Resumen: El artículo que sigue describe y analiza los sesgos antropológicos e historiográficos cometidos en el estudio de la reforma agraria chilena, especialmente vinculados a la evasión ideológica y metodológica de los dueños de la tierra y la diversidad de sus posiciones y experiencias en dicho proceso. Defendemos que el necesario compromiso de antropólogos e historiadores con la voz de los sectores sociales más desaventajados o vulnerables no ha sido una apuesta inocua ni en lo teórico ni en lo práctico, sino que ha derivado en una menor atención para con las investigaciones encaminadas a comprender desde dentro las lógicas y retóricas de aquellos grupos impregnados de poder y generadores de cultura dominante, como las élites, contribuyendo a una interpretación aún parcial de las relaciones etnoterritoriales en el Chile meridional de las últimas décadas.
Palabras clave:antropologíaantropología,historiahistoria,reforma agrariareforma agraria,terratenientesterratenientes,ChileChile.
Abstract: The paper describes and analyzes the anthropological and historiographical slants in the study of the Chilean land reform, especially in order to avoid landowners and their diversity of experiences during that agrarian process from an ideological and methodological point of view. We argue that the necessary commitment of anthropologists and historians with the voice of the most disadvantaged or vulnerable social sectors has not been an innocuous theoretical or practical bet, but it has led to less attention to investigations aimed at understanding the logic and rhetoric of those power-holding groups and dominant culture producers, like elites, contributing to a still partial interpretation of the ethno-territorial relations in Southern Chile in recent decades.
Keywords: Anthropology, History, land reform, landowners, Chile.
Artigos
Dodged subjects, avoided memories: anthropological and historiographical biases about landowners in the Chilean land reform

Recepción: 15 Abril 2015
Aprobación: 15 Marzo 2016
El contenido del artículo forma parte de un trabajo de investigación sobre tenencia de la tierra e imaginarios colectivos de medianos y grandes agricultores del sur de Chile[4], conocidos como “dueños de fundo”, durante la reforma y contrarreforma agrarias, cuya metodología integra métodos y técnicas tanto de carácter cuantitativo como de carácter cualitativo, primando la aproximación etnográfica al objeto de estudio. Más concretamente, el carácter crítico y propositivo de las siguientes páginas se ha basado en una extensa revisión bibliográfica y documental sobre la reforma agraria chilena y el trabajo de antropólogos, historiadores y otros científicos sociales chilenos y extranjeros sobre ella, prestando especial atención al tipo de abordaje realizado y al tratamiento hecho tanto de las fuentes archivísticas como de los testimonios orales. Para ello, además de la revisión de las que consideramos son las principales obras sobre la agricultura chilena de la segunda mitad del siglo XX, se han sondeado las hemerotecas de los dos principales diarios que en la época recogieron noticias sobre la reforma agraria, especialmente en la meridional región de La Araucanía (El Austral, de circulación regional, y El Mercurio, de circulación nacional), además de las hechas públicas por las principales organizaciones empresariales de agricultores a través de sus periódicos y revistas (El Campesino, El Vocero Agrícola y Punto Final principalmente). Lo anterior se ha contrastado con documentación estadística, administrativa y jurídica localizada en el Archivo Regional de La Araucanía, el Archivo General de Asuntos Indígenas, el Archivo Nacional de la Administración, el Archivo del Servicio Agrario y Ganadero, la Fundación Salvador Allende, la Casa Museo Eduardo Frei, el Fondo José María Arguedas de la Biblioteca Nacional, la Biblioteca del Instituto de Investigaciones Agropecuarias en Carillanca y el repositorio jurídico de la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile. Finalmente, el texto recoge también, a través de extractos de entrevistas semidirigidas, la reflexión y análisis de antropólogos e historiadores con profundo conocimiento sobre el abordaje de las cuestiones rurales y agrarias desde sus disciplinas, especialmente en el sur de Chile.
La fuerte dimensión aplicada y comprometida de la Antropología Social, y cada vez más de otras Ciencias Sociales y Humanas, como la Historia, para con sus sujetos de estudio y, especialmente, para con aquellos más débiles y vulnerables, objetos históricos de algún tipo de exclusión, ha hecho priorizar los análisis que, por un lado, demuestren las complejas causas de su situación y, por otro, den voz a los desposeídos recogiendo y evidenciando la lógica de sus relatos. Suponía una tarea no del todo acometida y necesaria tanto desde un punto de vista teórico como de justicia social. No obstante, tal axioma ha ido relegando los análisis socioculturales volcados al estudio de los discursos, prácticas e imaginarios colectivos de los grupos de poder, más cerrados que otros conjuntos sociales, pero imprescindibles para comprender la realidad construida desde subjetividades diversas en relación con sus capacidades de intervención sociopolítica. En el contexto de la reforma agraria chilena, las acciones y disposiciones de los campesinos han sido profundamente analizadas, mientras que las prácticas e interpretaciones de los que fueron, y aún hoy algunos siguen siendo, dueños de la tierra han sido relegadas a un segundo plano e incorporadas, cuando se ha hecho, desde una perspectiva objetivista y alejada de los principios de empatía y complejidad necesarios para comprender los complicados entramados simbólicos que operan tras los hechos sociales. La historia de la reforma y contrarreforma agrarias de Chile es un relato aún incompleto por carecer de la perspectiva emic de las familias hacendadas, sus explicaciones, sus interpretaciones, sus frustraciones, su resistencia y sus estrategias de reproducción social y económica.
Las políticas económicas emprendidas en los años 30 del siglo pasado en Chile, encaminadas a intentar controlar la inflación, tendieron a minimizar las importaciones de manufacturas, maximizando el espíritu autárquico de la economía nacional, lo que a su vez reforzó las expectativas de que fuese el campo chileno el que, de forma materialmente imposible, alimentase las necesidades básicas del país. No obstante, lejos de que el agro nacional fuese capaz de proveer de recursos básicos a una economía forzadamente deflacionaria, las medidas terminaron dificultando la producción primaria, al endurecerse los préstamos bancarios y la capacidad de importar insumos y maquinaria agrícola del extranjero. Al mismo tiempo, el control de las exportaciones tampoco produjo el esperado ajuste real del precio final pagado por el consumidor interno.
La cierta deserción productiva que vivieron los campos chilenos a finales de los 30 y principios de los 40, acompañada de la subida de impuestos a las actividades económicas, produjo un significativo aumento del sistema de manos muertas. Este panorama vino a complejizar más aún el tradicional sistema latifundista chileno, caracterizado por una destacada concentración de tierras en pocas manos, y una más abrumadora cantidad de jornaleros y pequeños campesinos dependientes, en la casi totalidad de sus decisiones, de los designios de sus patrones. José Bengoa lo definía de la siguiente forma:
El mecanismo agroestatal es simple: la hacienda y la familia del propietario concentraban amplios recursos territoriales y, por ende, población que vivía y moría al interior del fundo. También controlaban la población minifundista y de pequeños propietarios que dependían de sus favores. El llamado complejo latifundio-minifundio fue […] un sistema social cerrado y dominado por los hacendados (Bengoa, 1988a, p. 12).
Este sistema latifundista, controlador de un minifundio tan sólo orbital, vive a mediados del siglo XX ciertas crisis internas en el norte y centro del país, pero, a través de propiedades de menor extensión, está en viva expansión aún en el sur, y especialmente en lo que hoy es la actual región de La Araucanía, donde las propiedades comunales e indígenas estaban en franco retroceso debido al empuje de un latifundismo que contó con la tolerancia y complicidad del Estado y sus funcionarios locales (Bengoa, 1988b, p. 160-203).
Las limitaciones del latifundismo no intensivista, sin demasiadas posibilidades ni preocupaciones para con la modernización de la actividad agrícola y su férreo control sobre la producción familiar campesina, derivaron, evidentemente, en la práctica de una agricultura muy por debajo de sus posibilidades productivas, además de soliviantar las tensiones producidas por el sistema de servidumbre entre los jornaleros y la inequidad frente a la adquisición fraudulenta de tierras indígenas, lo que resultó más que evidente entre las comunidades mapuches de la actual región de La Araucanía.
Así, el panorama general que se encontró el Ejecutivo de Jorge Alessandri al tomar posesión del gobierno en 1958 es una agricultura escasamente productiva, salvo parcialmente en el sur (Almonacid, 2009), y una estructura agraria fuertemente desequilibrada. Observado desde la lógica desarrollista de finales de los 50 y principios de los 60, el campo chileno resultaba una rémora al progreso económico del país, por lo que su reforma emergió como un problema de Estado, más acuciante aún tras la inversión millonaria del Ejecutivo en las tareas de reconstrucción que el gobierno tuvo que enfrentar tras el terremoto de Valdivia de 1960. Hay que aclarar, de cualquier forma, que la apuesta reformista no fue totalmente autónoma e independiente, sino propiciada en buena parte por la política norteamericana que, a través de la Alianza para el Progreso, impulsada por John F. Kennedy y ratificada en la Conferencia de Punta del Este (Uruguay) en agosto de 1961, Estados Unidos pretendió contrarrestar las revoluciones de izquierdas presentes en otras latitudes del continente americano, como en Cuba. Dada la importancia de la reforma agraria mexicana en lo relativo a la expropiación y reparto de tierras, y de la reforma cubana en la supresión de la propiedad privada y la estatalización del campo, desde la Alianza para el Progreso se priorizó que los países firmantes, entre ellos Chile, aplicaran una reforma agraria desarrollista pero capitalista, bajo el control del Estado liberal y con la estructura del agro estadounidense como modelo a imitar (Dorner, 1992, p. 11-12). Así, el 15 de noviembre de 1962, el gobierno de Alessandri dio luz verde a la primera reforma agraria de la historia de Chile, con la Ley 15.020[5], justificada moralmente por la propia Iglesia Católica, a través de los prelados Manuel Larraín y Raúl Silva, quienes se habían adelantado ya a repartir tierras entre sus comunidades campesinas de Talca y Santiago respectivamente.
Por primera vez, los intereses de los hacendados fueron seriamente cuestionados y sus quejas no alcanzaron a doblegar la voluntad del gobierno por reformar el campo chileno que, aún con un tibio apoyo parlamentario, vio en la Ley 15.020 y en el mejor reparto de la tierra la solución a la baja productividad agrícola y a los altos niveles de pobreza de los entornos rurales. No se trataba, empero, de una posición aislada, sino de una corriente de opinión compartida en buena parte del continente[6] e instalada tanto en el discurso como en la agenda política de la época[7].
Sin embargo, con la reforma agraria se evidenció también uno de los problemas más acuciantes de la contraparte latifundista, es decir, el minifundio independiente: su baja capacidad de inversión en insumos, su escasa virtualidad autárquica y su elevado grado de microfragmentación parcelaria, sin tener en cuenta su exigua contribución a la economía nacional y su nula proyección de mercado. En este sentido, Fontaine (2001, p. 37-55) remarca que, si bien el Programa de Desarrollo Social y Económico impulsado por el gobierno de Alessandri a principio de los 60 fue más estatalista de lo que recomendó la administración estadounidense en Punta del Este, ni siquiera la constitución de algunas cooperativas equilibró los niveles de producción, pues la inversión en las mismas fue escasa, como escasas, critica el autor, fueron las alternativas a la expropiación de tierras, como, por ejemplo, la inversión y promoción de mejoras en la estructura agraria anterior y en los entornos rurales, desprovistos incluso de las vías de comunicación necesarias en la época para el correcto transporte de los productos. Evidentemente, la posición de Fontaine es antirreformista y prolatifundista, si bien acierta a apuntar que la estrategia de Alessandri en el campo chileno careció de una verdadera planificación de medio-largo plazo, esperando del reparto de tierras entre campesinos una solución prácticamente gratuita a los males del agro chileno, sin acometer inversiones de calado en la mediana y gran propiedad para su modernización y maximización productiva, con las exigencias necesarias en la distribución de tales riquezas si en términos de justicia social así hubiese sido demandado. Ambos dos procesos no eran excluyentes, si bien no se concibieron así. Como en otras reformas agrarias, la obnubilación por la propiedad individual ocultó la verdadera importancia de la planificación estratégica, mostrando como incompatibles lo que son procesos absolutamente conciliables e incluso necesarios[8].
Con la Corporación de la Reforma Agraria (CORA)[9], creada en 1962, el gobierno de Alessandri dio inicio a lo que supondrían los cambios más radicales en el mundo predial, tanto en lo que respecta a la estructura agraria en si, como a las relaciones sociales en ella imbuidas (Henríquez, 1987, p. 61). Más tarde, los gobiernos de Eduardo Frei (1964-1970) con la Ley 16.640[10] y de Salvador Allende (1970-1973) y sus medidas de presión institucional para la aceleración de la reforma[11] acometerían las transformaciones más profundas del agro social y económico, hasta el punto de subvertir el sistema de haciendas que había regido en el campo chileno durante más de 300 años y la fórmula de inquilinaje vinculada al mismo. Hasta comienzos de la reforma, el sistema latifundista había logrado concentrar el 78% de la tierra agrícola en manos del 7% de los productores, arrinconando a un 37% de pequeños propietarios en el 0,3% de la superficie productiva (Henríquez, 1987, p. 63).
Si bien la reforma agraria iniciada por Alessandri y continuada por Frei y Allende contempló numerosas actividades de capacitación campesina, asesoría técnica, apoyo financiero, sistema provisional, etc., fue la distribución de las tierras la que concentró los mayores esfuerzos y esperanzas, al tiempo que la que provocó, como resulta comprensible, las mayores resistencias por parte de los hacendados. Basta observar las cifras de expropiación para comprender la magnitud del proyecto: durante el gobierno de Alessandri se expropiaron 835.118 hectáreas, durante el gobierno de Frei 3 millones, y durante el depuesto gobierno de Allende 5,77 millones, lo que arrojó un total de más de 9,6 millones de hectáreas agrícolas decomisadas y repartidas entre familias campesinas y asentamientos colectivos (ODEPA, 1974). Cuando el 11 de septiembre de 1973, se produce el golpe de Estado y se instaura la Junta de Gobierno militar (1973-1990), el orden social y agrario tradicional había cambiado para siempre. La socialización de la agricultura no se había logrado, pero el sistema latifundista no sería más lo que fue (Cereceda y Dahse, 1980).
En el contexto regional, durante la reforma y contrarreforma, La Araucanía fue una de las regiones más inestables desde el punto de vista social y político. La IX Región concentró el mayor porcentaje relativo de tierras regadas expropiadas, por encima del 91% (CORA, 1975), lo que supuso, en su práctica totalidad, expropiaciones de fundos en explotación, no abandonados sino sujetos a ese excedente de las 80 HRB[12] que como máximo pudieron conservar las familias hacendadas. Evidentemente, este hecho radicalizó in extremis las posiciones de los actores ya enfrentados antes de la reforma. En este sentido, resulta muy pertinente aclarar que, al contrario que en otras regiones centrales y del norte de Chile, cuando arranca la reforma agraria con Alessandri y se intensifica con Frei y, sobre todo, con Allende, en La Araucanía se vivía ya un difícil contexto rural, con una frontera agraria aún en tensión, que contribuía a enconar las espinosas relaciones étnicas y socioeconómicas entre dueños de fundo, pequeños campesinos y comunidades mapuche[13]. Ello supuso, por tanto, que la reforma fuera en La Araucanía esperada por unos y temida por otros con una intensidad mayor, producto de la historia regional, del mismo modo que la contrarreforma fuese vivida con una virulencia también paradigmática, en la medida en que el irregular sistema de tomas[14], condenado y perseguido luego por la dictadura militar de Augusto Pinochet, fue en La Araucanía una estrategia muy utilizada por familias mapuche y campesinos (Cuadro 1) auspiciados, entre otros, por el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), en virtud de aspiraciones divergentes en sus argumentos pero convergentes en tiempo y forma[15]. El sistema de tomas, el más reprimido luego por la dictadura, tuvo una trascendencia mayúscula en La Araucanía, donde dicho método contaba ya con más de un siglo de historia, al ser el modo habitual en que las comunidades mapuche reclamaban frecuentemente la devolución de las tierras arrebatadas o mal compradas por los latifundistas (Winn y Kay, 1974, p. 141).

La contrarreforma, que se dilató desde 1973 hasta 1982, dio con la disolución de la mayoría de cooperativas constituidas en el campo chileno, la devolución a las familias hacendadas de las tierras irregularmente expropiadas, como aquellas ocupadas mediante el sistema de tomas, y la readquisición de buena parte de las legalmente expropiadas mediante la despenalización de la venta de los predios individuales, lo que propició que el campesinado empobrecido y sin el apoyo de las cooperativas vendiese a bajo precio sus recién estrenadas propiedades a sus dueños anteriores o bien a nuevos emprendedores rurales, generalmente emparentados entre sí. Alrededor del 40% de las tierras expropiadas durante la reforma fueron finalmente vendidas por sus precarios dueños (Henríquez, 1987, p. 64), lo que reforzó nuevamente la gran propiedad, aunque sin llegar a recuperarla, y desequilibró de nuevo la estructura agraria del campo chileno.
Lo anterior ha generado, evidentemente, mucha bibliografía. La reforma agraria ha sido, posiblemente, el proceso más extensamente estudiado de la historia rural de Chile, no obstante, queda lejos aún de estar agotado, especialmente en lo que respecta a sus concreciones regionales y, dentro de las mismas, a las múltiples especificidades de sus actores. En este sentido, tanto el papel de los líderes políticos como el de los trabajadores rurales en el contexto de la reforma agraria, sus movilizaciones, sus huelgas, sus tomas, su argumentario, su posición ideológica, su visión de los hechos en suma y las consecuencias sociopolíticas y agroeconómicas de las mismas han sido minuciosamente estudiadas por numerosos investigadores[16]. Sin embargo, hay una importante laguna aún por trabajar, muy relegada desde las Ciencias Sociales en general y desde la Antropología Social y la Historia en particular, nos referimos al punto de vista del latifundista.
Como se expone en la hipótesis planteada, la dimensión aplicada de la Antropología Social y de las disciplinas más humanísticas para con aquéllos que vertebran su objeto de estudio, es decir, la cultura y sus productores, ha contribuido a que en los últimos 50 años se produzca un importante volumen de etnografía comprometida con los sujetos en los márgenes del poder, minorizados, estigmatizados, excluidos o con dificultades para proyectar sus propios saberes y culturas locales en un mundo globalizado y heterogeneizante (Guerrero, 2010). La antropología latinoamericana es un paradigma de ello, especialmente en los estudios indigenistas, como evidenciaron ya en los 70 los antropólogos Stefano Varese (1976) y Gonzalo Aguirre (1977) y que, en alguna ocasión, ha llegado a derivar en la “idealización del indio” (Álvarez, 2001, p. 40). No obstante, este compromiso necesario con la voz de los enmudecidos no ha sido una apuesta inocua ni en lo teórico ni en lo práctico, sino que ha derivado en una menor atención para con las investigaciones encaminadas a comprender desde dentro las lógicas y retóricas de aquellos grupos impregnados de poder y generadores de cultura dominante, como las élites (Nader, 1972; Marcus, 1993; Shore y Nugent, 2002).
El hecho de lo ocurrido con la población mapuche[17] ha terminado atrapando la atención de los historiadores, por las complejidades del tema, porque supuestamente los mapuches habrían sido las víctimas desde que el Estado llega a la región. Es una forma de solidaridad. En realidad, si uno revisa la producción que hay en La Araucanía sobre lo que pasa aquí en la zona, desde Manuel Manquilef en adelante, incluyendo al propio Tomás Guevara, la atención se ha centrado en la población indígena. [Para] Latcham, Lipschutz y todos los historiadores ya de los años 70, 80 y 90 el tema indígena ha sido el más atractivo y se ha descuidado lo que ha pasado con los hacendados. Hasta donde yo sé, no hay una corriente historiográfica que esté abordando estos temas [estudio de las élites agrarias desde sus propios imaginarios]. (Extracto de entrevista a Jorge Pinto, 2014).
Hay un énfasis muy grande en recoger todo lo que son las voces de los subalternos, de los campesinos, de los indígenas, etcétera, sin embargo, no se han enfatizado de la misma manera las voces, las visiones, las representaciones, los discursos de quienes conforman el grupo que podríamos llamar propietarios o terratenientes. Existen estudios que recogen en parte esas voces, […] como el de José Bengoa sobre la historia de la agricultura chilena[18], el de Rosaria Stabili sobre la élite propietaria de tierras en Chile[19], el de Sofía Correa sobre las riendas del poder[20] o el de Arnold Bauer sobre la gran propiedad chilena[21], […] pero a pesar de ello hay un importante desbalance (Extracto de entrevista a Álvaro Bello, 2014).
Dicha desproporción en la selección/construcción del objeto es notoriamente constatable en el caso de las investigaciones sociales sobre la reforma agraria chilena, en las que la presencia de los dueños de fundo ha sido un tanto externa, objetivizada y reificada, es decir, apenas se ha hecho trabajo de campo con ellos, su voz se ha incorporado desde una perspectiva institucionalizada, y su dimensión más subjetiva, perceptiva y emocional con el fundo, la familia y la sociedad local se ha codificado en términos económico-productivos y de relaciones de poder. Ha primado, en suma, el enfoque institucional en vez del análisis de los hacendados como sujetos culturales en conflicto[22].
¿Cuáles son las razones por las que el dueño de fundo, sea terrateniente o sea mediano propietario, no se ha incorporado como sujeto etnográfico? Pareciera como si la Antropología e incluso la Historia regionales le hubiesen dado la espalda y rehusado incorporarlos en sus esfuerzos de interpretación y de trabajo de campo. HM: Considero que es un problema de la Antropología en general, al menos de su enfoque clásico: hacerse cargo de los marginales, desposeídos, y no investigar ni preguntarse por los sujetos que están en posiciones de poder, como los grupos hegemónicos. Es lo mismo que problematiza Bruno Latour, quien achaca a la Antropología un enfoque asimétrico, al investigar principalmente sujetos subalternizados, sin que se haya trabajos a la inversa (Extracto de entrevista a Héctor Mora, 2014).
Ocurre al menos en la Antropología, que durante la segunda mitad del siglo XX se ha desarrollado una conciencia, un compromiso más allá de lo disciplinario, un compromiso político, que hace enfocar los estudios etnográficos privilegiando determinados sujetos sociales […] lo que ha dejado fuera, por ejemplo, a las élites, [estudios] poco desarrollados en Chile, no así tanto en Estados Unidos o Inglaterra[23]. ¿Pasa lo mismo en la Historia, con la historiografía regional? JP: Claro, lo mismo, exactamente lo mismo. Hay varios trabajos sobre la agricultura en la región, que no sólo tocan el tema indígena, aunque la mayoría tiende a vincular los temas del agro con el peso de las comunidades [mapuches], pero los latifundistas… no han sido tocados. Es un tema que está por desarrollarse. No hay estudios que uno pudiera identificar con tanta claridad sobre quienes fueron afectados durante la reforma agraria, desde el punto de vista de sus intereses (Extracto de entrevista a Jorge Pinto, 2014).
Evidentemente, en torno a este sesgo existen más razones a su vez relacionadas con el compromiso antropológico expuesto, como, por ejemplo, el perfil teórico-ideológico de buena parte de los ruralistas e indigenistas que han afrontado el estudio de la reforma agraria chilena, principalmente vinculados a líneas materialistas por un lado y funcional-estructuralistas por otro, sin minusvalorar otros condicionantes no menos operativos, como el destacado peso de las familias hacendadas en la vida económica y política no sólo de las sociedades regionales, sino también de sus universidades[24], así como el menor interés por parte de los agentes que controlan los servicios de financiación de la investigación social, más volcados al apoyo de estudios aplicados y del desarrollo que al estudio de élites y de revisión crítica de la ciencia; condicionantes, empero, en proceso de cuestionamiento.
RM: Hay razones de la propia Antropología y su propia naturaleza. Siempre vamos con los más cercanos. Tenemos más posibilidades de tener empatía con ellos: con los pobres, los campesinos, los trabajadores, las comunidades. No obstante, ha sido un grave problema para la Antropología. ¿Eso tiene en tu opinión consecuencias después en la teoría o en la forma de entender la Antropología? RM: Sí, obedece a ello el hecho de que hoy no tengamos propuestas bien definidas, orientaciones audaces capaces de abordar temas mayores, de perspectivas más macro. Ahora bien, eso también tiene que ver con el gran poder que tiene la clase dominante agraria aquí. Tiene fuerza y presencia simbólica, en muchos casos en los estamentos universitarios, y se manifiesta en las aulas de la Universidad. ¿Afectando a líneas de investigación? RM: Sí. Los grandes apellidos en esta región no sólo fueron gente que controló grandes extensiones de tierra sino que también fueron líderes políticos que tuvieron influencia en la forma en que se condujeron las universidades regionales. Creo yo que eso sigue afectando al hecho de que en Chile aún no se aborden esos temas (Extracto de entrevista a Rosamel Millaman, 2014).
Creo que es un sesgo marcado por cuestiones ideológicas, que tienen que ver con el contexto político de los últimos 40 años básicamente. Esa forma de entender el tema agrario, sólo desde una perspectiva, está totalmente atravesado por cómo se vivió el proceso desde la época de la reforma agraria, pasando por la dictadura, hasta nuestros días. […] La izquierda intelectual chilena ha pecado de una cierta miopía al creer que sólo se puede reconstruir el pasado asumiendo la voz de uno solo, con el cual se identifica, se entremezcla, se integra, del cual se siente parte muchas veces el investigador. Me parece que una aproximación más cercana a la realidad de esos procesos debiera incorporar las voces de todos los sujetos, también de esos otros, como la elite, las clases altas, que no suelen ser del interés de los antropólogos en particular ni de los cientistas sociales en general. Y es un error, porque resulta que el peso que tienen en la sociedad chilena, y por su puesto en otras también, es tremendo, la influencia cultural que tienen, la influencia política, económica… y sin embargo sabemos muy poco, están estereotipados y nuestra visión es muy superficial (Extracto de entrevista a Álvaro Bello, 2014).
HM: Lo que se está discutiendo hoy es que los estudios sociales de la ciencia que problematizan, por ejemplo, la toma de decisiones en el campo científico, no son investigaciones que causen interés en las instituciones financieras. Si presentas un estudio que pretende investigar las comunidades científicas y otro que quiera hacerlo con movimientos sociales, te financian seguro el de movimientos sociales […] porque en la sociedad está el discurso de fondo del progreso, de la necesidad del desarrollo. Y ahí está el sesgo, hay poco financiamiento y es más incómodo para el científico, además de que para los organismos financiadores es más interesante estudiar los sectores a intervenir. Hay ciertos grupos que no son atractivos de investigar para los financistas. […] [La investigación de grupos de poder] es un terreno poco explorado. Revisando lo que se ha escrito en Antropología y presentado a congresos, no aparece, queda problematizar esos espacios. ¿Ves conflictivo que desde la Antropología, por ejemplo en la IX [región de La Araucanía], se aborde el análisis de los sujetos empoderados, como los dueños de fundo? HM: Yo creo que no, aunque depende cómo se haga. La misma suspicacia puede generarse entre los dueños de fundo, que identifican al antropólogo junto a la defensa [de las reivindicaciones mapuche] y critican a las empresas, como si fuera parte de la Antropología. Esa misma cuestión puede generar tensión en la comunidad antropológica, pero desde discursos que tienen pocos argumentos y son más bien marginales. Hay una idealización de ciertas cuestiones que juegan en ese tema, sin embargo los antropólogos empiezan a estudiar forestales y empresariado. Es una lana muy fina que hilar donde el antropólogo puede aparecer como sujeto que legitima los discursos […] [si bien] son posiciones que en el debate actual van en bajada. Es una discusión que es más posible darla ahora que hace un par de años atrás. (Extracto de entrevista a Héctor Mora, 2014).
De la orientación teórico-ideológica de los investigadores y su posterior vuelco hacia el estudio de unos sectores en detrimento de otros no puede separarse evidentemente quién apoyó a quién en la interrupción de la democracia chilena mediante el golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende en 1973 y la posterior dictadura militar bajo la presidencia de Augusto Pinochet hasta 1990. Entre los científicos sociales chilenos, algunos de ellos autoexiliados para huir de la purga política, existe una sólida y mayoritaria crítica al derrocamiento de la Unidad Popular mediante las armas así como al clima de terror impuesto durante y posteriormente al golpe militar mediante la represión y el ajusticiamiento de los disidentes. Dicha coyuntura en la historia chilena ha marcado, como no podía ser de otra manera, el quehacer de muchos antropólogos e historiadores, desinteresados, cuando no reacios, a trabajar las voces, las posiciones, los problemas y los conflictos de los grupos que saludaron con alegría la entrada de los militares en La Moneda[25]. La dictadura es parte de la biografía personal de la mayoría de antropólogos e historiadores chilenos actualmente en ejercicio, es un periodo histórico aún muy reciente, que levanta sentimientos encontrados en las conversaciones privadas, se evita en muchos actos públicos y su tratamiento es incómodo en las instituciones más conservadoras, generando un distanciamiento por parte del ala más progresista de la academia científica. Este hecho, junto a lo que el historiador Sergio Villalobos considera una “mitificación” de la figura de Allende y, por extensión, de su gobierno, debido a lo abrupto y violento de su derrocamiento[26], ha contribuido a reforzar los esfuerzos de los intelectuales para con la comprensión y defensa de los grupos subalternos, más próximos al imaginario allendista, y alejado de sus preocupaciones el intento de aproximación a los grupos tradicionalmente empoderados, más críticos con aquel periodo.
Por otro lado, sobresale entre las razones que explican el escaso número de etnografías actuales o históricas sobre familias terratenientes o de grandes agricultores el difícil acceso a dichos grupos. Sin agotarlas todas, las causas generalmente interrelacionadas entre sí que lo explican son la diversificación, cuando no reconversión, hacia otros sectores productivos de las élites agrarias y la desvinculación del campo por parte de las generaciones más jóvenes; su emigración hacia los centros urbanos donde su red social y su círculo de amistades, más inaccesible desde posiciones simbólica o económicamente observadas como inferiores, dificulta la entrada mediante informantes de cabecera; su actitud recelosa frente a la investigación social debido al relato historiográfico que ha estereotipado sus imaginarios y desconsiderado su argumentario, simplificando bajo categorías homogeneizadoras la diversidad de sus situaciones y trayectorias; el temor que la información facilitada sea tergiversada respecto de sus interpretaciones a mano de investigadores históricamente comprometidos con las reclamaciones del sector campesino y amerindio; o su posición más precavida ante las preguntas sobre su visión del tiempo presente, especialmente en contextos etnoterritorialmente tensos, como en La Araucanía, en la que su condición de dueños de la tierra se ha visto directamente interpelada por las comunidades mapuche y una parte no menor de la sociedad chilena que los identifica como colonos ilegítimos del wallmapu[27] aunque algunas familias, mayoritariamente de origen centroeuropeo pero campesino, lleven más de 100 años en la región y su llegada fuera directamente propiciada por el Estado chileno para la repoblación winka[28] del territorio ganado a los mapuche[29].
Es un problema de gran envergadura para entender los procesos que tienen que ver con los conflictos de la tierra y que en Chile se ha esquivado por cuestiones bien prácticas, como por ejemplo por la dificultad de entrevistar [a los dueños de la tierra], de ir a hablar con los propietarios, […] por la sospecha de que esa información pueda ser utilizada para que un sector político denuncie nuevamente a los hacendados (Extracto de entrevista a Álvaro Bello, 2014).
¿Cuáles crees que son las principales dificultades en el México actual para que los antropólogos, por ejemplo estudiantes de maestría o doctorado, hagan trabajo de campo con las élites agrarias? AE: La imposibilidad para llegar a conocerlos. Son un grupo mucho más cerrado. Te voy a poner un ejemplo, ¿quiénes han sido los biógrafos de los Cusi[30]? Pues gente de la élite, antropólogos de la élite, miembros de su familia. Un estudiante de la Escuela de Antropología [ENAH] o de la UAM [Universidad Autónoma Metropolitana] va a realizar un estudio con empresarios agrícolas de Sinaloa y no entra. Entonces, lo que se termina haciendo es una historia del empresariado a partir de biografías de sus empleados sin llegar a entrevistar a los dueños. Es un problema de acceso. AE: Sí. Y es un problema importante, que es necesario trabajar mucho (Extracto de entrevista a Arnulfo Embriz, 2014).
Finalmente, otras motivaciones que no descartamos tienen que ver con la presión que ejercen sobre los antropólogos e historiadores las suspicacias que estas líneas de investigación despiertan en algunos miembros de las comunidades indígenas, en este caso del pueblo mapuche. La Antropología chilena en general y la realizada en el sur en particular cuentan con una larga tradición etnográfica volcada al estudio de las comunidades mapuche y la historia del wallmapu. Abrir nuevas líneas de investigación incorporando al debate las perspectivas e imaginarios de actores relegados por los trabajos realizados hasta el momento genera contradicciones tanto entre los miembros de la academia, con una profunda y coherente empatía consolidada hacia el mundo indígena, como desde los activistas de la causa mapuche, en cuyo ideario político no siempre hay cabida para las investigaciones o consultorías antropológicas al mundo empresarial[31].
No obstante, la necesidad de corregir ciertos rumbos epistemológicos para incorporar a la Antropología, a la Historia y a otras Ciencias Sociales, de forma más decidida, los actores, espacios y tiempos del poder, especialmente cuando se abordan temáticas contingentes a las demandas indígenas, no supone, en palabras de Rodolfo Stavenhagen, una ruptura de los compromisos sociales de las disciplinas para con los sujetos subalternos y el señalamiento de las razones de su situación, más al contrario, la responsabilidad ética de los científicos sociales debería dialogar permanentemente con la pretensión holística de la hermenéutica etnográfica e histórica, en aras de un conocimiento más integral del contexto social en que se desarrolla la vida.
Gracias por sus palabras en relación a mi conferencia inaugural en el [III] Congreso [Mexicano] de Antropología [Social y Etnología]. De ninguna manera quise dejar la impresión de que me oponía a la realización de trabajo de campo entre los terratenientes u otros grupos sociales dominantes. Por el contrario, coincido con Ud. que estos estudios escasean en nuestro medio y concuerdo que deberán llevarse a cabo con más frecuencia. También coincido en una visión holística e integral de la Antropología. Pero tiene Ud. razón que mi pregunta al final [de la conferencia sobre Antropología mexicana, en la que pide a las y los antropólogos que tomen partido] implica un compromiso situacional, que tiene que ver con las condiciones y conflictos que sufren los pueblos indígenas y con las luchas por sus derechos que han emprendido. Tengo entendido que en Chile la situación no difiere tanto de México. Cuando fui relator de Naciones Unidas para los derechos indígenas realicé una visita a Chile y entregué un informe. No pienso que esta postura esté en conflicto con una Antropología holística a la vez que comprometida (Extracto de entrevista a Rodolfo Stavenhagen, 2014).
Sostenemos la necesidad de enriquecer los estudios regionales con los discursos empoderados sondeando un campo etnográfico e histórico que, en el caso de La Araucanía, es determinante para comprender las actuales tensiones espaciales y socioeconómicas entre los dueños de la tierra, los pequeños propietarios y las comunidades mapuches. Nos referimos a los imaginarios construidos desde la propiedad de los fundos, sin cuya comprensión, no puede entenderse la dialéctica de confrontación sobre la que se han construido las relaciones etnoterritoriales en La Araucanía del último medio siglo. Resulta imprescindible abordar las memorias y otredades construidas en el lado oligárquico, pero desde dentro, realizando trabajo de campo con ellos, para permitir el desarrollo de una crítica constructiva desde el conocimiento de las percepciones, razones y empatías de los terratenientes. Así, se defiende aquí, no sólo se contribuirá a avanzar en el saber antropológico e histórico sobre las élites, sino que se podrá completar el conocimiento sobre la acción colectiva y el mundo semicerrado de la parte reificada, ahondando en las especificidades simbólicas y afectivo-emocionales de la cotidianeidad que sí se recoge, o al menos se atiende, cuando se trata de las partes desposeídas[32] (Grove, 1939; Chonchol, 1948; Alaluf, 1961; Besa, 1968; Agúndez, 1972; Kay et al., 2001; Richards, 2010), deconstruyendo una diversidad homogeneizada en lo que respecta al mundo de los agricultores sureños y sus relaciones históricas no sólo con sus iguales, sino con el resto de la sociedad rural, pueblo mapuche incluido.
En un trabajo que hice con John Durston para el PNUD[33] [Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo] hace algunos años, en el que entrevistamos a dueños de fundo [descendientes de] alemanes de la zona de Villarrica, de Pitrufquén y de Freire, vimos historias que se alejan totalmente de los estereotipos. Existían vínculos muy estrechos entre mapuches y colonos, mucho más de lo que uno puede creer. Tal vez lo que nos está sesgando mucho es la actual situación de Malleco[34], que es particular, es muy específica y que tiene otras características. Pero si observamos el conjunto, por supuesto que esto no niega toda la historia de expoliación, de maltrato, de negación, de violencia, etcétera, pero ¿es eso lo único que podemos y tenemos que ver? Yo creo que no, hay historias de colaboración, de cooperación y de visiones conjuntas. Me parece que una aproximación más cercana a la realidad de esos procesos debiera incorporar las voces de todos los sujetos, también de esos otros, como la elite, las clases altas, que no suelen ser del interés de los antropólogos en particular ni de los cientistas sociales en general. Y es un error, porque resulta que el peso que tienen en la sociedad chilena, y por supuesto en otras también, es tremendo, la influencia cultural que tienen, la influencia política, económica… y sin embargo sabemos muy poco, están estereotipados y nuestra visión es muy superficial. (Extracto de entrevista a Álvaro Bello, 2014).
De una acuciante urgencia etnográfica por la avanzada edad de los protagonistas que vivieron la reforma agraria, resulta necesario rescatar antes de que desaparezca la historia oral de esas otras “memorias emblemáticas” (Stern, 2004) que faltan en el relato sobre la tierra araucana e historizar el proceso de etnogénesis permanente a través del que los grupos humanos elaboran, reelaboran e hibridan sus referentes identitarios (García, 2001). No se ha hecho aún con el grupo de poder de los dueños de fundo lo que aquí quiere acometerse para el período histórico que va desde el “revolucionarismo” agrarista de Frei y Allende (Santana, 2006), hasta el desarrollo de la nueva agricultura en la década de los 90, pasando, con mucho detenimiento, por la represión político-militar de la dictadura en el campo, y el papel en él jugado por los dueños de la tierra. Todo ello sin perder de vista, no obstante, que, si bien los hacendados constituyen un grupo con conciencia de clase e identidad vinculada a los intereses de propiedad (Thompson, 1963), es al mismo tiempo un conjunto heterogéneo en su interior, complejo, tensado, polémico, fraccionado y conflictual, que requiere ser estudiado tanto en sus planos de coalición como de enfrentamiento interno.
Así, a partir del análisis del impacto de la reforma agraria, la proliferación de las tomas, la formación de asentamientos, la posterior reapropiación de tierras, la represión de líderes de izquierdas y la consolidación de la empresa agrícola moderna, se avanzará hacia el registro, prospección y análisis de las experiencias vitales de los dueños de fundo y sus familias, relacionadas con la expropiación y recuperación de sus tierras, prestando especial atención a las variables de ascendencia etnosocial, sexo, edad, vinculación con la propiedad, sentido de comunidad, ideología y práctica políticas, práctica religiosa, diversificación económica, nivel académico y asociacionismo gremial.
En la mitología griega, Hermes es el dios mensajero que, inmiscuido entre los hombres, relata las verdades del mundo al resto de dioses del Olimpo, siendo ingenioso, astuto, elocuente y ladino en el trato con los humanos, ducho espía de sus sueños y lúcido intérprete de sus relatos. En parte como Hermes, los antropólogos e historiadores sociales nos debemos a la interpretación y explicación del significado de los hechos, de las cosas, de lo dicho y lo no dicho. Todo lo que no tributa a la mirada holística de las construcciones socioculturales genera para el oficio antropológico e historiador sesgos histórica, política y biográficamente comprensibles, pero que robustecen las interpretaciones parciales y contribuyen a la consolidación de perspectivas tangenciales. Antropólogos e historiadores, en la diversidad de sus motivaciones, ideologías y perspectivas teórico-metodológicas, están atravesados por fuerzas a veces contradictorias, que generan una importante presión sobre sus líneas de investigación, viéndose con regularidad contradichos por muchos de los actores que conforman su objeto de estudio, sin olvidar la propia academia, especialmente si lo que se aborda no son sujetos clásicos. No obstante, consideramos que el compromiso para con los sujetos de los márgenes no puede invalidar ni postergar el compromiso disciplinario para con la apertura epistemológica de las Ciencias Sociales y las Humanidades y la integración en el trabajo etnográfico e historiográfico de todos los sujetos y comunidades que permitan comprender y explicar de la forma más holística posible los fenómenos socioculturales, pasados o presentes, de los que se ocupan ambas disciplinas. Desde esta posición, es imprescindible profundizar en los imaginarios, las experiencias y las estrategias de las familias terratenientes de La Araucanía para la comprensión tanto de la reforma y contrarreforma agrarias como del posterior contexto de tensiones etnoterritoriales que en la actualidad apela principalmente, aunque de distinta forma, a dueños de fundo, a comunidades mapuches y al Estado chileno.
Agradecemos a Ana María Roca, jefa del Subdepartamento de Tenencia de Tierras y Aguas del Servicio Agrícola y Ganadero, a Rodrigo Aravena, jefe del Fondo José María Arguedas de la Biblioteca Nacional de Chile y a Luis Martínez, coordinador del Archivo Nacional Histórico, por las facilidades brindadas para el trabajo bibliográfico y archivístico en sus instituciones. De igual forma, agradecemos las sugerencias de los revisores anónimos de la revista História Unisinos.
