas, agregando las siguientes: el triangulador; el “frustrador”; el narcisista; el prepotente; el miedoso; el negativo; el ansioso; el sádico; el omnipotente; el obsesivo; el peleón; el masoquista; el evitador; el paranoico; el que asfixia; el histriónico y el felpudo. La cuestión de la toxicidad es tan rentable que también aparece en otras dos publicaciones suyas: Pasiones Tóxicas. Cómo atravesar las crisis y enriquecer la vida de pareja (2011) y Emociones Tóxicas. Cómo sanar el daño emocional y ser libres para tener paz interior (2012), donde ayuda al lector a reconocer con facilidad los tipos de emociones que dañan y envenenan la vida de quien las posee, con el objetivo de intercambiarlas por otras que sean mucho mejores y beneficiosas. Algunas de dichas emociones son: Ansiedad tóxica, Angustia tóxica, Insatisfacción crónica, Apego tóxico, Enojo tóxico, Envidia tóxica, Miedo Tóxico, Vergüenza tóxica, depresión, frustración, duelo, llanto, culpa y celos tóxicos. La “toxicidad” incluso se ha extendido a la amistad, como lo anuncia el libro de Florence Isaacs: Toxic Friends/ True Friends (1999); ha copado también el discurso sobre la “estresante” esfera laboral, como lo ilustra el libro de Peter Frost Toxic emotions at Work (2003), y el discurso sobre el cuerpo y sus enfermedades: el conocido psicomístico Deepak Chopra le recuerda al lector que no debe dejar que su cuerpo se contamine con emociones tóxicas, ya que son negativas en tanto empujan a ser dependientes de otra persona. Desintoxicarse implica romper y liberarse de una relación de dependencia: “renuncia a tu necesidad de aprobación externa”, aconseja Chopra. “¿Por qué? Porque tú eres el único juez de tu propia valía; y tu propósito es descubrir el infinito valor en ti mismo, sin importar lo que los demás piensen” (cit. en FUREDY, 2004, p. 77)
Por supuesto que el impulso estructurante y estereotipificador de la “toxicidad” no le viene de ser simplemente un “boom” explicativo, sino del hecho de operar cosmovisionalmente. Es decir, el lenguaje de la “toxicidad” ha tomado relieve en el contexto de una ontología del daño invisible, la cual comprende un universo de entidades psicológicas bien conocidas: “dolor psíquico”, “trauma psicológico”, “trastorno afectivo”, “indefensión aprendida”, “estrés postraumático”, “enfermedad mental”, entre otras. Dicha ontología presupone (y al mismo tiempo incentiva) la creencia de que el individuo contemporáneo vive acechado por el permanente riesgo y peligro de estas entidades. Dentro del imaginario cultural, se ha generalizado la creencia de que las relaciones interpersonales son intrínsecamente conflictivas y de que nos exponen a salir dañados, incluso (y, sobre todo) dentro de la esfera informal de lo íntimo (la familia, la pareja).
El monumental emporio biblioterapéutico en el cual ha germinado esta ontología de la vulnerabilidad emocional es simultáneamente reflejo y motor de un modo de pensamiento y observación que no cuestiona epistémicamente el concepto de “toxicidad” como dispositivo explicativo, ni cuestiona tampoco (salvo excepciones) los efectos interaccionales de observar y clasificar a las personas bajo tal categoría. El estereotipo “tóxico/a” funciona como inductor perceptual (y, al mismo tiempo, como inhibidor de otras alternativas perceptuales). Lo interesante es que su capacidad estructurante es tan imperceptible que puede incluso desafiar los mapas creenciales de sujetos que se opondrían a aceptar cualquier forma de clasificación estigmatizante. En la medida en que varios expertos usan el término y lo popularizan, va dejando de verse como una construcción cultural que metaforiza ciertas maneras de entender la conducta humana, y se va literalizando, al punto que, en un determinado momento, ya no cabe duda alguna de que realmente existen personas tóxicas. Por ejemplo, una mujer que sinceramente no tiene prejuicio alguno respecto a ser ella la proveedora del hogar, mientras su esposo se hace cargo de cuidar a los niños, podría quedar en inconsistencia cuando no logra ver (y tratar) a su marido de otra forma que no sea como un adulto aniñado, cómodo y dependiente. Leer o escuchar la clasificación de Stamateas sobre la tipología tóxica podría comenzar a darle ideas sobre cómo describir rápidamente a su esposo según el menú de opciones que ofrece el autor para “reconocer” a los cónyuges “tóxicos”. El discurso de “crear conciencia” sobre la existencia de esta clase de personas es un artilugio eficaz para convertir un estereotipo en una aparente “Realidad”.
Los estereotipos son resistentes y, por ello mismo, recalcitrantes. La “epistemología declarada” (las creencias que uno estaría dispuesto a reconocer ante sí mismo y ante los demás) puede no coincidir con la “epistemología delatada” (que deriva de las creencias ocultas, no explicitadas, pero actuadas). Por esta segunda vía puede advenir la invalidación del interlocutor como par epistémico. Quien devalúa no necesita hacerlo mediante el lenguaje verbal enunciativo, ni necesita gritar, ni exasperarse, ni dar un puñetazo sobre la mesa: con clasificar a priori al interlocutor desde un estereotipo que lo despoje de su paridad epistémica es más que suficiente (en el ejemplo recién mencionado, el marido posiblemente observado como “tóxico” ya queda categorialmente degradado, incluso aunque jamás se lo pensara así o se mencionara el término en sus conversaciones). La devaluación estará encapsulada en la forma de posicionarse ante el interlocutor, se ostente o no se ostente la intención de subestimarlo. Quien busca apropiarse del rol de un argumentador totalmente veraz e imparcial se coloca, respecto a su interlocutor, en un lugar social de pretendida superioridad.
La anulación epistémica de una de las partes interactuantes suele producirse paulatinamente, mediante una corrosiva dinámica en la cual uno de los participantes va siendo sistemáticamente desacreditado por el otro, al menos en lo que respecta a ciertas zonas de desacuerdo. No resulta sencillo identificar este tipo de situaciones porque, en general, se tiene la idea de que, donde hay argumentación, no hay violencia. Sin embargo, ese supuesto está muy lejos de ser evidente, ya que la ansiedad de certeza y de absoluta inmunidad caminan junto a la pretensión de colonización y dominación epistémica del interlocutor. La compulsión a proteger los propios argumentos cancela las oportunidades de reflexión crítica y autocrítica, erradicando lo distinto y eliminando la alteridad.
Así, el posicionamiento epistémico ante el otro no se reduce a una diferencia en las creencias y las razones, sino que instaura un campo de fuerzas vivas, que se mueven en diferentes direcciones, y que, a lo largo del tiempo, pueden cristalizarse en configuraciones recursivas, formando círculos viciosos que reciclan, una y otra vez, las formas de devaluación. Tales patrones epistémico-relacionales guardan su propia historia y organización específicas, en el sentido de que cada pareja los va construyendo en el transcurso de su vinculación íntima. Dicho de otra forma, cada nueva pareja crea un patrón epistémico-relacional único e irrepetible, con sus propias recurrencias y estilos de funcionamiento (en muchos casos, devaluadores).
En una configuración caracterizada por la predominancia de un estilo racionalizador y epistemicida, el vínculo se estructura de una forma pedagógico-correctiva: “el que sabe” le transmite la verdad a “el que no-sabe”. Los roles se complementan, ya que, para que alguien enseñe requiere haber un otro que se deje enseñar. Contra cualquier atisbo de cuestionamiento, el devaluador puede reaccionar con actitud directiva e incluso combativa (aunque puede dirigirse hacia su interlocutor con empatía calculada, sembrando la engañosa idea de que, como argumentador, aplaude y promueve la búsqueda democrática de la verdad). Apelando a argucias racionalizadoras que le sirvan para salir airoso de un conflicto, buscará blindar su postura de toda posible resistencia, “boicot” o ataque. Sin embargo, como ya se dijo al principio, es muy factible que esas argucias no las vea como tales, y que en su mapa creencial (en su epistemología declarada), se conciba a sí mismo como un argumentador virtuoso e interesado únicamente es desentrañar “la verdad”, ante el otro y ante sí mismo.
Tal arrogancia epistémica es la expresión de una manera de creer, desear, sentir y actuar que vitaliza el mecanismo de un desprecio activo por todo aquello que no pertenece al espacio de la propia autoafirmación. Con o sin intención, termina ocasionándose un perjuicio sobre el interlocutor, una situación que bien podría entenderse en los términos en los que Miranda Fricker (2017) ha hablado de una “injusticia epistémica”, cuyo efecto directo es el silenciamiento del que no responde con forzada complacencia.
El devaluador no da tregua a la pausa reflexiva que permitiría el movimiento de creencias. Por el contrario, promueve un efecto “mareador” que arrastra inadvertidamente o que bien crea una atracción difícilmente resistible: abruma, aturde, confunde, subyuga. Como lo enuncia el filósofo uruguayo Carlos Pereda (1994, 1996, 1999), la argumentación viciosa es eminentemente “vertiginosa”, sirviendo al propósito de prolongar las propias ideas sin “ceder” ni dejar lugar para cuestionamiento alguno. Al darle a sus premisas el estatuto de “obviedades”, el epistemicida procura colocar el debate en el nivel de los sobreentendidos (allí donde ya no es posible algún aprendizaje o ensanchamiento del espacio argumentativo entre los interactuantes). Persigue frenéticamente la uniformidad conceptual, es decir, desea que el interlocutor termine pensando igual (con lo cual, la invitación real no es a que el Otro piense, sino a que obedezca). Sin tener plena lucidez sobre ello, pero con un entusiasmo pujante, puede apelar a extravagantes simplificaciones que barren detalles y precisiones sutiles; o, a la inversa, puede también recurrir a tácticas de complicación que tengan como finalidad la distracción o desorientación del interlocutor y el bloqueo de la discusión. En cualquiera de los dos casos (hipersimplificación o hipercomplicación), los extremos no permiten una evaluación equilibrada y aterrizada de hasta dónde sería prudente, en tal situación, simplificar o complejizar.
Es menester precisar que aquí estamos hablando de distintos tipos de sesgos que afectan a la relación argumental. Por un lado, están los sesgos identitarios que podríamos considerar como “externos” a la argumentación, en el sentido de que la afectan desde “afuera”, es decir, desde los estereotipos inferiorizantes vigentes en el entorno, e introyectados por el devaluador. Por otro lado, se conjugan aquí también los sesgos internos a la propia argumentación, que se refieren a las parcialidades inherentes al acto de argumentar. Por ejemplo, el argumentador vertiginoso omite que la información que maneja es incompleta y/o multívoca (por el contrario, trata sus creencias como completas, unívocas y acabadas); también omite que, al argumentar, se construyen premisas que relatan la experiencia bajo un cierto género narrativo (por ejemplo, victimizante, acusatorio, petulante, catastrofista, frivolizante, heroico, u otro). Sin embargo, el argumentador vertiginoso concibe sus premisas como describiendo una transparente “crónica de lo real”. Asimismo, focaliza su atención únicamente sobre lo que pondera como “relevante” (descartando lo “irrelevante”), pero considera que esa relevancia es absoluta, y no relativa.
Si acaso se le señalaran estos sesgos con el propósito de mejorar la calidad de la discusión, el argumentador vertiginoso podría volver a resbalar, intentando demostrar vertiginosamente que su argumentación no es vertiginosa (PEREDA, 1994). En un escenario semejante, el ideal de la conversación vertiginosa es la autovalidación. Lo que pueda haber más allá de la propia postura importa poco, ya que el Otro es construido como epistémicamente “inexistente”.
¿Cómo es posible que la argumentación pueda amplificar e intensificar el conflicto, en lugar de conducir idealmente a una solución racional? Hay diversos factores que ayudan a entender este desastroso resultado, y lo más acuciante es que muchas de esas condiciones no son tan fáciles de evitar. Al examinar más de cerca el marco relacional de las discusiones, se puede apreciar la rapidez con la cual una discusión cualquiera puede descarrilarse hacia un resultado francamente malogrado. Antes de que la discusión inicie, ambas partes pueden “darse el lujo” de creer que tienen razón, ya que ninguno conoce (aunque sospeche) las razones que dará el interlocutor. Digamos que, hasta que comiencen a discutir, se le puede otorgar al otro “el beneficio de la duda”. Pero una vez que la discusión arranca, toda esa ignorancia o vaguedad preargumental comienza a desvanecerse, y entonces cada parte se abocará no sólo a expresar y defender sus propias razones, sino también a prestar atención y hallar errores, contradicciones y falacias en la argumentación de la contraparte. Hay un doble empeño en la forma habitual de discutir: hacer ver que uno está en lo correcto y, al mismo tiempo, demostrar que el Otro está equivocado. Es decir, no se trata de estar simplemente en desacuerdo, sino de encontrar fallas en el razonamiento de la contraparte. Mientras que antes de la discusión se podía tolerar mejor el desacuerdo (bajo la excusa de no saber todavía qué buenas razones podría aducir el interlocutor), durante y después de la discusión dichas razones ya se conocen y, si no son aceptadas, se podrá concluir que el otro, si no admite su error, actúa desde la terquedad, la falta de disposición cooperativa y la irracionalidad de no querer ceder ante las razones concluyentes (PAGLIERI, 2009).
Otra cuestión que contribuye a incrementar el desacuerdo tiene que ver con el hecho de que, al discutir, no sólo se defiende el argumento principal, sino también muchos otros sub-argumentos que dependen del primero (toda idea compleja está constituida por ideas más simples). Así, se puede estar en desacuerdo no sólo sobre la creencia original sino también sobre las creencias derivadas (sub-desacuerdos). O, incluso, si se llegara a un acuerdo sobre el desacuerdo principal, podría no haber acuerdo sobre los sub-desacuerdos (por ejemplo, cuando se afirma: “estás en lo correcto, pero por razones equivocadas”). En este caso, los posteriores desacuerdos han sido creados (o develados) a partir de la discusión, ya que, cuanto más se discute, más van aflorando las diferencias. Tales sub-argumentos pueden llegar a secuestrar la discusión, y pasar de ser nimiedades a convertirse en un cáncer que se propaga invasivamente dentro de la discusión. En particular, si alguno de esos sub-argumentos llega a tocar alguna “cuestión de principios”, el conflicto puede tomar dimensiones insospechadas (PAGLIERI, 2009).
Otro factor que puede propulsar el conflicto a través de la argumentación es el hecho de que la discusión puede estar implicando más costos que beneficios, siendo esto un nuevo problema (por ejemplo, excesivo tiempo invertido, agitación, ansiedad, taquicardia, desgaste cognitivo, exposición social, además de la pérdida potencial de todo lo que se podría estar haciendo durante el tiempo en que transcurre la discusión). Huelga decir que los costos aumentan constantemente en función de la duración: cuanto más se discute, más recursos se invierten. No puede decirse lo mismo de los beneficios de discutir, ya que, en varios casos, aunque aumenten los esfuerzos, las ganancias podrían seguir siendo las mismas. Cuando se pretende persuadir a alguien, o negociarle algo, puede ocurrir que se tenga que argumentar y discutir un buen rato, sin que ello eleve las ventajas de la argumentación (a diferencia de lo que pasa en otro tipo de intercambio argumentativo, donde se busca, por ejemplo, hacer un desahogo emocional, por lo cual, en ese caso, sí es factible decir que, a mayor argumentación, mayor beneficio, por ejemplo, mayor catarsis). Por lo tanto, cuando el objetivo de la discusión es la persuasión o la negociación, los participantes hacen un cálculo de si vale o no la pena discutir. Que se perciba que una discusión está teniendo un costo desmedido, y un derroche de recursos, aumenta considerablemente la frustración, la decepción y el conflicto, ampliando el desacuerdo (PAGLIERI, 2009).
La descomposición emocional puede avanzar, así, atrapando a los miembros de la discusión en una vorágine de negaciones y refutaciones que, desde sus mutuos puntos de vista, parecerían responder, en el fondo, a una cuestión de prepotencia y de “no querer reconocer”. Cuanto más íntima y significativa sea la relación existente entre los interlocutores, más aguda puede ser la sensación de deslealtad y egoísmo de parte del que no quiere abdicar ante “lo verdadero”, ni frente a la clara muestra de disgusto desatado en la discusión. El grado de impotencia y desesperación puede aumentar aquí no sólo por el desacuerdo de ideas, sino también por la creencia de que, para el otro, la defensa de Su Argumento es mucho más importante que el cuidado de la relación. Cuanto más simetrizada es una relación, más fuerte puede ser el impacto confrontativo entre los interactuantes. Una pugna entre dos argumentadores mutuamente descalificadores será mucho más cruenta que una discusión entre un argumentador vertiginoso y otro de estilo sumiso-complaciente.
Finalmente, otro factor que ilustra cómo puede agravarse el conflicto a partir de la discusión misma tiene que ver con la adecuación o inadecuación de los contextos socioculturales. Se da por sobreentendido que, por ejemplo, una conferencia científica en un congreso invita y alienta la discrepancia e interpelación al ponente, mientras que también se da por sabido que una comida familiar no es en absoluto un ámbito tolerante a las discusiones y reyertas conyugales. Como la mayoría de nosotros ha podido atestiguar, esa convención no evita que, de tanto en tanto, se susciten trifulcas durante una reunión familiar, pero, entonces, el desacuerdo inicial se va haciendo cada vez más difícil de resolver, ya que el motivo original de la discusión puede resultar vehementemente desplazado por la discusión ahora sobre la impertinencia de discutir en las reuniones familiares (“¿Quién provocó esto?”, “¿Quién echó más leña al fuego?”, “¿Quién se alió con quién y en contra de quién?”, “¿Por qué faltarle el respeto a la familia?”, “¿Por qué arruinar la comida dominical de ese modo?”, etcétera). Aun en el caso de que la pareja no discrepara sobre el fondo de la cuestión (por ejemplo, que el suegro es demasiado irascible) podrían emerger interminables reclamos sobre la improcedencia de decir en público algo que, en todo caso, habría que decirlo en privado. Es de sobra conocido que tal situación podría derivar en un sinfín de desacuerdos que se van alejando cada vez más del primero, y que van cambiando de planos que se refuerzan intermitentemente. Lo emocional, lo epistémico, lo relacional, todo va mezclándose en un cóctel explosivo, como en el siguiente diálogo de una esposa y su marido:
_¿Te guardo el regalo en el coche?
_No, ahí déjalo, yo lo subo.
_Es que necesito acomodar todo, lo subo de una vez...
_No, déjalo.
_Pero se va a aplastar si no lo acomodamos bien
_Que se aplaste, total, una cosa más que se arruina….
_Ya vas a empezar con tus indirectas sin sentido...
_¿Sin sentido? ¡Esa mueca que hiciste cuando mi hermana me entregó el regalo! ¡¡Todos
la vieron!!”
_¿Cuál mueca? ¿Me estabas controlando?
_Te conozco. Disfrutas juzgando a mi familia
_No juzgo, digo la verdad
_ ¿No juzgas? ¡¡Vives criticando a mis hermanas, y a las tuyas también!!
_ A ustedes les duele que yo sea franca. ¡Al menos, no soy hipócrita!
_No se trata de ser hipócritas, sino de tener tacto y ser discreto
_¿Qué insinúas? ¿Qué debería imitar los “buenos modales” de tu madre? ¡¡Eso no la
hace menos tóxica!!
_¡Deberías oírte, siempre tan melodramática!! ¿De dónde sacas que mi madre es tóxica?
¡¡Tóxica tú, no ella!!
_Los hechos hablan.
_Exacto, los hechos hablan. ¡Deberían cambiarte el antidepresivo!
_¿Cómo lo sabes? ¿Eres psicólogo? ...
En la vida cotidiana, intuimos varios de estos riesgos de la argumentación, y muchas veces sencillamente preferimos evitar una discusión. Raramente discutimos sin sopesar velozmente cómo es el oponente en tanto argumentador, cómo nos percibe, y cómo se mantendrá la relación durante y después de la argumentación (GILBERT, 1999, PAGLIERI 2009). Que una mujer crea que su esposo la percibe como quejosa e ingrata puede llevarla a decidir no discutir sobre cómo aumentó el trabajo en casa desde que despidieron a la empleada doméstica. O un esposo que se sabe etiquetado de “padre ausente” por su esposa podría decidir no discutir sobre el hecho de que el hijo mayor le ha pegado a un compañero en la escuela.
No todas las diferencias dan lugar a discusiones, ya que los involucrados podrían hacer una rápida predicción de lo que vendrá y, si el esfuerzo requerido para convencer a alguien supera por mucho al beneficio obtenido, muy probablemente se prefiera no discutir. Más aún cuando se presiente que la discusión dejará la relación en peor estado que antes: si las expectativas de acuerdo son muy bajas o nulas, muy probablemente el evadir la discusión sea ponderado como el “mal menor”.
En general, las discusiones que más fácilmente se identifican como “estériles” o “contraproducentes” son las que conllevan cierta violencia explícita (que cualquier observador externo podría señalar), como se puede atestiguar cuando alguien eleva su voz, se agita, se mueve nerviosamente y gesticula, vocifera, insulta, usa el cuerpo para amedrentar, azota puertas, lanza cosas, empuja o golpea. Pero, como hemos dicho, una discusión puede enquistar una violencia interna al ejercicio de la argumentación, dando una falsa apariencia de cordura, serenidad, control, parsimonia y pseudoaceptación del Otro en su diferencia. Es justamente este camuflaje epistémico el que la vuelve difusa y camaleónica. Su aspecto inocente le permite hacer mella en dinámicas conflictivas entre personas que, paradójicamente, desean evitar las formas más reconocibles de la violencia (y que, por ello mismo, recurren a la argumentación). Siendo así, debemos tender un manto de sospecha sobre el dogma de que el intercambio de argumentos es, por antonomasia, la mejor salida al conflicto.
Una persona que tenga una elevada Autoconfianza Epistémica estará más tentada a implicarse en una discusión, en especial si es avezada sobre el tema en disputa. Es decir, quien se percibe a sí mismo como “argumentador competente” puede sentirse aventajado en comparación con el Otro y listo para defender enfáticamente su posición (ya que cree que no le faltan habilidades ni conocimientos).
Cuando hay una exagerada confianza en la solidez de los propios argumentos, el argumentador autoconfiado estará más propenso a esperar que el interlocutor acepte sin oposición alguna sus argumentos (dudar sería dar muestras de necedad, o de revanchismo personal, pero no de auténtica impugnación). En otras palabras, creer que uno tiene razones robustas e irrefutables impele a suponer que el interlocutor “automáticamente” las convalidará, como lo haría cualquier “par epistémico”. De no ser así, probablemente inferirá que su interlocutor no es realmente un “par epistémico”, puesto que no es capaz de entender correctamente el peso de las razones ni de la evidencia. También podría intentar convencerlo, ya que “la verdad siempre triunfa”. En tanto “argumentador vertiginoso”, irá desplegando tácticas de impermeabilización de sus premisas irrebatibles, dispuesto a sobreponerse a la “mala fe” de su crítico (ahora un “adversario” que “siembra desconfianza donde no tendría que haberla”). Es claro que, cuanto más cuestionador sea el interlocutor, más rápidamente se podría desatar una escalada de desacuerdos en virtud de todo lo mencionado ut supra (más aún si el interlocutor se atreve no sólo a cuestionar la calidad de las razones esgrimidas por el argumentador, sino también su modo de discutir, y (ya en el peor de los escenarios) si cuestiona también sus rasgos caracterológicos que lo incitan a desempeñarse con alevosa intransigencia.
La discusión podría escalar mucho más precipitadamente si ambas partes adoptan posturas beligerantes (es decir, si la discusión se da entre dos argumentadores vertiginosos y mutuamente devaluadores). En este plano, se forma un caldo de cultivo para que fermenten ahí las discusiones epistemicidas y “fagocitadoras”, y el conflicto podría escalar al punto de lo que Gregory Bateson (1979) denominaba una “cismogénesis” (autodestrucción del sistema relacional, como acontece por ejemplo en los sistemas relacionales conyugales en los que nada detiene la desenfrenada espiral del conflicto, que en un extremo puede culminar incluso en un homicidio de pareja).
Ahora, si uno de los interlocutores desiste de entrar en la discusión bajo el sofocante exceso de “vigor epistemicida” de su contraparte, la discusión ya no seguirá escalando en estas espirales recursivas, puesto que, para discutir, se requieren mínimamente dos. Esto no significa, por supuesto, que el conflicto desaparezca. Lo único que significa es que ya se ha percibido que la discusión, bajo esas condiciones, no es una vía que neutralice o mejore la situación problemática (mientras que sí la puede terminar de arruinar). El trabajo de convencer a alguien que está repleto de “certezas” puede ser tortuoso, tanto para el que insiste como para el que resiste.
Aquí conviene hacer énfasis en que las diferencias que subyacen a los desacuerdos más difíciles de zanjar -los desacuerdos profundos- no son diferencias sobre los contenidos, sino sobre los valores que rigen la discusión en general, y sobre los valores epistémicos en particular. Conviene explicar este asunto con mayor holgura. Una pareja constituye una díada social dentro de la cual cada parte da y recibe razones: produce conocimientos que justifica con un determinado estilo. Esa justificación puede asumir, en sus extremos, una forma infalibilista (es decir, buscar las razones últimas y fundamentales) o falibilista (la cual, por el contrario, no admite la existencia de razones definitivas).
Los argumentadores contraen diferentes compromisos según se ubiquen en algún punto del continuo que va desde el infalibilismo más acérrimo al falibilismo más relativista. La defensa infalibilista de las creencias tiende a la absolutización y universalización de la propia postura (como acontece en el caso de la vertiginosidad epistemicida); por el contrario, la defensa falibilista de las creencias tiende a la pluralización y la contextualización.
El nudo gordiano aquí es que esta diferencia entre un infalibilista y un falibilista representa un universo de distancia sobre cómo analizar y evaluar las razones propias y las del interlocutor. Cuando no hay un “meta-acuerdo” sobre cómo evaluar y normar las argumentaciones, las discusiones pueden llegar a un “punto muerto”, ya que uno discutirá para que su explicación sea reconocida como “verdadera”, mientras que el otro discutirá para que su explicación sea aceptada como “válida”. Aquí es indispensable recordar que verdad y validez no son sinónimos. La verdad, en un sentido clásico, remite a cómo es la realidad, mientras que la validez remite a la coherencia o ausencia de contradicción con otras creencias. Esto ilustra, a mi entender, un desacuerdo profundo.
Si el desacuerdo profundo es percibido por los interactuantes, puede convertirse en un nuevo motivo de discordia (“¿cuál es la epistemología correcta?”). Siempre es posible preguntarse por qué deberíamos aceptar las razones de las razones, el argumento del argumento. Si, por el contrario, ese desacuerdo epistemológico profundo no es percibido, tampoco habrá demasiado alivio: el infalibilista se obligará a convencer al falibilista, y este último también se esforzará por lograr la aceptación legítima de su postura dentro de la diversidad posible.
En ese proceso de querer hacer pasar al contrincante por el tamizador epistémico que cada uno privilegia, se van tocando muchas de las fibras sensibles del interlocutor. Hay creencias que pueden guardar una carga afectiva insondable, volviéndolas muy difíciles de revocar. Formar parte de una tradición, de una familia y un grupo implica, en gran medida, compartir sus mapas creenciales y reconocerse mutuamente como productores del acervo social de conocimiento valioso (paridad epistémica). En muchas ocasiones, la irreverencia de alguien ante una Idea que el grupo acepta como Verdad Irrefutable puede ser interpretada como una declaración de guerra. Poner en duda la bondad de una esposa, o la honorabilidad de un marido, pueden ser conductas interpretadas como expresiones de una imperdonable deslealtad hacia el grupo entero (por ejemplo, la familia). En las discusiones, esas Ideas (con mayúscula) raramente son explicitadas, pero están presentes funcionando como lemas que guían inconscientemente los cursos de acción e instauran reglas de interacción y roles. La manera de reaccionar cuando estos lemas, reglas y roles son puestos en jaque delata el estilo epistemológico con el cual las personas defienden su capital epistémico.
La actitud infalibilista o falibilista de cada miembro de la pareja no se encarna en “las creencias declaradas”, sino en sus estrategias de afrontamiento del conflicto cuando su capital epistémico se ve amenazado. Volvamos al ejemplo de la esposa que piensa en su marido como un adulto, pero lo trata como a un niño. Le ha adjudicado un rol que él ha aceptado (y posiblemente promovido), y se rige según reglas interaccionales acordes, aunque tácitas (“A él no le exijan”, “A él no lo preocupen”). Que acepten tales roles y reglas como legítimas y funcionales se debe en gran medida al engranaje de estas reglas en poderosas creencias no revisadas, no conscientes, y fuertemente estereotipadas, que, como ya se dijo, funcionan a la manera de lemas: “Él no puede”, “Él es débil”, “Yo puedo” / “Ella se sacrifica porque me ama”, “Merezco ser cuidado”, “Ella es fuerte”. En medio de las amargas discusiones que esta pareja pueda tener, cualquier intento de alguno de los dos (o de un tercero) por cuestionar sus reglas y roles pudiera detonar reacciones defensivas, de ataque y contraataque en quien ve con pavor el peligro de derrumbe de esas Ideas-lemas (reitero: premisas implícitas en sus argumentaciones). En este caso, que ella (no deliberadamente) observe al marido como un adulto-aniñado tiene el efecto de neutralizar las quejas de él acerca de su rol dependiente. Después de todo, “los niños no saben bien lo que quieren”, “los niños confabulan para salirse con la suya”, etcétera. Este tipo de descalificación argumental, basada en la infantilización, produce sobre él un agravio epistémico (su saber no es tomado en serio), pero al mismo tiempo también es desontologizante: sabe menos porque es menos, y es menos porque sabe menos (PEREDA, 1999, CHRISTIANSEN, 2020).
En consecuencia, los estragos de las discusiones preformadas bajo un estilo epistemológico infalibilista, totalizante y cerrado no están dados únicamente por la imposición epistémica de las premisas-lemas como si fuesen axiomas, sino también por los estragos relacionales, afectivos y morales que la remoción de esos lemas pueda tener. No debería subestimarse el impacto “sísmico” que puede causar el intento de refutación de un axioma (piénsese, por ejemplo, en la “revolución” que provocó el cuestionamiento del quinto postulado en la geometría euclidiana). Como en el juego del Jenga4, mover una determinada pieza (un lema, o premisa) puede implicar que el resto de las piezas se vengan abajo en un sólo instante.
Que un interlocutor ponga en duda un lema puede ser, para un infalibilista, un atentado al modo en que “las cosas son”. Pero, como no se representa a sí mismo como alguien violento, el principal movimiento de fagocitación epistémica de ese Otro-escéptico lo dará a través de la defensa a ultranza de la Objetividad, amparándose en la obcecada reverencia filosófica hacia el principio del tercero excluido. Según dicha ley lógica, “Dos explicaciones distintas de la misma situación no pueden ser verdaderas. Si una es verdadera, su opuesta debe estar necesariamente equivocada” (CHRISTIANSEN, 2016, p. 128). Este principio (pilar de la lógica clásica, junto con la ley de identidad y de no-contradicción) no hace posible que haya más de una respuesta correcta a una pregunta. Por el contrario, cuando dos juicios se oponen, uno debe ser verdadero, y el otro falso, quedando excluida una tercera posibilidad.
¿Qué implicancias tiene esto para la forma en la cual se discute? Pues bien, como se viene diciendo en este artículo, quien tenga mayor adhesión a este esquema de pensamiento único, emprenderá discusiones con el propósito de determinar objetivamente de qué lado está la verdad (ya que asume que no puede estar de ambos lados). En gran medida, la discusión es emprendida como un proceso de depuración de errores, con la consabida y esperada eliminación de “falsedades”. Desde la perspectiva objetivadora, buscar la solución correcta es desechar las restantes. Por lo tanto, ante esta acometida absolutista, el intento de admitir la existencia de un pluralismo epistémico no tiene cabida.
Hay todavía un movimiento más que el devaluador puede realizar para llevar su infalibilismo hasta el máximo rendimiento, y es el de erradicar cualquier probabilidad futura de posibles subversiones. Su “economía epistémica” puede verse favorecida si logra que, en lugar de tener que demostrarle al disidente repetidamente sus errores, este se convence sólo (y no únicamente sobre errores episódicos y circunstanciales, sino sobre su propia incompetencia racional). En una ecología del conflicto orientada hacia tal propósito de optimización epistémica del error, las discusiones (y los lemas, reglas y roles que las contienen) se van configurando de manera tal que el sujeto devaluado vaya perdiendo gradualmente la capacidad de sobreponerse a los avances epistemicidas, apagando por sí mismo su voz y autosilenciándose “por propia voluntad”. Caracterizaré a este fenómeno como autoepistemicidio.
Recapitulemos para poder entender la trama de este análisis. El epistemicidio destruye el bien cognoscitivo más básico, natural y prerreflexivo, sin el cual una persona no sería un sujeto epistémico: la credibilidad, y con ello la confianza en sí mismo y en otros argumentadores (ZAGZEBSKI, 2012; SPEAR, 2019, 2020; FRICKER, 2017; SHKLAR, 2013). En principio, tendemos a confiar espontáneamente en las propias facultades para formarnos creencias verdaderas y eliminar las falsas. No obstante, también sabemos que la autoconfianza es derrotable, ya que, ante evidencia contraria, nos veremos obligados a revisar dichas creencias y a retractarnos (SPEAR, 2019).
Tal falibilidad (o derrotabilidad) le depara a cada individuo una actitud muy proactiva, ya que uno tiene que ir construyéndose su propia reputación epistémica. Esta alude a cuestiones tan cruciales como la de quién soy para los demás epistémicamente (“¿Soy creíble?” “¿Soy congruente?” “¿Soy competente para argumentar?” “¿me refutan con facilidad?” “¿me siento seguro cuando discuto?”, “¿soy firme?”, “¿soy tolerante al disenso? “¿soporto bien la crítica?”).
Pero esa reputación epistémica no se edifica sobre un suelo parejo, dado que, como ya se planteó, existen estereotipos basados en sesgos identitarios que tanto pueden ennoblecer como degradar dicha reputación, sin que el sujeto epistémico haya provocado tal disparidad. Está claro, así, que la reputación se constituye socialmente, reflejando e integrando no sólo las habilidades personales para la argumentación y la discusión, sino también los prejuicios epocales que juegan a favor o en contra de los interactuantes. Cuando el enunciado “Eres tóxico” se llega a enunciar en primera persona: “Soy tóxico”, es señal de que la inferiorización epistémica ya está plenamente internalizada, y la reputación epistémica no está siendo menoscabada por un tercero, sino por uno mismo (se supone que una persona tóxica piensa “tóxicamente”, es decir, no razona bien). En este ejemplo, tal pérdida de credibilidad en uno mismo constituye un acto de injusticia epistémica autoperpetrada. Uno piensa, siente y actúa autodevaluándose en virtud del estereotipo a través del cual uno se observa a sí mismo.
El fenómeno de autoepistemicidio al que me estoy refiriendo está muy asociado al difundido en el ámbito clínico y sociológico en términos de Gaslighting (MCKINNON, 2017; PAIGE, 2019). Dicho concepto se popularizó a partir de la película Gaslight, de 1944, protagonizada por una pareja cuya dinámica relacional exhibía un patrón epistemicida con miras a un autoepistemicido: el esposo pretendía convencer a su esposa de que estaba loca, de que tenía percepciones sensoriales engañosas, falsos recuerdos y alucinaciones. Esperaba, con ello, lograr su internación en un hospital psiquiátrico y poder arrebatarle un tesoro escondido en su casa. El término gaslight alude a las lámparas de gas que, en el filme, el marido usaba para encontrar dicho tesoro. Cuando la mujer veía dichas luces, él armaba explicaciones para hacerle creer que ella deliraba.
Pues bien, este hilo argumental cinematográfico tiene el mérito de mostrar de una manera entretenida que el fenómeno del Gaslighting supone el montaje de una imponente “fábrica de evidencias”, tanto del que devalúa como del devaluado (que debe autoconvencerse de su propia incompetencia y de la superioridad de su devaluador, en quien confía más que en sí mismo).
Sin embargo, la película -y la manera en la cual se ha divulgado tal fenómeno- no da suficiente claridad sobre el hecho de que el autoepistemicidio (algo así como un “suicidio epistémico”) ocurre, frecuentemente, sin que alguien lo premedite, y eso es precisamente lo que lo hace potente, difícil de identificar y complicado de romper. Dicho de otro modo, quedarse con la idea de que el gaslighting se reduce a un plan bien trazado para devaluar al otro no deja ver la enorme abundancia de relaciones epistemicidas no deliberadas, prolongadas en el tiempo y sostenidas por estilos epistemológicos en los que el infalibilismo tiene un papel central.
Por ello, al utilizar el término Gaslighting, lo hago con una acepción diferente, pretendiendo denotar un fenómeno que acontece dentro de una relación de pareja en la que existe una mancomunada destrucción de la autoconfianza en uno de ellos, de modo tal que ese lugar de impotencia epistémica se complementa con el lugar de omnipotencia epistémica atribuido al Otro, siendo tal distribución (impotencia/omnipotencia) el resultado de un proceso de argumentación vertiginosa y epistémicamente injusta.
Si la concesión de confianza hacia la otra persona no se produjera como resultado de un proceso vertiginoso, entonces no podría señalarse allí una situación de Autoepistemicidio, ya que esa trasposición de autoridad (confiar más en el otro que en uno mismo) es lo que usualmente hacemos cuando racionalmente decidimos creerle más a alguien que posee un conocimiento mejor al nuestro en algún área (por ejemplo, cuando confiamos más en el médico que en nosotros mismos para que nos otorgue un diagnóstico clínico). No ocurre un autoepistemicidio cuando sopesamos autónomamente las razones para cederle nuestra confianza a alguien más. Pero, en la atmósfera mareadora de la vertiginosidad argumental, tal autonomía resulta extinguida.
Uno podría suponer que la reacción natural de alguien que está siendo arrasado por la soberbia del interlocutor será la de levantarse y defender su reputación epistémica, expresando su inconformidad, su malestar y su sensación de agravio e injusticia. Sin embargo, el epistemicidio sucede esencialmente porque la colonización epistémica del devaluador no se percibe como tal. Si se hiciera evidente, no tendría el efecto obnubilante que de hecho tiene. Es decir, si el sujeto agraviado pudiera verse a sí mismo en esa condición desventajosa, y pudiera comunicarlo (o, mejor dicho, metacomunicarlo), no estaríamos hablando de este fenómeno, sino de lo que usualmente acontece en las discusiones entre pares epistémicos. En el ejemplo anterior donde un marido se queja por la mueca que la esposa le hizo a la cuñada cuando ésta le entregó un regalo, podemos ver que sistemáticamente los miembros de esta pareja van defendiéndose de los ataques del Otro, lo cual no sería posible sin la capacidad de ambos de metacomunicarse, es decir, de identificar, cuestionar y rechazar la forma en que el otro se expresa. Por acalorada que sea, ésa es una discusión que, en principio, no clausura la paridad epistémica.
Pero en el contexto en el que acontece un AutoEpistemicidio no hay paridad epistémica, porque lo que se ha destruido es, inexcusablemente, esa horizontalidad. El sujeto sobre el cual se comete gaslighting está colocado en medio de un dilema: no puede, simultáneamente, confiar en sí mismo y confiar en su devaluador. Es importante entender el callejón sin salida que esto representa en un caso de desacuerdo profundo: mantener firme la confianza en sí mismo es sentido por la otra parte (infalibilista) como un rechazo (una refutación); la condición de posibilidad de ser aceptado por el infalibilista es autoanularse, ya que, desde su perspectiva, o se está a su favor, o se está en su contra. Esto no implica que el epistemicida pretenda que el devaluado le conceda absolutamente todo. Puede “aguantar” muchas diferencias, mientras no sienta atacadas sus convicciones. Cuando esto último sucede, se activan las alarmas de la argumentación vertiginosa.
El proceso que conduce al autoepistemicidio combina perspicazmente lo racional y lo emocional, en el trasfondo de relaciones caracterizadas por la desigualdad de poder. El argumentador epistemicida adopta posturas intolerantes, pero no a manera de posición personal, sino a través del uso estratégico de las teorías y los saberes que considera legitimadores. Le otorgará especial valor a los saberes en los cuales confía el devaluado, ya que esos saberes hablarán en nombre de la Verdad y la Objetividad. Volvamos al socorrido ejemplo de la argumentación sobre las personas “tóxicas”. Al enmarcar la descripción de “lo tóxico” dentro de conocimientos profesionalizados e institucionalizados, el devaluador puede ocultarse detrás del lenguaje impersonal de la ciencia. Desde una vanidosa imparcialidad, subsumirá los miedos y las vulnerabilidades de su pareja dentro de explicaciones supuestamente objetivas y concluyentes sobre su inferioridad epistémica (“No lo digo yo, lo dicen los expertos”).
Cada nuevo “descubrimiento” que los profesionales aporten sobre las personas tóxicas irá enriqueciendo (y petrificando) la cosmovisión devaluada del Otro, convirtiendo todo nuevo “aporte científico” en una oportunidad de seguir confirmando “lo ya sabido”, y extenderlo. Pensemos, por ejemplo, en la aparición de un libro como el de la Doctora Susan Forward (1990) Toxic Parents: Overvcoming the legacy of Parental Abuse [Padres Tóxicos: Superando el legado del Abuso Parental]. El título insinúa la existencia de una relación causal entre una “crianza parental tóxica” y “el abuso parental”. No especifica a qué tipo de abuso se refiere, por lo cual pudiera incluirse cualquier conducta que se haya sentido como abusiva. El título da por sentado que el daño resultante es una “herencia” o “legado” con el que alguien tendrá que vivir (excepto que compre el libro y aprenda a liberarse). Este estilo de narrativa hace de la vaguedad una virtud (aparente), ya que, al establecer una correlación tan laxa entre “toxicidad” y “abuso”, se abre un océano de posibilidades de “entender” ciertas características de la conducta y la vida de una persona bajo ese constreñimiento perceptual inferiorizante. Por ejemplo, un epistemicida al que su pareja le haya revelado que sufrió un abuso sexual en la infancia podría verse tentado de observarla como perteneciendo a la clase de personas a las que se refieren afirmaciones nomológicas del estilo de Forward (por ejemplo, “El abuso sexual infantil deja secuelas traumáticas que se reeditan en las relaciones adultas”).
La cultura actual está colmada de formulaciones presentadas en un lenguaje que procura imitar la sobriedad de la ciencia y que permite (y aprovecha) nociones de uso muy simple y pegajoso. Cualquiera en nuestro entorno puede entender, a grandes rasgos, qué se quiere decir cuando se afirma que una persona es “tóxica”. Este concepto ilustra bien cómo se le puede dar un barniz científico a un término de la cultura popular, convirtiéndolo en un híbrido que es usado por varios “expertos” y cuyo sentido es fácil de comprender y de aplicar (algo que rompe con la habitual dificultad en entender a los especialistas).
En medio de muchas de estas Ideas, las personas y las parejas van construyendo explicaciones que fusionan de modo único lo popular, lo científico y lo vivencial, en torno a dos cuestiones particularmente importantes para nuestra cultura: la ciencia y el amor. Con la vorágine de teorías explicativas, advienen incontables mapas patologizadores que habilitan a nuevos de inferiorización fundados en razones “objetivas”. La “toxicidad” es apenas uno de los muchos ejemplos que abundan en el mercantilizado mundo del daño invisible, materializado en la sobreoferta de biblioterapia, psicología clínica para todos los bolsillos, coaching ontológico, neuropsiquiatría, psicofarmacología, y por supuesto, en la lucrativa industria de la autoayuda. Claramente, la existencia de estos discursos y prácticas contribuyen a moldear las expectativas sociales (ILLOUZ, 2010, 2012, 2019, 2020; SWIDLER, 2001), y de pronto el mundo parece estar impregnado de personas “dañadas”, “contaminadas” y “contaminantes”, alentadas constantemente a “darse cuenta” de su “verdadera” situación tóxica y a pedir ayuda profesional.
La ecología del AutoEpistemicidio, que es la expresión más acabada de la violencia argumental y la injusticia epistémica ejercida sobre y contra uno mismo, no puede entenderse como un fenómeno aislado del contexto sociocultural en el cual ocurre. Por un lado, el autoepistemicidio representa el logro de un fornido y hábil argumentador infalibilista, ante la pasiva fragilidad de un argumentador devaluado (que no ha logrado dimensionar la magnitud profundísima del desacuerdo epistémico en el que está metido, y acaba sucumbiendo a su autonomía cognoscitiva). Pero, por otro lado, estas condiciones individuales y relacionales no podrían fermentar si no acontecieran dentro de una esfera cultural saturada por nuevos canales de inferiorización epistémica profesionalizados.
El ejemplo de la toxicidad, que requiere, seguramente, de un abordaje más extenso, da cuenta de cómo en una cultura con abundancia de servicios terapéuticos, se pueden inculcar ideas proto-científicas que las personas luego podrán usar para justificar sus decisiones sobre una base confiable (la ciencia). La colosal infraestructura expertocrática sobre la salud mental, el bienestar, el desarrollo personal y la felicidad suministra importantes motores de inferiorización epistémica que no se visualizan como tales porque están legitimados por una concepción pública de la ciencia que sigue idolatrando la pureza infalibilista. Es decir, el argumentador vertiginoso, epistemicida y devaluador refleja, y estimula, una cultura fuertemente imbuida del culto a la Objetividad, convertida en fetiche. De ella también extrae sus insumos para transformar los desacuerdos en pruebas de solvencia argumental. El discurso petulante del devaluador tiene toda la resonancia de la perorata triunfalista de la Objetividad que pervive en nuestra cultura, tiñendo a su actitud infalibilista de naturalidad y rigorismo.
Ahora bien, las divergencias en las formas de afrontar las diferencias no pueden superarse mientras el infalibilista y el falibilista no encuentren un terreno común sobre el cual debatir. Como he sostenido a lo largo del presente artículo, esta grieta epistemológica constituye un desacuerdo profundo, y, mientras que esas posiciones no se modifiquen, el único (y remoto) acuerdo posible sería el no-acuerdo. No obstante, cuando se fracasa en percibir la hondura de este abismo, las parejas pueden enfrascarse en discusiones interminables y emocionalmente destructivas. En cuestión de minutos, pueden ser arrastrados de conversaciones “en modo-amor” a conversaciones “en modo enemigo”, con la fantasía pueril y bienintencionada de que no podría haber nada errado en el sano ejercicio de la argumentación (siempre hay algo de fatal en las buenas intenciones).