Dossiê

La capacitación en salud pública en la Argentina entre 1900-1960[1]

Public health training in Argentina between 1900-1960

Carolina Biernat
Universidad Nacional de Quilmes, Argentina
Karina Ines Ramacciotti
Universidad Nacional de Quilmes, Argentina
Federico Rayez
Instituto de Desarrollo Económico Social/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

La capacitación en salud pública en la Argentina entre 1900-1960[1]

História Unisinos, vol. 22, núm. 4, pp. 637-650, 2018

Universidade do Vale do Rio dos Sinos

Concedo a Revista História Unisinos o direito de primeira publicação da versão revisada do meu artigo, licenciado sob a Licença Creative Commons Attribution (que permite o compartilhamento do trabalho com reconhecimento da autoria e publicação inicial nesta revista). Afirmo ainda que meu artigo não está sendo submetido a outra publicação e não foi publicado na íntegra em outro periódico e assumo total responsabilidade por sua originalidade, podendo incidir sobre mim eventuais encargos decorrentes de reivindicação, por parte de terceiros, em relação à autoria do mesmo. Também aceito submeter o trabalho às normas de publicação da Revista História Unisinos acima explicitadas.

Recepción: 30 Junio 2018

Aprobación: 14 Septiembre 2018

Resumen: Este artículo tiene como objetivo analizar la puesta en práctica de sistemas estatales y universitarios de formación de médicos sanitaristas durante el siglo XX en la Argentina. Los mismos tuvieron como fin formar cuadros técnicos y administrativos para satisfacer las demandas que planteaba la salud pública y perfeccionar a los equipos que ya ocupaban cargos en el sistema sanitario. Para ello nos centramos, principalmente, en dos experiencias ocurridas en Buenos Aires durante la Segunda Posguerra. De un lado, la creación, en 1947 y en 1959, de dos escuelas de salud pública dependientes de las carteras sanitarias del gobierno nacional y cuyo principal objetivo fue mejorar el desempeño del personal técnico, profesional o auxiliar y conseguir su especialización en materia sanitaria. Del otro, la fundación de una carrera universitaria en 1958: la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Buenos Aires.

Palabras clave: salud pública, sanitaristas, formación profesional.

Abstract: The aim of this article is to analyze the implementation of state and university systems for the training of public health physicians during the 20th century in Argentina. They were designed to train technical and administrative agents to meet the demands posed by public health and improve the teams that already held positions in the health system. For this we focus, mainly, on two experiences that occurred in Buenos Aires after the Second World War. On the one hand, the creation, in 1947 and in 1959, of two schools of public health dependent on the national Ministry of Public Health and whose main objective was to improve the performance of technical, professional or auxiliary personnel and achieve their specialization in health matters. On the other, the foundation of a post-graduate institution in 1958, the School of Public Health of the University of Buenos Aires.

Keywords: public health, public health physicians, professional training.

Introducción

En este artículo reflexionamos acerca de las características que tuvieron los proyectos y la puesta en práctica de sistemas de profesionalización de los funcionarios especializados en salud pública. Por tal motivo, analizamos los procesos de creación e implementación de instancias estatales y universitarias de formación de médicos sanitaristas durante el siglo XX en la Argentina. Las mismas tuvieron como fin formar cuadros técnicos y administrativos para satisfacer las demandas que planteaba la ejecución de las políticas sanitarias y perfeccionar a los equipos que ya ocupaban cargos en la función pública. Para ello nos centramos, principalmente, en dos experiencias ocurridas durante la Segunda Posguerra en Buenos Aires. De un lado, la creación, en 1947 y en 1959, de dos escuelas de salud pública dependientes de las carteras sanitarias del gobierno nacional y cuyo principal objetivo fue mejorar el desempeño del personal técnico, profesional o auxiliar y conseguir su especialización en materia sanitaria. Del otro, la fundación de una carrera universitaria en 1958: la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Buenos Aires.

El concepto de salud pública tiene múltiples sentidos y cobra una significación diferente según quien lo enuncie y cuando haya sido expresado. En este artículo utilizamos esta noción como el conjunto de saberes y prácticas que los actores de la época concibieron acerca de cómo se debían administrar y dirigir hospitales y qué se entendía por epidemiología y por nociones vinculadas al saneamiento ambiental, a la medicina del trabajo, a la educación sanitaria y a la salud materno infantil, tanto en los espacios rurales como urbanos. Esta caracterización, si bien es amplia, nos permite adentrarnos en la conformación, por parte de los mismos sujetos involucrados, de un campo profesional y de un modelo de burocracia atravesada por relaciones políticas y corporativas nacionales e internacionales.

Esta propuesta dialoga con la literatura que tiene como centro el estudio de la relación entre los profesionales y el Estado. Desde la organización del Estado nacional argentino, la medicina, junto a la abogacía, fueron dos de las profesiones que proporcionaron a la administración pública los instrumentos necesarios para modernizar sus estructuras. Esta demanda de técnicos por parte de las reparticiones estatales contribuyó a reforzar, aun más, el prestigio de los profesionales en la sociedad. En este sentido, Mariano Plotkin y Federico Neiburg destacaron que la constitución de las ciencias sociales fue parte de un proceso vinculado al desarrollo de las necesidades y de las demandas del Estado, rápidamente modernizado y burocratizado desde fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Su propuesta subrayó los pasajes y la circulación de individuos, ideas, modelos institucionales y formas de intervención entre el mundo académico y el Estado (Neiburg y Plotkin, 2004).

Siguiendo estas ideas, y más específicamente para el área de la salud, Laura Rodríguez y Germán Soprano sostienen que, dado que los médicos y las enfermeras ejercen su profesión en el sistema de salud pública, pueden ser considerados como profesionales de Estado y los autodenominados “médicos sanitaristas” podrían ser caracterizados como intelectuales del Estado (Rodríguez y Soprano, 2018).

En este sentido, se registra una tendencia en la administración estatal desde el siglo XIX a reclutar “técnicos” provenientes del ámbito universitario por considerarlos más alejados de los intereses políticos, lo que, según se cree, permitiría una mayor autonomía en las decisiones administrativas. No obstante, ello merece ser destacado ya que esta elección no está libre de aspiraciones políticas. La articulación de la argumentación política o técnica, según el momento, puede constituir una estrategia de legitimación del accionar de los profesionales en su paso por la administración. En esta línea, Sabina Frederic, Osvaldo Graciano y Germán Soprano destacaron la relación central entre las profesiones y el Estado, no sólo en cuanto a su surgimiento e institucionalización, sino también para la comprensión de la dinámica de las agencias estatales y la sociabilidad de sus funcionarios (Frederic et al., 2010).

Partiendo de estas premisas, el presente trabajo se organiza en dos partes. En la primera, revisamos algunos episodios de la formación histórica de la salud pública como especialidad en la Argentina teniendo en cuenta las propuestas académicas que surgieron desde la universidad y desde la agencia sanitaria, durante el llamado “peronismo clásico”, período en el cual la expansión de los servicios sanitarios tuvo un protagonismo central en la propuesta de gobierno. En la segunda parte, analizamos la formación de médicos especialistas en salud pública ideada desde el ámbito universitario en articulación entre actores internacionales y locales entre fines de la década de 1950 y principios de 1960.

Para cumplir los objetivos, recurrimos a diferentes fuentes que incluyen los Archivos de la Secretaría de Salud Pública (1946-1949), la Memoria del Ministerio de Salud Pública de la Nación (1946-1952), la Revista de Salud Pública (1962-1969) y el Boletín de la Asociación Argentina de Salud Pública (1963-1970) y otros documentos oficiales, informes, memorias universitarias y conferencias. A partir de este corpus, analizamos las relaciones y los conflictos entre quienes portaban “saberes técnicos” o “políticos” y sus disputas por ocupar lugares en las agencias sanitarias, la trama de debates y recomendaciones internacionales que tuvieron como protagonistas a una variada gama de personajes de diversa procedencia, y los logros y obstáculos de los espacios formativos impulsados en la segunda mitad del siglo XX en Argentina.

La salud pública entre los cursos de enseñanza y la escuela estatal

En las primeras décadas del siglo XX, el crecimiento de las instituciones hospitalarias, los avances en las técnicas de diagnóstico y una mayor intervención del Estado en cuestiones sociales propiciaron nuevas demandas de profesionales capacitados en cuestiones vinculadas tanto a la atención hospitalaria como a las nuevas estrategias de acción sanitaria en los espacios urbanos y rurales. La temprana asociación entre elite médica, los claustros académicos y los funcionarios gubernamentales dio curso a la movilización de dispositivos y de recursos para atender una agenda de salud pública que oscilaba entre la preservación y multiplicación de la población, el orden y la higiene urbana. De este modo, los facultativos pretendían consolidar sus conocimientos profesionales, colonizar las agencias estatales e ir ganando terreno por sobre otras alternativas curativas.

Dentro de este contexto, la formación de especialistas en salud pública en la Argentina tuvo como primer antecedente a las instancias de educación universitaria en los años cuarenta del siglo XX. Así, la cátedra de Higiene en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires otorgó el título de Médico Higienista a partir de 1941. Su objetivo era formar tanto a médicos mediante el Curso Superior de Higiene, como a estudiantes a través del Curso de Higiene y a maestras normales por medio del Curso de Visitadora de Higiene Social. La división sexual del trabajo sanitario impuso tareas diferentes según supuestas “dotes naturales” en las cuales las mujeres tendrían tareas de pedagogía higiénica, cocina y dietética, de implementación de tratamientos médicos y de asistencia social; mientras que los varones irían ocupando espacios de decisión y gestión en las áreas más encumbradas de las agencias estatales.

Desde fines del siglo XIX con la conformación del Estado moderno se inició el debate, presente durante gran parte del siglo XX, en torno a las capacidades “técnicas” que debían reunir quienes tuvieran cargos en las agencias sanitarias (Di Liscia y Soprano, 2017). Así, por ejemplo, en 1887 el presidente del Departamento Nacional de Higiene, Pedro Pardo, legislador, hombre de confianza del presidente Roca (1880-1886), pero de escasos antecedentes en el área de control higiénico, fue desacreditado por ser considerado científicamente desactualizado a la hora de hacer frente a la epidemia de cólera del año 1896. Las críticas provenían de un grupo de médicos jóvenes, entre quienes se destacaban Emilio Coni y José María Ramos Mejía, quienes tenían su epicentro y plataforma de lanzamiento de proyectos higiénicos en la repartición sanitaria municipal de la ciudad de Buenos Aires, en el Círculo Médico, y poseían fuertes vinculaciones con ámbitos académicos y políticos internacionales a través de pasantías realizadas en instituciones europeas o de la participación en congresos de higiene. La distancia entre Pardo y los jóvenes galenos no era sólo generacional, sino que implicaba perfiles distintos. Finalmente, el nuevo presidente de la nación, Miguel Ángel Juárez Celman (1886-1890), terminó separando de su cargo a Pardo a quien consideraba un representante de la “vieja política”. En su lugar fue nombrando uno de estos jóvenes médicos, Juan Gil, quien había adquirido renombre a raíz de su actuación como delegado sanitario del gobierno central durante un brote epidémico en la provincia de Mendoza (González Leandri, 2010).

Estos cambios pueden interpretarse a la luz de la creciente intervención del Estado en los problemas sociales y de las pretensiones de un número mayor de profesionales médicos de ejercer un rol directriz en la agencia sanitaria, en la medida que creían poder aplicar su conocimiento técnico científico a la solución de la “cuestión social” y, por otro lado, evitar el influjo del curanderismo en la atención de enfermedades. En este sentido, la defensa de la demanda técnica de gobierno, destinada a asegurar la eficacia y la eficiencia en la prestación de los servicios, que se veían dificultadas por la intromisión de la política, tuvo un lugar significativo en la prensa diaria, en las publicaciones académicas y gremiales, en el Parlamento y en las sugerencias de las instituciones internacionales tales como la Fundación Rockefeller. La exigencia del reconocimiento de la supremacía de los “técnicos”, en contraposición a los “políticos”, se orientó, en un primer momento, a ganar para los médicos el manejo de las instituciones benéficas o de la administración estatal (Belmartino et al., 1991). En esas funciones, no solo mostraron sus credenciales universitarias, sino que movilizaron ese capital simbólico de forma tal de legitimar sus discursos, sus visiones del mundo y sus recomendaciones específicas en el ámbito político (Morresi y Vommaro, 2011).

Aunque la propuesta fue reiterada a lo largo del tiempo por varios proyectos legislativos y académicos, el tema cobró interés recién en los años cuarenta, lo que llevó a la creación en el ámbito universitario de la Universidad de Buenos Aires del título de Médico Higienista (1941) (Sánchez, 2007). En 1940, bajo las recomendaciones del VI Congreso Nacional de Medicina (1938) acerca de la necesidad de profesionales especialmente formados para la organización y conducción de instituciones sanitarias para promover la solución de los problemas de salud pública, se creó el Curso Superior de Higiene y Medicina Social en la Universidad de Buenos Aires, que funcionaba en el Instituto de Higiene y Medicina Social de la Facultad de Ciencias Médicas (Zwanck y Sordelli, 1938).

Según cálculos publicados en la Revista de Salud Pública, hasta principios de 1960 se graduaron de este curso 200 médicos (Sevlever et al., 1963). Si bien se desconoce cuántos de los egresados de estas carreras se incorporaron a la administración sanitaria, sí podemos dar cuenta, a través del análisis de las memorias de la repartición sanitaria nacional durante la primera mitad del siglo XX, de la gran inestabilidad que estos puestos tenían dentro de la burocracia. Por un lado, porque estaban asociados a una gestión política y solían terminar cuando ésta concluía. Por otro, porque no existía en esos años una carrera de personal sanitario dentro de la administración pública y, por lo tanto, no se contaba con un escalafón. Pero, fundamentalmente, porque se registraba una resistencia de parte de los médicos de ejercer su labor a tiempo completo dado que la remuneración era inexistente o considerada escasa para los galenos y por lo tanto debían mantener su clientela privada.

Una lectura de las discusiones del proyecto de ley de creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social en la Comisión de Higiene y Asistencia Social del Senado de la Nación en 1942 nos ilustra acerca del particular. El proyecto de ley sugería que los miembros del directorio de la futura repartición no podían ejercer ninguna otra actividad ligada a su profesión, salvo la docente en materias afines a la higiene y a la asistencia social. Consultados Jacobo Spangenberg, Director del Departamento Nacional de Higiene (1938-1943), y Alberto Zwanck, titular de la cátedra de Higiene de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires e impulsor de la formación universitaria de sanitaristas, consideraron un grave error obligar a los directores a desvincularse de las actividades hospitalarias y del ejercicio de la profesión, “por tratarse de médicos que tienen la obligación de estar al día con sus conocimientos técnicos y permanecer en íntimo contacto con los enfermos”. Además, “al terminar sus funciones habrían perdido su clientela privada, que constituía para casi todos su medio de vida” (Cámara de Senadores, 1942, p. 203-215).

Contrariamente, los legisladores propusieron que pidieran licencia en sus funciones en hospitales y consultorios privados mientras durara su gestión. Mientras el senador radical Rufino Cossio lo justificaba sosteniendo que “ha existido la tendencia de poner al frente de organismos sanitarios o no sanitarios, a una serie de figurones, pero que no tienen tiempo de ocuparse de la dirección que se les encomienda”, el senador socialista Alfredo Palacios aducía que “el médico interviene en un proceso que se desarrolla dentro del organismo humano; el sanitarista actúa en procesos que se desenvuelven fuera del organismo”. Además, Cossio defendía la autarquía técnica y administrativa de la dirección, en manos de médicos, para ponerla a salvo de “toda influencia perturbadora” de la política partidaria (Cámara de Senadores, 1942, p. 206). En esta discusión entre médicos y políticos se puede ver la confrontación entre dos posiciones. Por un lado, la defensa de la profesión “liberal”, paradójicamente sostenida por aquellos que cumplían o habían cumplido tareas en la burocracia estatal y promovían la formación sanitaria. Por otro, el de la exclusividad de la función pública.

Dentro de esta discusión en torno a la necesidad de personal experto en salud pública, un actor a considerar es la Fundación Rockefeller, como parte de un entramado de actores internacionales que buscaban incidir en la salud colectiva y las políticas sanitarias estatales en América Latina. El accionar de este tipo de fundaciones norteamericanas fue puesto de relieve en varios trabajos que han analizado el desarrollo de servicios sanitarios y campañas antiepidémicas tanto en América Latina como en Europa (Birn, 2006; Cueto, 2013; Korndörfer, 2013; Farley, 2004; Wilkinson, 2000). En este sentido, en 1940 el prestigioso malariólogo Lewis W. Hackett se instaló en la ciudad de Buenos Aires como director de la Oficina Regional de la División Internacional de Salud de la Fundación Rockefeller. Entre sus funciones tuvo la de impulsar y supervisar las acciones impulsadas por la fundación y establecer vínculos con referentes científicos en la llamada Región del Río de la Plata y los Andes. El área de incumbencia de esta oficina regional incluía los países de Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Paraguay. Dentro de las actividades desplegadas tuvo importancia la de incitar la formación de escuelas de salubridad y de enfermería en la región, fomentar campañas de vacunación y de saneamiento contra la malaria, la anquilostomiasis y la fiebre amarilla, brindar ayuda técnica y económica a referentes médicos para viajes de capacitación a los Estados Unidos y estimular la investigación científica. En los numerosos discursos de Hackett y en los informes anuales de la División Internacional de Salud se señaló que se debía fomentar la capacitación de personal especializado en salud pública para realizar las múltiples actividades que demandaba el saneamiento de la región. Hackett sostenía que la falta de especialistas en salud pública se debía, principalmente, a la poca seguridad de poder retener un puesto que estuviera sujeto a cambios en la política, a los sueldos bajos y a la pérdida de prestigio que sufría un médico cuando abandonaba la práctica médica para convertirse en un funcionario mal pagado en una institución gubernamental (Ramacciotti, 2017).

La solución de este problema para Hackett era sencilla, pero difícil de alcanzar. Se debían proteger los puestos contra “la cesantía por causas políticas”, pagar sueldos que permitieran al médico “vivir decentemente sin tener que acudir a la profesión” y rodear a su labor del prestigio que se merecía, “dándole toda posibilidad de éxito, para que el gobierno, el público y la profesión médica precien su valor y terminen por considerarlo como algo indispensable” (Hackett, s.f.). Según su parecer, quien cumplía con los requisitos de un funcionario sanitario preparado para dicha función en la Argentina era el Dr. Carlos Alvarado, quien contaba con conocimientos y relaciones ligadas a la salud pública, había sido secretario general del Departamento Nacional de Higiene y Director General de Paludismo en Tucumán y era uno de los pocos profesionales sanitarios full-time (Hackett, 1945a).

Cuadro 1
Las Escuelas de Salud Pública en América
EscuelaPaísAño de fundación
Escuela de Salud Pública de la Universidad de Johns HopkinsEE. UU.1916
Escuela de Salud Pública de la Universidad de ColumbiaEE. UU.1922
Escuela de Salud Pública de la Universidad de HarvardEE. UU.1922
Escuela de Salud Pública de la Universidad de YaleEE. UU.1946
Escuela de Salud Pública de MéxicoMéxico1922
Escuela de Salud Pública de San PabloBrasil1928
Escuela de Salud Pública de la Universidad de Carolina del NorteEE. UU.1939
Escuela de Salud Pública de la Universidad de MichiganEE. UU.1941
Escuela de Salud Pública de la Universidad de Berkeley, CaliforniaEE. UU.1944
Escuela de Salubridad de la Universidad de ChileChile1944
Escuela de Salud Pública de San Juan de Puerto RicoPuerto Rico1955

Chart 1. Public Health Schools in America.

Fuente: Elaboración propia en base a datos de Sheps (1976) y Santas (1976).

Esta tendencia de separar la formación estrictamente asistencial de la especializada en salud pública dialogó con otras implementadas en diferentes latitudes. El siguiente cuadro nos da un panorama de las escuelas de salud pública que se crearon en el continente americano durante la primera mitad del siglo XX y, como se desprende del mismo, que la experiencia de Argentina fue más tardía con relación a la implementada en México, Brasil y Chile.

En 1922, se fundó la Escuela de Salubridad de México, la primera en América Latina, que impulsó una especialidad en medicina preventiva a tono con las impulsadas por Abraham Flexner y William Welch desde 1918 en Estados Unidos. La Escuela mexicana dependió directamente del Departamento de Salubridad Pública y formó a médicos salubristas, enfermeras visitadoras y agentes sanitarios (Gudiño Cejudo, 2016). En 1938 en Brasil, la Dirección Nacional de Salud implantó una política de capacitación de cuadros técnicos para los servicios nacionales y estatales. En 1948 existían en los Estados Unidos nueve facultades de salud pública que no estaban subordinadas a las facultades de Medicina, sino que eran escuelas independientes dentro de las universidades (Cueto, 2004). En Chile se creó en 1945 la Escuela de Salubridad en Santiago vinculada con la Universidad de Chile, el Servicio Nacional de Salubridad y el Instituto Bacteriológico. La misma fue alentada por Hackett, quien canalizó becas de investigación para formar personal capacitado tanto en salubridad como en enfermería (Hackett, 1945b).

La gestión del gobierno peronista (1946-1955) dio un giro respecto de los años previos en relación a la necesidad de formación de su personal sanitario dentro de la repartición nacional. Durante este período se amplió la presencia del Estado en todo el territorio y se difundieron los beneficios de la tecnología médica al conjunto de la población. La vacunación masiva, el uso de la penicilina, los rayos X y los controles odontológicos fueron puestos como íconos de la “modernización” y de la inclusión sanitaria. La construcción de nuevos hospitales, la habilitación de los existentes y la implementación de campañas sanitarias en diferentes lugares del país tomaron un protagonismo central en la política de construcción de una “ciudadanía sanitaria” entre grupos poblacionales más amplios. En este sentido, la Secretaría de Salud Pública reposó en la consagración de un derecho social, el de la salud, que fue incluido en la Constitución de 1949 (Ramacciotti, 2009).

En este contexto de expansión de los servicios sanitarios cuyos resultados más destacados fueron la duplicación de camas en la estructura sanitaria y el control y erradicación de epidemias y endemias, el Secretario de Salud Pública, Ramón Carrillo sostenía que, “Si el médico sanitario ignora la técnica de la planificación y la administración de un hospital, no puede ser director de un establecimiento ni ocupar cargo directivo alguno” (Carrillo, 1974, p. 44). La salud pública demandaba otros saberes que la formación universitaria no otorgaba. Prevenir, curar y rehabilitar en grandes centros hospitalarios y en las campañas sanitarias constituyó un desafío tanto para el personal médico como para la multiplicidad de agentes sanitarios. La masividad, el uso de tecnologías específicas, la distribución de bienes y servicios sanitarios en el vasto territorio del país, la administración y la planificación de actividades en centros asistenciales de diferente escala implicaron una capacitación adecuada a tono con las nuevas intervenciones encaradas.

En una nota editorial publicada en los Archivos de la Secretaría de Salud Pública titulada “Preparación de los técnicos en sanidad”, se consideraba que “la sanidad debe adaptarse a las condiciones geográficas, intereses, recursos y naturaleza de la población y […] debe estar a cargo de oficiales técnicos capacitados”.

La Secretaría de Salud Pública constituyó un espacio propio de formación que se sumó a los que ya existían (Ramacciotti y Valobra, 2015). Es indudable que en estos ámbitos se estaban construyendo nuevos pilares de legitimidad para una agencia que amplió su personal y tuvo un papel destacado en la distribución de bienes y servicios sanitarios. En otras palabras, se intentó conformar una comunidad profesional producida por el poder público y ligada a él, que fuera interlocutora del Estado sobre las cuestiones de salud, saneamiento y administración sanitaria.

De allí que se creó la Escuela Superior Técnica de Salud Pública que comenzó a dictar sus cursos en abril de 1947. El objetivo de la escuela fue mejorar el desempeño del personal técnico, profesional o auxiliar y conseguir su especialización en materia sanitaria. La Escuela Superior Técnica de Salud Pública aspiraba a suplir aspectos de cultura general como la educación profesional y técnica. La sanidad era considerada como una especialidad mucho más compleja que la profilaxis de las enfermedades infectocontagiosas y demandaba saberes vinculados a la “sociología, a la bio-estadística, a la psicopatología social, a la patología del trabajo” y “conocimientos ligados a leyes, decretos y ordenanzas” que era necesario adquirir previo a la capacitación. En la nota editorial mencionada se sostenía

La protección social de las colectividades es una técnica que desborda los libros de patología, y no pocas veces hemos visto fracasar a cultísimos espíritus científicos, nada más porque no han sabido elegir sus colaboradores dentro de aquellos que conocen el componente social de las enfermedades, o no han tenido la maleabilidad intelectual suficiente para adquirir por si mismo ese conocimiento que exige preparación previa (Secretaría de Salud Pública, 1947, p. 1).

Defendiendo a la Escuela de críticas que la veían como una competencia a la formación universitaria, Carrillo sostuvo: “Estos cursos están destinados a nuestro personal, es decir, a nuestro personal superior, desde el jefe de sección, secretario técnico y director. Para poder desempeñar en el futuro una función de director o de secretario técnico habrá que seguir estos cursos que son para directores, vale decir para personas que tienen alguna experiencia en el manejo de la administración de la salud pública” (Carrillo, 1951, p. 475-476). La intención era aunar a la formación técnica una capacitación sociocultural que se consideraba necesaria para poder intervenir en lo social. En efecto, el progreso en los avances técnicos y la especialización a la que se estaba acercando la medicina tenía como correlato una pérdida en la capacidad de pensar la sociedad en su conjunto y el impacto social de muchas de las decisiones sanitarias.

Las razones que motivaban a los médicos a ingresar en el ámbito de la salud pública eran múltiples. Algunos se refugiaban en esta área con el fin de lograr un puesto remunerado y desde allí luego establecerse en la práctica privada, otros tenían éxito en el ámbito privado, pero se sentían atraídos por un cambio, estimulado en ocasiones por la observación de ciertos tópicos que podrían mejorar; y la motivación de otro grupo importante era lograr estabilidad laboral (Ministerio de Salud, 1952). Un ejemplo de médicos que conjugaron la higiene, como especialidad, con la función pública fueron quienes se reunieron en la Asociación Argentina de Higiene. Esta agrupación surgió en 1941 en Buenos Aires y hacia fines de la década tenía 159 socios. Sus integrantes fueron en su mayoría médicos egresados del ya mencionado “Curso Superior de Higiene” que se dictaba en la Universidad de Buenos Aires. Una lectura de su revista oficial, Hygieia, publicada entre 1947 y 1949, permite deducir que hubo fluidas vinculaciones entre este grupo de galenos y la gestión peronista. La política sanitaria del peronismo era elogiada en la publicación y la misma solía remarcar la participación de miembros de la Asociación en reparticiones del gobierno nacional. Por ejemplo, Luis Lepera, Francisco Martone y Homero Rodríguez Cámpora fueron médicos que desempeñaron diferentes roles dentro del organigrama de la agencia sanitaria nacional, y Alfredo Piquero, primer presidente de la Asociación, ocupó cargos directivos en la Municipalidad de Buenos Aires. En general, se trató de un grupo con incidencia en el diseño y la implementación de las políticas sanitarias y un semillero de reclutamiento para los staffs de funcionarios configurados durante la década de 1940.

Más allá de esta iniciativa, a través de los cursos de la Escuela Superior Técnica, la Secretaría de Salud Pública ambicionaba monopolizar la formación en el terreno sanitario de aquellos profesionales que ya tenían una trayectoria en el Estado y la de quienes entrarían a futuro para desempeñarse como agentes sanitarios. La cantidad de egresados fue dispar y tendiente al declive entre 1947 y 1951. Durante dicho período egresaron 590 médicos especializados en un variado abanico de especialidades; entre las que acogían más adeptos estuvieron Medicina del Trabajo, Medicina Sanitaria, Gastroenterología Clínica, Higiene Pública y de la Vivienda y Enfermedades Alérgicas (Ministerio de Salud, 1952).

Portada de la revista Hygieia. Fue el medio de expresión de un conjunto de médicos que actuaron entre el campo universitario y la función pública en la Argentina de 1940.
Figura 1.
Portada de la revista Hygieia. Fue el medio de expresión de un conjunto de médicos que actuaron entre el campo universitario y la función pública en la Argentina de 1940.

Figure 1. Cover of Hygieia magazine. It was the means of expression of a group of doctors who acted between the university field and the public function in Argentina of 1940.

Otras particularidades que tuvo esta Escuela fueron la entrega de becas internas y externas, de incentivos para visitar instituciones extranjeras y la concesión de “premios estímulo” para los mejores trabajos sobre temas relacionados con la salud pública y con el mejoramiento de la seguridad y la higiene en los ámbitos fabriles. Además, entre 1947 y 1951, más de setenta investigadores internacionales vinieron a la Argentina, lo que denota una tendencia a crear o acentuar vínculos con otras instituciones sanitarias y con colegas extranjeros, profundizada luego de ciertas crisis sanitarias del período. Después del brote de viruela de 1949 y del de poliomielitis de 1951, en Santa Fe y en Buenos Aires, se llevaron adelante las medidas que tendían a recabar información científica sobre la enfermedad en otros lugares, y representantes argentinos participaron oficialmente en congresos internacionales en los que se debatía y se presentaban investigaciones relacionadas con dichas problemáticas. Por otro lado, se contrataron médicos especialistas extranjeros para que dictasen conferencias. Estas propuestas apuntan a incrementar la pericia técnica y, de esta forma, contribuyen a establecer valores que apuesten a la racionalidad común y al surgimiento de un espíritu de grupo (Sykkink, 1993).

Además, el otorgamiento de becas, la profundización de vínculos médicos internacionales y los planes de erradicación de epidemias fueron parte de un proceso vinculado con la política del organismo de salud interamericano. Luego de la Segunda Guerra Mundial se produjo una explosión del número de becas otorgadas por la Fundación Rockefeller en el área de salud pública, sobre todo para las instituciones estadounidenses, lo que provocó, según Marcos Cueto, un alejamiento de los modelos europeos y una “norteamericanización de la educación médica en la región” (Cueto, 2004).

Lo visto hasta aquí permite acercarnos a las tensiones que se fueron produciendo entre un ideal que planteaba la necesidad de modernizar la gestión sanitaria por medio de la capacitación de profesionales en temáticas de la salud pública y la vida política local. Si bien los criterios que primaron para determinar la entrada a la gestión estaban vinculados con los méritos académicos, vemos necesario profundizar en las lógicas que operaron durante el transcurso de la historia política. Para el caso de la Secretaría de Salud Pública, que como ha sido mostrado en otros trabajos también se registraba en otras reparticiones del Estado (Biernat, 2007), los criterios que marcaron la permanencia y los ascensos de los cuadros técnicos estuvieron fuertemente ligados con la lealtad política o la fidelidad jerárquica más allá de las credenciales académicas o las trayectorias profesionales (Ramacciotti, 2009).

La salud pública como una especialidad universitaria

La necesidad de incrementar la cantidad y la calidad de los profesionales expertos en salud pública cobró mayor visibilidad a mediados de la década de los 50. En el terreno político local, un golpe de Estado derrocó el gobierno de Juan Domingo Perón (1955) y se inauguró una experiencia política excluyente de los grupos peronistas que declamaba que venía a liberar al país de la “tiranía” y a restaurar el orden constitucional. Los nuevos gobiernos realzaron las banderas de una democracia liberal con modernización socioeconómica. En este escenario, la política de salud del peronismo fue objeto de duras críticas en las que se destacaban la excesiva intervención del Estado o el derroche de recursos utilizados para su implementación. En oposición a aquel modelo, ahora deslegitimado, se promocionaron los conceptos de descentralización y autogestión hospitalaria en consonancia con los discursos provenientes de organismos internacionales que, desde mediados de los ’50, tuvieron una mayor impronta local (Pedroso, 1968; Henríquez Frödden, 1958). Estos organismos delinearon aspectos sociales y políticos sobre los que creían que las naciones del Tercer Mundo debían trabajar a fin de modernizarse y desarrollarse (Ramacciotti, 2014).

El ministro de Salud del gobierno de Arturo Illia (1962-1966), Arturo Oñativia, en el discurso inaugural en las II Jornadas Argentinas de Salud Pública (1963), criticó la experiencia del peronismo (sin nombrarla) y también a sus impulsores sosteniendo: “contamos con un organismo de salud pública deformado y desarticulado en sus finalidades primordiales. Una administración desquiciada que enerva y paraliza su política sanitaria, originando una burocracia parásita que ha reemplazado su organización técnica; que no aumentó su plantel de sanitaristas y auxiliares técnicos, sino que se dio el lujo de perderlos, postergarlos o esterilizarlos” (Oñativia, 1963, p. 73).

Un año más tarde, en las III Jornadas Argentinas de Salud Pública, remarcó una vez más la negación del pasado cercano y la necesidad de empezar de cero en términos sanitarios. En la sesión inaugural afirmó: “Cuando se consideran aspectos de la salud pública y se discuten los puntos esenciales del sanitarismo en función del diagnóstico y del tratamiento de los problemas médico-sociales de las poblaciones, nos parece que iniciáramos en Argentina el estudio y la investigación de estos problemas en un campo virgen, aún no explorado, dada la magnitud del tema que enfrentamos y la carencia o déficit de información y de medios materiales para resolverlos en amplitud y profundidad”. En oposición a lo que se criticaba de la gestión anterior, se proponía que la “futura estructura del Ministerio, los técnicos en salud pública, por su experiencia y antecedentes, ocuparán el lugar y jerarquía que corresponde. El concurso o la contratación cuando fuere necesario, riguroso e imparcialmente realizado, será la vía natural de acceso a las direcciones, departamentos y cargos de responsabilidad” (Oñativia, 1965, p. 20).

En el artículo “Formación de profesionales de Salud Pública (Experiencia Argentina)”, escrito por David Sevlever, David Canitrot y Joseba Kelmendi De Ustarán Viana, se realizó un detalle de las escuelas de salud pública existentes desde 1941 y un diagnóstico sobre ellas hasta 1963. Se hacía referencia a la Cátedra de Higiene de la Facultad de Medicina de la UBA, al Curso de Higiene y Medicina Regional de la Universidad de Tucumán, al Curso de Higiene de la UNLP y al Curso de Médico Higienista de la Universidad Nacional del Litoral. En otro de los artículos escrito por Sevlever, “Formación de médicos sanitaristas” y publicado en diferentes revistas académicas de la época, elípticamente se criticaban las fallas de la organización sanitaria, la “improvisación y la falta de técnicos apropiados”. Para el autor, el horizonte ideal estaba por llegar en materia de formación de recursos humanos capacitados en salud pública y era la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Buenos Aires, visualizada por los actores de la época como la institución que inauguraría un nuevo modelo que tendiera a asegurar las necesidades sanitarias de la población y una mayor ligazón entre la medicina y las otras ciencias sociales (Sevlever, 1962).

Este diagnóstico local, que ponía el acento en la necesidad de lograr profesionales expertos en salud pública y enfermeras, reproducía las sugerencias impartidas por los organismos internacionales (Ramacciotti y Valobra, 2017). En 1960 un grupo de expertos de la Organización de Estados Americanos aprobó un documento conocido como Acta de Bogotá, en el que se indicó fortalecer y expandir los servicios nacionales y locales de salud, en particular los destinados a reducir la mortalidad infantil; desarrollar sistemas de seguro por enfermedad, maternidad, accidentes o invalidez, tanto en zonas urbanas como rurales; dotar de centros de salud, hospitales y puestos sanitarios a las zonas alejadas de los núcleos principales de la población; extender los servicios médicos públicos a las zonas más necesitadas; fortalecer las campañas para el control de las enfermedades transmisibles con especial atención a la erradicación de la malaria; planificar la instalación de servicios de suministro de agua potable; y la intensificación de los programas de nutrición integral para los sectores populares (OEA, 1960) .

El segundo hito promovido por EEUU para afianzar los vínculos económicos con los países latinoamericanos e intentar limitar el influjo del comunismo fue la Conferencia de la Organización de Estados Americanos que se realizó en Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961 y que dio forma a la llamada Alianza para el Progreso (Morgenfeld, 2012). Este programa preveía un importante apoyo económico para la realización de inversiones públicas y fomentaba la inversión privada para todos los países de América Latina, en especial en aquellos más pobres. En la Carta de Punta del Este, la planificación se transformó en un punto sustancial de discusión, ya que se consideraba que era el medio para lograr el desarrollo económico y limitar los efectos nocivos que se asociaban al funcionamiento del libre mercado. El desafío radicaba en asignar prioridades internas y elegir medios adecuados y cuantificables que asegurasen el crecimiento económico y el bienestar social. Durante esta conferencia fueron declaradas las siguientes recomendaciones, en el marco de un “Plan Decenal de Salud”: suministrar en el próximo decenio agua potable y desagüe a no menos del 70 por ciento de la población urbana y del 50 por ciento de la rural; reducir la mortalidad de los menores de 5 años; controlar las enfermedades transmisibles más graves, de acuerdo con su importancia como causa de invalidez o muerte; erradicar aquellas enfermedades para las cuales se conocen técnicas eficaces, en particular la malaria y la viruela; mejorar la nutrición; perfeccionar y formar profesionales y auxiliares de salud en el mínimo indispensable; mejorar los servicios básicos de la salud a nivel nacional y local; intensificar la investigación científica y utilizar plena y más efectivamente los conocimientos derivados de ella para la prevención y la curación de enfermedades (Organización Panamericana de la Salud, 1966).

Para el área de formación de recursos humanos el informe expresó que era conveniente forjar profesionales y técnicos adiestrados convenientemente para el estudio, la atención y la solución de los problemas de salud pública. Según los expertos, no existía prácticamente en ningún país de América el número suficiente de técnicos para atender las necesidades de la población y no se estaban formando en la cantidad que las condiciones del momento lo requerían (Sonis, 1963).

El pediatra bonaerense Noel Sbarra, en la Conferencia inaugural de las I Jornadas de Salud Pública (1962), destacó que, en relación a los estándares estipulados por la Organización Panamericana de la Salud, faltaban 400 especialistas en salud pública. Según estos lineamientos, retomados en diferentes publicaciones de la época, era necesario un administrador sanitario por cada 50.000 habitantes y por cada hospital con capacidad de 100 camas. A lo largo del período, se aprecia una enorme preocupación por la cantidad necesaria de técnicos. Según estas estipulaciones cuantitativas internacionales confeccionadas en los países centrales, Argentina estaba muy lejos del ideal pautado y, sin mayores miramientos críticos a estos postulados, se proponía que se debería cubrir en diez años, a razón de 40 profesionales como máximo (Sbarra, 1962). Para lograr este ambicioso plan se crearon dos escuelas: una que dependió de la Universidad de Buenos Aires (1958) y otra del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública (1959).

La Escuela de Salud Pública de la Universidad de Buenos Aires, creada en 1958, comenzó a dictar clases en 1960 y tuvo como objetivo central formar profesionales universitarios especializados en las ramas técnicas de la salud pública para mejorar la ejecución de los programas que se pensaban implementar (Rayez, 2017a). Durante los primeros años, se dictó solamente el “Curso Diplomado en Salud Pública” que convocó a médicos, odontólogos y veterinarios. Este curso de diez meses de duración tenía como objetivo formar personal para el estudio, planeamiento y conducción de programas sanitarios que implicasen la aplicación de técnicas administrativas y el empleo de métodos estadísticos y epidemiológicos especializados. Esta propuesta tomaba como referente a los que impartían en Estados Unidos, Brasil, Chile y México, países que, como vimos, ya contaban con una mayor tradición en esta rama de la medicina. (Sevlever, 1962).

Según Sevlever, director de la escuela desde su creación hasta 1966 (Rayez, 2017b), en 1960 se inscribieron en el curso 32 profesionales: 1 veterinario, 7 odontólogos y 24 médicos; en 1961, 27 profesionales: 21 médicos y 6 odontólogos y en 1962, 35 profesionales: 26 médicos, 6 odontólogos, 2 veterinarios y 1 ingeniero sanitario. La convocatoria, si bien contaba con el apoyo y la promoción de las autoridades de turno, no fue la esperada, ya que nunca alcanzó una gran masividad. Es más, en un contexto de ampliación de la matrícula universitaria y con una acentuada difusión entre la comunidad médica de las bondades de escoger esta especialidad, el reclutamiento de aspirantes no fue significativo ni estuvo en línea con las aspiraciones de la Organización Panamericana de la Salud.

Abraam Sonis, asesor del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública de la Nación y quien dirigiera la Escuela de Salud Pública de la UBA entre 1966-1971, además de conducir y dar clases en la Escuela del Ministerio, en las mencionadas I Jornadas de Salud Pública anticipó una respuesta a la escasa convocatoria por parte de los médicos para inclinarse a estas especialidades: “La falta de oportunidades de trabajo para los graduados. Formamos los sanitaristas: médicos, odontólogos, estadísticos, pero ¿Dónde están las fuentes de trabajo y en qué condiciones deberán desarrollar su acción?” (Sonis, 1963, p. 45). Esta opinión estaba ligada con los resultados de una encuesta realizada entre 1.026 médicos, en 1958, por el médico Floreal Ferrara y el sociólogo Milcíades Peña. Allí demostraron que entre los motivos de los estudiantes para ingresar a la carrera de medicina estaba el prestigio social y sus futuras perspectivas económicas. Si bien en la retórica surgía el “atractivismo científico”, este se diluía en contraste con otras preguntas que apuntaban al estándar social y económico de los futuros profesionales (Ferrara y Peña, 1962). Esta escasa adhesión también puede vincularse a las opiniones del sociólogo Eliot Freidson, quien, en su estudio sobre la sociología de las profesiones, sostuvo que dentro de la medicina las especialidades preferidas eran aquellas que ofrecían gran experiencia y que la responsabilidad estaba simbolizada por la posibilidad de matar o incapacitar a un paciente. De esto concluyó que la medicina interna, la cirugía y la pediatría estaban dentro de las más populares y entre las impopulares estaba la salud pública ya que entraña poco peligro, poca responsabilidad y variedad (Freidson, 1978).

En la Política Sanitaria y Social, recopilación de las acciones realizadas por el Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública del gobierno de Arturo Illia, se insistía en la importancia de que el profesional de salud pública tuviera dedicación exclusiva, que se ofrecieran condiciones dignas de trabajo y se desarrollaran oportunidades para absorberlos y utilizarlos para, de esta forma, evitar que los médicos argentinos se fueran del país (Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, 1966). Canitrot, Sevlever y de Ustarán, en el ya mencionado análisis sobre la formación de los profesionales en salud pública, señalaron que los egresados de los diferentes espacios formativos continuaban ejerciendo la práctica de la medicina privada. Ellos dieron ciertas razones de lo que veían como un fracaso en torno a los emprendimientos educativos realizados hasta el momento. Entre sus argumentos señalaban que los cursos no tenían la fuerza motivadora suficiente, que faltaba estabilidad laboral en los cargos y una compensación económica más importante. Aducían que la práctica privada de la medicina tenía un mayor prestigio y, por oposición, aseguraban que convertirse en funcionario de los organismos sanitarios no contaba con reconocimiento social. Según este análisis, faltaba una acción en conjunto entre las universidades y los ministerios de Salud Pública del país para lograr una mayor eficiencia y continuidad en los programas formativos (Sevlever et al., 1963).

Las asignaturas del curso universitario “Diplomado en Salud Pública” fueron Administración Sanitaria y Práctica de Salud Pública, Bioestadística, Epidemiología, Salud Materna e Infantil, Educación Sanitaria, Nutrición y Odontología Sanitaria.[5] Esta oferta de materias estaba en línea con las aspiraciones que se pensaban en torno del médico sanitario. Según Sevlever, director de la escuela, “el médico sanitario realiza su función como agente al servicio de una comunidad o un grupo, defendiendo toda la población respectiva contra los riesgos posibles y contando con una autoridad emanada de leyes de salud pública; busca distribuir los beneficios de la medicina al mayor número posible de habitantes; sale al encuentro del posible enfermo y trata de adelantarse a la enfermedad y trata de afrontar problemas de orden administrativo y legal de interés colectivo” (Sevlever, 1962, p. 127) En otras palabras, sostenía que la misión del médico sanitarista era fomentar y restablecer la salud, prevenir las enfermedades, limitar la incapacidad, evitar la muerte prematura y prolongar la vida útil. Por su parte, los aspectos de relevancia dentro del accionar del médico de salud pública eran, entre otros, el saneamiento medioambiental, la vivienda, la alimentación, la asistencia médica, la lucha contra las enfermedades transmisibles o las de larga duración, los accidentes, la salud ocupacional y la de la madre y el niño, la rehabilitación y la recreación (Sevlever, 1962, p. 136-137).

En este listado de las responsabilidades del médico sanitarista, ligaba los problemas de la salud y de la enfermedad con los otros problemas de la comunidad (los económicos, educacionales, políticos y sociales) que, además, debían ser afrontados por el Estado. En ese sentido estaba convencido de que “La salud pública se va afirmando como una importante e ineludible función de gobierno” en la medida que reconocía el “derecho a la salud”. No se trataba solamente de salvaguardar a un grupo amenazado, sino de orientar hacia la promoción de una salud positiva a cada miembro de la sociedad. Según sus propias palabras, la idea de “riesgo profesional y riesgo social hace que la sociedad se haga responsable de los componentes y es el sanitarista quien organiza las acciones sanitarias para evitar esos riesgos por medio de la prevención y la organización de los seguros indispensables” (Sevlever, 1962, p. 137).

Otros de los cursos ofrecidos por la Escuela fue el “Curso de técnicos en estadísticas aplicadas a la salud pública”, que tenía por objeto “formar técnicos de nivel intermedio para mejorar e incrementar la producción y utilización de informaciones estadísticas necesarias para la programación y administración de las actividades de salud” (UBA, 1971, p. 189).[6] La preparación era de duración anual y dedicación exclusiva, como el de Diplomado en Salud Pública. Por otro lado, se dictaban cursos más cortos, de un cuatrimestre, como el de “Administración Pública y Sanitaria para funcionarios administrativos en servicios de salud” destinado a funcionarios de salud en todos los niveles del Estado (nacional, provincial o local), y el “Curso Intensivo de organización y administración hospitalaria” dedicado a médicos que aspiraban a dirigir hospitales.

Unos meses después de la creación formal de la Escuela de la UBA, el 3 de julio de 1959 mediante la Resolución Ministerial Nº 1580, se fundó la Escuela Nacional de Salud Pública con el objeto de “desarrollar programas relacionados con la salud en sus aspectos sanitarios, legislativos, técnico-asistenciales y sociales y satisfacer la imperiosa necesidad de contar con personal capacitado para la prevención, promoción y fomento de la salud” (Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, 1966, p. 296). Como mencionamos anteriormente, esta fue una institución bajo dependencia ministerial. Las materias que se dictaron en el “Curso de Expertos en Salud Pública” fueron Administración Sanitaria, Administración Hospitalaria, Estadísticas, Epidemiología y Sanidad del Trabajo. También se trató de un curso full-time, de 10 meses de duración, con actividades de campo en el interior del país. Esta escuela funcionó entre 1959 y 1962 y contó con 54 egresados en tres promociones (Sevlever et al., 1963). Luego, de esta fecha se integró a la escuela universitaria. El proyecto de la Escuela Nacional, a diferencia de la escuela universitaria, tendió a cubrir las necesidades formativas de todo el país, en la medida que abarcó todo el territorio nacional. Se dictaron cursos de Cardiología para posgraduados, médicos residentes, enfermeros (Santiago del Estero), inspectores sanitarios, trabajadores sociales, y se diseñó una orientación de bachillerato orientado a la sanidad a partir de cuarto año (Sevlever et al., 1963).

Los desafíos que planteaba la formación de profesionales expertos en salud pública condujeron a un mayor diálogo entre la medicina y las ciencias sociales. Si bien las resistencias fueron variadas, las Facultades de Medicina incorporaron en sus planes de estudio materias vinculadas a las ciencias sociales. Por lo menos en términos discursivos, algunas voces proclamaron la necesidad de que la medicina incorporase variables sociales en su formación para quebrar la fuerte tradición que la ligaba a las ciencias naturales. Durante la década del sesenta se produjo una apertura de la medicina hacia la preocupación social en general y de los sectores socialmente más postergados. Si bien desde el higienismo la medicina presentaba un interés por las condiciones medioambientales, la diferencia central por estos años se refiere a los diálogos interdisciplinarios y a la relevancia que tomó la estadística como insumo para la planificación sanitaria y como elemento determinante para lograr el financiamiento.

Estos diálogos entre la medicina y las ciencias sociales se pueden vincular con un clima de época en el cual la planificación gubernamental tomó un lugar central. A tono con lo sucedido en otras latitudes, el escenario de la Segunda Posguerra promovió importantes modificaciones en las estructuras y las funciones de los sistemas estadísticos nacionales de los países capitalistas avanzados, y la medicina no estuvo al margen. Estos años se caracterizaron por las sustanciales modificaciones que se incorporaron a la elaboración de las estadísticas gubernamentales, ya que éstas pasaron a ocupar un papel central en la producción de información para la planificación del desarrollo. La línea en el área salud fue medir tanto el crecimiento en términos de producción bruta o renta per cápita, como de graficar, con sofisticados cuadros, las tendencias presentes y futuras de la salud pública. La necesidad de contar con elementos que brindaran uniformidad ante los organismos internacionales y, de esta forma, facilitar la llegada de financiamiento internacional incentivó las discusiones y motorizó la implementación de técnicas y metodologías de investigación en la formación y en el quehacer médico (Ferrero, 1961).

Para alcanzar de manera integral los objetivos económicos, sociales y culturales, el Estado debió apelar a nuevas formas de conocimiento científico sobre la sociedad, en las que habría lugar no sólo para economistas quienes empezaban a ser socialmente reconocidos como los encargados “naturales” de la planificación, sino también para sociólogos, antropólogos, psicólogos sociales, educadores y médicos. En este sentido, como señalan Diego Armus y Claudia Daniel, desde fines del siglo XIX los médicos cumplieron un papel fundamental en la elaboración de estudios sociales de carácter cuantitativo por medio de los cuales se buscaban soluciones a los graves problemas de insalubridad de los espacios urbanos y rurales. No obstante, fue en la segunda mitad del siglo XX cuando la estadística se consolidó en la práctica como un instrumento de diagnóstico social e insumo del planeamiento sanitario (Armus, 2007; Daniel, 2012). Tampoco fue casual que durante estos años se incluyeran las áreas de sociología médica, aunque muy tímidamente en comparación con otros países de América Latina, en los programas de estudios de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Buenos Aires y del Instituto de Sociología de la Universidad Católica Argentina. En función de pensar los vínculos entre la sociología y la medicina, la influencia en la Argentina de George Rosen y su conceptualización en torno a la búsqueda de la interacción de las ciencias sociales con la medicina y la salud pública fueron centrales y de amplia circulación entre los galenos. Al impacto provocado por estas ideas se le sumó el ocasionado por el pensamiento del sociólogo Gino Germani, y especialmente el condensado en su libro Sociología de la modernización, en los ambientes médicos. En la Revista de Salud Pública, Floreal Ferrara, en una enfática convocatoria para que los médicos comprendieran la importancia de la cultura y las relaciones sociales para el estudio de las enfermedades, realizó una reseña de la obra del sociólogo ítalo-argentino y remarcó la importancia de estas ideas para la formación médica (Ferrara, 1969; Revista de Salud Pública, 1969).

Conclusiones

En este trabajo aportamos al estudio de las instancias de capacitación de los médicos sanitaristas en la Argentina durante el siglo XX. Los médicos fueron, dentro de las profesiones liberales, quienes rápidamente se vincularon con las agencias administrativas del Estado. Su constitución como grupo profesional estuvo en un diálogo cercano con el Estado en su gestión como funcionarios en las noveles agencias estatales. A pesar de esta temprana incorporación a las agencias estatales, su presencia no garantizó la conformación de una burocracia especializada y con persistencia de sus cargos en el tiempo. Conspiraron contra ella, entre otros, los proyectos truncos de capacitación en la gestión, el recambio constante de los cuadros jerárquicos, la reconfiguración de las agencias estatales, la utilización del paso por la administración pública como terraplén para catapultarse a una banca del poder legislativo o a una candidatura del poder ejecutivo municipal o provincial, el regreso al ejercicio exclusivo de la profesión liberal, más redituable y de continuidad probada, y la permanencia del personal con baja calificación y escalafón, pero de mucha experiencia en sus cargos.

En el proceso de profesionalización de los expertos en salud pública, tanto los proyectos organizados desde las autoridades sanitarias como desde las estructuras universitarias, la convocatoria fue irregular, tendiente a la baja y muy sensible a los vaivenes políticos de los años cincuenta y sesenta. Cabe señalar que, como todo proyecto de reforma administrativa, generó oposición y resistencia e implicó cambios en la correlación de fuerzas políticas y en la asignación de valores de una sociedad. Esta renuencia dependió de la magnitud de cambios que se pretendían, por cuanto los mismos intentaban modificar posiciones de poder y redistribuir recursos entre sectores, unidades, funciones o programas.

Las propuestas de capacitación de expertos sanitarios primero tomaron como aspiración las escuelas europeas, más precisamente el modelo italiano. Durante el transcurso del siglo XX, mirando las experiencias realizadas (y promocionadas por becas y nutridos intercambios académicos) desde Estados Unidos, se planteó la necesidad de conformar un conjunto de conocimientos específicos que permitieran una organización del trabajo de “lo sanitario”. Este proceso condujo a una delimitación de competencias en el interior del cuerpo médico que llevó a resistencias, críticas y una tensión, insoluble, en torno del rol del médico en la sociedad. En otros países de América Latina, las mayores inclinaciones de los galenos al funcionariado pareciera que contaron con menos resistencias. Quizás los ejemplos más claros en este sentido lo constituyan México, Chile y Brasil (Cueto y Palmer, 2015). En contraste, en la Argentina, si bien se tuvo como horizonte a seguir a esos países y se mantuvieron vínculos académicos para nutrirse de dichas experiencias, el molde de profesión liberal fue una de las características distintivas de la experiencia y una suerte de obstáculo para la constitución de organismos de formación profesional.

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Notas

[1] Apoio: Proyecto I+D: El proceso de profesionalización del cuidado sanitario. La enfermería universitaria en Argentina (1940-1970). Universidad Nacional de Quilmes y proyecto de investigación financiado por la Universidad de José C. Paz (Proyecto NA00317).
[5] Desde mediados de la década y hasta entrados los años 1970 se agregaron a este curso “Organización de la comunidad y Educación Sanitaria” e “Higiene y saneamiento ambiental”. Ver Universidad de Buenos Aires, 1971.
[6] Las materias del curso eran: Metodología estadística, Estadísticas hospitalarias, Estadísticas vitales, Estadísticas de Salud Pública, Codificación de enfermedades y causas de muerte, Terminología médica, Principio de administración, Administración de salud pública, Costos, Práctica en terreno.
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