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“Las balas del Niño Dios”: La batalla de Tarapacá y la formación de la nación en el extremo sur del Perú (1822-1842)[1]
“The bullets of the God Child”: The battle of Tarapacá and the formation of the nation at the southern end of Peru (1822-1842)
“Las balas del Niño Dios”: La batalla de Tarapacá y la formación de la nación en el extremo sur del Perú (1822-1842)[1]
História Unisinos, vol. 21, núm. 3, pp. 426-443, 2017
Universidade do Vale do Rio dos Sinos

Recepción: 24 Mayo 2016
Aprobación: 12 Mayo 2017
Resumen: El 6 y 7 de enero de 1842 fuerzas peruanas y bolivianas se enfrentaron en el pueblo de Tarapacá como resultado de un persistente conflicto fronterizo originado en el complejo proceso de conformación republicana de ambos países. Situado este hecho en la memoria de peruanos y tarapaqueños mediante la prosa de Ricardo Palma, el presente artículo aborda este acontecimiento buscando ir más allá de la retórica mítica, heroica y literaria hasta ahora dominante, para entender las dinámicas sociopolíticas locales respecto a la conformación de la nación y el territorio nacional en la que fue en aquél entonces la provincia más meridional del Perú, y que se expresaron en este acontecimiento.
Palabras clave: frontera peruano-boliviana, conflicto fronterizo, invasión, batalla, Tarapacá.
Abstract: On January 6 and 7, 1842, Peruvian and Bolivian troops fought in the town of Tarapacá as a consequence of a permanent border conflict originated within the complex process of formation of the republic in both countries. This fact was instilled in the memory of Peruvians and Tarapacá inhabitants through the prose of Ricardo Palma, and the present article addresses this event by seeking to go beyond the mythical, heroic and literary rhetoric that has been so far dominant in order to understand the local socio-political dynamics regarding the formation of the nation and the national territory in the southernmost province of Peru at that time, and that were expressed in this event.
Keywords: Peruvian and Bolivian border, border conflict, invasion, battle, Tarapacá.
Introducción
Durante el siglo XIX la frontera peruano-boliviana estuvo sujeta a recurrentes conflictos derivados de la configuración estatal de los proyectos políticos republicanos y los consecuentes ajustes territoriales que este complejo proceso convocó.
Particularmente la incertidumbre se generó, entre las décadas de 1820 y 1840, a partir del proyecto de Bolívar de constituir la Confederación de los Andes y su implicancia en las dinámicas políticas internas de los países involucrados, los recelos que despertó en parte de los grupos dominantes del Perú la formación de Bolivia, el planteamiento de Bolivia de salir soberanamente al Pacífico por el puerto de Arica, la posibilidad de que el Perú accediera a esta pretensión involucrando la entrega de las provincias de Arica y Tarapacá a cambio de compensación económica y territorial y, por último, los afanes separatistas instalados en sectores influyentes de Arequipa, Cusco y Puno como una reacción al predominio limeño. Todo esto, además, enmarcado en un Perú atravesado por una difícil situación económica proveniente de las luchas por la independencia y la inestabilidad política generada por un caudillismo extendido.
En este contexto, de vicisitudes, incertidumbres y enfrentamientos, a inicios del año 1842 una patrulla armada del ejército de Bolivia ocupó la localidad de San Lorenzo, por aquél entonces la capital político-administrativa de la provincia de Tarapacá,[3] lo que provocó uno de los hechos más importantes que estos alejados e inhóspitos parajes experimentaron durante la primera mitad del siglo XIX como parte del escenario constitutivo del Perú como Estado-nación: la batalla del 6 y 7 de enero. No obstante lo anterior, es muy poco lo que se sabe tanto de la ocupación como de la acción armada que emprendieron los tarapaqueños para recuperar su principal centro poblado, menos aún de sus alcances sociales y políticos y las dinámicas locales que suscitó, un rasgo que se afianzó a partir del relato “Las balas del Niño Dios” de Ricardo Palma, que puso sobre este acontecimiento un hálito de mitología heroica (Ponce, 2011).
Si bien este enfrentamiento estuvo lejos de tener una gran envergadura, adquiere relevancia a efecto de visualizar las traducciones tarapaqueñas del proceso de formación republicana del Perú, más aún en una coyuntura que fue parte de la inflexión desatada a partir de la derrota de la Confederación Perú-Boliviana en cuanto a la definición de la nacionalidad, el carácter unitario del Estado y la identificación entre centralismo y fortalecimiento estatal (Del Águila, 2013, p. 107-108).
En estos términos, el presente artículo busca adentrarse en las dinámicas sociopolíticas locales que permitan explicar, por una parte, la conducta de los tarapaqueños antes, durante y después de la refriega como, por otra, el escenario regional derivado a partir de las tensiones fronterizas entre Perú y Bolivia como parte de la conformación de la república, la nación y el territorio nacional.
La frontera peruano-boliviana: entre el conflicto político y la guerra persistente (1825-1842)
Tras la forzada retirada de Bolívar en septiembre de 1826, el Perú entró en un periodo de inestabilidad que duró hasta la primera presidencia de Ramón Castilla. Según Carmen McEvoy (2013, p. 66, 71-72,2014, p. 37-42), el fin del régimen bolivariano conllevó un vacío de poder, lo que provocó que la soñada racionalización y centralización del Estado fuera reemplazada por un proceso plural y fragmentado de soberanía, donde la anarquía emergió a partir de la preponderancia y atribuciones que adquirieron las elites departamentales y provinciales. Para Gabriela Chiaramonti (2005, p. 208-209), en tanto, entre 1826 y 1845 todo estaba por hacer, incluyendo la delimitación del territorio a efecto de definir a quienes se debían considerar como peruanos. Sin embargo el hecho de que la centralización del poder en Lima y su elite no fuera eficiente, provocó que todo intento por neutralizar las fuerzas centrífugas desatadas en las fronteras norte y sur resultara en un fracaso. Por su parte, para Carlos Contreras y Marcos Cueto (2014, p. 79), el Perú que dejó Bolívar no fue más que un proyecto de nación.
Marcado este periodo inicial por sublevaciones y caudillismos, los conflictos referidos a la configuración del Estado-nación peruano en términos territoriales adquirieron ribetes dramáticos e insospechados (Aljovín, 2000, p. 243). En el caso particular de la frontera sur, no sólo llegaron a condicionar la política interna de Perú y Bolivia (Pease, 1993, p. 3), sino además desataron una intrincada dinámica sociopolítica respecto a la conformación de los respectivos territorios nacionales que decantó recién a mediados de la década de 1840[4].
El punto de partida de la difícil relación fronteriza peruano-boliviana estuvo, por una parte, en la aprobación por parte del Congreso peruano a inicios de 1825 del envío de un ejército al Alto Perú para destruir los peligros que amenazaban la independencia, establecer un gobierno provisorio y resguardar, en caso de hacerse efectiva una demarcación, los derechos del Perú y, por otra, en el envío a fines de 1826 del plenipotenciario Ignacio Ortiz de Zevallos con la misión de firmar un tratado de federación y otro de límites bajo la idea de que la separación del Alto y el Bajo Perú era inviable en lo político y en lo económico.[5] Ambas decisiones pusieron irremediablemente la cuestión fronteriza como un factor condicionante, más aún cuando se comenzó a imponer el imperativo de establecer claramente los límites para sancionar, en referencia al territorio propio, la identidad nacional a medida que los intentos de reunificación o federación fracasaban uno tras otro.
La consecuencia más relevante de estos primeros movimientos fue el pacto de Chuquisaca del 15 de noviembre de 1826 donde, además de establecer la Federación peruano-boliviana, se sancionó el traspaso a Bolivia del territorio comprendido entre Tacna y Tarapacá a cambio del pueblo de Copacabana y la provincia de Apolobamba; eso sí, manteniendo las constituciones y las leyes particulares de ambos Estados en formación como su administración interior y el pago por parte del gobierno boliviano de 5 millones de pesos a los acreedores extranjeros del Perú. Sin embargo el Consejo de Gobierno peruano, presidido por el paceño Andrés de Santa Cruz, no aprobó este pacto (Paz Soldán, 1874, p. 83-91, 118-126; Basadre, 2002, p. 155-156; Basadre, 2014a, p. 132-138; Bruce, 1999, p. 12).
Fracasado este primer intento de reunificación bajo la figura federativa, más los afanes políticos de Antonio José de Sucre y la inestabilidad política en Bolivia, hacia fines de 1827 el Perú comenzó a aglutinar tropas en la frontera al mando de Agustín Gamarra. En este escenario de resquemores mutuos, Gamarra y Sucre se reúnen en el Desaguadero el 5 de marzo de 1828 acordando el retiro de las tropas colombianas asentadas en Bolivia. Sin embargo, al poco tiempo este entendimiento quedó en nada ante el reclamo de Gamarra de que, contrario a lo pactado, el ejército en Bolivia al mando de Sucre se había incrementado (Basadre, 2014a, p. 272-273).
El debilitamiento de la posición de Sucre, reflejado en la obligación de delegar el mando al quedar herido tras intentar repeler la sublevación del 18 de abril de 1828, dio pie para que Gamarra invadiera Bolivia en contra de las instrucciones del presidente José de La Mar y sin orden del Congreso. De este modo, la ocupación de La Paz y Oruro precipitó el tratado de Piquiza del 6 de julio de 1828 que estableció el retiro de las tropas peruanas y la aceptación de la Asamblea Nacional boliviana, posibilitando con ello la salida definitiva de Sucre y la elección de Santa Cruz como presidente de Bolivia (Basadre, 2002, p. 161-166; Basadre, 2014a, p. 276-278; Novak y Namihas, 2013, p. 29).
Tras esta invasión, y al verse fortalecido en su posición, Gamarra se sublevó contra el presidente La Mar, logrando la presidencia del Perú a mediados de 1829 (Basadre, 2002, p. 185-186; Basadre, 2014a, p. 295-300). Precaviéndose de arrebatos golpistas en su contra, en octubre de 1829 inviste como plenipotenciario a Mariano Álvarez con el propósito de solicitarle a Santa Cruz garantías de que no intervendría en el régimen interior del Perú, gestión que finalizó el 26 de septiembre de 1830 sin resultados. Este hecho, más el estallido de un motín el 26 de agosto de 1830 en el Cuzco al mando del coronel Gregorio Escobedo que había sido liberado por gestiones de Santa Cruz, provocó que Gamarra saliera de Lima haciendo preparativos de guerra. Santa Cruz, tratando de evitar la invasión de 1828, lo invitó, tal como lo había hecho dos años, a un encuentro en el Desaguadero el 15 de diciembre de 1830 en donde le insistió en la creación de una federación (incluyendo a Colombia) y que Arica fuese cedida a Bolivia, a lo que Gamarra se negó (Basadre, 2014b, p. 35-36).
Ante esta desavenencia, en enero de 1831 se reactivaron una vez más negociaciones en la ciudad de Arequipa entre Manuel Ferreyros por el Perú y Casimiro Olañeta por Bolivia. Sin embargo la insistencia de Olañeta en la entrega de Arica hizo que no prosperaran, lo que dio pie para que Gamarra, empecinado en invadir Bolivia, pidiera al Congreso facultades extraordinarias para declararle la guerra, la que le es denegada. En contrapartida, el Congreso mandató la realización de nuevas componendas. Así, el 25 de agosto de 1831 en el pueblo de Tiquina se firmó un tratado preliminar de paz que fue ratificado en Arequipa el 8 de noviembre de 1831. Este pacto fue aprobado en Bolivia, pero no los acuerdos comerciales, lo que llevó a la firma de un tercer arreglo en Chuquisaca el 17 de noviembre de 1831 (Basadre, 2002, p. 192-207;Novak y Namihas, 2013, p. 30; Wagner, 1997, p. 96).
Esta componenda generó un breve lapso de estabilidad en las relaciones peruano-bolivianas hasta la emergencia de Felipe Santiago Salaverry como adversario del gobierno provisional de Luis José Orbegoso a fines de 1834. Entonces Santa Cruz, previendo en Salaverry una amenaza para Bolivia, decidió reimpulsar la alianza con Gamarra. Ambos se reunieron a inicios de 1835, esta vez en Chuquisaca, donde convinieron en formar una entidad política compuesta por tres estados (Norte, Centro y Sur) denominada “República del Perú” (Basadre, 2014b, p. 98-100).
Gamarra, tratando de forzar el escenario a su favor, se dirigió prestamente a Puno el 20 de mayo de 1835 sin formalizar lo estipulado con Santa Cruz, lo que facilitó, por una parte, el incumplimiento por parte de ambos de lo comprometido y, por otra, los movimientos del presidente Orbegoso para derrotar a Salaverry y sacar de escena a Gamarra. Así, Orbegoso logró que uno de sus emisarios, el general Anselmo Quirós, acordara con Santa Cruz el 15 de junio de 1835 el envío de un ejército para combatir a Salaverry y Gamarra y proteger la formación de una asamblea de los departamentos del sur que, separados de los departamentos del norte, decidieran una nueva forma de gobierno. Esto provocó que el mismo 15 de junio 5 mil soldados bolivianos cruzaran la frontera, que el 8 de julio Orbegoso le cediera facultades extraordinarias a Santa Cruz en Vilque y que éste las aceptara en Puno el 16 de julio (Basadre, 2002, p. 317; Basadre, 2014b, p. 101).
Acorralado por el acuerdo Orbegoso-Santa Cruz, Gamarra decidió aliarse a Salaverry formando un frente único antiboliviano acordado en la localidad de la Alianza el 27 de julio de 1835. Al alero de este pacto, Gamarra se enfrentó a Santa Cruz en Yanacocha el 13 de agosto resultando derrotado. Santa Cruz a partir de este triunfo se apoderó del Cusco y Ayacucho, y Gamarra fue desterrado a Costa Rica.
Fuera de escena Gamarra, Orbegoso y Santa Cruz tomaron el control, poniendo a Salaverry en una desmedrada posición político-militar, no obstante su intento de mandar una expedición por Iquique para entrar a territorio boliviano y ahí apoyar los intentos subversivos contra Santa Cruz, empresa que finalmente no se ejecutó (Ejército Unido, Boletín N°6, Arequipa, 30/1/1836, p. 1). Entonces el enfrentamiento entre Santa Cruz y Salaverry se hizo inevitable. Ambos ejércitos se enfrentaron en Paucarpata el 27 de febrero de 1836 en la batalla de Socabaya. Salaverry cae derrotado por las fuerzas de Santa Cruz comandadas por José Ballivián y es fusilado en la plaza de Arequipa (Basadre, 2014b, p. 109-110).
Muerto Salaverry y exiliado Gamarra, Santa Cruz procedió a desplegar su poder para concretar su proyecto político en la Asamblea de Sicuani celebrada en el mes de marzo de 1836. El 10 de abril Orbegoso decretó como Estado independiente el Sur-Peruano y el 11 de agosto se conformó el Estado Nor-Peruano. Provisto de todos los elementos, el 28 de octubre de 1836 Santa Cruz dictaminó la creación de la Confederación Perú-Boliviana ordenando la realización de un Congreso fundacional en Tacna, el que terminó en un pacto firmado el 1 de mayo de 1837 (Basadre, 2014b, p. 118-122; Novak y Namihas, 2013, p. 37-31; Bruce, 1999, p. 31).
La experiencia de la Confederación Perú-Boliviana duró un poco más de dos años, siendo derrotada el 20 de enero de 1839 en el pueblo serrano de Yungay por fuerzas chilenas y peruanas restauradoras, desenlace que posibilitó que Gamarra, enemigo de los confederados y sus líderes, recuperara el poder al ser proclamado como presidente provisional el 24 de febrero de 1839 (Basadre, 2014b, p. 125-126)[6].
A pesar del triunfo de las fuerzas restauradoras, el escenario interno del Perú siguió inestable, más aún cuando desde Guayaquil Santa Cruz continuó moviendo sus piezas. Precisamente esto reclamó el 28 de abril de 1839 Juan Crisóstomo Pizarro, comandante general de los departamentos del sur, a Ballivián en su calidad de general en jefe del ejército de Bolivia:
Después de la caída vergonzosa del general Santa Cruz, nadie habría creído que se volviese a conspirar contra la tranquilidad de esta nación en los mismos momentos que el gobierno de Bolivia aparentaba solicitar nuestra amistad. Pero los desengaños sufridos en el Perú no han bastado a contener la ambición y los proyectos de ese gobierno. Muchas personas me habían asegurado que de La Paz se habían remitido comisionados a las provincias de Tacna y Tarapacá con el objeto de sublevarlas y unirlas a aquella República; pero jamás di ascenso y crédito a semejantes avisos porque no sospechaba que todavía hubiera en Bolivia hombres, que siguiendo las huellas inicuas de Santa Cruz, se ocuparan de anarquizar el Perú (El Comercio, 22/05/1839, p. 2).
Esto llevó a Gamarra a mantener el aparato militar utilizado en la guerra contra la Confederación y a declarar ante el Congreso en Huancayo que había sobrados motivos para declararle la guerra a Bolivia (Basadre, 2014b, p. 214). El 14 de agosto de 1839, tratando de prever un nuevo enfrentamiento armado, los ministros Eusebio Gutiérrez por Bolivia y Manuel de Mendiburu por Perú firman una convención preliminar donde Bolivia se compromete a indemnizar los gastos incurridos por la invasión de Santa Cruz de 1835 y a no insistir en la cesión de Arica a cambio de implementar en este puerto una aduana única. La indemnización fue rechazada por el presidente boliviano José Miguel Velasco, provocando con ello, por un lado, que Gamarra reactivara los preparativos de guerra a inicios de 1840 y que, por otro, el gobierno boliviano tomara medidas preventivas. Sin embargo, un tratado entre los plenipotenciarios Manuel Ferreyros e Hilarión Fernández del 19 de abril de 1840 posibilitó bajar el nivel de la crisis al declararse la paz entre ambos países, acuerdo que se afianzó con la firma del 5 de septiembre de 1840 donde se establecieron los aranceles para las mercancías que transitaran entre Bolivia y Perú (Basadre, 2014b, p. 215-216).
Este tratado de paz y comercio, si bien logró impedir en lo inmediato un nuevo enfrentamiento entre peruanos y bolivianos, no tuvo la cualidad de estabilizar los regímenes políticos internos. En efecto, por el lado boliviano si bien el presidente Velasco tuvo la ratificación del Congreso ordinario, enfrentó numerosos motines encabezados por Ballivián y el propio Santa Cruz. Por el lado peruano, en tanto, a pesar del acuerdo de paz Gamarra comenzó a tener tratativas con Ballivián buscando un margen de garantías ante la eventualidad de que éste llegara al gobierno. La inestabilidad boliviana, los afanes de Gamarra y el temor a que Santa Cruz recuperara el poder, llevó a que el Congreso autorizara el 6 de julio de 1841 la declaración de guerra, señalando eso sí que esta determinación no era contra el pueblo boliviano sino contra el “partido que mandaba en ese país”. Gamarra y su ejército cruzan entonces nuevamente la frontera el 2 de octubre de 1841. El resultado final de este enfrentamiento se desató el 18 de noviembre de 1841 en las cercanías de la estancia de Ingavi en Viacha, donde las tropas bolivianas al mando de Ballivián, que había logrado neutralizar y bloquear al presidente Velasco, vencen a las fuerzas peruanas, muriendo en combate Gamarra (Basadre, 2014b, p. 217, 220-221).
Derrotadas las fuerzas peruanas y muerto el presidente Gamarra, Manuel Méndez Gorizábal, que había asumido el mando de la república por ser el presidente del Consejo de Estado, decidió continuar las operaciones militares, lo que provocó que el ejército boliviano invadiera Puno, Moquegua, Tacna, Arica y Tarapacá, desatando una escalada bélica que se prolongó hasta el tratado de Puno de junio de 1842 (Basadre, 2014b, p. 230).
El tratado de Chuquisaca y las repercusiones en el sur peruano y Tarapacá
Las tratativas de Chuquisaca calaron hondo en distintos sectores del sur peruano, incluyendo por cierto a los tarapaqueños, más aún cuando esta negociación territorial resaltaba dramáticamente el hecho de la pertenencia o no a la nación. Las reivindicaciones, entonces, se situaron en la importancia del territorio que se quería ceder a razón de su riqueza y su impacto en el devenir del Perú. Así lo hicieron ver los editores del periódico limeño El Peruano al indicar que, con la demarcación que se estaba pretendiendo sin justificación alguna, se le cedía a Bolivia “las dos mejores provincias del departamento de Arequipa” (El Peruano, 10/02/1827, p. 2). Todavía más:
los perjuicios que sufriría el Perú en la segregación de las provincias de Tarapacá y Arica, serían extraordinarios con respecto al fraude inevitable que se cometería con el contrabando, fácil de perpetrar en una frontera que se internaría sobre el centro del Perú, y cuya línea divisoria se traspasaría por mil entradas, que no podrían guardar ejércitos numerosos, que la República no se halla en aptitud de sostener (El Peruano, 10/02/1827, p. 3).
Respecto a la provincia de Arica, tal principio de acuerdo se tornó inaceptable ya que involucraba hipotecar la “promesa” para el Perú de ventajas que “no pueden recompensarse con ninguna indemnización”. Sólo considerando el comercio, su separación sería “una de las fatalidades más perniciosas a sus intereses” ya que el “puerto de Arica en el nuevo orden político que felizmente nos rige, es el primero de la República Peruana, que llamará con preferencia el comercio del Viejo-mundo, de donde no pasará un buque a los puertos del mar Pacífico, que no toque en él” (El Peruano, 10/02/1827, p. 3).
En el caso particular de la provincia de Tarapacá, para quienes se oponían al acuerdo “su desmembración” implicaba, al ser la “más productiva [por] los ricos y poderosos minerales que contiene”, una “pérdida” para el Perú sin “recompensa alguna” toda vez que en el:
estado de abatimiento en que se halla la explotación de minas, puede asegurarse por un cálculo aproximado, que produce sobre diez mil marcos de plata mensualmente, que forman una suma de setenta mil pesos anuales, cuya riqueza extraída de las entrañas de la tierra por propietarios del Perú, da un impulso considerable a la circulación, aumentando la riqueza pública del Estado (El Peruano, 10/02/1827, p. 2).
En el sentir de algunos sectores influyentes de Tarapacá, lo que se ponía en juego con esta cesión territorial era la condición ciudadana como, a la vez, la manifestación de una incomprensión política para ver la relevancia de la provincia más meridional en cuanto al fortalecimiento del proyecto republicano. Así lo explicitó uno de ellos, un empresario dedicado a la explotación de salitres, en El Republicano de Arequipa a fines de 1827:
Por el amor al País en que vi la luz y a nuestra República de que soy Ciudadano. Por el deseo que me anima por la prosperidad de esta Provincia, que ligada al laboreo de sus minerales, iba a la par de estos a su decadencia, y se veía sin duda al borde de su total ruina, siempre opiné que cesarían las calamidades que en silencio hemos sufrido, si el Gobierno, si los que inmediatamente están puestos a su frente, no especulaban personalmente los diversos puntos de contacto que tienen estos lugares con una permanente felicidad (El Republicano, 01/12/1827, p. 151).
Tal demanda de ciudadanía y expresión de patriotismo no hizo más que evidenciar lo que estaba en juego respecto a la comprensión de lo peruano, un elemento coincidente con la opinión de Jorge Basadre de que el caudillismo militar desatado entre 1827 y 1842 fue el resultado de una pugna entre un peruanismo auténtico pero restringido respecto a uno amplio pero discutible (Basadre, 2002, p. 146). Entonces, tras estas premisas que solventaban la oposición de los tarapaqueños a los acuerdos de Chuquisaca, cabía un elemento en extremo relevante y que condicionaba la responsabilidad política en cuanto a consolidar el proyecto republicano: el de ser parte de la nación que comenzaba a plasmarse socioculturalmente, tal como se había manifestado en El Peruano a inicios de 1827: “recordar que somos peruanos, y sin olvidarnos al mismo tiempo de los vínculos fraternales que nos ligan estrechamente con nuestros hermanos los bolivianos” (El Peruano, 10/02/1827, p. 2). En efecto, lo que se puso en cuestión con este tratado fue el alcance que iba a tener la relación entre territorio nacional e identidad nacional, en un escenario además fracturado por posiciones separatistas que tensionaban al extremo la definición de lo peruano y, por tanto, de la conformación de la nación. Así lo hicieron ver los empresarios mineros de Tarapacá al plantear que
La mayor parte de los propietarios de minerales de la provincia de Tarapacá no podrían sufrir con resignación que sus propiedades, ni ellos perteneciesen a otro estado, hallándose establecidos en Arequipa, de la que jamás se han separado; las relaciones, las conexiones, y el orden y sistema entablado por los mineros desde que fueron propietarios, se alteraría por necesidad, y variando de curso la inversión y jiro de los mineros, se les violentaría acaso adoptar un partido tan violento como la medida de su separación, sin más objeto que conservar el antiguo orden de límites, que nos les privase de pertenecer al Perú libre e independiente (El Peruano, 10/02/1827, p. 3).
No es raro entonces que, cinco años más tarde, se siguiera insistiendo respecto a los derechos que le asistían a peruanos y bolivianos a la hora de conformar el territorio, más aún cuando en este problema no sólo estaba en juego la extensión territorial de uno en desmedro del otro, sino principalmente “evitar los males que puedan originarse con la manción [sic] de súbditos de diferentes gobiernos en una misma morada” (El Republicano, 05/03/1831, p. 2).
La frontera peruano-boliviana implicó de este modo para los tarapaqueños ser parte de los retos que había dejado el proceso independentista, desafíos que tuvieron que ver tanto con la estabilización del aparato estatal como con la creación de una comunidad política nacional al amparo de un escenario en donde la extensión territorial fue bastante relativa y las fronteras escasamente definidas (Contreras, 2014, p. 16). De ahí entonces es comprensible la razón principal que tuvo Ramón Castilla, en su calidad de subprefecto de Tarapacá, de mandatar en 1827 al joven químico inglés William Bollaert la realización de una exploración por todo el territorio tarapaqueño a efecto de sancionar la primera cartografía nacional del territorio más meridional de la patria (Castro et al., 2017), más aún cuando la demanda cursada en 1826 por los Islugas contra los Llicas no sólo implicó para Castilla el tener que resolver un conflicto con dimensiones étnicas sino igualmente la cuestión de la soberanía estatal-nacional al invocarse, por parte de los litigantes, la condición de territorio soberano en uno y otro caso.[7] Consecuentemente, lo que tuvo que sancionarse fue la verificación de los límites nacionales tomando como referencia los antiguos hitos que dividían la jurisdicción de Lípez, en aquél momento territorio boliviano, respecto a la de Tarapacá reivindicada como territorio peruano (Paz Soldán, 1878, p. 33). De este modo, Castilla no dudó en concluir que la mensuración de los “deslindes nacionales” dejaba en evidencia que los naturales de Llica al ocupar las tierras de los Islugas se habían internado en “su territorio” (Riso Patrón, 1910, p. 55), es decir, en el espacio bajo su jurisdicción en tanto autoridad representativa de la soberanía del Estado peruano.
De algún modo estos dos hechos, la resolución de Castilla a la demanda de los Islugas contra los Llicas y el mandato para la confección de la primera cartografía peruana de Tarapacá, fueron la respuesta de las redes de poder de los grupos tarapaqueños más influyentes a las indefiniciones y tentaciones de parte de la elite, limeña principalmente, en cuanto a la configuración del territorio nacional peruano en el extremo sur.
La crisis de 1841-1842: un escenario propicio para la invasión boliviana a Tarapacá
Si bien la declaración de guerra por parte del Congreso peruano ocurrió en julio de 1841, la provincia de Tarapacá y el puerto de Arica ya se habían visto afectadas por la incursión de una columna del ejército de Bolivia al mando del teniente Hilarión Ortiz los primeros días del mes de enero de ese año (Archivo Regional de Tacna, Prefectura, Comunicaciones recibidas de la subprefectura de Tarapacá, en adelante ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.6, Iquique, 04/01/1841, s.f.), penetración que si bien no llegó a enfrentamientos de fuego, si constituyó una muestra de la profundidad de la crisis a la que se enfrentaban nuevamente ambas repúblicas.
En este contexto, agravado por las pugnas internas, el periódico El Comercio destacó en abril de 1841 la conducta de los tarapaqueños a la hora de enfrentar la invasión boliviana:
El entusiasmo patriótico que ha desplegado en la actual crisis la benemérita Provincia de Tarapacá es digno de una mención honrosa. El Sub Prefecto, los demás funcionarios, y todos sus habitantes, al solo anuncio de la defección de algunos cuerpos que guarnecían el Sur, dieron pruebas ostensibles de su amor a las instituciones y de respeto a las autoridades constituidas. Los resultados correspondieron a nuestras esperanzas, y vimos con placer alejado de aquel territorio el funesto contajio de la sedición, y sofocada la chispa con que desde su tenebroso antro procuran incendiar todo el país, los nuevos reformadores.
Los pueblos que conocen sus verdaderos intereses, difícilmente se prestan para el trastorno del orden establecido; porque la razón conducida por la experiencia les ha hecho palpar los males que son consiguientes a toda innovación o reforma, cuando la fuerza quiere sobreponerse a la voluntad pública, para lisonjear las pasiones de una ambición prematura (El Comercio, 13/04/1841, p. 3).
Consecuentemente, el actuar de los tarapaqueños fue coincidente con la posición tomada por los residentes ariqueños y tacneños en cuanto a no tener una opinión favorable a las incursiones bolivianas, rasgo que fue observado por la tripulación de la corbeta Yungay al informar que en los puertos donde había recalado, Arica e Iquique, no había “hombre que no deteste a los bolivianos y cada uno trabaja cuanto puede para hostilizarlos” (El Comercio, 27/12/1841, p. 3).
Tal conducta no se quedó en un enunciado, sino que decantó en acciones que pusieron a parte importante de los pobladores de Tacna, Arica y Tarapacá en la palestra de la rebeldía no solo hostigando a las columnas bolivianas en su paso por los lugares habitados, sino además en la conformación de montoneras en Sama, Lluta y Azapa (El Comercio, 27/12/1841, p. 3), todas ellas abocadas a hacer una guerra incesante, tal como lo informó el prefecto accidental del departamento de Moquegua, Matías Télles, al ministro de Despacho de Gobierno el 18 de diciembre de 1841:
Desde el día 9 del que rige, en que entraron a Tacna los invasores, hasta la fecha, se hallan en continua alarma, pues el odio del pueblo a ellos cada día es más pronunciado, y el disgusto que manifiestan los pocos habitantes que han quedado los tiene lleno de terror. […]
Por los suburbios del pueblo se han formado pequeñas partidas de guerrilla que por la noche disparan tiros, aumentando así el miedo de los invasores, que temerosos de un contraste tienen que dormir al frente de la tropa.
En los valles de Sama, Lluta y Azapa que se hallan al sur y norte de la capital, han formado los vecinos de ellos, junto con los emigrados de Tacna, gruesas partidas de guerrillas que hacen a los enemigos una terrible guerra de recursos y les tienen interceptados todos los caminos por donde debiera entrarles muchos víveres. La prefectura ha cuidado de proveerlos de armas y darles las instrucciones convenientes.
La provincias de Moquegua y Tarapacá se hallan en el mejor sentido, y por lo que hace a Tacna y Arica no tengo expresiones suficientes para significar a US. el entusiasmo de que se hallan animados para hacer la guerra a los invasores (El Comercio, 29/12/1841, p. 2-3).
De este modo, el actuar de las montoneras fue determinante en el debilitamiento de las tropas bolivianas, sobre todo a través de las quitadas de armas y animales.[8] Por ejemplo, para fines de 1841 se informa que la montonera de Lluta había tomado “dos soldados y parte de caballos”, además de quitarles a las “rabonas los borricos”; también la captura en Chacalluta de “cuarenta bestias, un caballo y un mula” y la lectura de un bando para que se “presentasen los emigrados y los que tengan armas so pena de ser castigados como enemigos” (El Comercio, 29/12/1841, p. 4), o la noticia trasmitida por el contramaestre de la corbeta Yungay de que “400 montoneros de Azapa al mando del comandante Ramos habían derrotado completamente a 200 bolivianos quitándoles todos los pertrechos de guerra” (El Comercio, 10/01/1842, p. 2).
Las montoneras del sur, que implicó el protagonismo de los pobladores tarapaqueños, ariqueños y tacneños bajo un eje de pertenencia a la nación peruana, fueron el mecanismo principal de resistencia de estos peruanos residentes en el extremo sur ante un ejército debilitado a partir de la derrota en Ingavi y desmembrado por las pugnas caudillistas. Consecuentemente, la invasión boliviana a las provincias más meridionales del Perú desembocó en una lucha social financiada por las elites locales y nutrida por los brazos “patrióticos” de sus habitantes, generando para el caso particular de Tarapacá probablemente el primer escenario derechamente propicio en torno a la emergencia de un imaginario nacional peruano en un basto, árido y alejado territorio. En efecto, a partir de la invasión de las tropas bolivianas, la causa que se abrazó fue el de la patria y no la de los caudillos, aunque estos fueran, como Ramón Castilla a través de sus lazos familiares en el pueblo de Tarapacá, los articuladores fácticos de la defensa.
La batalla de San Lorenzo de Tarapacá: un milagro con nombres y apellidos, además de poder social, político y económico
Para fines de 1841 estaba claro que la amenaza de una incursión boliviana en Tarapacá era inminente. La duda no estaba puesta en si ocurriría o no la penetración de las fuerzas militares del vecino país, sino cuándo se materializaría. Así se lo manifestó el subprefecto Calixto Gutiérrez de la Fuente al prefecto del departamento al informarle de su inspección realizada los últimos dos días del señalado año:
Agitado sobre manera por reservar a esta provincia del contagio Boliviano y queriendo por mi propio instruirme del estado de su capital, me constituí en ella el 30 del pasado con los oficiales aquí estacionados. El sentimiento de aquellos vecinos por no tener armas para oponerse a cualquier tentativa, me hizo esperar un porvenir sensible, si ese orgulloso conquistador pusiese sus miras sobre Pueblos acostumbrados a obedecer solo sus leyes y legitimas autoridades… (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 04/01/1842, s.f. ).
Aún más, para el 31 de diciembre el subprefecto Gutiérrez de la Fuente disponía de información verificada de que la fuerza boliviana se acercaba a San Lorenzo de Tarapacá por la ruta del pueblo de Chusmiza desde la ciudad de Oruro (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 04/01/1842, s.f.), lo que logró comprobar al día siguiente cuando el comandante de la fuerza boliviana destinada a ocupar Tarapacá, el coronel José María García, le hizo llegar un mensaje escrito informándole sus instrucciones e invocándole a “que evitase cualquier derramamiento de sangre que pudiera haber por causa suya” (El Comercio, 22/01/1842, p. 4). El subprefecto Gutiérrez de la Fuente de manera inesperada no sólo tomó preso al teniente Hilarión Ortiz, el mismo que había comandado una columna boliviana de penetración un año antes y que en esta ocasión era el mensajero de García, sino además respondió con decisión que,
Careciendo por ahora la provincia a mi mando de los elementos necesarios para repeler cualesquiera fuerza que, como la de su mando, quiera ocuparla, le digo: que me separo de esta capital, protestando como protesto de todo acto hostil que contra el vecindario y sus bienes puedan dictarse (El Comercio, 22/01/1842, p. 4).
Finalmente el 2 de enero de 1842 la columna boliviana ocupó la capital de la provincia tarapaqueña sin mayor resistencia “por faltar elementos de guerra”,[9] una situación que caló hondo en la máxima autoridad de la provincia:
Mi amor propio, mi honor, y mi patriotismo, quedan en continuo choque, choque que impulsando mis deseos y orden, le impone el sello de lo imposible, en cuanto a lo principal, es decir, en cuanto debía ingresar a la operación una Columna Tarapaqueña: no está ello a mi alcance y medida (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 04/01/1842, s.f. ).
De este modo, para el subprefecto Gutiérrez de la Fuente el inconveniente de no poder responder a las fuerzas invasoras no fue indicativo del “estado en que se hallaban” los vecinos de la provincia de Tarapacá “para vengar la sangre vertida en Ingavi”, sino exclusivamente a la falta de recursos logísticos y pertrechos, opinión que reafirmó al recorrer la jurisdicción a su cargo el día después de la ocupación con el propósito de organizar la resistencia. En este periplo fue testigo de las manifestaciones de “entusiasmo con que quieren contribuir a la empresa más Santa y Justa” y de los deseos a que llegasen “los instantes tan preciosos” para defender a la patria (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 04/01/1842, s.f.), un escenario que le fue expedito para lograr que todos los residentes más influyentes, además de una buena parte de los otros grupos sociales también, abandonaran el pueblo de San Lorenzo de Tarapacá y se reunieran tanto en el puerto de Iquique como en algunas oficinas salitreras para aportar financiera y humanamente a la conformación de una fuerza restauradora. Esta medida fue tan efectiva, que el coronel García le comentó a sus superiores ubicados en la ciudad de Oruro que “hoy día me encuentro sin tener un solo individuo con quien tratar, porque hasta el cura es uno de los emigrados” y, por si fuera poco, en “este pueblo no hay como sacar un peso para el socorro de la tropa porque el tercio de Navidad ya lo había cobrado el subprefecto de la Fuente, y este es motivo que al portador de ésta, no se han abonado más que seis pesos” (El Comercio, 22/01/1842, p. 4).
De este modo, ocurrida la ocupación y al no ser posible el contrarrestarla a fuego, el subprefecto Gutiérrez de la Fuente decidió implementar acciones de espionaje y un “cercado del hambre” (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 04/01/1842, s.f.). Estas medidas le permitieron enterarse que las fuerzas de ocupación solo la componían un “número de cuarenta infantes”, lo que lo animó al día siguiente de la invasión a poner en “marcha sobre aquel punto” una “columna a pie y montados y perfectamente armados” (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Iquique, 05/01/1842, s.f.). Este último dato es relevante, porque muestra que si bien las fuerzas peruanas no estuvieron en condiciones de enfrentar inmediatamente a la columna boliviana de ocupación, tampoco fueron carentes en lo absoluto. De hecho, al salir del pueblo de San Lorenzo el subprefecto llevó consigo doce hombres de caballería y seis infantes de los “dispersos y nacionales” con su respectivo armamento (El Comercio, 22/01/1842, p. 4), recursos que precisamente le permitieron en parte llevar adelante el acoso como estrategia de desgaste de las tropas invasoras.
Según Jorge Basadre (2014b, p. 230), una vez recompuestas las fuerzas el mayor Juan Buendía salió desde Iquique con una columna de voluntarios hacia San Lorenzo de Tarapacá, presentando batalla a partir de la noche del 6 de enero con ayuda de vecinos de la capital provincial, combate que duró hasta las siete de la mañana del día siguiente. Sin embargo, lo que efectivamente ocurrió es que Buendía antes de presentar refriega se instaló en la oficina salitrera La Peña, siguiendo al pie de la letra la estrategia diseñada por el subprefecto, al parecer, días antes de la invasión. En esta salitrera no sólo aglutinó hombres y armamento, sino que despachó el 4 y 5 de enero grupos armados para hostilizar de día y de noche a la columna de ocupación. Fue tan exitoso este procedimiento destinado a debilitar las fuerzas invasoras, que el coronel boliviano García le solicitó a sus superiores el envío de tropas de infantería y caballería con el propósito de poder enfrentarlos:
se hallan mucho dispersos, y los va reuniendo el comandante D. Juan Buendía a distancia de catorce leguas llamada La Peña, y este señor van dos noches que me tiene abrumado con sus tiros, con los doce de caballería que tiene, y como están bien montados no les puedo hacer nada, y si tuviese ya la mitad de la caballería, podría tomarlos como también toda la caballada; pues con los que tengo no puedo perseguirlos una sola cuadra porque en su vida han manejado el arma, y quizás los más de ellos no la han conocido. Esto es que me hallo con hombres armados y en inacción (El Comercio, 22/01/1842, p. 4).
Así, la fecha y la hora escogida para repeler a los invasores obedeció a una planificación inteligentemente articulada: una tropa boliviana sin dormir durante dos noches seguidas, además sin descanso y mal alimentada por el mismo lapso. El relato del combate por parte del propio Buendía se emitió en los siguientes términos:
A mi aproximación a Tarapacá, se me reunió bastante gente aunque sin armas los más. Ello es que el 6 a las 11 de la noche estuve frente al enemigo que ocupaba una posición casi inexpugnable; favorecido de la cual me rompió un vivo fuego que fue contestado por los nuestros con no menor ardor por lo que al poco rato me encontré sin municiones, mas el entusiasmo del pueblo remedió esta falta, pues mientras nos batíamos, ellos construían cartuchos con los que me sostuve hasta las 7 de la mañana del 7, habiendo habido toda la noche un fuego sin interrupción. Los paisanos que tenía sin armas hice fuesen a tirar piedras y galgas al enemigo desde un cerro que domina la casa que ocupaban; y se llenaron tanto de terror que a la hora dicha se me rindieron a discreción quedando muerto el coronel García jefe de la fuerza invasora; mal herido el mayor Coloma hermano de mi compadre, y 9 individuos de tropa. Nuestra pérdida consiste en la muerte de un soldado y 5 heridos (El Comercio, 22/01/1842, p. 3).
Como queda establecido en esta y otras narraciones, la participación de los vecinos tarapaqueños (ricos y pobres, mujeres y hombres, blancos, mestizos e indígenas) fue determinante en el triunfo peruano tanto por su aporte a la implementación de un batallón como a la respectiva dotación de armas y cartuchos. De este hecho se derivó la leyenda de la fundición de la imagen de la iglesia para la fabricación de las municiones, relación que tomó Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas bajo el título de “Las balas del Niño Dios” (Palma, 2000, p. 395-398).
Más allá del relato heroico instalado por Palma, el triunfo de las fuerzas peruanas en la llamada batalla de Tarapacá se sustentó en dos dinámicas sociales: (i) la reproducción de un discurso nacionalista por parte de la elite tarapaqueña que visibilizara, en Lima y los otros centros de poder, su incuestionable pertenencia al Perú; (ii) la recomposición de las fuerzas políticas locales en referencia a los caudillismos y las pugnas palaciegas. En efecto, la crisis político-militar de 1841 impulsó, al generar un escenario propicio, la voluntad de la población de la provincia, sobre todo de la más encumbrada, para generar una agencialidad vinculante con una imaginario nacional; es decir, la oportunidad para ser parte efectiva de la república y ratificar con ello –despejando de paso a través de la fuerza de las acciones y las convicciones– las dudas de quienes veían factible todavía el recomponer la territorialidad entregando a Bolivia el puerto de Arica y la provincia de Tarapacá con sus riquezas mineras. Las palabras emitidas por el subprefecto Gutiérrez de la Fuente una vez concluido el combate del 6 y 7 de enero de 1842 delataron con fuerza este hecho, el de la búsqueda de una retórica nacionalista que revocara cualquier vacilación respecto al patriotismo de los tarapaqueños y el vínculo territorial indisoluble de los alejados y desérticos parajes de Tarapacá con el Perú y su nación. Puntualmente dijo, dirigiendo su mensaje tanto a los tarapaqueños como a los connacionales:
Paisanos. El 6 del presente Enero será el día más memorable en las páginas del heroísmo y valor: 6 horas de obstinada resistencia y fuego, con conocidas ventajas de los conquistadores, han dado lección al continente peruano, y a pueblos que aun retardan sacudir el yugo y el improperio.
Amigos. A nombre de la Nación, os saludo, y al invocar los manes del veterano sacrificado en los campos de Incague, me prometo que disponiendo cuestiones domésticas, penséis solo en la unión: en componer una sola familia y en vengar la sangre derramada allí pérfidamente. El Gobierno jamás ha desconfiado de la heroica Tarapacá, el ha contado y cuenta con su denuedo, como que conoce lo que vale; corresponder a sus esperanzas, y a las del Benemérito Jefe del Departamento: preparaos a nuevos ensayos, y nuevas lecciones de patriotismo; y a ese ardor con que habéis defendido vuestros derechos: entusiasmadlo más, y enseñadle el camino de la gloria, en el que os acompañe (El Comercio, 22/01/1842, p. 3).
Tales palabras fueron ratificadas desde Lima por los editores de El Peruano, uno de los más importantes e influyentes periódicos de la capital de la república. Los dichos expresados en su página editorial no sólo estuvieron cargados de intenciones patrióticas, sino del mismo modo demarcaron la relevancia de la batalla de Tarapacá en la conformación de una comunidad nacional, precisamente lo que estaban poniendo en juego los tarapaqueños en esta coyuntura política y militar:
Un puñado de hombres desprovistos de armas ha dado en Tarapacá un solemne testimonio de lo que puede el amor de la patria, cuando se quiere vencer a nombre de ella y cuando se defiende la independencia y la gloria nacional. Una partida boliviana mandada por el coronel García ocupó el pueblo de Tarapacá, pensando que su fuerza era más que de sobra para someter a la dominación extranjera a una población celosa de sus títulos y de su nombre. El jefe de la partida no contaba con ninguna resistencia a nombre del Perú; porque no veía ni un fusil, ni una lanza, ni nada con que pudieran armarse los ciudadanos pacíficos de Tarapacá. Así es que ordenaba y no pedía, y así es que, menospreciando el celo patriótico del Sub-Prefecto de la provincia, amenazaba, imitando las bárbaras lecciones que le ha dado Ballivian, con deportaciones y con otros daños que ofrecía por condición del sometimiento que solicitaba.
Mas todo este aparato orgulloso despareció en el momento en que unos cuantos hombres mal armados y el total de la población movida en masa, cargaron sobre los esbirros que sostenían en Tarapacá la causa de la conquista que el bárbaro Ballivian intenta realizar en el Perú. No quedó un solo boliviano que en el combate del 6 y 7 del corriente no fuese o prisionero o muerto, y el Perú ha dado con este suceso feliz en uno de sus más remotos ángulos, un nuevo realce al sentimiento enérjico de que se halla poseído, desde que trata de vengar las injurias de Incague, y de contener los pasos de humillación con que Ballivian marcha sobre el territorio de la patria.
El suceso de Tarapacá es pequeño en sus resultados militares; pero es de la mayor importancia en el cálculo de las probabilidades políticas. Llena de honor a sus autores; realza el entusiasmo nacional, y es una gran lección de que debe sacar provechos el tiranuelo de Bolivia, para saber desde ahora la suerte que le espera… (El Peruano, 29/01/1842, p. 40, el subrayado es mío ).
Fue el propio prefecto Manuel Mendiburu, un decidido partidario de la invasión a Bolivia por parte de Gamarra, quién ratificó (en nota enviada el 9 de febrero de 1842 al ministro de Guerra y Marina) el énfasis patriótico que inundó a los tarapaqueños:
He encontrado en la provincia de Tarapacá un entusiasmo sin límites, un patriotismo ejemplar que no reserva sacrificio. No hay un solo hombre que no quiera hacerse notar por sus esfuerzos y entusiasmo. Tienen acuartelados ciento y tantos hombres de la guardia nacional pagados con una cantidad que estos beneméritos habitantes reunieron, contribuyendo cada cual con lo que pudo de su peculio, sin interés alguno. Mis actuales ocupaciones no me permiten detenerme ahora en manifestar a US los servicios que prestan los tarapaqueños a la causa de la nación; aquí reina, señor ministro, un espíritu de moral y orden extraordinario; y todos a porfía se distinguen por obsequiar y considerar la columna que he traído, y consta de doscientos veinte hombres. Si esta provincia vuelve a ser atacada por fuerzas bolivianas, esté US cierto que serán vencidas, aunque se presente en doble número al que aquí se reúne de jente armada (El Peruano, 23/02/1842, p. 65).
El alcance de esta dimensión en juego quedó en total evidencia seis años más tarde cuando desde Tarapacá, a propósito de una nueva conducta amenazante de Ballivián, se afirme tajantemente, en tanto un derecho adquirido, la pertenencia a la nación y advirtiendo de paso a la elite dirigente, limeña sobre todo, de su equivocado imaginario sobre la relación territorio y nación:
Y tienen el descaro sin igual, reservado por cierto a la administración del Jeneral Ballivian, de suscitar cuestiones sobre lo evidente, de provocarnos con su moral de materialismo y ateísmo a probar que lo nuestro nos pertenece a nosotros y no a Bolivia, que este uso debe estar sometido a nuestra voluntad y leyes, y arreglarse a nuestros intereses, y que de este uso podemos lícitamente y debemos sacar, el concederlo al vecino, el provecho de que franquee sin trabas, ni vejaciones su mercado a nuestros frutos; nos provocan en una palabra a probar que el Perú es Perú, porque tan Perú son Tarapacá, Arica, Tacna y Moquegua como lo es Lima o el Cuzco.
El Perú es los pueblos que lo forman, no es un ser ideal a quien ellos pertenezcan como propiedad.
El Perú no es Lima, al contrario Lima es el Perú con todos los demás pueblos que forman nuestra República (El Peruano, 16/06/1847, p. 207).
En cuanto al segundo factor, la recomposición en un escenario de crisis de las relaciones de poder locales y los nexos (tensionales por lo regular) de estos liderazgos tarapaqueños con las dinámicas impositivas del aparato estatal siempre oscilantes a razón de las pugnas entre caudillos, no podemos olvidar que el sur peruano además de enfrentar la invasión boliviana estuvo sumergida en una lucha de poderes, incluyendo los rebrotes separatistas, ante el vacío que había dejado la muerte de Gamarra. El reflejo más evidente de este complejo escenario en el que se dio la batalla de Tarapacá fue precisamente la diferencia entre el proceder del subprefecto Gutiérrez de la Fuente y el mayor del ejército Juan Buendía. Este último informó el 12 de enero de 1842 a sus superiores en los siguientes términos el entredicho:
El mes pasado con esta misma fecha escribí a U. desde este puerto: desde entonces ¡qué de cosas me han transcurrido! El 2 del presente fue ocupada la capital de esta provincia por una columna boliviana y tuve que venirme otra vez a este muy contra mi voluntad, pues quería batirlos con los nacionales; mas el subprefecto se opuso y dejamos que entrasen los invasores. No desistí de mi empresa y al fin reduje a este señor, fui a bordo y compré 11 fusiles, y con otros pocos que tenía aunque descompuestos y trabajé en arreglar, y 14 lanzas, emprendí mi marcha a Tarapacá con 22 voluntarios reclutas habiendo pasado la noche víspera de mi salida, que fue el 4, en fundir balas y hacer cartuchos (El Comercio, 22/01/1842, p. 3).
Más allá del hecho objetivo de que al momento de la invasión boliviana las fuerzas peruanas no estaban en condiciones materiales de enfrentar al enemigo, la tensión generada por esta desavenencia tuvo su matriz en los propósitos políticos que uno y otro representaban. En estricto, en Tarapacá no había un ejército como tampoco una estructura estatal extendida, por tanto las voluntades de las familias poderosas y de los empresarios mineros pasaron a ser un factor determinante. El milagro de las “balas del Niño Dios”, como lo describe por lo demás en su relato el propio mayor Buendía, estuvo en la participación ciudadana a razón de un llamamiento de los líderes locales. Mientras Buendía, como militar, quería un enfrentamiento inmediato, Gutiérrez de la Fuente, como político y conocedor de las dinámicas de poder instaladas en la zona, prefirió el espionaje y el acoso, y en base a esta información y debilitamiento del enemigo materializar el llamado a los residentes locales. Es difícil pensar que Buendía por su sola decisión haya convencido a los tarapaqueños de participar en la batalla con desmedradas condiciones. Irremediablemente para ello tuvo que haber un tejido anterior en cuanto a las redes sociales y los vínculos de dependencia de los más pobres con las familias pudientes de San Lorenzo de Tarapacá, Camiña, Mamiña, Sibaya, Huantajaya, La Noria, Pica, Iquique, entre otras localidades de la provincia, como igualmente la determinación de un aporte material de estas mismas familias a razón de la defensa de sus intereses, lo que incluía en ese momento afianzar el ser parte de la nación peruana mediante el financiamiento de la guardia nacional y aportar los elementos para confeccionar las municiones antes y durante la lucha.
El milagro entonces tuvo nombres y apellidos, además de montos. Entre diciembre de 1841 y febrero de 1842 los aportes alcanzaron la cifra de $1.275,4, desglosado del siguiente modo: Tarapacá $499.6; Pica $165.4; Matilla $34.4; Camiña $136.0; Iquique $395.0; extranjeros de $203.0 y señoras de Tarapacá $45.0 (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Tarapacá, 09/03/1842, s.f.). Esta cifra aportada por los acaudalados de la provincia, y reconocida por las autoridades, fue finalmente el sostén de la lucha contra los bolivianos. En estos términos, vale la pena ver en específico quienes y cuánto contribuyeron a efecto de visualizar el alcance de las redes de poder locales bajo un propósito común a razón de la crisis política y militar que ponía en riesgo su posición en el proyecto republicano:
Tarapacá: subprefecto Calixto Gutiérrez de la Fuente $25; gobernador Eduardo Caucoto $17; párroco Gregorio Morales $17; eclesiástico Loayza $10; presbítero Mariano León $8.4; Francisco Esteban García $68; José Bacilio Carpio $34; Santiago Zavala $25.4; Juan Fuente Vicentelo $4.2; Narciso Ugarte $25; Juan María Blanco $25; Santiago Vigueras $6; José Andrés Bilbao $17; Pedro Pérez Obligado $4; Pantaleón Estebes $5; José Julián Luza $3; José Krubes Cordero $12; Carlos Caucoto $17; Marcelino Dávila $6; Manuel de la Fuente $30; Mariano Castro Mayor $6; Mariano Cano $4; Félix Córdova Trillo $4; Mariano Oviedo $6; Juan García Recabarren $2; Juan Vega $8; Manuel Dávila $4; Lorenzo Beltrán $6; Manuel Almonte Vigueras $4; Ildefonso Palacios $4; Carlos Carpio $4; Jacinto Ramírez $2; José Quiroga $8.4; Melchor Vicentelo $2; Melchor Loayza $10; Manuel Villina $17; Francisco Landaeta $17; José Laso de la Vega $10; Juan Vernal $10; Julián Zaveira $12. Pica: cura Rafael García $8.4; gobernador José Manuel Loayza $25; juez de paz Manuel Pleyes $2; Manuel Bermúdez $6; Agustín Bermúdez $8.4; presbítero Bernardo Morales $6; Sebastián Luza $7.4; Tomás Arroyo $4; Julián Caruncho $7.4; Mariano Barreda $2; José Miguel Mendizábal $2; Anselmo Soto $3; Jacinto Ugarte $3; Matías Almonte $4.4; presbítero Mariano Capetillo $2; José Manuel Lecaros $1; José Chávez $1; Esteban Amas $2; Santiago Palacios $2; Mateo Blanco $2; Mariano Mamani $2; Pio Ríos $25; Sebastián Condori $5.4; Fabiana Núñez $5; Juana Isabel Cevallos $2; Gertrudis Almonte $2; Jacinta Veliz $10; Catalina Bueno $6; Marcelina Lázaro $1; Nicolasa Ramírez $1; Juana Soto $1.4; Isidora Cevallos $5. Matilla: presbítero Julián Morales $3; juez de paz José Morales $3; Blas Morales $3; Antonio Robellat $8.4; Luis Choque $6; Bernardo Choque $3; María Almonte $6.2; Francisca Caucoto $6; Catalina Montes $1. Camiña: gobernador Lucas Asturrisaga $17; cura Calixto Zamora $17; Domingo Asturrisaga $20; Gregorio Asturrisaga $8.4; Mariano Zarida $12; Buenabentura Astigueta $6; Luis Contreras $10; Genaro Vildoso $8.4; José Ignacio Bráñez y familia $12; Benito Osio $4; Silvestre León $4; Melchor Araníbar y sus hijos $18; Salvador Bermúdez $8.4; Francisco Loayza Quiroga $4; Patricio Loayza $3; Jacinto Loayza $4; Agustín Bráñez $3; Manuel Andia $4; Pablo Zeballos $1; Juan Zamudio $4; Mariano Zambrano y hermano $4; José Mariano Maldonado $2; Tomás Oviedo $2; Mariano Fernández $8.4; Mariano Alegre $4; Tomás Loayza $2; Mariano Carpio $2; Lorenzo Andia $2; Pedro Oviedo $2; Bernardino Araníbar $1; José Manuel Chávez $2; Manuel Oviedo $2; Feliciano Andia $1; Mariano Peñaranda $1; Jorge Murillo $1; Atanacio Asturrisaga $1; Damián Bráñez $1; Mariano Zamudio $1; Pablo Zevallos $1; Manuela Albarracín $2. La Tirana: José Manuel Riveros $51; Gerardo Marquesado $51; Luis Arias $10; Vicente Granadino $6; Lorenzo Cevallos $6; Ignacio Ugarte $4; Leandro Morales $4; José Antonio Barreda $4. Iquique: juez de paz Mariano Bustamante $6; Manuel B. de la Fuente $25; Vicente Zavala $10; Gregorio Ardiles $10; Isidro Albarracín $10; Hilario Cautín $6; Jorge Santana $6; Juan Lema $4; José Condemasin $17; Lorenzo Portocarrero $6; Manuel Butron $6; Juan Matías $17; Bartolo Milos $17; Manuel Rodríguez $4; Mr. Lemetre $17; teniente administrador Luis de Loayza $8; José Vicente Núñez $6; Manuel Flores $17. Extranjeros: Manuel Duarte $50; Jorge Linit y Alberto Robson $51; Bernardo Digoy y Pedro Molas $51; José Landes $51. Señoras de Tarapacá: Justa Tinaja $17; Victoria Zavala $2; Rosa Vigueras $1; Jacinta Recabarren $1; Felicidad Castilla $2; Lucía Pérez Obligado $4; Teresa Martínez $4; María García $1; Ana Contreras $1; Jacoba Ramírez $2; Josefa Vernal $1; María Salamanca $1; María Barreda $1; María Antonieta Grabalos $4; Juana Vega $1; Antonia García $1; Manuela Zavala $4; Carmen Zavala $4 (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Tarapacá, 09/03/1842, s.f.).
No cabe duda alguna que de este listado se desprende la crema y nata de la sociedad tarapaqueña de mediados del siglo XIX. No sólo blanca y mestiza, sino también indígenas posicionados económica y políticamente, además de una buena parte de los empresarios (mineros del salitre sobre todo) y comerciantes peruanos y extranjeros, además de religiosos, funcionarios de alto y mediano rango y, por cierto, mujeres influyentes. Por ejemplo, Bernardo Digoy, comerciante de nacionalidad francesa, fue el primero en instalar en Iquique una máquina desalinizadora de agua de mar en 1840, inaugurando el negocio del agua potable respecto a un recurso vital para la sobrevivencia en un desierto. Manuel Almonte no sólo fue uno de los principales empresarios salitreros, sino además dueño de los establecimientos beneficiadores de la plata de Huantajaya ubicados en La Tirana. Santiago Zavala fue el primero en exportar salitre hacia Estados Unidos. Bacilio Carpio, salitrero y además uno de los cabecillas de la revuelta contra Ramón Castilla de 1848 y juez privativo de aguas por esos mismos años. Carlos del Carpio, también un líder de la revuelta de 1848 en oposición a Castilla, además de ser subprefecto entre 1845 y 1846. Carlos Caucoto, indígena y receptor de la provincia entre 1845 y 1846. José Julián Luza, indígena y juez adjunto y de primera instancia en 1848. Es decir, tras la batalla no fue un puñado de hombres y mujeres los que combatieron, sino el conjunto de los intereses políticos, económicos e incluso étnicos de quienes habitaban en una de las más alejadas, y hasta ese momento discutidas, provincias del Perú.
Después de la invasión a San Lorenzo de Tarapacá: el resguardo de la frontera con Bolivia
Recuperada la capital de la provincia, la preocupación se abocó a resguardar y mantener la seguridad, sobre todo ante las amenazas latentes que provenían tanto desde el otro lado de la frontera como desde las pugnas políticas internas. Es así que los tarapaqueños financiaron la mantención de la Guardia Nacional con una dotación de 25 hombres de infantería (todos ellos campesinos indígenas) hasta mayo de 1842. Los reclamos de los nacionales para que se les liberara de esta obligación para atender las labores de sembrío y la valoración de que los “asuntos políticos” habían tomado un “aspecto tan favorable” fueron los factores que consideraron las autoridades provinciales para desactivar el mencionado batallón en acuerdo con quienes lo financiaban (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.8, Tarapacá, 19/05/1842, s.f.; ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.10(b), Tarapacá, 19/06/1842, s.f.).
Si bien el cierre de la Guardia Nacional evidenció un escenario de superación de la crisis, las tensiones fronterizas permanecieron por un largo rato. Por ejemplo, en junio de 1842 el subprefecto Gutiérrez de la Fuente se vio en la obligación de recorrer la frontera a efecto de verificar la emergencia eventual de inconvenientes y estar preparados con antelación para enfrentarlos (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.10[b], Tarapacá, 21/06/1842, s.f.), más aún cuando las diferencias interétnicas entre los campesinos indígenas de ambos lados de la frontera constituía un caldo de cultivo para una escalada de envergadura al ser partícipes las autoridades, sobre todo bolivianas, de la invocación de jurisdicciones nacionales. El robo de llamas en Sibaya a mediados de 1842 fue una buena demostración de este potencial escenario:
Tan luego que el Governador de Sivaya a donde dirijo mi marcha, presente la cuenta que debe de las llamas que se trajeron de Bolivia tendré yo la satisfacción de elevar lo que corresponde al Superior conocimiento de VS como se sirve ordenarme en su estimable nota de 28 Junio ultimo, por cuya falta no lo he verificado antes como deseaba.
Le aseguro que a Doña Jacoba Ramires le ha sido devuelto el ganado que le fue estraido por los Bolivianos, y lo comprueba su silencio y no dar curso al espediente que promovio y que conserva en su poder.
Al Alcalde Lopez Ticuna sele devolvieron por mi, treinta y cinco llamas que equivocadamente se habían traido con las demás, como lo comprobó bastantemente; y como este ni otros han vuelto a haser reclamo alguno en el particular, creo que también haigan sido reintegrados o convenidos con los indigenas Bolivianos (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.10[b], Camiña, 06/07/1842, s.f. ).
También la invasión de los indígenas de Llica al pueblo de Xiquima en 1842 y 1843. En la primera incursión estuvieron encabezados por el corregidor Joaquín Bozo, el juez de paz Mariano Bello, el auditor de guerra José Bozo y el cura coadjutor Mariano Francisco Ávila, dejando como secuela la destrucción de la capilla y de varias casas, la sustracción de las imágenes del altar y la captura de prisioneros, entre ellos el alcalde Sebastián Ticona, los que fueron liberados 60 días después a condición de que renunciaran a toda reclamación y derechos sobre los terrenos usurpados. En la segunda arremetida, en tanto, fueron liderados por el corregidor José Bozo, el mismo que un año antes había participado de la invasión en calidad de auditor de guerra. Esta vez, además de saquear el pueblo y llevar prisioneros (como el juez de paz Manuel Gómez y el alguacil Matías Moscoso), hubo una mayor violencia dejando varios heridos y muertos (Paz Soldán, 1878, p. 33-34).
O el litigio por la posesión de terrenos agrícolas entre los vecinos del pueblo de Guatacondo y los residentes del departamento boliviano de Atacama que preocupó a las autoridades el segundo semestre del año 1847:
He recibido inclusa en la apreciable de VS de 21 del que acaba, la nota que el Sr. Ministro de Justicia y Negocios ha dirijido a VS a fin de que se saque un testimonio delos documentos que firmaron a mediados del siglo pasado varios vecinos del pueblo de Huatacondo de esta provincia contra otros dela de Atacama perteneciente hoy ala Republica de Bolivia sobre posesión de terrenos: en cumplimiento a su superior decreto [ilegible] en otra nota, lo he transcrito al Sor Juez de 1ª Instancia para que disponga se saque el testimonio como se previene por VS el que será remitido tan luego como quede evacuada esta dilijencia (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.17, Tarapacá, 30/09/1847, s.f.).
Mariano Paz Soldán respecto a los “actos vandálicos” de los Llicas contra los Cariquimas ocurridos entre 1842 y 1843 dijo de manera muy acertada, al dilucidar los alcances de estos conflictos fronterizos con posterioridad a la guerra de 1841-1842, que era “curioso ver que las autoridades políticas de diferentes naciones se entiendan entre sí directamente para determinar linderos y fallar en cuestiones, que por una parte afectan los derechos de soberanía nacional, y por otra, que los demandados concurrieran ante jueces de distinta jurisdicción” (Paz Soldán, 1878, p. 34). En el caso particular del litigio entre los vecinos de Guatacondo y Atacama de 1847, su emergencia también radicó en los rebrotes post guerra, escenario que llevó al subprefecto Manuel Vidaurre a practicar un censo para “saber con cuantos y que recursos tiene la provincia para aportar ante un eventual conflicto producto de la movilización emprendida en los pueblos de la frontera de Puno por parte del Coronel Loza” (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.16, Tarapacá, 24/05/1847, s.f. ) y consultar a su superior jerárquico si en el caso de la provincia a su cargo debía aplicar la exoneración del acuartelamiento de las milicias cívicas dictaminada por suprema resolución o bien guiarse por la excepción dictaminada en la misma disposición legal de conservar “alguna fuerza” en los “lugares inmediatos a las fronteras donde sea necesario” (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.17, Tarapacá, 20/09/1847, s.f.).
Los tarapaqueños y la formación de la nación peruana: el factor fronterizo durante el periodo de 1822 a 1842
La derrota de la Confederación Perú-Boliviana en 1839, cuyas causas externas e internas han sido latamente analizadas (Aljovín, 2000, 2001; Aldana, 2000; Basadre, 1987, 2014a; Contreras y Cueto, 2014; Gootenberg, 1997; Sobrevilla, 2015; Zapata, 2009), implicó la consolidación inevitable de Perú y Bolivia como dos Estados-nación distintos, incluso más allá de los intentos posteriores de Agustín Gamarra de plasmar su idea de restituirle a la soberanía peruana los dominios perdidos de la audiencia de Charcas, lo que finalmente le costó su vida a fines de 1841. En adelante, entonces, lo que comenzó a plasmarse en el Perú, y no exento de dificultades, fue la delimitación de la nacionalidad en concordancia con un territorio nacional cada vez más definido (Aljovín, 2001, p. 66).
Para el caso de Tarapacá, este proceso implicó ciertas dinámicas específicas que no necesariamente tuvieron un correlato estricto con lo acontecido (desde el punto de vista de planteamientos políticos) en los espacios inmediatos[10]. Por ejemplo, lo que representó para los centros de poder como Arequipa, Cuzco, Puno, Lima y Trujillo la derrota de la Confederación Perú-Boliviana en 1839 en cuanto a la definición de la nacionalidad peruana, para Tarapacá lo fue el triunfo en la batalla de San Lorenzo de enero de 1842. Con este acontecimiento, que movilizó a buena parte de la trama social tarapaqueña en defensa de la soberanía y la integridad territorial del Perú, culminó un ciclo que se había iniciado tempranamente con la revuelta de Huantajaya de abril-mayo de 1822[11] y que se cerraba precisamente con todos los preparativos para expulsar a las tropas bolivianas de ocupación los primeros días de enero de 1842, acciones que terminaron consolidando una elite minero-comercial-salitrera en desmedro de la tradicional elite minero-hacendal que se había forjado desde la época colonial en base a la explotación de los yacimientos de plata de Santa Rosa y Huantajaya, la producción vinícola del oasis de Pica y la agricultura de los valles (Castro, 2017a)[12].
En este ciclo inicial, la delimitación de la frontera peruano-boliviana fue un factor gravitante e ineludible para los habitantes de la provincia de Tarapacá en su reacomodo a los cambios que se estaban generando como resultado del proceso independentista, más aún a partir de la declaración de independencia de Bolivia del 6 de agosto de 1825 y las tratativas en Chuquisaca de fines de 1826 que consideraron seriamente, como ya lo vimos, traspasar Tarapacá a la soberanía boliviana. Así, los intentos por reunificar como separar política, territorial y económicamente Perú y Bolivia generaron un efecto gatillador respecto a extender entre los tarapaqueños, independientemente de su condición social o étnica, una opción de pertenencia al Perú, desligándose así de las lógicas impulsadas por el sur andino, especialmente Arequipa, que vio hasta la derrota de la Confederación con buenos ojos tanto la unificación de Perú con Bolivia como la creación de un nuevo país compuesto por el sur del Perú y Bolivia a efecto de resguardar sus intereses comerciales y contrarrestar el centralismo limeño.
Lo anterior tiene su explicación. Si bien la temprana adhesión de los tarapaqueños al Perú entre la revuelta de Huantajaya (abril-mayo de 1822) y la batalla de San Lorenzo de Tarapacá (enero de 1842) no implicó una clara y profunda definición de la nacionalidad, cuestión entendible tomando en cuenta que todo estaba en formación en aquella época, sí fue expresión de la trayectoria periférica que tuvo esta región durante el periodo colonial respecto al peso específico de Potosí como elemento articulador en lo económico y lo político (Tandeter, 1992). En efecto, Tarapacá a diferencia de Arica, Tacna y Moquegua, es decir, los territorios aledaños a ella, tuvo una participación residual en los impulsos mercantiles derivados de los requerimientos potosinos. Sólo el vino y aguardiente producido en el oasis de Pica tuvo un mercado consumidor en este importante yacimiento argentífero (Castro, 2010, p. 54-55), pero en un volumen muy menor comparado con el azogue y las mercancías que se comercializaban por Arica, el forraje aportado por los valles tacneños para las innumerables recuas que hacían el circuito de la plata, y el vino y el aguardiente que vendía Moquegua (Dagnino, 1909, p. 79-113; Buller, 2011, p. 251-295). Consecuentemente, en el imaginario de los tarapaqueños –moldeado en un proceso de largo aliento– su devenir económico y político estará desligado de cualquier opción de pertenencia a las tierras altas como el Alto Perú o el sur andino.
Al despuntar el siglo XIX, esta condición se amalgamó con los nuevos rasgos de la economía tarapaqueña que, vertiginosamente, comenzó a depender cada vez menos de una residual explotación de la plata de las minas de Santa Rosa y Huantajaya y a sostenerse en la emergente producción salitrera, lo que hizo muy gravitante la conexión portuaria con Islay y el Callao, es decir, el Bajo Perú, en desmedro de los vínculos comerciales con el Alto Perú[13]. La articulación económica con Islay y el Callao no sólo se referirá a la salida del salitre, sino también al ingreso de un conjunto de bienes y mercancías que eran vitales para mantener los centros productivos en medio de un entorno en extremo desértico. Buena prueba de lo anterior son los decretos del 4 de enero y 8 de abril de 1831 que establecieron, a petición del diputado del gremio de minas de Tarapacá, en el primer caso la autorización para embarcar salitres en botes y balsas desde las caletas de Mejillones del Norte y Pisagua con destino a Iquique para, desde este último lugar, hacer el traslado en embarcaciones mayores a Islay y el Callao, como en el segundo permitir el embarque directo del fertilizante salino desde Pisagua a estos dos puertos peruanos (El Republicano, 29/01/1831, p. 3; El Republicano, 16/07/1831, p. 4). También por el hecho de que para 1840 existía constancia de que “todos los comerciantes del ramo de salitres” importaban desde Islay diversos tipos de mercancías que se requerían tanto en las caletas como en los pueblos y oficinas salitreras (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.4, Tarapacá, 04/02/1840, s.f.).
Junto con el efecto salitrero, la expresión más genuina de la vinculación estratégica de Tarapacá con el Bajo Perú en desmedro de la conexión con el Alto Perú, a esta altura ya transformado en Bolivia, fue la ya comentada primera cartografía mandatada por el entonces subprefecto Ramón Castilla en 1827 al poco tiempo de discutirse las cláusulas del tratado de Chuquisaca. Este mapa, que incorporó por primera vez a la geografía económica del Perú el salitre, un elemento clave como ya vimos en la discusión sobre lo nefasto de considerar el traspaso de esta provincia a Bolivia, se transformó en un potente instrumento de gobierno a efecto de delimitar claramente la condición nacional peruana tanto del territorio como de los habitantes de Tarapacá, condiciones que no se pondrán nunca en cuestión a pesar de las críticas al centralismo limeño (Castro 2017a, 2017b).
Varios son los registros que posibilitan visualizar esta temprana decisión de los tarapaqueños de estar ligados al Perú y no permitir su fraccionamiento territorial. Revisemos tres de ellos. El primero es del 1 de enero de 1824, cuando los recién nombrados alcaldes titular y de reserva de San Lorenzo de Tarapacá, como los respectivos regidores y síndicos procuradores, hicieron juramento de “defender la causa de la Nación” (ART, Corregimiento y Partido, Causas Criminales, leg.1, pza.23, Tarapacá, 01/01/1824, fjs-15v-15r). Entre los juramentados estaba nuestro conocido José Bacilio Carpio. Lo interesante de esta asunción de las autoridades de la alcaldía de San Lorenzo y su juramento es que ocurrió teniendo como antecedente las acciones que aún persistían de la mencionada revuelta de abril-mayo de 1822 iniciada por los trabajadores del mineral de Huantajaya en demanda de participación política (Guerrero, 2010). Así, la idea de “nación” entre distintos actores tarapaqueños había dejado de ser una referencia genérica al lugar para transformarse una expresión de ciudadanía en el marco del proyecto político de un Perú independiente que pugnaba por imponerse.
En estos términos, la alcaldía de San Lorenzo de 1824 fue la primera expresión de una peruanidad institucional, a la que le seguió el nombramiento de Ramón Castilla como subprefecto por mandato de Simón Bolívar en 1826. El segundo responde a enero de 1827, cuando, ya zanjadas las intenciones del tratado de Chuquisaca de noviembre de 1826, los tarapaqueños fueron muy tajantes en cuanto cerrar toda posibilidad de pasar a formar parte de Bolivia al declarar que “los límites marcados por la naturaleza en los elevados cerros de los Andes serían inútiles, y veríamos con dolor que la barrera que hoy separa las dos Repúblicas quedará sin el ventajoso uso que produce a los dos Estados limítrofes” (El Republicano, 06/01/1827, p. 251); una declaración que establecía una relación sustancial entre la conveniencia de definir la frontera de Tarapacá con Bolivia, la implicancia de esta definición para viabilizar la constitución del territorio nacional peruano y la formación de la respectiva nacionalidad. El tercero, dice relación con la entusiasta aprobación en noviembre de 1839, diez meses después de la derrota de la Confederación Perú-Boliviana, de la resolución que sancionó el traspaso de la provincia de Tarapacá al nuevo departamento de Moquegua con capital en Tacna, lo que implicó dejar definitivamente la dependencia administrativa de Arequipa y lidiar con sus afanes secesionistas. Las expresiones en este sentido, tal como lo manifestó el subprefecto Calixto Gutiérrez de la Fuente, también empresario salitrero, fueron elocuentes:
Con general aplausos se ha principiado desde el día de ayer, y continuará hasta mañana, la celebración debida por la agregación de la provincia de Moquegua a nuestro departamento. Esta suprema determinación será grabada por siempre en los corazones de sus habitantes, todo de que se supone, pues que indudablemente resultaría su dicha y futuro engrandecimiento (ART.P.SP, 1837-1868, leg.1, pza.3, Tarapacá, 18/11/1839, s.f.).
Por cierto, esta reorganización político-administrativa del territorio implicó para los tarapaqueños no sólo romper con Arequipa y lo que representaba en lo político, sino también el hecho de que se sancionaba definitivamente su incorporación a la integridad territorial del Perú.
Conclusiones
La batalla de San Lorenzo de Tarapacá de enero de 1842 no fue un hecho puntual y marginal, no al menos desde la perspectiva de la historia regional. Los preparativos y su desenlace marcaron una inflexión entre un periodo inicial donde los tarapaqueños se la jugaron por ser parte del Perú en correlato con los intereses de una élite salitrera emergente (1822-1842), respecto a un ciclo que se inauguró con la estabilidad de la delimitación fronteriza con Bolivia y finalizó con el traslado de la capital provincial desde la localidad precordillerana de San Lorenzo al puerto de Iquique (1842-1874). Si el primer ciclo se caracterizó por los afanes de peruanidad, el segundo estuvo marcado por el reclamo al centralismo limeño.
Pero además este hecho de armas terminó por cristalizar el predominio de los empresarios salitreros que desde la década de 1830 venían no sólo ocupando parte importante de los cargos políticos, sino también transformando el paisaje tarapaqueño desplazando el eje económico desde las tierras altas de la precordillera (donde se ubicaba el pueblo de San Lorenzo) hacia las tierras bajas de la pampa salitrera y la costa (donde estaban las localidades de Iquique y Pisagua, que llegaron a ser los puertos más importantes del todo el sur del Perú); un desplazamiento que involucró un reacomodo importante de las relaciones de poder entre los emergentes empresarios salitreros que, asegurada la frontera tarapaqueño-boliviana, en número importante tomaron posturas anticastillistas, y los antiguos hacendados y mineros de la plata que sostuvieron por lo regular planteamientos procastillistas.
Por lo mismo, no puedo concluir sin dejar de preguntarme si en el denominado sur peruano de la primera mitad del siglo XIX, dominado por Cusco y Arequipa, Tarapacá tuvo alguna cabida. Todavía más, si Tarapacá fue parte constitutiva de las dinámicas económicas, sociales y políticas del sur andino, al punto de poder colegir una correlación estructural, a propósito de la conformación del Estado-nación, entre lo ocurrido en los mencionados centros de poder y lo acontecido en una de las más meridionales y periféricas de las provincias peruanas decimonónicas. Así, en términos historiográficos se hace necesario diferenciar el sur andino (Arequipa, Cuzco y Puno) del extremo sur (Tarapacá) a efecto de verificar con mayor precisión y complejidad las respectivas dinámicas regionales en un Perú decimonónico fraccionado en lo político como en lo geográfico.
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ARCHIVO REGIONAL DE TACNA. PREFECTURA. COMUNICACIONES RECIBIDAS DE LA SUBPREFECTURA DE TARAPACÁ (ART.P.SP). 1837-1868. Leg.1, pza.17, Tarapacá, 20/09/1847.
ARCHIVO REGIONAL DE TACNA. PREFECTURA. COMUNICACIONES RECIBIDAS DE LA SUBPREFECTURA DE TARAPACÁ (ART.P.SP). 1837-1868. Leg.1, pza.17, Tarapacá, 30/9/1847.
EJÉRCITO UNIDO. 1836. Boletín N°6, Arequipa, 30 de enero.
EL COMERCIO. 1839. Lima, 22 de mayo.
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EL COMERCIO. 1841. Lima, 29 de diciembre.
EL COMERCIO. 1842. Lima, 10 de enero.
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EL PERUANO. 1827. Lima, 10 de febrero.
EL PERUANO. 1842. Lima, 29 de enero.
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EL REPUBLICANO. 1827. Arequipa, 1 de diciembre.
EL REPUBLICANO. 1827. Arequipa, 6 de enero.
EL REPUBLICANO. 1831. Arequipa, 29 de enero.
EL REPUBLICANO. 1831. Arequipa, 11 de junio.
EL REPUBLICANO. 1831. Arequipa, 16 de julio.
EL REPUBLICANO. 1831. Arequipa, 5 de marzo.
Notas