Dossie
Mujeres guaraníes en las misiones jesuíticas: categorías en tensión, reordenamiento social y resistencias
Guaranies women in the Jesuit missions: categories in tension, social reorganization and resistence
Mujeres guaraníes en las misiones jesuíticas: categorías en tensión, reordenamiento social y resistencias
História Unisinos, vol. 24, núm. 3, pp. 365-378, 2020
Universidade do Vale do Rio dos Sinos

Recepción: 14 Abril 2020
Aprobación: 10 Junio 2020
Resumen: El presente trabajo busca dar cuenta de la tensión existente entre la política jesuita de control sobre las mujeres guaraníes, la dinámica social y demográfica misionera y las resistencias expresadas a dicho direccionamiento. Nos centramos en la indagación de la categoría de viuda y en la política de recogimiento de las mismas en las Casas de Recogidas. Para ello, analizamos censos de población de los siglos XVII y XVIII, elaborados por autoridades coloniales como por jesuitas y ordenanzas de los provinciales del Paraguay del siglo XVIII. Nos centramos en el excesivo número de viudas en los censos, en comparación con el de los viudos, sostenido a lo largo del siglo XVIII. Esto, más allá de coyunturas bélicas, crisis o ciclos de epidemias puntuales que pudieran explicarlo. Observamos como esa desproporción numérica coincide con la preocupación registrada en las ordenanzas de los provinciales y superiores de la Orden por crear y mantener en cada reducción un recinto común, cerca de la plaza, para recluirlas. Planteamos que el control sobre las mujeres se daba en el contexto de una vida social misionera más dinámica, heterogénea y resistente a lo esperado.
Palabras clave: Misiones jesuitas, mujeres guaraníe, censos y padrones, viuda, Casas de recogidas, viudas, mujeres guaraníes.
Abstract: This paper studies the tensions between the Jesuit policy of control over Guaraní women, the missionary, social, and demographic dynamics of the period and the forms of resistance against that control. It focuses on the inquiry about the category widows and the policy of their reclusion in Collection Houses. The study analyzes some population censuses from the 17th and 18th centuries, which are carried out by colonial authorities and Jesuits, as well as by ordinances of the Paraguayan provincials of the 18th century. The data show that there is an excessive number of widows compared to that of widowers, and that this is sustained throughout the 18th century. The excessive widow count is not directly attributable to wars, crises or epidemics that could explain it. It is investigated how this numerical disproportion coincides with the concern registered in the ordinances of the provincials and superiors in order to create and maintain in each settlement a common hall, nearby the plaza, to keep them in. We claim that the control over these women ocurred in the context of a missionary social life which was more dynamic, heterogeneous, and resistant as expected.
Keywords: Jesuit missions, Guaraní women, censuses and census, widows, Collection houses.
Introducción
Por otra parte, el aumento de mujeres “sueltas” sobredimensionó la problemática que atemorizaba a los jesuitas en relación a las libertades sexuales que derivarían en potenciales “escándalos morales”. Las órdenes impartidas por los Provinciales revelaron la utilización de las casas de recogidas como un espacio de encierro y reclusión con el objeto de contener la propia dinámica social y sexual de una población que buscaban intersticios para escaparse de los dispositivos moralizadores. Y aunque el cotiguazú fuera ideado como casa de reclusión, con el fin de dar alguna solución a los problemas que traía aparejada la existencia de muchas mujeres fuera de estructuras matrimoniales monógamas, es posible que no conllevara el reordenamiento social pretendido. Si bien las casas se construyeron y los jesuitas tomaron todas las precauciones para contener el encierro y evitar el contacto de las recogidas con el resto de los habitantes de los pueblos, es probable que estos espacios que ediliciamente se iban deteriorando con el tiempo y que necesitaban ser reconstruidos, periódicamente, no fueran tan efectivos como política de ocultamiento, disciplinamiento y contención social.
La conformación de extensos poblados bajo el sistema de misiones guaraníes constituye un fenómeno histórico y cultural en el que se condensaron procesos de colonización, evangelización, mestizaje y etnogénesis. Los mismos tuvieron una organización política que incluyó a los jesuitas y a las elites indígenas como agentes de gobierno. El complejo resultante conformó un conglomerado de población extenso, con autonomía económica, política y religiosa, que conllevó no pocos conflictos con las autoridades coloniales. Innumerables trabajos sobre el universo jesuítico-guaraní se han elaborado por la fascinación generada pero también por la extensa documentación legada. Sin embargo, aún existen dimensiones muy poco estudiadas; entre ellas, las relaciones de poder dentro de las misiones y en particular las relaciones de poder cruzadas por las de género[3]. Esto por varias razones. Una por la propia especificidad metodológica de de la etnohistoria como disciplina que busca entender las lógicas socio-culturales históricas, a partir de fuentes escritas, siguiendo intereses de dominio en varios ordenes, miradas culturales particulares y problemáticas coyunturales. La segunda, por las características de la documentación elaborada por los jesuitas, artífices de su propia identidad por medio de la escritura. En esa línea, elaboraron narrativas cuidadosamente concebidas bajo un direccionamiento institucional con el objeto de trasmitir, con enorme destreza y convicción, modelos, paradigmas y moralidades, en particular sobre las manifestaciones del cuerpo, la sexualidad y las jerarquías de género. Lo cual nos lleva al tercer factor. En las fuentes jesuitas las mujeres tienen un lugar marginal, casi ausente. Entonces la pregunta radica en cómo darles voz, cómo recobrar su agencia sin trasladar paradigmas contemporáneos de interpretación.
En relación a la comprensión de las variables de género, en sistemas sociales coloniales, diferentes exponentes de los estudios de género y del feminismo teórico han acordado que la misma sería sesgada sin una mirada que contemplara analíticamente la interseccionalidad de raza, género y clase social. Sin embargo, existen disidencias con respecto a la identificación de configuraciones y desigualdades de género en sociedades americanas o africanas, más allá del impacto del sistema occidental moderno, incluso en la concepción de dicotomías hombre-mujer, tal como la modernidad colonial patriarcal eurocéntrica produjo junto a derechos y obligaciones, esquemas morales y condicionamientos corporales y sexuales. Una de las referentes más renombradas de esta postura, María Lugones, afirma que “el género, binario y jerárquico, no era organizador de las relaciones sociales en la mayoría de las sociedades no occidentales” (Lugones, 2008, p.33). Por su parte, Rita Segato considera que existen no solo datos etnográficos, sino también históricos y documentales que muestran “la existencia de estructuras reconocibles de diferencia, semejantes a las que llamamos relaciones de género en la modernidad” en sociedades americanas y africanas (Segato, 2015, p. 82). Con esta sentencia busca diferenciarse de la postura de María Lugones, entre otras, pero también poner en discusión el uso interpretativo de los esquemas de género generados por la modernidad occidental sobre otras situaciones históricas y culturales. Finalmente, alude a la posibilidad de reconocer la “construcción de una masculinidad” en base a la valoración de la agresividad y el poder de dominio sobre lo que conceptualiza como “tributo femenino”, en sociedades no occidentales (Segato, 2015, p. 83).
Es posible plantear para el caso de las aldeas guaraníes pre-coloniales la sobrevaloración de las destrezas bélicas en la configuración de lo masculino, asociada a la existencia de prácticas de captura y cesión de mujeres por su potencial reproductivo y su capital simbólico, político y económico. Probablemente, estos esquemas no fueron monolíticos, y existieron márgenes de acción que matizaron sus condicionamientos. Sin embargo, partimos de la idea de que los mismos tenían una presencia importante y que se actualizaron en la instancia de conquista. La conformación de densos y extensos conglomerados de población reduccional con parcialidades de origen guaraní como de otros grupos, bajo la administración jesuita, determinaron no solo la imposición de lógicas patriarcales, cristianas y occidentales que se trasladaron a las relaciones de género, sino también la pervivencia de prácticas sociales que conllevaban estructuras de dominio masculino[4]. Los jesuitas, por su parte, buscaron desplegar una pedagogía sobre los cuerpos que entró en tensión con patrones de dominio masculino prehispánicos así como con valoraciones culturales particulares sobre la potestad de los cuerpos y las sexualidades, en lo que las mujeres se vieron especialmente afectadas y controladas[5]. La imposición del matrimonio cristiano, la convivencia familiar pautada en relación a parámetros occidentales, el destino de viudas y huérfanas, como el control en los usos de los espacios marcó el tono de las directrices jesuitas en las misiones del Paraguay. En relación a las mujeres, en general invisibilizadas, las fuentes dan cuenta de una insistencia particular en su contención y segregación tanto en sus actividades, relaciones como en sus comportamientos, probablemente frente a una cotidianidad que traspasaba el modelo de orden que se buscaba imponer al interior de los cacicazgos.
El presente trabajo busca dar cuenta de la tensión existente entre la política jesuita de control sobre las mujeres guaraníes, la dinámica social y demográfica misionera y las resistencias expresadas a dicho direccionamiento. Se centra en la dinámica matrimonial, en la indagación de la categoría de viuda y en la política de recogimiento de las mismas en las casas de recogidas[6]. Para ello, se examinan censos de población de los siglos XVII y XVIII, elaborados por autoridades coloniales como por jesuitas[7]. También se analizan ordenanzas de los provinciales del Paraguay. Se repara en el excesivo número de viudas en los censos, en comparación con el de los viudos. Al respecto, si bien la principal razón de esta diferencia numérica podría atribuirse a las fugas de hombres guaraníes de los pueblos, más altas que las de mujeres, y a la mortalidad masculina, en las guerras o exploraciones, llama la atención esta desproporción, sostenida a lo largo del siglo XVIII, independiente de coyunturas bélicas, crisis o ciclos de epidemias que pudieran explicarlo. En ese sentido, planteamos que la categoría de viuda, en los padronescensos, podía dar cuenta no solo de un status de viudez sino también reflejar otras situaciones. Se indaga como esa desproporción numérica coincide con la preocupación registrada en las ordenanzas de los provinciales y superiores de la Orden por crear y mantener en cada reducción un recinto común, cerca de la plaza, para recluirlas. Se plantea que el control sobre las mujeres se daba en el contexto de una vida social misionera más dinámica, heterogénea y resistente a lo esperado.
Entre la agencia femenina, las jerarquías de género y el disciplinamiento jesuita
Las fuentes jesuitas resultan especialmente evasivas a los fines de intentar reconstruir ciertos rasgos de la dinámica social y cotidiana en los pueblos de reducción por la permanente necesidad de construir y trasmitir una imagen edificadora. En especial, los informes y crónicas se concentran en temáticas como la organización económica, las prácticas medicinales y botánicas, el desarrollo de artes y oficios, las acciones defensivas, la creación de nuevas reducciones, la enseñanza de la doctrina cristiana, las relaciones con las autoridades locales y los conflictos existentes. Con un grado de excepcionalidad, en relación a las líneas y formalidades de la escritura jesuita, los episodios de crisis signados por la descripción de ciertas respuestas de la población reducida generaron fuentes donde es posible ver a hombres y mujeres en una actitud y reacción distinta. Por ejemplo, en relación a la llamada guerra guaranítica es posible leer, en Bernardo Nusdorffer ([1750-1755] 1969), como distintos sectores de la sociedad guaraní-reduccional fueron tomando posicionamiento y diferenciándose entre sí. En relación a las mujeres, el entonces Superior de las misiones destacaba su participación ideológica en la guerra, incentivando en algunos casos la defensa de los pueblos y la salida de las tropas milicianas en instancias determinantes, dejando entrever el rol de aquellas en las reducciones. Sin embargo, cabe mencionar que no es común encontrar, en los escritos jesuitas, referencias a la participación femenina desde una mirada que resalte positivamente sus acciones. En cambio, en las Cartas Anuas, suelen describirse castigos divinos contra mujeres que, desde la óptica jesuítica subvertían normas morales o jerarquías sociales, políticas y de género.
Tal como lo han demostrado ciertas investigaciones, algunas mujeres ocuparon cargos de poder y prestigio, como era un cacicazgo (Sarreal, 2014). Pero estos eran casos excepcionales. En cambio, sucedía que las mujeres de caciques y de corregidores tenían privilegios diferenciales, en relación a la exoneración en el cumplimiento de obligaciones comunales y en la posibilidad de ser escuchadas. En todos los casos, la variable de género entraba a jugar con la condición social y con las jerarquías políticas que también respondían a los esquemas de la sociedad colonial. Asimismo, al interior de los pueblos, algunas mujeres, sobre todo aquellas que entraban dentro de la categoría de “ancianas” o que eran “moralmente” confiables para los religiosos, tenían un papel en el cuidado y control de otras mujeres más jóvenes en la casas de las recogidas o durante actividades comunes fuera de los espacios domésticos. Mujeres especialmente designadas para ello cumplían la función de azotar físicamente a mujeres castigadas, cuando los jesuitas o los corregidores lo ordenaban. Desde el punto de vista económico, las mujeres del común de los pueblos asumían un rol estructural en el mantenimiento cotidiano de las esferas productivas domésticas y comunales, en particular en la etapa de la cosecha. Esto puede ser interpretado de dos maneras. Una mirada conllevaría a conceder un status central a las mujeres en la organización económica de las misiones, mientras que también podría pensarse que las mujeres del común en muchos casos asumían múltiples actividades por el cumplimiento de obligaciones coloniales dentro de condicionamientos de género. Consideramos que estas múltiples demandas expresaban, en parte, una continuidad de patrones de organización prehispánicos, vinculados a prerrogativas masculinas de poder. La intención de imponer cambios sobre las mismas, en relación a las estructuras socio-familiares, estuvo expresada por la imposición de políticas matrimoniales monógamas como por la regulación de los vínculos entre hombres y mujeres. No obstante, es plausible pensar que hubo prácticas que escaparon a dicho control.
En gran medida, estas directivas se establecieron sobre configuraciones políticas y culturales donde las mujeres eran concebidas como cuerpos intercambiables o medios para establecer pactos, negociaciones o venganzas entre líderes masculinos. Al respecto, la cesión de mujeres en el período prehispánico y en la etapa de la colonización temprana de Asunción y San Vicente fue interpretada como la reproducción de una institución tradicional, conocida como cuñadazgo, lo que permitía ampliar las relaciones de alianza y parentesco, en su dimensión simbólica y política, a través de la entrega de mujeres cercanas. En esa línea, la historiografía reciente ha planteado que las relaciones políticas entabladas en ese momento estuvieron basadas en concepciones guaraníes de parentesco (Austin, 2015; Frühauf García, 2015). Sin embargo, esto no anula el hecho de que las mujeres se transformaron en “moneda de intercambio para muchas transacciones en el sistema colonial paraguayo”, tras el robo, la saca y la trata, dentro de redes comerciales interétnicas que se extendían a los espacios fronterizos con los portugueses (Candela, 2014: 4).
Los pueblos de reducción se erigieron sobre pautas culturales existentes que inevitablemente impactaron en las misiones jesuitas. Es probable que el nuevo modelo generara conflictos y negociaciones con los líderes cacicales y que algunas prácticas en relación a sus prerrogativas pervivieron. De esa forma, es posible pensar que las mujeres estuvieron inmersas en una tensión permanente signada por la continuidad de ciertas demandas masculinas, pero también por la pérdida de libertades sexo-afectivas que afectaron a hombres y mujeres, frente a los intentos de imponer normas signadas por las moralidades cristianas y occidentales. Por su parte, los misioneros del Paraguayeran controlados por visitadores de la propia Orden, que vigilaban sus acciones y dictaban medidas. El análisis de las ordenanzas muestra que en los espacios misionales las relaciones sexuales por fuera de los matrimonios fueron comunes, dando cuenta de una libertad de acción a pesar de los castigos físicos ordenados por los padres jesuitas y gestionados por los corregidores[8].
Si bien hombres y mujeres eran penados cuando tenían nuevos vínculos con personas de otros pueblos o en los casos en que se relacionaban con más de una persona, sobre las mujeres recaían especiales restricciones en relación a los modelos de castidad y pureza. El cuerpo de las mujeres se concibió como objeto potencial de control, castigo y corrección y la vigilancia de sus conductas se legitimó en base a imaginarios que representaba a las mujeres como “pecadoras inmorales” (Deckmann Fleck, 2006, p. 622)[9]. Sobre las mujeres guaraníes, separadas y controladas en sus relaciones con los curas como con los hombres de las misiones, recayó en gran medida el peso de la segregación[10]. En las celebraciones y en las misas, las niñas y mujeres eran colocadas detrás de los hombres y niños, dejando espacios vacíos para que no interactuaran[11]. Fieles a los preceptos sociales que sobrevaloraban los códigos de género y honor diferenciales, los jesuitas concibieron que si sobre las mujeres se replicaba la segregación espacial, manteniéndose fuera del contacto con los hombres, sus almas y su crédito, en gran medida asociadas al “recato” sexual, estarían resguardados y salvados. La castidad femenina como valor social estructural no era específico del ámbito misionero, sino que eran tributario de la cultura de la época, incentivada por el cristianismo pos-tridentino y el sistema colonial que basó parte de su dominio en la separación de los cuerpos sobre estratificaciones socio-jurídicas y de género (Quarleri, 2019).
Otra cuestión que ponía en tensión la vida dentro de familias extensas era producto de la propia dinámica cotidiana de una población expuesta constantemente a las alteraciones demográficas. La mortalidad tanto en hombres como mujeres casados con hijos e hijas conllevaba una restructuración de la convivencia en las casas familiares. En el caso de las mujeres que formaban nuevas uniones, se ordenaba que “se pongan las niñas en casa distinta a la de su madre y padrastro, ahora sea con su abuela ahora con alguna compañía” y si su madre moría se recomendaba que no quede viviendo “la hija en casa del padrastro”[12]. Podría pensarse que esto era estipulado para evitar posibles “abusos” o la pervivencia de pautas culturales que se buscaron transformar. Sin embargo, la preocupación central de los misioneros era que las jóvenes no contaran con una mirada que controlara sus movimientos.
Por otro lado, la muerte o cambio residencial de hombres o mujeres tornaban inestables las uniones familiares sacralizadas por los jesuitas y producían alternaciones en la configuración de los hogares. Sin embargo, hombres y mujeres no se encontraban en la misma situación, ya que la movilidad femenina era más restringida. Asimismo, desde la normativa colonial-jesuita, la presencia de un hombre era casi definitoria de las relaciones de parentesco. Es ilustrativa y conlleva a la reflexión la afirmación del provincial Jaime Aguilar. El jesuita, en una carta escrita en 1732, hacía hincapié en que cuando los músicos y danzantes casados no volvían a sus casas porque se cambiaban de pueblos o decidían vivir entre los españoles “sus mujeres quedaban ni casadas ni viudas y sus hijos huérfanos”[13].
Esta concepción androcéntrica de las familias determinaba, a su vez, que las mujeres quedaran en un estado de indefinición social cuando sus maridos se ausentaban de los pueblos, y que los hijos e hijas pasaran a un status de orfandad. Además, como se sugirió tempranamente en la carta arriba citada del padre Andrés Rada, las hijas huérfanas no podían seguir viviendo en los hogares si las mujeres volvían a casarse. En respuesta, los jesuitas comenzaron a pensar en la idea de sacar a las niñas huérfanas y a mujeres “sueltas” de los hogares para asentarlas en un recinto común, con separaciones internas. Otro tema lo constituían las viudas jóvenes que empezaron a registrarse a principios del siglo XVIII en los censos, en cantidades numéricamente altas, todo lo cual expresaba que la dinámica social y demográfica misionera solía tomar un matiz propio, distinto al buscado. Las huidas de los pueblos, los cambios residenciales y las nuevas uniones fueron constantes, también la elección de nuevas parejas, la generación de otros vínculos o las relaciones con más de una persona. Asimismo, una estructura de género signada por el dominio masculino siguió teniendo un peso en la configuración de los primeros y segundos matrimonios, por los menos durante el siglo XVII. En las siguientes páginas indagaremos sobre esa tendencia para luego centrarnos en los registros demográficos del siglo XVIII e interrogarnos sobre el excesivo número de viudas, como indicio de un desequilibrio social y demográfico que los jesuitas buscaron reordenar.
La dinámica matrimonial en la organización social de las reducciones a través un padrón del siglo XVII.
Durante gran parte del siglo XVII, los registros demográficos fueron realizados por las autoridades gubernamentales[14]. Recién a fines de ese siglo, los jesuitas comenzaron a confeccionar los primeros catálogos de población con el objeto de solicitar la suba de la edad de 18 años para sus tributarios, ya que los casados aparecían desde la edad de 14 años y eran también contabilizados como tal[15]. A los fines del trabajo interesa examinar el padrón del año 1657, que representa un registro minucioso de las dieciocho reducciones de la región del Paraná y del Uruguay, elaborado por Juan Blázquez de Valverde. Luego de las sucesivas entradas de los portugueses, los jesuitas habían tenido que trasladar sus reducciones del Guayrá y del Itatín, entre 1632 y 1647, a la región del Paraná. La población indígena de los pueblos de encomienda de esas reducciones se había refugiado con ellos. A partir de la estabilidad del complejo misionero, en la segunda mitad del siglo XVII, y a raíz de las revueltas estalladas en la época del obispo Cárdenas (1644-1649), las quejas de los encomenderos de Asunción llegaron al Consejo de Indias. La Corona, al percatarse que aún no pagaban tributo, ordenó al Gobernador del Paraguay la elaboración de un padrón general con fines fiscales. En las reducciones jesuitas, el tributo se había negociado y equiparado a lo adeudado por la Corona a los religiosos a cambio del servicio prestado por sus milicianos. Esto expresaba el poder de negociación que los religiosos alcanzaron en la defensa fronteriza contra los portugueses, por medio del escudo defensivo de las misiones nucleadas en las inmediaciones de los ríos Paraná y Uruguay.
El padrón mencionado interesa, en particular, porque permite indagar sobre la configuración social y en especial sobre la estructura de los cacicazgos y su dinámica interna y con ello visualizar pautas tradicionales de organización social al interior de las reducciones y develar sus rasgos más significativos. En cada reducción el gobernador registraba primero a la parcialidad del cacique principal que ocupaba el cargo de corregidor y de capitán de guerra, el cual era responsable de juntar a todos bajo amenaza de destitución. Luego se proseguía con el registro de los otros caciques y los sujetos de sus parcialidades. Al empadronar a todos los casados con sus familias y al consignar la edad de los mismos y la de sus hijos varones, con fines fiscales, es posible reconstruir la conformación familiar de los tributarios y visualizar en qué etapa del ciclo de vida se encontraban las madres/esposas. En ese sentido, si bien las mujeres solo figuran con sus nombres, al igual que las hijas, la edad de sus hijos varones indica que estamos frente a mujeres en edad fértil. Para ello nos centramos en la categoría de “reservado”, hombres de 50 años o mayores que dejan de tributar y en la edad de sus hijos varones, ya que nos permite analizar la existencia de sucesivas uniones, ya sea co-residenciales o por una nueva unión, con hijos muy pequeños[16]. A continuación, presentamos un cuadro donde sistematizamos los datos analizados de todos los reservados del padrón y subdividimos esta categoría en tres subgrupos: reservados sin hijos, reservados casados con hijos menores de 10 años y reservados casados con hijos de 10 a 14 años e hijas mujeres. Consideramos a las hijas que viven con reservados casados, menores de 18 años ya que los matrimonios se daban a una edad muy temprana, que oscilaba entre los 14 y los 18 años.

La subdivisión de los grupos subraya la existencia de un número significativo de reservados casados con mujeres en edad fértil con hijos menores de 10 años. La categoría de matrimonios reservados sin hijos corresponde solo a un tercio del total, cifra que no era esperada si consideramos el envejecimiento poblacional y la baja fertilidad para este segmento. Por el contrario, el análisis de la tasa de fertilidad de esta categoría nos reveló que los dos tercios de este segmento se vuelven a juntar con mujeres más jóvenes y pone en relieve la existencia de una nueva progenie de hijos pequeños, incluidos los de pecho, en el seno de estas familias.
También al analizar la composición etaria de los grupos empadronados, pudimos estimar que la edad promedio del recambio matrimonial se daba entre los 35 y 40 años, edad cumbre del poder adquirido en las milicias. Al considerar que los reservados casados con hijos menores de 14 años son segundos matrimonios, y al restar la edad de sus hijos varones más grandes, calculamos, de acuerdo a los datos mencionados, el rango de edad de estas nuevas uniones. El padrón general también reveló que en todas las reducciones los jóvenes de 18 años estaban casados y que los matrimonios más tempranos se efectuaron a partir de los 14 años. Sin embargo, en algunas reducciones, como en Itapuá, las uniones a partir de los 16 años se dieron en proporciones significativas: 29 matrimonios anotados conformando un 6% del total de familias reducidas. En general, en todas las reducciones se consignaban uniones de este género que oscilaban entre 3 y 15 matrimonios de menores de 18 años.
Partimos de la hipótesis de que los misioneros jesuitas, lejos de querer enfrentarse a situaciones conflictivas con sus neófitos, aceptaron las uniones tempranas, o sea entre los 14 y 18 años, como parte de una política general que buscaba acomodarse a un orden social preexistente en las reducciones[17]. Sin embargo, como el tributo se cobraba a cada hombre casado y eso aumentaba la cantidad de tributarios, los religiosos tuvieron que apelar, a fines del siglo XVII, al Consejo de Indias para que se eximiera a los menores de 18 años que estuviesen casados. Las uniones matrimoniales a temprana edad de los cónyuges también implicaba que, con el tiempo, los hombres de 50 años con mujeres de su misma edad no tendrían nuevos hijos o hijas bajo su esfera familiar, cuestión que podía generar resistencia en una sociedad donde la cantidad de mujeres en el seno de cada familia continuaba asociándose al poder económico y al prestigio de las parcialidades. Por lo tanto, las nuevas uniones con mujeres más jóvenes permitían a los jefes de familia, en edad madura, continuar aumentando su progenie y fortalecer su poder, al interior de la parcialidad, al extender sus redes de parentesco y ampliar los recursos de subsistencia. Por lo visto, los segundos matrimonios fueron una práctica recurrente al interior de las reducciones, que involucraba dos tercios de la población masculina en edad madura. Si los padrones solo reflejan matrimonios monógamos, estaríamos, por lo tanto, frente a relaciones de poliginia encubierta practicadas al interior de familias extensas[18]. Cabe preguntarse entonces, ¿dónde se ocultaron a las mujeres mayores en los registros censales?
Los censos insensatos: la categoría de viudas en las Anuas y Padrones del siglo XVIII
A partir de las primeras décadas del siglo XVIII, el alto número de mujeres fuera de las unidades domésticas consignadas en los padrones comenzó a constituirse en un problema para la Compañía de Jesús. La creación de nuevas reducciones en el oriente del Uruguay, hacia fines del siglo XVII, sumó una cantidad mayor de población guaraní y no guaraní que generó la necesidad de reordenamiento dentro de los matrimonios, familias, cacicazgos, y que probablemente cristalizó la presencia de muchas mujeres fuera de los mismos. Por otro lado, la existencia de uniones distintas a las pretendidas por los jesuitas, en todos los pueblos, catalogadas como amancebamientos, se fue haciendo más evidente con el tiempo. Otros factores que promovieron un reordenamiento definitivo de los matrimonios en las reducciones y que tuvieron, tal vez, un peso importante fueron las reiteradas acusaciones de los asuncenos y del clero secular al Consejo de Indias sobre los jesuitas en relación al manejo autónomo de las uniones de los guaraníes de las reducciones. Una forma de indagar sobre la desarticulación de la política matrimonial esperada es a través del status de viuda. Para ello analizaremos una serie de Padrones y Anuas elaborados por los jesuitas, en un período que se extiende entre los años 1719 y 1767. En ellos aparecen por primera vez, en un censo de procedencia jesuita, diferenciados numéricamente, los viudos y las viudas.


Redimensionar el universo femenino: las casas de recogidas
Desde principios del siglo XVIII, las autoridades de la Orden insistieron en que los padres, a cargo de cada uno de los treinta pueblos, destinaran un lugar cerrado para el recogimiento de viudas, solteras y huérfanas. Esta medida fue reiterada por los provinciales jesuitas, quienes, como intermediarios entre las políticas generales de la Orden y las prácticas misioneras, insistieron extensamente en la consigna institucional de crear y sostener estos espacios. Lo interesante es que amalgamaban tradiciones europeas y objetivos locales que se condensaron tanto en pueblos de indios como en ciudades coloniales. En España, las casas de recogidas fueron creándose, desde fines del siglo XVI, como parte de una política general que buscó controlar la presencia y circulación en las ciudades de población sin oficios, que en muchos casos era catalogada como perturbadora del orden social (Pérez Baltasar, 1985). En América colonial se propuso su fundación en el temprano siglo XVI entre mujeres nahuas en una mezcla que apuntaba a incentivar el misticismo religioso, la condición de elite y la castidad femenina (Van Deusen, Nancy, 2007). En las ciudades americanas se crearon residencias, casas de recogidas o recogimientos para dar respuesta a la figura jurídicas del depósito femenino. En Buenos Aires, el destino de un predio para ello fue tardío, ya que se usó el lugar que habían ocupado los jesuitas para la realización de los ejercicios espirituales, tras la expulsión (Pérez Baltasar, 1985). Antes, las mujeres eran depositadas, a la espera de un divorcio o por denuncias contra sus esposos por malos tratos, en casas particulares. En los pueblos de reducción del Paraguay, los lugares de reclusión femenina tomaron diferentes nombres, dando cuenta de la superposición de funciones o también de las transformaciones que pudieron ir conllevando.
En las misiones guaraníes, los jesuitas aludieron a la existencia de espacios para mujeres, en las fuentes, de maneras distintas: casa de refugio, casa de recogidas, casa de la virgen y cotiguazú. Estos dos últimos términos aludían alternativamente a su vinculación con el universo socio-religioso y con la dimensión espacial dentro de los pueblos. Por su parte, casa de refugio y casa de recogidas ponían el acento en su función de amparo, resguardo o depósito de mujeres que, por alguna razón, quedaron fuera de sus unidades de pertenencias. La política de recogimiento estuvo presente desde el siglo XVII, creándose los llamados cotiguazú en algunas reducciones puntuales a fines de ese siglo (Baptista, Wichers y Boita, 2019). Sin embargo, la extensión de la medida se remonta a principios del siglo XVIII, probablemente en consonancia con el aumento de población y con la necesidad institucional de reordenar el universo femenino que escapaba a los esquemas de relacionamiento, convivencia y moralidad. Los cuales quedaron registrados en las Memoriales y Ordenanzas de los provinciales. Se buscaba que las mujeres jóvenes solteras, viudas y huérfanas vivieran bajo la supervisión de personas designadas para ello y evitar, así, “las ofensas a Dios” que conllevaba la libertad de acción de las mujeres (Memoriales [1609-1767], Piana y Casanello, 2015, p. 124). Sin embargo, dichas casas fueron sumando nuevas funciones, ya que también en ellas residían mujeres o niñas capturadas en entradas o guerras contra los “indios infieles”, localizados en la campaña circundante a las misiones (Imolesi, 2011).
Los usos del cotiguazú fueron confusos o ambiguos incluso para la Compañía de Jesús. Algunos estudios han cuestionado la asociación que parte de la historiografía ha hecho del mismo con el encierro y la dimensión punitiva (Baptista, Wichers y Boita, 2019). Pero es incuestionable que en él se encerraba a mujeres para el “resguardo moral” y como forma de castigo. Al respecto, el jesuita Cardiel afirmaba que allí funcionaba, a su vez, “la cárcel de mujeres”, mientras que la de los hombres tenía un recinto destinado solo para ello. Las mujeres que, según Cardiel, habían cometido un delito o pecado sexual, solían estar “con grillos” (Cardiel, [1771] 1994: 128). Sobre las mujeres recaía una sospecha permanente por su supuesta naturaleza amenazante, lo que justificaba los castigos preventivos, como eran los encierros. Sin embargo, la costumbre de recluir a toda mujer que no estuviese casada llevó a la propia Compañía a ordenar que “no se obligue al recogimiento en dichas casas a las casadas que viven sin notas, ausentes sus maridos ni a las solteras que tienen padre o madre”[21].
Hacia fines del siglo XVIII, ciertos cambios socio-demográficos debieron impactar para que una y otra vez los provinciales reclamaran por la creación, mejora o mantenimiento del cotiguazú. Al respecto, uno de los problemas evidenciados fue el crecimiento de “mujeres solas” y la necesidad impuesta de “casar a jóvenes viudas” (Imolesi, 2011: 147), lo que, sumado a la enorme disparidad entre viudos y viudas, debió generar una presión adicional, a los fines de conformar residencias donde no existían o de mejorar las condiciones de las existentes. Se buscaban evitar los llamados “amancebamientos”, o sea las relaciones fuera de los matrimonios contabilizados en los registros. Tanto hombres como mujeres eran penados con azotes y grillos, pero solo las mujeres podían ser separadas de la comunidad y encerradas en las casas de recogidas, en base a una vinculación conceptual entre mujer soltera, mujer en peligro y mujer pecaminosa. En una relación escrita por el padre Jaime Oliver, tras la expulsión, se hizo hincapié en que en esas “casas se ponían a las mujeres de mala vida” y a las “muchachas huérfanas”. Ambas se empleaban, según sus palabras, en bordar, hilar y tejer[22]. Es sabido que con el hilado de algodón se confeccionaba ropa destinada a la comunidad o a la venta fuera de los pueblos, lo que constituía un ingreso adicional para las reducciones.
En las disposiciones de los provinciales, las mujeres que residían en estas casas debían salir en grupo para ir a la misa, a las festividades de los pueblos o a realizar tareas ordinarias como buscar agua, leña, lavar la ropa y el mantenimiento de las chacras de donde se alimentaban. Todo ello bajo la supervisión de fiscales varones, en el que en algunas ocasiones se agregaba una mujer. Al interior de la casas de recogidas, un anciano o una anciana se encargaba de vigilarlas permanentemente y mantenerlas encerradas la mayor parte del tiempo. De noche debía guardarse la llave en la vivienda del sacerdote del pueblo. También el regidor más antiguo debía ir todos los domingos y preguntar al cuidador acerca del comportamiento observado: si mostraban enmienda y cuánto tiempo tenían de penitencia y si habían acabado su castigo de modo que no se perpetuaran los grillos[23]. La utilización de este espacio como medio generalizado de castigo femenino fue cuestionada por los provinciales de la Orden. En ocasiones, estos sentenciaron que “el cotiguazú no es cárcel, sino casa de recogidas”[24]. Asimismo, este espacio no fue aceptado con agrado por las mujeres recluidas, las que huían reiteradamente. A lo largo de casi todo el siglo XVIII, los provinciales repararon en las deplorables condiciones en las que se encontraban encerradas. Al respecto, se ordenó, por ejemplo, que “para que las recogidas del cotiguazú lleven suavidad y gusto el encerramiento se procurará acabar con la casa nueva que para ellas se ha comenzado” (Memoriales [1609-1767], Piana y Casanello, 2015, p. 122).
El excesivo número de huérfanas también fue una preocupación de las autoridades jesuitas a principios del siglo XVIII. Quizá asociado a la política de que los hijos e hijas sin padres hombres, en el hogar, quedaban bajo la condición de orfandad, tal como citamos más arriba. En las ordenanzas se estipuló en varias oportunidades que se dejase lugar al ingreso de nuevas huérfanas en las residencias para mujeres. Al respecto, se encuentran repetidas, en los Memoriales de los Provinciales, las instrucciones para que se “haga otra casa de recogidas para huérfanas por ser excesivo el número” o para que se
[…] ponga todo empeño en perfeccionar la casa nueva de las huérfanas para que se evite la incomodidad que al presente padecen y para que no sea tanta se sacarán de la casa en que ahora viven las viudas ancianas y otras que no tuvieran delito (Memoriales [1609-1767], Piana y Casanello, 2015, p. 152 y 155).
Con el ingreso de huérfanas, las “viudas ancianas” volvían a reinsertarse en sus parcialidades. Su libertad de movimiento ya no implicaba un “peligro moral” y tampoco ponía en evidencia la falta de equilibrio en la práctica de los matrimonios. La reiteración de instrucciones y ordenanzas, por su parte, daba cuenta que encerrar a las mujeres conllevaba una tensión permanente por la propia resistencia expresada a través de las fugas o huidas de aquel espacio. También la intención de los jesuitas de imponer con los encierros una organización social que distaba de lo que en la práctica se observaba.
A modo de conclusión
Las mujeres guaraníes fueron, tanto en épocas prehispánicas como durante la conquista y la expansión territorial de las reducciones jesuitas, disputadas por su capital simbólico, reproductivo y económico. Es difícil reflexionar sobre la agencia de las mujeres guaraníes bajo relaciones de poder signadas por esquemas de dominio masculinos donde la demostración del valor guerrero, la posesión por la fuerza y la venganza eran determinantes. Las fuentes tempranas, por otra parte, no dan indicios sobre el espacio que tenían las mujeres en la organización política de las aldeas guaraníes ya que en gran medida se centran en describir, por los intereses coloniales y evangelizadores, su potencial productivo, dentro de familias extensas lideradas por hombres prestigiosos, como así también las practicas del cautiverio y la poligamia cacical. Prácticas que, en la lógica de las sociedades guaraníes prehispánicas, conllevaban la expansión económica y también la ampliación de las relaciones con otros jefes de aldeas, en la medida en que la entrega de mujeres se estipulaba como un medio para crear alianzas político-parentales. Quizá la esfera de mayor libertad que describen las crónicas tempranas, en relación a las mujeres, es aquella vinculada a la potestad de sus cuerpos y sus sexualidades, dimensiones que los jesuitas buscaron disciplinar, junto con las pautas culturales que asociaban a un hombre con varias mujeres. Sin embargo, tanto el análisis de los padrones como la insistencia en el encierro de las mujeres llevan a pensar que ese control fue resistido.
Al respecto, el padrón del año 1657 nos permitió identificar prácticas socio-culturales propias de los grupos reducidos. En particular, patrones culturales vinculados a la poligamia masculina. La misma no solo fue una prerrogativa de los caciques, asociada a un tipo de liderazgo y poder de acción, la cual se mantuvo en las misiones en los primeros tiempos, ya que los datos analizados mostraron la extensión de esta práctica al interior de los cacicazgos. Los jesuitas debieron inevitablemente aceptarlas y negociar con los caciques para sostener su permanencia en los pueblos. Por su parte, los censos del siglo XVIII pusieron al descubierto el aumento inexplicable de la población femenina cristalizada en la categoría de viuda. Al identificar un crecimiento exponencial de esta categoría en los censos, extendida en el tiempo, consideramos que bajo ese status también estaban contabilizadas las mujeres “sueltas”, que quedaban fuera del modelo de matrimonio monógamo aceptado por la religión católica. En definitiva, lo censos insensatos pusieron al descubierto que, en el siglo XVII, los reservados representaban casi el veinte por ciento de las familias censadas y que, en el siglo XVIII, las viudas representaban también entre un veinte y un treinta por ciento de las familias censadas observando una correlación probablemente significativa para seguir investigando.
Por otra parte, el aumento de mujeres “sueltas” sobredimensionó la problemática que atemorizaba a los jesuitas en relación a las libertades sexuales que derivarían en potenciales “escándalos morales”. Las órdenes impartidas por los Provinciales revelaron la utilización de las casas de recogidas como un espacio de encierro y reclusión con el objeto de contener la propia dinámica social y sexual de una población que buscaban intersticios para escaparse de los dispositivos moralizadores. Y aunque el cotiguazú fuera ideado como casa de reclusión, con el fin de dar alguna solución a los problemas que traía aparejada la existencia de muchas mujeres fuera de estructuras matrimoniales monógamas, es posible que no conllevara el reordenamiento social pretendido. Si bien las casas se construyeron y los jesuitas tomaron todas las precauciones para contener el encierro y evitar el contacto de las recogidas con el resto de los habitantes de los pueblos, es probable que estos espacios que ediliciamente se iban deteriorando con el tiempo y que necesitaban ser reconstruidos, periódicamente, no fueran tan efectivos como política de ocultamiento, disciplinamiento y contención social.
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Notas