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Corporalidades racializadas desde el discurso visual de la otredad: memorias no escritas de las subalternas en la obra plástica de Víctor P. de Landaluze
Racialized bodies from the visual discourse of otherness: unwritten memoirs of the subalterns in the plastic work of Victor P. de Landaluze
Corporalidades racializadas desde el discurso visual de la otredad: memorias no escritas de las subalternas en la obra plástica de Víctor P. de Landaluze
História Unisinos, vol. 24, núm. 3, pp. 405-417, 2020
Universidade do Vale do Rio dos Sinos

Recepción: 04 Marzo 2020
Aprobación: 01 Mayo 2020
Resumen: La segunda mitad del siglo XIX en América Latina y el Caribe constituye una de las etapas más complejas y definitorias para la gestación de repertorios visuales sobre la mujer racializada, devenida arquetipo híbrido, contaminado, en muchos casos, por el lugar de enunciación de la otredad. Las representaciones de la mujer negra y mulata, en la obra del pintor costumbrista español Víctor Patricio de Landaluze, muestran el reforzamiento de la expansión colonial sobre la vida cotidiana o doméstica de la sociedad esclavista cubana. Las figuras femeninas que configuran el repertorio visual del artista y militar español son sujetos racializados y sexuados, desde los cuales ambas categorías – raza y sexo – estaban fundamentadas en un orden estructuralmente naturalizado.
Palabras clave: Landaluze, Costumbrismo, Mulata, Cuba, Raza.
Abstract: The second half of the 19th century in Latin America and the Caribbean is one of the most complex and defining stages for the gestation of visual repertoires on racialized women, becoming an hybrid archetype, contaminated, in many cases, by the place of enunciation of otherness. The representations of the black woman and mulatto, in the work of the Spanish painter Víctor Patricio de Landaluze, show the strengthening of colonial expansion over the daily or domestic life of Cuban slavery society. The female figures that shape the visual repertoire of the Spanish artist and military are racialized and sexed subjects, from which both categories – race and sex – were based on a structurally naturalized order.
Keywords: Landaluze, Costumbrism, Mulata, Cuba, Race.
Introducción
A inicios del presente milenio, el contexto cubano pareció vivir una paradójica regresión en el tiempo. Como consecuencia de varias crisis económicas derivadas de la caída del campo socialista, y de los propios procesos internos que afectaron de manera muy significativa al país, comenzaron a impulsarse iniciativas, un tanto anacrónicas, para revitalizar el sector turístico. De este modo, los espacios de la otrora Habana colonial ocuparon la atención, no sólo por la autenticidad de su arquitectura y de sus calles adoquinadas, sino por la aparición de mujeres negras y mulatas, ataviadas a la usanza decimonónica, que despertaban la curiosidad del turista, fundamentalmente del hombre blanco europeo. (Fig. 1)

El efecto parecía dar resultado y entonces se trasladó, a manera de bienvenida, a los cruceros que arribaban con turistas al puerto habanero. No se trataba de las bailarinas del célebre cabaret Tropicana, o de las jóvenes que pululaban por el malecón habanero o en los alrededores de los hoteles de más altos precios; pero sin dudas, algo de esa pícara sensualidad compartían con estas mulatas que, como traídas de otros tiempos, parecían revivir estampas costumbristas de antaño: aquellas que, en la segunda mitad del siglo XIX, un pintor español había conseguido captar en cientos de óleos, acuarelas y litografías, y donde justamente la mujer racializada ocupaba un papel protagónico.
Estos archivos visuales permiten analizar, desde el presente, aquella sociedad esclavista cubana, a la vez que rehabilitan el espacio del arte como forma discursiva esencial para abordar las interconexiones entre la historia social y cultural, la producción artística y los estudios de género, revelando la memoria no escrita de las subalternas. Hoy ellas nos confrontan desde las urgencias de un presente, resurgen de entre los discursos abolicionistas y las estrategias de resistencia, en las tramas de un proyecto cultural que pareciera no discriminar ni por raza ni por color de la piel, en su afán igualitario de vindicación social.
El estudio que aquí se propone permitirá reconocer la pervivencia de estereotipos de representación, que fueron fijados en el siglo XIX por la mirada de una ideología metropolitana dominante, y que hoy se rearticulan para verificar que aquel Dorado soñado desde Europa parece seguir provocando deseos compartidos a partir de la racialización de la condición femenina.
Las otras americanas
Desde el momento mismo de la llegada del europeo a tierras americanas, e incluso desde antes, las imágenes que circulaban sobre territorios por explorar y seres que los habitaban, fueron configurando un imaginario donde pululaban monstruos, voluptuosas amazonas y animales fantásticos. Con el devenir del tiempo, los habitantes originarios del continente americano y las islas del Caribe, marcados desde el discurso colonial por una pretendida “inferioridad”, consiguieron irse visibilizando en las artes visuales, más allá de las leyendas.
Sin ánimos de abarcar el devenir de estas representaciones, localizamos un referente muy puntual en las llamadas pinturas de castas, realizadas para dar cumplimiento a la pragmática necesidad de censar a la población tan diversa que integraba el Virreinato de la Nueva España, desde el siglo XVIII. La estrategia compositiva de estas pinturas se fundamenta a partir de la integración de una familia formada por grupos raciales diferentes. Se refuerzan los significados de clase unidos a los de la raza, en una presentación aparentemente neutralizada por la función del encargo de estas obras, que finalmente expone agudas diferencias y una intencionada mirada de segregación, orientada desde las narrativas del poder blanco occidental.
El tema recobró interés cuando, en el siglo XIX, las expediciones de científicos, pintores y grabadores, funcionarios y comerciantes, volvieron a centrar su atención en las potencialidades de los territorios americanos, celosamente controlados por sus otroras metrópolis.
La mujer nativa americana aparecerá entonces en álbumes ilustrados, cual pervivencia de un pasado que se antoja casi idílico, y donde la evocación del “buen salvaje americano” alternará con el pintoresquismo de trajes y accesorios “típicos”, para dar cuenta de las particularidades de los habitantes de estos “curiosos y exóticos” territorios.
De acuerdo con Huberman y Benjamin, la obra de arte en última instancia expone su propia temporalidad y distancias del tiempo histórico. De ahí la importancia de articular el contexto de creación de estas imágenes, con conceptos fundamentales como: sexualidad, raza, género y clase, que adquieren una dimensión analítica significativa para nuestro presente.
Mujeres racializadas desde la mirada de Landaluze
El desarrollo de una sensibilidad muy particular estimulada por el ambiente, los hábitos y códigos habaneros, estuvo ciertamente caracterizada por el énfasis sarcástico en las representaciones de los personajes negros; sin embargo, el artista apostó por una narración visual y comunicativa para consumo interno en la isla que lo eximió de cumplir con los gustos y maneras de crear en el viejo continente. En las escenas cotidianas, parece destacar el uso exagerado y satírico del color negro en los rostros de hombres africanos, como también los tonos sensuales que tipificaron la piel cobriza y pasional de las mulatas habaneras. Ello nos permite corroborar desde el presente los aspectos socioculturales y etnográficos que impactaron y ejercieron una influencia notable en la mente del artista. La experiencia, lo exótico, lo maravilloso, lo dramático, el sincretismo, la convivencia y otras muchas sensaciones entregó Landalu
El pintor y grabador vasco Víctor Patricio de Landaluze y Uriarte (1830-1889), a su llegada a Cuba con tan sólo 20 años, se encontró un mundo diferente al suyo. Inserto en el pintoresquismo característico de muchos de los artistas viajeros de esta época, logró percibir en el negro un factor de reconocimiento y lo aprehendió como identificador inigualable del contexto social cubano. Será a partir de entonces que su obra adquiere una personalidad definida, aproximándose cada vez más a un universo marginal que no había podido recibir, por su condición misma, la atención de los artistas criollos, ocupados en el entrenamiento académico legitimado en aquel contexto.
Sus colaboraciones en la prensa cubana decimonónica como comentarista, ilustrador e incluso como compositor literario de poemas y letras musicales (Rodríguez, 2016), fueron acumulando un acervo de experiencias visuales y antropológicas, que denotan una disposición de la mirada del artista ante la realidad que recreó. Sumado a esto, los roles político-administrativos y militares que asumió en zonas habaneras como Guanabacoa – lugar por excelencia de asentamientos de negros – en calidad de Regidor del Ayuntamiento o bien como Coronel de la milicia de color de la misma villa, le facilitó en calidad de autoridad española, el contacto con un entorno que terminaría por fascinar al bilbaíno.
Víctor Patricio evolucionaría desde las estampas folclóricas privadas de la comprensión sociocultural del país e imitativas de otros modelos españoles y mexicanos[3] en el álbum titulado Los cubanos pintados por sí mismos (1852), hasta la articulación de fórmulas genuinas y medianamente apartadas de lo que por muchos siglos fue el determinante de la visión del europeo en el nuevo continente: la curiosidad y la fidelidad a la tradición en la que se inscribían (Elliott, 1972). En la sección dedicada al tratamiento de temas costumbristas, Olga María Rodríguez en su texto La pintura cubana en el siglo XIX, otras miradas a una historia, enfatiza en la transición que experimenta el autor, en la medida que se acrecentaba su imbricación con la realidad isleña (Rodríguez, 2016). Entrada la década de 1860 se percibe cómo aquellas primeras imágenes, cuales tipografías prefabricadas en la mentalidad del joven artista, fueron evaporándose en el proceso de adaptación a lo desconocido. Landaluze tuvo los ojos dispuestos a ver luego de habitar la isla durante cierto tiempo, aspecto que le permitió “superar” la prueba que la realidad caribeña y americana le habría puesto, tanto a cronistas como a artistas europeos: la de desafiar la imposibilidad de la percepción, reconocer lo nuevo e identificar lo diferente. A partir de entonces, la comprensión y la liberación fueron guiando su pincel.
El desarrollo de una sensibilidad muy particular estimulada por el ambiente, los hábitos y códigos habaneros, estuvo ciertamente caracterizada por el énfasis sarcástico en las representaciones de los personajes negros; sin embargo, el artista apostó por una narración visual y comunicativa para consumo interno en la isla que lo eximió de cumplir con los gustos y maneras de crear en el viejo continente. En las escenas cotidianas, parece destacar el uso exagerado y satírico del color negro en los rostros de hombres africanos, como también los tonos sensuales que tipificaron la piel cobriza y pasional de las mulatas habaneras. Ello nos permite corroborar desde el presente los aspectos socioculturales y etnográficos que impactaron y ejercieron una influencia notable en la mente del artista. La experiencia, lo exótico, lo maravilloso, lo dramático, el sincretismo, la convivencia y otras muchas sensaciones entregó Landaluze en sus piezas, como vívido acervo de afectaciones mutuas y dialógicas de una sociedad que, en el siglo XIX, presentaba hondas y múltiples raíces.
Los cuerpos femeninos representados en la obra gráfica y pictórica de Landaluze se configuraron como cuerpos negros o mulatos, esclavos y sometidos, cuerpos fuertes, sensuales, desterritorializados, destinados al trabajo y la complacencia. No obstante representar aquellas imágenes que encarnaban la otredad y lo abyecto, este pintor hizo aparecer en el marco del “gran arte” a la mujer negra, aunque en formas singulares y esencialistas. A la vez, aportó información para el estudio de las costumbres, prácticas religiosas, formas de vida, de una “identidad negra” que se fue distinguiendo de la “identidad blanca” desde esos años. Son imágenes que en sus devenires temporales se cargan de múltiples significados, evidenciando la permanencia de sesgos de género que en la actualidad aún no se superan: la negación de un pasado africano, la imposibilidad de poseer un cuerpo e identidad propios en tanto el negro era, entre otras cosas, una propiedad; o la necesaria imitación de conductas de los blancos y ricos.
En el Almanaque de Juan Palomo, de 1870, Landaluze ilustró la sección “Tipos del país”, ofreciendo un espectro variado en el que la criolla blanca era llamada “Leche de botija”, la mulata “Café con leche muy cargado” (Figs. 2 y 3) y la negra “Café de bodega”, denominaciones que muestran claramente la diferenciación racial y social íntimamente relacionada en aquel contexto (Castellanos, 1991).


“Café de Bodega” (Fig. 4) será el modelo común de la negra en otras obras del autor, como expresión de su estado de subalternidad. El artista apela, entre otras cosas, a su “poca gracia” o disposición en otros escenarios sociales. Sus cuerpos eran ridiculizados en tanto excesivamente gruesos o delgados, y la cabeza mostraba evidentes deformaciones, donde la nariz y los labios sobresalían en esta intencionalidad grotesca de abordar a las féminas negras. Así, marcado por su visión clasista, el pintor establece en su observación una diferencia étnica perceptible entre negras y mulatas, dando cuenta de las tensiones en las relaciones socio-raciales al interior de la estructura genérico-sexual de la isla.

El óleo titulado “En la ausencia” (Fig. 5) escarnece la condición ignorante de la esclava cuando toma las pertenencias del ama blanca e intenta probárselas, mientras pareciera realizar el quehacer en la habitación. Un vestido azul mal puesto en su cuerpo y un sombrero estilo francés colocado encima del pañuelo blanco que le cubre el cabello son los aditamentos de una “cultura blanca” y hegemónica que la esclava negra imita, pero que no consigue dominar. Landaluze recrea a manera de sátira mordaz la incongruencia de aquella mujer en la habitación de la dama blanca y el universo decorativo que acentúan la mueblería y el gusto europeo. La escoba a la cual se aferra la joven doméstica denota no solo la razón de su presencia en ese lugar, sino la concientización o aceptación de su estatus dentro del tejido social. Ni en el instante en que ella ocupa las pertenencias ajenas abandona el instrumento de trabajo tan alegórico de la esclavitud femenina en la ciudad. A través de sus obras, el bilbaíno esclarece la no pertenencia de la negra al medio, acentuando “lo feo” en su figura en contraposición a “lo bello” en la herencia occidental “de los blancos”. Y lo refuerza con un retrato del hombre blanco en la pared, que legitima y supervisa, desde lo alto, el poder aspiracional y radicalmente diferente de la caricaturesca imagen de la esclava negra disfrazada, cual intento de artificio que desea simular la inalcanzable suntuosidad del poder blanco. Como mecanismo de indudable jerarquización, el retrato en cuestión exhibe al caballero ataviado como militar, con lo cual a nivel ideológico se refuerza el poder del amo sobre los esclavos.

El artista español obtiene lauros como ilustrador con Tipos y Costumbres de la Isla de Cuba, de 1881, compilación de artículos escritos por los mejores autores costumbristas de aquella época, en un formato de álbum ilustrado, catalogado como uno de los trabajos más significativos dentro de la línea costumbrista en Cuba. La obra reflejaba a distintos tipos populares, aquellos que circulaban por la localidad y le daban vida en hormigueante ajetreo. Como expresara el historiador chileno Miguel Rojas Mix al analizar los tipos populares americanos, el principal protagonista de estas escenas pictóricas es el pueblo, que llega a asumir una fisonomía icónica significada como indio o mestizo, y que se mantiene largo tiempo sin modificación (Rojas, 1978). Allí, la mujer negra se transmutaba en la partera (Fig. 6) o la vendedora de frutas (Fig. 7); lo cual permite reconocer las alternativas de subsistencia económica de la mujer, quien tenía en muchas ocasiones a su cargo el mantenimiento de sus demás familiares cercanos (hijos, madres, abuelas), y se ubicaba desde muy joven ante circunstancias opresivas, naturalizadas como inherentes a su género y raza, aun siendo liberta. Al respecto, apunta el investigador Cristo Rafael Figueroa:
El uso y abuso de las funciones naturales y biológicas de la mujer: tener hijos que no desea, amamantar a los ajenos antes que, a los propios, juntarse con quien le repugna, evidencian la explotación cotidianizada que soporta el género femenino; el sexo o el recato sexual viene a ser su única propiedad privada, sobre la cual invierte para obtener el provecho visible en un aceptable matrimonio entre iguales o en un buen amancebamiento con desiguales. Negros y blancos están segregados por una línea divisoria que sólo cruzan las mujeres (…) (Figueroa, 2008, p. 181).


A diferencia de la negra, el tratamiento de la mulata en el álbum y en otras obras del pintor, evidencia claras connotaciones de atracción como objeto de representación, y es justo ahí donde esa línea divisoria podía ser, de algún modo, transgredida: ella revelaba mezclas étnicas, que la ubicaban en cierta ambigüedad racial entre la negra y la criolla blanca, y en consecuencia, sujeta también a la subordinación social y genérica. Se trataba, para los ojos de Landaluze, de una mujer gozosa y alegre, siempre sensual y complaciente, desprejuiciada y coqueta, presta a llenarse de adornos y vestirse como la más rica dama aristócrata para asistir a cuanta festividad se presentara, o simplemente mujer gustosa de exhibir, sin el pudor “establecido”, su cuerpo y simpatía.
La mulata en rigor era la mezcla que resultaba del vínculo entre negros y blancos. Los más avanzados estudios de interseccionalidad revelan un punto medular para entender el mestizaje cultural. “El mestizaje supone considerar las relaciones sexuales y racializadas que lo hacen posible, sin embargo, durante mucho tiempo los estudios sobre mestizaje desconocieron su relación con la sexualidad” (Viveros, 2008, p. 176). Los mestizos bien podían leerse en la época como el resultado de un “comportamiento sexual no adecuado” o símbolo de transgresión de las reglas de endogamia racial o social[4].
La construcción de la mulata en el siglo XIX como sujeto racializado no solo nos habla de un grupo minoritario y sexualmente categorizado, sino también de un latente factor sociológico recreado en la literatura costumbrista, el teatro vernáculo y las marquillas de cigarros y tabacos: la búsqueda de su amparo y reconocimiento por parte de la élite criolla. En estos espacios se exaltaban las cualidades que enarbolaron el ser de la mulata, siendo la novela “Cecilia Valdés” (1882), del cubano Cirilo Villaverde, una de las obras más logradas en esos años. La descripción de Cecilia, tanto como de las otras mujeres de su color, roza un tono casi apologético. Aparecen constantes alusiones a “mulatas rumbosas”, “altas”, “desenvueltas”, “llenas de carnes” y “salerosas”, que abrían las puertas de su casa para que sus amigos disfrutaran de las fiestas.
(…) a la sombra del blanco, por ilícita que sea la unión, Cecilia y las mulatas esperan a través suyo ascender y superar la condición humilde en que han nacido, si no ellas, al menos sus hijos (…), pues un matrimonio mixto en la Cuba decimonónica sólo es posible entre mulata acomodada y blanco pobre, de ninguna manera entre blanco hacendado y mulata pobre por más bella que esta sea. Con relación a la autoridad del blanco sobre los negros y mulatos (…) el blanco puede violar a la mulata, hacerla concubina, raptarle la hija, causar su locura e incluso hacerla encarcelar, es decir, usarla mientras está joven, ignorarla si está enferma o abandonarla si está vieja. (Figueroa, 2008, p. 180).
La mulata deviene entonces en resultado de varias tecnologías sociales y de un conjunto de efectos producidos en el cuerpo, que se insertan en un imaginario nacional complejo y contradictorio. Como apunta Mara Viveros, este anclaje entre la “realidad corporal” (expresada por medio de un signo biológico) y la realidad social tiene al cuerpo como lugar de inscripción y anclaje de la simbólica y la socialidad de la cultura (Viveros, 2008).
Popularmente se caracteriza a este personaje en las novelas costumbristas como mujer de gran atractivo con aspiraciones sociales, buscando oportunidades con hombres blancos y de clase acomodada, que le permitieran ascender de posición.
Para el caso de Cuba en el siglo XIX, Stolcke demuestra la manera en que los hombres de la elite (de piel clara) buscaban afirmar su posición dominante mediante el estricto control de la sexualidad de las mujeres blancas y el fácil acceso a las mujeres de tez más oscura y estatus social más bajo (…) (Viveros, 2008, p. 177).
Uno de los pasajes más sugerentes de la novela de Villaverde narra la conversación entre dos hombres amulatados sobre sus gustos en materia de féminas: “(…) mas si lo dices para afirmar que no te gusta la canela, peor para ti, Pancho, porque eso quiere decir que te gusta el carbón, género mucho más inferior” (Villaverde, 2014, p. 65). Las propias referencias dentro del cuerpo de la novela esclarecen tan alegórica conversación: la canela equivale a la mujer mulata y el carbón a la mujer negra. Retomando la tipología landaluziana, en la cual la negra es el prototipo grotesco, salvaje y poco sensual en la época, la mulata venía a representar su contraparte. De hecho, los dos apelativos usados con mayor frecuencia para hablar de su tono de su piel eran: color canela o cobrizo. Ambos contienen una carga simbólica y libidinal importante, pues lo aromático y lo afrodisíaco se condensan en su cuerpo biológico y cultural.[5] El cobre, metal abundante en las tierras de Santiago de Cuba, dignifica a la Patrona de la isla – la Virgen del Cobre o de la Caridad del Cobre – en tanto su tez es un tanto amulatada, no así su rostro, de modo que se preserva la iconografía mariana de tradición occidental.
La mitología que la recubre establece desde su aparición un vínculo sincrético con Oshun, deidad del panteón yoruba, con la cual los hombres y mujeres traídos del África occidental identificaron a su reina de las aguas dulces, el amor y la fertilidad. En la isla, la relación entre la Virgen de la Caridad y Oshun se sustenta en el consenso de sus rasgos y de cierta adaptabilidad que hicieron devenir a la una en la otra y viceversa desde el siglo XVII, en una operatoria de resistencia que daría paso a la santería como práctica religiosa afrocubana. La vitalidad, la lascivia, la risa, su carácter voluptuoso, la osadía, son “(…) rasgos que el imaginario masculino exalta en un objeto sexual pasivo concebido solamente para su placer y consumo” (Cámara, 1999). De hecho, las mulatas también son conocidas popularmente como oshuncitas, vinculándose con esa pretendida lujuria y goce especulativo que a los hombres parecen atraer.
Si la mulata se codeaba con hombres negros o mulatos, eran sólo los que tenían mejor calidad de vida y empleos cercanos a los dueños blancos; tal era el caso del calesero, personaje al que Landaluze frecuentemente representó en divertidas escenas callejeras de seducción con la mulata y que llegó a convertirse en imagen inspiradora del repertorio del teatro bufo cubano, amén de todas las connotaciones ideológicas subyacentes en la mirada del también militar español. (Fig. 8)

El calesero casi siempre era presentado con la tez muy oscura y vestido cuidadosamente con impecable uniforme, lo que define deliberada y simbólicamente al grupo que lo porta, cual jerarquía de rangos. En las casas de blancos dueños de esclavos, él era quien único habitaba una vivienda adyacente a la de sus propietarios, marcando la diferencia con la servidumbre doméstica. El calesero tenía otro tipo de relación con los amos, participaba a manera de conductor de las carrozas de paseo en el divertimento de las familias oligarcas y burguesas de la ciudad, pero en especial su vínculo era con los “señoritos” blancos, quienes lo empleaban como mensajero privado en asuntos de amoríos, llegando a ser una suerte de nexo entre las amantes y el joven criollo. En definitiva, era el personaje más cercano y con mejor entendimiento de la “cultura blanca”, era el “aristócrata de los esclavos” (Roig, 1997).
La mirada sagaz del artista capta, a través del romance de la pareja del Calesero y la Mulata en sus obras, las aspiraciones sociales mutuas y las estrategias de negociación de los sectores raciales más desposeídos de la población. Los contrastes de color entre el hombre negro y la mulata visibilizan de manera efectiva la interseccionalidad entre la raza y la clase. Son aspectos mediados por el claro ejercicio de las relaciones de poder, que Landaluze consigue plasmar cual poderoso documento de archivo: el calesero “progresa” en su raza si consigue el amor de la mulata, a la par que ella asciende en su estatus socio-clasista teniéndolo dominado a él.[6] (Fig. 9).

Estas obras de Landaluze no revelan a una mujer hogareña, recatada y sumisa, lo cual sí abordó cuando de representar a la campesina blanca se trataba. En cambio, la mulata aparece cual mujer orgullosa de su condición femenina, plena y extrovertida, que adora los galanteos y los estimula, así como a los ojos ávidos del pintor vasco, que una y otra vez la retrata en sus cientos de pequeños óleos de tema costumbrista, ya sea en escenas galantes, con marineros, caleseros o soldados, probándose trajes, llegando a bailes, calzándose los guantes, ante el espejo, empolvándose, cual obsesión que juguetea con la seducción, la política y el arte. Por lo general, se ubican en la calle o envaneciendo su ego, no sujetas a presiones de sumisión, cuales libertas, y en tal sentido su significado como imagen no será precisamente el de la sátira. Sin embargo, aun cuando aparezca la mujer en su condición de esclava doméstica, el pintor ofrecerá una imagen de despreocupación, exactamente, al decir de la Dra. Adelaida de Juan, “tal parece que la esclavitud fuera un estado de bienestar” (De Juan, 1974, p. 19-20)
Varios factores de tipo histórico pudieran explicar en diversas obras del artista, la presencia de la mulata vinculada a los espacios abiertos y a la vida urbana activa, aun siendo mujer. La Habana, en calidad de puerto-escala fundamental para el Caribe español, era una ciudad con un flujo importante de visitantes que permitió desarrollar una fuerte actividad comercial y de servicios. Las mujeres mulatas y negras – esclavas o no – fueron parte de este sistema de interrelación con el extranjero y componentes medulares de este escenario por los trabajos que muchas desempeñaban, como el expendio de alimentos a clientes, mozas de limpieza en hostales, etc. Este intercambio efectivo no solo producía un sugerente atractivo a la villa por el sello presencial de la mulata, con cuerpos seductores o coloridos vestidos, sino también por el despunte de una red de prostitución de féminas con un fuerte componente racial. Si a este factor asociado con el color de piel se le agrega el alto índice de masculinidad de la sociedad decimonónica isleña, conseguimos entender en el plano histórico-social la identificación explicable de las “graciosas mulatas” de la ciudad con las mujeres “de pocas obligaciones” (Meriño y Perera, 2016). Al respecto, Madeline Cámara reconoce dos aspectos de interés: la ya referida importancia concedida a la sexualidad y la desvalorización de su rol materno, lo cual explica de alguna manera, la recurrente alusión a las mulatas de rumbo, ligeras y seductoras:
“(…) se ‘naturalizan’, con fines de manipulación ideológica rasgos que, de existir en la mujer de origen negro, deben verse más como reacción a su inserción forzosa en la civilización blanca, que como inherentes a la raza a la que pertenece (Cámara, 2018).
Otro factor importante en la obra del pintor bilbaíno son sus títulos, como evidencias de la complejidad sociocultural de la Cuba del siglo XIX. En ninguno de los referidos aparece el término “mujer” para referirse a la mulata, aspecto este que recién ha sido objeto de estudio por parte de los historiadores cubanos con fundamento en la documentación primaria de los archivos, por ejemplo, en las partidas de nacimiento, los pleitos legales, o la disposición de las leyes para esclavos. Sin embargo, la manifestación del fenómeno se muestra preclara en el marco de las representaciones visuales, pues bajo ningún concepto en la Cuba colonial el término “mujer”, expresamente asociado con las blancas de clase media-alta, fue una variante para la mulata. Toda mujer que no fuera blanca se le llamaba por la variante femenina de un adjetivo que denotaba su condición racial: “negra”, “parda”, “mulata” (Mena, 2016) o en otros casos, era nombrada en calidad de esclava o liberta.
Debemos poner énfasis también en la coyuntura histórica en que estas obras landaluzianas están emergiendo, pues fueron años de emancipación gradual de la esclavitud en la isla, proceso solo equiparable en el continente con el caso brasileño por estas fechas (Crowling, 2016). Existía una voluntad de las mujeres negras, mulatas y en general de las clases sometidas, de liberarse del yugo esclavista. Esta voluntad se recoge en los cientos de actas de solicitud de liberación de mujeres, entre 1870 y 1880, justo el lapso de tiempo en que se pone en práctica la Ley de Vientres Libres en la isla y un año después en Brasil. Esta etapa muestra un proceso indiscutible de concientización y aspiración de libertad para este grupo marginado de mujeres. Landaluze consiguió plasmar, sin que fuera ésta su intencionalidad, al ser un militar español defensor de los intereses de la corona, la problemática tan particular que vivía la isla en cuanto a las nuevas reflexiones sobre el significado de la feminidad y la libertad en las afrodescendientes.
Las obras del vasco también contaban con un público receptor en España, mediante publicaciones como La Ilustración Española y Americana que, en su número del 8 de septiembre de 1874, comentaba dos grabados que eran “copia, según fotografía, de dos cuadros debidos al pincel del distinguido artista de La Habana Don Patricio de Landaluce” (La Ilustración Española y Americana, 1874, p. 515). Se trataba de dos escenas protagonizadas por mulatas cubanas: “La Toilette para el sarao” y “Una pelea de mujeres de color”.
El original relacionado con el tema de la primera ilustración antes mencionada se conserva en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba con el título “Preparándose para la fiesta” (Fig. 10). Se trata de una escena en interior que nos asoma al universo vivencial de la mulata: una habitación pobre, desarreglada, iluminada apenas por la escasa luz de una vela, donde se destacan, con un especial sentido de disposición en el plano, detalles que van conformando una especie de sintacsis: una estampa de la Caridad del Cobre, unas chancletas de madera y una escoba que, por su posición diagonal, funciona como elemento de estimulación visual, lo cual se corresponde con la condición social de la mulata, al transmitir la idea de su trabajo.

Sin embargo, a diferencia de la intencionalidad subyacente en otras obras, donde la negra intenta emular a su ama blanca, aquí el principal interés del autor no radica en satirizar a la mulata, sino por el contrario, lo que más interesa es mostrar su alegría y la de su acompañante que, engalanados y despreocupados, se preparan para la fiesta. Quedan en un segundo plano los referentes ambientales que, desde nuestra óptica actual, adquieren una connotación tan significativa que llega incluso a superar sus posibilidades comunicativas en un plano denotativo.
Los signos – el lenguaje, las imágenes o las palabras compartidas – suponen modos de representación y la capacidad de portar sentido para un grupo de personas. Los actores sociales, bien los españoles o criollos, en calidad de figuras generativas, emplean diversos sistemas para significar y sobre todo para comunicar(se). De modo que el receptor de la obra, como sujeto cultural en primera instancia y capacitado para descifrar e interpretar el discurso visual, pueda distinguir en las imágenes de la mulata la existencia de una relación de inmanencia, una referencia al mundo cuasi real y simbólico en el soporte.
Todo ello permite entender el valor de la representación como proceso que involucra “toda suerte de objetos, gente y eventos y se correlacionan con un conjunto de conceptos o representaciones mentales” (Hall, 2010, p. 448) arraigadas en el imaginario social. Su expresión corporal sintetiza aquello que algunos autores, entre ellos Stuart Hall, definen como “sistema de lenguaje”, en el cual la imagen juega un rol fundamental. Este autor se refiere al lenguaje en tanto régimen inclusivo, que comprende lo visual, el lenguaje del vestido, incluso las expresiones faciales, los gestos que siempre proponen y construyen sentidos en las ilustraciones. Una comunidad de elementos compartidos, una especie de mapa conceptual que facilita el entendimiento con el universo de cosas que afirman la pertenencia colectiva o de un grupo, en este caso demarcado por la condición de género, clase y raza a una cultura “subalterna”.
Pero volvamos a la descripción tan idílica que ofrece la publicación española:
(...) Figuran dos esclavos de casa grande que se acicalan y componen á la dernier: ella con escogido traje de ricas telas y aún con joyas y preseas de sus amitas que se las prestaron galantemente para tal objeto, él con fino pantalón de satén, frac negro de última moda, corbata blanca sobre limpia camisa de batista, guantes de cabritilla, etc. (La Ilustración Española y Americana, 1874, p. 515).
España se aferraba a la esclavitud como recurso indispensable para sostener su ya resquebrajado dominio colonial y trataba por todos los medios de ridiculizar las ideas de los abolicionistas, tanto en Europa como en América. Ofrecía entonces una visión deformada de la realidad a través de personajes negros en salones suntuosos, vistiendo trajes elegantes, y cuando de trabajo se trataba, los presentaba de forma jocosa, valiéndose de la sátira.
Pero la sátira implica una ridiculización que no está siempre presente en las obras de Landaluze, pues en ocasiones lo que utiliza como método de trabajo es la concepción de imágenes deformadas de la realidad sin expresas intenciones ridiculizantes. Puede citarse en tal caso justamente el tratamiento de la mulata, que despertó en el pintor gran admiración, transmitiendo una imagen sensual y alegre reforzada por recursos formales como las líneas empleadas siempre como estructura para delinear las ondulantes formas de sus cuerpos. Sirvan como ejemplo la obra “Mulata con mantilla” que integra la colección del Museo Nacional, o su conocida “Mulata de rumbo” (Fig. 11), donde ni el más sagaz e intencionado espectador podría confirmar la existencia de elementos satíricos, si bien podríamos hablar de una enajenación de la realidad, que contribuye a disolver en alguna medida, la marca del sistema esclavista ante los ojos del mundo.

La mulata constituye hasta la fecha un motivo para la creación artística – crítica o lasciva – y también para la propaganda turística a escala nacional e internacional. La mulata de rumbo, o la oshuncita en su versión actualizada, sigue haciendo guiños de coquetería, y su cuerpo canela continúa siendo explotado en las etiquetas de tabacos y rones cubanos, especialmente el ron Mulata, donde se muestra un desborde de sensualidad en su mirada, el pecho semi descubierto y adornado con girasoles, flor ofrendada y con la que se identifica en Cuba a la Virgen de la Caridad, y a su contraparte afrocubana, Oshun.
También suelen exhibirse estas imágenes en las publicidades de las playas como paraísos tropicales no exentos de la presencia de la mulata “café con leche”, cual exuberancia caribeña. Los autos cincuenteros, las deidades híbridas, los instrumentos musicales, y las mulatas, aparecen como constantes referencias tanto en la publicidad, como en pinturas y grabados de jóvenes creadores, que se esparcen hoy por el malecón habanero y las ferias comerciales y turísticas.
Cabría preguntarnos si la mulata del XIX, como cuerpo sexuado en el que se inscribe una vivencia particular, porta la experiencia de un sistema representativo de identidades genérico-sexuales racializadas y de clase, iniciado con la obra de Landaluze como tipificación de la alteridad, para convertirse hoy en un modelo prototípico-idealizado de fémina cubana. La complejidad de la obra del artista decimonónico, en lo social y antropológico, ve en la mulata lo que no encuentra en la mujer negra o blanca, una “marca de feminidad” (Torras, 2007, p. 12) que ha naturalizado su corporalidad, que la hace legible a partir de la mirada autorizada de los hombres.
¿Qué no vemos en estos cuerpos? ¿Qué esconden? ¿Existen otros modos de ver o de pluralizar el ser mujer-mulata en Cuba? Son interrogantes que complejizan el análisis, en la medida que se distingue en la mulata isleña o la criolla amulatada, inspiración para Landaluze, Villaverde y muchos otros creadores, la expresión dicotómica de un cuerpo con una historicidad disciplinada, recreado – con un fuerte basamento en las prácticas de la sociedad del siglo XIX – como parte de las apetencias y la sensualidad que provocó en los hombres de su siglo, es decir, representado para ellos y por ellos. La configuración de un imaginario sobre la mulata, popularizado previamente en litografías y pinturas durante el XIX, interpela al presente desde el pasado, al develar en su devenir, muchos intersticios donde pervive un universo femenino subalterno, racializado y subjetivizado. (Figs. 12 y 13)


Referencias
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Notas