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Iglesia, desarrollo y Alianza para el Progreso en Chile (1961-1970)
Froilán Ramos Rodríguez
Froilán Ramos Rodríguez
Iglesia, desarrollo y Alianza para el Progreso en Chile (1961-1970)
Church, development and Alliance for Progress in Chile (1961-1970)
História Unisinos, vol. 25, núm. 1, pp. 108-121, 2021
Universidade do Vale do Rio dos Sinos
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Resumen: : Este trabajo analiza la postura de la Iglesia católica chilena en el debate producido en el país sobre el desarrollo nacional y la Alianza para el Progreso durante 1961-1970. La Iglesia participó en la discusión pública a través de la revista Mensaje, en la que se contrapusieron posiciones entre el desarrollo económico (material) y el desarrollo espiritual y social, así como distintas visiones en torno al proyecto asistencial. La institución apoyó y colaboró con la Alianza por medio de la construcción de viviendas y el programa “Alimentos para la Paz”. En definitiva, la Iglesia se sumó a las expectativas por el desarrollo en consonancia con el contexto de la época, lo que también le trajo críticas en medio de la Guerra Fría.

Palabras clave:IglesiaIglesia,desarrollodesarrollo,Alianza para el ProgresoAlianza para el Progreso,ChileChile.

Abstract: This paper analyzes the position of the Chilean Catholic Church in the debate on national development and the Alliance for Progress that took place in the country during 1961-1970. The Church participated in the public discussion through the magazine Mensaje, in which positions were opposed between economic (material) development and spiritual and social development, as well as different visions around the assistance project. The institution supported and collaborated with the Alliance through the construction of houses and the “Food for Peace” program. In sum, the Church added to the expectations of development in line with the context of the time, which also brought it criticism in the middle of the Cold War.

Keywords: Catholic Church, development, Alliance for Progress, Chile.

Carátula del artículo

Artigos

Iglesia, desarrollo y Alianza para el Progreso en Chile (1961-1970)

Church, development and Alliance for Progress in Chile (1961-1970)

Froilán Ramos Rodríguez
Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC)., Chile
História Unisinos, vol. 25, núm. 1, pp. 108-121, 2021
Universidade do Vale do Rio dos Sinos

Recepción: 10 Noviembre 2019

Aprobación: 02 Febrero 2020

Compartamos lo que les sucede a nuestros amigos

no con lamentaciones, sino preocupándonos por ellos

Epicuro (341–270 a. C.)

Obras (Barcelona, Altaya, 1995, p. 83)

Introducción

Los años sesenta fueron una época de efervescencia ante la posibilidad de cambios en América Latina. Por todo el continente, ideas en torno al desarrollo y a reformas recorrían a lo largo y ancho de la región. Desde las corrientes más radicales imbuidas por la Revolución cubana (1959) hasta las posiciones más moderadas inspiradas por la Alianza para el Progreso (1961), pasando por los postulados desarrollistas de la CEPAL, casi todas ellas parecían coincidir que había llegado la hora de reformar América Latina (Taffet, 2007, p. 11-28; Brands, 2010, p. 37-69; Rinke, 2015, p. 179-188; Rabe, 2016, p. 86-118, entre otros). En medio de aquel ambiente, la Iglesia católica chilena también fue escenario y partícipe de los debates sobre el desarrollo.

La Iglesia católica es una de las instituciones más antiguas establecidas en Chile, que por su presencia histórica y su carácter social ha tenido constante participación en las discusiones públicas de los principales temas de interés para el país (Giraudier, 2015, 213-237; Larios, 2017, p. 167-177; Ramos, 2018, p. 233-246). Por ello no resulta extraña la voz de la institución eclesiástica en el campo de las ideas sobre los problemas nacionales y sus propuestas de solución. Sin embargo, tres preguntas recobran especial valor para comprender mejor este proceso: ¿En qué contexto se hallaba la Iglesia chilena a comienzos de la década de los sesenta?, ¿Qué se debatió en la revista católica Mensaje sobre el desarrollo y la Alianza para el Progreso?, y ¿Cuáles fueron las acciones que tomó la Iglesia ante estos temas? A priori, ninguna de las dos últimas interrogantes parece fácil de responder.

Este estudio considera como hipótesis de trabajo que la Iglesia católica chilena participó de forma activa en la discusión en torno al desarrollo y la Alianza para el Progreso en el país, desde distintos enfoques del tema, y colaboró con el programa estadounidense en lo referente a la asistencia social. Esto debido a la doctrina social de la Iglesia y su declaración de compromiso con los más necesitados, lo que enmarca la controversia de la época entre las diferentes corrientes de pensamiento. Por tanto, el objetivo central de la investigación es analizar el papel de la Iglesia católica en el debate que suscitó la idea de desarrollo y la Alianza para el Progreso en Chile durante los sesenta.

En este sentido, la discusión historiográfica ha aportado importantes trabajos para entender mejor el rol de la Iglesia católica en Chile. Dentro de estos, resaltan dos visiones pertinentes a este ensayo. Por un lado, se encuentra la obra dirigida por Marcial Sánchez, que acumula en cinco volúmenes[2] el devenir de la Iglesia en Chile en relación con la problemática nacional o también biografías de líderes de la institución (Sánchez, 2017, p. 19-26). Por su parte, más recientemente Marcos Fernández ha centrado la atención en el estudio de la Iglesia chilena durante la coyuntura mundial y local de los años sesenta (Fernández, 2019, p. 437-450; 2017, p. 78-104; 2016, p.39-50). En ambos casos, se ofrecen miradas de la relación entre la institución eclesiástica y el poder político, pero desde enfoques temporales distintos, uno que aborda procesos y períodos mayores, y otro circunscrito a los momentos coyunturales[3].

En el terreno metodológico, este trabajo se sustenta en la revisión de fuentes primarias de archivo. En la Biblioteca Nacional de Chile se consultaron distintos documentos de la Colección de Revistas y Diarios y de la Sala Medina. Originalmente, se seleccionaron las publicaciones de la Iglesia chilena: la Revista Católica[4] y Mensaje[5], no obstante, la primera de ellas se descartó debido a que estaba destinada a fines pastorales y de evangelización, mientras que la segunda ofrece un panorama amplio de los temas en boga en la época. Asimismo, se revisaron diversos legajos del Archivo Histórico del Arzobispado de Santiago (AHAS), específicamente el Fondo de Gobierno. Estos insumos documentales fueron contrastados críticamente con otras fuentes y fueron analizados a través del método hermenéutico para su interpretación dentro de su contexto temporo-espacial[6].

Hacia una Iglesia cada vez más social

La Iglesia católica chilena de mediados del siglo XX era una de las instituciones más antiguas del país, con presencia en todo el territorio nacional, y una amplia trayectoria de ayuda social en diversos ámbitos, la educación, la salud, la caridad, entre otros. Sin embargo, los cambios en la arena política nacional conllevaron también a transformaciones en las metas y alcances de la labor social de la iglesia criolla.

Desde mediados de los años veinte, junto con las vicisitudes políticas y sociales que experimentaba el país, la Iglesia chilena promovió la doctrina social inspirada en la encíclica Rerum Novarum de Papa León XIII, y se adaptó a los cambios de una definitiva separación Iglesia – Estado en Chile, como fue ratificada por la constitución de 1925. No obstante, la convulsión de aquella época, producto de la inestabilidad política durante el régimen de Carlos Ibáñez del Campo y el breve interludio de la república socialista de 1932, supuso limitantes para las acciones sociales de la Iglesia (Brito, 2015, p. 39-63).

Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, la Iglesia chilena experimentó una ola de renovación de la mano del padre Alberto Hurtado (1901-1952), un sacerdote jesuita, que otorgó un profundo sentido social a la obra de la institución religiosa en el país. Hurtado publicó ¿Es Chile un país católico? en 1941 y fundó el Hogar de Cristo en 1944, en el que volvió la atención de la sociedad de su época en torno a la reflexión de quienes profesaban la fe católica y la responsabilidad con los más vulnerables (Espinosa, 2005, p. 625-674; Lavín et al., 2005, p. 55-77; Magnet, 2018, p. 167-218).

Asimismo, también desde Roma se produjeron cambios en la relación de la Iglesia con la atención de los más pobres. El Papa Juan XXIII impulsó un discurso conciliador en medio de las tensiones ideológicas y nucleares de la Guerra Fría, a través de las encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963) (Hebblethwaite, 2000, p. 184-186, 249-251). En ambas cartas, Juan XXIII abogó por el entendimiento de las condiciones de los trabajadores y la necesidad de convivencia por medio de la acción cristiana en el mundo.

Al otro lado del Océano Atlántico, las palabras del Sumo Pontífice calaron hondo en la persona de monseñor Raúl Silva Henríquez (1907-1999), recién nombrado cardenal y arzobispo de Santiago en 1961. El nuevo purpurado tenía una destacada trayectoria de labor social. Silva había sido ordenado sacerdote en 1938 dentro de la orden de los salesianos, fundó el Instituto Católico de Migración (INCAMI) en 1955, el Instituto de Viviendas Cáritas (INVICA) en 1959, fue presidente de Cáritas – Chile y obispo de Valparaíso (Garay, 2012, p. 97-114; Aguilar, 2004, p. 105-107). En poco tiempo, el cardenal se convirtió en la cabeza de la Iglesia chilena, y en una voz importante en la discusión de los principales temas del país.

De este modo, la Doctrina Social de la Iglesia concibió e instituyó una nueva relación entre la institución eclesiástica, la práctica católica y la sociedad, al asumir un sentido de responsabilidad social con los más necesitados de las naciones, así como un deber cristiano el preocuparse por los desposeídos, y procurar mediante la acción obras de caridad y de bien común. Por ello, la visión católica de desarrollo consideraba el progreso como un medio para mejorar la vida de los pobres del mundo y de cada país, en demanda del espíritu cristiano en el tiempo contemporáneo[7].

Entretanto, los problemas sobre la mesa de discusión estaban íntimamente marcados por la Guerra Fría global, acrecentada por las repercusiones de la Revolución Cubana (1959) sobre el continente, que propugnaba una transformación de las estructuras de poder político, económico y social por medio de las armas (Rojas, 2015, p. 138-146). Mientras eso, el presidente estadounidense John F. Kennedy respondió con el programa de la Alianza para el Progreso, como un mecanismo de impulsar reformas en América Latina a través de la financiación de proyectos de impacto económico y social en la región (Ramos y Castro, 2014, p. 99-138).

En paralelo, en la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), con sede en Santiago de Chile, se había venido promoviendo, desde los años cincuenta, la discusión en torno al desarrollo económico en la región, la política de sustitución de importaciones y la industrialización. En dicha agenda, tuvieron una relevante participación el argentino Raúl Prebisch, el chileno Felipe Herrera y el venezolano José Antonio Mayobre, quienes intervinieron como promotores y asesores de la Alianza para el Progreso (Thorp, 2000, p. 19-32).

De este modo, la década de los sesenta en Chile estuvo copada por las temáticas de desarrollo nacional, la Alianza para el Progreso y la reforma agraria en los debates públicos. Tanto el sexenio de Jorge Alessandri (1958-1964) como el de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) tuvieron que sortear las exigencias de todas las partes y colores políticos, especialmente en lo referente a la reforma agraria, uno de los temas más sensibles. Ambos mandatarios proclamaron un decidido apoyo a la Alianza para el Progreso en el país; en particular el presidente Frei Montalva (democratacristiano) propició planes de reformas económicas y sociales (Vial, 2012, p. 1171-1173, 1272-1274; San Francisco, 2016, vol. 2, p. 461-477).

En particular, la reforma agraria representó uno de los temas centrales en las discusiones en el seno de la Iglesia chilena[8]. Las páginas de la revista Mensaje dan cuenta del interés de laicos y sacerdotes por la ejecución de la reforma en el campo chileno, debido a la constancia de los artículos referidos a ello durante toda la década. Igualmente, el cardenal Silva Henríquez y monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca, apoyaron los planes agrícolas de la administración Frei Montalva (Berríos, 2009, p. 13-40; Yáñez et al., 2009; Chávez, 2012, p. 55-72).

Finalmente, el cuadro estuvo completo para que afloraran diversas expectativas y percepciones en torno a la idea de desarrollo y la Alianza para el Progreso. Ante este panorama, lo único que quedaba claro era que todas las corrientes demandaban cambios, reformas o revoluciones. La Iglesia chilena quedó en medio de la vorágine de la época por instituir transformaciones en la nación, que, de hecho, se vinieron a sumar a muchas de las posturas asumidas por la Doctrina Social de la Iglesia y preconizadas por representantes del clero nacional como Hurtado y Silva Henríquez.

El desarrollo y la Alianza para el Progreso a través de Mensaje

Los años sesenta en Chile estuvieron marcados por las discusiones en la opinión pública de las ideas de desarrollo y subdesarrollo, el programa estadounidense de la Alianza para el Progreso, y la reforma agraria en el país, entre otros temas. El debate nacional despertó interés en diversas esferas políticas, económicas y sociales, y generó controversia también entre posturas disímiles; la Iglesia católica chilena no estuvo ausente y en su seno se compartieron distintas miradas en torno a aquellos tópicos.

Desde comienzos de la década, la preocupación cristiana por el desarrollo había estado en el centro de la discusión como uno de los temas primordiales del país. La revista cristiana Mensaje da testimonio de las diferentes miradas en torno al problema, especialmente concentradas en tres vertientes: la industrialización de la nación, el desarrollo económico y la visión cristiana de desarrollo. Sobre el primer aspecto, la publicación católica reunió una serie de artículos en los que se expusieron distintos enfoques sobre la industria chilena y, particularmente, el cobre. En ésta participaron destacadas figuras políticas, como el dirigente democratacristiano Radomiro Tomic (1961), el abogado y exministro de Economía y Comercio, Julio Ruiz Bourgeois (1961), el presidente de la Sociedad Nacional de Minería y exministro de Minería y Hacienda, Francisco Cuevas Mackenna (1969), entre otros.

Por su parte, la segunda arista del problema se enfocó en el desarrollo económico en el plano técnico y material. Dentro de ella, una importante voz fue la del economista Raúl Prebisch[9], subsecretario de las Naciones Unidas a cargo de la CEPAL, quien compartió una larga reflexión sobre los desafíos de la región, en la que apuntó:

La racionalidad de las decisiones del desarrollo económico no es algo que concierna sólo a los dirigentes. Tiene que abarcar también a esas masas populares de América Latina –que están ya maduras para ello en tantos aspectos– porque su comprensión, su consentimiento, son indispensables para la eficacia y la continuidad de una política de desarrollo (Prebisch, 1962, p. 692).

Para Prebisch, había llegado la hora para el desarrollo de América Latina, el cual demandaba de la “madurez” de las autoridades y la población para comprender la dinámica institucional y operacional de una política de desarrollo sostenida. Claramente, Prebisch abogaba por una visión tecnocrática del desarrollo económico y social, en el que resultaban primordiales la planificación, la iniciativa, la armonización de la actividad privada y la gubernamental, y en forma especial la democracia como plataforma de estabilidad política.

En esta misma línea, apareció el trabajo de los economistas Sergio Molina y Edgardo Boeninger sobre la necesidad de la planificación para el desarrollo social y económico. En la extensa exposición, los autores sostuvieron que “para lograr impulsar el desarrollo, se requiere en la actualidad la utilización de técnicas y el empleo de grandes capitales en equipos y maquinarias que corresponden a la etapa actual de desarrollo de los países más avanzados” (Molina y Boeninger, 1963, p. 601). En contraste, la situación de América Latina era muy distinta, por lo que se debía instrumentalizar una planificación realista, con objetivos fijados técnicamente, ajustados a los recursos disponibles y con el apoyo político de la mayoría. Por tanto, para los economistas, los métodos tecnocráticos debían ir acompañados de las experiencias de otras naciones que habían alcanzado niveles de desarrollo importantes como Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda.

Igualmente, tanto laicos como religiosos siguieron con atención los últimos diálogos en torno al desarrollo económico en América Latina y Chile, a través de reportes periódicos de los principales documentos publicados o conferencias especializadas, como, por ejemplo, el XI Congreso Mundial de la Unión Internacional Cristiana de Dirigentes de Empresa (UNIAPAC), efectuado en Santiago en 1961 (“Las vías de desarrollo”, Mensaje, 106, 1962, p. 24-29), Noveno Período de Sesiones Plenarias CEPAL, realizado en Santiago en mayo de 1961 (Magnet, 1961b), la Conferencia de la UNESCO, celebrada en Santiago en marzo de 1962 (Barros, 1962, p. 171-176), las jornadas de Diálogos sobre el Desarrollo Económico Chileno, 1950-1963, organizadas por la Universidad de Chile en julio de 1964 (Cáceres, 1964, p. 375-377), entre otros.

Las discusiones en torno al desarrollo económico, inevitablemente, condujeron a la reflexión del tema desde la teología y la escatología. En particular, las visiones cristianas sobre el desarrollo, publicadas en Mensaje, tuvieron fuerte influencia de la Iglesia francesa. De hecho, varios de los artículos reproducidos en la revista provenían de sacerdotes galos, pero también hubo intervención del clero chileno. Ya en 1961, el sacerdote jesuita francés Philippe Laurent[10] se refirió al asunto del cristianismo y el desarrollo en una conferencia dictada en Santiago, al señalar que “promover el desarrollo de un país constituye un deber para todo hombre, especialmente para el cristiano responsable de actividades económicas. Hoy día este nuevo deber se impone con urgencia” (Laurent, 1961, p. 487).

En este sentido, Laurent citó la encíclica Mater et magistra de Juan XXIII y argumentó los fundamentos teológicos y morales de los cristianos para promover el desarrollo económico. Teológicamente, el sacerdote sostuvo que la visión cristiana del mundo es “positiva y optimista”, por tanto, se debía construir. Desde el punto de vista moral, Laurent apuntó que “la finalidad del desarrollo económico es, pues, específicamente humana: es una forma concreta y moderna de servir a los demás” (Laurent, 1961, p. 489). De tal modo que la labor cristiana de impulsar el desarrollo debía contribuir al bien común, la promoción del hombre, la libertad, el ser social y la solidaridad.

En el mismo orden de ideas, el dominico Christian Duquoc, profesor de la Facultad de Teología de Lyon, también meditó sobre la relación del cristianismo con el desarrollo[11]. En sus conclusiones, Duquoc expresó:

El cristianismo no se opone al progreso. […] Pero el cristianismo es ante todo afirmación de un horizonte supra-humano y exigencia de libertad. Este horizonte tiene una relación directa con la abertura al otro, ya que esta abertura es el signo visible de mi abertura a Dios (Duquoc, 1962, p. 470).

En consonancia con Laurent, Duquoc afirmó que, si el progreso tiene un sentido, éste debía conllevar a una mayor libertad, dentro del cual el cristianismo es parte de este camino de búsqueda. En opinión del dominico, la acción cristiana por los hombres trascendía lo terrenal, para convertirse en un acto cercano a Dios.

Por otra parte, el jesuita Jean-Yves Calvez, director de l’Action Populaire de París, convenía en coincidir en la mirada cristiana de que el desarrollo debe llevar al hombre libre, pero consideraba que el desarrollo económico debía tener un mayor contenido social y político. Calvez sostenía que, si bien la carta Mater et magistra guiaba el pensamiento cristiano, no existía ex professo un documento de doctrina eclesiástica sobre la idea de desarrollo en sí misma, más aún en el contexto de la época en el que el capitalismo y el socialismo se presentan como modelos. De esta forma, Calvez opinaba que “la Iglesia no acepta que se separe progreso social y desarrollo económico”, a lo que más tarde añadió que “la visión cristiana del desarrollo nos interpela a todos y nos obliga a romper el ritmo de nuestras rutinas” (Calvez, 1962, p. 717).

Por último, conforme avanzaba la década las miradas cristianas se fueron tornando cada vez más radicales. En 1963, apareció un artículo del jesuita chileno Mario Zañartu sobre la relación de la actitud religiosa y el desarrollo. Zañartu, doctor en economía y profesor de la Universidad Católica, abordó el problema de una perspectiva amplia, al referirse al ethos teórico, la naturaleza ascética y de mística para, finalmente, considerar que la tradición espiritual católica de América Latina podría presentar interpretaciones desfavorables sobre el desarrollo. Zañartu argumentó que las estructuras económicas y sociales latinoamericanas eran poco propensas de transformaciones radicales, lo que generaba posiciones “anti-desarrollistas”. En opinión del jesuita, debía producirse un cambio de concepción espiritual en los latinoamericanos para favorecer el desarrollo, como una “revolución” cristiana (Zañartu, 1963, p. 651).

Otro caso fue el sacerdote brasileño Hélder Cámara, obispo de Olinda y Recife, quien publicó un artículo en 1967 en el que se refirió a un “colonialismo interno” en América Latina y hablaba “de cristiano de nombre a cristiano de hecho”, y sentenciaba: “paz sin desarrollo económico-social es apenas armisticio que puede frustrarse o por la justa revuelta de las poblaciones famélicas o por la infiltración de ideologías extrañas y negativas” (Cámara, 1967, p. 64).

Por otra parte, las aspiraciones de desarrollo en Chile encontraron motor de empuje en la Alianza para el Progreso. El programa de financiamiento estadounidense halló, rápidamente, sintonía en las páginas de Mensaje. Desde comienzos de 1961, el nuevo presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, el primer católico en ser elegido, consiguió despertar expectativas en América Latina en torno a otra etapa en las relaciones hemisféricas. La Conferencia de Punta del Este, Uruguay, trasmitió una ola de optimismo en la región (Magnet, 1961a, p. 69-71; 1961c, p. 387-390).

En este sentido, Mensaje adaptó y publicó un discurso del ingeniero Raúl Sáez[12], gerente general de Endesa y asesor de la Alianza para el Progreso, en el que se compartía la visión del consejero sobre esta iniciativa de desarrollo para América Latina. En palabras de Sáez, “el progreso de nuestro país está íntimamente ligado al avance acelerado de todas las naciones del continente” (Sáez, 1962, p. 148), con lo que planteaba la necesidad de absorber las nuevas tecnologías, innovaciones técnicas, físicas y químicas, que en su opinión se hallaban en Estados Unidos, Japón y Europa, para alcanzar el desarrollo material de Chile. En este cometido, Sáez contemplaba la Alianza como “un instrumento fundamental para realizar el propósito anterior”, y agregó: “Creo que la Alianza para el Progreso constituye uno de estos hechos originales, pero dependerá esencialmente de todos nosotros el que sepamos hacer uso de ella en forma adecuada en la tarea que es preciso resolver” (Sáez, 1962, p. 150).

En opinión de Sáez, Chile debía aprovechar la oportunidad de financiamiento estadounidense para impulsar su desarrollo, por medio de reformas estructurales en los órdenes administrativo, educacional, tributario, agrario, previsional y otros, y de la utilización de los recursos naturales y materiales del país. Igualmente, Sáez reconocía que esta tarea demandaba la colaboración de todos los dirigentes políticos, y que significaba también, tomando las palabras del presidente Kennedy, que la Alianza creaba “obligaciones recíprocas entre los socios”.

A propósito de cumplirse el primer año de la Alianza en agosto de 1962, sin ninguna celebración oficial en el continente, comenzaron a surgir críticas desde distintos ángulos. El periodista Alejandro Magnet observaba los trastornos políticos ocurridos en la región por golpes militares como en Argentina, y la inamovilidad de los Estados Unidos. Al respecto, Magnet sentenciaba que “el hecho básico y brutal es que hasta ahora los pasos de la Alianza han sido pocos y lentos debido a la resistencia de la mayoría de los gobiernos de América Latina a hacer las reformas estructurales indispensables para poner en marcha la nueva política” (Magnet, 1962, p. 394).

Para Magnet, en un año la Alianza no estaba funcionando, debido a su lentitud, la ausencia de reformas en América Latina, la pasividad estadounidense, y la pérdida de un gobierno democrático en Argentina a manos de un golpe de Estado. Sin embargo, las críticas del periodista dejaban de lado el contexto histórico americano y argentino, de estructuras cimentadas desde la colonia y una presencia casi constante de uso de la fuerza en la política rioplatense. Tal parece que las expectativas colocadas por algunos sectores a la Alianza eran demasiado elevadas.

En la misma fecha, otro artículo aparecido en la revista expresó una visión negativa de las inversiones estadounidenses en la región y la Alianza, al señalar que todo capital extranjero invertido era “reexportado con sus utilidades”. Más aún, el autor del mismo, J. L. Abbad, sostuvo que la Alianza para el Progreso tuvo un vacío inicial, el no “elaborar una doctrina común en el sistema interamericano sobre los principios de acuerdo con los cuales las inversiones privadas norteamericanas […] deben ajustarse a un espíritu y a una realidad de cooperación económica efectiva” (Abbad, 1962, p. 436).

Abbad cuestionaba la presencia de Estados Unidos en la Alianza para el Progreso, al considerarla una condicionante “unilateral” del programa para América Latina, que tachó de “arrogante y contraproducente”, y de beneficiar solo los “intereses privados”. La posición del autor suponía una fuerte crítica a las medidas de inversión económica privada desde Estados Unidos, pero no contemplaba que la fuente de financiación era estadounidense y no latinoamericana, tampoco dejaba claro cuál podría ser otra opción de financiamiento.

Por su lado, el sacerdote jesuita Roger Vekemans, entonces director de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica, formuló en un largo artículo un duro cuestionamiento a la Alianza[13], que según el autor solo respondía al Estado y al desarrollo, y no la organización popular y la “revolución latinoamericana”. En ese tenor el prelado belga sentenció:

La Alianza está interesada en el hombre en cuanto objeto, en cuanto fin del proceso económico. Trata de asegurar el desarrollo económico para ser capaz de satisfacer las necesidades humanas (progreso social); pero aún no ha ido más allá de este concepto del hombre-objeto de cuidado, centro de las necesidades que deben ser satisfechas (Vekemans, 1963, p. 91-92).

Vekemans reconoció la capacidad de la Alianza para contribuir al desarrollo nacional, pero centró sus críticas en dos aspectos que afectaban su funcionamiento. A su juicio, la planificación del desarrollo del país por parte del Estado no había tomado en cuenta a la participación de los campesinos ni organizaciones populares. De igual manera, el sacerdote se quejaba que la Alianza sólo consideraba el crecimiento económico y material, lo que en su parecer concebía al hombre-objeto y no hombre-sujeto. Finalmente, el jesuita consideraba que el hecho de que la Alianza contemplara reforma agraria, educacional, tributaria y otras representaba el reconocimiento de la necesidad de una “revolución” en América Latina, un matiz evidentemente político-ideológico de la Alianza en medio de la Guerra Fría.

Igualmente, el presidente de la Confederación Latino Americana de Sindicatos Cristianos (CLASC), José Goldsack, también se pronunció sobre la marcha de la Alianza para el Progreso y los trabajadores[14]. Goldsack esgrimió que los trabajadores estaban “cansados” que se les oyera, y reclamaba que debían intervenir en la planificación y dirección de los planes. A juicio del dirigente,

Es necesario insistir que la no participación de las clases trabajadoras de inspiración democrática y libertaria traerá como consecuencia el fracaso de la Alianza misma. Esta aparecerá como un esfuerzo de ayuda exterior, sin que los trabajadores lleguen a ver en forma efectiva un mejoramiento de sus condiciones (Goldsack, 1963, p. 330).

Las demandas de Goldsack se elevaban más allá de la Alianza, y añadió que “la revolución debe hacerse con participación de los trabajadores”. Quedaba claro que las distintas miradas en torno a la Alianza estaban marcadas por la atmosfera de la época y las distintas corrientes ideológicas que pujaban por abrirse espacio en las percepciones sobre el desarrollo. Algunas más políticas que otras, pero que pretendían girar la Alianza por otro rumbo distinto a su origen.

La muerte del presidente Kennedy, en noviembre de 1963, supuso un contratiempo importante para la Alianza. De hecho, el editorial de la revista cristiana Mensaje dedicó una emotiva nota luctuosa, en la que declaró: “Kennedy no es un extranjero; es un hombre de nuestra época y de nuestro mundo. Nos enseñó a luchar y a sacrificarnos por algo que todos amamos y anhelamos. Nuestro deber es continuar la ruta comenzada por él” (“John Kennedy, un capítulo no escrito” (editorial), Mensaje, 126, 1964, p. 9). En especial, la publicación destacó la vida y obra de mandatario estadounidense como líder de su país y su época, como católico, su esfuerzo por derribar muros y la búsqueda de la paz.

La ausencia de Kennedy representó una pérdida para el mundo cristiano y para la Alianza, pero el año de 1964 trajo nuevas perspectivas sobre el programa de ayuda estadounidense. Con motivo del tercer aniversario del anuncio de la Alianza, la publicación católica reprodujo parte del discurso que el senador Hubert H. Humphrey pronunció en el Congreso estadounidense, el cual había sido enviado por el propio parlamentario a la revista[15]. Las reflexiones de Humphrey se concentraron en aspectos que, en su opinión, resultaban cruciales del tema, la relevancia de la ayuda a América Latina y los obstáculos afrontados por la Alianza.

En este sentido, el legislador demócrata sostuvo que “existe un genuino apoyo en el país y en el Congreso hacia la ayuda a la América Latina bajo la Alianza para el Progreso. Y también una especial inquietud por este hemisferio” (Humphrey, 1964a), pero al mismo tiempo reconoció las críticas de que el programa se estaba llevando a cabo “muy lentamente”. En sus palabras a los miembros del Congreso, Humphrey fue enfático en afirmar que no se había destinado la cantidad de fondos que América Latina necesitaba para cumplir los planes, y señaló:

me doy muy bien cuenta de que los países de América Latina son menos capaces de absorber grandes cantidades de capital que los países europeos bajo el Plan Marshall, sin embargo no es menos cierto que nuestra contribución a la Alianza para el Progreso es lamentablemente pequeña, comparada a los billones de dólares, en su mayoría en donaciones y no en préstamos, que esparcimos en Europa (Humphrey, 1964a, p. 237).

Humphrey entendía que el contexto y las condiciones de América Latina eran distintas a la Europa de postguerra, pero era crítico con las consideraciones del diseño de la Alianza para el Progreso y su ejecución por parte de los propios estadounidenses. Pese a las críticas, Humphrey se mostraba optimista sobre la Alianza y dejaba entrever que era indispensable una dosis de realismo para reajustar el programa a las necesidades prácticas de la región.

La revista Mensaje reprodujo una conferencia del entonces asesor de la Alianza para el Progreso[16] y expresidente de Colombia, Alberto Lleras Camargo[17]. A escasos seis meses de la muerte de Kennedy, Lleras hizo un balance de la Alianza y reconocía los síntomas de cambio en las miradas de América Latina hacia Estados Unidos y viceversa. No obstante, Lleras abogaba por una vuelta a la confianza y el entendimiento como lo logró el presidente Kennedy. El exmandatario neogranadino se mostró crítico a los detractores de la Alianza, al sostener:

[…] otra crítica implícita a la Alianza. Quiere decirse que no es un programa realista, que tiene metas imposibles o muy difíciles de cumplir, pero, claro, sin decirlo. Es lo mismo que repiten los hombres de negocios y los terratenientes de la América Latina, con los que concuerdan no pocos terratenientes norteamericanos, que consideran poco realista el propósito de aumentar los impuestos para crear más escuelas, o de repartir la tierra no explotada económicamente entre quienes puedan cultivarla (Lleras Camargo, 1964, p. 281).

En sus palabras, Lleras reconocía que la Alianza despertaba una abierta discusión entre promotores y críticos, quienes apuntaban a la Alianza o bien como idealista o como pragmática. En su opinión, la Alianza formaba parte de la política estadounidense y debía mirarse su antecedente en el Plan Marshall para Europa como una muestra concreta de los intereses pragmáticos de la política exterior de Estados Unidos. Más aún, Lleras señalaba que la oposición a la Alianza provenía de los sectores propietarios de la tierra y las finanzas de la propia América Latina, que encontraban eco también en algunos de esferas norteamericanas.

Asimismo, el senador Hubert Humphrey compartió un análisis sobre la política exterior estadounidense en América Latina[18], en el que sostuvo que “para que esta política tuviera éxito, la Alianza debía tener un contenido político y una substancia ideológica, además de un extenso programa de desarrollo económico” (Humphrey, 1964b, p. 509). De este modo, Humphrey comprendía que la Alianza debía ser entendida como una estrategia de cooperación con las naciones latinoamericanas en medio del contexto de la amenaza de violencia comunista en la región, por medio de las guerrillas.

Para Humphrey, el cumplimiento de los objetivos de la Alianza requería más que cooperar con los Estados, exigía también colaborar con otras organizaciones de la región. Al respecto, señaló que “deberíamos tener conciencia del resurgimiento de una de las instituciones tradicionales en todas las sociedades latinoamericanas, la Iglesia Católica” (Humphrey, 1964b, p. 512). Humphrey reconocía la nueva determinación de los líderes religiosos por hacer frente a los problemas sociales y económicos.

La apreciación de Humphrey iba mucho más allá del reconocimiento de la relevancia de la fe católica para la mayoría de los latinoamericanos y el liderazgo de los católicos en la América Latina, sino que estaba convencido de que debían trabajar en conjunto en la Alianza para el Progreso. En palabras del senador, “el papel de la Iglesia es importante, no sólo en la promoción de reformas sociales y económicas, sino también en la creación de sociedades libres y en la estimulación de la unidad hemisférica” (Humphrey, 1964b, p. 512), lo que definía los valores comunes de la Iglesia y la Alianza por avanzar hacia sociedades americanas más justas y libres.

Más adelante, el periodista laico Abraham Santíbañez (1938) dedicó una serie de artículos en los que refirió a la marcha de la Alianza durante el segundo lustro de la década (Santibáñez, 1966, 1967). En 1966, con motivo del quinto aniversario de la Alianza, el Departamento de Estado publicó parte de los logros obtenidos. Santibáñez escribió sobre estos éxitos y los golpes de Estado en América Latina; en ello esgrimió que

el generoso aporte de la Alianza para el Progreso ha sido canalizado con mediano éxito y con una penosa falta de imaginación, contribuyendo no poco a alentar la queja comunista de que sólo se trata de un “neo-imperialismo” o de “un imperialismo ilustrado”. Igualmente, la falta de resultados positivos en materia de maduración política sólo contribuye a aumentar la frustración y la desesperanza de millones de habitantes del continente que –como lo está demostrando ahora la Argentina– pueden llegar a preferir la salida extraconstitucional para sus urgentes y dramáticos problemas (Santibáñez, 1966, p. 424).

Quedaba claro que hiciere lo que fuere, la Alianza iba a ser criticada. O bien por las expectativas muy altas en torno a ella, o bien por metas poco realistas, o por la presencia de capital de Estados Unidos o por la ausencia de la ayuda estadounidense. En todo caso, parecía abrirse un cúmulo continuo de objeciones ante un programa de asistencia financiera de escasos cinco años, y el señalamiento de problemas de orden político interno como los golpes militares en Argentina (con una larga data en la historia del país). De modo que la Alianza pareció ser percibida como una especie de panacea por algunos latinoamericanos, lo que inevitablemente terminaría por desencadenar resquemores en la opinión pública, tanto por haber hecho poco como haber sido auspiciada por Estados Unidos. Este cuadro, hay que agregarle las ideas en choque y confrontación del comunismo dentro de la Guerra Fría global y regional.

La Iglesia y sus acciones por el desarrollo

La Alianza para el Progreso representó una oportunidad de colaboración y de aporte financiero para continuar y extender la labor social de la Iglesia católica chilena[19], que ya venía ejecutando desde hacía años. De este modo, la institución religiosa pudo ampliar sus programas de ayuda a los sectores más vulnerables del país, en particular a través de la construcción de viviendas y el suministro de asistencia alimentaria en poblaciones.

En este sentido, los obispos chilenos apoyaron las propuestas de desarrollo social y económico del país y se hicieron partícipes de las mismas. En septiembre de 1962, los obispos emitieron la Carta Pastoral “El deber social y político en la hora presente”, en que fijaron posición sobre los principales desafíos que vivía la nación en aquel momento. Por un lado, los líderes de la Iglesia declararon que “el comunismo se opone diametralmente al cristianismo”, puesto que “siembran el odio, exacerban las diferencias de clases sociales y procuran que la lucha de clases se haga violenta y destructiva de todo el orden actual” (Carta Pastoral “El deber social y político en la hora presente”, La Revista Católica, 994, 1962, p. 3618-3629), lo que chocaba diametralmente con los principios cristianos de convivencia, de centro en lo espiritual sobre lo material, y de servicio por el prójimo. Por otro lado, los obispos reivindicaron su compromiso con el desarrollo, al sostener que

Tenemos contraída con Cristo la obligación de cambiar con la mayor rapidez posible la realidad nacional, para que Chile sea Patria de todos los chilenos por igual. No queremos actitudes violentas y superficiales que dejen intacta la miseria. No queremos tampoco contentarnos, dejando las cosas como están, con vagas promesas de un cambio que nunca llega (Carta Pastoral “El deber social y político en la hora presente”, 1962, p. 3618-3629).

De este modo, la Iglesia chilena manifestó públicamente su voluntad espiritual y humana por sumarse a los proyectos de desarrollo nacional, en especial por cambios sociales que permitieran superar la miseria. En esta misma línea, el cardenal Silva Henríquez dejó asentado en sus memorias la influencia de la Alianza para el Progreso en América Latina y en Chile, al rememorar que el programa “proponía un camino que encontraba sus bases en el diálogo, la búsqueda de moderación política, el impulso de las clases medias”, pero al mismo tiempo reflexionó que “la posterior decepción generada por la Alianza para el Progreso no debe oscurecer el hecho de que para aquellos días fue una iniciativa luminosa, cargada de esperanzas” (Silva Henríquez, 1991, Tomo I, p. 218).

Otros obispos chilenos también expresaron sus posturas en torno al tema. Uno de los primeros en hacerlo fue monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca, quien consideraba que “El subdesarrollo con sus terribles consecuencias que engendra ‘el drama del siglo’ y la inseguridad social que crea las tensiones que hoy amenazan la estabilidad del Continente, encuentran una de sus principales fuentes en el problema de la tenencia del agro en América Latina” (Larraín, 1963, p. 260-261). Para resolver tal situación, Larraín sostuvo “la labor del campo a la luz de la dignidad del trabajo, que haga sentir el deber de construir una civilización basada no en ‘el tener más’, sino en ‘el ser más’” (Larraín, 1963, p. 270).

En febrero de 1965, durante un discurso público ante los cancilleres de Chile y Argentina, Gabriel Valdés y Miguel Ángel Zavala, respectivamente, el cardenal Silva Henríquez reclamó “sin egoísmo individual, sin egoísmo colectivo, porque la mezquindad de los individuos y la mezquindad de los estados son las causas de nuestro subdesarrollo y de nuestras grandes miserias” (“Fraternidad Americana”, en Silva Henríquez, 1982, p. 42). Con ello, el arzobispo dejaba claro que, si bien la voluntad de la Iglesia estaba en el trabajo por Cristo con los pobres y en la fraternidad americana, resultaba necesario, a su parecer, luchar contra las causas del subdesarrollo en la región.

Por su parte, monseñor Francisco Valdés Subercaseaux, obispo de Osorno, también se refirió a los problemas atingentes del país. En una carta dirigida a los campesinos de Rupanco, localidad próxima a la ciudad, declaró a propósito de la noticia de la reforma agraria en la localidad que consideraba importante rememorar los puntos fundamentales de la “Doctrina Social de la Iglesia”, citó al Papa Paulo VI en su carta sobre el Desarrollo, y sentenció que “los cristianos tenemos la gran responsabilidad de desarrollar nuestras facultades y de ayudar a otros en este proceso común”, a lo que más tarde agregó que “este fundamento es tierra firme para el verdadero desarrollo cultural, económico y social que todos desean” (Carta del Obispo de Osorno a los campesinos de Rupanco, 1969, p. 6-7). En suma, la Iglesia y sus obispos concibieron la labor espiritual y social de los cristianos como parte integral de los esfuerzos por el desarrollo del país, en todos sus órdenes; trabajo de mancomunidad que no debía desligarse de la práctica de la fe católica y el bien común.

En este sentido, la colaboración de la Iglesia católica con el desarrollo nacional se centró en dos proyectos primordiales, la construcción de viviendas populares y la distribución de alimentos a los más necesitados; ambas actividades sociales contaron con el apoyo logístico y económico de la Alianza para el Progreso. Por tanto, la canalización de las labores de la Iglesia chilena en estas áreas fue directamente coordinada con el programa de asistencia estadounidense. Al respecto, el Archivo Histórico del Arzobispado de Santiago (AHAS) conserva importante documentación para reconstruir mejor estas ayudas financieras a través de los legajos existentes.

El Instituto de Viviendas Populares de Cáritas – Chile (INVICA) se convirtió en el brazo operativo para ejecutar importantes obras habitacionales, destinadas a familias vulnerables. Para 1962, el INVICA contaba con un Directorio Nacional con oficina en Almirante Barroso 48, en Santiago, y con Consejos Regionales en Valparaíso, Santiago, Linares, Osorno, Puerto Montt y Punta Arenas, además de Delegaciones en Concepción, Los Ángeles, Temuco y Valdivia (Cáritas. Información Cooperativa, 1962). De este modo, se trataba de un ente organizado y con alcance operacional en el centro y sur del país, que recibía fondos de distintas agencias privadas, principalmente provenientes de Estados Unidos y Alemania Federal (AHAS. Fondo de Gobierno. Catálogo Fondo de Gobierno. Expedientes de “INVICA” (1961-1970), y “Cáritas Chile. Correspondencia”, 1967-1969, p.s.n.).

De esta manera, la Iglesia católica emprendió importantes proyectos de construcción de viviendas destinadas para las familias más vulnerables. Así, por ejemplo, en la memoria 1962-1963 de la “Corporación Berlín”, ubicada en Valle Blanco No. 989, Valparaíso, daba cuenta de la ayuda recibida en el proyecto. En el documento se dice: “Gracias a la AAP AHORRO ACOVAL se ha podido obtener el financiamiento de la Caja Central de Ahorros y Préstamos guardadora de los fondos proporcionados para la construcción de viviendas económicas por el Banco Interamericano de Desarrollo – BID y la Alianza para el Progreso” (AHAS. Fondo de Gobierno. Legajo No. 155, Carpeta No. 9, “INVICA”. Documento “2.ª Memoria 1962=1963 de la ‘Corporación Berlín’”, p. 2).

Asimismo, en la parte final del documento aparecen fotografías de la construcción y el logo de la Alianza para el Progreso. El plan habitacional construyó un grupo de 500 viviendas; casas de 90 m2, lotes de terrenos son cada uno de hasta 200 m2. El proyecto fue visitado por diversas personalidades, entre ellas: Marlo Schram, “Asesor Norteamericano de la Caja Central de Ahorros y Préstamos”, y Sr. Milton Drexler, Misión Económica de USA (AHAS. Fondo de Gobierno. Legajo No. 155, Carpeta No. 9, “INVICA”. Documento “2.ª Memoria 1962=1963 de la ‘Corporación Berlín’”, p. 3 y 10).

Otro ejemplo lo representó el plan de viviendas dirigidas a los sectores periféricos de la capital. En 1965, se proyectó que “INVICA will build 840 units, representing the first stage in a 2,950 unit Project to be built at Villa Presidente Kennedy, six miles from Santiago. This planned community will have all urban facilities, including primary and secondary” (Inter-American Development Bank, 1966, p. 33). En particular, resulta interesante la atención integral de la Iglesia chilena en los programas habitacionales, que contemplaban la integración de los servicios básicos necesarios para el mejoramiento de la calidad de vida de las familias.

Por otra parte, el programa “Alimentos para la Paz” fue uno de los más importantes espacios de cooperación de la Iglesia católica en el marco de la Alianza para el Progreso. El Servicio Informativo y Cultural de los Estados Unidos en Chile informaba de los avances en las distintas actividades de cooperación entre ambas naciones. De hecho, se hacía cuenta de la ayuda enviada a la Iglesia chilena a través de “Food for Peace”, por medio de la agencia Cáritas – Chile, que se encargaba de la distribución de los productos alimenticios en el país (Embajada de los Estados Unidos en Chile, 1964, p. 11).

En este orden, el programa representaba un relevante aporte directo para las familias en situación más grave. La Iglesia, por su lado, tenía la capacidad de administrar tales recursos por medio de su presencia en todo el territorio nacional, en especial, las parroquias eran el núcleo principal para atender la atingencia inmediata. De hecho, en una carta fechada en 1976, el cardenal Silva Henríquez sostuvo que “el programa de Alimentos para la Paz se ha actuado en Chile con notable éxito en años pasados [sic], y a través de él se ha asistido a miles de casos; caminos, obras sanitarias, millones de árboles plantados etc.” (AHAS. Fondo de Gobierno. Legajo No. 158, Expediente No. 10. “Alimentos para la Paz”, 1976. Carta del cardenal Silva Henríquez a Mr. Joseph Grunwald, Washington, D.C. En New Rochelle, 21 de octubre de 1976, p. 1).

En los años sesenta, el programa “Alimentos para la Paz” fue uno de los más relevantes pilares de cooperación de la Iglesia católica, sin embargo, ésta no estuvo exenta de problemas. En 1967, se presentó una controversia a raíz de la administración de los recursos enviados desde Estados Unidos a la Iglesia; funcionarios estadounidenses se quejaron de irregularidades en el uso de los fondos. Sobre este asunto, Silva Henríquez recriminó la postura de un auditor del gobierno de EE.UU., al señalar que

podemos también afirmar, y estamos en condiciones de probarlo, que esta gente era gravemente necesitada, para lo cual basta que nosotros presentemos la realidad extraordinariamente grave en que se encuentran enormes masas de población que son el caldo propicio del desarrollo del comunismo en América Latina, por falta de viviendas (AHAS. Fondo de Gobierno. Legajo No. 162, Carpeta 8, “Cáritas. Correspondencia”. Carta dirigida a Mr. Edward Kinney, director Office of Program and Supply Catholic Relief Services, New York, por el cardenal Silva Henríquez, en Santiago, 30 de junio de 1967, p.s.n.).

En sus palabras, el cardenal criticó el desconocimiento de la realidad local por parte de funcionarios estadounidenses y afirmó que la mirada in situ de las condiciones de vida de muchos latinoamericanos era necesaria para entender la amenaza del comunismo en la región. De hecho, en octubre de 1968, monseñor Manuel Sánchez B., arzobispo de Concepción y delegado de la Conferencia Episcopal, informó la supresión del convenio del programa de “Alimentos”, al considerar “dificultades de orden interno” (AHAS. Fondo de Gobierno. Legajo No. 162, Carpeta 8, “Cáritas. Correspondencia”. Carta dirigida a Mons. Edward Swanstrom, de Catholic Relief Services, por Mons. Manuel Sánchez, en Concepción, 14 de octubre de 1968).

Por otro lado, pese a la labor social llevada a cabo por la Iglesia católica, la institución fue objeto de fuertes críticas por parte de la revista Punto Final, de orientación izquierdista, que reclamaba que, en otros países de la región, los sacerdotes se volcaron a un discurso político-ideológico de izquierda, mientras que “en Chile la preocupación básica del clero es la falta notoria de vocaciones”, y continuaba al anunciar que en el país había 1159 sacerdotes chilenos y 1222 extranjeros (J. C. M., 1967, 16). Igualmente, Punto Final publicó reportajes sobre la Iglesia chilena, en la que la acusaba de poseer enormes riquezas (Punto Final, 1967, p. 14-15).

En 1970, los obispos chilenos conferenciaron para emitir una posición conjunta sobre los problemas del país. En un manuscrito que se conserva en la Sala Medina de la Biblioteca Nacional, don José Manuel Santos, obispo de Valdivia y secretario del Episcopado, señaló:

Hemos cooperado y queremos cooperar con los cambios, especialmente con los que favorecen a los más pobres. Sabemos que los cambios son difíciles y traen grandes riesgos para todos. Comprendemos que cuesta renunciar a algunos privilegios. Por eso conviene recordar las enseñanzas de Cristo respecto a la urgencia de la fraternidad entre los hombres que exige desapego y mejor distribución de los bienes materiales (Biblioteca Nacional de Chile. Sala Medina. Secretariado General del Episcopado. José Manuel Santos, Obispo de Valdivia y presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, “Declaración de los Obispos chilenos sobre la situación actual del país”. Punta de Tralca, 24 de septiembre 1970, p. 2 [Documento manuscrito]).

La reflexión de Santos recogía parte del ánimo de la Iglesia chilena al final de la década, en la que se reconocía la labor de cooperación asumida durante los últimos lustros por los cambios sociales y económicos del país. Los líderes de la Iglesia eran conscientes de la complejidad de la situación, entre las demandas sociales, las esperanzas vertidas en los proyectos, la actitud de algunos sectores privilegiados, y el contraste de la realidad. Sin embargo, la naturaleza de los problemas afrontados como la lucha contra la pobreza y la búsqueda del desarrollo nacional no resultaba de tareas definitivas, o de recetas de procedimientos, por el contrario, su complejidad radicaba en la confluencia de diversos factores estructurales, internos y externos.

Consideraciones finales

Las actividades sociales de la Iglesia católica chilena hallaron un nuevo ímpetu en los años sesenta debido a la influencia de las distintas corrientes, que demandaban cambios en las estructuras económicas y sociales de América Latina y Chile. La documentación existente demuestra que la Iglesia chilena había estado cercana a la Doctrina Social de la Iglesia, inspirada en la encíclica de León XIII, años antes del debate público suscitado en los sesenta, entre la lucha armada auspiciada por la Revolución cubana (1959), las reformas graduales promovidas por la Alianza para el Progreso (1961), y las políticas desarrollistas impulsadas por la CEPAL desde los cincuenta. En definitiva, la institución eclesiástica chilena, por su naturaleza espiritual y su sensibilidad social, se encontraba como un actor político y social familiarizado con las necesidades del país en contexto de las discusiones públicas.

En este sentido, la revista cristiana Mensaje se convirtió en uno de los más importantes escenarios de diálogo de los temas prioritarios en la agenda nacional, como lo fueron el desarrollo del país y la Alianza para el Progreso. Sobre el primero, se abrieron dos líneas marcadas en torno al problema del desarrollo. Por una parte, la publicación recogió las posturas de laicos y especialistas en la materia (como Raúl Prebisch), que abogaban por la necesidad de potenciar el desarrollo económico desde distintas perspectivas, como el fomento de la industria nacional y la utilización del financiamiento exterior. Por otra parte, los sacerdotes que escribieron en la revista dejaron plasmada su preocupación por el cobijo de un desarrollo económico, pero también social, sobre la base de los fundamentos cristianos en lo espiritual, en el auxilio del necesitado y el bien común. Por tanto, la Iglesia chilena se hizo eco del apoyo del desarrollo de la nación, no sólo en lo material, sino también acompañado de lo social.

Los debates en torno al desarrollo conllevaron, ineludiblemente, a la Alianza para el Progreso como un mecanismo concreto para alcanzar las metas de transformación económica y social de Chile. Las páginas de la revista evidencian el nivel y las premisas expuestas por los interlocutores, entre los que se encontraban impulsores de la Alianza como Raúl Sáez, Alberto Lleras Camargo y Hubert Humphrey, quienes reconocieron los obstáculos afrontados por el programa, pero se mostraron convencidos de la relevancia de su labor.

En contraposición, varios laicos y prelados criticaron distintos aspectos de la Alianza, tales como los objetivos planteados que consideraban demasiado ambiciosos, la lentitud y la centralización en la gestión de los fondos, y la administración de los recursos desde Estados Unidos, entre otros. Algunos fueron más extremos, al hecho de exigir una “revolución” o desarrollo “revolucionario”. Sin lugar a dudas, otro de los principales cuestionamientos fue la presencia de Estados Unidos, igualmente criticado por su intervención o por su pasividad, lo que resulta en una contradicción latinoamericana dentro de la Guerra Fría.

Por último, los obispos y, en especial, el cardenal Raúl Silva Henríquez, amparados en las encíclicas de Juan XXIII y Pablo VI, apoyaron la visión de un desarrollo en armonía con los preceptos cristianos, centrados en el ser humano, su atención espiritual y social. Los documentos del archivo arzobispal evidencian que la Iglesia chilena se sumó al desarrollo económico y social del país, a través de los proyectos de cooperación financiados por la Alianza para el Progreso, en materia de construcción de viviendas para familias necesitadas y la distribución de recursos del programa “Alimentos para la Paz”. En tales proyectos, la Iglesia demostró una capacidad de liderazgo y de operatividad para articular empresas sociales de envergadura, como planes habitacionales y presencia en las comunidades más vulnerables de la nación No obstante las tareas realizadas, la Iglesia también fue objeto de fuertes críticas internas y externas.

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Notas
Notas
1 Departamento de Historia y Geografía, Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC). Av. Alonso de Ribera 2850, Concepción, Chile.
2 Se trata de una importante obra colectiva que abarca desde la instalación de la Iglesia católica en Chile en el siglo XVI hasta la primera década del siglo XXI. Está dividida con cinco tomos, editados entre 2010 y 2017.
3 La Iglesia ha sido analizada en la historia desde distintas perspectivas teóricas, como institución y religiosidad, en la “larga duración” de Fernand Braudel. Para los fines de este trabajo, se considera un estudio de caso dentro del contexto temporal de la Guerra Fría. Puede verse: Fulbrook, 2002; Schwaller, 2011; Prien, 2013, entre otros
4 La Revista Católica fue fundada en 1843 y ha pasado por varias etapas de publicación
5 La revista Mensaje fue fundada por el padre Alberto Hurtado en 1951.
6 Se apoya en la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y la historia conceptual de Reinhart Koselleck para analizar los textos dentro de su dimensión tiempo-espacio, que consideran el lenguaje, la temporalidad, y la crítica del investigador. Pueden consultarse: Koselleck y Gadamer, 1997; Fernández y Capellán, 2011; Ramos, 2018, entre otros.
7 La Doctrina Social de la Iglesia se fundamenta en las encíclicas Rerum novarum (1891), Mater et magistra (1961), Pacem in terris (1963); la pastoral Gaudium et spes (1965) del Concilio Vaticano II; las encíclicas de Papa Pablo VI, Populorum progressio (1967) y Humanae vitae (1968) tuvieron especial impacto en los sesenta. En América Latina, la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunido en Medellín (Colombia) en 1968, produjo el Documento de Medellín (1968), en el que el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) adaptó las reformas del Concilio Vaticano II a la región. Pueden consultarse todas las encíclicas en línea en Documentos Papales (Vatican). Véanse: Rivas, 1991; Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 2006, Medellín (1968), 2014; Concilio Vaticano II, 2014, entre otros.
8 Si bien la reforma agraria está estrechamente relacionada con la Alianza para el Progreso, ésta no constituye el objetivo central de este estudio. Sobre la reforma agraria en Chile existe una nutrida literatura; pueden consultarse: Herrera, 2004; Fontaine, 2001; Bengoa, 1990; entre otros.
9 Raúl Prebisch (1901-1986). Economista argentino, egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en 1922. Fue profesor de Economía en la UBA, 1923-1948; director del Banco Central de Argentina, 1935-1943; secretario ejecutivo de la CEPAL, 1950-1963 (Prebisch, 1987).
10 Philippe Laurent, S.J. era director de la revista Action Populaire y profesor del Instituto Católico de París.
11 El artículo original apareció en la revista francesa Catéchistes (1961, 48:303-312).
12 Raúl Sáez (1913-1992). Ingeniero civil egresado de la Universidad de Chile. Fue asesor de la Alianza para el Progreso, 1962-1965, vicepresidente de Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), 1965-1968, ministro de Coordinación Económica y Desarrollo, 1973-1975.
13 El artículo fue originado de la ponencia presentada en el Seminario “Alianza para el Progreso”, auspiciado por la OEA, con la participación de profesores de siete universidades chilenas y ponentes internacionales. El seminario se realizó del 15 al 18 de enero de 1963 en la Universidad Técnica Federico Santa María.
14 El artículo publicado en Mensaje es un “Extracto de un Discurso pronunciado ante la Conferencia Interamericana de Ministros del Trabajo sobre la Alianza para el Progreso, Bogotá, 5 – 13 de mayo de 1963”.
15 Hubert H. Humphrey (1911-1978). Político estadounidense. Fue senador entre 1949 y 1964, luego vicepresidente de EE.UU., de 1965 a 1969. (Véase: Solberg, 2003; Offner, 2018).
16 La conferencia original fue dictada en el aniversario de la Universidad de Georgetown, Washington, DC, EE.UU., mayo de 1964.
17 Alberto Lleras Camargo (Bogotá, 1906-1990). Periodista y político colombiano. Presidente de la nación en dos ocasiones, 1945-1946 y 1958-1962. Fue Secretario General de la OEA, 1947-1954. (Ver: Caballero et al., 2014).
18 El artículo fue adaptado por Mensaje del original publicado en Foreign Affairs, julio de 1964.
19 Resulta difícil establecer los montos exactos suministrados a la Iglesia chilena por la Alianza para el Progreso debido, principalmente, a la compleja estructura de funcionamiento de la misma Alianza y a las varias agencias estadounidenses que intervinieron en los programas de ayuda (Foreign Aid), tanto públicas como privadas. (Puede verse: Taffet, 2007).
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