Filosofía, Política y Economía

La política en Aricó, Del Barco y Laclau, Teoría y crítica en el debate posmarxista argentino de los ochenta.

Eugenia Fraga [1]
Universidad de Buenos Aires , Argentina

La política en Aricó, Del Barco y Laclau, Teoría y crítica en el debate posmarxista argentino de los ochenta.

Revista de Investigación del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales, núm. 15, 2019

Universidad Nacional de La Matanza

Recepción: 19 Febrero 2019

Aprobación: 04 Abril 2019

Resumen: En el presente trabajo se indaga en los modos en que diversos autores “posmarxistas” argentinos, durante los ochentas, reflexionaron sobre e intentaron saldar el clásico dilema entre teoría y práctica política, especialmente a partir de la noción de la crítica. Así, mediante el análisis de las propuestas de Oscar del Barco, José Aricó y Ernesto Laclau, se muestra que una teoría crítica para la América Latina del presente contiene herencias marxistas y posestructuralistas, de teorías semióticas y psicoanalíticas, y una preocupación por la historia, el intelecto y la imaginación.

Abstract: In the present paper we will search into the ways in which different Argentinean “Postmarxist” authors have, during the eighties, reflected upon and tried to solve the classical dilemma between political theory and practice, especially parting from the notion of critique. So, by analizing the perspectives of Oscar del Barco, José Aricó and Ernesto Laclau, we will see that a critical theory for the Latin America of our present has inheritances that are Marxist and Poststructuralist, that come from semiotic and psychoanalitic theories, and also a preoccupation for history, intellect and imagination.

Keywords: critique – theory – politics – crisis – practice.

Introducción al problema

Desde el momento en que Karl Marx (1985) elaboró su crítica materialista al idealismo, la tradición de pensamiento marxista quedó marcada por la necesidad de volver una y otra vez sobre el dilema acerca del lugar, del rol y de la influencia de las ideas y las acciones, o también, del dilema entre teoría y praxis. En particular, dado que el marxismo no solo es una tradición de pensamiento sino también una tradición político-ideológica (Tarcus, 2013), la tensión entre ideas y acciones se desplegó, la mayoría de las veces, en términos de la relación entre teoría y práctica políticas. El marxismo de la época de la Segunda Internacional, así como su versión elevada a ortodoxia en el marco del “socialismo real” de la época estalinista en la Unión Soviética y su cristalización en la Tercera Internacional, dieron respuesta a este dilema de una manera singular. Eficaz en términos pragmáticos, pero que en realidad implicaba un alejamiento del elemento crítico originario de todo marxismo y de toda teoría socialista que mereciera ese nombre (Andreucci, 1980; Haupt, 1979). Por ello, y como reacción a dicha situación, a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo XX comenzaron a emerger voces alternativas dentro de la propia tradición marxista. A uno de los movimientos producidos por sus propuestas se lo suele caracterizar como “posmarxismo”, respuesta disidente frente a la “crisis del marxismo” producida por su conversión en fetiche y herramienta totalitaria[2] (Anderson, 1977; Kolakowski, 1983). Son conocidos los aportes a este debate llevados a cabo por autores del “centro” o del “norte”, durante la segunda mitad del siglo XX, como Nicos Poulantzas (1991) y Étienne Balibar (1980) en Francia, Norberto Bobbio (1986) y Lucio Colletti (1975) en Italia, y ya en el siglo XXI, Slavoj Zizek (2000) y Antonio Negri (2009)[3].

Sin embargo, en el presente trabajo nos abocaremos al análisis del “(pos)marxismo latinoamericano” (Aguilar, 1978; Fornet-Betancourt, 1995; Löwy, 1982; Paris, 1984), o con más precisión, al análisis de los aportes de tres autores argentinos, los cuales escribieron sus aportes al debate que aquí nos ocupa a lo largo de la década del ochenta, específicamente, entre 1978 y 1992. Nos referimos específicamente a José Aricó, Oscar del Barco y Ernesto Laclau. En cada uno de los casos, trabajaremos con aquellos “textos claves” en los que la relación entre “teoría” y “práctica” política, así como el concepto, en nuestra opinión central, de “crítica”, son planteados con mayor profundidad. Así, en el caso de Aricó, trabajaremos con Marx y América Latina, de 1980; en el caso de Del Barco, trabajaremos con su “Introducción a Notas marginales de Marx al Tratado de economía política de Adolph Wagner”, publicado en 1982 en Cuadernos de Pasado y Presente; y, en el caso de Laclau, trabajaremos con Política e ideología en la teoría marxista, de 1978, con Hegemonía y estrategia socialista, de 1985 -éste último coescrito con Chantal Mouffe-, y con el “Prólogo” a El sublime objeto de la ideología, de Slavoj Zizek, de 1992[4]. Por último, trazaremos unas conclusiones comparativas en las que esperamos no solo resumir los puntos claves del debate y de las respuestas -abiertas- ofrecidas por estos autores al dilema, sino también poder demostrar, aunque sea parcialmente, la hipótesis de que el imaginario político posmarxista argentino ha estado inevitablemente conectado, de algún u otro modo, a una “teoría crítica”.

Lectura crítica, crisis teórica y refundación política en Aricó

En su fundamental libro Marx y América Latina, de 1980, Aricó establece que la relación con el marxismo debería ser una de “lectura crítica”, es decir, que debería “inspirarse” en el pensamiento marxiano, pero “poniéndolo a prueba” constantemente para lograr su “recomposición teórica y política”[5]. Como vemos, de entrada aparecen juntas las tres preocupaciones que motivan este trabajo: la teoría, la crítica y la política. El autor aclara que “lectura” no significa “filología” -podríamos decir, estudio teórico por la teoría misma-, sino más bien lo que podríamos llamar un primer paso para poder elaborar una “contribución”. Una contribución, prosigue Aricó, a un “combate” -aquí está la política de nuevo-, a través de la “propuesta de análisis crítico y desprejuiciado de la realidad”. De lo que se trata, en última instancia, es de transformar el mundo, pero para ello es necesario interpretarla de un modo que rompe con el sentido común sobre la misma, y, a su vez, para esto último, es preciso contar con un herramental conceptual crítico. En palabras del autor, lo que se tiene entre manos es a la vez “un problema teórico, pero también práctico” (Aricó, 2010, p. 76), porque ese combate mencionado tendrá al final consecuencias políticas, pero se inicia en un “campo teórico de confrontación y debate” (p. 77).

En cuanto a la relación entre teoría y realidad, Aricó muestra cómo sucede todo el tiempo que muchas veces porciones de esa última aparecen como “inclasificables” para las teorías preexistentes. Pero esa dificultad no debería redundar en la “exclusión por la teoría de una realidad” -puesto que la realidad allí está, en su materialidad-, sino más bien, por el contrario, en la revisión de la teoría para enriquecerla. Este es el caso, según el autor, de la dificultad del marxismo en su formulación original con respecto a América Latina, por ejemplo. Efectivamente, la región aparecía como inclasificable en la “taxonomía” de los modos históricos de producción. Pero en opinión de Aricó, el problema no reside tanto en que una taxonomía resulte “deficiente” -esto es inevitable, el conocimiento humano siempre erra o falla-, sino en la postura que pretende construir esas taxonomías de manera definitiva, sin predisposición a modificar sus “parámetros teóricos fundamentales”, en caso de necesidad (p. 81). Ciertamente, cualquier teoría, aún cuando nace como teoría crítica, puede perder ese rasgo si se pretende conclusiva. Como ejemplifica el autor: Karl Marx y Friedrich Engels eran no solo críticos sino “críticos radicales” de su sociedad, pero inevitablemente elaboraron esa crítica “en el interior de ella, con sus claves y perspectivas, con su horizonte teórico” (p. 85); esto implica que su teoría no era universal ni en el tiempo ni en el espacio, y de allí la emergencia del problema -entre muchos otros- de la clasificación de América Latina en función de la misma[6].

Por otro lado, las teorías no solo no son conclusivas por la existencia de otras civilizaciones distintas a aquella en donde emergen y a la que piensan, sino también porque la propia sociedad que es tomada por objeto se va modificando. Así, explica Aricó, a medida que fueron surgiendo los procesos de transformación novedosos que trajeron -y superaron parcialmente- las diversas “crisis del capitalismo”, fue transformándose asimismo el rol de una “teoría revolucionaria”[7]. La historia misma, entonces, obliga a la teoría, en este caso marxista, a “redefinirse a sí misma”, como único modo de “liberarse de toda hipoteca dogmática”. En efecto, dada la “tendencia de toda teoría a cristalizarse”, si ella no es revisada constantemente, y aún teniendo un origen crítico, puede volverse su opuesto: un dogma. De aquí entonces la relación entre crisis capitalista y la tan mentada “crisis del marxismo”, o también, la relación, ahora formulada de otro modo, entre “movimiento” práctico y teórico, “nexo extremadamente complicado” dadas las “vicisitudes” de la historia en ambos niveles[8]. Dicho de otro modo: si la historia se complejiza, la teoría debe complejizarse a su vez, a riesgo de, en caso contrario, el fracaso en el movimiento político. En este sentido, no debiera entenderse la crisis del marxismo como el “signo de su inevitable defunción”, en palabras del propio Aricó, sino más bien, más productivamente como el “indicador de su extrema vitalidad” (p. 89), de su necesidad inherente de cambiar. Ésta es entonces la “morfología” de las relaciones, siempre “trastocadas”, entre “teoría, movimiento y crisis”, que tanto se “estanca” como hace emerger las “potencialidades nuevas”, aquellas potencialidades “liberadas” cada vez que se redefine la teoría en relación con su historia, con la historia del “movimiento social” y con el carácter histórico -o “epocal”- del capitalismo (p. 90).

El “análisis morfológico” (p. 116), entonces, rastrea los “conceptos” que de algún modo estén indicando “presencia de prejuicios”, a los cuales arrastran desde su propia “formación ideológica”. Al rastrear lo que también podríamos llamar prenociones en los conceptos, lo que se busca es reducir su “influencia” tanto sobre las “concepciones teóricas” como sobre las “actitudes políticas” futuras (p. 122). El objetivo primordial es mantener la “fuerza de la reflexión crítica” y la “pasión revolucionaria” de la teoría, es decir, de algún modo, reconectar en sentido transformador la inevitable brecha entre teoría y praxis, o, en palabras de Aricó, la “distancia que media” siempre entre “matriz teórica” y “práctica política” (pp. 132-133). Lo que surge aquí es el dilema en torno a la “realización de la teoría”. La teoría solo puede “realizarse como tal” si logra la “realización del proceso social”, del que forma parte como su “forma expresiva”, y al que impulsa como meta política. Dicho de otro modo, para el autor la teoría debe confrontarse constantemente con la “facticidad”, “so pena de convertirse en una actividad abstracta de un mundo inexistente” (pp. 140-141). Podríamos decir, en un mero fantasma o espectro sin ningún efecto social real, cuando ese efecto es justamente su sueño más preciado.

Si la meta es “restituirle al marxismo su condición de teoría crítica y revolucionaria, la carga disruptiva que siempre tuvo”, entonces Aricó se servirá de los aportes de teóricos marxistas posteriores a Marx y Engels para lograrlo (p. 182). Así, en primer lugar, retomará de Rosa Luxemburg (2017) sus ideas acerca de la relación entre “teoría revolucionaria” y “movimiento obrero”. Según la autora alemana, lo que le da su “forma” revolucionaria a la teoría marxista es su vinculación efectiva con el movimiento “real”, vinculación por la cual la teoría lograría emerger como “expresión” conceptualizada del “proceso de constitución” del mismo. En segundo lugar, Aricó tomará de Karl Korsch (1971) la idea de que “la teoría marxista de la lucha de clases es ella misma lucha de clases” (Aricó, 2010, p. 185). Esto, que podemos conectar con la noción ya vista de confrontación, debate o combate teórico, es adelantado por este autor alemán en términos de que el marxismo es -o debería ser- el “modo de hacer teóricamente” lo que la “clase proletaria” hace -o debería hacer- en el ámbito de la práctica política[9]. Vemos entonces aquí la razón por la cual Aricó se hace eco de estos aportes: si el marxismo se pretende una “ciencia crítica”, de ningún modo puede construir un “sistema teórico cerrado”, porque las nociones mismas de “cierre” y de “sistema” son “extrañas a la lucha de clases”, proceso que, como muestra la historia, no parece tener linealidad, coherencia, ni final[10]. Entonces, opina nuestro autor, queda claro así el “pecado del teoricismo”: el teoricismo sería la postura que cree que puede “resolver” los problemas del marxismo, abordándolos exclusivamente de modo teórico, esto es, sin colocarlos nunca en un “plano de actualidad” (p. 186).

Pero Aricó avanza y se nutre aún de otros aportes más, en este caso de autores italianos. Así, en tercer lugar, se apoya en Antonio Gramsci (2004) cuando éste sostiene que la teoría siempre guarda relación con la praxis, a través de la lucha de clases -clases que problematiza y resemantiza en términos, aún marxistas, de voluntades colectivas-[11]. En este sentido, si la teoría se nos aparece como “autonomizada” es solo por causa de la creciente “acentuación de la división social del trabajo” bajo el capitalismo[12]. En efecto, la historia es el “fundamento real” de la teoría marxista, y ese fundamento debe ser permanentemente “reconocido” a pesar de la fragmentación operada por el modo de producción. solo así la teoría podría evitar verse reducida a mera conceptualización de los “tiempos tácticos” del movimiento. Y también, solo así logrará mantener una “capacidad analítica” que piense en términos de tendencias, de “despliegues”, de trascendencias respecto de las formas “concretas” existentes -otra crítica al determinismo y teleologismo del marxismo ortodoxo-. En palabras de nuestro autor, la cristalización de las formas teóricas lleva a su conversión en una “filosofía de la totalidad del mundo y de los hombres” (Aricó, 2010, p. 187) con consecuencias que solo podemos denominar quietistas. Más bien, lo que se precisa es el reconocimiento de la necesidad de su constante “desarrollo” -desarrollo teórico tanto como desarrollo político práctico-. En este sentido, la teoría siempre debería estar en “crisis” -y agregamos, también “en crisis” se nos aparece siempre la historia- (p. 188).

Por último, Aricó retoma los aportes de Giacomo Marramao (1971), quien sostiene la necesidad de fundar un “nuevo tipo de conexión entre teoría y política” (Aricó, 2010, p. 188). Esa nueva conexión no puede implicar jamás “relegar” a la teoría a un “papel pasivo y subordinado” -de “registro y ratificación” de lo que va sucediendo en el otro plano-. Por el contrario, debe implicar el reforzamiento del carácter “precursor” de la teoría, en el sentido de orientador de la “emancipación” práctica, puesto que ese, y no otro, es su “contenido crítico-científico” (p. 189). En efecto, avanza nuestro autor, la teoría marxista debe “recomponerse” de tal modo que se abra a lo “nuevo”, que pueda “captar” todo aquello que anteriormente se encontraba “excluido” -y podríamos agregar, junto a lo nuevo en el tiempo, a lo “diferente” en el espacio-. Porque la cuestión es bidireccional: la teoría “constituye” a la “totalidad social e histórica”, a la vez que “se constituye” en ella; o también, “forma parte” de la totalidad sociohistórica a la vez que la “forma”, o le “da forma”. Teoría y práctica, teoría y política, son factible -y necesariamente- distinguibles “desde el punto de vista analítico”, pero éste es un punto de vista que, aunque “válido”, es siempre “circunscripto y transitorio”. La distinción, entonces, no es “ontológica”, y creer que lo es no es más que “recaer” en la misma escición que promueve el capitalismo. De lo que se trata para Aricó, al fin y al cabo, es de “refundar” la teoría, como parte del proceso de “refundar” también la política (p. 190).

Crítica de la razón, cargas teóricas y fugas políticas en Del Barco

En su larga contribución filosófica al número 97 de Cuadernos de Pasado y Presente, en 1982, Del Barco aborda una problemática similar al afirmar que una “mutación” en el “objeto de estudio” requiere necesariamente una mutación similar en el “enfoque teórico”. Así, por ejemplo, si se modifica el sistema capitalista, deberían ponerse al día las conceptualizaciones sobre el mismo. Ahora bien: hay transformaciones históricas del objeto que lo vuelven tan “complejo”, que éste llega a perder todo rastro de “traslucidez y asibilidad” que algún día pudo haber tenido -si es que lo tuvo-. En estos casos -y el autor deja implícita la idea de que en realidad aquello es lo que siempre sucede-, todo el “aparato teórico” que pretende “dar cuenta” de ese objeto queda “descentrado”: ya no puede, legítimamente, presentarse como un “todo-teórico”, sino que apenas puede tomar la forma de un “discurso molecular, genealógico”, y basado a su vez en una “racionalidad” que ya no puede pretenderse “científica”, pues se le dificultaría aprehender lo “distinto”, lo novedoso en la historia (Del Barco, 1982, pp. 11-12).

En opinión de Del Barco, una transformación histórica de esta magnitud fue por ejemplo, sin lugar a dudas, la que acompañó el pasaje del modo de producción feudal al capitalista. Observando esta mutación de la totalidad social, Marx habría sentido, “in profundis”, el “descalabro de la razón” recién comentado. Es que, en tanto europeo y decimonónico, o también, en tanto moderno, él era un “hijo de la razón” -aunque nos gustaría especificar: de ese modo particular, incluso restringido, de entender la razón por parte de la modernidad occidental y capitalista-. En este sentido, prosigue nuestro autor, Marx llevó la razón “hasta lo último”, hasta sus últimas consecuencias, siendo “afectado por ella” a la vez que la afectaba a su turno. En efecto, muchas veces se ha hablado del “trabajo de topo” de Marx, el cual habría consistido, precisamente, en “roer la razón”, con “lentitud y furia” -es decir, mediante un proceso riguroso pero apasionado-, hasta llegar a lo que podríamos llamar sus huesos: en palabras de Del Barco, hasta demostrar que la razón es “forma” -o mostrar la forma de esa razón-[13] (p. 15).

Para nuestro autor, existen dos tipos de “cargas” de los discursos teóricos. Una es la “carga de muerte”, que se refiere al tipo de trabajo “crítico” de la razón, como el que vimos caracterizó el pensamiento de Marx -y al de Friedrich Nietzsche (1972) y Sigmund Freud (1993), según la tríada vuelta famosa por uno de los inspiradores de Del Barco, Michel Foucault (1996)-[14]. Es por su carga de muerte que Marx debería ubicarse, en la historia intelectual, en el panteón de los “no-maestros” -es decir, de aquellos pensadores difíciles de encasillar por el carácter “deconstructivo” de su teoría-[15].

Por otra parte, del lado del canon de los “maestros” -es decir, de aquellos pensadores cuyas teorías acumulan “logos” en lugar de deconstruirlo, en el sentido de Jacques Derrida (2003)-, se encuentra no ya la carga de muerte sino lo que nuestro autor llama “carga de arrastre”. La carga de arrastre está presente toda vez que, más que realizar una crítica de la razón, “la razón muerde su propia crítica”, subsumiéndola a la forma del logos preexistente. Entonces -y en contra de aquellos intentos más o menos frecuentes de ubicar a Marx como un maestro más, por ejemplo, de la historia de la economía política-, lo que debe rescatarse en él es en cambio “ese instinto y esa genialidad en la descarga escritural”, los cuales, décadas o siglos después de originados, pueden seguir movilizando, “con su fuerza, los múltiples movimientos de fuga del sistema” (Del Barco, 1982, p. 16).

Hay entonces una paridad entre las “fugas” respecto del “sistema” social -por ejemplo capitalista- y las fugas respecto del sistema teórico -por ejemplo, el marxismo-. Esos puntos de fuga son “discontinuidades”, rupturas históricas pero también conceptuales, pues “abren” aquellos “órdenes teóricos” que se pretenden “totales” hacia el “campo de la indeterminación y la incertidumbre” -que, podemos concluir circularmente, es precisamente el campo de la historia, enervado por la política-.

Las “visiones simplistas” a nivel teórico deben ser desechadas porque impiden, en palabras de Del Barco, observar “el otro costado” de cada época, el costado oculto o latente, no dicho pero siempre al acecho. Pero la apertura a la novedad o a lo inesperado no quita, sin embargo, centralidad a la “insistencia”. Es preciso, a pesar de todo, insistir y persistir en las miradas, aún en contra del paso del tiempo. Así, el retorno a Marx en el siglo veinte -o veintiuno- funciona según el autor al modo de un “síntoma”, de un síntoma de la época no ya de su aparición sino de lo que podríamos llamar su relectura. Entonces, la teoría marxiana es desde el principio de su “itinerario” una “puesta en juego”, que, según el momento y el lugar, aparece “negada”, “asimilada”, “completada”, “expuesta”, pero siempre “volviendo una y otra vez”, como algo que es “esencialmente interminable”. Ésta y no otra es la mayor fuerza de la teoría de Marx, y, en realidad, de cualquier teoría que pretenda tener lo que podríamos llamar performatividad política en el presente (pp. 17-19).

Para ello, sostiene Del Barco, es preciso “cuestionar lo 'real'” al cuestionar “la 'ciencia' de lo real”, o también, de “criticar al sistema criticando el sistema de categorías del sistema”. Pero es necesario tener en cuenta que la crítica, así entendida, implica siempre una “otredad”, una alteridad que debe ser “asumida en su momento teórico” para poder mantener su vínculo en el nivel de la acción. Y esa otredad no es otra que la de la latencia, la de la novedad, la de la indeterminación, la de la incertidumbre, la de la distinción, la de la mutación, la de la transformación, por volver a las nociones ya utilizadas; o también, la de la potencialidad. Por esta vía, otredad y carga de muerte se unen y trastocan en “instinto de muerte” en el sentido freudiano que refiere a lo “reprimido del sistema”. El marxismo, si es entendido de esta manera que podríamos llamar explosiva, es antes que nada una teoría de la “transgresión”, o también, un discurso constantemente “extático” -de aquí la posible vinculación con la noción de crisis, observamos-, o incluso, una teorización en “forma de flujo”, puesto que no solo busca el movimiento -en la historia- sino que ella misma es movimiento conceptual: lo que se transgrede en el éxtasis es la estaticidad del “stasis” (p. 20).

“Instaurar lo abierto como posibilidad real”, en la historia, implica entonces primeramente instaurar lo abierto como “posibilidad teórica”, y ello a su vez requiere “despejar críticamente el campo” del discurso para hacer lugar a su emergencia[16]. Esto es lo que habilita una “fenomenología crítica” como la teoría de Marx: una fenomenología crítica es aquella que señala los “momentos de condensación, de ocultamiento y de mímesis” de los textos -de los textos teóricos tanto como de lo que metafóricamente podríamos denominar el libro de la historia-.

Una fenomenología crítica, en definitiva, es aquella que se aboca a indicar los “huecos”, tanto conceptuales como sociales, o lo que Del Barco llama la “muerte inmanente del sistema” tanto conceptual como social. O aún con otro vocabulario: la fenomenología crítica es aquella que no construye “conocimiento por el conocimiento mismo”, sino un conocimiento “cartográfico”, como un mapa dibujado con intención de “guerra”, es decir, “destinado” a la política. La posibilidad de lo abierto, en efecto, es una posibilidad “transteórica”, que trasciende el plano de lo meramente conceptual, y con ello, el plano del fantaseo “utópico”, puesto que lo que se busca es la intervención en lo concreto del mundo (pp. 21-22).

En este sentido, prosigue el autor, la teoría -por ejemplo, la teoría marxiana- no puede entenderse como una actividad puramente “descriptiva”, como la problematización exclusivamente del “¿qué?”; el problema teórico es siempre también un problema “genético-crítico”, que gira en torno de la pregunta “¿por qué?”. Al buscar el por qué se indaga necesariamente en ese otro lado, en lo reprimido, en lo “inconsciente” -salto al psicoanálisis que excede al marxismo en su contenido clásico-. Y solo logrando que lo inconsciente “devenga teoría”, es decir, solo al volverlo consciente, se logra “incorporarlo” al “orden de lo político”. El “objeto auténtico” de toda crítica es entonces “poner de manifiesto” la “función política” del estado de cosas dado, a partir del cuestionamiento de su “representación” naturalizada, estabilizada, y “presuntamente no intencionada”, neutral. Es buscar y mostrar la “relación” entre lo visible y lo invisible, lo dicho y lo no dicho, lo real y lo posible, lo superficial y lo profundo (pp. 23-24). En tanto quiebra el sistema en su doble plano teórico y empírico, la crítica es una “crítica anti-sistema”, un quehacer “subversivo”, una actividad de “despeje” con una orientación “transmetafísica”[17] (p. 27).

Crítica del absoluto, campo teórico y contradicción política en Laclau

Ya en 1978, con la publicación en español de Política e ideología en la teoría marxista, Laclau había afirmado la importancia de “elaborar conceptos teóricos” para poder “comprender” los fenómenos que nos rodean (Laclau, 1978, p. 89). Para el autor, en el marco de su posicionamiento que en aquel entonces aún era marxista, el procedimiento de “construir teóricamente” un objeto de estudio es un “procedimiento” de sistematización, que se contrapone al tipo de pensamiento “puramente arbitrario” que “supone” o presupone cierto “conocimiento empírico” y simplemente “opera taxonómicamente” sobre ese supuesto conocimiento (p. 109). Este último tipo de pensamiento, el arbitrario, no construye entonces conceptos teóricos, sino que se reduce a “evocarlos”, a mencionarlos sin más de manera borrosa frente a sus lectores o auditorios. De este modo, no se construye tampoco ninguna “unidad discursiva” a partir de la interrelación entre sus “elementos” -los conceptos-, sino que más bien se “intuye” -o se hace intuir a los demás- el “sincretismo” de un “discurso unitario” y no problematizado, o podríamos también decir, siempre ya unificado y unívoco. Y es sobre esta base aparentemente aproblemática que se erige todo aquel conjunto de saberes “empíricos” mencionado (pp. 111-112).

Pero como sostiene el autor, “hasta en las teorías más erróneas se esconde siempre un grano de verdad”, puesto que siempre persiste, aunque sea de modo muy reducido, limitado o distorsionado, un vínculo entre teoría y práctica, entre el discurso y lo “real” , o entre teoría y praxis, como es propio del marxismo desde su origen (p. 156). Laclau tramita y profundiza ese vínculo proponiendo un tipo de conocimiento que, por ejemplo por medio de la escritura de ciertos “ensayos con objetivo teórico” -como el producto de investigación que estamos analizando-, se construyan conceptos que, aunque elaborados en conexión con alguna “experiencia” particular, luego puedan ser reutilizados en otros “contextos” históricos y geográficos, de tiempo y lugar.[18] Se trata, entonces, de delinear “esquemas teóricos alternativos” a los preexistentes, y para que puedan cumplir su función de comprensión deben centrarse en torno a un concepto fundamental -distinto cada vez- del cual se desprendan -y al cual se unan- todos los demás (p. 166). El concepto fundamental así como todos los conceptos en general deben ser algo distinto a la “adición meramente descriptiva” de los “rasgos característicos” de un fenómeno, pues esa adición no conduce nunca a “entender la significación” del mismo en un sentido profundo, cabal (p. 179). Porque lo que le da su “estatus teórico” a un concepto no es la “frecuencia de su uso” en el discurso cotidiano, ni siquiera en el discurso político, por relevante que éste sea. Su estatus viene dado por el hecho -o no- de su “precisión”, es decir, de trascender -o no- el plano “puramente alusivo o metafórico” (p. 192).

En 1985, Laclau y Mouffe desarrollan algunas de las ideas previamente tratadas, pero en un marco ya propiamente posmarxista, en Hegemonía y estrategia socialista. Constituir teóricamente un concepto no se reduce simplemente a un “esfuerzo especulativo” en el marco de algún marco “coherente”, sino que es algo mucho más complejo, algo que requiere “negociar entre superficies discursivas mutuamente contradictorias”. No se trata yo solamente de sistematizar, sino de trabajar con el material antagónico que es el universo de los discursos -o quizás, que son “los”, en plural, universos de discurso-. Las teorías son ahora pensadas como “campos teóricos”, y las redes de conceptos que los constituyen lo hacen en torno a una “categoría” central. Los elementos del campo, los conceptos, se especifican como “fragmentos de una totalidad estructural u orgánica”, totalidad que, en rigor de verdad, ha sido siempre ya perdida, rota, por lo cual no existe en tanto entidad cerrada, como planteara Ferdinand de Saussure (1997) (Laclau y Mouffe, 1987, p. 105). Vemos aquí con claridad la relación entre el antagonismo y la fragmentación, la pérdida y la permanente búsqueda de la unidad[19]. Por otro lado, para la constitución del campo discursivo se requiere transitar dos pasos. En primer lugar, hay que especificar los elementos que allí entran en relación; en segundo lugar, hay que especificar la naturaleza de la relación misma, hay que darle entidad al “momento relacional” en sí mismo, pues es éste el que otorga su posición y su sentido a todos los elementos[20] (p. 109).

En este marco, la crítica emerge en principio como el señalamiento del carácter “no necesario” de la relación dada entre los elementos del campo[21]. Pero si la crítica solo se redujera a ese señalamiento, aún podría interpretarse el carácter “necesario” de los elementos en sí mismos, la “identidad” de cada uno de ellos. La crítica de un campo discursivo, entonces, implica para Laclau y Mouffe cuestionar también la identidad de los conceptos mismos, puesto que se parte de la contingencia radical de lo social para cuestionar toda idea de necesidad, determinismo o teleología (p. 108). Se trata de dos “empresas teóricas” muy distintas. No se trata solamente de criticar una variante determinada de campo discursivo, esto es, de criticar una teoría particular. Se trata, de manera mucho más radical, de criticar todo tipo de “fijación” discursiva, es decir, en definitiva, de afirmar el carácter “incompleto, abierto y políticamente negociable” de toda teoría -y con ello, de toda identidad política, y más aún, de toda realidad social-[22]. No es entonces -solamente- que esta o aquella cosmovisión sean problemáticos, sino, yendo mucho más allá, es que toda cosmovisión, encarnada en un discurso, es problemática, tanto por su emergencia, por su despliegue como por su lucha y por el resultado de esa lucha con el resto de las cosmovisiones y discursos (p. 118). Y así como no ha de “absolutizarse” ninguna teoría, tampoco ha de “absolutizarse” ningún concepto, ni ninguna relación entre conceptos (p. 164).

En 1992, Laclau redacta el Prólogo a El sublime objeto de la ideología de Slavoj Zizek (2000), uno de los autores más relevantes y novedosos dentro del posmarxismo de finales del siglo XX y principios del XXI[23]. Zizek, en el libro prologado, invita a “romper la barrera” que separa los “lenguajes teóricos” de los “lenguajes de la vida cotidiana”, por ejemplo, los de los objetos de consumo cultural como el cine. Es que, en su opinión, se ha vuelto indispensable una crítica a la noción de “metalenguaje”, de un lenguaje al que se le adjudica la capacidad de mirar más allá -y por ende esencialmente mejor- que otro. En este sentido, la propuesta del autor esloveno tiende a la “transgresión de las fronteras” que suelen erigirse para separar, por ejemplo, a lo lego y lo científico, o lo inconsciente e irracional y lo consciente y racional. Todo esto, explica Laclau, se justifica y legitima por el hecho, en el que coinciden ambos autores, de la “presencia de lo real” -es decir, en el vocabulario psicoanalítico de Jacques Lacan (2014) del que ambos se nutren, por la presencia de lo “materno”, de la materialidad pre-social, de lo “afectivo” que no logra ponerse en palabras, de la búsqueda de “goce” que siempre se escapa, de la necesidad de “completud” imposible, del eterno retorno a un “origen” perdido, de la latencia de lo “marginal” o disruptivo al orden-[24].

En efecto, si lo real[25] está presente inevitablemente en toda “simbolización” -es decir, para volver al vocabulario anterior laclausiano, en todo discurso-, entonces lo que no encaja, lo problemático, lo excluído, penetra tanto el lenguaje común como el lenguaje teórico (Laclau, 1992:15-16)[26]. Ahora bien, como se han encargado de hacer notar las sucesivas teorías de la “ideología” -como la de otro autor argentino contemporáneo y en diálogo con Laclau, Eliseo Verón[27] (1980)-, aunque todo discurso “es” ideológico, en el sentido de que presenta inevitablemente una “dimensión ideológica” -una entre varias otras dimensiones-, y que aquí podríamos llamar “real”, no es lo mismo un discurso que intenta volver consciente esa dimensión y dar cuenta de ella de forma explícita, que uno que no lo hace y opera, como ya dijimos, de manera aproblemática[28]. No es lo mismo, por decirlo con Verón, un discurso que pone de relieve sus “condiciones materiales de producción”, sus posibilidades pero sobre todo sus limitaciones, que un discurso que las “oculta”, especialmente por los diversos efectos políticos que esa revelación y ese ocultamiento tienen.

Luego de haber revisado una serie de textos claves de tres autores fundamentales del pensamiento político argentino, muy especialmente centrados en torno a los debates más álgidos de la década del ochenta del siglo XX, nos atrevemos a esbozar algunas conclusiones acerca de los elementos que los agrupan.

Conclusiones

Los temas que hoy nos ocuparon son los conceptos nodales de teoría y de crítica, en su relación con la práctica y con la historia, combinación de nociones que hacen emerger, en nuestra opinión, unas contribuciones más que interesantes acerca de la teoría política crítica en nuestra región y en nuestro presente. Así, como habrá podido notarse, en los apartados dedicados a cada uno de los autores trabajados, se anudaron esos mismos tres conceptos, pero con declinaciones singulareso. Así, en el caso de Aricó, hemos hablado de lecturas críticas, crisis teóricas y refundaciones políticas. En el caso de Del Barco, nos referimos a la crítica de la razón, las cargas teóricas y las fugas políticas. Y, en Laclau, hemos hablado de crítica del absoluto, campos teóricos y contradicciones políticas. Sinteticemos primeramente a qué nos referimos con todo esto.

En primer lugar, Aricó se centra en la cuestión de la crisis de la teoría marxista, vinculándola a la crisis histórica del capitalismo y a la crisis política del movimiento revolucionario. No menor en este derrotero ha sido el señalamiento del vínculo íntimo entre crisis y crítica, ya que provoca a la otra, y a la vez, la segunda parece ser -o aún más, “es”- la única salida de la primera. En segundo lugar, Del Barco opta por un análisis de la forma de operar de la teoría del propio Marx, ubicándolo como modelo de la carga crítica que ciertos discursos disparan, y por oposición a la carga conservadora contenida en otros discursos. En este marco, resultó de importancia el cuestionamiento de la noción de sistema, por oposición a la noción de flujos, siempre en plural, como formas polares de posicionamiento político. Finalmente, Laclau opta por retomar en primera instancia algunos elementos del marxismo y, luego, por criticar los aspectos centrales de las teorías dogmáticas del marxismo, lo que conduce a elaborar una nueva teoría del discurso, autodefinida como posmarxista, y que en nuestra opinión constituye una verdadera teoría de la teoría. Su teoría posmarxista toma del marxismo la constatación del carácter divisorio, antagónico, de lucha de los lenguajes y los sentidos, es decir, del carácter político de los mismos. Allí, la crítica debe tornarse radical y asume un enfoque posfundacional y antiesencialista: no vale cuestionar una teoría sino todas, del mismo modo que no alcanza con desacralizar una identidad política sino todas.

En segunda instancia, nos gustaría mostrar los supuestos y los “ingredientes” que forman parte de cada una de las tres propuestas analizadas. En el caso de Aricó, su posmarxismo se nutre sobre todo de algunos de los grandes nombres del marxismo europeo del siglo veinte, paradójicamente, para tomar como objeto privilegiado de estudio no a Europa sino a América Latina[29]. Así, Gramsci, Luxemburg, Marramao o Korsch vienen en auxilio de una crítica al eurocentrismo y, más a fondo, al falso universalismo, tanto temporal como espacial, de las teorías del marxismo ortodoxo.

En el caso de Del Barco, su posmarxismo se nutre en cambio de lo que podríamos llamar la perspectiva posestructuralista, en el seno de la cual brillan los nombres de Foucault y Derrida, inspirados a su vez en otros grandes del pensamiento occidental como Nietzsche o Freud. Pareciera como si el “pos” del posestructuralismo es lo que permite el “pos” de su posmarxismo, es decir, el tránsito del marxismo oxidado en su versión cientificista a un marxismo que se pone al día y toma las riendas de la sociedad “pos”moderna.

Finalmente, en el caso de Laclau, su paso del marxismo al posmarxismo se nutre de dos grandes corrientes de pensamiento: la teoría psicoanalítica y la teoría lingüística. Pero en esa hibridación -que es también, aunque a su manera, la de Zizek-, Lacan y Verón están más cerca de lo que se ve a primera vista, pues la teoría de los discursos y la teoría de la psiquis, con sus simbolizaciones y sus imaginarios, son ambas teorías de los signos y de los símbolos: ambas problematizan la semiosis, su sentido social y sus efectos políticos.

A pesar de las diferencias de superficie en cuanto a las herencias y, por ende, a las variantes de posmarxismo que cada autor presenta, y que acabamos de revisar, nos gustaría en tercera instancia remarcar la presencia de similitudes entre Aricó, Del Barco y Laclau -quizás las más importantes sean aquí, además de la herencia intelectual del marxismo no dogmático, la apuesta por la apertura, la contingencia, la novedad, el cambio y la transformación, junto a la acentuación de la vinculación entre historia y discurso, entre práctica y teoría, entre política e ideas-. Pero además, nos gustaría resaltar la productividad de poner a dialogar diferentes tradiciones culturales que en general fueron tomadas por separado dentro del pensamiento sociopolítico. Lejos de negar las diferencias, lo que sugerimos es que existe un resultado fructífero en el hecho de articular tradiciones intelectuales variadas -algo que por otra parte parecen defender los tres autores analizados-. Esta productividad probablemente sea más visible al recalcar que, en lugar de optar por el euromarxismo, el posmodernismo o el desgarramiento psicoanalítico, quizás podamos aprender de los tres a la vez, a la hora de pensar nuestro aquí y ahora. Del mismo modo, lo anterior es visible al recalcar que, en lugar de pensar solamente en términos geopolíticos -como el dilema latinoamericano-, solamente con vocabularios posmodernos fácilmente cooptables por el neoliberalismo -como las “fugas” y los “huecos”-[30], o solamente a partir de la tragedia vital de las identidades y subjetividades -la imposibilidad y el fracaso ulterior de todo lo que el ser humano intenta asir o suturar-, podemos y debemos pensar en los tres planos en paralelo.

Por último, podríamos afirmar que la forma política en la que estamos pensando, inspirados en los autores aquí analizados, tiene las siguientes características: a) apoya la práctica política en la práctica teórica; b) adopta siempre una postura crítica frente a lo dominante; c) hace uso, sin temor, de lo que Aricó llamó la novedad, Del Barco la apertura, y Laclau lo contingente, y que a nosotros nos gustaría asociar a la imaginación y la creación, ingredientes claves de toda teoría crítica. Quizás lo que podríamos llamar la teoría crítica posmarxista argentina tenga también vinculación con lo estético, lo expresivo o afectivo -algo que apareció, de forma latente, a lo largo del presente ensayo, y que esperamos profundizar en trabajos posteriores-.

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Notas

[2] El posmarxismo es solo una de las respuestas a la crisis del marxismo. Previo a su emergencia se desarrollaron las propuestas “neomarxistas”, como las de Nicos Poulantzas, Ralph Milliband, Erik Olin Wright o Michael Holloway, y, en particular en América Latina, la “teoría de la dependencia” de la mano de autores como Raúl Prebisch, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, Theotonio dos Santos, Andre Gunder Frank, Ruy Mauro Marini o Celso Furtado. Sobre algunas de estas propuestas -las de Olin Wright y Poulantzas- hemos trabajado en Fraga, 2017a y 2017b, respectivamente.
[3] Sobre las propuestas de estos seis autores, precisamente, hemos trabajado en Fraga, 2018. Allí, y a pesar de la heterogeneidad entre ellos -el neomarxismo de Poulantzas, el socialismo liberal de Bobbio, etc.- emergió como concepto central, respecto de una teoría crítica posmarxista, el de “historia”. Por otra parte, para uno de los cuestionamientos más relevantes al posmarxismo, ver Meiksins-Wood, 2008.
[4] Como podrá apreciarse, para el caso de Laclau, hemos seleccionado textos marxistas (1978) y posmarxistas (1987, 1992). Por otro lado, y aunque es cierto que el prólogo a un libro ajeno (el de Zizek) difícilmente sea considerado un texto clave o central del autor, lo hemos elegido en este caso, justamente, para poder acceder a las conexiones entre el pensamiento laclausiano y otros pensamientos fundamentales, como el del propio Zizek, el psicoanálisis de Lacan y la teoría discursiva de Verón.
[5] Respecto de esta “lectura crítica”, diversos autores han señalado la centralidad de la veta “crítica” de Aricó. Merlo (2013) y Ricca (2013) se ocupan primordialmente de su crítica a la versión tradicional marxista por su carácter “eurocéntrico”, de especial impacto negativo a la hora de analizar una región periférica como América Latina. Por su parte, Ricca (2014) asocia dicha veta crítica a los distintos modos de “rol intelectual” asumidos por Aricó a lo largo de su trayectoria vital: del “legislador” al “traductor”, o también, de la “ciencia” a la “genealogía”. También Cortés (2015) ha estudiado en profundidad el proceso de “traducción” en Aricó, en conexión con su rol “editor” y su rol “intelectual” en general.
[6] Aunque la influencia de Antonio Gramsci (2004) en el pensamiento de Aricó será abordada respecto de un punto en particular un poco más adelante, ya aquí se puede observar cómo, n este tipo de razonamientos, nuestro autor era uno de los grandes herederos del italiano en América Latina, uno de sus grandes lectores de la década del ochenta -entre otros muchos que hubo, en particular en Argentina, como ser Juan Carlos Portantiero (1999).
[7] Ricca (2012) se ha encargado de analizar la noción de “revolución” en la obra de Aricó. Su hipótesis principal es que la revolución no es algún tipo de necesidad histórica “prefigurada”, sino por el contrario el resultado de una producción, de una construcción, por parte de las fuerzas transformadoras de la sociedad, emanadas de sus grietas.
[8] Barbero (2015) realiza un rastreo exhaustivo del concepto de “crisis civilizatoria” en el pensamiento de Aricó. Desde su mirada, el reconocimiento de las coyunturas de crisis es requisito para el despliegue posterior de nuevas “subjetividades políticas” socialistas.
[9] Nuevamente aquí es palpable ya la influencia del pensamiento gramsciano en el aricosiano. En particular, respecto de esta cuestión en torno de la clase proletaria, Aricó sistematizó y adoptó la perspectiva de Gramsci, como puede verse en sus cursos de economía política, dictados durante en el exilio en el Colegio de México (Aricó, 2011).
[10] Como muestra Cortés (2016), uno de los focos más importantes de crítica de Aricó al marxismo tradicional es precisamente su “determinismo” y su “unilinealidad”, así como su carencia de “mediaciones” y “traducción” entre, por ejemplo, las instancias teóricas y políticas. En su opinión, el análisis de casos históricos nacionales o regionales no va en detrimento de una perspectiva de conjunto.
[11] Hemos trabajado acerca de la variante (pos)marxista constituida por el pensamiento de Gramsci, y especialmente acerca del lugar otorgado a la “teoría” en su propuesta, en Fraga, 2015.
[12] Kohan (2005) se aboca al estudio de la recepción de la obra de Gramsci por parte de Aricó, en particular, en el marco de su adopción más en general por parte de toda una “nueva generación” de “intelectuales de izquierda”, especialmente argentinos, y marcando como hito crucial el forzado exilio de los mismos a México durante el período dictatorial. La recepción del autor italiano fue la pieza fundamental en la “transición” de dichos intelectuales de un marxismo de corte más tradicional -”revolucionario”-, a un marxismo de tipo más “socialdemócrata”.
[13] Tarcus (2007) hace hincapié en el pensamiento de Del Barco como constituyendo una “crítica a la razón instrumental”, la cual implica el arbitrio no-ético de “medios” para alcanzar unos “fines” no cuestionados, que incluyen hasta el objetivo último de “matar”.
[14] En rigor de verdad, aparece en Del Barco una ambigüedad entre la caracterización de Marx como un “crítico de la razón”, y como un utilizador de la “razón crítica”. Consideramos que es esta última la noción más aproximada a su mirada, mientras que la primera sería más propia de propuestas herederas heterodoxas del marxismo como las de los autores de la Escuela de Frankfurt.
[15] El uso de la noción de “muerte” no es gratuita. Aunque se entiende su intención provocadora, el mismo Del Barco la cuestionará filosóficamente años más tarde, al afirmar que la base ontológica de cualquier “comunidad” es la regla de “no matar”. Ohanian (2013) sostiene que, en todo caso, la cuestión no sería tanto el dilema entre la vida y la muerte, sino el dilema “biopolítico” en torno al tipo o la calidad de la vida que se busca y defiende -por ejemplo, a través de la “transgresión” que supone toda revolución social-. Por su parte, Greco (2014) avala la noción de muerte para los problemas tratados por Del Barco, enmarcada en la suposición freudiana de que toda “sociedad” se instituye como producto de un “asesinato” previo -del “padre”, o instancia de poder social más en general-.
[16] Como muestra Robles (2008), la noción de “crítica histórica”, o de crítica de la historia, parece tensionarse en Del Barco entre una postura “internalista” y otra “externalista” respecto de esta última. En efecto, para criticar la historia es preciso insertarse en ella, formar parte, pero también distanciarse de la misma para poder tomarla como objeto.
[17] La apelación a lo subversivo en Del Barco abre inevitablemente la pregunta acerca de la “violencia”, como muestra Greco (2010) al desplegar el debate histórico -en América Latina en general, y en Argentina en particular- acerca de la necesidad o no de la “lucha armada” como modo de lograr la transformación social radical, especialmente desde el espectro político de izquierda. Y como muestra Basualdo (2007), el debate acerca de la violencia es relevante, desde la perspectiva propuesta por Del Barco, toda vez que ella pone de relieve la categoría ética de la “responsabilidad” humana.
[18] La discusión, que aquí aparece en términos del problema del “contexto” espaciotemporal de las producciones teóricas, es tan extensa que no podemos abarcarla aquí en profundidad. Podemos, sin embargo, señalar su conexión con lo que en Aricó apareció como el dilema de América Latina y el eurocentrismo de la teoría marxista. Del mismo, se puede señalar cómo una vez más, ya Gramsci (2004) trazaba distinciones entre Oriente y Occidente, analizando particularidades culturales entre lugares tan diversos como China, Japón, Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, y Estados Unidos
[19] Todo esto se relaciona con la perspectiva epistemológica de Laclau, es decir, con la forma en que vincula la ontología con el conocimiento -teórico- y la realidad empírico-discursiva. Como muestra Fair (2013), la epistemología laclausiana se basa en cuatro ejes mutuamente implicados: a) el rechazo del esencialismo, el sustancialismo y el determinismo; b) el énfasis en la contingencia y la arbitrariedad; c) el énfasis en el carácter construido de lo social; y d) el énfasis en el carácter antagónico de lo social. Por su parte, Ruffini (2015) muestra que es la introducción de una “temporalidad” contingente, construida y antagónica la que habilita en el pensamiento de Laclau la posibilidad del “cambio” político y social.
[20] Se sabe que uno de los aportes claves de Laclau y Mouffe en este punto es su cuestionamiento de la noción de “formación discursiva” de Foucault (1996), por su no distinción entre “prácticas discursivas” y “no discursivas”.
[21] Esto en un plano “metateórico”; en el plano teórico-social y teórico-político, la crítica se desprende de lo que Laclau y Mouffe definen en este texto como perspectiva posmarxista asociada a una “democracia radicalizada y plural”.
[22] Varios autores han reflexionado sobre la noción de crítica en Laclau. Pastor (2014) sostiene que en la obra de Laclau, la “crítica” peligra toda vez que, por su carácter “posfundacionalista”, parece no tener en qué fundarse, parece carecer de todo “fundamento”; sin embargo, el autor aclara que tampoco se trata de una crítica completamente “relativista”. Por su parte, Gambarotta (2011) opina que lo que denomina su “esencialismo negativo” parece conducir a veces a que la “crítica” en Laclau aparezca exactamente como lo contrario de lo que pretende: como “certeza”, en lugar de como duda, apertura, contingencia.
[23] Acerca del diálogo teórico entre Laclau y Zizek, ver Gascón Pérez (2014), especialmente en cuanto a sus conceptos de la “crítica” y de lo “radical”, por su concordancia con los planteos del presente escrito respecto de una teoría crítica.
[24] Aunque son intrincadamente indisociables, lo “real” y el “goce” son, en Lacan (2014) dos categorías analíticamente diferentes. Lo real, en tanto postulación de “lo imposible”, no debe ser confundido con el goce, posible aunque nunca suficiente. A su vez, ambas categorías se incluyen dentro de la idea de lo “afectivo”.
[25] Como ha hecho notar uno de los evaluadores de este escrito, a quien agradecemos por el señalamiento, “Aquí Laclau reconoce, a partir de la crítica de Zizek, que su noción de antagonismo no es similar a lo real lacaniano. Hay un espacio dislocado que va más allá de los antagonismos simbólicos, y eso lo asemeja mejor a lo real lacaniano”.
[26] Es esta noción de lo disruptivo, que antes apareció como lucha y aún antes como contradicción, una de las que mejor permite iluminar el rastro marxista -y posmarxista- de la teoría laclausiana. Al respecto, Fair (2015) afirma que Laclau tuvo diferentes etapas intelectuales en el transcurso de su obra y que, a partir de La razón populista, abandona toda herencia marxista. Además, destacando los aportes de Gramsci, define a su teoría como posgramsciana. Waiman (2015), por su parte, señala la ausencia del “nombre” de Marx en la lista de pensadores marxistas de la que Laclau sí se nutrió -como los ya mencionados Gramsci y Althusser-, como sintomática de su forma particular de posmarxismo. Finalmente, Acha (2013) sostiene la incompatibilidad de Laclau con el marxismo por su señalamiento de la, en última instancia, imposibilidad de “crítica del capitalismo” como sistema cerrado con una lógica unitaria.
[27] A pesar de las afinidades que aquí elegimos subrayar, no hay una definición unívoca sobre la noción de ideología en ambos autores. En efecto, la teoría de la ideología de Laclau es diferente al análisis de la dimensión ideológica que propone Verón. Al respecto de lo primero, ver Cuesta, 2008.
[28] Acerca del diálogo entre Laclau y Verón, ver Fair (2008), especialmente en cuanto a la compatibilidad teórica entre ambas concepciones del discurso como conflictivo, como material, y como teniendo ciertas condiciones sociales de producción.
[29] Aunque puede no ser una operación tan paradójica después de todo, ya que Aricó era, claro está, latinoamericano, además de (pos)marxista. Esta operación, que es uno de sus grandes aportes, lo sitúa en una línea similar a la de otros como él, como ser el propio Laclau, y también el ya citado Portantiero.
[30] Por supuesto, no estamos sugieriendo que los autores trabajados hayan sido tan inocentes, aunque quizás quien más se acercó a una postura posmoderna fuera Del Barco. De hecho, los propios autores realizaron críticas al “relativismo” posmoderno, por ejemplo, Laclau (1996) en Emancipación y diferencia.

Notas de autor

[1] Doctora en Ciencias Sociales; Becaria Postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Docente en Sociología Sistemática, Carrera de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (FSOC-UBA), Argentina. Miembro del Grupo de Estudios sobre Problemas y Conceptos de la Teoría Social en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG). E-mail: euge.fraga@hotmail.com Academia.edu: https://uba.academia.edu/EugeniaFraga
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