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Educación femenina en los albores de la república chilena: debate público, arquetipos y tensiones en tiempos de transición

Female education at the beginning of the Chilean Republic: public debate, archetypes and tensions in times of transition

María Gabriela Huidobro Salazar
Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andres Bello,, Chile
Aldo asali Fuentes[3]
Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andres Bell, Chile

Educación femenina en los albores de la república chilena: debate público, arquetipos y tensiones en tiempos de transición

História Unisinos, vol. 25, núm. 1, pp. 23-34, 2021

Universidade do Vale do Rio dos Sinos

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Recepción: 20 Agosto 2019

Aprobación: 26 Septiembre 2019

Resumen: El siglo XIX constituyó un periodo fundamental para que la educación de las mujeres en Chile se trasladase, progresivamente, desde la privacidad del mundo doméstico a espacios y niveles educacionales definidos por el Estado, con una vocación pública y política. Aun cuando este proceso se hizo evidente desde la segunda mitad de dicha centuria, archivos legislativos y prensa del periodo de la independencia y conformación de la república chilena (1810-1830) dan cuenta de una paulatina resignificación retórica de los arquetipos femeninos y del rol de las mujeres en sociedad, constituyendo antecedentes relevantes para comprender los cambios que, en la práctica, se concretarían para la educación femenina en los años siguientes. El artículo aborda este periodo como una etapa de transición entre el mundo colonial y el republicano, durante la cual los líderes del nuevo orden chileno comprendieron la relevancia de contar con una base social ilustrada, lo que no solo comprendería a los hombres, sino también a las mujeres desde una nueva definición política de su condición.

Palabras clave: educación femenina, Independencia de Chile, República, arquetipos femeninos, siglo XIX.

Abstract: The nineteenth century constituted a fundamental period for the education of women in Chile, which progressively moved from the privacy of the domestic world to educational spaces and levels defined by the State, with a public and political vocation. Although this process became evident from the second half of that century onwards, some legislative and press archives of the period of the independence and formation of the Chilean Republic (1810-1830) account for a gradual rhetorical resignification of female archetypes and the role of women in society and constitute relevant antecedents to understand the changes that, in practice, would materialize for women’s education in the following years. The article considers this period as a transitional stage between the colonial and the republican world, during which the leaders of the new Chilean order understood the relevance of having an illustrated social base, which would not only include men, but also women on the basis of a new political definition of their situation.

Keywords: female education, Independence of Chile, Republic, female archetypes, nineteenth century.

Introducción

Los avances alcanzados desde mediados del siglo XIX para la incorporación cada vez más masiva de las mujeres en los diversos niveles educativos sólo pueden comprenderse bajo la consideración de los procesos discursivos y culturales que los antecedieron. Las primeras décadas de dicha centuria constituyen un proceso transicional, mediante el cual las subjetividades femeninas se replantearon en los discursos para vincularlas desde su rol doméstico tradicional al quehacer político de la naciente república.

Para los intelectuales patriotas que lideraron los procesos de independencia y conformación republicana de Chile, un objetivo prioritario fue el de educar a la ciudadanía. A través de ello, se buscaba contar con una sociedad capaz de ejercer su libertad de manera virtuosa y orientada al bien común (Serrano, 2010, p. 29-30).

No obstante, este propósito se focalizó de manera preferente y prácticamente absoluta en los hombres, relegando la preocupación sobre la educación de las mujeres a un plano menor y casi invisible en su consideración.

La diferencia respondía a un motivo cultural y político. El paradigma cultural tradicional de Occidente, que primó en el mundo colonial hispanoamericano, distinguía, desde la naturaleza sexual de hombres y mujeres, los roles que les corresponderían en sociedad. Mientras, para los hombres, se había concebido un rol político y público, cuyo ejercicio se abría a espacios de poder, a las mujeres se las había asociado a una función doméstica y privada, en una condición de subordinación. Desde esa perspectiva, la prioridad educacional pública se orientaba a los varones, pues ellos ejercerían un rol político en una posición ciudadana en plenitud.

No obstante, una vez desplegada la conformación republicana de Chile y sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el Estado se ocupó de manera explícita en la educación femenina (Serrano et al., 2012, p. 81). Para elevar el nivel cultural de la población, los gobiernos impulsaron la preparación formal de mujeres, especialmente en el rol de maestras, creándose, entre otras iniciativas, la Escuela Normal de Preceptoras en 1854. Desde entonces, el acceso a los diversos niveles y ámbitos educacionales para las mujeres tomaría un camino ascendente hasta alcanzar la educación universitaria.

Tales logros, sin embargo, no pueden comprenderse sólo atendiendo al periodo que explicitó sistemáticamente los esfuerzos gubernamentales por la educación femenina. Como todo hecho histórico, este debe entenderse como el resultado de un complejo proceso de reflexiones, debates y prácticas que lo antecedieron, generando las condiciones culturales para que las mujeres, paulatinamente, se constituyeran en objeto y sujeto de atención política y pública.

El cambio desde una educación doméstica en el espacio privado, durante el periodo colonial, a una formación pública y de vocación social o política, desde la segunda mitad del siglo XIX, implicó un giro en la consideración discursiva y en el imaginario cultural sobre los roles femeninos. Se trata de un proceso que tomó años y que puede rastrearse desde la independencia y conformación del sistema republicano en Chile (1810-1830), tal como puede advertirse en los documentos políticos, legislativos y periodísticos de la época.

Desde el inicio del periodo poscolonial, se asoma una incipiente superposición de conceptos y roles de las mujeres, que, frente a las necesidades surgidas de las circunstancias del conflicto, cruzaron el límite del ámbito privado y de su condición pasiva, para asumir funciones en campos de actividad pública (García López, 2011, p. 33-34; Grez, 1878, p. 6-7).

Sin llegar a ser consideradas como ciudadanas, sus funciones como esposas y madres empezaron a ser objeto de atención política, resignificándose así el sentido de su formación en un plano, inicialmente, retórico.

El objetivo del presente artículo consiste, por lo tanto, en identificar en la documentación periodística y legislativa del periodo 1810-1830 los proyectos, debates y reflexiones referidas a la educación femenina en Chile, para analizar las categorías conceptuales que problematizaron y definieron los roles que debían inculcarse entre las mujeres, en el contexto de la configuración republicana de Chile.

Para este propósito, se ha adoptado un enfoque interpretativo que abordará el objeto de estudio como parte de una historia cultural de la educación femenina en Chile, y que metodológicamente se concentrará en el análisis diacrónico de terminologías y discursos, comprendidos como partes de un proceso de producción escrita de sentidos.

Dicho proceso podrá visualizarse atendiendo, primero, a los antecedentes referidos a la educación femenina en Chile durante el periodo colonial. De este modo, será posible, a continuación, analizar los discursos elaborados en el marco histórico propuesto (1810-1830), para rescatar las señales que dan cuenta del proceso a través del cual la condición de las mujeres se reorientó al servicio de la construcción de la república.

Se trata de un contexto de debate que no estuvo exento de algunas polémicas y dentro del cual es posible distinguir, al menos, tres momentos político-retóricos, cuyo análisis se desarrollará a continuación.

El primero se enmarca en los primeros años de la independencia de Chile (1812-1813), tradicionalmente conocidos como “patria vieja”, periodo en el que los líderes patriotas se ocuparon de contar con una ciudadanía preparada cultural y políticamente para consolidar la autonomía de la república. El segundo comprende los años de definición de la guerra de independencia y de los primeros lineamientos para la conformación de la república (1817-1819). Finalmente, un tercer momento abarcará los discursos referidos a la educación femenina a lo largo de la década de 1820, cuando la república chilena comenzaba a proyectarse a futuro, contemplando el rol fundamental que la educación debía cumplir para la consolidación definitiva del orden republicano.

Desde el inicio del periodo poscolonial, se asoma una incipiente superposición de conceptos y roles de las mujeres, que, frente a las necesidades surgidas de las circunstancias del conflicto, cruzaron el límite del ámbito privado y de su condición pasiva, para asumir funciones en campos de actividad pública (García López, 2011, p. 33-34; Grez, 1878, p. 6-7).

En este sentido, nuestra hipótesis sugiere que esta etapa puede considerarse como un momento transicional, no sólo en términos macro políticos, sino desde una perspectiva de alcances culturales, que impactó, de manera tenue, pero constante, en la redefinición de las subjetividades femeninas y de sus posibilidades educativas[4]. En este sentido, proponemos que si bien, a lo largo de este periodo, el acceso de las mujeres a nuevos espacios y opciones educacionales no cambió significativamente respecto al mundo colonial, su rol doméstico comenzó, poco a poco, a valorarse desde una perspectiva ciudadana y pública, consideración relevante para que, con el paso de los años, llegasen a ser incorporadas en las políticas estatales educacionales.

La educación femenina hacia los albores de la república

Según un censo realizado en 1812, año en el que el Congreso Nacional de Chile impulsó la creación del primer establecimiento escolar republicano – el Instituto Nacional –, solo un 10% de las mujeres del país sabía leer. En tanto, solo el 8% sabía escribir (Eltit, 1994, p. 19).

El censo daba cuenta de que solo una parte de las mujeres de la elite tenía acceso a instancias de estudios. Se trataba de una situación que resultaba del orden colonial que había regido sobre la sociedad chilena y que limitaba la educación femenina tanto en sus espacios como en sus posibilidades formativas (Egaña et al., 2003, p. 10).

El sistema hispano colonial había situado al arquetipo femenino en el recogimiento del hogar, asociando la definición de las mujeres a su condición de hijas, esposas, madres y dueñas de casa, o bien, al recogimiento del convento, como monjas[5]. Su educación se ordenó bajo dicho paradigma, fundado en la cultura cristiana, y con un modelo conductual limitado al fomento de las habilidades que sirvieran a tales roles[6].

La instrucción femenina contemplaba la formación en habilidades domésticas, lectura, escritura y doctrina religiosa. Los sacerdotes, en su rol de confesores, cumplían una función relevante como guías espirituales y morales de las jóvenes. Las mujeres de elite se educaban en casa, con sus madres o maestros particulares, agregando a su instrucción, en ocasiones, nociones de danza y música. Mientras, otras recibían similares lecciones en conventos y beaterios, pero estos no constituían escuelas públicas formales, de manera que la educación femenina se adscribía al mundo particular y privado[7]. En tanto, las mujeres de clases sociales inferiores raramente sabían leer o escribir (Toro, 2010, p. 29-33; Stuven y Fermandois, 2011, p. 307; Guerín, 1928, p. 87-88; Cruz-Reyes, 2002).

El relato del viaje que el marino inglés George Vancouver realizó a Chile hacia 1790 evidencia la falta de instrucción de las chilenas: “La educacion de las mujeres en Santiago es de tal manera descuidada que solo se encuentra entre ellas un corto número que sepa leer i escribir […] su educacion es mui imperfecta” (Vancouver, 1902, p. 64).

Hasta comienzos del siglo XIX, la falta de una educación científica e ilustrada en las mujeres no era considerada, por lo general, como un problema. La simplicidad de carácter en una joven podía asociarse a una formación refinada, para la cual bastaban la gracia, la agudeza y el ingenio (Pereira, 1978, p. 93-94). En este sentido, la ausencia de oportunidades para recibir una formación intelectual respondía a las necesidades educativas de las mujeres, definidas por su “deber ser” social, que las vinculaba al espacio doméstico, cumpliendo roles de naturaleza familiar. El hogar mismo, por tanto, también era concebido como una instancia privada, desasociado del mundo público y del quehacer político.

Sólo hacia las últimas décadas del siglo XVIII, en el marco del pensamiento iluminista, algunos intelectuales plantearon la posibilidad de revisar la posición social de las mujeres, derivada de sus oportunidades educativas (Socolow, 2016, p. 203-204[8]). No obstante, la mayoría de los ensayos que remiraron la educación femenina desde dicho enfoque, para abordarla como una problemática desafiante para la sociedad moderna, estructuraron sus discursos partiendo de premisas tradicionales.

En 1726, Benito Jerónimo Feijoo, por ejemplo, cuestionó el paradigma tradicional que definía a la naturaleza femenina como una inferior y desvirtuada, rescatando las bondades morales y capacidades intelectuales de la misma, pero situándolas en los espacios que hasta entonces le habían sido propios, como la familia y el hogar. En Emilio o sobre la educación (V), Rousseau también insistía en concebir una educación femenina diferenciada de la masculina sobre la suposición de la subordinación y el servicio que la mujer debía ofrecer al hombre.

Un cambio de estas orientaciones, por lo tanto, sólo podría advenir una vez que la definición y delimitación de los espacios y roles asociados al mundo femenino se replantearan desde ópticas renovadas. Para ello, inevitablemente, tendrían que cambiar las necesidades de la sociedad, proceso que surgiría al abrirse esta a un nuevo contexto político, enmarcado en los desafíos de sostener la independencia de Chile y de organizar su república.

Así había comenzado a ocurrir en Europa, tal como se evidencia en Francia hacia 1790. Los primeros planes de educación pública post revolucionarios incluyeron a las mujeres. Reconociendo que ellas no serían sujetos de derecho político, explicitaron para las mismas la valoración de su función social, estableciendo así un nexo entre el mundo privado del hogar y el espacio público, que encaminaría la redefinición del rol femenino para la república francesa:

Il est un sexe que la constitution de l’État n’appelle point à l’exercice des droits politiques, mais que la nature et nos moeurs ont destiné à une grande influence social. Son éducation, sans doute importante, est peut-être encore un de ces intérêts publics dont les lois sont forcées de remettre le soin aux moeurs (Plan d’éducation présenté a l'Assemblée Nationale au nom des instituteurs publics de l'oratoire, 1790, p. 6)[9].

El caso francés ofrece un buen ejemplo sobre los esfuerzos de la época, que pudo también servir de modelo a la construcción de los proyectos locales de Hispanoamérica a comienzos del siglo XIX. Las fuentes escritas del periodo, en el caso chileno, dan cuenta de una orientación similar, que abriría un periodo de transición para la definición del lugar de las mujeres hacia nuevos roles en la sociedad.

Subjetividad femenina en transición: los primeros años de independencia (1812-1813)

La atención de los líderes políticos e intelectuales de la independencia chilena se concentró sobre la educación que debían recibir los varones para procurar su virtuosa participación ciudadana en la construcción de un orden republicano (Serrano et al., 2012, p. 63-65; Serrano, 2008, p. 341; Serrano, 1993, p. 37-44). Juan Egaña, Manuel de Salas y Camilo Henríquez, principalmente, dejaron registro de dicha preocupación, que inspiró proyectos legislativos, columnas editoriales y ensayos sobre la materia[10].

No obstante, tal como ocurrió con el ejemplo francés recién expuesto, parte de la documentación dirigida a organizar un sistema educacional para Chile contempló la necesidad de definir el lugar que correspondería a las mujeres en la nueva república. Si bien no constituían ellas el objeto central de la preocupación estatal, comenzaron a asomar como uno de sus sujetos de atención, en la medida en que el éxito del proyecto autonomista republicano requería de la participación de todas las partes de la sociedad:

La raiz y fundamento de todas las ciencias es el leer, escribir y contar, artes necesarias para civilizar á los pueblos, y dirigirlos á su grandeza, y con todo ignoradas, ó poco sabidas de lo general de la nacion. No solamente los nobles y los ricos deberian ser adoctrinados en estos principios, sino los plebeyos, los artesanos, los labradores, y mucha parte de las mujeres (Aurora de Chile, n° 9, Santiago, 9 de abril de 1812).

Surgía así una consideración novedosa sobre el mundo femenino, que se plantearía, a partir de entonces, desde una perspectiva política. La primera señal fue presentada por el gobierno encabezado por José Miguel Carrera, a través de un artículo de oficio difundido en el periódico Aurora de Chile el 21 de agosto de 1812. En él, se hacía notar que la educación femenina había sido descuidada en tiempos del dominio español, anunciando la necesidad de revertir dicha situación e instalando esta materia como objeto de atención política y pública:

La indiferencia con que miró el antiguo Gobierno la educación del bello sexô, sino pudo ser un resultado del sistema depresivo, es el comprobante menos equivoco de la degradación con que era considerado el Americano: parecerá una paradoxa en el mundo culto, que la capital de Chile poblada de mas de cincuenta mil habitantes, no haya aun conocido una escuella de mugeres; acaso podria creerse à la distancia un comprobante de aquella máxima bárbara, de que el americano no es susceptibles de enseñanza (Aurora de Chile, n° 28, Santiago, 20 de agosto de 1812).

La falta de educación de las mujeres se asumía como un argumento ideológico para legitimar la opción política de Chile de distanciarse del pasado colonial y actuar como un estado autónomo. El planteamiento rescataba a las mujeres como miembros de una sociedad que, si aspiraba a cambiar, debía hacerlo, también, para y con ellas:

Ya es preciso desmentir errores, y sobre todo dar exercicio à los claros talentos del sexô amable: y para verificarlo con la decencia, religiosidad, y buen éxito que se ha prometido el Gobierno ordena que a exemplo de lo que se ha hecho en los Conventos de regulares, destine cada Monasterio en su patio de fuera, ò compazes una sala capaz para situar la enseñanza de niñas que deben aprehender por principios la religión, á leer escribir, y los demás menesteres de una matrona, à cuyo estado debe prepararlas la patria (Aurora de Chile, n°28, Santiago, 20 de agosto de 1812).

Pese a que las materias en las que se educaría a las mujeres serían, básicamente, las mismas que en el mundo colonial, la declaración revelaba un giro conceptual significativo. El gobierno chileno ordenaba habilitar aulas como un deber que competía al estado y que, así, se confirmaba como un asunto de responsabilidad política.

Por eso, la declaración se cerraba indicando que cada ayuntamiento dispondría “de sus fondos los salarios de maestras que baxo la direccion y clausura de cada Monasterio sean capazes de llenar tan loable como indispensable objeto” (Aurora de Chile, n° 28, Santiago, 20 de agosto de 1812).

Las mujeres debían proyectarse con un rol de matronas, pero su relevancia no debía comprenderse sólo desde el lugar del hogar, sino desde aquel de la patria. De este modo, se establecía un vínculo necesario entre el mundo doméstico y el de lo público que permitiría concebir a la familia como espacio de influencias desde una perspectiva republicana, así como a las mujeres, en el ejercicio de un rol de maternidad también republicana. Ellas tendrían una misión patriótica al interior del hogar, al transmitir una cultura que permitiría garantizar, en el seno de la sociedad, los valores cívicos y las virtudes de la república (Hurtado, 2012, p. 129)[11].

Se trata de un concepto que parece evocar el arquetipo romano de la matrona: una mujer cuyo rol de madre, aunque se circunscribía al ámbito doméstico, adquiría una dignidad reconocida en sociedad y avalada por la autoridad política. El bien de su propia educación, por tanto, no se volvería ya sobre sí misma, sino que se proyectaría como un bien social, pues una madre ilustrada contribuiría a la correcta formación de ciudadanos (Hurtado, 2012, p. 131-133).

Tal era la disposición a partir de la cual comenzaría a configurarse, retóricamente, un nuevo arquetipo de las mujeres en el imaginario de la república. Así también lo expresaban el proyecto de constitución del Estado de Chile, de Juan Egaña, publicado en 1813, y el Reglamento para los maestros de primeras letras, publicado en El Monitor Araucano el 9 de junio de 1813.

Mientras que el Título XI del proyecto constitucional, enfocado en educación, dedicaba el primer artículo (n°215) a anunciar el establecimiento de un instituto nacional y de sus réplicas provinciales, los cuatro artículos siguientes orientaban su atención a las mujeres.

El proyecto declaraba:

En las atenciones del instituto nacional deben comprenderse las casas de huérfanos, hospicios de pobres i, sobre todo, un colegio de mujeres, donde, a mas de la instruccion i educacion nacional proporcionada, aprendan los oficios, i artes mas compatibles a su sexo (“Proyecto de Constitución para el estado de Chile, compuesto por don Juan Egaña, miembro de la comisión nombrada con este objeto por el Congreso de 1811, i publicado en 1813 por orden de la Junta de Gobierno”, 1813, Sesiones de los Cuerpos Legislativos de Chile (SCLCh), Título XI, art. 216, T. II).

Aun cuando, en este artículo, las mujeres quedaban contempladas en la enumeración de grupos sociales subordinados, como huérfanos y pobres, su mención permitía incluirlas en la proyección de las políticas públicas definidas por este proyecto. No sólo se hacía referencia a los quehaceres propios de su femineidad, sino que se hablaba de proporcionarles instrucción y educación nacional, lo que, seguramente, aludía a su formación básica en primeras letras, incorporándolas así en el plan político educacional.

Esta perspectiva permitía, luego, proyectar también en las mujeres un rol que contribuyera al fortalecimiento del proyecto republicano:

En los colejios se educarán i auxiliarán gratuitamente mujeres, que despues se destinen en sus cosas particulares (que habitarán repartidas por las prefecturas) a enseñar a las jóvenes de sus respectivos barrios aquella educacion, costumbres i ejercicios que aprendieron en el instituto […] (“Proyecto de Constitución para el estado de Chile…”, 1813, SCLCh, Título XI, art. 217, T. II.)[12]

La misión declarada confirmaba el tránsito de esta labor docente femenina, antes limitada al mundo privado, de las madres a las hijas, hacia un espacio de desempeño público y dignificación patriótica, que quedaba amparada en la regulación propia de una condición de servicio de Estado:

[…] visitándolas i velando sobre su conducta los jefes i ministros del instituto i la censura, a fin de que su vida sea la mas calificada i virtuosa; declarándose su destino por de los mas honrosos i distinguidos de la república (“Proyecto de Constitución para el estado de Chile…”, 1813, SCLCh, Título XI, art. 217, T. II.).

El Reglamento para maestros de primeras letras (El Monitor Araucano, n° 36, 29 de junio de 1813, p. 117) apuntó a la misma dirección y en términos similares, en sus artículos XIII y XV, elevando la dignidad de una labor docente que podrían ejercer hombres y mujeres, como un servicio a la patria. La importancia del oficio estaría dada desde una perspectiva política y su desempeño se fomentaría explícitamente entre las mujeres: “En dichos colejios se dará también educación a todas las jóvenes que quieran concurrir, haciéndola gratuita en cuanto sea posible, a discrecion de la censura” (Reglamento, 1813, p. 117).

Pese a que no se las consideraba como ciudadanas aún, el enfoque desde el cual se hacía referencia a su lugar en la república sí ponía a las mujeres al servicio de la formación virtuosa de una sociedad cívica y de sus familias republicanas. De esta manera, su incorporación al proyecto político reconocía, de manera temprana para el proceso independentista, la importancia de las mujeres en la generación de opinión pública y en la formación de una adecuada ciudadanía, en un doble sentido. Por una parte, en tanto ser susceptible de ser educada, como parte de la nueva etapa de libertad que se abría con la república, demostrando los valores de las modernas sociedades inspiradas por el espíritu de la ilustración. Por otra, en tanto formadora, como maestra de las nuevas generaciones que se educarían en el contexto del cambio que suponía una república en construcción.

Así se manifestaba también en la columna del patriota David Parra y Beder, publicada en El Monitor Araucano el 21 de agosto de 1813. En ella, el autor sugería que las mujeres se dignificaban a través de la causa patriótica, mientras que darían cuenta de una aborrecible condición cuando adherían, en cambio, al bando realista.

Para este último caso, el autor hablaba de “las sarracenas”, aludiendo a su naturaleza infiel, que se expresaría incluso estéticamente. “El talento y el amor de la Patria hermosean à una mujer mas que todas las gracias: y Yo tengo observado que el Sarracenismo se generalisa entre las feas é ignorantes” (El Monitor Araucano, n° 58, 21 de agosto de 1813, p. 219).

La crítica no se realizaba a estas mujeres sólo por el hecho de apoyar una causa contraria a la autonomía republicana, sino porque dicha postura podía jugar en contra del bando patriota, al tener ellas el poder de influir sobre otras personas:

Nos equivocamos: el influjo no està reservado á los que sufragan en las Asambleas del Pueblo, ó se acercan al Gobierno. Estas oradoras del sarracenismo inoculan sus ideas á los domesticos: estos las extienden á sus corresponsales: a cada referencia se añade alguna novedad, que alfin reunida con otras componen un todo de imposturas degradantes: y como el vulgo naturalmente se inclina à lo nuevo, y su ignorancia no le permite entrar en crítica, autorizándolo por otra parte para un juicio libre la impunidad que observa en las promovedoras de estos excesos se engrosa de dia en dia el partido antipatriótico (El Monitor Araucano, n° 58, 21 de agosto de 1813, p. 220).

La mujer comenzaba a ser considerada, desde su espacio doméstico, como una voz activa – para bien o para mal – en la construcción de la política de su tiempo. Asimismo, el hogar y el mundo privado serían reconocidos, paulatinamente, como espacios de influencias que conectaban con el quehacer exterior, en el contexto de una sociedad que buscaba delinear discursivamente sus ámbitos de definición y ejercicio republicanos.

Las mujeres como sujeto político en el debate público: 1817-1819

Los proyectos educacionales para la configuración republicana de Chile se vieron interrumpidos entre 1814 y 1817 con la recuperación del gobierno por parte de los realistas. Su aplicación inicial, además, se había dificultado por circunstancias materiales, como la carencia de maestros y libros para la implementación de escuelas a lo largo del territorio, y la falta de adhesión de la población al proyecto, al no comprender su relevancia[13].

No obstante, la actividad política de las mujeres en dicho periodo demostró que continuaban avanzando en su participación en el quehacer público, en el marco de las luchas entre el imperio español y la causa independentista (Peña, 1997, p. 235-252; Grez, 1878; Serrano y Correa, 2010). Muchas de ellas actuaron durante esa etapa como espías y articuladoras de redes de información, siendo reconocidas o sancionadas por los gobiernos de turno y constituyéndose en objeto de debate y reflexión en la prensa de la época (García López, 2011, p. 35-37). De esta manera, el trayecto hacia una condición, al menos retórica, de la mujer como sujeto político o de alcance público mantuvo cierta continuidad.

Precisamente, en 1817, en el tránsito de recuperación del gobierno por parte de los patriotas chilenos, surgieron nuevas críticas hacia aquellas que apoyaban la causa realista. En una columna publicada en la Gazeta de Santiago de Chile, que parece rememorar el texto de David Parra publicado en el Monitor Araucano, su opción política se asociaba a una condición de inmoralidad que se transmitía incluso en su apariencia, asociándose ética y estética: “Ya se ha dicho otras veces que las anti-patriotas en lo general son feas, ó viejas, ó rudas, y no hay pasion tan extravagante que se dedique á semejantes objetos” (Gazeta de Santiago de Chile, n° 7, 2 agosto de 1817, p. 3).

La falta de belleza, cualidad tradicionalmente asociada al arquetipo de la mujer virtuosa, les restaba así femineidad. Junto con esto, se hacía ver la necesidad de detener su actuar y corregirlas, advertencia que, nuevamente, reconocía que su opinión gravitaba en el medio social y político, aun cuando esta resultara de la influencia que ejercieran los hombres sobre ellas. Las mujeres debían dejar de ser consideradas como sujetos pasivos e impunes, al margen de la política:

Ya no pueden escucharse con indiferencia las repetidas declamaciones contra la osadía de algunas mujeres que se declaran enemigas de la libertad de la patria. Lisonjeadas de las consideraciones que la educación y el hábito de respeto tienen consagradas á su sexo, se juzgan defendidas por un privilegio de absoluta impunidad para verter la opinion que aprendieron del hombre que las halagaba, del perverso confesor que se las enseñó como un dogma, ó del realista que las sostiene. Estas tres clases triunfan de su ignorancia (Gazeta de Santiago de Chile, n° 7, 2 agosto de 1817, p. 3).

Su opción partidista se asociaba a su falta de educación: su ignorancia las haría objeto de manipulaciones por parte de los varones. A los juicios expresados por el columnista subyacía por contraposición el arquetipo de la mujer patriota: ella sería estéticamente hermosa, moralmente buena y académicamente instruida, capaz, por tanto, de aportar a la construcción de la república.

De este modo, se hacía un llamado a las mujeres a educarse, para acercarse a la verdad de la causa patriota, opción que aparece como una propia de personas instruidas e inteligentes:

Beatas infelices: leed tantos papeles incontestables que han escrito hombres sabios y virtuosos para desengañaros de esas máximas absurdas, del recuerdo de un juramento que jamas ha existido, de la sumicion a una potestad nula despues que la han desconocido los pueblos, y en fin de consagrar como un principio divino la magestad humana y la esclavitud de los que eligen y quitan los reyes […] Si se consigue este paso, estoy cierto que vais á decidiros por la patria, á no ser que pongais el corazon en contradiccion con el entendimiento, ó que no tengais el necesario para distinguir lo bueno y lo malo (Gazeta de Santiago de Chile, n° 7, 2 de agosto 1817, p. 3-4).

El autor cerraba la columna sugiriendo a las realistas educarse fuera del hogar, en un establecimiento de corrección para “depurar sus errores” (Gazeta de Santiago de Chile, n° 7, 2 de agosto 1817, p. 4). Además, provocaba a las lectoras que quisiesen a responderle, con el apoyo de algún teólogo, para argumentar en favor de la causa realista y abrir un debate con el editor.

La respuesta de una realista no tardó en llegar. La autora se definía a sí misma como una “mujer cristiana y bien educada” (Gazeta de Santiago de Chile, n° 10, 23 de agosto 1817, p. 2.), que se mantenía al margen de las tertulias, tan propias, indicaba ella, de las patriotas. Luego, afirmaba que no requería de un teólogo para sostener su opción política. Basándose en argumentos referidos a la legitimidad que la Iglesia confería a la Corona y a su percepción de hallarse bajo la tiranía de un gobierno patriota, la autora apostaba a su interlocutor que, de estar equivocada, ella ingresaría al establecimiento de corrección que él había sugerido en su nota previa.

Aun cuando las afirmaciones de la autora fueron refutadas a continuación, el caso revela el paulatino surgimiento de la voz pública femenina por parte de mujeres que se consideraban educadas y que, en base a eso, opinaban políticamente.

Algunos meses más tarde, otra mujer, Mercedes Rosales de Solar, hizo pública su opinión y opción patriota en la Gazeta de Santiago de Chile, observando que su condición sexual no debía marginarla de su deber político: “mi sexo no me dispenza de las obligaciones de Chilena” (Gazeta de Santiago de Chile, n°3, 24 de enero 1818, p. 9). Aludiendo a lo que ocurría en otros países, Mercedes Rosales indicaba que todos deberían asumir un compromiso con la libertad del país, cada cual en su correspondiente rol. Ella misma había ofrecido sus servicios al bando independentista, colaborando con hilas para los hospitales.

La auto-representación que ofrece en su carta, como activa participante de la causa patriota, la acerca a una condición retórica de ciudadana, aún sin serlo en términos jurídicos: “No me miro menos interesada que los demás ciudadanos en la libertad y honor de la PATRIA, y feliz yo si en lo sucesivo puedo tener la gloria de consagrarle cuantos servicios estén a mi alcance”[14].

No se trataba de un caso aislado. En la misma época, el gobierno chileno apeló también al deber de las mujeres de aportar a la causa, asumiendo desde el rol doméstico que les correspondía, una tarea que tendría una vocación pública. Aun cuando consistiera en la donación de hilas, su tarea, en este sentido, se homologaba discursivamente a la de una labor ciudadana: “El bello sexo tan interesado en nuestra Libertad, y tan apreciador de su INDEPENDENCIA, como los demás ciudadanos debe prestar para conservarla servicios análogos a su clase y delicadeza” (“Bando dado en el Palacio Directorial de Santiago”, 6 de marzo de 1818. Archivo O’Higgins, Santiago: Imprenta Universitaria, 1951, Tomo X, p. 369).

El formarse en las labores propias de lo femenino había dejado de ser una actividad restringida al ámbito privado. Aun cuando la educación de las mujeres mantuviese los mismos contenidos, los discursos expuestos dan cuenta de un paulatino giro conceptual que iría instalando al arquetipo de la mujer patriota para habilitarla, poco a poco, en una condición proto-ciudadana. A lo largo del proceso independentista, había llegado a reconocerse que, desde su lugar doméstico, las mujeres tenían una función política: la de educar e influir sobre los futuros ciudadanos.

Este reconocimiento se expresa en la sesión extraordinaria del Senado del 16 de marzo de 1819. En ella, el patriota José Antonio Rodríguez retomaba la preocupación por abrir un establecimiento educacional femenino, atendiendo al rol de influencia que las mujeres ejercían como esposas o madres, y que, apelando a ejemplos del mundo grecolatino, se representaba como un arquetipo histórico:

¡Cuándo se ideará otro igual establecimiento para que nuestras jóvenes, émulas de las Gracias, puedan cultivar su espíritu! […] Nadie, creo, desconocerá la influencia de ese sexo sobre las costumbres del nuestro. Las repúblicas de Grecia i Roma le debieron, en la mayor parte, sus costumbres, sus proezas, la ilustracion i el buen gusto. De boca de Aspasia oia máximas de filosofía Sócrates i de política Perícles. La ilustre Cornelia doctrinaba en su varonil elocuencia a sus hijos, los Gracos, i el mismo Ciceron estudió los primores del latín en el trato de Lelia i de las Mucias i Licinias (“La reunión del Colejio Seminario al Instituto Nacional justificada en el hecho i en el derecho”, 16 de marzo de 1819, SCLCh, Tomo II, p. 366).

La virtud femenina podía, entonces, asociarse a la instrucción de las mujeres desde el arquetipo de la mujer patriota. Así comenzaba a asomarse la necesidad de replantear su educación para redefinir sus posibilidades de aportar a la construcción de la sociedad republicana.

La tarea no era sencilla; se debía combatir aún contra prejuicios socioculturales. Una columna publicada en El Sol, el 7 de agosto de 1818, daba testimonio de ello. Su autor comentaba haber escuchado a algunas personas decir que no era conveniente que las jóvenes aprendieran idiomas extranjeros, como francés e inglés, ya que podrían acceder a libros prohibidos.

Con espanto, el autor de la columna advertía sobre estos prejuicios, pues, en su opinión, la instrucción femenina necesitaba avanzar hacia una preparación académica:

Dese á la juventud de ambos sexos una educacion sólida é ilustrada; í el ejemplo de las buenas costumbres; í de este modo no tendran necesidad las madres de escuchar lo que conversan sus hijas (El Sol, n° 6, 7 de agosto de 1818, p. 8).

Desde esta perspectiva, el modelo tradicional de educación femenina no parecía suficiente. Así opinaba también el autor de una columna titulada “Bello sexo”, publicada en El telégrafo en 1819. Aunque el tema central se refería a la legitimidad del divorcio, parte importante del escrito se orientó a problematizar sobre la naturaleza de la educación femenina.

El artículo iniciaba aludiendo al tópico sobre la mujer como la causa de los males, tan común a la tradición literaria y cultural de occidente: “La porcion mas amable de la especie humana […] es la que causa frecuentemente en la sociedad los mayores estragos” (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 23, 3 de agosto de 1819, p. 1). No obstante, decía el autor, la razón de esta condición no sería la naturaleza femenina, sino su falta de buena educación, motivada por el lugar de subordinación al que las mujeres se habían visto históricamente relegadas:

Mui raros son los países en donde no ha cabido en suerte a las mujeres el ser tiranizadas […] Los europeos, a pesar de la aparente deferencia que afectan a sus mujeres ¿las tratan verdaderamente de un modo mas honroso? Negándoles una educacion mas sensata, no alimentándolas sino con insulseces i bagatelas, no permitiéndoles que se ocupen mas que con, juguetes, modas i adornos, no inspirándolas sino el gusto de los talentos frívolos, ¿no les manifestamos nosotros un menosprecio real encubierto bajo las apariencias de la deferencia i el respeto? (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 23, 3 de agosto de 1819, p. 1-2).

En la crítica, se asoma una definición cultural de lo femenino derivada de un modelo social impuesto históricamente a las mujeres, que se alejaba del paradigma tradicional, vinculado a la noción de una condición natural de este sexo. El autor no creía en la naturaleza inferior de las mujeres, sino en una situación derivada del lugar y de la educación que se les había impuesto. En un sistema centrado en la instrucción de habilidades domésticas y de “un poco de música, baile i adornos” (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 23, 3 de agosto de 1819, p. 2), sólo se lograría moldear mujeres caprichosas, insensatas y frívolas; un modelo contradictorio si, paralelamente, se esperaba de ellas una conducta decente, pudorosa e inocente.

Por eso, el autor llamaba a cambiar el sistema educativo femenino, orientándolo a la formación de “buenas ciudadanas, esposas capaces de merecer la estimacion i de fijar el corazon de sus maridos, i buenas madres de familia” (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 23, 3 de agosto de 1819, p. 2). El rol de la mujer no cambiaba; su función seguía siendo el tradicional, definido desde el interior del hogar, pero su vocación adquiría un sentido político. La alusión a las mujeres como ciudadanas no se realizaba desde una categorización civil o jurídica, pero sí social y cultural de las mujeres como madres y, por ende, en cuanto “fuente que debiera dar ciudadanos a la Patria” (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 36, 21 de septiembre de 1819, p. 1).

El autor no precisaba el contenido que debía abordar este nuevo modelo educacional. De todos modos, sí promovía una instrucción que sirviera para cultivar el entendimiento y formar mujeres de razón y de sabiduría, respetables en esa condición y valorables por el servicio que podrían prestar al proyecto social y patriota:

Respetaos a vosotras mismas, mujeres amables, para imprimir el respeto que os es debido; dejad esas frivolidades que una falsa educacion os ha hecho mirar como objetos importantes. Cultivad, cultivad ese entendimiento fino, esa imajinacion viva que os ha dado Naturaleza. Sed apreciables por vuestra instrucción i costumbres […] Contribuid con vuestro ejemplo a la reforma de esos séres fútiles i holgazanes que infestan la sociedad, conquistadlos para la patria, atraedlos a la virtud (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 36, 21 de septiembre de 1819, p. 2).

La apelación a las mujeres es enfática, invitándolas a transitar desde la privacidad de su espacio hacia el carácter político de su función y ubicándolas así en el epicentro del proyecto republicano. Su tono llamaba a promover entre ellas una actitud participativa, que las elevaba por sobre su condición subordinada y que, al interior del hogar, podría conferirles incluso un empoderamiento social que fortalecería la legitimidad de su rol: “Entonces reinareis sobre nosotros de un modo mas seguro que con unos vanos adornos i galanterías e intrigas que os harían menos preciables” (“Bello sexo”, El telégrafo, n° 54, 10 de diciembre de 1819, p. 3)[15].

Comenzaban, así, a emerger voces en el debate público que instalarían la posibilidad de pensar el rol de las mujeres desde una redefinición de sus posibilidades y oportunidades educacionales.

En vías de “universalizar” la educación: las mujeres a la escuela (1820-1830)

La consolidación de la autonomía de Chile a partir de 1818 permitió, por una parte, retomar los esfuerzos políticos y sociales que se habían iniciado en los primeros años de lucha por la independencia y, por otra, fortalecer los proyectos para consolidar un orden republicano. Uno de ellos consistía en la construcción de un sistema educacional público.

El gobierno chileno buscó recuperar las iniciativas previas, logrando la reapertura del Instituto Nacional el 20 de julio de 1819 (“Proclama del Senado Conservador sobre el restablecimiento del Instituto, en 1819”, Centenario del Instituto Nacional: 1813-1913: breve reseña histórica, Santiago, Imprenta, Litografía i Encuadernación Barcelona, 1913, p. 153-157). Luego, los esfuerzos se centraron en ampliar el alcance de los proyectos educacionales públicos y privados, lo que contempló a las mujeres bajo una nueva consideración. La voluntad del gobierno se orientó hacia universalizar la educación, lo que incluía a grupos antes marginados, socioeconómica o culturalmente[16].

Prueba de esta intención fue la instauración, a principios de 1822, de una sociedad lancasteriana que permitiera la implementación de un sistema homónimo, consistente en un método de enseñanza que se apoyaba en los estudiantes mejor preparados para ayudar en el aprendizaje de sus compañeros.

En un decreto promulgado el 17 de enero de 1822, el Dictador Supremo, Bernardo O’Higgins, formalizó dicho sistema, declarando que se buscaba ofrecer a todos, “sin excepción de calidad, fortuna, sexo o edad, la entrada a las luces” (Gazeta Ministerial de Chile, n° 28, tomo III, 19 de enero de 1822. En Archivo O’Higgins, Tomo XXIX, p. 135). La condición sexual pasaba a ser un criterio más de diferenciación, pero a la vez, y por lo mismo, uno de consideración. Su principal impulsor, Diego Thomson, creía necesario empeñarse por igual en la educación de hombres y mujeres (Amunátegui, 1895, p. 48).

Afirmaciones muy similares se reiteran en otros documentos que aludieron al sistema lancasteriano, sugiriendo que la consideración de las mujeres, entre otros grupos sociales, en el sistema educacional público, comenzaba a normalizarse en los discursos de la época.

Un informe sobre las escuelas de mutua enseñanza, enviado por Manuel de Salas al ministro Joaquín Echeverría, el 22 de mayo de 1822, reafirmaba ese enfoque. Salas concebía en el sistema lancasteriano una alternativa para ampliar las oportunidades educacionales, condición necesaria para que el país alcanzara un estado de prosperidad. Y ello, indicaba, “no se conseguirá sin generalizar en todas las clases, sexos y edades” (Salas, 1914, p. 642).

Salas no establecía distinciones. Para todos, afirmaba, se habían impreso materiales que permitirían la enseñanza de la lectura, aritmética, gramática, moral y religión. Según su testimonio, los esfuerzos ya se habían iniciado para incorporar a “niños pobres” (Salas, 1914, p. 641) a este sistema, para los que se contaba con una sala financiada por el Cabildo y con una escuela formada por “un joven instruido y juicioso”, frente a la Catedral de Santiago. Esta última, agregaba Salas, esperaba pronto incorporar una escuela para niñas, que, aunque separada, buscaría ofrecer una educación similar (Salas, 1914, p. 641).

De este modo, hacia 1822, el discurso sobre la necesidad de educar a las mujeres en un sistema de orientación pública no parecía ya desusado. Al menos, no se hacía necesario fundamentar esta necesidad, sino más bien ordenar los esfuerzos hacia su implementación.

La Constitución Política promulgada el 23 de octubre de 1822 lo confirmaba. En un afán por dar “toda la extensión posible en los ramos del saber, segun lo permitan las circunstancias” (Constitución Política del Estado de Chile, promulgada el 23 de octubre de 1822, Título VII, art. 233, 1822, p. 73), el documento mandataba la instalación de escuelas públicas de primeras letras en toda población, para lo cual se apoyarían en la infraestructura y recursos de los conventos de religiosos, así como en los monasterios de monjas “para con las jovenes, que quieran concurrir á educarse en las escuelas públicas, que deben establecer” (Constitución Política del Estado de Chile, promulgada el 23 de octubre de 1822, Título VII, art. 233, p. 73).

La implementación de estas disposiciones no fue inmediata, pero refleja un cambio en los discursos y un giro en la definición del lugar de las mujeres en la sociedad chilena. Hacia el momento de la abdicación del Director Supremo, Bernardo O’Higgins, el 28 de enero de 1823, habrían existido dos escuelas de primeras letras para mujeres (Guerin, 1928, p. 90).

Comenzaba a consolidarse así un interés político, social y gubernamental por la educación femenina, que continuaría creciendo a lo largo de la década de 1820. Prueba de ello queda en evidencia en las cartas del intelectual José Joaquín de Mora, quien arribó a Santiago desde Buenos Aires a comienzos de 1828, invitado por el gobierno para hacerse cargo de la educación pública chilena.

En cartas a su amigo Florencio Varela, Mora manifestaba su conmoción por las responsabilidades y expectativas que los chilenos proyectaban no sólo sobre él, sino también sobre su esposa, Fanny Delauneux: “Madama se halla sitiada por el gobierno y por las señoras para fundar una casa de educación en grande, ofreciéndole un local gratis, y asegurándole cuantas jóvenes quepan en la casa” (“Cartas de don José Joaquín de Mora a don Florencio Varela”, Santiago, 15 de febrero de 1828).

Delaneux había dirigido un colegio en Buenos Aires y eso llevó al gobierno y a la elite chilena a pensar en ella para implementar un proyecto similar en el país. Las cartas de su esposo atestiguan el entusiasmo y la insistencia de las familias santiaguinas por contar con una escuela para sus hijas (“Cartas de don José Joaquín de Mora a don Florencio Varela”, Santiago, 27 de febrero y 8 de marzo de 1828), expectación corroborada por el diario La Clave (n° 99, 5 de julio de 1828, p. 391), que consideraba que la carencia de instituciones educativas femeninas constituía uno de los grandes vacíos de las instituciones públicas.

De este modo, el 5 de mayo de 1828, comenzó a funcionar el primer colegio para señoritas en Santiago, con 40 alumnas, incluidas las hijas del presidente Francisco Antonio Pinto (“Cartas de don José Joaquín de Mora a don Florencio Varela”, Santiago, 11 de mayo de 1828). Con el transcurso de los días, el número de estudiantes aumentó hasta 60, todas “hijas de los primeros funcionarios públicos, y de las familias mas distinguidas de la República” (La Clave, n° 99, 5 de julio de 1828, p. 392).

Su programa incluía religión y moral cristiana, lectura y escritura inglesa, lengua francesa, aritmética, geografía, gramática y ortografía de la lengua castellana, geografía, bordado, costura, dibujo y música (La Clave, n° 99, 5 de julio de 1828, p. 391-392; Aedo-Richmond, 2000, p. 38; Pereira, 1978, p. 126; Labarca, 1939, p. 91). La propuesta, así, mantenía el carácter femenino de la formación, pero se abría, al mismo tiempo, a ámbitos que antes eran propios de la educación masculina y que, en términos de sus resultados, alcanzaban la misma o, incluso, mayor calidad[17].

Poco tiempo después, en septiembre de 1828, el matrimonio Versin, también proveniente de Buenos Aires, abrió un nuevo colegio para señoritas en Santiago, en calle Morandé 24. Su programa incluía moral cristiana, lectura, gramática y ortografía castellana, escritura y principios de aritmética, costura, bordado y canto, ofreciendo, además, electivos de francés, geografía y piano (La Clave, n° 11, tomo 2, 16 de agosto de 1828).

Aunque estos establecimientos tuvieron una corta existencia, la iniciativa sentó un impulso importante y decidido para la educación académica femenina. Si bien se mantenían restringidos aún para una elite y gran parte de la población podría mirarlos con recelo (Labarca, 1939, p. 91), su implementación atestigua que, paulatinamente, las posibilidades educativas para las mujeres comenzaban a ampliarse.

Estas iniciativas se habían antecedido de la instalación retórica y conceptual de nuevos roles y arquetipos femeninos. Así, permitieron redefinir las subjetividades femeninas desde el discurso, en un periodo de transición que explica que, para la segunda mitad del siglo XIX, las oportunidades educacionales para las chilenas, con una mirada política y un sentido público, se expandieran decididamente.

Conclusiones

La organización de la república durante sus primeras décadas (1810-1830) requería formar ciudadanos para su habilitación en el ejercicio político y civil. Esto implicaba generar aprendizaje y aprehensión de un ethos nacional, proceso que necesitaba que toda la comunidad cívica se ordenara en función de los mismos objetivos.

Las mujeres, en este sentido, no fueron la excepción. Las interrelaciones de género se hacían necesarias en ese contexto – tanto para el proceso de independencia como para el de organización de la república –, lo que permitió instalar, sutil y progresivamente, el vínculo de las mujeres con la educación y la cultura en la esfera de lo público (Hurtado, 2012, p. 123).

Aun cuando, durante la primera mitad del siglo XIX, los colegios particulares de niñas constituyeron su principal fuente de instrucción, y el acceso al conocimiento, para ellas, se mantuvo limitado por una condición subordinada y restricciones socioeconómicas, la educación femenina adquirió paulatina importancia política en este periodo. Así, fue conformándose en objeto de atención pública, con miras a la construcción de un imaginario republicano y una ciudadanía ad hoc.

Los avances alcanzados desde mediados del siglo XIX para la incorporación cada vez más masiva de las mujeres en los diversos niveles educativos sólo pueden comprenderse bajo la consideración de los procesos discursivos y culturales que los antecedieron. Las primeras décadas de dicha centuria constituyen un proceso transicional, mediante el cual las subjetividades femeninas se replantearon en los discursos para vincularlas desde su rol doméstico tradicional al quehacer político de la naciente república.

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Notas

1 Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto FONDECYT N°1180056, “Recepción clásica, tradición y novedad en los proyectos, ideas y discursos educacionales para Chile republicano (1810-1833)”.
2 Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andres Bello, Chile. Campus Casona de Las Condes, Fernández Concha 700, Las Condes, Santiago, Chile.
3 Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andres Bello, Chile. Campus Viña del Mar, Quillota 910, Viña del Mar, Chile.
4 Por subjetividad femenina aludimos a la expresión histórica y particularizada de las posibilidades culturales del ser mujer, la que pudo ser objeto de paulatino cambio, en la medida en que la conceptualización de los roles de las mujeres, en el marco de la configuración de una nueva sociedad republicana, también lo fue (Martínez-Herrera, 2007, p. 80).
5 Dupré, 1998, p. 19.
6 Guy Bechtel (2001) afirma que en el imaginario católico medieval es posible advertir también algunos arquetipos negativos femeninos derivados de los roles tradicionales de las mujeres. Estos son los arquetipos de la puta – es decir, la libidinosa –, la bruja – la compañera del diablo – y la tonta.
7 Amanda Labarca afirma que el sacerdote José Ignacio Zambrano pretendió abrir una escuela para mujeres, anexándola a una que ya existía para niños, pero que fue tanta la oposición a esta iniciativa, que en 1803 tuvo que renunciar a ella (Labarca, 1939, p. 64-65).
8 En este libro, destaca el documento rescatado como anexo 15, “Reflexiones sobre la educación de las mujeres. Traducidas del célebre Lecrec, por una Señora Porteña”, del Telégrafo mercantil de Buenos Aires, 18 de octubre de 1801 (Socolow, 2016, p. 265-266).
9 El Plan de Educación Pública francés de 1790, en su Título VI (p. 33-34), exigía contar en cada comunidad con una escuela para niñas menores de 12 años, lideradas por una institutriz que enseñaría lectura y escritura, “artes domésticas” y catecismo en los días domingo.
10 Véase, entre otros: Henríquez, Camilo, “Discurso sobre la Educación”, Aurora de Chile, n. I.9 y 10, 9 y 16 de abril de 1812; “Plan de organización del Instituto Nacional de Chile”, Aurora de Chile, n. I.19, 18 de junio de 1812; “Reglamento para los maestros de primeras letras (18 de junio de 1813)”, El Monitor Araucano, n. 36, 29 de junio de 1813; Salas, Manuel de, “Sobre la Instrucción y Educación”, El Mercurio de Chile, in Escritos de don Manuel de Salas, Santiago, Impr. Barcelona, 1914, T. III, p. 34-40; Egaña, Juan, Reflexiones sobre el mejor sistema de educación que puede darse a la juventud de Chile, escrita por superior orden del Congreso Legislativo del Reyno. AHNCh., Fondos Varios, 1811, Ms. Vol. 796, fs. 3-7.
11 Serrano et al. (2012, 81) se refieren a la educación femenina como una instancia que debía transformar el ámbito doméstico para hacer de la familia una pequeña república. No obstante, su observación refiere a un esfuerzo que se hizo evidente a mediados del siglo XIX, aunque nos parece que éste se asoma, sutilmente, desde el periodo independentista.
12 La transcripción se ha realizado de manera textual, pero es muy probable que el término “cosas” haya correspondido a “casas”.
13 Así lo observó Tomás Vicuña, comisionado para la inspección de escuelas en 1812, quien lamentaba que, a fines de ese año, sólo funcionaban 7 escuelas para 664 niños, mientras la población se calculaba en 50 mil habitantes (Aurora de Chile, n° 45, 17 de diciembre de 1812, Tomo 1, p. 3; Guerín, 1928, p. 88; Pereira, 1978, p. 126; Stuven y Fermandois, 2011, p. 308).
14 Gazeta de Santiago de Chile, n°30, 24 de enero 1818, p. 9. Mercedes Rosales encarna al arquetipo de la mujer patriota. Su biografía la instala en la coyuntura de los espacios privados y públicos, en este periodo de transición de los roles femeninos hacia el quehacer político. Fue hija de Juan Enrique Rosales, miembro de la primera Junta de Gobierno en 1810; madre del estadista Vicente Pérez Rosales, en su primer matrimonio con José Joaquín Pérez; y luego, esposa de Felipe Santiago del Solar, financista de las campañas independentistas. Mary Graham la conoció en 1822, describiéndola en su Diario de mi residencia en Chile ([19--], p. 264) a partir de su apariencia y educación: “Es una hermosa y distinguida señora; conoce bastante bien la literatura francesa y habla esta lengua con perfección […] Tenía junto a ella una pequeña mesa con libros y útiles de costura”. Mercedes cumplía con el modelo de hija, esposa y madre, también con el de dueña de casa, pero lo suficientemente educada para generar por sí misma un compromiso político, simbiosis que se representaba en los objetos expuestos en la mesa descrita por Graham. Su compromiso político debió reconocérsele cuando, en 1840, solicitó a la Comisión de Hacienda del Congreso Nacional la condonación de una deuda al fisco que sostenía con el estado su difunto esposo. Cámara de Senadores, Sesión 15ª del 20 de julio de 1840, SCLCh, Tomo XXVIII (1840), p. 311.
15 Esta tercera parte de la columna fue derivada a la Junta Censoria, a solicitud de un recurso interpuesto por fray Tadeo Silva al Senado, el 20 de diciembre de 1819. El motivo de preocupación no fue, de todos modos, la propuesta relativa a la educación femenina, sino las críticas al celibato y las sugerencias a la legitimidad del divorcio, incluidas en el mismo texto. “Bello sexo”, Anexo 688, SCLCh, 20 de diciembre de 1819, Tomo III, p. 467-470.
16 Es necesario distinguir entre la voluntad declarativa y sus alcances prácticos. Aunque la educación republicana apuntaba teóricamente al beneficio de todos los ciudadanos y manifestaba una intención universalista, la ciudadanía en este periodo se definió por criterios censitarios, exigiendo requisitos de propiedad, finanzas y ocupación (Núñez, 2015, p. 5-16).
17 Así lo atestiguaba el diario La Clave, a principios de 1829, al presenciar los primeros exámenes públicos de las alumnas, frente al vicepresidente de la República, Manuel Blanco Encalada: “ejecutan con la mayor destreza las operaciones fundamentales de los números enteros y quebrados; traducen y leen con admirable facilidad, unas en la lengua inglesa, y otras en la francesa […] resuelven los problemas mas complicados de la geografía practica, y escriben con una perfeccion que no es comun ni entre los hombres” (La Clave, n° 70, tomo 2, 15 de enero de 1829).
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