Relaciones Laborales
Los años 90 en la Argentina: transformación y complejización del sindicalismo argentino
THE ‘90S IN ARGENTINA: TRANSFORMATION AND COMPLEXITY OF THE ARGENTINE UNIONISM
Los años 90 en la Argentina: transformación y complejización del sindicalismo argentino
Revista de Investigación del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales, núm. 15, pp. 57-78, 2019
Universidad Nacional de La Matanza

Recepción: 19 Febrero 2019
Aprobación: 04 Abril 2019
Resumen: En este trabajo se describen los procesos de transformación que operaron en el mundo del trabajo a partir del cambio de paradigma que implicaron la globalización y el cambio tecnológico. Se analizarán en qué medida estos cambios operaron sobre la Argentina. Se pone el acento en las transformaciones que se produjeron en la década del 90 a partir de modelo neoliberal y sus consecuencias sobre el sindicalismo argentino.
Palabras clave: Neoliberalismo, Sindicalismo, Reforma Laboral, Huelgas, Protesta Social, Nuevos Movimientos Sociales.
Abstract: This paper describes transformation processes occurred in the world of work proceeding from the paradigm shift implied by globalization and technological changes. Also analyzes the way these changes operated in Argentina. Emphasis is placed on the transformations that took place in the 1990s based on the neoliberal model and its consequences on Argentine trade unionism.
Keywords: Neoliberalism, Trade Unionism, Labor Reform, Strikes, Social Protest, New Social Movements.
Introducción
En Argentina, la década del 90 ha estado históricamente asociada a un proceso de pérdida de protagonismo de las organizaciones sindicales, producto de las transformaciones económicas propias de la implantación de políticas neoliberales durante los gobiernos del presidente Carlos Menem (1989-1999). Es un lugar común señalar que durante los 90 el sindicalismo argentino pierde centralidad. Sin embargo, esto no impide que comiencen a configurarse nuevas formas de expresión dentro de las organizaciones obreras que, tal vez, no hubieran podido desenvolverse en los entornos más tradicionales. Cabe preguntarse, entonces, cuáles fueron esas formas novedosas de organización que surgieron en ese contexto desfavorable y cómo se articularon con las estructuras tradicionales de representación sindical, así como también con el peronismo.
Para poder dar cuenta de estas preguntas se analizará, en primer término, cuáles fueron los cambios estructurales que tuvieron efecto sobre el sindicalismo argentino y cómo impactaron sobre las organizaciones sindicales tradicionales. Luego, se analizará la emergencia de dos organizaciones claves como la CTA y el MTA, considerando aquellas características que ponen en evidencia que, a pesar del repliegue del movimiento obrero en la década del 90, existió un espacio que permitió la emergencia de organizaciones sindicales de carácter sumamente novedoso, abonando un panorama del mundo sindical mucho más diverso y complejo. Se trabajará sobre la novedad en función de las siguientes variables: estructura organizativa, relación con el peronismo, capacidad de movilización y repertorios de protesta.
Cambios en el mundo del trabajo a nivel global
A partir de 1980 el sistema global asistió a un proceso de cambio estructural que se caracterizó por el desarrollo vertiginoso de nuevas tecnologías, especialmente en el campo de las telecomunicaciones y la biotecnología. La profundidad de este proceso posee tal magnitud que no pocos expertos lo han caracterizado como una verdadera transformación, en tal sentido estaríamos transitando no una época de cambios sino un cambio de épocas (Spyropoulos, 1991). El impacto de esta “Revolución Tecnológica” pronto se hizo sentir en todos los aspectos de la vida social. En este sentido, el campo laboral no fue una excepción. Las nuevas tecnologías impactaron sobre la organización de la producción generando nuevos procesos de gestión y organización del trabajo. Es cierto que, desde sus orígenes, las transformaciones tecnológicas y económicas que facilitaron el desarrollo del capitalismo impactaron sobre la naturaleza del trabajo (Fernández, 1997). Sin embargo, podemos afirmar que los cambios producidos hacia fines del siglo XX han tenido un impacto sobre el mundo del trabajo con una intensidad diferente.
El proceso de cambio tecnológico aparece fuertemente asociado a la mundialización de las actividades económicas. La llamada “globalización” es un fenómeno que se caracteriza por el hecho de que las actividades económicas nodales trabajan como una unidad, en tiempo real, a nivel planetario y a través de una red de interconexiones (Castells, 1997). Esto trae aparejado la expansión de las empresas multinacionales, que en la década del 90 han desarrollado una influencia creciente. Estas empresas influyen fuertemente sobre el modelo de crecimiento económico mundial, pero sobre todo influyen en los países menos desarrollados. Por sus características específicas las empresas multinacionales han planteado nuevos desafíos a las organizaciones sindicales.
Como todo proceso de cambio, la globalización y la transnacionalización de la economía han tenido consecuencias positivas y negativas. Lo que caracteriza al fenómeno es su complejidad, ya que, si por un lado las nuevas tecnologías informatizadas han posibilitado y difundido sofisticadas y eficaces formas de gestión de los sistemas y revolucionado la logística en la economía, no hay dudas de que, directa o indirectamente, han contribuido en buena medida a un crecimiento desmesurado del desempleo y el subempleo (Bisio y Mendizábal, 2003). La tradicional relación salarial ha dado paso a la proliferación de formas de contratación más flexibles, como por ejemplo el autoempleo, el subempleo, o el empleo informal. La magnitud de la crisis es tal que Robert Castel (1999), ha hablado de la “conmoción de la sociedad salarial” (p.136). Los síntomas de esta crisis se observan en el número creciente de personas que resultan excluidas del empleo asalariado, la seguridad social y la estabilidad. Esto lleva a menor inclusión y mayor fragmentación social, que traen aparejados una pérdida de confianza en las Instituciones, erosionando la calidad de la Democracia. Las organizaciones sindicales no son, por supuesto, ajenas a la crisis institucional. Por el contrario, comienza a ponerse en cuestión su capacidad para representar los intereses de un colectivo que se desdibuja y pierde paulatinamente su identidad. Las transformaciones acontecidas en el mundo del trabajo generaron un modelo laboral que tiende a la transitoriedad y la alta rotación, donde la condición laboral del trabajador aparece individualizada y despolitizada. El trabajador es más un proveedor de servicios con obligaciones y no tanto un sujeto que trabaja y que posee derechos. Esta situación desvincula a los trabajadores de sus marcos reguladores de referencia en las relaciones laborales y, a su vez, dificulta las posibilidades de organización alternativa como forma de modificar la situación de precariedad (Barattini, 2009).
Además de la expansión de las empresas trasnacionales, la globalización viene acompañada de procesos de integración regional, que impactan sobre el rol de los sindicatos y su capacidad para representar los intereses de los trabajadores. Históricamente era el Estado el centro de los intercambios internacionales, tanto los gubernamentales como los obrero-patronales. Esto ha cambiado y el Estado ha cedido terreno a favor de los bloques regionales y los organismos supranacionales (Spyropoulos, 1991). En síntesis, el doble proceso de internacionalización de las empresas e integración regional presentó para los sindicatos un gran desafío de adaptación en un contexto en el que los cambios tecnológicos modificaron, a su vez, los procesos de producción y organización del trabajo.
La Argentina frente a los cambios
Los cambios que hemos descripto impactaron sobre todos los países, pero lo hicieron de manera particular sobre aquellas naciones que, como la Argentina, no tenían los niveles de desarrollo y producción que poseían aquellas que ocuparon el epicentro del cambio. En los países menos desarrollados los cambios se produjeron en contextos con bajos niveles de crecimiento económico, endeudamiento, pérdida de capacidades productivas y bajos niveles de competitividad. Como agravante también poseían Estados incapaces de proteger con seguro de desempleo al conjunto de los trabajadores que quedaban excluidos del sistema (Bisio y Mendizábal, 2003).
Para la Argentina, la década del 80 significó el inicio de un doble proceso que tuvo fuertes consecuencias sobre las estructuras políticas, sociales y económicas del país. Por un lado, se inicia el camino hacia la democratización, luego del gobierno autoritario, autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) y por el otro, se inicia un proceso de desestructuración del Estado Interventor que había estado vigente en el país desde la década del 30. Los procesos mencionados tuvieron consecuencias importantes sobre el mercado laboral y sobre la orientación de la política laboral de los diferentes gobiernos, así como también en las formas de acción colectiva de los agentes sectoriales. Los cambios políticos y económicos operados desde la década del 70, profundizados en los 90, modificaron la base social sobre la cual se asentaba el poder sindical afectando sus vínculos tradicionales con el Estado y el sistema político (Palomino, 2005).
Veremos a continuación de qué manera estos procesos de cambio impactaron en la Argentina y el modo en que se articulaba la intermediación de los intereses entre capital y trabajo. Según García Delgado (1994) la Argentina experimentó a partir de la década del 70 un proceso de ruptura del modelo de mediación que había estado vigente desde la década del 40. Ese modelo, que el autor llama “neocorporativismo imperfecto” se caracterizaba por integrar al mismo tiempo dos principios de representación: el político (territorial, ciudadano, basado en los partidos) y el funcional (de representación corporativa). Este esquema operó en el contexto de un ciclo cívico- militar y se caracterizó por una alta efectividad de las corporaciones para introducir sus demandas en el Estado. Por tal motivo, García Delgado hace referencia a este corporativismo como imperfecto. Se trató de un sistema basado en organismos intermediarios que prácticamente monopolizaban la relación entre los ciudadanos y el Estado. Por el lado del polo trabajo existía un sindicalismo altamente organizado, institucionalizado y centralizado en la CGT y por el lado del capital existía un empresariado representado de forma más dispersa por organismos como la Unión Industrial Argentina, la Confederación General Empresaria, la Sociedad Rural, etcétera.
Con el golpe militar de 1976 el esquema de intermediación de intereses de la etapa anterior comienza a transformarse. El Proceso de Reorganización Nacional apuntó a desmantelar las bases materiales del Estado Interventor, con el argumento de que era el requisito para superar la crisis y el déficit de una economía poco competitiva y un empresariado demasiado acostumbrado a la protección estatal. Para los altos mandos militares, y los sectores civiles asociados a ellos, la salida para resolver la crisis debía hacerse mediante la apertura de la economía, pero esto requería necesariamente el disciplinamiento del sector trabajador y el empresariado asociado al mercado interno. Para lograr este objetivo el gobierno se valió de la doble herramienta de la represión y la política económica.
Todo este proceso comenzó a poner en evidencia las diferencias al interior del sindicalismo. En los últimos años del gobierno militar se apreciaba que el esquema sindical inaugurado en 1945 iba camino a debilitarse. Pero con la derrota electoral del peronismo, en las primeras elecciones democráticas pos-dictadura, quedó claro que esa crisis podía profundizarse todavía más. Las elecciones de octubre del 83 encontraron al sindicalismo fuertemente debilitado como consecuencia de la política económica del Proceso. Pero además, era un sindicalismo atravesado por profundas divisiones internas, producto de la divergencia de posiciones que cada grupo había adoptado respecto al gobierno militar. En ese contexto la dirigencia sindical se encontraba muy burocratizada y era fuertemente cuestionada por su incapacidad para defender el salario y el empleo en momentos en que estos habían retrocedido significativamente (Fernández, 2010).
El sindicalismo tuvo un rol central en la recomposición del peronismo en el inicio de la transición democrática y, por tal motivo, no fue ajeno a su derrota en las elecciones que llevaron a Alfonsín y al radicalismo a la presidencia (Palomino, 2005). De hecho, los candidatos peronistas para esas elecciones fueron definidos por la conducción de la CGT[2] (Fernández, 2010).
Al asumir la presidencia, Alfonsín se propuso darle centralidad al tema del régimen político y a los derechos humanos, partiendo del supuesto de que las crisis cíclicas anteriores habían sido producto de la falta de una cultura política verdaderamente democrática. De acuerdo con este diagnóstico la cultura propia de los gobiernos nacional-populares promovían de manera desmedida las demandas de la sociedad frente al Estado generando amenazas para la Democracia. En tal sentido fue que Alfonsín buscó disminuir el peso de las corporaciones en el Estado, especialmente de los sindicatos, de las FFAA y también de la Iglesia. El objetivo era enfatizar sobre la institucionalidad y las reglas del juego democrático para establecer una democracia liberal y pluralista. La UCR adoptó un discurso que hacía aparecer al peronismo y, sobre todo al sindicalismo, como lo antiguo y lo no-democrático, de esta manera tendió a cuestionar cualquier tipo de reivindicación social como “corporativa” y desestabilizadora (García Delgado, 1994)
A pesar de la derrota del 83 y la embestida del gobierno de Alfonsín, los sindicatos desempeñaron un rol protagónico en el sistema político del primer gobierno democrático. Según Palomino (2005) el sindicalismo terminó operando en la práctica como un sustituto del Partido Justicialista claramente debilitado, asumiendo el rol de oposición y estableciendo alianza con diversos sectores (empresarios, fuerzas sociales y políticas). Todo esto contribuyó a la recomposición del PJ y permitió a los dirigentes sindicales desarrollar estrategias para influir en la agenda política. Básicamente, estas estrategias apuntaban a la recuperación de las instituciones y de la legislación laboral, fuertemente afectadas por la dictadura.
Al comenzar el gobierno de Alfonsín la CGT se encontraba dividida pero, con el fin de preservar la organización y hacer frente a un gobierno hostil, se reunificó en 1984 (CGT Brasil y CGT Azopardo) ante el intento oficial de reestructurar las organizaciones internas de los sindicatos a través del proyecto conocido como Ley Mucci[3].
No cabe duda de que con el gobierno democrático se inició una nueva etapa de la reorganización y restructuración de las bases del poder sindical. Las normas y disposiciones establecidas por el régimen militar fueron derogadas y la vida interna de los sindicatos comenzó su consolidación institucional. Por un lado, se retomó el marco normativo previo a la dictadura y se llamó a elecciones gremiales a fines de 1984 y, por el otro, se normalizó la CGT y se promulgó la ley de Asociaciones Sindicales. Esto no quita que, durante el gobierno radical, la relación entre los sindicatos y Alfonsín haya sido mayoritariamente de conflicto. Los cuestionamientos que se le planteaban estaban sustancialmente orientados contra la política económica y la negociación de la deuda externa, así como la demanda continua de aumentos salariales, traducidos en numerosos paros generales y huelgas sectoriales (Orlansky, 1997).
Bajo el liderazgo de Saúl Ubaldini un importante sector del sindicalismo encaró una fuerte embestida, incluido un ciclo de movilización, que puso a Alfonsín en una situación muy difícil. Entre 1984 y 1989 la CGT convocó a 13 paros generales. El gobierno, por su parte, buscó estratégicamente cooptar a un grupo significativo del sindicalismo peronista. Así fue que un sector más dispuesto a acercarse al Gobierno logró en 1987 que uno de los principales dirigentes del sindicato de Luz y Fuerza fuera convocado para ocupar el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. El gobierno nacional pretendía así cerrar uno de los tantos frentes de conflicto abiertos por aquel entonces: levantamientos militares, inflación, deuda externa y presión empresarial. Luego de la derrota radical, en las elecciones parlamentarias de ese año, los representantes sindicales se alejaron del gobierno.
A partir del triunfo justicialista, en las elecciones parlamentarias de 1987, el peronismo se presentó nuevamente como una verdadera alternativa de gobierno. Previamente a la victoria en las urnas, se había iniciado dentro del partido un proceso de cambio. A partir de 1985 surgió una línea interna, “La Renovación”, que trataba de tomar distancia de los grupos que a su criterio habían sido los responsables de la derrota del 83. Entre ellos se encontraban figuras del sindicalismo como Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias. La nueva línea interna, que tenía como principales referentes a Antonio Cafiero y Carlos Menem, comenzó a ganar espacios, al mismo tiempo que se producía un declive del peso político del sector sindical.
En vistas a las elecciones presidenciales, que debían celebrarse en 1989, el Partido Justicialista realizó en 1988 elecciones internas para designar a su candidato, del cual resultó electo el riojano Carlos Menem. Por su parte el radicalismo lanzó la fórmula Angeloz-Casella, que terminó siendo derrotada en las elecciones de julio, cuando la fórmula Menem-Duhalde obtuvo el triunfo con el 47% de los votos. Se producía, entonces, la alternancia en un contexto de democratización recientemente iniciado y llegaba a la presidencia un candidato del Partido Justicialista.
Antes de analizar la relación entre el nuevo gobierno peronista y el sindicalismo es necesario hacer algunas reflexiones acerca del contexto internacional y económico en el cual se insertan las presidencias menemistas.
La década del 90 y el cambio neoliberal
A comienzos de la última década del siglo XX una serie de fórmulas económicas promovidas por el gobierno estadounidense y las instituciones internacionales de crédito, conocidas como el Consenso de Washington, fueron adoptadas por los países latinoamericanos. En este contexto se impuso un nuevo patrón de desarrollo que evidencia el declive del anterior esquema basado en el Estado como principal agente económico y orientado al desarrollo hacia adentro. Los nuevos tiempos estarán signados por la racionalización económica, el “achicamiento” del Estado, la mayor integración de las economías regionales, una nueva forma de inserción internacional, así como también por el predominio de la inversión privada y la lógica de mercado (García Delgado, 1994). Estos nuevos patrones de desarrollo tuvieron como experiencias precursoras las realizadas por los gobiernos autoritarios, pero fue recién con el impacto de la crisis de la deuda externa cuando la región experimentó en su conjunto un verdadero giro hacia estas reformas neoliberales (Torre, 1997). Los gobiernos de la región implementaron políticas de ajuste para lograr que las economías nacionales se adaptaran a las nuevas condiciones de la economía mundial que, como ya hemos señalado, se caracterizaba por un proceso de cambio tecnológico que demandaba más flexibilidad dentro de las empresas, una mayor descentralización de la producción, así como también por la existencia de mercados mundiales más competitivos e inestables.
Es importante precisar el peso que tuvieron los factores externos y los factores internos en este proceso. Si la crisis de la deuda y luego la influencia de Estados Unidos llegaron a tener el impacto que tuvieron en América Latina fue porque estas economías eran profundamente vulnerables a las perturbaciones externas y dependientes de los países centrales. Si bien es cierto que los cambios en el sistema internacional condicionaron fuertemente a los países latinoamericanos, también es cierto que las elites políticas de cada país tuvieron un rol muy importante.
Veremos a continuación de qué manera se produce la instalación en la agenda política del gobierno de Menem las reformas de corte neoliberal y cómo opera esto a nivel de la relación con los principales actores políticos, económicos y sociales, especialmente los sindicatos.
Menem, el cambio estructural y el sindicalismo
La llegada de Menem a la presidencia se produjo en un contexto de hiperinflación, que derivó en caos social y en la salida anticipada de Alfonsín. En los meses finales de su presidencia las variables económicas entraron en una espiral de descontrol, al mismo tiempo que los acreedores externos y el establishment empresarial local le retiraban su apoyo al plan económico oficial. En simultáneo, la situación social se hacía cada vez más conflictiva y se manifestaba en saqueos a comercios, puebladas y violencia en las calles. Luego de asumir la presidencia, Menem debió hacer frente a una nueva oleada inflacionaria que se extendió durante los primeros meses de gestión y que dejó una enseñanza clave: las recetas tradicionales de ajuste heterodoxo no serían eficientes para equilibrar la economía. Fernández (2010) sostiene que justamente fueron estas presiones inflacionarias del bloque económico dominante las que forzaron el viraje de Menem hacia una política económica neoliberal en 1990. A pesar de que muchos de sus votantes esperaban el “salariazo” y la “Revolución Productiva”, tal como había sido pregonado durante la campaña, Menem emprendió el rumbo contrario. Con el fin de ganar la confianza del mundo empresarial realizó una alianza estratégica con los grandes grupos económicos, grupos con los cuales el peronismo había antagonizado históricamente.
El objetivo de este trabajo no es realizar un análisis de las políticas económicas de Menem, sin embargo es necesario hacer una descripción general de las transformaciones producidas en la economía y en el mercado de trabajo para poder comprender mejor cómo impactan en los sindicatos.
Durante los primeros meses de gobierno, los diferentes ministros de economía de Menem (Miguel Ángel Roig, Néstor Rapanelli y Erman González) trataron de controlar la inflación con impuestos de emergencia, reducción del gasto público, ajustes en la tasa de cambio y políticas de ingresos negociadas con los empresarios (Gerchunoff y Torre, 1996). Estos planes fracasaron y prepararon el escenario para la llegada de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía. En marzo de 1991 Menem lanzó el Plan de Convertibilidad que, con el objetivo de lograr una mayor autonomía de la economía sobre la política, estableció la paridad cambiaria respecto del dólar, así como también la prohibición al Banco Central de emitir sin respaldo. Este Plan iba de la mano de una reforma estructural de la economía, así como también de un reordenamiento de la deuda interna y externa reduciendo la discrecionalidad en la toma de decisiones de política económica. De esta forma, Menem lograba algo largamente deseado: el control de la inflación y la estabilidad económica.
De la mano del Plan de Convertibilidad vino la Reforma del Estado, que apuntaba a la reestructuración del aparato productivo y administrativo, con la idea de afirmar la supremacía del Mercado por sobre el Estado. La idea de eficacia apareció como leitmotiv de esta reforma basada en privilegiar lo que era rentable y la búsqueda del equilibrio fiscal. Las principales políticas que se implementaron fueron las privatizaciones de las empresas públicas, la liberalización comercial, la reforma tributaria, la descentralización del Estado, la reforma de la Administración Pública, la reducción del gasto público y el endeudamiento externo (García Delgado, 1994). Es necesario subrayar que el gobierno que lleva adelante esta estrategia centrada en la inversión privada, la apertura externa y la lógica de mercado, es el gobierno del partido, el peronismo, que estuvo históricamente sostenido por los sectores más fuertemente identificados con el modelo mercado-internista y estado-céntrico (Etchemendy y Palermo, 1998). Como se ha señalado en otro apartado, Argentina no fue el único país latinoamericano que inició un programa de estabilización monetaria y de reforma estructural de la economía, la particularidad es que dicho proceso fue llevado adelante por el partido que había contado con el sindicalismo como su columna vertebral (Murillo, 1997). El proceso de reformas neoliberales encaradas por Menem, como principal referente del peronismo, se convirtió en una verdadera amenaza para los intereses del sindicalismo, pues afectó no solo sus bases materiales, sino también su alianza histórica con el partido.
En relación con la política laboral, el Gobierno implementó una serie de medidas que impactaron fuertemente en el mercado de trabajo y en consecuencia sobre los sindicatos. Se describirán brevemente las principales políticas en esta materia para luego indagar más detalladamente sobre sus causas políticas y sus consecuencias sobre el movimiento obrero organizado.
A través de un conjunto de iniciativas de reforma, el gobierno procuró adecuar el mercado de trabajo al proceso general de reformas de mercado. Se trató de generar proyectos que apuntaban directa o indirectamente a bajar lo que desde el gobierno y sectores de negocios denominaban “costo laboral” (Etchemendy y Palermo, 1998). En 1991 se sancionó la Ley de empleo (24013) que introdujo nuevas modalidades de contratación (contratación temporaria, por aprendizaje, etc.), desarticuladas de los sistemas de salud, de seguridad previsional y de indemnización por despido. De esta forma se puso fin a la estabilidad laboral de muchos trabajadores. En el marco de la Ley de Reforma del Estado, se produjo el proceso privatizador más acelerado de todo el continente, que trajo como consecuencia el Decreto 1803, de 1992, a través del cual se establecía la regulación y prohibición de las huelgas en los servicios públicos. Este había sido unos de los requisitos que las empresas y las entidades internacionales (FMI y Banco Mundial) habían puesto como condición para la privatización de las empresas estatales (Palomino, 2005). Otras de las medidas tomadas en materia laboral fueron el Decreto de desregulación, que incentivó la descentralización de la negociación colectiva y la reforma de las obras sociales, el Decreto 470, que implementó el aumento por productividad, la Ley 24.467 de 1994, de flexibilidad laboral y los Decretos de 1996, que eliminaron las asignaciones familiares a partir de un determinado tope salarial (Martucelli y Svampa, 1997). A su vez se sancionó una Ley de Accidentes de Trabajo, que impuso topes indemnizatorios en los accidentes en el espacio laboral, y una Ley de reforma de la Seguridad Laboral, que pasó a ser gestionada por un sistema de Aseguradoras privadas. Es importante señalar que si bien es el gobierno el que lleva adelante este proyecto de gran envergadura, debió hacerlo a través de una constante negociación de los apoyos y neutralizando continuamente las resistencias (Torre y Gerchunoff, 1999). Las consecuencias de estas reformas no fueron unívocas. Muchas de ellas afectaron directamente a los sindicatos, ya que erosionaron las condiciones del mercado laboral, especialmente en lo relativo al nivel de empleo. A su vez el sindicalismo tuvo la capacidad de obstaculizar ciertos aspectos de las reformas, específicamente aquellos que atentaban contra la estructura sindical y la autoridad de los sindicatos con personería gremial, así como también logró demorar la reforma que más afectaba sus intereses económicos, es decir, la cuestión de las Obras Sociales. Todo este proceso estuvo marcado por una lógica de división al interior del sindicalismo.
Desde un primer momento, cuando se produjo el “giro neoliberal” del presidente Menem, la CGT sufrió una división, que si bien era una más dentro de la historia de fragmentaciones que la Central había experimentado, nunca había ocurrido en el marco de un gobierno justicialista. Fue así que la CGT se dividió en una CGT Oficial (CGT San Martín) y una CGT opositora (CGT Azopardo) y un grupo de sindicatos independientes.
En la CGT-San Martín se reunían la FAECYS, gastronómicos, UPCN, el sindicato de la carne, UOCRA, plásticos, telefónicos, textiles, sanidad, ferroviarios, del caucho, y demás organizaciones sindicales (Senén González y Bosoer, 1999). Esta Central “Oficialista” desarrolló una clara estrategia de acercamiento con el menemismo y apoyó las iniciativas de reforma a cambio de ciertos beneficios políticos que incluían cargos dentro del gobierno (Murillo, 1997). A pesar de que un sector del sindicalismo obtuvo ciertas prerrogativas, el balance de la década menemista da como resultado una pérdida creciente de su influencia sobre el Estado y sobre el Partido Justicialista
que abarcó a todo el sindicalismo (Fernández, 2010). Basta mencionar como ejemplo el hecho de que fue en la presidencia de Menem cuando la Cartera de Trabajo dejó de tener a un sindicalista como Ministro.
Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué si las reformas económicas de Menem afectaron tan severamente el rol y el poder del sindicalismo algunos sectores dentro de este estuvieron dispuestos a brindarle su apoyo? De hecho, la resistencia de la CGT fue menos vigorosa en el gobierno de Menem que la que se desplegó durante la Dictadura o el gobierno de Alfonsín, cuyas políticas económicas tuvieron menos impacto que las llevadas adelante en los 90 (Fernández, 2010). Algunos de los factores que pueden ayudarnos a responder a esta pregunta se desarrollan a continuación.
A diferencia de lo que había ocurrido durante el Proceso o la presidencia radical, existía entre Menem y la mayoría de los sindicalistas una identidad política común en torno a la tradición peronista (Fernández, 2010). Ya en 1988, en la etapa final de la campaña electoral que llevaría a Menem a la presidencia, todos los sectores del sindicalismo peronista se subordinaron, unos con más resistencia que otros, a la estrategia partidaria. Esto demuestra la importancia de la dinámica del sistema político en la vida sindical e indica lo relevante de analizar la dimensión política para la comprensión de las estrategias implementadas por el sindicalismo. Además del “factor partidario” otro elemento que ayuda a entender el apoyo sindical (al menos de una parte) a las reformas menemistas es la variable económica. La hiperinflación y el conflicto social de la etapa 1989-1990 abonaron la creencia de que para alcanzar una solución a las crisis cíclicas que vivía el país había que recurrir a nuevas herramientas (Fernández 1998, 2010). En esas circunstancias, Menem logró una marcada reducción de las huelgas y movilizaciones (Senén González y Bosoer, 1999) y un firme apoyo de una porción del sindicalismo.
Para entender el respaldo del ala sindical a las políticas de reforma de mercado de Menem debemos tener en cuenta, más allá del logro de la estabilización monetaria, la función clave que ejercerá el otorgamiento de “incentivos selectivos” (Murillo, 1997). Para compensar los efectos negativos del achicamiento del Estado, de la flexibilización laboral y del desempleo sobre la afiliación a los sindicatos, el Gobierno les brindó a los gremialistas afines un conjunto de beneficios selectivos. Este proceso, conocido como “mercantilización sindical”, implicaba para ciertos sindicatos la posibilidad de convertirse en proveedores de bienes y servicios a una importante masa de consumidores. Como señala Murillo (1997: 432): “Ejemplos de la mercantilización sindical incluyen, entre otras, la compra de firmas privatizadas, la creación de administradoras de fondos de pensión y jubilación y la reorganización de sus obras sociales.”[4] La reforma que introdujeron las AFJP (Administradoras de Fondos de Jubilación y Pensión) marcó una nueva forma de relación entre los sindicatos y sus bases, ya no a través de la lógica tradicional de representante-representado, sino bajo una lógica de clientes. Palomino (2005) se refiere a este fenómeno como “business union” o sindicalismo de negocios, es decir, la masa de afiliados sindicales es abordada como una población cautiva, a través del vínculo de representación para la venta de servicios. La misma lógica operó en torno a la desregulación de las obras sociales, ya que las reformas tenían como objetivo estimular la competencia para captar más afiliados.
El comportamiento sindical no ha sido uniforme: ha variado dentro de una amplia gama que va desde la conversión a organizaciones que se concentran en la actividad empresarial, por una parte, hasta sus formas más opuestas, centradas en la acentuación del perfil combativo en la representación de los intereses de sus bases. Se analizará a continuación el rol de aquellas corrientes que conformaron la oposición sindical a la política neoliberal. Se ha dicho que la ruptura de la unidad sindical se produjo desde el inicio del gobierno de Menem, siendo la primera vez que un gobierno peronista no podía garantizar la unidad. Según Fernández (1998) diversos gestos de Menem pusieron en evidencia su deliberada voluntad de dividir a la CGT. “Desde la campaña electoral, se observó que Menem compartía con algunos renovadores cierta desconfianza hacia el sindicalismo y pretendía atribuirle un rol subordinado al Estado y/o a su persona” (p.150).
En la CGT-Azopardo[5] de Saúl Ubaldini confluyeron los principales sectores que se oponían al gobierno. Fue esta facción sindical la que organizó, en marzo de 1990, la primera protesta masiva en contra del proceso de privatizaciones y de achicamiento del Estado. El enfrentamiento de Ubaldini con la política menemista se expresó también en la arena electoral. En las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires de 1991, Ubaldini se presentó como candidato, acompañado por Hugo Moyano y Héctor Recalde como candidatos a diputados nacionales. La estrategia consistía en presentar a dirigentes sindicales, como candidatos de las listas opositoras, tratando de desligar al peronismo de una supuesta traición a los valores del partido llevada adelante por el oficialismo (Palomino, 2005). El líder sindical fue derrotado en las urnas por Eduardo Duhalde, denotando que el Gobierno contaba con un fuerte apoyo electoral.
La heterogeneidad al interior del sindicalismo opositor pronto se hizo evidente, y fue la constitución de la CTA una de sus principales puntos de inflexión. Si bien la Central de Trabajadores Argentinos se constituye formalmente en 1996 su origen se remonta a principios de la década del 90, siendo la Declaración de Burzaco (1991) y la Jornada Fundacional del Congreso de los Trabajadores Argentinos (1992) su génesis. Su fuerza principal estaba en sindicatos del sector público como CTERA (Docentes) y ATE (Empleados públicos) (Ferrero, 2005).
Este nuevo segmento sindical se configuró en torno de aquellos grupos que habían sido los más afectados por el nuevo modelo económico, los llamados “perdedores”. Lo que caracterizó a este nucleamiento fue su diversidad, ya que en él confluyeron peronistas disidentes, social cristianos progresistas, social demócratas críticos e independientes de diversas posturas de izquierdas (Fernández, 1998). Desde un primer momento buscaron configurar una central sindical paralela a la CGT no subordinada al Estado. La aparición en la escena pública de la CTA supuso, en principio, defender las fuentes y condiciones de trabajo frente a las privatizaciones en marcha, como también intentar frenar el decidido impulso de modificación de distintas agencias burocráticas estatales que incluía, entre otros aspectos, reducir la planta estable de empleados y dejar en manos privadas el control de distintas áreas que, hasta entonces, habían sido administradas por el Estado (Armelino, 2004).
En los orígenes de la CTA tuvo un rol muy importante la “marcha federal” organizada por la Central en 1992. En esa ocasión se produjo la movilización de distintos sectores sociales, provenientes de diferentes partes del país, que confluyeron en Capital Federal para manifestarse contra la política económica del gobierno. La marcha federal, como un repertorio[6] novedoso de acción colectiva, puso en evidencia que podía existir capacidad de movilización sin el acuerdo de los principales sindicatos de la CGT. En 1997 la CTA logró el objetivo original de convertirse en una Central independiente, cuando obtuvo la personería jurídica, aunque sin la capacidad de disputarle el monopolio de la personería gremial a la CGT, como organización de tercer grado (Pereyra, 2008).
La CTA no solo buscó presentarse como alternativa al sindicalismo tradicional, sino también como un proyecto de sindicalismo autónomo respecto del Partido Justicialista. Paradójicamente fue en el marco de un gobierno justicialista que se crearon las condiciones necesarias para la emergencia de un sindicalismo que se presentaba como alternativa e interpelaba a las estructuras gremiales tradicionales. Los factores que contribuyeron a este proceso son, en parte, coyunturales y en parte tienen que ver con cuestiones más estructurales. Es cierto que el menemismo, con su giro neoliberal, generó espacios para la disidencia y las tensiones internas, pero esto no quita que desde hacía algún tiempo se habían comenzado a oír las voces que bregaban por mecanismos más participativos y democratizadores al interior del sindicalismo. La CTA fue quien se planteó como objetivo la democratización de la actividad sindical y buscó llevarlo adelante a través de mecanismos como la posibilidad de afiliación individual o el voto directo de los representantes. Esto la colocaba en las antípodas de la estructura corporativa y verticalista de la CGT (Pereyra, 2008).
Otra novedad introducida por la CTA fue sumar a las organizaciones sindicales, como ATE o CTERA, seccionales de gremios industriales disidentes de sus direcciones nacionales, sindicatos de primer grado pertenecientes a federaciones, organizaciones sociales no sindicales (como por ejemplo jubilados), agrupaciones de desocupados y hasta representantes de ONG y organizaciones de Derechos Humanos. La novedad radica en que se combinan las típicas formas de representación sindical de trabajadores, con formas de representación surgidas de los movimientos sociales. Esto pone en evidencia que durante la década del 90 emerge en Argentina un nuevo tipo de organización, de base sindical, que busca expandir el colectivo de intereses a representar. Esto produjo una ampliación de los interlocutores sociales con los que se relaciona la organización que requirió una transformación en la base de la acción del sindicalismo. En síntesis, en un contexto adverso para las organizaciones laborales, desafiando hábitos y prácticas sindicales tradicionales, el surgimiento de la CTA se presenta como un sindicalismo de nuevo tipo (Ferrero, 2005). La CTA, como expresión de una forma de acción colectiva que excede el marco de las relaciones laborales, puede ser asimilada con lo que Kim Moody[7] definió como “sindicalismo de movimiento social”. La CTA concibe a la “clase trabajadora” con un criterio ampliado, lo que le permite la representación del heterogéneo mundo del trabajo (Ferrero y Gurrera, 2007). Esta forma sindical se caracterizó por reivindicar y promover derechos que van más allá de los intereses corporativos de los sindicatos. La estrategia movimientista de la CTA buscó transformar los reclamos sectoriales en demandas de derechos universales. El objetivo era nacionalizar los conflictos, utilizando repertorios novedosos como la ya mencionada marcha federal, la carpa docente o las movilizaciones por el caso Cabezas.[8] Al incorporar reclamos ciudadanos de derechos universales (libre expresión, educación, justicia, etc.) la CTA buscó obtener mayor legitimidad y consenso, presentándose como la contracara de los reclamos meramente sectoriales típicos de las organizaciones sindicales tradicionales (Pereyra, 2008).
Por su parte, la CGT dejó atrás su división, cuando en 1992 un Congreso Extraordinario de Unidad Sindical eligió una conducción unificada. Los conflictos internos entre las diferentes facciones no se hicieron esperar, precipitando el surgimiento de corrientes que cuestionaban fuertemente a la dirigencia y comenzaron a desplegar su capacidad de movilización, como serán el Movimiento de Trabajadores Argentino (MTA) y la Corriente Clasista y Combativa (CCC).
El MTA se constituyó en 1994 con un grupo de organizaciones gremiales que decidieron oponerse a la CGT debido al claro apoyo que esta brindaba a los procesos de reforma menemista. Los principales gremios que conformaron el MTA eran la Unión de Tranviarios Automotores (UTA) y Camioneros. Además la integraban algunos gremios, con cierta influencia dentro del movimiento sindical, como Molineros, Papeleros, Imprenta, etc., sumados a gremios que tenían cierta llegada a la opinión pública, o bien arraigo intelectual, como los sindicatos de Televisión, Periodismo, Publicidad, Docentes Privados y Músicos; y ciertos gremios de carácter profesional o técnico como Azafatas, Capitanes y Oficiales de ultramar, Farmacia, Judiciales, Dragado y Balizamiento, Visitadores Médicos, etc. (Fernández, 1997). Sus máximos referentes eran Hugo Moyano (Camioneros) y Juan Manuel Palacios (UTA)
Al momento de su constitución, los gremios agrupados en el MTA no buscaban formar una central sindical paralela, sino ir ocupando espacios al interior de la CGT hasta alcanzar su conducción y transformarla. Estos gremios defendían la idea de un modelo sindical asociado a un estado interventor y a un modelo económico sustitutivo de importaciones propio de la tradición peronista. El sindicalismo propiciado por el MTA cuestionaba fuertemente al “sindicalismo empresario” que encarnaba la CGT, pero como su objetivo era mantener la unidad, optaron por participar tanto de las acciones de lucha planteadas por la CGT como por la CTA. Mientras algunos dirigentes ocupaban cargos en la CGT, el movimiento conformaba una mesa de enlace con la CTA.
Es importante destacar que, mientras la dirigencia nacional de los sindicatos atravesó un fuerte proceso de debilitamiento y fragmentación, en el nivel local la militancia sindical tuvo, por el contrario, un rol verdaderamente protagónico. Esto fue debido a que las consecuencias de las políticas neoliberales impactaron de manera diferente en la cúpula sindical y en las bases, y además esas transformaciones tuvieron consecuencias disímiles en las diferentes regiones del país. Fue precisamente allí donde comenzaron a surgir liderazgos sindicales de nuevo tipo, más ligados a la izquierda (Pereyra, 2008).
La reducción del gasto público requerido por el plan de Convertibilidad se hizo sentir con fuerza en las provincias y municipios del país, donde fueron los sindicatos de empleados públicos los que lideraron la confrontación con el nuevo modelo económico. Las protestas no se limitaron a las típicas formas de reclamo gremial (paro o manifestaciones) sino que estuvieron marcadas, además, por violentos enfrentamientos con la policía y con un fuerte cuestionamiento a la dirigencia política (Pereyra, 2008). Los nuevos repertorios de protesta incluyen denuncias de corrupción, destrozos a edificios públicos y de residencias privadas, poniendo en evidencia la impotencia de la clase política para neutralizar estas acciones. Conocidos como “Estallidos Sociales”[9] estas protestas marcaron la emergencia de nuevas formas de articulación de las demandas de los sectores populares que se producen por fuera de los canales sindicales tradicionales, que habían estado monopolizados por un sindicalismo de corte justicialista.
En este contexto es que se produce la emergencia de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), la cual nucleaba a dirigentes sindicales de izquierda, bajo el liderazgo del jujeño Carlos “el Perro” Santillán. La CCC contó con el apoyo del Partido Comunista Revolucionarios (PCR), desprendimiento maoísta del PC que, desde la transición democrática, se encontraba trabajando en su vinculación con las bases sindicales. En la década del 90 se observa una ampliación de su influencia, especialmente en algunos sindicatos de empleados públicos, y también en algunas fábricas (Pereyra, 2008). Se potenciaba así un sindicalismo de izquierda que capitalizaba la profundización de la brecha entre las bases y la dirigencia.
La presencia de miembros de la CCC en las movilizaciones sociales, en los foros e instancias de articulación de la actividad sindical y la notoriedad pública alcanzada por algunos dirigentes, acelerada por los medios de comunicación, posibilitaron al movimiento una importante notoriedad pública. Lo que diferencia a la CCC de otras corrientes sindicales es su filiación no peronista. Pero además, a diferencia de otras organizaciones sindicales, la CCC ha buscado ejercer una representación más amplia e incluir a todos aquellos que han quedado excluidos del mercado de trabajo, como es el caso de los desocupados (Palomino, 2005).
Conclusión
Podemos afirmar que las reformas neoliberales implementadas por Menem generaron respuestas y estrategias diferentes al interior del sindicalismo, y sin dudas, contribuyeron a su fragmentación y división. El cambio del modelo productivo minó las bases sociales de las organizaciones sindicales y generó nuevas lógicas de organización en los sectores populares que, por primera vez en mucho tiempo, no estaban ligadas a los ámbitos de trabajo. Las formas de expresión sindical clásicas (huelgas, defensa de derechos laborales, negociación colectiva, etc.) se fueron debilitando y los sindicatos debieron reorientar sus formas de intervención y sus mecanismos para obtener recursos. Un sector del sindicalismo privilegió la estrategia adaptativa para preservar ciertos intereses corporativos, mientras que el otro sector se propuso impugnar la política gubernamental, dando origen a un sindicalismo disidente dispuesto a romper con la CGT. Dentro de este espacio opositor surgieron dos organizaciones: la primera, cuyo objetivo fue constituir una Central paralela para conformar un modelo sindical totalmente nuevo (la CTA), y la segunda, un agrupamiento denominado MTA, más coyuntural, pero que buscaba diferenciarse de las lógicas sindicales tradicionales.
A diferencia de la CGT, que adoptó una estrategia desmovilizadora frente al gobierno de Menem, los sindicatos agrupados en la CTA y el MTA tomaron la estrategia opuesta, con el objetivo de obtener visibilidad pública. Ambas organizaciones buscaron, además, diferenciarse de la CGT a partir del tipo de relación mantenida con distintos actores sociales y políticos. Constituyeron nuevas alianzas sociales y políticas, realizaron protestas cuyos reclamos y formas de expresarlo eran novedosos, y participaron en escenarios de conflicto social surgidos de las transformaciones dadas, en un contexto de movilización creciente y diversa (Armelino, 2004).
Afirmar que durante la década del 90 el sindicalismo argentino pierde poder y entra en crisis es describir solo una parte del proceso, porque en el contexto del repliegue de ciertas formas de sindicalismo emergen formas alternativas con rasgos diferenciados. El mundo sindical se hace en esta etapa más complejo y más diverso, presentando nuevos desafíos tanto para la dirigencia, las bases y la clase política.
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Notas
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